lunes, 14 de febrero de 2022

Patricia Highsmith en el yo.

 



E
scritora nacida en Fort Worth, Texas, trasladándose luego a Nueva York. Sus padres, que se separaron antes de que naciese, eran artistas comerciales y a su padre no lo conoció hasta que tenía 12 años. A pesar de sus aptitudes para la pintura y la escultura, fue la literatura la rama en la que prefirió desarrollarse. Concluidos sus estudios, se dedicó a redactar guiones de comics hasta su debut literario con Extraños en un tren (1950). 


El libro inspiró a Alfred Hitchcock para llevarlo a la pantalla grande y son considerados, tanto el libro como el film, clásicos del suspense. En 1953, debido a una prohibición de su editora, decidió lanzar el libro 
The price of salt bajo el seudónimo Claire Morgan. La novela que trataba de un amor homosexual llegó al millón de copias y fue reeditado en 1991 bajo el título de Carol. Pero fue la creación del personaje de Tom Ripley, ex convicto y asesino bisexual, la que más satisfacciones le dió en su carrera. Su primera aparición fue en 1955 en El talento de Mr. Ripley, y en 1960 se rodó la primera película basada en esta popular novela, con el título A pleno sol, dirigida por el francés René Clément y protagonizada por Alain Delon. A partir de allí se sucederían las secuelas: La máscara de Ripley (1970), El juego de Ripley (1974), El muchacho que siguió a Ripley (1980), entre otras. El asesino Ripley, un poco patoso pero adorable, también inspiró a Win Wenders para dirigir El amigo americano en 1977. Recientemente, Anthony Minghella ha dirigido una nueva versión del ya clásico texto de El talento de Mr. Ripley (1999). Patricia Highsmith fue una exploradora del sentimiento de culpabilidad y de los efectos psicológicos del crimen sobre los personajes asesinos de sus obras. Siempre se interesó por las minorías en sus obras y, de hecho, su última novela Small G: A summer idyll (1995), mostraba un bar en Zurich, en la que sus personajes homosexuales, bisexuales y heterosexuales se enamoran de la gente incorrecta. A pesar de la popularidad de sus novelas, Highsmith, curiosamente, pasó la mayor parte de su vida en solitario. Se trasladó permanentemente a Europa en 1963 donde residía en East Anglia (Reino Unido) y en Francia. Sus últimos años los pasó en una casa aislada en Locarno (Suiza), cerca de la frontera con Italia. Allí falleció el 4 de Febrero de 1995.




El talento de Mr. Ripley (fragmento)

"Finalmente, esperó hasta que dieron las ocho, ya que sobre las siete las entradas y salidas de la casa eran más numerosas que durante el resto del día. A las ocho menos diez bajó a la planta baja para asegurarse de que la signora Buffi no estuviese trajinando por allí y tuviese cerrada la puerta; además, quería estar completamente seguro de que no hubiese nadie en el coche de Freddie, aunque, horas antes, ya había bajado a comprobar que efectivamente el coche fuera el de Freddie. Arrojó el abrigo del muerto sobre el asiento de atrás. Volvió a subir al apartamento y, arrodillándose, colocó uno de los brazos del cadáver alrededor de su cuello, apretó los dientes, y tiró hacia arriba. Dio varios traspiés al intentar apoyarse mejor en la espalda el cuerpo inerte de Freddie. También horas antes había ensayado la operación del traslado, sin apenas lograr dar un paso debido al peso del cadáver, y en aquellos momentos el cadáver pesaba exactamente lo mismo que antes, pero había una diferencia: ahora tenía que sacarlo. Dejó que los pies de Freddie se arrastrasen, y de este modo consiguió aligerar un poco el peso, y se las arregló para cerrar la puerta con el codo. Luego empezó a bajar las escaleras. A mitad del primer tramo, se detuvo al oír que alguien salía de un apartamento del segundo piso. Se quedó esperando a que quien fuese hubiera salido a la calle, y entonces reanudó su lento y vacilante descenso.



