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sábado, 5 de noviembre de 2022

Clima y melancolía

 

El desierto está creciendo: ¡desventurado el que alberga desiertos¡

Friedrich Nietzsche


Si prestamos atención a su significado etimológico, del griego µέλας "negro" y χολή

"bilis", comprobamos que se trata de un estado cuya desmesura nos dirige a lo amargo y

oscuro que la naturaleza de la melancolía tiende a perpetuar. 

Vol. 2 (2008): Nostalgia y melancolía: de pérdidas, locuras y creatividad espiritual.


El tiempo y su abismo. Reflexiones sobre la melancolía 
https://revistas.unc.edu.ar/index.php/CultyLit/article/view/12828/13031
Robert Burton

Anatomía De La Melancolía
http://www2.uadec.mx/pub/pdf/melancolia.pdf

Anatomía de la melancolía (fragmento)

"DEGENERACIÓN Y MISERIA DEL HOMBRE.

 Pero esta criatura, la más noble de todas, ¡oh lastimosa mutación!, como exclama Palanterio, decae de lo que fue y degenera en su estado, convirtiéndose en un hombrecillo miserable, en un náufrago y ruin sujeto, una de las más míseras criaturas del mundo, si se la considera en su naturaleza propia, un ser que no se regenera y así ensombrecido por sus faltas que lo hacen inferior al animal (exceptuando algunos pocos caracteres que conserva), «cuando pierde la dignidad humana se asemeja a una alimaña que perece», como dijo de él David en sus Salmos, a un monstruo, por estupenda metamorfosis, a un zorro, un perro, un cerdo. ¿Qué no es entonces? ¡Y cuánto se aleja de lo que fue! Al principio, un santo y un bienaventurado, ahora un ser mísero y execrable. Debe ganar el pan con el sudor de su frente, como se lee en el Génesis, y está amenazado por la muerte y por toda especie de enfermedades y de calamidades.
Rudo es el trabajo impuesto a los hombres y pesado el yugo que deben soportar los hijos de Adán, desde e] día que salen del vientre materno hasta que vuelven a la madre de todo lo creado. La idea de la muerte los persigue y son víctimas de sus propios pensamientos, sus temores y los engendros de su imaginación. "




Decía Burton: "[Quién no estaría melancólico] al ver a un sabio rebajarse y arrastrarse ante un paisano iletrado por carne para la comida. Un escribano mejor pagado por una obligación; un halconero que recibe más paga que un estudiante; un abogado que gana más en un día que un filósofo en un año, mejor remunerado por una hora que un estudiante por doce meses de estudio; el que puede pintar a Thais, tocar el violín, rizar el pelo, etc., gana ascensos antes que un filósofo o un poeta. " 

En De vita, Marsilio Ficino explica:

Existen tres causas que hacen que las personas de conocimiento se tornen melancólicos. La primera es celestial, la segunda natural y la tercera humana. La celestial es debido a que Mercurio nos invita a investigar las doctrinas y Saturno nos hace perseverar investigando las doctrinas y retenerlas una vez que las hemos descubierto. Esta, según los astrónomos, es fría y seca, justo como señalan los médicos es la naturaleza melancólica. ...Pero aquellos hombres de conocimiento, especialmente los que están oprimidos por la bilis negra, siendo diligentemente devotos al estudio de la filosofía, retraen su mente del cuerpo y las cosas corporales y los aplican a lo incorpóreo. La causa de esto es que, mientras más difícil el trabajo, más concentración de la mente requiere; y segundo, que mientras más aplican su mente a las verdades incorpóreas, más están llamados a separarlas del cuerpo. Por esto su cuerpo parece como si estuviera semimuerto y frecuentemente melancólico.

Ensayo sobre la melancolía: sus orígenes, su dialéctica, sus caminos tortuosos y su destino ineluctable

 

Sylvia Salles Godoy de Souza Soares


EL QUIJOTE Y LA MELANCOLÍA

Javier de la Higuera Espín*

* Departamento de Filosofía II, 
Universidad de Granada

jdelahiguera@ugr.es

Venid todos los que el ceño airado
del destino mirasteis en la cuna;
los que sentís el corazón llagado
y no esperáis consolación alguna.
¡Venid también, espíritus ardientes,
que en ese mundo os agitáis sin tino,
y cuya inmensa sed sus turbias fuentes
calmar no pueden con raudal mezquino!
Los que el cansancio conocisteis, antes
que paz os diesen y quietud los años...
¡Venid con vuestros sueños devorantes!
¡Venid con vuestros tristes desengaños!


(Gómez de Avellaneda: 2003 115)       

Placeres de la melancolía. 
Reflexiones sobre literatura y tristeza 
- Martín José Ciordia - Miguel Vedda (comps.)

¡Qué triste noche!... Las lejanas cumbres
acumulan mil nubes pavorosas,
y el lívido relámpago ilumina
su densa confusión. Calma de fuego
me abruma en derredor, y un eco sordo,
siniestro, vaga en el opaco bosque.
Oigo el trueno distante... En un momento
la horrenda tempestad va a despeñarse.
La presagia la tierra en su tristeza.
Tan fiera confusión en armonía
siento con mi alma desolada... ¿El mundo
padece como yo?


(Heredia 2004: 97-98)   


Las emociones y la teoría literaria. Un encuentro enriquecedor para la comprensión del texto literario

 

Steven Bermúdez Antúnez*

 

* Profesor Titular, Universidad del Zulia (Maracaibo–Venezuela)


Cada día debo recordar la pérdida de la divinidad. Cuando sueño en los grandes hombres de las grandes épocas a cuyo alrededor se propagaba un fuego sagrado y transformaban todo lo que está muerto, el bosque y la paja del mundo, en lenguas de fuego, que los transportaban hasta el cielo; y a continuación pienso en mí que, como un tenue fulgor, yerro y mendigo una gota de aceite, con el fin de brillar todavía un instante en la noche, debes saber que un extraño escalofrío se apodera de mí y, en voz baja, me repito esta palabra estremecedora: ¡Muerte viviente!


(Argullol 1982: 72)

  


Oráculo de tristezas
 La melancolía en su historia cultural





Ahora descansarás por siempre
mi cansado corazón. Murió el postrer engaño
que eterno yo creí. Murió. Bien siento
en nosotros de los pasados engaños
no sólo la esperanza, sino el deseo extinto.
Reposa para siempre. Bastante
has palpitado. No valen cosa alguna
tus impulsos, ni es digna de suspiros
la tierra. Amargura y hastío
en la vida, no otra cosa; y fango es el mundo.
Tranquilízate. Desespera
por última vez. El hado a los humanos
sólo les dio el morir. Despréciate ya a ti
y a la naturaleza, y al indigno poder que, oculto,
impera sobre el mal común,
y la infinita vaciedad de todo.


(Leopardi 2006: 229)

La melancolía hispana, entre la enfermedad, el carácter nacional y la moda social


            

Comedias melancólicas del Siglo de Oro: medicina, psicología y teatro




Todo estaba negro. No se distinguía nada. Oíase el ruido de la espuma, pero no se veía el río. Por instantes aparecía en aquella profunda vorágine una luz que serpenteaba vagamente. Es virtud que tiene el agua de coger la luz, no se sabe dónde, en medio de la noche más completa, y convertirla en culebra. La claridad no tardaba en disiparse, y todo volvía a quedar confuso y negro. La inmensidad parecía estar allí abierta. Debajo no era aquello agua, sino abismo. La muralla del muelle, recta, confusa, mezclada con el vapor y ocultándose en seguida, producía el efecto de una muralla del infinito. No se veía nada; pero se sentía la frialdad hostil del agua y el olor especial de las piedras mojadas. Subía del abismo un hálito salvaje.


(Hugo 2004: 735)   



Saturno y la melancolía

Estudios de historia de la filosofía de la naturaleza, la religión

y el arte


La melancolía en la antigüedad: El problema XXX en Aristóteles
ÁLVARO PIZARRO HERRMANN

El clima como factor melancólico en Nada (1944), de Carmen Laforet



Hoy como ayer, mañana como hoy,
¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
y andar... andar.
Moviéndose a compás, como una estúpida
máquina, el corazón.
La torpe inteligencia del cerebro,
dormida en un rincón.
El alma, que ambiciona un paraíso,
buscándole sin fe,
fatiga sin objeto, ola que rueda
ignorando por qué.
Voz que, incesante, con el mismo tono,
canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae
y cae, sin cesar.
Así van deslizándose los días,
unos de otros en pos;
hoy lo mismo que ayer...; y todos ellos,
sin gozo ni dolor.


(Bécquer 2004: 66)

Memoria, duelo y melancolía en La lluvia amarilla, de Julio Llamazares


   
La melancolía y otras tristezas: una interacción entre obras literarias y tratados médicos: (siglos XVI-XVIII)



INTERVENCIONES: EL ARTE MELANCÓLICO*

Michael Ann Holly

La melancolía traiciona al mundo y lo hace justamente por el bien del saber. Pero su perseverante ensimismamiento asume en su contemplación las cosas muertas a fin de redimirlas (…) La obstinación que se plasma en la intención del luto nace de su lealtad al mundo de las cosas. (Benjamin, 2006, p. 447)

https://www.um.es/artlab/index.php/intervenciones-el-arte-melancolico/ 


Es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de forma aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.


(Poe 1975: 290)




Grandiosa, satánica figura,
alta la frente, Montemar camina,
espíritu sublime en su locura,
provocando la cólera divina:
fábrica frágil de materia impura,
el alma que la alienta y la ilumina,
con Dios le iguala, y con osado vuelo
se alza a su trono y le provoca a duelo.
Segundo Lucifer que se levanta
del rayo vengador la frente herida,
alma rebelde que el temor no espanta,
hollada sí, pero jamás vencida:
el hombre en fin que en su ansiedad quebranta
su límite a la cárcel de la vida,
y a Dios llama ante él a darle cuenta,
y descubrir su inmensidad intenta.
Y un báquico cantar tarareando,
cruza aquella quimérica morada,
con atrevida indiferencia andando,
mofa en los labios, y la vista osada;
y el rumor que sus pasos van formando,
y el golpe que al andar le da la espada,
tristes ecos, siguiéndole detrás,
repiten con monótono compás.


(Espronceda 1984: 110-111)    



Con Octubre muere en Vetusta el buen tiempo. Al mediar Noviembre suele lucir el sol una semana, pero como si fuera ya otro sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedida preocupado con los preparativos del viaje del invierno. Puede decirse que es una ironía de buen tiempo lo que se llama el veranillo de San Martín. Los vetustenses no se fían de aquellos halagos de luz y calor y se abrigan y buscan su manera peculiar de pasar la vida a nado durante la estación odiosa que se prolonga hasta fines de Abril aproximadamente. Son anfibios que se preparan a vivir debajo de agua la temporada que su destino les condena a este elemento. Unos protestan todos los años haciéndose de nuevas y diciendo: “¡Pero ve usted qué tiempo!”. Otros, más filósofos, se consuelan pensando que a las muchas lluvias se debe la fertilidad y hermosura del suelo. “O el cielo o el suelo, todo no puede ser”.

Principio del capítulo XVI de La Regenta (1884-85). Leopoldo Alas “Clarín”

Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de velloritas que parecen chispas de sol!

Mitad del capítulo XXX de La Regenta (1884-85). Leopoldo Alas “Clarín”


Al amanecer del cuarto día, el viento que había estado soplando suave del oeste empezó a rolar al sur. Inquieto, Coy miró la oscilación del anemómetro y luego el cielo y el mar. Era un día anticiclónico convencional, de principios de verano. Todo estaba en apariencia tranquilo, el agua rizada y el cielo azul, con algunos cúmulos; pero podían distinguirse cirros medios y altos moviéndose en la distancia. También el barómetro mostraba tendencia a bajar: Tres milibares en dos horas. Al despertar, después de darse un chapuzón en el agua azul y fría, y oír el parte meteorológico, había anotado en el cuaderno de la mesa de cartas la formación de un centro de bajas presiones que se desplazaba en cuña por el norte de África, vecino a una alta de 1.012 inmóvil sobre Baleares. Si las isobaras de una y otra se aproximaban demasiado, los vientos soplarían duros desde mar adentro, y el Carpanta tendría que refugiarse en un puerto e interrumpir la búsqueda.

Principio del capítulo XII de La carta esférica (2000). Arturo Pérez-Reverte


Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose, juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las hierbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales, sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, a manera de raudales lágrimas por un semblante rugoso y moreno.


Comienzo del capítulo I de La madre Naturaleza (1887). Emilia Pardo Bazán

Allá, por la parte de Torrealta, venía una oscuridad misteriosa, pero sin una nube, como si el cielo se hubiera teñido de un tono añil transparente... Un aire fuerte comenzó a moverse de súbito y revolvió las copas de los olivos, levantando entre las encinas un polvo blancuzco y denso. Era un aire cálido, sofocante, como el aliento de una hoguera.


La cumbre de la sierra se tiñó luego de un color cárdeno. En la misma sombra se fueron envolviendo los valles, y al nublarse el sol, cesaron los rumores, el canto de los pájaros y reinó una calma sorda y aterradora. Luego, todo el cielo fue una mancha violácea, negruzca, levemente diáfana...


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Era esto un silencio de muerte, un sosiego total, una suspensión de la vida. Sólo el aire, levantando remolinos de vez en cuando y haciendo cimbrear las ramas de los árboles, daba la sensación de una vida misteriosa alentando invisible en aquella calma.


No llovía tampoco. Sólo unos goterones gruesos y fuertes golpearon la tierra un momento y dejaron un olor acre de polvo mojado; pero de pronto súbito, instantáneo, rasgó el cielo un relámpago, y un trueno seco, rápido, restalló encima como el trallazo de un látigo gigante.


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Se sucedían los relámpagos, bengalas intensas que cegaban un instante los ojos y parecían chasquear con un olor metálico. A continuación truenos fragorosos parecían socavar los cimientos de la casa y rajar las corpulentas encinas.


Capítulo XXXI de La sangre de la raza (1919). Antonio Reyes Huertas

Llueve mansamente y sin parar, llueve sin ganas pero con una infinita paciencia, como toda la vida, llueve sobre la tierra que es del mismo color que el cielo, entre blando verde y blando gris ceniciento...


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... Llueve con tanta monotonía como aplicación desde el día de San Ramón Nonato, a lo mejor desde antes aun, y hoy es San Macario, que trae suerte a los naipes y a las papeletas de la rifa. Orvalla despacio y sin parar desde hace más de nueve meses sobre la hierba del campo y los cristales de mi ventana, orvalla pero no hace frío, quiero decir mucho frío...


