jueves, 30 de junio de 2016

Bruce Chatwin: Una canción es un destino, en el mapa sonoro de la tierra


Una canción es un destino en el mapa sonoro de la tierra.






 "Toda mi vida ha sido una búsqueda de lo milagroso; sin embargo, ante la primera leve señal que se me ofrece de lo extraordinario, tiendo a volverme científico y racionalista". 


El tren arrancó con dos toques de silbato y un sacudón. Algunos ñandúes huyeron de las vías a medida que pasábamos, con sus plumas ondeando como el humo. Las montañas eran grises y parecían parpadear en la atmósfera calurosa. A ratos, un camión manchaba el horizonte con una nube de polvo.




Un indio se puso a mirar a los andinistas y se acercó con ganas de iniciar una pelea. Estaba muy borracho. Me senté a presenciar la historia de Sudamérica en miniatura. El muchacho de Buenos Aires soportó los insultos durante media hora, luego se puso de pie, explotó y con un gesto le indicó al indio que volviera a su asiento.

El indio agachó la cabeza y dijo: “Sí, señor. Sí, señor”.


  • "Vamos a imaginar que nos perdemos en el desierto de Australia. Nos perdemos y preguntamos a un aborigen cómo se llega a nuestro destino. Este se quedará unos instantes pensando, recordando el camino exacto. Después nos mirará seguro de sí mismo y comenzará a cantar. Cuando acabe, probablemente le volveremos preguntar.


-Muy bonita la canción, pero ¿podría indicarnos el camino?

El aborigen se marchará ofendido. En su canción estaba el camino".

Bruce Chatwin. Los trazos de la canción





En la Patagonia (fragmento)

  • En su juventud la señorita Starling había sido fotógrafa, pero después aprendió a despreciar la cámara. «Es una aguafiestas», afirmó. Más adelante trabajó como horticultora en un acreditado vivero del sur de Inglaterra. Su mayor pasión eran los arbustos, y comenzó a dedicarse a un cultivo. Esta actividad la ayudaba a evadirse de una vida bastante monótona consagrada a cuidar a su madre, eternamente postrada en cama. Por esta razón se aficionó a los arbustos. Los compadecía, porque crecían en los macizos de los viveros, o en tiestos colocados bajo vidrio, lo cual iba contra los designios de la naturaleza. Le gustaba imaginarlos en estado salvaje, en montañas y bosques, y viajaba con su fantasía a los lugares que figuraban en los rótulos. 
  • Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta. 
  • «Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo. 
  • Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta.
  • «Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo. Viajó durante siete años con la esperanza de seguir haciéndolo hasta caer muerta. Los arbustos floridos eran sus compañeros. Sabía cuándo y dónde florecían. Nunca volaba en aviones y pagaba sus expensas dando clases de inglés o trabajando circunstancialmente en un jardín. 

Había visto el veld sudafricano radiante de flores; y los lirios y los bosques de madroños de Oregón; y la milagrosa flora del oeste de Australia que, aislada por el desierto y el mar, no había producido híbridos. Los australianos bautizaban sus plantas con nombres muy graciosos: pata de canguro, planta de dinosaurio, planta de cera de Gerardtown y Billy Black Boy. 
 Había visto los cerezos y los jardines zen de Kioto y el color otoñal de Hokkaido. Estaba enamorada de Japón y los japoneses. En uno de ellos tuvo un amante que, por lo joven, podría haber sido su hijo. Le dio lecciones adicionales de inglés y, además, en Japón los jóvenes apreciaban a las personas mayores. En Hong Kong, la señorita Starling se alojó en casa de una tal señora Wood. –Una mujer espantosa –dijo la señorita Starling–. Intentó fingir que era inglesa. La señora Wood tenía una anciana criada china llamada Ah-hing. Ah-hing creía estar trabajando para una inglesa, pero no entendía por qué, si lo era, la trataba así. –Pero yo le dije la verdad –añadió la señorita Starling–. «Ah-hing –le dije–, tu ama no es ni remotamente inglesa. Es una judía rusa». Y Ah-hing se enfadó, porque ahora se explicaban todos los malos tratos.