Había encasquetado uno de los sombreros de Dickie en la cabeza del muerto, para ocultar el pelo sucio de sangre. Durante la última hora, había estado bebiendo una mezcla de ginebra y Pernod con el fin de alcanzar un estado de ebriedad perfectamente calculada y que le permitiera convencerse a sí mismo de que era capaz de moverse con cierto aire de indiferencia y, al mismo tiempo, conservar el valor, incluso la temeridad, suficiente para arriesgarse sin pestañear. El primer riesgo, lo peor que podía pasarle, era que el peso de Freddie le hiciese caer antes de llegar al coche y meter el cadáver dentro. Tom cumplió lo que se había jurado a sí mismo: no detenerse a descansar mientras bajaba las escaleras. Tampoco salió nadie más de alguno de los pisos, ni entró ningún vecino procedente de la calle. Durante las horas pasadas en el piso, Tom se había estado imaginando los posibles contratiempos que se encontraría al salir: la signora Buffi o su esposo saliendo de su vivienda en el preciso instante en que él llegaba al final de las escaleras; un desmayo que haría que le encontrasen tumbado en el suelo junto al cadáver; la posibilidad de que, habiendo dejado el cuerpo en el suelo para descansar, luego no pudiera volver a alzarlo. Se lo había imaginado todo con tal intensidad, que ahora el simple hecho de haber llegado abajo sin que se confirmara uno solo de sus temores le daba la sensación de estar protegido por alguna fuerza mágica que le hacía olvidarse del enorme peso que transportaba en el hombro.
Echó una ojeada a través de las cristaleras de la puerta. La calle parecía normal. Un hombre pasaba por la acera de enfrente, aunque siempre pasaba alguien por una de las aceras. Abrió la primera puerta con el pie y la cruzó arrastrando a Freddie. Antes de cruzar la otra puerta, cambió el peso de hombro, agachando la cabeza bajo el cadáver, y sintiéndose orgulloso de su propia fuerza, hasta que el dolor del brazo que había quedado libre le hizo volver a la realidad. Tenía el brazo demasiado cansado siquiera para rodear la cintura de Freddie. Apretó más los dientes y. dando tumbos bajó los cuatro peldaños que daban a la acera, no sin golpearse una cadera contra la columna de piedra del final de la balaustrada.
Un hombre que venía por la acera aflojó el paso como si fuera a detenerse, pero prosiguió su camino sin hacerlo.
Tom decidió que si alguien se le acercaba, le arrojaría tal vaharada de Pernod al rostro que no necesitarían preguntarle qué le pasaba. Mentalmente, Tom iba soltando maldiciones contra los transeúntes que cruzaban por su lado. Pasaron cuatro personas pero sólo dos le miraron. Se detuvo un momento para que pasara un coche, luego, dando unos pasos rápidos y empujando, metió la cabeza de Freddie por la ventanilla del coche y empujó lo bastante para que le bastara apoyar el cuerpo en el cadáver a fin de que no cayera mientras tomaba un respiro. Miró alrededor, bajo la luz del farol al otro lado de la calle, hacia las sombras que había frente a su casa. "





Cómo se escribe una novela de misterio según Patricia Highsmith


«Los gérmenes de una idea pueden ser grandes o pequeños, sencillos o complejos, fragmentarios o completos, quietos o móviles. Yo los reconozco por la excitación que siento enseguida cuando aparecen; la misma que produce una sola línea de un poema. Algunas de ellas parecen ser ideas para una trama, pero no lo son porque ni crecen ni se quedan en tu mente. Pero el mundo está lleno de ideas germinales. No es realmente posible estar sin ideas, ya que las ideas pueden encontrarse en todas partes. Sin embargo, hay varias cosas que pueden causar la sensación de estar “vacío de ideas”. Una es la fatiga física y mental; debido a las presiones, algunas personas no son capaces de remediar este problema, a pesar de que conocen la teoría de cómo hacerlo y lo harían si pudieran. La mejor manera, por supuesto, es dejar el trabajo y todo lo que esté relacionado con él y hacer un viaje, aunque sea uno corto y barato, para cambiar de escenario. Si no puedes hacer un viaje, sal a dar un paseo. Algunos escritores jóvenes se presionan demasiado y fuerzan la máquina. Cuando eres joven, esto puede funcionar, hasta cierto punto. Pero siempre llega el momento en el que el subconsciente se rebela, las palabras se niegan a salir, las ideas se niegan a nacer, el cerebro está exigiendo unas vacaciones, puedas permitírtelas o no. Por eso es buena idea para un escritor contar con un trabajo alternativo que le dé algo de dinero, hasta que tenga suficientes libros en su haber como para que le proporcionen un goteo constante de ingresos».



Novelas

  • Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1950)
  • El precio de la sal / Carol (The Price of Salt, también conocida como Carol, 1952). Publicada originalmente con el pseudónimo de Claire Morgan y reeditado con su nombre 37 años después (en 1989) con el título de Carol.
  • El cuchillo (The Blunderer, 1954)
  • El talento de Mr. Ripley / A pleno sol (The Talented Mr. Ripley, 1955). 1.ª novela de la serie "Ripley"
  • Mar de fondo (Deep Water, 1957)
  • Un juego para los vivos (A Game for the Living, 1958)
  • Ese dulce mal (This Sweet Sickness, 1960)
  • Las dos caras de enero (The Two Faces of January, 1961)
  • El grito de la lechuza (The Cry of the Owl, 1962)
  • La celda de cristal (The Glass Cell, 1964)
  • Crímenes imaginarios / El cuentista (A Suspension of Mercy, también conocida como The Story-Teller, 1965)
  • El juego del escondite (Those Who Walk Away, 1967)
  • El temblor de la falsificación (The Tremor of Forgery, 1969)
  • La máscara de Ripley / Ripley bajo tierra (Ripley Under Ground, 1970). 2ª novela de la serie "Ripley"
  • Rescate por un perro (A Dog's Ransom, 1972)
  • El juego de Ripley / El amigo americano (Ripley's Game, 1974). 3ª novela de la serie "Ripley"
  • El diario de Edith (Edith's Diary, 1977)
  • Tras los pasos de Ripley / El muchacho que siguió a Ripley (The Boy Who Followed Ripley, 1980). 4ª novela de la serie "Ripley"
  • Gente que llama a la puerta (People Who Knock on the Door, 1983)
  • El hechizo de Elsie (Found in the Street, 1987)
  • Ripley en peligro (Ripley Under Water, 1991). 5ª novela de la serie "Ripley"
  • Small g: un idilio de verano (Small g: a Summer Idyll, 1995)


