Los dioses objetos comparten con los sistemas simbólicos la circunstancia de hacerse cargo de los hombres aún
antes de que éstos cobren conciencia de ellos y aun si la
relación de los hombres con el dios o con los dioses evoluciona
durante la vida para terminar sólo con la muerte. Esos dioses
objetos funcionan como operadores intelectuales para pasar
de un sistema a otro, tanto en el dominio de la especulación
intelectual y de la visión sincrónica (que es lo propio del
clarividente) como en el dominio de la práctica social, puesto
que gobiernan el acceso a las casas, a las plazas, a los
mercados, a los caminos y a las aldeas. O de manera más
general, el acceso de unos lugares a otros.
Pero esos dioses son ante todo forma y materia, conjunto
de sustancias tomadas de la naturaleza y son imagen, a
menudo alusiva al cuerpo humano o metonímica del cuerpo
humano. Son a la vez cuerpo y objeto, vida y materia: son
imagen y por eso se concibe la relación con los dioses y con los
seres humanos. Y son materia bruta, tierra indistinta, impensable.
Esta tensión misma los constituye en objetos
problemáticos, sobrecargados de comentarios y de exégesis,
objetos de narraciones, de fragmentos de mitos, objetos
problemáticos como el cuerpo cuya imagen parecen reproducir.
Su representación material toma elementos del cuerpo humano (ya sea
que ponga de manifiesto una cabeza de ojos exorbitados, ya
sea que represente un busto macizo o atributos sexuales
impresionantes). En fin, el cuerpo de cada fiel, a lo largo de
todos los años de iniciación, lleva la marca de su dios: vestido
con un uniforme identificable al primer vistazo, en ocasión de
fiestas, el iniciado baila las danzas del dios, a intervalos
regulares se deja “tomar”, “poseer” por él y, al correr los años,
habla la lengua del dios y respeta sus prohibiciones
alimentarias, de suerte que a los ojos del espectador exterior,
el hombre constituye una imagen del propio dios y, por
momentos, una de sus encarnaciones.
El dios objeto se presenta como un cuerpo, aun cuando
no pueda llamarse realmente antropomórfico.
Hay una relación estrecha, por
un lado, entre el cuerpo de los dioses y el cuerpo de los
hombres, especialmente de los reyes y, por otro lado, entre
cuerpo y objeto. Más precisamente, el cuerpo como expresión
57
Entre el cuerpo de los hombres y el cuerpo de los dioses,
entre el cuerpo y el objeto, entre el objeto y el esclavo, entre
el esclavo y el rey, entre el antepasado y el dios, las transferencias son pues incesantes. La actividad ritual trata incansablemente de pensar en términos de continuidad la cosa y
el ser, el dios y el hombre, el muerto y el vivo. Pero el punto
de partida es siempre el cuerpo humano mismo, cuyas
características y cuyos enigmas pesan en la constitución de
todos los sistemas simbólicos.
Signos, símbolos y rituales en la construcción
de identidad. Sobre el sentido
del discurso religioso
Bernardo Acosta Martínez*
Discurso religioso e
identidades sociales
El discurso religioso en la historia de
las sociedades, ha sido determinante
para el ser humano, pues le ha permitido
ampliar la cosmovisión del entorno cotidiano a través del hecho religioso. En
esta experiencia, el elemento primordial
utilizado por las sociedades humanas
en la construcción de su identidad está
constituido por su pensamiento mágicoreligioso, desde el cual una serie de
signos-símbolos se organizan en actos
rituales que le hablan a los individuos
en el tiempo –discurso religioso institucionalizado– y a la vez les indica su
propósito como seres humanos y como
sociedad en el acto de comprenderse a
sí mismos en su cotidianidad en tanto
sujetos sociales, miembros de un grupo
o una sociedad determinados.
Igualmente, estos actos rituales se
constituyen para el individuo en la forma
más eficaz de organizar el mundo –individual y colectivamente–, de acuerdo con
sus necesidades e intereses personales
y grupales, en un tiempo y un espacio
concretos, garantizando de esta manera
la construcción de las sociedades y su
eventual desarrollo. Por eso, cuando el
individuo se integra a un grupo religioso determinado, asume la pertenencia a
éste con base en sus creencias, deseos,
intenciones, etc., donde encuentra la posibilidad de identificarse ante la sociedad
como miembro del grupo, de acuerdo
con una serie de valores y principios
morales que le organizan la vida y su
actuar cotidiano. Esto sucede porque el
individuo tiene la necesidad de expresar
los sentimientos que le generan las circunstancias de la vida y lo hace mediante
una sucesión de imaginarios y representaciones colectivas definidas por sistemas
de símbolos y signos –representaciones
icónicas– que determinan su forma de
expresión religiosa y, en consecuencia,
los actos rituales que se derivan del pensamiento mágico-religioso del individuo
y la relación que se establece entre el
imaginario social y el sujeto con el icono
objeto de culto.
En este orden de ideas, los actos
rituales le permiten al individuo comprenderse a sí mismo como sujeto
social y lo identifican con el medio en
un grupo o una sociedad determinados.