Comienzo de Mazurca para dos muertos (1983). Camilo José Cela

Macizos de junqueras a un lado y de chumbos al otro, la tierra roja, sangre de toro cuando terminaba la albariza, aire duro y el vaho denso de la marisma, en oleajes calientes. Por agosto, la lámina rubia de las eras, el grano en pilas, revoleo de parvas a compás de un cante de trillo y el sol firme, resecando el bayunco de los chozos. Porque lo que tiene vivo, presente, de “El Yuntero” no es la tarde bajo la lluvia o el soplo del invierno desnudando la cepa, sino la alegría de los pámpanos, el cortador doblado sobre el sarmiento y, luego, la reata, con los serones colmados, hacia la bodega.


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Las dos de la tarde sobre la ciudad, rejoneándola ese sol que deja en las manos y en la espalda un calor húmedo, viscoso. Verano del membrillo que empieza a madurar en el sequío pedroseño, barrunto de lluvias y por la feria ganadera de San Miguel. No son ya la calina y la ardentía de agosto, sino el resistero a plomo, caldeado. Las calles solas y el silencio que asusta señalando la hora de una ciudad que parece muerta.


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La tarde se ensombrece bajo el nublado y la lluvia pone en el cristal un rosario con cuentas de agua.


Epitafio para un señorito (1972). Manuel Barrios

Jazz, de Toni Morrison

Sssst… yo conozco a esa mujer. Vivía rodeada de pájaros en la avenida Lenox. También conozco a su marido. Se encaprichó de una chiquilla de dieciocho años y le dio uno de esos arrebatos que te calan hasta lo más hondo y que a él le metió dentro tanta pena y tanta felicidad que mató a la muchacha de un tiro solo para que aquel sentimiento no acabara nunca. Cuando la mujer, que se llama Violet, fue al entierro para ver a la chica y acuchillarle la cara sin vida, la derribaron al suelo y la expulsaron de la iglesia. Entonces echó a correr, en medio de toda aquella nieve, y en cuanto estuvo de vuelta en su apartamento sacó a los pájaros de las jaulas y les abrió las ventanas para que emprendiesen el vuelo o para que se helaran, incluido el loro, que decía: “Te quiero”.


País de Nieve, de Yasunari Kawabata

Al final del largo túnel entre las dos regiones se accedía al País de Nieve. El horizonte había palidecido bajo las tinieblas de la noche. El tren disminuyó su marcha y se detuvo en las agujas.


La muchacha que se hallaba sentada al otro lado del paisaje central se levantó y se fue a abrir la ventana, delante de Shimamura. El frío de la nieve invadió el coche. Asomándose tanto como le era posible, la muchacha llamó al guardagujas a voz en grito, como quienn se dirige a una persona muy lejana. (…)


En lo alto de la montaña, ensombrecida ya por el crepúsculo, más arriba del puente, la nieve blanqueaba.


En cuanto caen las hojas, arrancadas por los vientos fríos y duros, el País de Nieve se colma de días grises, nublados y glaciales. La nieve se siente en el aire. El círculo de las montañas de los alrededores aparece blanco bajo la primera nieve, que la gente del país llama ‘el sombrero de las cumbres’. En toda la costa norte el mar de otoño muge y gruñe; y aquí, en el corazón del país, las montañas hacen lo mismo, dejando oír un enorme suspiro parecido al rugido lejano del trueno. Las gentes lo llaman ‘el rumor de fondo’. El sombrero de las cumbres y el rumor de fondo, según había leído Shimamura en el viejo libro, anuncian y preceden inmediatamente la estación de las grandes nieves.

Los Muertos, de James Joyce

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.


Tráiler de ‘Los muertos’, de John Huston, basada en el relato homónimo de James Joyce.

La tormenta de nieve, de Leon Tólstoi

La borrasca se intensificaba por momentos y caía una nieve menudita. Probablemente había empezado a helar. Sentí frío en la nariz y en las mejillas. La corriente de aire que penetraba cada vez con más frecuencia bajo mi pelliza me obligó a arrebujarme bien. A ratos, el trineo se deslizaba por una capa de hielo de la que el viento había barrido la nieve. Como había recorrido seiscientas verstas sin haber parado en ningún sitio para pernoctar, involuntariamente cerraba a los ojos y me quedaba adormilado, a pesar del deseo que tenía por salir de aquel atolladero. Una de las veces en que abrí los ojos, me hirió una luz muy viva, que, según creí en el primer momento iluminaba la blanca estepa. El horizonte, que antes pareciera estar bajo y negro, había desaparecido. Por doquier, veíanse blancas líneas oblicuas que formaba la nieve al caer. (…) En cuanto nos parábamos, se oía más el aullido del viento y se apreciaba mejor la enorme cantidad de nieve que revoloteaba por el aire. A la luz de la luna, velada por el torbellino, distinguíase la silueta del cochero, el cual avanzaba y retrocedía, hundiendo el mango del látigo en la nieve. Luego, volvía y montaba al pescante de un salto. En medio del monótono aullar del viento, se destacaban sus gritos y el tintineo de los cascabeles. Cada vez que el cochero bajaba, con la esperanza de encontrar algunas huellas o haces de heno, desde el segundo trineo, resonaba la voz firme y potente de uno de los hombres que le gritaba: “¡Ignashka, nos hemos metido demasiado a la izquierda! ¡Tira hacia la derecha! ¡Hacia la derecha!”. “¿Qué haces, hombre? Desengancha el pío y suéltalos. El te llevará al camino. Es mejor que lo sueltes…”.


Doctor Zhivago, de Borís Pasternak

Llegó el invierno tal como se esperaba. Fue menos espantoso que los dos inviernos que vinieron después, pero resultó de la misma especie, oscuro, de hambre y frío, quebrantando toda costumbre, rehaciendo todos los fundamentos de la existencia y obligando a los hombres a toda clase de esfuerzos sobrehumanos para sujetarse a una vida que se escapaba. Aquellos inviernos terribles fueron tres, que se sucedieron uno tras otro. Pero no todo lo que parece haber ocurrido entre 1917 y 1918 acaeció realmente entonces, sino más tarde. Los tres inviernos se fusionaron entre sí y resultaba difícil distinguir uno de los otros. Todavía no coincidían la antigua vida y el orden nuevo. Entre una y otro no existía la furibunda hostilidad que hubo un año más tarde, cuando la guerra civil, pero faltaba una vinculación. Eran dos planos distintos, separados, uno frente a otro, que no lograban encontrarse. Por todas partes se procedía a nuevas elecciones administrativas: en los inmuebles, organizaciones, despachos y servicios públicos. Sus dirigentes cambiaban. Por doquier se nombraron comisarios con poderes ilimitados, hombres de voluntad de hierro, con negras chaquetas de cuero, armados con revólveres y puñales, que raramente se afeitaban y más raramente dormían. Conocían perfectamente a los pequeños poseedores de títulos del Estado, producto de la pequeña burguesía, pequeños burgueses serviles, y sin ninguna piedad, con una ironía diabólica, los trataban como ladronzuelos pillados en flagrante delito. Lo removían todo, como ordenaba el programa, y las empresas y asociaciones, una tras otra, se hicieron bolcheviques.

La tradición melancólica

Hacia una arqueología de la imaginación de Occidente

JUAN BAUTISTA RITVO


Algo impreciso, oscuro, irrefrenable, es decir, humoral.

Martín Cerda


Melancolía, genio, locura, sí, nosotros tenemos el hábito,

en nuestros países de Occidente, de asociar estas tres nociones.

Yves Bonnefoy


1.

¿A qué ha quedado reducido actualmente el vasto continente melancólico? Inicialmente interesó a la medicina antigua y también a la astrología; luego, su influencia marcó las investigaciones del pensamiento judío y árabe, se dilató su influencia a lo largo del medioevo y su impulso perduró hasta el siglo XIX. Sin duda, el positivismo fue su enemigo, ya que prefería investigaciones empíricas, despojadas de connotaciones míticas y de vastos e incontrolables enlaces. El siglo de la monografía, de la tesis, de la acumulación erudita, le reservó a la tradición melancólica, cuya historia ha sido tan bien trazada por Panofsky, Klibansky, Pigeaud, entre tantos, el lugar del antecedente precientífico. ¿Es así? ¿Hay algo en la tradición melancólica que no haya sido absorbido por el pensamiento actual? Una analogía proveniente del psicoanálisis podrá ayudarnos a dar una respuesta; digo bien, analogía y no identidad.
Se sabe que lo que Lacan denomina objeto a, herencia del objeto parcial que el psicoanálisis, implícita o explícitamente, siempre tematizó, es un objeto imposible, profundamente indivisible, aunque cause división. Quiero decir, este objeto vacío sin concepto, es irreductible: al cabo de todas las divisiones, ahí permanece como algo literalmente atómico. Causado por la división subjetiva y sostén de esta, siempre está ahí como el enigma indespejable del deseo.
La tradición melancólica tiene tres elementos irreductibles, no porque no se los pueda analizar, sino porque el análisis llega, a la postre, a algo que lo excede largamente. Esos tres elementos, a los que prefiero llamar figuras, puesto que están atravesados por todos los registros. Son el abatimiento, el furor erótico y el negro, color por excelencia de Occidente. Estas tres figuras son formas del humor, en el sentido más vasto y, no obstante, preciso del vocablo: algo líquido, que fluye incontenible y que propiamente, por su carácter, continuo, no constituye elemento discreto; algo que al igual, que esos papeles japoneses que invocaba Proust, al tomar contacto con el agua se despliegan súbitamente como se despliega un mundo, un mundo de dolor, de abatimiento que contrasta, como Saturno, con el furor desmesurado y llega a confundirse con lo absolutamente opaco e informe: lo negro. Y en cuanto a lo negro —metáfora de un muro impenetrable y doloroso, el que, en cuanto abatimiento, no ofrece, por decirlo así, ninguna superficie aguda, porque todo es idéntica e insoportablemente romo, asfixiante, como sí, por lo contrario, la ofrece la espina o la espada; quiero decir, lo negro doblega el ánimo, más que generarle una herida lacerante— lo negro, entonces, también aparece ligado a la desmesura, a lo que en el lenguaje de la tragedia se denomina hybris. El pensamiento, en su notoria impotencia, tampoco puede reducir estos momentos constitutivos de la vida humana.


Jackie Pigeaud

2.

Jackie Piguead publicó, al comienzo de la década del ochenta del siglo pasado, una tesis compleja y erudita titulada La enfermedad del alma. Estudio sobre la relación del alma y del cuerpo en la tradición médico-filosófica antigua, un libro testamentario, en el cual quiso mostrar el valor actual de la melancolía: ¿vale la pena juzgar que la melancolía, o mejor, la tradición melancólica, tiene un sitio propio, no ocupado ni reducible por la psiquiatría, la medicina, el psicoanálisis, la filosofía, la literatura? Quiso mostrar que, pese al carácter heteróclito de la tradición melancólica, hay allí un hilo conductor que se aloja en nuestra cultura como una chispa jamás apagada, como un acicate que no es ni bendición ni bálsamo, sino una pregunta insistente que nos conduce al fondo mismo de las imágenes que son como la napa de nuestra civilización.

“¿Una vez más la melancolía?” –se pregunta Pigeaud. Y se responde: “Sí, es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que busco. ¿Tenemos un lazo espontáneo con lo Antiguo? En todo caso tenemos ese nombre de melancolía, que uno no deja de querer evacuar y que resiste”. Nunca mejor dicho: évacuer et qui résiste… Dos términos antagónicos que reflejan el lazo pasional que el estudioso mantiene con su objeto: o abandonamos este vasto, lacunario, tan inaferrable como seductor territorio, a las disciplinas actuales que lo segmenten y se lleve cada una su parte como quien dispone de un tesoro confuso, en el cual hay que poner un poco de orden antes de evacuarlo, o bien es algo que resiste las fragmentaciones, los préstamos, las citas que poseen un valor tópico, y que lo hace resistir (voy a utilizar una metáfora de Freud) como resiste un dominio extranjero interior de nuestra culturaes decir, una instancia bífida, que está adentro y a la vez afuera nuestra civilización. El nombre y la voz de la melancolía, con toda evidencia, golpea ese centro sin centro, ese sitio que el individuo viene a ocupar cuando cesa la protección de las religiones civiles.
Una oportuna cita que hace Pigeaud de una expresión de Gladys Swain en Diálogo con el insensato puede definir de qué hablamos cuando hablamos del complejo melancólico: “Debe haber una palabra —dice— en que se indique una continuidad entre una pendiente banal del alma y su loca exasperación. Hay por lo menos una locura que se comunica inmediatamente con las afecciones y los humores de todos los días, una locura a la que se pasa insensiblemente y de la que se sale del mismo modo sin una ruptura segura. En mi opinión, eso es lo que simboliza el equívoco semántico del término melancolía”. Dos cosas merecen ser subrayadas en esa cita: 1) la continuidad entre la banalidad y la exasperación; 2) la noción de humor —que aquí equivale a afección— es justamente porque implica la mezcla inestable de aspectos contrastantes, la que permite pensar una continuidad sin ruptura. O, para decirlo de otro modo, en el fondo de lo humano hay algo fluctuante, profundamente inestable, que puede girar súbitamente en direcciones contrarias sin perder su continuidad, que vuelve a interrogarnos y desde diversos lugares; sean estos lugares la filosofía, la psiquiatría, el psicoanálisis, e incluso la medicina.
¿Qué oponer a este estado desequilibrado, que no sean meros remedios naturales o químicas u observaciones extraídas del sentido común de todos los tiempos? ¿Qué oponer a este desequilibrio que puede alternar el abatimiento más feroz, como lo muestran las innumerables figuras de Occidente que culminan en la Melancolía de Durero, con la furia desorbitada de Ayax, quien, brotado por el humor negro, y cegado por la divinidad, mata una tropa de animales creyendo destruir al enemigo? Pero lo que se opone a esto en un terreno lo suficientemente diverso como para que se suponga que no hay antagonismo, me refiero al terreno de la filosofía, más específicamente a la ética, es el saber reflexivo del sabio y también el simple hedonismo del ser común.
Al final de la sección segunda de su trabajo, de un modo muy discreto pero insinuante, lo dice Pigeaud en una frase cuyo alcance no podemos ignorar: “La eutimia —dice— es la ataraxia del pobre; la ataraxia, es decir, la ausencia de trastornos del sabio, en su beatitud. Ciertamente. Pero, ¿no somos acaso, todos, pobres?”. La interrogación final indica una las direcciones más ricas del libro.

3.

Si en el griego clásico thymos evoca una glándula responsable de la energía vital y “eu” significa “bueno”, eutimia refiere al buen ánimo. Pigeaud, intencionadamente, se lo adjudica al pobre, quien debe mantener un hedonismo y una resignación elemental frente a todos los acontecimientos de su vida. Y ya se sabe, tanto en Grecia como en cualquier otra tierra y época, el pobre sufre hambrunas, despojamientos, reclutamientos militares y tantas cosas más de las cuales no necesitamos hablar aquí.