La señorita Starling vivió una aventura mientras residía en casa de la señora Wood. Una noche estaba buscando a tientas su llave cuando un chinito le puso un cuchillo contra la garganta y le pidió el bolso.–Y se lo dio –manifesté.–No hice tal cosa. Le mordí el brazo. Me di cuenta de que estaba más asustado que yo. Verá, no era lo que llamaríamos un atracador profesional. Pero hay algo que siempre lamentaré. Estuve a punto de arrebatarle el cuchillo. Me habría encantado guardarlo como recuerdo. La señorita Starling iría a conocer las azaleas de Nepal, «no este mes de mayo sino el siguiente». Y anhelaba pasar su primer otoño en Estados Unidos. Le gustaba Tierra del Fuego. Había paseado por los bosques de notofagus antarctica. Antes los había vendido en el vivero. "



Escrito después de visitar Australia, donde acompañó a un australiano, Arkadi, en sus viajes por el desierto. Arkadi había sido contratado por el gobierno para trazar una línea de ferrocarril que no pasara por ningún «trazo sagrado de canción». Una misión muchísimo más difícil de lo que parecía a priori.




 
Aquí no había voces. Había esto, lo que yo vi; y aunque más allá hubiera montañas y glaciares y albatros e indios, aquí no había nada de que hablar, nada que pudiera detenerme más. Sólo la paradoja patagónica: el vasto espacio, y los muy diminutos capullos de la flor emparentada con el sagebrush, nuestra artemisia. La nada misma, que para algún intrépido viajero podía ser un comienzo, era un final para mí. Había llegado a la Patagonia, y me reí cuando recordé que había llegado aquí desde Boston, donde tomé el subterráneo que llevaba a la gente a su trabajo. (404)



Las canciones hablan sobre estos antepasados que crearon la Tierra. Las huellas de sus andanzas son visibles para aquel que sepa mirar y conozca las melodías sagradas. Ellas marcan puntos de paso dirigiendo los itinerarios de los nómadas australianos.



Bruce Chatwin


Los trazos de la canción (fragmento)

" Entusiasmado, Harry se olvidó de su clase. Se sentó en el borde de la cama, a los pies de Jewel, exhibiendo la curiosidad de un veterinario ante un animalito enfermo. Movido por la alegría del momento, confesó que era coleccionista desde que tenía uso de razón.
-Poseer cosas es mi vicio solitario-, dijo, -ahora que soy un hombre de 19 años ya no me interesan los juguetes-.
Estaba hastiado de secuestrar pájaros carnívoros, canicas antiguas, volantines sagrados, libros escritos en lenguas muertas. Coleccionaría personas, o más bien, los trazos de sus canciones. La gente de carne y sangre en nada inflamaba su ánimo de secuestrador benevolente, pero suponía que cada cual era un hilo tramado en la red de un universo respetable y caótico, una línea melódica que discurre afinada en la frecuencia de las líneas de sus semejantes, ancestros, y descendientes. Los aborígenes australianos rehacen a diario el mundo volviendo sobre los trazos de la canción de sus antepasados, y así mantienen siempre fresca la creación de las montañas, los valles, los desiertos y los ríos secretos. En esta ciudad americana, sin mitos ni ceremoniales colectivos, algunas vidas se agotan en un escaso pentagrama de relaciones vivenciales. Otras, sin ser infinitas, rematan en la gloria de una vasta sinfonía de trazos melódicos. "

Los australianos no necesitan mapas. Tienen canciones. Cada colina, cada río y cada llanura tienen su verso correspondiente. Canciones que son el alma de la creación.