Igualmente, los rituales se constituyen
en la forma más eficaz de organizar el
mundo –individual y colectivamente–, de
acuerdo con las necesidades e intereses
personales y grupales, en un tiempo y un
espacio concretos –la cosmovisión– que
determina su relación con el entorno
cotidiano, garantizando de esta manera
la construcción de las sociedades y su
eventual desarrollo, definidos en los imaginarios sociales y las representaciones
establecidos por el grupo.
En este sentido, Arfuch describe la
identidad no como un conjunto de cualidades predeterminadas –raza, sexo, color,
clase, cultura, nacionalidad, etc.-, sino
como una construcción nunca acabada,
donde entran en juego un conjunto de
diferencias identitarias constitutivas de
cada individuo en particular, dadas a
partir de unas narrativas simbólicas que
construyen un discurso enmarcado en
las prácticas y las estrategias sociales
que se dan al interior de las colectividades: “La narrativa (…) podrá dar cuenta
ajustadamente de los procesos de autocreación, de las tramas de sociabilidad,
de la experiencia histórica, situada, de los
sujetos, en definitiva, de la construcción
de identidades, individuales y colectivas”
(Arfuch, 2002: 23). Esto se da en la medida en que la identidad supone otro que no
es el mismo y por medio del cual puede
afirmar su diferencia; por lo tanto, nunca
podrá estar determinada en sí misma y en
esta medida deberá enfrentarse a otras
identidades particulares para constituirse
como tal.
Estas identidades particulares las presenta Marc Augé en los grupos sociales y
las colectividades a partir del sentido de
los otros –el sentido social–, expresado a
través de las relaciones simbólicas –instituidas y vividas– que se dan entre los
miembros de estas colectividades y que
les permiten identificarse como tal. En
otras palabras, la relación del individuo
con la institución y con la vida social
(Augé, 1996: 11). Esto quiere decir que
el otro existe, en la medida en que se
relaciona con él a través de un sistema
de relaciones simbólicas que le permiten
pensar en lo mismo, en lo idéntico: “…
el individuo no existe más que por su
posición en un sistema de relaciones,
cuyos principales parámetros son la filiación y la alianza que dichas instancias
(esos componentes) manifiestan. Dichas
instancias existen por su relación con el
otro” (21).
Esto lleva a pensar en la multiplicidad
de elementos que constituyen al individuo. Tal es el caso de la “identidad”, cuya
esencia está dada en la práctica ritual y
en la práctica histórica (26), en donde
las relaciones simbólicas entre los seres
humanos son el “sentido” y lo esencial
para entablar relaciones con una colectividad particular, aunque se conserva
el carácter singular de cada individuo:
“Toda reflexión sobre el sentido de los
otros pasa por un estudio de su actividad
ritual, del modo en que consiguen conjurar las necesidades aferentes al sistema de
las diferencias que constituyen lo social
(en términos de identidad de “clase”) y
la necesidad…” (37).
En relación con la identidad en proceso de construcción, Castells habla de
una “identidad proyecto” a partir de la
cual los actores sociales, tomando como
referente los materiales culturales que se
les presentan a la vista, fundan una nueva
identidad que redefine su posición en la
sociedad, en aras de transformar toda
la estructura social (1999: 30); es decir,
se constituyen en todo un conjunto de
movimientos que a través de su discurso
religioso construyen todo un entramado
de resistencia en nombre de Dios, la
nación, la etnia, la familia, la localidad,
generando en los actores sociales una
fuente de sentido y experiencia a partir
de sus vivencias cotidianas representadas
en ciertas prácticas religiosas: “Cuando
el sustento patriarcal de la personalidad
se quiebra, la gente afirma el valor trascendente de la familia y la comunidad,
como voluntad de Dios” (1999: 89), en
la medida en que es el hombre el que
posibilita la existencia de estas creencias
mediante las oraciones, los ritos y los sacrificios que realiza como manifestación
de su religiosidad.
En otras palabras, la función de la
religión en la construcción de la identidad
nacional es como un medio que junto con
lo cultural y político construyen –y en el
caso de la sociedad red reconstruyen–,
a través de los actores sociales y de las
instituciones que conforman la sociedad,
todo el complejo que define a la nación
(1999: 38).
Por otra parte, Hastings sugiere que al
constituir la religión un elemento esencial de la cultura, de la mayoría de las
etnias y de algunos Estados, ella misma
proporciona un componente básico en la
historia particular tanto de las naciones
como de los nacionalismos (2000: 14).
En este caso, el cristianismo bíblico, a
través de su libro sagrado –la Biblia–,
nutre el mundo cultural y político, y por
medio de ella, las personas dedicadas al
monopolio de su contenido, imaginan
la nación. Así mismo, sugiere que la
religión debe ser entendida dentro de un
comportamiento propio, deduciendo que
al igual que ella, también la política y la
cultura interactúan de manera obvia en
relación con la etnicidad y la construcción de las naciones (13). Por lo tanto,
cuanto más influyente sea una religión en
la construcción de la nacionalidad, muy
seguramente lo será en la construcción
del nacionalismo.