Mas, el sabio, ¿no es él mismo pobre? La ataraxia, significa, entre otras cosas, ausencia de temor, incluso indiferencia. Para Demócrito, autor de la teoría sobre la ataraxia, teoría que heredó Epicuro, la ataraxia es la tranquilidad del ánimo gracias al saber del sabio, quien es capaz de tener mesura en el placer, resignación ante lo que es incambiable y, por lo tanto, un modo de vivir pleno y armónico. Mas, la frase de Pigeaud y toda su obra, de otra parte, ¿no muestran que hay aquí una mezcla de ilusión y de mezquindad que oculta la pobreza universal? Se advierte entonces que, pese a que la teoría de los humores de la cual participa el humor negro que llamamos justamente, melaina kolé, melancolía, que comporta su carácter líquido, inestable y constitutivo con otros humores —la bilis amarilla, la sangre, la flema— a pesar de que surgió en el vasto terreno antiguo de la medicina, ha constituido, en todo tiempo, aunque de un modo frecuentemente implícito, un claro enfrentamiento con las distintas formas de la ética griega.
¿Se puede resignar a la ataraxia? ¿Con qué reemplazarla? El psicoanálisis dice desde siempre que no se trata de conservar la indiferencia, que es una forma de renunciar a la vida, sino de apostar por el deseo. Pero el deseo implica el goce, es decir, el sufrimiento, el enfrentamiento con la muerte, con la fragilidad de la existencia. Quiero decir: hay salidas al enfrentamiento, pero en ningún caso podemos considerarlas salidas superadoras. Así volveríamos a las ilusiones de la filosofía antigua que perduran hasta hoy. El enfrentamiento que la actitud melancólica, tomada en toda su complejidad, genera con el campo ético posee, sin duda alguna, un alcance profundamente trágico.

4.

Es necesario todo el ardor de alguien como Nietzsche para rechazar una concepción tan elogiada por los eruditos que, al parecer, quieren, como se dice corrientemente, tapar el cielo con las manos. ¿Taponar el deseo? ¿Desconocer el papel de la sensibilidad y, sobre todo, el lugar del azar? El propio Aristóteles, da pábulo a una versión trágica de su trayectoria intelectual, cuando reconoce que la felicidad no es posible sin el bienestar corporal y algunos bienes de fortuna que independicen al hombre de la maldición de la esclavitud. Una vez más ¿la ataraxia? El hálito del espíritu es complejo, hecho de luces y de sombras, de dolores y de raptos; la presencia del cuerpo es siempre una amenaza potencial al tiempo que una promesa indeterminada de felicidad: Ningún Diógenes viviría feliz en su tonel con un cáncer… ni expulsado por un tirano que ni siquiera le permitiría vivir en los márgenes de la ciudad.

Pigeaud presenta inicialmente la estela funeraria que representa a Democlides, una estela elaborada seis siglos antes de nuestra era: un marinero joven que va a morir en una nave arrastrada al naufragio; estamos ante la que luego se convertirá en la típica imagen de la melancolía: sentado, el busto inclinado, vencido, diría, y con una mano sosteniendo la cabeza que se inclina; y aquí dice algo extremadamente importante: No tiene los ojos en el vacío —dice— Mira fijamente un punto que no se podría determinar. No hay manera de determinar ese punto que el joven mira fijamente; (¿la muerte próxima? ¿la muerte en el mar y sus huesos sin sepultura? ¿el horror de un más allá que cae sobre él en una edad inesperada?); ni siquiera podríamos llamarla mirada, porque la mirada, en cuanto tal, es un punto de referencia, y Democlides carece de toda referencia final. Él es, históricamente, en su presentación iconográfica, el primer modelo de la imagen del abatimiento, imagen insuperable que posee algo que se transmite bajo la forma de lo intransmisible, si cabe la expresión.
¿No es esta una de las lecciones fundamentales de la melancolía? Muchos suponen que las construcciones actuales en torno a la melancolía que ponen el acento sobre la identificación del melancólico con un objeto tóxico que hay que eliminar para encontrar, por fin, un lugar en el Otro, resuelve el problema. Y no es así: dado que el hombre puede dar salida a su duelo, pero en modo alguno resolverlo; dado que puede arbitrar salidas precarias que circunscriban una herida inolvidable, lo que indudablemente está lejos de ser poca cosa (cfr. Patricia Fochi, El duelo, la infición del mundo), la amenaza melancólica está presente en la patología, que ya sabemos es la normalidad por excelencia. Hay más: los modos mismos de la melancolía con su acento agudo sobre el pharmakon, a la vez remedio y veneno, exaltación y penoso derrumbe, su marca excluyente sobre todo lo que escapa al llamado “justo medio”, precisamente porque es pura demasía, como lo marca explícitamente el Problemata XXX, que afirma que lo excesivamente frío se torna súbitamente cálido y al revés y de que lo que domina a esta enfermedad es el exceso, la superabundancia, lo extremo, estos mismos modos, digo, obligan a una reformulación constante de la patología —cosa que no suele acontecer— y a justificar por qué razón Freud tomó como guía de su construcción del psiquismo tanto al duelo como a la melancolía.
En precisamente en este lugar, que la melancolía se conecta con la tradición daimónica —el daimon no se confunde en absoluto con su caricatura, lo diabólico cristiano— justamente porque hay algo inexplicable en la melancolía y ninguna de las categorías del pensamiento griego, antiguo o clásico, puedan dar cuenta de ese factor indeterminado, carente de nombre propio, que a veces puede ser benéfico, otras maléfico y, en definitiva, profundamente ambiguo. Curiosamente, los griegos cuyos textos subsisten, especialmente los trágicos, son profundamente oscilantes en cuanto a la terminología; en el último texto de Eurípides que es una despedida del mundo trágico, Dionisos a veces es denominado daimon, en otras ser divino: ¿un dios demoníaco como el de Eurípides en Las Bacantes?

No se advierte que esta tradición que encontramos ya en los textos homéricos (véase La démonologie platonicienne de Andrei Timotin), viene al encuentro del humor melancólico para conformar esta suerte de subestructura presente, muchas veces de manera disimulada por la misma moral de los filósofos y sabios griegos, en el seno de nuestra cultura. Pigeaud no se equivoca. Y es muy sugestivo que Goethe, en su Poesía y Verdad, haya dado una imagen inolvidable del daimon, recogiendo la tradición antigua tal y como se manifiesta en nuestra cultura, permitiendo así un lazo común entre las épocas: del texto aristotélico —que dudosamente sea del propio Aristóteles— hasta las grandes obras de Marsilio Ficino, Timothy Bright, John Donne, Robert Burton que consiguen, en ciertos respectos que nos interesan muy particularmente, una primera culminación en el discurso de Goethe.
En la referida Poesía y Verdad, afirmó en las páginas finales que toda su vida intentó mantener a raya a lo demoníaco que vivía en él, y su modo de defenderse era justamente erigir una imagen. Transcribo el fragmento pertinente en la justa versión de Rosa Sala: “Creyó reconocer en la naturaleza —dijo—, tanto en la viva como en la inerte, tanto en la animada como en la inanimada, algo que solo se manifestaba mediante contradicciones y que por eso no podía ser retenido en ningún concepto y, aún menos, en una palabra. No era divino, pues parecía insensato; no era humano, pues carecía de entendimiento. No era diabólico, pues era benefactor; no era angelical, pues a menudo permitía reconocer cierto placer por la desgracia ajena. Se parecía al azar, pues no demostraba tener causa alguna; se parecía a la predestinación, pues hacía pensar en cierta coherencia. Todo lo que a nosotros nos parece limitado, para ello es penetrable. Parecía disponer arbitrariamente y a su antojo de los elementos necesarios de nuestra existencia. Comprimía el tiempo y extendía el espacio. Solo en lo imposible parecía moverse a sus anchas mientras rechazaba desdeñosamente lo posible. A este ser que parecía abrirse paso entre todos los demás, segregándolos y uniéndolos, di en llamarlo ‘demónico’, siguiendo el ejemplo de los antiguos y de quienes habían percibido algo similar. Traté de salvarme de este ser terrible refugiándome, según mi costumbre, tras una imagen” (Goethe, J. W., Poesía y Verdad, Alba, Barcelona, 2010, p. 812).
Volvamos sobre el origen de la tradición melancólica. En un texto que acompañó la traducción francesa de El problema XXX, I, de Aristóteles (y que Acatilado acaba de recuperar en el volumen titulado de El hombre de genio y la melancolía,  traducido por Cristina Serna y revisada por Jaume Portulas), Pigeaud sostiene que la melancolía forma parte de la arqueología del imaginario cultural. Yo prefiero una fórmula más concisa que intentaré justificar: la melancolía es la arqueología de la imaginación de Occidente, marcado por ese luto, ese negro que contrasta con la blancura de la muerte en Oriente y también con la penumbra del tokonoma japonés, ese luto que interroga la profunda oscuridad de la que somos tributarios.

5.

Es en el comienzo del breve texto que el corpus aristotélico dedica a la melancolía, en el cual van a mostrarse juntas, en la misma frase, las dos expresiones contrastantes: ¿Por qué —se pregunta Pigeaud— todos los hombres excepcionales o sobresalientes están afectados por la bilis negra? He aquí las dos expresiones de larga tradición en Occidente: melaina kolé, bilis negra o atra bilis y perissós, lo que sobrepasa la normalidad.

El texto menciona, entre otros héroes o personajes míticos, a Empédocles, Platón, Sócrates, como para que no quepan dudas acerca del lazo íntimo entre la genialidad y la enfermedad cuyo color es el luto de Occidente. Ahora bien, el lazo entre ambas permanece en la tiniebla más radical. De los cuatro elementos de cuyo equilibrio nace el temperamento del hombre según el saber antiguo, la atra bilis es el único no empírico. Se lo supone producido por el bazo, se supone también que afecta al hígado, pero su naturaleza humoral es una incógnita. Por el contrario, los otros tres elementos son detectables de manera empírica: flema, sangre, bilis amarilla. Gracias a la tradición médica de la Antigüedad, míticamente intersecada y transformada, la bilis negra se autonomiza de la teoría de los temperamentos, es decir, de la concepción del equilibrio humoral, para constituir un lazo entre la genialidad y la locura que llegará a ser, con el tiempo, uno de los momentos más destacados del romanticismo europeo. Ambos momentos, muestran una profunda incompatibilidad en la compatibilidad que la tradición pretende adjudicarle: lo excepcional es un desborde de la norma, un más allá enigmático y no obstante creador, a la vez poético y patológico, sin perder jamás su aspecto teratológico, es decir, monstruoso; lo cual establece una alianza inquietante entre dimensiones contrastantes, máxime en una cultura, la antigua tal y como la transmite la tradición escrita, que preconiza éticamente el justo medio, el equilibrio proporcional, la calculada mesura elevada a virtud, es decir, a hábito, otorgando al sabio el sitio de la ataraxia, que es el sofrenamiento de las pasiones y la búsqueda de la imperturbabilidad.

Lo poético —la intensidad extrema de la lengua, donde se encuentran el azar y el objeto absuelto, liberado de la tiranía cronológica— y su contraste a la vez que alianza con lo monstruoso que excede la regla y se confunde con el furor, es un enigma que define por entero a la tradición melancólica. Y en cuanto a lo negro —metáfora de un muro impenetrable y doloroso, el que, en cuanto abatimiento, no ofrece, por decirlo así, ninguna superficie aguda, porque todo es idéntica e insoportablemente romo, asfixiante, como sí, por lo contrario, la ofrece la espina o la espada; quiero decir, lo negro doblega el ánimo, más que generarle una herida lacerante— lo negro, entonces, también aparece ligado a la desmesura, a lo que en el lenguaje de la tragedia se denomina hybris.
(El texto aristotélico, en una de sus mayores incógnitas, menciona a personajes geniales afectados por la melancolía, pero también, por ejemplo, a Ayax, tan valiente como desequilibrado, un personaje al cual la locura del dios ciega y así no produce obras ni revela verdades sino que comete actos que, cuanto menos, son vergonzosos. En Ayax hay un frenesí que está lejos de ser bello. Ayax pretende el escudo de Aquiles en el momento en que este muere; cuando es Ulises el que lo hereda, una cólera terrible e incontenible lo invade; de pronto es asaltado por visiones y confunde una tropa de carneros con enemigos argivos; embiste contra la tropa, mata a los animales de modo feroz y al despertar, profundamente avergonzado, se suicida arrojándose sobre su espada. En pleno acceso, una sustancia negra brota de la nariz y de su costado. Y, no obstante, nada de esto es repugnante: Ayax fue un héroe dotado de valor, de fuerza, de dignidad, de lealtades inalterables. A la inversa, los personajes de genio creador han mostrado siempre su veta inquietante.
En lo que respecta a Sócrates y a Platón, bastaría referirse a la manía erótica tal y como se desarrolla en el FedroLos comentadores universitarios han hecho, por lo general, una lectura pudibunda e insignificante de la temática de lo demoníaco en Platón, donde, por ejemplo, se ignora la duplicidad, la ironía, la sugestión envolvente; se suele ignorar que las descripciones del eros celestial no hacen otra cosa que acudir a las metáforas fálicas para arribar a la escena del rapto erótico, que es en toda la extensión y de manera inequívoca, un orgasmo).