Es una historia romántica trazada, en una Moleskine, por un viajero melancólico, Chatwin, que se aferra a los mitos y a sus símbolos, por la ruta sentimental de su vida, indagando en la memoria colectiva de lo primigenio común.
Hay que ser más humildes y buscar respuestas pegadas a la tierra, y ese es uno de los méritos de los nuevos colectivos, pero, lo siento, es difícil a veces acabar de expulsar el fantasma de la "ideología". Bruce Chatwin






Leer esta novela es deletrear el más épico sentimiento de nuestras vidas, cuando vagamos en medio de una naturaleza conocida, cercana, porque nos vio crecer, y documentada, pues de nuestros mayores, de sus palabras, iban saliendo confianzas y miedos, que el territorio ha ido adquiriendo, al heredar los acontecimientos que  hacen singular aquel lugar, donde ocurre una historia.



Darle esta perfección al mundo que Los trazos de la canción  refunde en la transmisión oral de estos aborígenes nómadas hasta el sedentarismo inquieto, le proporciona un equilibrio al deseo actual de redecorar todo: tierra, mar, cielo.

Relato de gran belleza, que cataliza poesía y costumbres.
Las cartas aquí reunidas dan fe de una compulsión por el movimiento que parece rayar la neurosis. Incapaz de establecerse en ningún lugar, Chatwin se alojaban aquí o allá, montaba y desmontaba casas, trabajo que realizaba su demasiado paciente mujer, Elizabeth (tema que da para un largo análisis), y era incapaz de asentarse en un lugar por mucho que le gustase. Desde su infancia tomó el hábito de basar en la huida el temor y el miedo al conflicto. El viaje, expresaba él, era el único alivio a la angustia que le producía la relación consigo mismo y la vía para distraer el desasosiego vital, ordenar ideas y producir intelectualmente, pues  el cambio “es lo único que le da sentido a la vida”, como le escribió a su jefe Michael Cannon cuando se fue de Sotheby´s. Incluso en su canon estético estaba presente el arte nómada, como un arte efímero, fugaz, “tiende a ser portátil, asimétrico, discordante, inquieto, incorpóreo e intuitivo”. En una carta a su mujer desde Patmos se expresaba así: “Cada vez veo menos necesario tener posesiones materiales, a excepción de un par de objetos portátiles, y deseo vivir con la mayor frugalidad posible”. Vivía la vida como una estrella fugaz.





“Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan a domicilio con la silla adecuada, los estantes de diccionarios u enciclopedias, y ahora tal vez, con el ordenador. Y luego están estos otros, como yo, que quedan paralizados por el domicilio. Para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, u que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstói, que trabajaban en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe, en su cabaña; Proust, en la habitación tapizada de corcho.
















Por otra parte, entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero en Massachusetts lo echó a perder, o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o por necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra, y el último en una prisión en Siberia.

Por lo que me atañe (y por lo que me valga), he intentado escribir en lugares tan variados como una choza de barro africana (con una toalla mojada en la cabeza), un monasterio del Monte Athos, una colonia de escritores, una casucha en el páramo y hasta una tienda. Pero no bien llega la tormenta de arena, o comienza la estación lluviosa o un martillo pilón destruye toda esperanza de concentrarme, me maldigo y pregunto ¿qué estoy haciendo aquí, por qué no estoy en mi torre?”




Bruce Chatwin es un escritor británico que se ha dedicado también a la vida del viajero. Con una formación en arqueología, su vida fue ante todo diversa. Luego de su trabajo en la casa de subastas Sotheby como Director del Departamento de Impresionismo, viajó a África para descansar de una larga temporada en el ambiente artístico. Después de sus labores de profesor de Arqueología y corresponsal del periódico The Sunday Times, dio inicio a los viajes que lo llevarían a dejar su cargo; viajes que se convirtieron en la materia prima de sus textos.
El novelista y escritor de viajes inglés Bruce Chatwin (1940-1989) fue, antes de convertirse en un famoso literato, un talentoso experto en antigüedades que trabajó en Sotheby’s, en la sede londinense de New Bond Street. Esta fructífera experiencia se prolongó durante ocho años y fue decisiva para la carrera literaria que desarrolló en el último tercio de su vida. La escritora italiana Daria Galateria repasa este periodo crucial en la vida del novelista inglés en su libro Trabajos forzados, Los otros oficios de los escritores.