Ferro, a su vez, encuentra que el concepto de nación contiene y pertenece en
buena medida a la cultura; es decir, que
el individuo en sus prácticas sociales
cotidianas reconoce a los demás como
miembros de la misma comunidad y se
ve como parte de ella al ser reconocido
por los otros como tal (2002: 10). Dicho
de otro modo, el individuo ve en este reconocimiento una experiencia identitaria
que se da a partir de signos y símbolos
–construida mediante imágenes– que se
convierten en experiencias colectivas:
“De manera que tenemos entonces que
considerar que la nación pasa más por
la compleja urdimbre de la semántica
cultural y la psicología colectiva que por
la mecánica del poder” (10). Es una dinámica de producción de símbolos para ser
disputados, aprendidos o transmitidos a
la fuerza –elementos externos tales como
los iconos, los tótems o las imágenes religiosas–, con los cuales somos capaces
de mirarnos a nosotros mismos como
en un espejo, y aprendemos de ellos a
pertenecer a una nación (12). Ya que los
iconos tienen la capacidad simbólica de
contener a la nación: “… la producción de
una imagen sensorial –icono– es el mecanismo por medio del cual un concepto se
relaciona con un objeto o acontecimiento
exterior, de modo que dicha relación
es simbólica o metafórica, pero poco a
poco y gracias al uso, su arbitrariedad se
estabiliza convirtiéndose en una relación
directa” (14).
Es decir que el signo-símbolo se
constituye en una herramienta cultural de
profundas implicaciones políticas e identitarias a partir de las cuales el individuo
reconoce, reedita y adopta un modelo
de vida o de sociedad en el cual procura
mantener una relación mediática con el
medio y con la colectividad.
Es por ello que en las sociedades modernas el discurso religioso no sólo ejerce
poder desde el ámbito trascendental,
también ha jugado un papel importante
en su relación con el Estado, ya que es
a través de este discurso como la nación
–en muchos casos– se ha logrado constituir. Esto lleva a pensar en la necesidad
de buscar la relación entre religión y
política, como mecanismo fundamental
de cohesión social, creando lazos de relaciones sociales y políticas que posibiliten
el desarrollo de los pueblos. Sin embargo,
se requiere un consenso entre los líderes
religiosos y políticos que conduzca a la
concienciación de las grandes masas –los
ciudadanos– para que se adhieran a algún
grupo religioso y desde allí apoyen las
diversas formas de expresión política
como medio de representatividad o salvación. De tal manera que a través de ellos
pueden relacionar los hechos sociales
y políticos con la acción salvadora de
Dios, de acuerdo con la realidad social y
política que esté viviendo la nación.
El imaginario religioso, por consiguiente, se constituye en un elemento
clave para definir la identidad de un
grupo o de una sociedad, ya que es
por medio de él que los individuos son
capaces de experimentar la realidad cotidiana –cosmovisión–, desde el sentido
común. Por lo tanto, el individuo necesita
representarse el mundo circundante por
medio de expresiones simbólicas y actos
rituales, encaminados a dar razón de un
hecho social determinado. El hecho de
representarse la realidad cotidiana significa para el individuo identificarse con
su medio social y adherirse a él a través
de prácticas sociales que se pueden ver
representadas en rituales religiosos, pues
como se dijo anteriormente, la religión es
el punto clave por medio del cual el sujeto
se identifica individual y colectivamente
con un grupo religioso determinado,
como alternativa para entender el sentido
de lo ciudadano, y por medio de prácticas
sociales emanadas de los imaginarios
sociales y las representaciones colectivas,
generar identidad y construir ciudadanía.
Los imaginarios en torno aldiscurso religioso
El imaginario al interior del discurso
religioso, se constituye en un elemento
clave para definir la identidad de un grupo
o de una sociedad cuando se transforma
en las representaciones colectivas de sus
pensamientos, deseos e intenciones, generando prácticas sociales con las cuales
los individuos miembros de un grupo son
capaces de experimentar la realidad cotidiana. Por lo tanto, el individuo necesita
representarse el mundo circundante por
medio de expresiones simbólicas y actos
rituales, encaminados a dar razón de un
hecho social determinado. El hecho de
representarse la realidad cotidiana, significa para el individuo identificarse con
su medio social y adherirse a él a través
de prácticas sociales que se pueden ver
materializadas en rituales religiosos;
pues como ya se dijo anteriormente, la
religión es el punto clave por medio del
cual el sujeto se identifica individual y
colectivamente con un grupo religioso
determinado.
Geertz, en los estudios que hace en
torno a la religión y la cultura, observa
que los símbolos sagrados cumplen la
función de extractar el carácter y la calidad de vida de un pueblo, su estilo moral
y estético, su cosmovisión, su forma de
percibir la realidad y la manera como
define el orden de las cosas. Los símbolos
religiosos actúan en coherencia con el estilo de vida y la práctica religiosa –actitud
trascendental– de los individuos:
La religión puede ser definida en este
caso, como un sistema de símbolos
que obra para establecer vigorosos,
penetrantes y duraderos estados anímicos y motivaciones en los hombres.
Formulando concepciones de un orden
general de existencia y revistiendo estas
concepciones con una aureola de efectividad tal que, los estados anímicos y
motivaciones parezcan de un realismo
único (1990: 89).
Estas motivaciones, acompañadas por el
juicio moral, producen en el individuo
ciertas actitudes como las de cumplir
onerosas promesas, confesar secretos
pecados, y experimentar culpabilidad;
todo bajo el aval de los propósitos de
Dios transmitidos por el sacerdote y el
pastor en su discurso religioso, a través
de símbolos que se constituyen en el
elemento fundamental para lograr la interpretación de la experiencia cotidiana
de un individuo o de un pueblo en particular, al referirse al símbolo como una
“ontología” sagrada en torno a la cual
giran todos los hechos cotidianos de las
personas en una sociedad.