Es curioso: Robert Burton adopta como máscara la de Demócrito y se autodenomina Demócrito Junior. A través de las edades, Demócrito fue adquiriendo cualidades diversas, favorecida la operación por la antigüedad del personaje, por haber sido el fundador de una doctrina de la cual la mayor parte se ha perdido, sobreviviendo apenas gracias a Epicuro; condiciones que permitieron a las diversas edades, a partir del helenismo, ejercer una presión proyectiva que terminó por adjudicarle al personaje aspectos por completo alejados de la doctrina original. Es la risa el carácter dominante, el cual llega sorprendentemente a conectar el humor negro, siempre sombrío, con el humor actual, siempre cáustico, pero no necesariamente negro. Las cualidades del humor literario, caracterizado por invertir de continuo la perspectiva, tornando grande lo pequeño y, por el contrario, volviendo grande lo pequeño, cambiando de lugar lo telescópico y lo microscópico, nunca dejan de estar vinculadas a la melancolía, es decir, al humor negro, al flujo indefinible e incontenible de lo oscuro indespejable. Pero son Las Bacantes de Eurípides el nexo que devuelve –o que nos devuelve hoy– esa marca oblicua que atraviesa toda la historia subterránea griega, esa marca que de acuerdo con los parámetros clásicos es irracional, y a la cual Pigeaud le concedió enorme importancia. ¿Qué otra cosa es que esa ya enumerada compatibilidad incompatible, ambigüedad que es oscilación entre los extremos —por algo prefiero hablar de una imaginación melancólica— que a la vez los mezcla y los desmezcla como si afirmara una verdad que difícilmente admitimos, y que sin embargo cuando algo se identifica y a la vez no se identifica en el juego de los opuestos polares, se impone súbitamente algo tercero e indeterminado –o más bien indeterminadamente determinado, determinado por la indeterminación– que no engloba a los contrarios sino que los proyecta hacia una alteridad sin origen, una alteridad incondicionada de la cual solo condicionadamente podemos hablar. En Las Bacantes esa alteridad, la última palabra pronunciada en Macedonia, y no en Atenas, por Eurípides, llega a afectar la misma dualidad de naturaleza y de cultura, de lo crudo y lo cocido. El cabrito, que es la ofrenda al dios, cabrito destrozado y comido crudo, denuncia la atracción por algo salvaje que ninguno de los conceptos de naturaleza que provee la sabiduría griega puede alcanzar. La procesión báquica de las mujeres hechizadas por el daimon, pone en escena una dramática cuya máscara femenina revela y a la vez oculta esa alianza entre las profundidades del cuerpo y el vacío, que es uno de los enigmas de la poesía trágica.
Esta tragedia, a la cual Pigeaud le concede todo su valor, podemos decir que resume de manera conmovedora lo que hay de indecidible (en un sentido no formal del vocablo), de indecidible existencialmente en la cultura griega; ese indecidible se nos ha transmitido por el discurso y la imagen melancólica. Lo cálido se vuelca en lo frío, y tanto uno como otro pueden dar muerte y vida; las maravillas del dios, que es al mismo tiempo daimon, Dioniso, implican el centelleo, el susurro de lo que brilla, la extraordinaria densidad de lo femenino, pero al mismo tiempo la crueldad que se vuelca a lo crudo, el despedazamiento del cabrito buscando su sangre, que preludia el despedazamiento de Penteo; al final de la tragedia la madre, Ágave, se queda con la cabeza de su hijo, arrancada de cuajo, en sus manos ensangrentadas.

¿Qué es Dioniso? ¿Cómo pueden convivir en él las fluctuaciones del espíritu deseante con el horror del goce más irrepresentable? ¿Cuáles son las consecuencias de reunir Afrodita con Baco?
Problemata XXX encierra un hallazgo muy grande y que tendrá trascendencia: compara el espíritu (en el sentido más pleno de spiritus, envolvente, burbujeante, incluso tóxico) con el espíritu del vino, asociando así la pasión báquica con la pasión de la locura, tanto la inspirada como la extravagante. Pigeaud no cesa de atribuirle aspectos a Dioniso claramente daimónicos, como, por lo general, lo hacen los comentaristas tanto de esta tragedia como de la figura de Dioniso: Es a la vez el dios más dulce y el más terrible, como él mismo lo dice ‘Conocerá (Penteo) al hijo de Zeus, a Dioniso, que es un dios por naturaleza en todo su rigor, el más terrible y el más humano para los humanos’. Dios burlón, dios engañoso, dios terrorífico y sin embargo generoso…” Solo la imaginación puede mantener unidas estas cualidades que no son exacta y simétricamente contrarias —la simetría de los contrarios es un dato que conduce siempre a un círculo superior, englobante, superador— son cualidades oblicuamente discordantes, heterogéneas y no obstante dotadas de un núcleo homogéneo imposible de definir, salvo por el brote de una imagen que señala una dirección posible de indagación sin que esta señal agote la virtud tremenda de la imagen; cualidades, entonces, que se desplazan, deslizan, huyen y al tiempo convergen imprevistamente, como si consagraran siempre el poder inagotable del azar.
¿No es esto la esencia de lo daimónico como lo expuso Goethe? En ausencia de síntesis —en el sentido corriente del vocablo, que reúne todo en Uno— la imaginación —como lo calculó Fichte ya en Fundamento de toda la Doctrina de la Ciencia (1794)— es constitutivamente puro movimiento oscilante que compatibiliza lo incompatible sin dejar de afirmar la incompatibilidad, lo cual produce, curiosamente, el mismo movimiento que el autor de Problemata XXX había descubierto en el vino: una porción produce exaltación, un poco más, apenas un poco más, produce derrumbe. El vino es, para los griegos y para nosotros, un profundo símil de la potencia fálica y así lo declara el texto aristotélico: infla, desinfla, se mueve del modo alocado y súbito que es propio del viento. Estamos ante otra lógica, que desafía a la propiamente aristotélica. Es una lógica que no se basa en elementos sino en constelaciones y en la cual la emergencia de cualidades nuevas e imprevistas es la regla no saturable.

6.

Resta, con todo, lo más importante. La principal oscilación de la imaginación se produce entre el discurso y las imágenes por él suscitadas; pero también entre el discurso y las imágenes exteriores a él. La distinción es un poco superflua incluso en el caso de que hablemos de imágenes objetivadas —pinturas, esculturas, etc.— o de imágenes oníricas. En todos los casos está en juego aquella afirmación de Oscar Masotta que habla de la incompatibilidad entre lo escópico y la palabra; incompatibilidad que es, no obstante, solidaria, ya que ambos términos vienen a afirmarse en su mutua incompatibilidad. Es la experiencia del sueño la que nos guía en este respecto. Uno de los editores del libro de Pigeaud aparecido en Otro Cauce —Alejandro Manfred— escribió que la melancolía “solo se deja atrapar bajo las leyes propias de la imagen, las de la economía de la nitidez y de lo borroso”. Lo que veo en la percepción, lo que creo ver en las imágenes que recuerdo o tengo frente a mí, y si tenemos en cuenta que tanto lo que creo ver como lo que veo, a pesar de sus diferencias, tienen un régimen similar, un régimen que apunta justamente a lo borroso, a lo que está fuera de foco, a los bordes muchas veces inadvertidos, pero que nos conducen sin que lo sepamos; en fin, todo lo sometido al régimen escópico, terreno de soslayos y de desbordes, de presentimientos y de acechanzas, está distribuido no exclusivamente en los individuos, sino también en los órdenes tópicos de la cultura, en imágenes que no son independientes del discurso, el que de alguna manera, si no las crea con seguridad las configura, pero que al mismo tiempo se dirigen a un más allá que la mera discursividad, por sí, no puede alcanzar.
Son como las imágenes oníricas, que a medida que las describimos se van diluyendo al tiempo que permanecen supuestamente intactas tras un muro, a la espera de su retorno. Imágenes que se captan borrosas o lejanas y sin embargo ciertas en su distancia. De esas imágenes tópicas, la melancolía le ha aportado a la cultura de Occidente varias configuraciones. En especial dos: el abatimiento y el acceso de furor. Por cierto, podemos describir ambas pasiones, pero iconográficamente —primero en los sueños y luego en las imágenes que plasman pintores y grabadores— sugieren el temblor humoral del cuerpo, la posesión del alma, el vértigo extremo de la existencia en lo que tiene de informe y de inexplicable.
Quisiera terminar con una cita del comienzo de la obra de Pigeaud y que encabeza el nombre de Democlides“Cuando se entraba en la extraordinaria exposición que había organizado Jean Clair (Melancolie. Genie et folie en Occident), uno era recibido por esa estela funeraria que representa a un joven hoplita, Democlides, hijo de Demetrio, en la proa de la nave sobre la cual, o en la cual, probablemente encontró la muerte. (…) Y sin embargo, no es hacia el mar adonde mira el joven. No es una contemplación del mar lo que la eternidad le impone. Su mirada ni siquiera está vuelta hacia él mismo. No tiene los ojos en el vacío, Mira fijamente un punto que no se podría determinar”. Es esta última frase la que quiero subrayar: alguien fija su mirada donde no puede fijarla porque allí nada responde, nada se refleja, ninguna interrogación se sostiene.

Melancolía, Genio y Locura en Occidente


Exposición del Grand Palais París

Ningún estado de ánimo ha ocupado a Occidente durante tanto tiempo como la melancolía. El tema toca el corazón de los problemas a los que el hombre es sensible hoy: de la historia a la filosofía, de la medicina a la psiquiatría, de la religión a la teología, de la literatura al arte. La melancolía, tradicionalmente causa de sufrimiento y locura, también ha sido considerada desde la Antigüedad como el temperamento de los hombres marcados por la grandeza, héroes y genios. Su designación como "enfermedad sagrada" implica una dualidad. Misteriosa, la melancolía lo sigue siendo, aunque hoy sea objeto, bajo el nombre de “depresión”, de un abordaje médico-científico. La iconografía de la melancolía es infinitamente rica, por lo que no es de extrañar que fuera la historia del arte la primera en sentar las bases de este nuevo acercamiento a la historia cultural del malestar saturnino. La exposición pretende acercar al público a esta riqueza aún poco conocida, mostrándola, con más de 250 obras divididas en ocho apartados (La antigua melancolía / El baño del diablo. La Edad Media / Los hijos de Saturno. El Renacimiento / La anatomía de la melancolía La edad clásica / La Ilustración y sus sombras. El siglo XVIII / La muerte de Dios. El romanticismo / La naturalización de la melancolía / El ángel de la historia. La melancolía y la modernidad), la permanencia y las variaciones de este humor sagrado. De las estelas áticas a las obras contemporáneas, de Durero a Ron Mueck pasando por La Tour,

el sitio web de la exposición

Ilustración: François André VINCENT (1746-1816) Melancolía Año VIII (1800) Óleo sobre lienzo Rueil-Malmaison, Museo Nacional del Castillo de Malmaison

Exposición presentada en las Galerías Nacionales del Grand Palais, en París, del 13 de octubre de 2006 al 16 de enero de 2006

Esta exposición, tanto estética como académica, que reúne cerca de 300 obras que van desde la Antigüedad hasta el siglo pasado, revive la historia de la melancolía, captando la brillantez de este motivo que preocupa a las artes, las ciencias y la teología. En consecuencia, esta exposición, que por conveniencia se denominará transdisciplinar, es precursora de la famosa exposición Soul to Body que también intentó, en 1993, reunir filosofía, obras de arte y ciencia.

Su comisario es Gérard Régnier (Jean Clair), Doctor en Letras, ya comisario de las exposiciones Marcel Duchamp (Centre Georges Pompidou, 1977), Les Réalismes, between Revolution and Reaction (Centre Georges Pompidou, 1980) y Vienna, the Joyful Apocalypse ( Centro Georges Pompidou, 1986)

Un golpe desastroso y doloroso que se asestó a la melancolía fue reducirla a una afección psicopatológica, y es saludable que el lugar central de este motivo de la melancolía sea llamado a la atención del público tan pronto como una era se incline sobre la dimensión de la melancolía. sufrimiento del alma o espíritu.

Una disposición a la melancolía como conciencia hiperaguda de finitud parece haber sido de todos los tiempos, hasta el punto de que pudimos ver en Adán, condenado al exilio y a la separación de un Edén primordial, la primera melancolía -esto es claro en Hildegarda de Bingen. La teología y la antropología se han pronunciado sobre la melancolía, más o menos solidaria, más o menos alejada de la medicina. Es que, al mismo tiempo, conviene proteger al paciente melancólico, dejándose instruir por él, acogiendo lo que, en el mal humor de su postura o en la virulencia de sus actos desmedidos, expresa la voluntad del sujeto. insatisfacción con la vanidad de las apariencias, su incapacidad para dejarse amar y engañar tanto por un objeto consolador.

Desde la antigüedad griega, la melancolía (etimológicamente “bilis negra”) se ha ofrecido al pensamiento con todo su aparato de captación, floreciendo en su conexión con los estudios y ensayos clínicos, estéticos y filosóficos.

La organización subjetiva, teológica y sentimental del hombre contemporáneo probablemente no pueda definirse ni liberarse si no omitimos mirar seriamente las obras dedicadas a la melancolía: textos filosóficos, históricos, eróticos cortesanos (Ferrand). La exposición, que muestra incunables, da la mayor parte a la iconografía, que, desde Durero hasta Feti o Cranach, se dedica a la alegoría melancólica.

La elección realizada en esta exposición de abordar la tendencia melancólica a través de sus obras no está tan alejada de una reflexión clínica porque, en la perspectiva donde se asigna al duelo una función general de separación y creatividad, la melancolía, desligándose del puro campo de lo mental enfermedad, proporciona información sobre la integración de la pulsión de muerte en las elaboraciones metapsicológicas de la sublimación.

El desafío de la exposición es: “mostrar cómo este estado de ánimo sagrado ha dado forma al genio europeo” (cito aquí el documento ofrecido a los representantes de la prensa por los organizadores de la exposición). La apuesta tiene éxito, se nos muestra claramente que la melancolía es tanto una cuestión clínica como un problema de civilización. Corresponde entonces a los clínicos y filósofos contemporáneos situar cómo los discursos sobre la melancolía, y los discursos melancólicos, transponen gran parte de los problemas singulares de la relación de cada uno a su fundamento antropológico, es decir en el sentido de que en él alberga el Otro y los demás. Cada época, sin duda, al fijar su propia versión de la modernidad, experimenta una crisis de finitud respecto del absoluto que creía darse a sí mismo. Entonces emergen, no sin dolor, figuras epónimas del intermedio, lo latente y lo nuevo. Metamorfosis inmemoriales que el genio melancólico contempla y desparrama, no sin mostrar aquí la generosidad de un derrochador.

La secuenciación de la exposición se basa en la seriación de ocho grandes páginas históricas y estéticas: Melancolía antigua, El baño del diablo (Edad Media), Los hijos de Saturno (Renacimiento), Anatomía de la melancolía (Edad clásica), El Las luces y sus sombras (siglo XVIII), LA muerte de Dios (romanticismo), La naturalización de la melancolía (la melancolía de los alienistas y los psiquiatras), El ángel de la historia (la melancolía y la modernidad). El visitante sólo puede entregarse al juego de los rebotes y las reminiscencias, las referencias de una obra a otra, de una habitación a otra, de una época a otra. Experimenta entonces y con deleite, la experiencia de la mirada melancólica, de su vigilia, de su hambre,

En el prólogo, nos da la bienvenida la melancolía antigua. Una feria de analogías que el ateniense del siglo V (a. C.) lleva al agotamiento; y dos grandes autores: Hipócrates, el médico, Aristóteles (¿o uno de sus discípulos, Teofrasto?) el amigo de la sabiduría. Melancolía y creación: este es precisamente uno de los motivos clínicos y estéticos más conocidos en la literatura desde este célebre texto que atribuye a Aristóteles, "El Hombre Genio y Melancólico", el problema XXX,1. El ataque de este texto nos resuena, a través de los siglos: "¿Por qué están melancólicos todos los que han sido seres excepcionales?". La furia, la locura (ek-tasis) y el deambular, que caracterizan respectivamente a Heracles, Áyax y Belerofonte en este texto, son signos de melancolía.