De Charles Milward, un primo lejano que acabó viviendo en Patagonia, Bruce Chatwin decía: «Lo extraordinario de Milward es que nunca ha logrado quitarse de encima Birmingham». Los suyos eran de Birmingham, y cuando quisieron encontrar un futuro para Bruce, descartaron la arquitectura, que era una de las profesiones de la familia, porque encontraban Londres muy tentador (y, además, las matemáticas no eran precisamente el fuerte del muchacho). Por lo demás, Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor, o quizás entrar en el servicio colonial. Algunos de sus compañeros de colegio habían ido a Rodesia; pero la Revuelta del Mau Mau en Kenia estaba reciente, y la madre de Bruce, Margarita, tenía un tío que había sido asesinado por un cocinero en Costa de Marfil; demasiado peligroso. Sin embargo Margarita había leído un artículo en Vogue sobre la casa de subastas Sotheby’s. El padre de Bruce tenía un cliente, un perito inmobiliario, que había vendido en Sotheby’s un Monet, que representaba un tren que pasa por un puente. El 15 de abril de 1958 Bruce escribió al director de la casa de subastas, Peter Wilson, incluyendo una carta de recomendación del cliente de su padre.


Sotheby’s era una pequeña empresa familiar por entonces, con sesenta empleados y una representación en Nueva York solo para atender la correspondencia. [...] Bruce Chatwin entró como empleado en el almacén de reparto de obras de arte, con una paga semanal de ocho libras. Por la noche iba en metro a casa de sus tíos, donde vivía; nunca hablaba de su trabajo. Su tarea era quitar el polvo y mover las cerámicas, las mayólicas y los objetos tribales originarios de Europa y de Oriente. «Cada vez que había una venta me ponía mi uniforme gris y me plantaba delante de las vitrinas controlando que los potenciales clientes no dejasen las marcas de los dedos.» El asistente de las cerámicas con quien trabajaba cuenta que tenían que catalogar cerámicas chinas, esculturas romanas antiguas y también piezas de Rodin; sin embargo, Bruce se ocupaba solo de las que le interesaban. [...] Chatwin sostuvo, sin embargo, que nadie le hizo caso hasta el día en que, encontrándose junto a un gouache de Picasso que representaba a un arlequín, se le acercó un señor con el pelo lacio y aire de ornitólogo que le preguntó qué pensaba; el almacenero le respondió que según él era falso. El «ornitólogo» era sir Robert Abdy, asesor de compras del banco Gulbenkian. Asombrado por una respuesta semejante por parte de un empleado de la casa de subastas, contó el episodio a Wilson, que trasladó a Bruce a sus dos departamentos preferidos, el de pintura moderna —especialmente los impresionistas— y el de antigüedad, que Wilson catalogaba personalmente. Bruce ocupaba un pequeño estudio semienterrado, tenía una secretaria y recibía dos veces por semana a un experto, John Hewett. Hewett era socio y amigo desde mucho tiempo atrás de Wilson; era un marchante de Bond Street elegante, pelo y barba a cepillo; llegaba sacando del bolsillo un pequeño objeto, que podía ser una concha o una rarísima pieza de arte y miraba a Bruce con los ojos bovinos, para que compartiese su entusiasmo. Fue un maestro para Bruce; sostenía que las creaciones de la naturaleza eran bellas y exquisitas como el arte. Era un «heterosexual rampante», que procedía de una clase social baja y que conservaba en el acento «un toque cockney». El abuelo realizaba mudanzas en una carreta, él había sido jardinero y soldado de la guardia escocesa en Argelia; experto en tapices del siglo xv, amaba los objetos tribales y primitivos. Hewett enseñó a Chatwin a mirar los objetos