En este caso, en las representaciones colectivas se entreteje un mundo
de significaciones sociales que definen
un sistema cultural encarnado en una
estructura simbólica a partir de la cual
un pueblo constituye su elaboración
de “sentido” de la realidad cotidiana,
produciendo identidad a partir de la
sacralización de la vida –lo sagrado y
lo profano como forma de poder–, se
encarnan como los límites simbólicos de
una sociedad. Es por eso que el símbolo
como arquetipo social representado en
Dios, se hace manifiesto como figura
ante un pueblo, encarnándose siempre a
partir de lo simbólico, definido éste en los
rituales o los tótem (Beriaín 1990: 33) a
través de los cuales se ve representada
una sociedad.
En otras palabras, lo simbólico define
a la sociedad a través de un sinnúmero
de imaginarios colectivos, creando los
grandes esquemas sociales de significado (red de significaciones simbólicas) y
representaciones colectivas o universos
simbólicos que traducen significaciones sociales –normas, valores, mitos,
ideas, proyectos, tradiciones, etc.– que
determinan y entretejen los sistemas
de creencias, generando universos simbólicos, de los cuales la religión es el
símbolo por excelencia como conocimiento organizado y capaz de brindar
los elementos fundamentales para que
el hombre trate de entender cuál es su
puesto en el universo (Beriaín 1990: 30).
Esto permite mantener la huella del
culto en las manifestaciones religiosas
actuales definidas en los sistemas de
símbolos, en las que los fieles sienten
la necesidad de representarse el mundo,
guiados por ceremonias rituales que
los inclinan a participar sus penas, sus
angustias, pero también sus alegrías, a
través de oscuras inconsciencias colectivas, ancladas a la protección que un ser
sobrenatural les puede brindar (Séjourné
1985: 25). En este sentido, las imágenes
proporcionan al individuo mecanismos
de aprehensión de la realidad, cuando
ésta no puede ser representada a través
del lenguaje –conceptos–. Esto permite
vislumbrar la necesidad de un discurso
religioso basado en los iconos como
medio eficaz para generar en el individuo
un concepto de Dios y de lo sagrado que
le posibilite entrar en relación con otros
sujetos a partir de su vida espiritual y
formar parte de un grupo religioso determinado: “Por lo tanto, la imagen en
cuanto tal, en tanto que haz de significaciones, es lo que es verdad, y no una
sola de sus significaciones y no uno solo
de sus numerosos planos de referencia”
(Eliade, 1994: 15).
Por esta razón, el hombre, sin importar su rol dentro de la sociedad, ha
buscado a través de la historia representarse el mundo a partir de imágenes y
símbolos –los símbolos pueden cambiar
de aspecto, su función permanece la
misma– que le ayuden a hacer la lectura
de la realidad, de tal manera que logre
mantener viva esta experiencia psíquica
en la actualidad (Eliade, 1994: 16), ya
que estos símbolos pueden decir mucho
más de lo que el individuo mismo diría
con palabras acerca de lo que ha experimentado, puesto que con su lectura lo que
se hace es descubrir sus nuevas máscaras
y a partir de esto construir imaginarios
sociales y representaciones colectivas.
Estas son las formas de expresión
simbólica de las cuales se vale el discurso religioso para lograr que el individuo
genere cohesión social y actúe de acuerdo con las exigencias propias del grupo
religioso que lo acoge y le brinda las herramientas necesarias para que se adapte
al medio y reciba el mensaje, haciendo
uso de su pensamiento mágico-religioso
–la religión–. De esta manera, le da significado a su entorno cotidiano, a su vida,
a través de actos rituales encaminados
a identificarlo con un grupo y con una
sociedad determinados. El individuo
se adhiere a una forma en particular de
expresión religiosa –imaginarios sociales–, tomando como referente el sentido
común del cual está provisto y desde
allí procura la interacción con los otros
buscando un reconocimiento social que
le permita ser uno con los otros.
En este sentido, las identidades colectivas encuentran su naturaleza en la
capacidad que tienen los imaginarios sociales para trascender en la cultura de un
pueblo, más aún cuando son reforzados
por el pensamiento mágico-religioso del
individuo, quien en consecuencia es el
que le da sentido a su realidad cotidiana y
encuentra en el sentido común el elemento primordial para definirse como sujeto
social. Con el tiempo este estatus será de
gran valor para definir otras dimensiones
de la vida del individuo como ser político
y religioso mediante la cohesión social,
puesto que todo imaginario social está
provisto de sistemas de símbolos que
lo identifican como tal. Esto es posible
gracias a que los individuos en una sociedad relacionan, definen y leen el medio
a partir del sentido común y sus motivaciones, desde donde hacen una mirada
más reflexiva y profunda del contexto
en relación con sus vivencias cotidianas.