La melancolía es, por Aristóteles, arrancada de la escena de la locura mística o del delirio sagrado, escena en la que Platón lo había vuelto a sumergir, en su Fedro. La enfermedad melancólica es, pues, clínicamente -esto en la lógica de los cuatro humores- una afección que atañe a todo sujeto que sufre un exceso o un defecto que se produce en la mezcla armoniosa de los cuatro humores, equilibrio que se supone debe presidir el proceso psicosomático. equilibrio de la especie humana. Estos cuatro humores son la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra (o atrabile; además, "bilis negra" es el origen etimológico de la melancolía). Por supuesto, estos humores se postulan, no se observan separadamente como cuerpos burdos. La medicina funciona esencialmente por analogía entre el estado de ánimo, aspecto físico, materia y sustancia. ¿Qué es entonces la melancolía? : es un individuo en las garras de la bilis negra cuando este humor se niega, por su opulencia o por su rareza, a dejarse domesticar dentro del fluir regulado de los otros tres humores. La melancolía se toma así en relación con el resto, en relación con lo que se estanca, con lo que, por despilfarro o por avaricia, frustra y descalifica el ciclo de los intercambios y las reciprocidades cotidianas. Un resto no simbolizado, no armonizado, insiste hasta el punto de crear cautivadoras perturbaciones psíquicas porque se abren a inéditas y violentas escenas visionarias. dejarse domesticar dentro del flujo regulado de los otros tres humores. La melancolía se toma así en relación con el resto, en relación con lo que se estanca, con lo que, por despilfarro o por avaricia, frustra y descalifica el ciclo de los intercambios y las reciprocidades cotidianas. Un resto no simbolizado, no armonizado, insiste hasta el punto de crear cautivadoras perturbaciones psíquicas porque se abren a inéditas y violentas escenas visionarias. dejarse domesticar dentro del flujo regulado de los otros tres humores. La melancolía se toma así en relación con el resto, en relación con lo que se estanca, con lo que, por despilfarro o por avaricia, frustra y descalifica el ciclo de los intercambios y las reciprocidades cotidianas. Un resto no simbolizado, no armonizado, insiste hasta el punto de crear cautivadoras perturbaciones psíquicas porque se abren a inéditas y violentas escenas visionarias.

À la différence de la maladie qui ne traverse pas ce point d'enkystement mélancolique, le génie mélancolique se tient bien là dans l'art d'accommoder les restes et dans la farouche obstination à ne pas se satisfaire de la morosité compacte des réciprocités de todos los días. La melancolía toca entonces la frontera, frontera entre la genialidad y la locura, entre el exceso y el desapego. Es por excelencia un estado-límite, una tendencia-límite que sitúa al sujeto como una excepción no sólo en relación a la “salud” sino también y más aún en relación a la ciudad. Una manera de ser el testigo, el guardián ya veces el héroe (o el heraldo) de esa parte maldita, envenenada, esa parte que las represiones ordinarias descartan. Con una viva libertad de tono, la audacia metódica de este antiguo pensamiento filosófico y médico puede conferir a este residuo de lo atrabile el estatuto de resto de lenguaje, resto de intercambio, resto de deseo. Es en esto que el Aristóteles del Problema XXX,1 ya no es del todo ese padre sabio que, a su hijo Nicomaque, enseñó la ética de la buena medida y el goce templado. El autor que descubrimos no profesa una sola filosofía del bien y de las posesiones. La ética melancólica no descansa en el arte humano, o demasiado humano, de las posibilidades. La melancolía está ligada a una causa extraña, una apertura a la diferencia ontológica, donde la Verdad estaría del lado no de la razón común y del Logos pacientemente meditado, sino del exceso. Demasiado temprano o demasiado tarde, demasiado deseo o demasiado poco.

Este sujeto de melancolía sublimada se ha convertido ontológicamente en creador de genio en la medida en que -y aquí se revela su genio- supo hacerse cautivo temporalmente de un imposible y de una desilusión. La melancolía aristotélica termina -y no sería ese su "objetivo", su éxito- abriendo otra escena primitiva marcada por la relación del sujeto con el encuentro, a menudo fatal pero a veces bastante creativo, de lo que insiste en él insituable, dividiendo , imposible de nombrar. Por eso el espacio de la razón, su reinado solar, su triunfo parmenidiano necesitarán su contraluz, su contraescenario. La función de la tragedia y la poesía tiene ahí esa eficacia, más allá de sus virtudes supuestamente catárticas, de montar ese otro escenario donde el héroe -Edipo,


Ya también ciertas estelas funerarias, ciertas estatuas de esta Antigüedad prefiguran personajes iconográficos que seguirán siendo los de la melancolía.

La melancolía acompañará siempre a las tendencias a la retirada, al exilio. Duplica cualquier separación con un exilio interior, casi infinito.

Cuando emergen nuevas coordenadas de la relación de lo humano con lo absoluto que él mismo se da: la relación del hombre con su razón, con su alteridad, vemos reflorecer el motivo de la melancolía. Tiempo de recogimiento, con lo que eso supone de un camino posible para la sublimación, pero también de una tentación soberana, de una fuerza para capturar la melancolía sobre la melancolía. En la medida en que el encierro melancólico termina por no acusar más la presencia de los demás, la postración melancólica se convierte en un laboratorio psíquico donde el sujeto puede ser cautivado por sus propios demonios internos. Los vagabundos y los ermitaños se ven asaltados por pensamientos inapropiados, de forma casi alucinatoria; la melancolía del retiro y del recogimiento se convierte en un medio, que siguiendo a San Jerónimo, los moralistas de la cristiandad lo llamarán "Baño del demonio". Los padres de la Iglesia afirman con fuerza la singularidad del alma y su estrecha conexión con el cuerpo, ya sea que el alma penetra íntimamente en el cuerpo (Grégoire de Nycée) o que lo envuelve (Macaire el egipcio). La literatura patrística también afirma, con mucha frecuencia, la independencia del alma desde el punto de vista de su esencia, mientras que aparece dependiente del cuerpo para sus manifestaciones.

De hecho, hay más posibilidades de ser melancólico en un universo marcado por el monoteísmo que no prevé un Dios "de repuesto", incluso si la primera definición de melancolía la dio Aristóteles cuando los griegos eran politeístas. . De hecho, tenían varios dioses pero no creían en ellos. La ciudad ateniense se encontró a menudo abandonada por los dioses y por lo tanto instauró una cierta forma de monoteísmo que es el del Logos. Durante la época medieval, las representaciones de visiones y tentaciones de los santos denotan este desorden de la causa psíquica dando una importancia positiva a la influencia del demonio. Al mismo tiempo, la iconografía cristiana desarrolla imágenes de duelo y

Posteriormente, la destitución de la cosmogonía ptolemaica, propia del Renacimiento, sitúa a lo humano frente a otra relación con lo finito y lo infinito. Pero este terreno de dudas y soledades, dudas y soledades reforzadas por las emancipaciones teológicas y subjetivas propiciadas por la Reforma, ya había sido "preparado" por autores que, como John Duns Scott (c. 1266-1308), filósofo y franciscano teólogo, formado en Oxford, opone radicalmente razón y voluntad. Para la “Dios-Inteligencia” de Thomas, que necesita el orden natural del mundo, Duns Scott sustituye una “Dios-Voluntad” que decreta el orden del Mundo. Este orden del Mundo no refleja más que la contingencia y la indeterminación, y los hechos y las contingencias están bajo la única voluntad divina. Entonces ya no pueden deducirse de los principios universales de intelecto. Oposición radical de razón y voluntad que destruye las analogías tomistas. Una vez decretado el mundo, Dios no tiene más relación con él que con nuestro intelecto. Es posible conferir a lo particular una realidad independiente de lo universal.

La teología se apoya en una revelación y depende de un acto de fe, no se basa en ninguna razón filosófica. Sólo un mundo que sigue siendo pura contingencia, donde todo es posible y nada está asegurado, no ofrece ningún carácter de inteligibilidad. Ninguna ciencia se vuelve posible. Y es el paso de la física a la metafísica lo que ya no puede tener lugar, no haciéndose posible ningún conocimiento de las esencias.

Ochkam extrae todas las consecuencias de la doctrina propuesta por Scott de la potentia absoluta (anterioridad en Dios y en el hombre de la voluntad sobre el intelecto, del acto de fe sobre la razón). Si sólo la fe y la revelación dan un conocimiento seguro de las verdades trascendentes, el hombre puede, observando el mundo, construir un conocimiento probable de ellas.

Pero este conocimiento propio del Renacimiento descubre una excentricidad de la tierra que ya no está en posiciones de soberanía en el cosmos. Podemos, sin duda, siguiendo los pasos del historiador

Jacob Burckhardt, habla del Renacimiento como una edad dorada de melancolía. Lo demuestran estas pinturas que anuncian la soledad de la creación, la inquietante suspensión del tiempo, el reinado venidero de nuevas técnicas y nuevas herramientas para medir el mundo. El célebre grabado Melancolía de Durero, o incluso el cuadro Los embajadores de Holbein, nos muestran el estallido, a veces en anamorfosis, de los viejos edificios de las construcciones pictóricas. Las líneas de perspectiva se multiplican, hasta el punto de que un Holbein desunirá el crucifijo y la calavera del viejo Adán, siempre representados bajo la cruz, al sustraer el primero bajo el tapiz que forma parte del fondo del cuadro, y torciendo el segundo en esta anamorfosis princeps que es la que se presenta en el cuadro llamado “Los Embajadores”. L'

Se valora la tendencia melancólica (tendencia a la enfermedad, a la creación, a la locura y al éxtasis) pero sus representaciones iconográficas tienden, en la Edad Clásica, a presentarla sólo como la encarnación de la tristeza, “depresión” como diríamos hoy, desolación.

La Ilustración tendió a relegar a las sombras la Melancolía que, de tendencia, de necesaria ya veces embriagadora evocación de la finitud, se convierte poco a poco en afección del alma, en triste pasión, luego en enfermedad. Quedará en todo caso relegado al hueco del teatro de la subjetividad moderna, que luego llevará el nombre de interioridad. La figura “psiquiátrica” de la melancolía será la pasión triste o lipemanía según la terminología propuesta por Esquirol. El abatimiento y la furia se convertirán en las principales características que llevarán o bien a hablar de locura "maníaco-depresiva" o bien a examinar los momentos de acusación activa del otro en los melancólicos que se resisten a la aniquilación de sí mismos y de los demás construyendo, a menudo de forma muy débil. manera, sin embargo, un delirio de persecución, por el que se confirma la existencia y consistencia de la vida, pero a un alto precio, el de la amenaza nunca descartada de una inminencia de catástrofe. Esta naturalización de la melancolía importa a algunos pintores, fascinados por el mundo de la locura, especialmente a Géricault, que acude a la Salpêtrière para montar su caballete y pintar monomaníacos.


Si Freud se apoyó en el vínculo entre melancolía y muerte, por una discusión cercana sobre el duelo patológico, lo hizo de manera diferente a los alienistas (Cotard) que crearon, a fines del siglo XIX, la categoría del “delirio de la inmortalidad”. inmersa en el “delirio de la negación y la enormidad”. 
Pero esta psicosis extrema no puede resumir todo el campo clínico y psicopatológico que abarca la melancolía.

Porque, en cuanto la pasión dominante en la melancolía no se reduce a un furor de destrucción o de autodestrucción, nos damos cuenta de que la Melancolía es la construcción de un modo particular del vínculo con el otro que contraviene el movimiento sádico de rechazo en el Otro. el dolor de existir

La tesorería melancólica, a la que el sujeto se aferra irreductiblemente, puede mantener en un sujeto de manera presente un dolor incurable que, para un sujeto, está a veces ligado a lo que la vida pudo haber sido más viva. El aspecto insoportable de la naturaleza repetitiva de la existencia se revela y dibuja allí. La fantasía que estructura lo ordinario de una relación considerada plausible con la realidad crea un vínculo. Ahora, en la melancolía, exiliado para siempre de la carne del objeto, el dolor de existir es más dolor de insistencia y repetición que dolor de desgarro o pérdida.

La actual pérdida de referencia sobre el estado clínico de la melancolía no es atribuible al psicoanálisis, sino a una psiquiatría que ha intentado volver a una medicina organicista. Ahí radica la pérdida de orientación de lo que es la melancolía, que generalmente se confunde con la depresión. Estos conceptos deben distinguirse.

Con todo, esta exposición nos permite retomar el debate: melancolía, genialidad y creación.

Aquí radica la afinidad del acto creativo y la melancolía. Una perplejidad interminable frente a lo que es ser criatura y, en consecuencia, creador. Como impacto, tal comprensión del acto creativo socava el modelo teórico-clínico ordinario de la sublimación.

Esta creatividad melancólica estaría compuesta de renuncias y rupturas. Suspender actividades que ocupen un puesto de sujeto activo. La operación encuentra allí tanto su temporalidad como su lógica. En efecto, encargarse, a través de la escritura (literaria o musical) o de las artes plásticas, de denunciar y de dar oportunidad a la experiencia de la derrota de las metáforas, de asumir las travesías de la alteridad, de las muertes mortificantes, toda esta responsabilidad por el redescubrimiento y del reenlace de lo insospechado tiene un resultado. El acto creativo se trata de desprender la fascinación por el morbo de una nostalgia sin traducción para que surja otro lugar. Una Real que sería nueva. Otro lugar donde la letra, el soplo, el volumen ya no aparecen como altares sobre cuyo cuerpo se amasa el niño en la melancolía. En y desde tal espacio florecen bocas libres y ojos libres, respiraciones listas para convertirse en ritmos. Retomando el deseo de ir a buscar cuerpo en la invención de una topología emocional. La estética aquí se une a la ética. Lo bello resiste al ultraje en la misma medida en que no se reduce al desfile amnésico de lo terrible que lo precede.

Sí, hay terrible, sí, hay mala muerte, sí, siempre habrá una sombra sobre todo duelo verdadero. La convulsión creativa melancólica no olvida estos repuntes de la Real. Ella tiene la custodia inteligente de la misma. Así, el hecho de confiar en la creación, al reconciliarse con la energía encerrada en la petrificación melancólica, equivale a operar una apariencia de figuración por desfiguración, que de otro modo quedaría completamente mortífera.

Esta estética ética de la melancolía puede dejarnos, por un tiempo, suspendidos y como prohibidos. Tenemos que confiar en esta estética, acoger su tempo, sus fracturas y sus luces sin sombras, a riesgo a veces de que nuestra identidad sabia y erudita, autosuficiente, se tambalee. De ello depende nuestro consentimiento a una modernidad no feroz. Y esto es lo que expone y expresa también esta soberbia presentación de Jean Clair. 