a fondo, intensamente. La secretaria decía que «Bruce observaba las cosas bajo todas las luces incluso cuando no se podía más, pero el resultado era que nunca se olvidaba de nada». Un día un diseñador, John Stefanidis, le habló a Bruce de unas sillas que había visto en la Villa Malcontenta que deseaba copiar. «Yo tengo todas las medidas», le aseguró, de memoria, Chatwin. Chatwin fue un alumno extraordinariamente veloz. En una entrevista le preguntaron cuánto había tardado en convertirse en experto en impresionismo; «un par de días, diría», respondió. Tenía ojo, mucha intuición; un día entró en una tienda de Ludlow, y fue derecho a lo que el propietario consideraba un bastón de paseo: era en realidad el asta de la bandera de la embarcación del Dogo. Hacía algunos negocios privados; «¿qué debo hacer?, ¿vivir del aire?», escribió después en ¿Qué hago yo aquí? Entró en contacto con el mundo extraño y opulento de los coleccionistas. Robert Erskine —que era un ex-Etoniano— se dedicaba, sobre todo, a comerciar con monedas antiguas; con Bruce hizo una especie de sociedad. Él aportaba el dinero para comprar los objetos, Chatwin, la lista de los clientes de la casa de subastas; los beneficios se dividían a partes iguales. Cuando fue nombrado director, Sotheby’s pretendió que Bruce acabase cualquier relación con Erskine. El crítico Ted Lucie-Smith, con el que Chatwin iba el sábado al rastro de Portobello, decía que su famoso «ojo» consistía en el conocimiento del Museo imaginario, de Malraux y del Arte sin época (1934), de Ludwig Goldscheider, con su rechazo a la «jerarquización» entre el arte popular y las consideradas «culturas superiores». Un día que su superior en los impresionistas estaba fuera, Bruce realizó el catálogo. De un día para otro, se convirtió en el experto en la materia en Sotheby’s; debía «comenzar a aprender muy deprisa». Era un área importante, porque los impresionistas gustaban a los armadores griegos y a las estrellas de cine; los colegas estaban envidiosos. Chatwin sin embargo cultivaba a los clientes ricos. Era seguro, y había aprendido algunos trucos del oficio. Una vez que le preguntaron su parecer sobre un bronce indio del siglo IX, Bruce se sacó un alfiler de la solapa de la chaqueta y ralló la pátina. Era también temido. En una galería de Nueva York vio un caballo de bronce con una evidente línea de sutura. «Los griegos nunca practicaron esta técnica», dijo. La pieza fue retirada. En una subasta de Impresionistas de Sotheby’s preparada por otro, señaló un dibujo de Renoir, un desnudo. «Es falso», dijo: «y este y este». Los dibujos fueron reexaminados, y retirados de la subasta. Otra vez vio, todavía en el suelo, un Pollock. Es falso, aseguró. «Déjame en paz», dijo el curador. Cuando apareció el catálogo, la tela se denunció como falsa; Chatwin estaba triunfante. A Bruce le gustaba también viajar para peritar las obras, o buscarlas, durante las vacaciones, en los países de origen. Aprendió de los indígenas a viajar ligero, a liberarse de los objetos —tras tantos años en los que los había visto coleccionar.

Bibliografía:

https://www.youtube.com/results?search_query=bruce+chatwin


Autor del día: Bruce Chatwin 

con noticias y comentarios de los archivos de The New York 

Times

https://www.nytimes.com/books/00/03/19/specials/chatwin.html


Visiones de la Patagonia en escritores de lengua inglesa:
de Falkner a Theroux
David Lagmanovich


https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero31/patagon.html

Revisión / Cine; Para una excéntrica Praga, la porcelana es una pasión


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