En este orden de ideas, se puede decir
que son los símbolos o sistemas de símbolos los encargados de alimentar el sentido
común de los individuos en quienes recae
el “poder” simbólico de relacionar el
mundo con la experiencia de vida cotidiana. Los símbolos cuentan además
con la posibilidad de ser interpretados
por el individuo, el que posteriormente
los traduce en imaginarios individuales
y colectivos que definen su identidad y
la del grupo al cual pertenece, a través de
prácticas sociales emanadas de los ritos
religiosos con los cuales le será posible
comprender el orden de lo social.
A partir de estas ideas, se puede decir
que la cosmovisión que se plantea una
sociedad acerca de su entorno, tiene por
objeto tratar de comprender el porqué
de los fenómenos sociales y culturales
que a diario experimenta un pueblo,
recurriendo a los imaginarios sociales
cuyo resultado está encaminado a lograr
la cohesión social de los individuos a
partir de la lectura exhaustiva hecha a
la realidad y a las prácticas sociales que
resultan de ella.
En consecuencia, los imaginarios sociales son el resultado de la
representación simbólica de la realidad –
componentes mentales: creencias, deseos
e intenciones– del individuo en su afán
por entender el entorno cotidiano. Por
eso, cuando la religión se instaura en una
sociedad, son los adscritos a los grupos
religiosos los encargados de proporcionar los medios simbólicos que permiten
reforzar las prácticas sociales en torno a
las cuales gira todo el entramado religioso capaz de construir identidad. Esto es,
el sentido común como mecanismo de
aprehensión de la realidad.
el proyecto de ciudadanía
El discurso religioso en la historia de las
sociedades humanas se establece como
medio de socialización de los individuos,
donde el sujeto como tal expresa de forma
individual o colectiva sus pensamientos,
deseos e intenciones en tanto ser religioso
que busca encontrar la relación entre su
ser ontológico y el trascendente. Esta
relación ha sido determinante para el ser
humano, pues le ha permitido ampliar
la cosmovisión de su entorno cotidiano,
de manera concreta en los actos rituales,
cuando utiliza signos-símbolos para leer
el medio social, tratando de entender y
dar significado a la realidad que se presenta ante sus ojos. Lo ha hecho posible
gracias a los sistemas de símbolos y signos que constantemente están fluyendo
de manera dinámica en los diferentes
grupos sociales mediante el uso del
sentido común, representado en el pensamiento mágico-religioso que lo sustenta
por medio de rituales sagrados –actos
rituales– que le hablan a los individuos,
creando y recreando continuamente el
medio social en el cual se desarrollan a
través de imaginarios y representaciones
individuales y colectivas.
Desde esta dinámica, el discurso religioso está fundamentado en la experiencia
de vida cotidiana de todo individuo, quien
a través de las estructuras mentales que
conforman su pensamiento mágico religioso –creencias, deseos, intenciones,
etc. –, es capaz de construir un entramado
de actos rituales que se constituyen en
mecanismos de cohesión social capaces
de adherir a los otros individuos y de
esta manera mantener un margen entre lo
sagrado y lo profano. Sin embargo, para
lograr esta adhesión, es necesario tener en
cuenta que el discurso religioso depende
de sistemas de símbolos y signos en su
estructura, definidos en los actos rituales
que llevan al eventual reconocimiento
de lo sagrado como fuente de cohesión
e identidad ciudadana.
El reconocimiento social de lo sagrado es consecuencia de la relación entre
la ética y la conciencia moral, elementos
constitutivos en la formación ciudadana,
donde el individuo es capaz de recrear
una serie de sentimientos –creencias,
deseos e intenciones– en torno a la
experiencia de Dios y a sus vivencias
cotidianas. Ellas definen con certeza la
dinámica del discurso religioso: servir
como puente entre la conciencia individual en el sentido de lo religioso de quien
se somete a un estilo de vida determinado
y la conciencia colectiva como resultado
de las prácticas sociales resultantes de la
experiencia religiosa proporcionada por
los ritos a un grupo o a la sociedad. En
este sentido, la conciencia colectiva es
reforzada por una serie de actos rituales
que al ser socializados al interior de los
grupos religiosos se constituyen en un
mecanismo de cohesión social que exige
de los individuos cierta resignación frente
a las problemáticas de la vida y como
parte del sufrimiento que ellos deben
vivenciar como único medio eficaz para
lograr la salvación.
En el contexto de lo ciudadano, estos
símbolos le permiten al individuo generar una serie de actitudes rituales que
comparte con los otros en las prácticas
sociales de la vida cotidiana, y a través de
éstas prácticas reproduce las identidades
sociales que determinan la pertenencia
del individuo a un grupo religioso socialmente reconocido por medio de actos
rituales que lo adhieren y lo identifican
–generando identidades sociales–.
En cuanto a la identidad ciudadana, la
religión se constituye en el mecanismo
por el cual los adscritos a estos grupos
religiosos logran reconocimiento por
parte del Estado. Fortaleciendo sus bases
ideológicas, obtienen su afirmación legítima dentro de la sociedad que los acoge
y los incorpora como ciudadanos en un
universo religioso determinado:
… la identidad ciudadana es la figura
mediante la cual el estado puede convocar a las múltiples identidades étnicas,
culturales y sociales del espacio social,
para que, sin perder sus especificidades,
sublimen sus antagonismos en el ámbito
de la política. Una identidad ciudadana
pobre no puede ser universalizada ni
legitimada. (Serna 2004, 323-33)
En este caso, la ciudadanía no está desligada de la identidad, ya que es a través de
la identidad que el individuo se proyecta
hacia espacios sociales conformados por
el ser ciudadano. Esto implica tener sentido de la realidad y un conocimiento social
implícito, no discursivo, que al igual
que la identidad requiere unas imágenes
–imaginarios sociales– que le permitan
comprender la manera como interactúan
historia y memoria en la constitución de
este conocimiento (Pinzón, 1997: 32).