«Y cuanto amo oh estación tus rumores
los frutos que caen y nadie los recoge.
El viento y el bosque que lloran
todas sus lágrimas en otoño hoja a hoja
las hojas
pisadas
un tren
que pasa
la vida
se desliza.»

– Guillaume Apollinaire.


El invierno de nuestra melancolía

por Manuel Rodríguez Rivero


Desde el principio la melancolía despliega su doble naturaleza orgánica y espiritual: como enfermedad y como estado de ánimo. Enfermedad producida por un fluido y sus vapores, y afección del espíritu que, sin embargo, puede tener efectos positivos. El mismo Aristóteles, en sus atribuidos Problemata, se pregunta por qué todos los hombres excepcionales –en las ciencia, en las artes, en el gobierno– han sido melancólicos. El Renacimiento, a través de Marsilio Ficino y los neoplatónicos, recogerá el guante del Estagirita y transformará su tiempo en la Edad de Oro de la melancolía. Atrás queda el largo Medievo en el que la melancolía no es sólo enfermedad, sino también horrendo pecado: la acedía, que afectaba a los monjes y ascetas (san Antonio y sus tentaciones son su más reiterada manifestación iconográfica), era blasfemia contra Dios, desinterés por sus cosas, entrega a las visiones ominosas del diablo meridiano y su sol negro, concupiscencia desaforada.

Cuando Durero aborda su enigmático grabado Melencolia I (1514), sin duda la más célebre representación de ese concepto inasible, hacía tiempo que estaban fijadas la mayor parte de sus notas iconográficas: mano apoyada en mejilla («la mano ala mexiella como omne cuyerdadoso», escribía Alfonso X), cuerpo retraído en sí mismo, pies cruzados, mirada reflexiva o ausente (como en los acediosos, a quienes Dante condena a vivir en el barro y a tartamudear sus penas, por haber estado tristes en un mundo con sol). El artista alemán puebla su grabado con útiles para medir tiempo y espacio, objetos de carpintería que remiten a la Crucifixión, esfera, poliedro, animales «saturnianos» (el perro, el murciélago), etcétera, proporcionando para los artistas posteriores (incluyendo a Anselm Kiefer) motivos a los que referirse.

A partir de Robert Burton y su Anatomy ofMelancholy (1621) comienza un proceso de medicalización del discurso de la melancolía que, tras el intervalo romántico, alcanza su apogeo a mediados del XIX . En el Romanticismo, no es ya una enfermedad sobrevenida, sino buscada. Victor Hugo, que amaba las frases rotundas, decía que la melancolía es la felicidad de estar triste. El dandy poseído de spleen (en inglés «bazo», el órgano con el que se identificaban los –malos– humores) era la encarnación moderna del acidioso y, como sostenía Aristóteles, su melancolía era signo de hombre excepcional, dotado de una sensibilidad que le permitía sentir lo que otros no podían. El mal du siècle era el Weltschmerz, el mal del mundo, y los artistas, que como Satanás habían intentado igualar a Dios y habían sido derrotados, eran los que más lo padecían. Baudelaire fue el encargado de dar a la melancolía el rango de mal ontológico.Y, ¿no sería bilis negra aquel repugnante borbotón de líquidos que salió de la boca de la desdichada Emma Bovary cuando ya había muerto?

El siglo XX se inicia con la identificación freudiana de melancolía y duelo. Sartre quiso llamar Melancholia a su Náusea de contingencia. En 1952 se inventaron los neurolépticos, y en 1957 los antidepresivos: la proteica afección acabó llamándose depresión, y ya no es (tampoco) lo que era. Podemos incluso tener melancolía de aquella melancolía. Como en las raíces de ambas se encuentra el viejo espanto ante la ineluctabilidad de la muerte, todo vuelve a quedar en casa.



La Meteorología en la Literatura
I. El origen de la conexión: Mesopotamia 


I. El origen de la conexión: Mesopotamia Ernesto CalabuigEl lector ingenuo cualquiera de nosotros - podría creer que el matrimonio entre la meteorología y la literatura es algo así como un invento reciente de los ambiciosos escritores del siglo XIX, que eran quienes más cargaban las tintas tanto en las descripciones paisajísticas como en las meteorológicas para ambientar sus obras. Sin embargo, lejos de ser esto cierto, ocurre que esa relación es tan antigua que sorprende pensar que su inicio tuvo lugar con los mismos inventores de la escritura: los sumerios. Por otro lado, ha sido tan duradera que bastaría ojear cualquier novela actual para encontrar que los autores siguen apoyándose en este tipo de descripciones climáticas como marco de sus narraciones. No puede, pues, pensarse en un sólo momento de la historia de la literatura en el que no hubiese referencias a la meteorología y a lo Meteorológico como un personaje omnipresente que sin embargo ha parecido pasar de puntillas; como una constante que, claro está, dependiendo de las épocas se ha manifestado por diferentes motivos y de muy diversas maneras.Mesopotamia como hemos dicho es el origen. Basta, para comprobarlo, recurrir a esas dos joyas de la literatura universal que son: el «Poema de Gilgamesh» (primer gran poema épico de la Humanidad cuyo protagonista el rey sumerio Gilgamesh vivió hacia el 2650 a.c.) y, por otro lado, los "Himnos sumerios».Cuando un Gilgamesh triste pierde a su amigo y compañero Endiku, siente miedo de morir como él y desea la vida eterna, la inmortalidad. Es ahí donde aparece otro elemento meteorológico capital: el Diluvio. Sólo es inmortal quien sobrevive al Diluvio. Como en el relato bíblico, el Diluvio es mandado a causa de la corrupción humana y, por cierto, también hay un arca para los escogidos. La diferencia es que, aquí, quien sobrevive es elevado a la categoría divina y obtiene la inmortalidad. La historia de Noé está basada en el relato sumerio.Si Gilgamesh es el héroe sobre el que se centró el primer interés literario de la humanidad, el otro texto importante es como dijimos el de los «Himnos sumerios». En él se expresa aún con más fuerza el culto al cielo y la glorificación a unos dioses que precisamente tienen que ver con los fenómenos atmosféricos (no hay que olvidar el constante contacto del hombre sumerio con el cielo, la tierra y el agua: inundaciones). Buena prueba de ello es que a «Enlil» se le conozca como el dios de la atmósfera: el señor del viento y la tempestad, mientras que «An» es el dios del cielo, «Enki» del agua, y «Ki» de la tierra: de la fertilidad. A pesar de que el sumerio conocía a través de la meteorología la ira de los dioses (y el máximo exponente es el Diluvio) quería alcanzar la bendición de estos y por ello componía y entonaba sus himnos. A veces, los poetas sumerios componían «Lamentaciones» por la desaparición de algunos dioses, en las que también son frecuentes las referencias climáticas; por ejemplo en honor de Dumuzi: dios de la vegetación que en invierno marchaba al mundo inferior y reaparecía con entusiasmo en la primavera.Los himnos sumerios son realmente hermosos y ricos en términos que nombran fenómenos atmosféricos, una muestra de ello son estas líneas: «que igual que una tempestad naciente seas tú revestido de terrible resplandor, que tu temporal cubra a todos los enemigos y a la tierra extranjera insubordinada».«Tormenta que recibe la fuerza del padre Enlil... desmenuza las montañas como harina, las siega como grano... Tú te presentas en la puerta del cielo y tú rompes el cerrojo del cielo, tú arrancas la cerradura del cielo y quitas el travesaño del cielo».«El huracán no supera su voz altisonante, cuando se pronuncia, ninguna palabra enemiga la contradice»:«Su interior es tan misterioso como el distante mar, como el cenit celestial; entre sus emblemas, sus emblemas estrellados».Tal vez, uno de los más significativos de esa presencia de lo meteorológico en los himnos, sea el dedicado a Enlil en el que se dice:« Sin Enlil... las inundaciones primaverales de los ríos no traerían carpas... el mar no produciría fácilmente su generoso tesoro... en el cielo las nubes cargadas de lluvia no abrirían sus bocas, los campos y las praderas no estarían llenos de rico grano, en la estepa no crecería la delicia del césped y de las hierbas, en el jardín los frondosos árboles... no darían fruto... desde el cielo la abundancia llueva sobre 1 tierra».Evidentemente, aún tendrían que pasar muchos siglos para que la presencia de la meteorología en la literatura se convirtiese en un recurso estilístico y se liberara de esas connotaciones mistéricas y religiosas que acompañaban la relación del hombre sumerio con el cielo y con el entorno; pero cuando se piensa que Gilgamesh (ese héroe atractivo del que se enamoraba la diosa Ishtar tras el combate diciéndole: « ¡Ven, Gilgamesh, sé tú mi amante, ofréceme el fruto de tu cuerpo! ... Entra en nuestra casa bajo la fragancia de los cedros») vivió en el siglo veintisiete antes de Cristo y que, ya en la más antigua cultura, desde que el hombre tuvo algún tipo de pretensión estética, estaba inmersa la meteorología en la literatura; no puede uno evitar, al menos, un gesto de asombro.

Bibliografía

Poema del Gilgamesh. Editorial Tecnos. Madrid (1988)Himnos sumerios. Editorial Tecnos. Madrid 1988.Nota de la RAM. 
Damos las gracias a Ernesto por permitirnos reproducir este artículo que apareció por primera vez en el Nº 1 de la revista La Meteorología en el mundo Iberoamericano. Publicación del INM, 1990.



La meteorología en la Literatura II.
La tragedia Griega: Esquilo, Sófocles y Eurípides "Los iniciados en los misterios de Eleusis miraban al cielo y exclamaban, `¡Lluvia!`, luego miraban a la tierra diciendo `¡Concibe!'."



Ernesto Calabuig


Tras un primer acercamiento al tema de la presencia de lo meteorológico en la literatura para el que escogimos como punto de mira la cultura mesopotámica, damos ahora un largo salto en el tiempo hasta la Atenas del siglo V a, C., donde tuvo lugar un género literario muy específico centrado en concreto en esta ciudad y desarrollado en un período de cien años por los conocidos Esquilo, Sófocles y Eurípides: la «tragedia griega». La tragedia va a dar un golpe de timón en el tratamiento de los mitos y consecuentemente también a lo meteorológico frente a cómo los habían planteado en el siglo VIII a. C. sus antecesores Homero (Iliada y Odisea) y Hesíodo (Teogonía y Trabajos y días). La tragedia va a traer a colación los héroes míticos de los que hablaba Homero tres siglos antes con la intención ahora de ponerlos en cuestión, de discutirlos. En los tres poetas trágicos sobre todo en Eurípides hay una conciencia muy aguda de en qué sentido los mitos, en vez de responder a problemas, los crean y plantean preguntas.

Lo meteorológico, los mitos en los que aparecen fenómenos naturales, se tratará sin la antigua parafernalia de, por ejemplo, la Iliada, porque ahora no tanto en Esquilo y Sófocles como en Eurípides los personajes han perdido casi por completo su carácter de héroes épicos y han pasado a ser hombres corrientes de carne y hueso. Es un tránsito desde el sufrimiento del héroe mítico tipo Ulises (que, por muchas penalidades que atravesara, al final llegaba felizmente a casa), al sufrimiento del hombre que, acorralado por el destino, se ve incapaz de resolver su existencia (el Prototipo trágico del Edipo rey, de Sófocles). Queda recortado, pues, el papel de lo sobrenatural. Vemos, por ejemplo, que el Zeus del que habla Homero tres siglos antes de la tragedia griega (que es, por cierto, la representación del típico dios meteorológico que provoca las lluvias desde el cielo, al que se conoce además como el «amontonador de nubes» y cuyas armas son el relámpago y el trueno) es una divinidad a la que nada puede sorprender o escapar de su control; en cambio, Eurípides dejará lugar para que el azar y la sinrazón gobiernen el mundo y para cuestionar la naturaleza de la propia divinidad. Así, en las Troyanas puede leerse:

«Quien quiera que seas, difícilmente accesible al conocimiento, Zeus, ya seas la ley natural o la razón de los hombres. » En Ifigenia en Aulide, Eurípides pone en boca de un personaje lo siguiente: « Si existen dioses, tú desde luego, por ser un hombre justo, obtendrás digna recompensa. Y si no, ¿de qué vale esforzarse?» Mientras que en Esquilo y Sófocles el hombre aún no se entiende sino bajo los fenómenos naturales (y entre ellos los atmosféricos), en Eurípides (en lo que se ha llamado racionalismo eurípideo) los personajes se enmarcan más en la nueva mentalidad ateniense del siglo V a. C. Aristóteles, en su Poética, llamaría a Eurípides «el más trágico de los poetas» ya que, una vez excluido prácticamente el recurso a la conjunción de fuerzas de la naturaleza, el hombre aparece desamparado ante el destino e inspirador de lástima y piedad.

Si en el estudio de la presencia de los fenómenos atmosféricos en la literatura de Mesopotamia nos centramos en su momento en dos textos muy concretos: el Poema de Gilgamesh y los Himnos sumerios, nos fijaremos ahora en tres tragedias muy conocidas: el Prometeo encadenado, de Esquilo; el Edipo rey, de Sófocles, e Ifigenia en Aulide, de Eurípides. Como hemos dicho al comienzo, la tragedia tuvo como foco Atenas en un período determinado de cien años. A los tres autores se les sitúa, pues, como contemporáneos; y a título de curiosidad la leyenda los une a un acontecimiento realmente importante: la batalla de Salamina (480 a. C.), pues, según se dice, Esquilo participó en esta batalla greco persa, en tanto que Sófocles más joven cantó en el coro que celebró la victoria griega, y Eurípides nacía el mismo día de la batalla. (Ya que hablamos de Meteorología, hay que decir que el viento, y en concreto el viento del Norte, jugó un papel de excepción al destruir la flota persa en Salamina; y que desde entonces los atenienses conmemoraban este fenómeno atmosférico.) Pero ya sin más preámbulos vamos a entrar a analizar el papel de la Meteorología en las tres tragedias señaladas.


En esta obra, las referencias a lo meteorológico se intensifican conforme va avanzando la trama. (En ella se nos cuenta la situación en la que se encuentra Prometeo una vez que, habiendo desafiado a Zeus, éste lo castiga amarrándolo eternamente a unas rocas alejadas de los hombres. La burla de Prometeo había consistido, entre otras cosas, en robarle a Zeus el fuego que éste había retirado del uso y de los hombres. Prometeo, no conforme con el estatuto que el dios había ideado para los humanos, les devuelve el fuego y les enseña todas las técnicas. Es por esta osadía por la que el protagonista paga su culpa encadenado a la intemperie en la montaña donde, para colmo, un águila. Regará a diario a comerle el hígado, un órgano que cada noche volverá a regenerarse, garantizando así una tortura permanente.) La primera presencia de lo meteorológico en esta tragedia tiene que ver precisamente con el Sol y la sucesión día noche. Quien encadena al protagonista le dice: «Con indisolubles cadenas he de ligarte a esta roca inaccesible al hombre... y consumido lentamente por las llamas ardorosas de Helios, perderás la flor de tu piel. Feliz serás cuando la noche, con su vestidura alhajada de estrellas, esconda el fulgor del día, y cuando Helios nuevamente disipe las heladas matinales. »


Curiosamente, Prometeo empleará símiles meteorológicos para describir la situación en que se encuentra, y de hecho se califica a sí mismo como < juguete miserable de los vientos>. También sus quejas e invocaciones contienen términos relacionados con fenómenos de la naturaleza: « ¡Oh Eter divino, vientos rápidos, manantial de los ríos, sonrisas infinitas de las olas marinas! ¡Y tú, Gea, madre de todo! ¡Y tú, que con tus ojos abarcas el orbe del mundo, Helios! !Sed testigos! ¡Miradme! ¡Soy dios, y ved lo que sufro por obra de los dioses! »

El propio Océano es un interlocutor más en esta tragedia, así como también lo son sus hijas: el cor de las oceánidas. Estas últimas llegan hasta donde se encuentra Prometeo precisamente gracias a los vientos: «Nada temas. Esta muchedumbre alada es tu amiga y llega velozmente esta roca... Rápidos vientos nos han conducido», dicen. El dolor de estas hijas del Océano ante la mala fortuna del protagonista también se expresa por medio de una comparación de tipo atmosférico. De hecho exclaman «Una espantosa nube preñada de llanto me llena los ojos al contemplar en esos vínculos de acero, tu cuerpo que se consume en esa roca. » Cuando Océano hace acto de presencia en esta tragedia, Prometeo lo iguala con un gran río: «¿Cómo osaste dejar el río que lleva tu nombre?», le pregunta.

El resto de la tragedia está plagad de expresiones meteorológicas. Sin ir más lejos, cuando Prometeo describe las injusticias de la tiranía de Zeus, menciona cuestiones como el cielo, la tierra, el tifón, el rayo, el trueno, los estrechos de mar, la lava del volcán, etc. Este es un texto muy hermoso que dice: « Si soy infeliz, no quiero que la desgracia llegue a otros. ¡No! Harto afligido estoy con los dolores de Atlas mi hermano, que por las regiones de Héspero se alza sosteniendo en los hombros la columna de Urano (el cielo) y de la tierra, carga abrumadora. Contemplo también... a impetuoso Tifón, que se alzó contra todos los dioses, vomitando exterminio por sus fauces horribles... Su asalto violento amenazaba la tiranía de Zeus. Pero el Dardo vigilante, el Rayo que se precipita respirando llama, se echó sobre él aplastando sus insolencias tumultuosas. Herido a través del pecho y consumido por el Rayo, perdió sus fuerzas, quebrantado por el trueno. Ahora su cuerpo yace, inútil y abyecto, en los estrechos de mar, aplastado por las raíces del Etna, mientras Hefestos, asentado en las cumbres, forja masas de hierro al rojo blanco. De allí se precipitarán un día los ríos de fuego, devorando con sus mandíbulas ardientes los llanos extensos de la fecunda Sicilia... Por mi parte, sufriré el destino presente, hasta que la mente de Zeus deje de estar irritada. »

Sería muy largo dar cuenta de las muchas referencias meteorológicas que aparecen hasta el final de esta tragedia de Esquilo. Por ello, me limitaré a señalar que hay una buena serie de expresiones del tipo de «hervor marino», «manantiales de los ríos», «padre Océano», «arenas del mar», «rocas que el mar embiste», «camino de Helios», «nocturna Selene», «mar tempestuoso de crueles dolores», «orillas del río Plutón que arrastra oro», «olas de mi dolor terrible», «blanco torbellino de la nieve», «trueno y torbellino de los vientos», etc. Por cierto, también hay alguna referencia a la sucesión de las estaciones, ya que Prometeo fue quien sacó de la ignorancia sobre este tema a los hombres que, como dice el texto, «nada sabían ni del invierno, ni de la primavera florida, ni del estío fructuoso. Vivían sin pensar, hasta el día en que les enseñé el levantarse cierto de los astros y su puesta irregular».

Es al final de esta tragedia donde aparece toda la parafernalia meteorológica que Zeus descarga sobre Prometeo como castigo a causa de que el protagonista sabía que no iba a permanecer eternamente encadenado, sino sólo hasta que el dios cayese de tiranía. Prometeo conoce el nombre de quien será la esposa de Zeus que lo destrone, pero se niega a revelarlo a pesar de que el dios ha enviado al mensajero Hermes para obtener la información. El texto corresponde al final de esta tragedia y se hace especial hincapié en los fenómenos atmosféricos: «He aquí que la tierra se conmueve, no de palabra, sino en realidad. El ronco estrépito del trueno muge. Las espirales llamean. Los torbellinos arrastran el polvo. Los soplos todos de los vientos se revuelven y chocan en furioso combate, y el Eter se confunde con el mar. Así Zeus se arroja manifiestamente contra mí para infundirme espanto. ¡Oh sagrado respeto de mi madre! ¡Oh Eter movible! ¡Luz común a todos! ¡Ved las iniquidades que padezco!»

El Edipo rey, de Sófocles

El siguiente texto en el que vamos a rastrear la presencia de lo meteorológico es el famoso Edipo rey, de Sófocles; para muchos la mejor de las tragedias, ya que se ha dicho que el personaje de Edipo supone en sí la tragedia entera. Aquí la Meteorología se presenta como trasfondo, en el sentido de que, desde el comienzo, sabemos que la ciudad sufre una maldición (peste) que se manifiesta expresamente en forma de sequía. Sabemos que Tebas «se está consumiendo a causa de los brotes de la tierra que no afloran», así lo anuncia un sacerdote al principio de la tragedia; y a lo largo de la obra esta misma idea aparecerá en distintas formulaciones del tipo de: «ni crece la semilla en la ínclita tierra», o «por este país consumido, tan estéril y tan dejado de la divinidad». La causa de esta maldición es, como le revela el Oráculo a Creonte, la impureza de un hombre que habita en esta ciudad. Edipo intenta dar con el culpable para saber que finalmente no es otro que él mismo, pues al término de la obra llegará a la dolorosa verdad: él es el asesino de su propio padre (Layo), y aquella a la que consideraba su esposa (Yocasta) es al tiempo su propia madre: «marido de aquella de quien nací», «engendrador y engendrado» se dirá Edipo con horror.

La tragedia contiene bastantes alusiones a fenómenos meteorológicos; por supuesto también aquí se cita el rayo como arma impensable de Zeus para acabar con los males de Tebas: «Tú que administras los dominios de los destellos igníferos, Zeus padre, aniquílalo (a Ares, que representa la muerte y en este caso la peste) bajo el peso de tu rayo. »

El adivino ciego Tiresias es aquí quien conoce el significado de las manifestaciones de la naturaleza, por ello Edipo lo manda llamar para tratar de dar con el causante de las desgracias de la ciudad. Inevitablemente, Tiresias apuntará hacia Edipo. El adivino es como dice el texto el que «sabe interpretar todas las cosas..., las celestes y las de a ras de tierra». Para hablar de la ceguera de este hombre, Edipo establecerá un paralelismo con la noche: «Eres criado sólo por la noche, por lo que no se rebajaría jamás, ni yo ni ningún otro que contempla la luz a hacerte daño. »

Si en Esquilo el hombre aparece desbordado por todo un entramado de fenómenos atmosféricos que se manifiestan sin tregua, Sófocles resulta más austero aunque su mentalidad aún no es la revolucionaria de un Eurípides. Ello no quita para que en la trama del Edipo rey haya frecuentes expresiones meteorológicas, términos como: «Yeguas tan veloces como el huracán», «armado con fuego y rayos el hijo de Zeus», «No, ¡por el dios que está en vanguardia de todos los dioses, el Sol! », «viento favorable», «Calculando en adelante la situación de la tierra corintia basándome en las estrellas», «firmamento celestial», «ciclo lunar de mañana», «oh, luz del Sol», etc.

Sófocles también emplea lo meteorológico para dar cuenta de los estados psicológicos del protagonista una vez que éste ha Regado al descubrimiento de la terrible verdad y atenta contra sus propios ojos porque ya «no disponía de ningún espectáculo dulce a la vista». Ocurre así en frases como: « ¡Ay, nubarrón de oscuridad que me agobia» o «¿por dónde va a echarse al viento con ímpetu furioso mi griterío?», etc.

Para terminar el análisis de esta tragedia, es interesante fijarse en las palabras que Creonte le dice a Edipo cuando este último lo ha perdido todo una vez que la catástrofe le ha venido encima sin que él pudiera hacer nada por alejarla; estas palabras también tienen que ver con los fenómenos atmosféricos: «Edipo, si todavía no te ocultas por vergüenza de la estirpe de los hombres, por lo menos avergüénzate de la luz del soberano Sol que a todos los seres vivifica, de mostrar así, al descubierto tan grave mácula que ni la tierra ni la lluvia santa ni la luz han de aceptar acoger. »



La última tragedia de la que vamos a ocuparnos es una de las más hermosas y conocidas: Ifigenia en Aulide. La trama de esta obra podría resumirse de la siguiente manera: la esposa de un hombre (Helena, esposa de Menelao) ha huido a otra ciudad (a Troya) con otro hombre (Paris). Al hermano del esposo engañado es decir, a Agamenón, hermano de Menelao) se le encarga dirigir la flota de guerra que escarmiente al secuestrador y recupere a Helena. El problema es que para que la misión prospere hace falta viento que pueda mover las embarcaciones desde Aulide donde permanecen estancadas hasta Esparta. Agamenón tiene la mala fortuna de que para rescatar a su cuñada (que más que ser secuestrada puede decirse que ha huido de «motu propio») necesita del viento que impulse las naves, pero ese viento no lo obtendrá en tanto que no cumpla con los designios del adivino: tiene que sacrificar a su propia hija (a Ifigenia).


Vemos pues que lo meteorológico tiene en esta tragedia un papel de excepción: toda la inmensa flota de guerra griega permanecerá anclada mientras no sople el viento. «Y en cuanto llegaste a Aulide con el ejército panhelénico, te anonadaste, porque estabas consternado por el infortunio dependiente de los dioses, al carecer de viento favorable», dice el texto. La tragedia dará cuenta de los quebraderos de cabeza de Agamenón, que se ve en la necesidad de sacrificar a su propia hija no sólo por el bien de su hermano (el esposo engañado) sino también por la victoria de Grecia que precisa del viento para avanzar contra Esparta. Agamenón tiene que simular un matrimonio de su hija con el soldado Aquiles para atraer a ésta a Aulide y cumplir con el sacrificio.

No vamos a relatar aquí todas y cada una de las referencias a los fenómenos naturales que aparecen en la obra, que, como hemos indicado, está marcada desde el inicio por una constante que es la ausencia de viento («No hay ningún rumor ni de pájaros ni de mar. Los silencios del viento dominan este estrecho de Euripo», dice Agamenón en una de sus primeras intervenciones). Basta con señalar que se dan expresiones acerca de los astros (del tipo de ¿qué astro es, pues ese que surca el cielo? Sirio que avanza cerca de la Pléyade de las siete estrellas», o «Cuando llegue el ciclo propicio de la luna», o «y que en la noche volteas la blanca luz astral», o «Ya no habrá para mí luz ni este resplandor del sol», etc.) así como otras cuestiones referentes por ejemplo al mar: «ondas marinas», «divinidad marina», «por el morador de las húmedas olas»... y otras muchas referencias que por ejemplo acentúan el contraste luz tinieblas o hablan de las «nevadas espesuras» o de las «ligeras brisas del Euripo».

Al final de la obra, cuando pensábamos que Ifigenia ya había sido sacrificada en el altar para que los dioses envíen el viento propicio para la navegación, nos enteramos por un mensajero que ha ocurrido una especie de milagro a última hora y de que la espada no ha caído sobre Ifigenia sino sobre una cierva que aparece en su lugar de repente; por fin llega también el viento: «Propicia acogió el sacrificio, y nos concede un viento favorable y el asalto a Ilión. Ante esto, que todo navegante eleve su coraje y marche hacia su nave. Porque en este día de hoy debemos abandonar las cóncavas calas de Aulide y cruzar las ondas del Egeo», dice el mensajero.



CLAUDIO GUILLÉN 
Y LOS FENÓMENOS NATURALES EN LA LITERATURA: ESTUDIO DE LA RELACIÓN ENTRE TEMATOLOGÍA Y ECOCRÍTICA 1.







Tiempo ambiental, tiempo social. Los debates de la antropología del tiempo situados en las sociedades agrícolas del Mediterráneo,  a través de la obra literaria de Josep Pla




LA METEOROLOGÍA EN EL QUIJOTE
Por D. Alejandro Mora Piris
Es sabido que el sentimiento amoroso hacia la Naturaleza, es cosa del siglo
XIX. El romanticismo trajo al Arte la Naturaleza. En cambio, no es extraño ver
como los clásicos despachaban en cuatro palabras la descripción de un paisaje que
en un autor moderno ocuparía varias páginas.
Por eso las descripciones meteorológicas y astronómicas en la inmoral obra
de Cervantes, “El Quijote” son escasas y sobrias. Al inmortal “Manco de Lepanto”
le inquietan poco el tiempo atmosférico y cronométrico.
 A continuación ofrecemos un ramillete de los principales citas sobre el
tiempo, espigadas en una apresurada lectura del famoso libro.
Cervantes no ha querido ser muy explícito ni en la geografía ni en la cronología,
para desesperación de sus cronistas, y por ello sus pistas son, a veces, contradictorias.
Según algunos autores, la primera salida de D. Quijote se efectúa el 28 de julio de 1589,
que era viernes (recuérdese a este propósito el capítulo II, donde se dice que “acertó a
ser viernes aquel día, y no había en toda la venta, sino unas raciones de un pescado que
en Castilla llaman abadejo…”).
En dicho capítulo II se describe la primera salida de D. Quijote con estas palabras:
“y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una
mañana antes del día que era uno de los calurosos del mes de julio…”
Continúa describiendo el amanecer: “Apenas había el rubicundo Apolo tendido
por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermoso cabellos y
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con
dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del
celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se
mostraba, cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo “Rocinante”, y comenzó a caminar por el
antiguo y conocido campo de Montiel”
“Caminaba tan despacio y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera
bastante a derretirle los sesos si alguno tuviera”.
En el capítulo VII, se describe la segunda salida de noche y los primeros rayos del
sol le sorprenden caminando por el campo de Montiel.
Descubre treinta o cuarenta molinos de viento, “…levantóse en esto un poco de
viento y las grandes aspas comenzaron a moverse…” “…y dando una lanzada en el
aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al
caballo y al caballero”.
Capítulo XII- Don Quijote y Sancho, después de su aventura con el vizcaíno,
cenaron con unos cabreros que les refieren la muerte del pastor estudiante Crisóstomo,
enamorado de Marcela. “…el cual había estudiado muchos años en Salamanca, al cabo
de los cuales había vuelto a su lugar con opinión de muy sabio y muy leído.
Principalmente decían que sabía la ciencia de las estrellas y de lo que pasa allá en el
cielo y sol y la luna, porque puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna.
Eclipse se llama, amigo, que no cris, el oscurecerse esas dos luminarias mayores,
dijo D. Quijote.”
Refieren también como Crisóstomo adivinaba si el año era abundante o estéril, y
aconsejaba lo que había que sembrar. 