Es decir que la ciudadanía se construye a
partir de la historia, pero esto sólo es posible cuando un pueblo es capaz de hacer
memoria de aquellos imaginarios sociales
que definen su identidad y los constituye
como elementos fundamentales del ser
ciudadano, en este caso la religión como
herencia cultural.
Desde este punto de vista, el hombre
como actor de su propia existencia, se representa de una manera integral mediante
los signos para realizarse como persona y
como grupo social en el contexto urbano
(Góngora, 2001: 12). En esta medida,
su vida cotidiana se constituye en una
representación constante a partir de
signos-símbolos propios de la cultura que
requieren ser interpretados como única
manera de conocer su realidad: “Su vida
es una vida de representación constante
ante él mismo y ante su mundo social”
(Góngora, 2001: 12).
Es decir que cada hombre es un signo
en cuanto individuo, y piensa y conoce
sígnicamente; por lo tanto, este proceso
de interpretación sólo es posible en la
interacción con el grupo social ya que
su mundo está constituido fundamentalmente por su relación con el otro, con sus
congéneres; en este espacio es donde se
configura con la cultura y se mantiene en
el tiempo; allí se desarrolla la dimensión
social y personal del individuo (Góngora,
2001: 20). En consecuencia, no es posible
hablar de identidad, sino en la medida en
que se hable de diferencia con el otro,
es decir, de alteridad. Esta última es
la función primordial de toda religión,
ya que en ella radica el proporcionar
seguridades presentes y futuras en el
individuo, mediante la construcción de
sentidos individuales y colectivos frente a
la experiencia cotidiana de sus miembros
(Vásquez, 1999: 134), retomando todas
aquellas experiencias de vida caracterizadas por el sufrimiento, la pobreza, la
enfermedad, que conllevan a la acogida
por parte del grupo religioso, en su búsqueda constante de la reconstrucción
del tejido social, en individuos que son
vulnerables en lo social, lo psicológico, lo
afectivo, lo económico, etc., asumiendo
una función “catártica” a través de un
discurso legitimador de esta realidad que
busca darle sentido a la vida de quienes
conforman los diversos grupos religiosos.
Entre tanto, en la actualidad, la religión y la política no tienen su interés
puesto en reducir la angustia o la pobreza,
sino en desplazar estas realidades sociales a la acción del bienestar que prodiga
el consumo (Zambrano, 2003: 59), y el
ser histórico se diluye, lo que genera una
crisis de identidad; es decir, se produce
una anomia religiosa, política y cultural,
debido a la desconfianza generada por
las instituciones sociales en los ciudadanos. Esto conlleva la generación de una
nueva “economía de bienes simbólicos”,
a partir de diversas estrategias que forjan
nuevos valores, normas, motivaciones
y oportunidades, permitiendo un crecimiento individual y colectivo mediante
la recomposición del poder religioso y de
la autoestima (Sanabria, 2004: 22).
En otras palabras, cada subjetividad
individual y colectiva hace parte de lo
social, lo simbólico y lo imaginario,
desde donde hacen posible la emergencia
de nuevos movimientos sociales carentes de una identidad fija –invisible– que
conduce a la construcción apresurada
de identidades, en una sociedad ciega
(Gómez y Piedrahita, 2006: 149), cuyas características están dadas por las
diversas formas de exclusión identitaria
resultado de la dificultad del sujeto para
subjetivarse dentro del grupo religioso.
El discurso religioso es entonces un
mecanismo de organización social que
adhiere al individuo a la sociedad, a través de símbolos y signos definidos en los
ritos y en las diferentes expresiones religiosas, susceptibles de ser interpretados
y cuyo origen está dado en el reconocimiento social que un sujeto o un grupo
le asigna como parte fundamental de su
adhesión en la estructura social. Allí se
establecen ciertas prácticas sociales que
cohesionan al individuo dentro del grupo,
como condición para permanecer en él,
siendo reconocido como ciudadano de
acuerdo con unos intereses grupales y
con la representatividad que tengan en
la sociedad.
Marc Augé.
Los dioses del Golfo de Benín constituyen un ejemplo excepcional por varias razones. En primer lugar han sido bien estudiados por muy buenos etnólogos (Frobenius, Herskovits, Le Hérissé, Maupoil, Verger...).
Los dioses ocupan su lugar en configuraciones políticas muy elaboradas; su historia es también la historia de los reinos de Aliada, de Abomey y de Porto-Novo existentes en Dahomey, de los reinos de Ifé, de Oyó, de Egba y otros situados en Nigeria. Esos dioses están asociados a procedimientos de adivinación y de iniciación que, por una parte, ponen en juego -una pluralidad de objetos fetiches (lo cual hace que se repita la interrogación sobre la madera y la piedra), y, por otra parte, vinculan orgánicamente la dimensión divina con la dimensión mental y con la dimensión personal.
Cabe destacar que muchos dioses son presentados como ex hombres, como antepasados en virtud de los cuales se definen los grupos de descendientes, especialmente dinásticos. La estatua del dios vudú es un doble del dios pero, en la medida en que todo dios tiene un origen humano, es asimismo el doble de un muerto.
Que los dioses van de un lugar a otro es algo que está atestiguado por el parentesco de los panteones yoruba, fon oewe. La libre circulación de los dioses es una realidad de la que participa aún hoy en Africa la difusión extremadamente rápida de cultos nuevos de diversas clases y de diversos orígenes. La expansión de un reino corre pareja con la difusión de los dioses. Los conquistadores permanecen siempre apegados a sus dioses atávicos (como hemos de verlo, el antepasado fundador de la dinastía y el dios vudú a menudo son sólo el mismo personaje personaje). Los vencedores imponen sus dioses, pero igualmente se preocupan por reunir alrededor del trono real a los dioses de los vencidos autóctonos: es por ello que las divinidades constituyen un conjunto jerarquizado cuyo sentido último es el de poner a los hombres en relación con lo divino, esta hipótesis implica que los “dioses” paganos no son verdaderamente dioses, sino que son potencias intermedias o intermediarias, que sus representaciones no son en efecto más que representaciones de un principio que los trasciende y que ese principio mismo encuentra su expresión acabada en la figura de un dios único.
Los nativos de Dahomey no los consideran en modo alguno como dioses los miran como intermediarios entre Dios y el hombre, exactamente como lo hacen los cristianos respectos de los santos. Los hombres y los dioses se asemejan y tienen necesidad los unos de los otros: los hombres tienen necesidad del favor y de la indulgencia de los dioses, los dioses tienen necesidad de las ofrendas y de los sacrificios de los hombres.
El vudú tiene un aspecto social en el sentido de que, apenas instituido por alguien, acarrea para el sucesor de éste la obligación de continuar celebrando su culto. El vudú es material: sólo aquel que posee un ejemplar de él y conoce su fórmula puede proceder a una nueva instalación o institución. existe una relación de dependencia recíproca entre el vudú y quien lo instaló, por una parte, y su sacerdote y quien lo utiliza, por otra parte.
No obstante el vudú obtiene su fuerza plena en cada caso únicamente de la fuerza de quien lo ha instalado y de quien lo utiliza, el sacerdote, cuanto más potente es el vudú, más peligroso resulta para quienes pretenden manipularlo. Vudúes y hombres están embarcados en una aventura común, muchos vudúes convenientemente consultados pueden decir el futuro de los hombres. “Entre esas divinidades, numerosas son las que parecen haber vivido antes en la tierra; el elemento terrestre y el elemento celeste se reconocen el uno en el otro y esta creencia expresa la secreta y recíproca nostalgia que parece inclinar a los vudúes a tornar a ser hombres y a los hombres a elevarse al conocimiento o al ejercicio de las cosas divinas”. Los dioses del panteón de Benín, lo mismo que los dioses griegos, se presentan a menudo en pareja y cada uno de sus elementos adquiere su sentido por el hecho de poder oponerse al otro, por complementarios que ambos sean.
Un dios se hereda en línea agnaticia al morir quien lo ha instalado; los grupos de culto se crean y se perpetúan sobre la base del linaje. La relación de los hombres con los dioses es pues realizada socialmente, a saber, mediante el aparato institucional de la adivinación y mediante las reglas de la herencia que imponen al hijo las obligaciones del padre, Los dioses en su conjunto componen un sistema ordenado capaz de señalizar el aparente caos de las vidas singulares y diferentes; pero cada figura del dios pierde en claridad lo que gana en singularidad la figura del dios tiene sus humores, sus impulsos y sus caprichos y está a la vez cerca y lejos de quien la considera como su dios.
El dios es cosa, es objeto compuesto cuya fórmula puede ser más o menos restituida o arreglada en cada una de sus realizaciones singulares; si el dios es concebido como un cuerpo vivo, es también materia y los relatos que hablan de su nacimiento, de sus hechos y de sus invenciones elaboran una reflexión bien problemática sobre la materia y sobre la vida. Los símbolos. Símbolo, fetiche, objeto: el soporte del símbolo y del fetiche es el objeto, la cosa.
El objeto puede ser de varias clases: objeto natural -piedra, trozo de madera- o elemento de la naturaleza dotado de una unidad propia que facilita su personalización. Si las sociedades, para instituir el poder político o la religión, tienen necesidad de objetos, ello no se debe simplemente a que los objetos sirven para marcar, para señalizar, para imitar y para limitar, sino a que su materia misma es problemática: esa materia se concibe en un límite, en el límite de lo pensado y lo impensado, de lopensable y de lo impensable, lo mismo que el poder, el objeto materia, el objeto cosa, se trata pues de dos maneras: en el plano simbólico, como signo de reconocimiento (se construyen relaciones entre objetos o entre seres y objetos, así como ocurre en la lengua con los sonidos); en el plano del fetichismo el objeto se trata como presencia real de un ser actual irreducible a su manifestación.