Capítulo XXI- Estando junto al molino de los batanes “…comenzó a llover un
poco “y ello fue la causa de que el barbero, que iba de un pueblo al otro, se pusiese la
bacía sobre el sombrero nuevo, para no manchárselo con el agua.
Capítulo XXV- En este capítulo D. Quijote entrega a Sancho la cédula de los tres
pollinos y la firma con fecha de 22 de agosto, siendo este dato el punto primordial para
todo esbozo de cronología.
Capítulo XXVII- Cuando el cura y el barbero van con Sancho a buscar a D.
Quijote que está haciendo penitencia en Sierra Morena, “…el calor y el día que allí
llegaron eran de los del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy
grande; la hora de las tres de la tarde…”.
Capítulo LII- Se relata la aventura de los disciplinantes: “Era el caso que aquel
año habían las nubes negado su rocío a la tierra, y por todos los lugares de aquella
comarca se hacían procesiones, rogativas y disciplinas, pidiendo a Dios abriese las
manos de su misericordia y les lloviese; y para este efecto la gente de una aldea que allí
junto estaba venía en procesión a una devota ermita que en un recuesto de aquel valle
había”.
Segunda parte.
Capítulo I- El cura y el barbero van a visitar a D. Quijote que les recibe en la
cama, sentado. El barbero cuenta un sucedido de la casa de locos de Sevilla, en la que
iban a soltar a un licenciado loco que parecía haber recobrado el juicio. Al verlo salir
otro loco le dijo que él era Júpiter y que por el pecado que cometía Sevilla al soltarle,
iba a castigar a la ciudad y a su distrito con no llover en tres años. “A las voces del loco
estuvieron los circunstantes atentos; pero nuestro licenciado les dijo: No tenga vuesa
merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho; que si él es Júpiter y
no quisiera llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el Dios de las aguas, lloveré todas las
veces que se me antojare y fuera menester”.
Con lo que el licenciado se quedó donde estaba.
Capítulo XIV- Al contar la aventura del caballero del bosque describe así el
amanecer y el rocío: “En esto ya comenzaba a gorjear en los árboles mil suertes de
pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y
saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del oriente iba
descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito
de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañando las yerbas, parecía asimesmo que ellas
brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban maná sabroso, reíanse
las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse las selvas y enriquecíanse los prados
con su venida”.
Capítulo XXIII- A las cuatro de la tarde D. Quijote refiere lo que había visto en la
cueva de Montesinos. “Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto,
con luz escasa y templados rayos…”.
Capítulo XLI- D. Quijote y Sancho montan en el caballo de madera “Clavileño”.
Y D. Quijote le dice a Sancho “Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la
segunda región del aire, adonde se engendra el granizo o las nieves; los truenos, los
relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta manera
vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego…”. 




Capítulo LX- Salen de la venta y encuentran un día fresco. “Era fresca la mañana
y daba muestras de serlo igualmente el día.”
En esta segunda parte del Quijote la cronología es más discutible y hay autores
que atribuyen la salida de D. Quijote y Sancho al mes de septiembre de 1589, y la
muerte de D. Quijote en enero de 1590, sin que en la obra se encuentren alusiones a los
rigores del invierno.
Y aquí damos por terminadas estas disquisiciones quijotescas sobre el tiempo.
Pocas… pero buenas.
Publicado en el Boletín de la Asociación Meteorológica Española. 1972





EL “QUIJOTE” DESDE EL PUNTO DE VISTA
DE LA METEOROLOGÍA
Manolo Mora
Delegado Territorial de AEMET
en el Principado de Asturias



LA METEOROLOGÍA EN EL MUSEO DEL PRADO
Manuel Antonio Mora García
Delegación Territorial de AEMET en Castilla y León




La meteorología en el Museo del Prado





...cuatro cuerpos son fuego, aire, agua, tierra. ( 339a15-16 )
 El fuego ocupa el lugar más alto entre todos ellos, la tierra el más bajo, y dos elementos corresponden a estos en su relación entre sí, siendo el aire el más cercano al fuego, el agua a la tierra. ( 339a16-19 )
 Fuego, aire, agua, tierra, afirmamos, se originan unos de otros, y cada uno de ellos existe potencialmente en cada uno, como lo hacen todas las cosas que pueden resolverse en un sustrato común y último. ( 339a36-b2 )







Llevo aquí unos diez días, y mi única ocupación
consiste en calentarme. Las casas están mal construidas y las estufas de hierro no sirven para nada.
iván turguénev,
en carta del 20 de febrero de 1870 a
Gustave Flaubert, desde el Hôtel de
Russie, Weimar.

E L M U N D O  E N  I N V I E R N O .
¿ Q U É  H A C E  Q U E  U N  I N V I E R N O
SEA  INVIERNO?
En los lugares donde la primera nieve puede caer en octubre, los preparativos comienzan en agosto. En las costas
de Noruega y Suecia, por ejemplo, sacan las embarcaciones
a la orilla y las ponen a resguardo en un lugar seguro para
que las tormentas invernales no puedan dañarlas. Aceitan
las tablas de madera, cosechan las últimas patatas, que almacenan en un lugar seco, y los arriates de flores se cubren
de zosteras. Recubren con papel los cristales de las ventanas para evitar que los pájaros, por descuido, se estrellen
contra ellos. La gente abandona sus casas de veraneo, pero
no las cierra con llave, para que cualquier persona en busca de cobijo pueda encontrarlo en caso de emergencia y degustar alguna de las escasas provisiones. Todo un detalle.
Por más que en los tórridos meses de verano a algunas
personas les agrade pensar en la llegada del aire frío y claro del invierno, cuando llega esa estación se muestran melancólicas. Otras confían en poder descansar, y hay algunas
que se ocupan aplicadamente de tareas rutinarias, como la
de preparar el jardín para que resista el invierno. ¿Funciona la calefacción? ¿Cierran bien las ventanas? ¿Necesitan
reparación el techo o la fachada? ¿Se ha vaciado de agua
la tubería del jardín y cerrado la llave de paso? ¿Hay hojas, pinaza y musgo en los canalones? ¿Hemos hecho suficiente acopio de arena o de sal? ¿Necesitamos neumáticos
de invierno? Un escarabajo sanjuanero recién salido de su
crisálida, que normalmente pasa el invierno bajo tierra, se
cuela en la casa, movido tal vez por la esperanza de poder
refugiarse allí del frío. 

BERND BRUNNER

CUANDO LOS INVIERNOS
ERAN INVIERNOS

HISTORIA DE UNA ESTACIÓN


«El atolondrado suele ver, en la concentrada lección del crepúsculo, un
dejo de dulzura agónica, decadente, romántica, pero el crepúsculo no es
propiamente romántico —como es romántica, quizá, la noche—, sino más bien
algo muy definitivo y muy fijo —aunque no dure apenas, pues el crepúsculo no
viene a durar, sino a perdurar, a trascender—; del crepúsculo puede decirse que es
algo así como la cordura del día; en cambio, de la noche no puede decirse que
tenga cordura, sapiencia, sino, en todo caso, genio, delirio, es decir, debilidades. Y
el día, eso que se llama el pleno día, no es más que acción pura. El atardecer llega
con su acumulada, silenciosa carga, y parece empujarnos a recapacitar, pues él
mismo no es sino una especie…de Pensamiento. […]
De ahí que el atardecer resulte un instante de tanta solemnidad, pues la
Naturaleza, en ese paréntesis, se aligera, se purifica, se lava, se salva de su activa
obcecación, y se aviene no a razones —que eso no sería nada y, además, ya las
tiene de sobra—, sino que se aviene a pensamiento.
La Naturaleza se había retirado poco a poco; primero el sol, después la
luz, más tarde el color y su sustancia; todo se lo engullían aquellos pilares últimos
de la realidad, y así enriquecidos por dentro, me parecieron, de pronto,
una…frente, la concentración, el espesor de una frente, el nublado de un entrecejo pensativo» (R. Gaya, La frente del atardecer, Roma, 1962).


CURSO “LA MIRADA MELANCÓLICA” «LA EXISTENCIA MELANCÓLICA. TEMPERAMENTO, CARÁCTER Y DESTINO»    
EL ESCORIAL, 5 DE JULIO DE 2007




La sabiduría del melancólico



Máscaras del hombre Melancólico
 Amor y muerte: De la identidad a la épica



La melancolía de Lars Von Trier y el psicoanálisis



El presente artículo aborda la melancolía en psicoanálisis partiendo de consideraciones sobre "Melancholia", una película de Lars Von Trier. El discurso de la melancolía, según Freud, es "más cerca de la verdad", ya que expone la condición de desamparo. "Melancholia", la película, toca en este mismo punto, mediante la colocación en imágenes, en ficción, el problema del mirar lanzado delante la muerte. Este tipo de imagen contempla la cuestión estética, psíquica y política de pensar mientras se enfrenta al terror de desamparo. Acercase la solución melancólica presentada en la película a la tragedia. Rechazando a ir por el sesgo de déficit o patología, el propósito es señalar la potencialidad de la salida trágica emprendida por el personaje principal, diferenciándolo de la solución dramática y denegación. Por lo tanto, el objetivo es hacer hincapié en la melancolía en su aspecto creativo, destacando su contribución a la práctica psicoanalítica.




“Schelling, entre otros, atribuye a la existencia humana una tristeza fundamental, ineludible. Más concretamente, esta tristeza proporciona el oscuro fundamento en el que se apoyan la conciencia y el conocimiento. Lo que es más, este fundamento sombrío debe ser la base de toda percepción, de todo proceso mental. El pensamiento es estrictamente inseparable de una “profunda e indestructible melancolía”. La cosmología actual ofrece una analogía con esta convicción de Schelling. Es la del “ruido de fondo”, la de las inaprensibles pero inexorables longitudes de onda cósmicas que son las huellas del “Big Bang”, del nacimiento del Universo. En todo pensamiento, según Schelling, esta radiación y “materia oscura” primigenia contiene una tristeza, una pesadumbre (Schwermut) que es asimismo creativa. La existencia humana, la vida del intelecto, significa una experiencia de esta melancolía y la capacidad vital de sobreponerse a ella. Hemos sido creados, por así decirlo, “entristecidos”. Un velo de tristeza (tristitia) se extiende sobre el paso, por positivo que sea, del homo al homo sapiens. El pensamiento lleva dentro de sí un legado de culpa. Las notas que siguen constituyen un intento, totalmente provisional, de comprender estas proposiciones; de aprehender cautamente algunas de sus implicaciones. Son necesariamente insuficientes a causa de la espiral por la cual toda tentativa de pensar en el pensamiento está a su vez enredada en el proceso del pensamiento, en su autorreferencia”.
(George Steiner)

El concepto de melancolía y su impronta 
crítica en el Trauerspielbuch de WalterBenjamin
Santiago Woollands
https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/tesis/te.1505/te.1505.pdf


El Renacimiento italiano y el
problema de la melancolía.
Paul y Andrea María Noel.


"What old December's bareness everywhere!
": reflexiones en torno a la melancolía y al tiempo en los Sonetos de William Shakespeare




LA MELANCOLÍA
EN LAS ARTES
PLÁSTICAS DE
OCCIDENTE
UNIVERSITAT POLITÉCNICA DE VALENCIA
FACULTAD DE BELLAS ARTES
AUTOR: XAVIER SORO LLACER



El sujeto cuestionado de la melancolía




DE

LA BILIS NEGRA A LA ESCOLÁSTICA: LA CELESTINA COMO ARQUETIPO DE LA MELANCOLÍA MALÉFICA EN EL SIGLO DE ORO

Elvira M. Melián

Hospital Universitario La Paz de Madrid

















ELLSWORTH HUNTINGT

- Las Fuentes de la Civilización

"Las Fuentes de la Civilización" es una obra monumental de Ellsworth Huntington que explora los fundamentos geográficos, climáticos y culturales que han dado forma a las civilizaciones a lo largo de la historia. A través de un análisis detallado, Huntington nos lleva en un viaje a través del tiempo y el espacio, revelando cómo factores como el clima, la geografía y los recursos naturales han influido en el surgimiento y la evolución de las distintas sociedades humanas.
El libro comienza examinando la importancia del clima en la historia de la humanidad. Huntington argumenta que el clima no solo afecta la disponibilidad de recursos, como agua y alimentos, sino que también influye en el desarrollo de la cultura y la sociedad. Desde las civilizaciones tempranas hasta las modernas, Huntington demuestra cómo el clima ha sido un factor determinante en la forma en que las sociedades se organizan y prosperan.
Además del clima, Huntington destaca la importancia de la geografía en la configuración de las civilizaciones. Desde la ubicación de los ríos y las montañas hasta la accesibilidad a los recursos naturales, la geografía ha desempeñado un papel crucial en el desarrollo de las sociedades humanas. Huntington analiza cómo las diferentes características geográficas han generado patrones culturales únicos en todo el mundo, desde las civilizaciones del Medio Oriente hasta las de América Latina.
El autor también examina cómo la disponibilidad de recursos naturales ha influido en el surgimiento y la caída de las civilizaciones a lo largo de la historia. Desde la agricultura hasta la minería, los recursos naturales han sido fundamentales para el desarrollo económico y tecnológico de las sociedades. Huntington explora cómo el agotamiento de los recursos y la sobreexplotación han llevado al declive de civilizaciones antiguas, como la de Mesopotamia, y plantea importantes preguntas sobre la sostenibilidad de nuestras prácticas actuales.
A lo largo del libro, Huntington ofrece una visión panorámica de la historia humana, conectando los puntos entre diferentes culturas y períodos de tiempo para ilustrar cómo los mismos factores geográficos y climáticos han dado forma a la evolución de la civilización. Su enfoque interdisciplinario, que combina la geografía, la climatología y la antropología, proporciona una comprensión completa de los complejos procesos que han impulsado el progreso humano.


Clima e historia: cuatro tesis

Dipesh Chakrabarty 


Atravesar la melancolía
KARINA ALEJANDRA AGUADO GARCÍA




Manía, melancolía y el origen del genio: la teoría sintetizada de Marsilio Ficino


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