Entre el objeto símbolo y el objeto fetiche, y en el interior del mismo objeto, se crea una tensión análoga a la que une y opone pensamiento del ser y pensamiento de la cosa. Por símbolo entendemos a veces una simple relación de representación entre una cosa simbolizada o un ser simbolizado y la cosa y el ser que lo simbolizan; la operación de simbolización puede descomponerse en dos procesos por ejemplo, en el caso del tótem, una conceptualización (todos los individuos de una misma especie están representados por una figura común, como en el caso del lenguaje) y un acto de poner en relación el animal tótem, así conceptualizado, con un grupo social. El término “símbolo” puede entenderse en un sentido más amplio, en el sentido de una relación recíproca entre dos seres, dos objetos, un ser y un objeto, en el sentido más amplio de dos realidades de las cuales una no es propiamente representante de la otra, puesto que cada uno de los dos términos se manifiesta más bien como el complemento del otro y recíprocamente.
Todo lenguaje es simbólico, porque establece una relación entre las palabras. Y es simbólico también porque une a todos aquellos que lo utilizan. La relación que se ha de establecer del vudú con su sacerdote no es una relación de representación sino que se trata de una relación de dependencia recíproca; por lo menos se la presenta como tal tanto en el plano intelectual como en el plano de los hechos; El vudú es vudú de -un grupo. Lo simboliza: cierto número de individuos se reconocen en él y tienen en común el hecho de practicar su culto; en una misma aldea grupos distintos de fieles rinden culto a sus vudúes respectivos; pero cada individuo reconoce la legitimidad de los otros vudúes y puede rendirles homenaje; además todo individuo sabe que en algún momento podrá ser llamado por un vudú diferente de los de su linaje para que le rinda un culto especial. Es asi, como el vudú “representa” al grupo y puede afirmarse que el grupo se representa en el vudú, en el seno del grupo hay quienes se ocupan de cuidar al dios y quienes son simples fieles. Los que se ocupan del dios, lo hacen en diversos conceptos. Los iniciados se distinguen de los no iniciados; el sistema de las diferencias sociales encuentra así la ocasión de expresarse y de manifestarse en las prácticas suscitadas y regidas por la presencia masiva y localizada de los vudúes. El vudú representa, identifica, unifica y, en el interior de lo que unifica, distingue y discrimina.
El autor aquí el término símbolo para designar toda realidad capaz de desempeñar simultáneamente este doble papel de representación y de establecimiento de una relación, podemos decir en primer lugar que el vudú simboliza a un grupo porque a la vez lo representa y lo ordena. En primer lugar, el empleo del término símbolo nos lleva a dos planos: el plano de la lógica “natural” y el de la lógica “social”, dos planos que se construyen, cada uno por su parte, en función de dos ejes, el eje de la representación propiamente dicha y el eje de la relación o del establecimiento de la relación, todos los símbolos tienen relaciones de implicación, de exclusión, de compatibilidad o de incompatibilidad con otros elementos naturales o simbólicos.
Los elementos naturales (como aceites, alcohol…) y las cualidades inherentes a ellos (color, temperatura...) también están simbolizados por el hecho de estar representados, positiva o negativamente, en el dispositivo simbólico. Hasta se puede definir a un vudú por el conjunto de sustancias que acepta o que le están prescritas y las sustancias que le están prohibidas y es frecuente además que un símbolo esté vinculado con otros objetos simbólicos que hacen ellos mismos referencia a otros objetos naturales. Si el símbolo simboliza en efecto al grupo, éste expresa, su jerarquía interna en su manera de tratar el símbolo, lo simbolico pone en juego la diversidad de lo social. Lo simbólico representa pues y ordena, pero hay que agregar que sólo se pasa de lo social a lo simbólico por la práctica, es decir, por la realización de la diversidad de lo social, en otras palabras, los agentes sociales tienen relaciones distintas con el objeto simbólico; el objeto simbólico es pues aquello en virtud de lo cual las prácticas diversificadas de los agentes sociales son, de todas maneras concebibles y concebidas como coherentes.
Todo objeto simbólico es instrumento de comunicación, medio de comunicación, pero toda comunicación está orientada y sólo se efectúa al término de una práctica social. En su condición de seres sociales, los hombres, en colaboración con otros seres humanos se entregan a las actividades familiares, económicas, políticas, religiosas que definen la vida social. Un sistema simbólico es pues la representación o la expresión de dos tipos de realidad (realidad social y realidad física) y de dos tipos de relaciones (entre realidades y entre sistemas simbólicos). Cada actor social conjuga a su manera los diversos sistemas simbólicos (el actor social habla, trabaja, toma mujer, tiene hijos, se dedica a actividades del culto), pero conjuga esos sistemas de manera discreta y sucesiva, aun cuando sienta que “todo se mantiene y sostiene”.
Desde el momento en que existe un sistema simbólico, la realidad social y la realidad física se conciben sin embargo en términos análogos o idénticos. En cuanto al objeto simbólico, éste es único, pero posee, une y condensa las dos dimensiones que el lenguaje del observador está obligado a distinguir; Los dioses objetos comparten con los sistemas simbólicos la circunstancia de hacerse cargo de los hombres aún antes de que éstos cobren conciencia de ellos y aun si la relación de los hombres con el dios o con los dioses evoluciona durante la vida para terminar sólo con la muerte.