Libros de relatos

  • Once (Eleven, también conocida como The Snail-Watcher and Other Stories, 1970)
  • Pequeños cuentos misóginos (Little Tales of Misogyny, 1974)
  • Crímenes bestiales (The Animal Lover's Book of Beastly Murder, 1975)
  • A merced del viento (Slowly, Slowly in the Wind, 1979)
  • La casa negra (The Black House, 1981)
  • Sirenas en el campo de golf (Mermaids on the Golf Course, 1985)
  • Catástrofes (Tales of Natural and Unnatural Catastrophes, 1987)
  • Los cadáveres exquisitos (1995, selección de relatos escritos entre 1960 y 1990)
  • Pájaros a punto de volar (1.ª parte de Nothing That Meets the Eye: The Uncollected Stories, 2002, reúne relatos escritos entre 1938 y 1949, publicada póstumamente)
  • Una afición peligrosa (2ª parte de Nothing That Meets the Eye: The Uncollected Stories, 2002, reúne relatos escritos entre 1950 y 1970, publicada póstumamente)

Miscelánea

  • Miranda the Panda Is on the Veranda (1958, coescrito junto a Doris Sanders). Libro para niños, en verso y con dibujos.
  • Suspense (Plotting and Writing Suspense Fiction, 1966). La autora nos muestra las entrañas del proceso de creación de una novela de intriga.
  • The fire of the enemy (relato inacabado que no llegó a publicarse durante la vida de la autora, escrito durante los últimos meses de su vida, 1995)[16]

Televisión y radio

  • Los cadáveres exquisitos de Patricia Highsmith (Les Cadavres exquis de Patricia Highsmith / Patricia Highsmith's Tales), serie televisiva franco-británica de 12 episodios de una hora de duración basada en sus relatos de intriga y emitida en 1990, producida por el canal francés M6.
  • Tiefe Wasser (adaptación de Mar de fondo), telefilme alemán dirigido por Franz-Peter Wirth en 1983.
  • Der Schrei der Eule (adaptación de El grito de la lechuza), telefilme alemán dirigido por Tom Toelle en 1987.
  • La rançon du chien (adaptación de Rescate por un perro), telefilme francés dirigido por Peter Kassovitz en 1996.
  • La cadena estadounidense CBS adaptó en 1956 para el programa "Studio One" la novela El talento de Mr. Ripley.
  • La cadena inglesa ITV adaptó en 1982 para el programa "The South Bank Show" la novela La máscara de Ripley en el episodio "Patricia Highsmith: A Gift for Murder", interpretado por Jonathan Kent (Tom Ripley).
  • The Day of Reckoning (basada en el relato homónimo), capítulo de la serie de televisión "Chillers", de producción franco-inglés, dirigido por Samuel Fuller en 1990.
  • La emisora pública británica BBC Radio 4 adaptó en 2009 los cinco libros de la serie "Ripley interpretados por Ian Hart (Tom Ripley).
  • La emisora española Radio 3 hizo una adaptación de la novela Extraños en un tren en otoño del año 201

Referencias

  1.  «Suspense - Highsmith, Patricia - 978-84-339-0084-5»Editorial Anagrama. Consultado el 13 de enero de 2021.
  2.  «El «suspense» según Patricia Highsmith»abc. 9 de febrero de 2015. Consultado el 13 de enero de 2021.
  3. ↑ a b «The talented Ms Highsmith»The Guardian (en inglés). 28 de enero de 2000. Consultado el 13 de enero de 2021.
  4.  Mora, Rosa (8 de enero de 2011). «El turbulento Territorio Highsmith»El PaísISSN 1134-6582. Consultado el 13 de enero de 2021.
  5.  «Patricia Highsmith»Exhibition of the Swiss National Library. 10 de septiembre de 2006. Consultado el 12 de enero de 2021.
  6.  «Patricia Highsmith Residence»NYC LGBT Historic Sites Project (en inglés estadounidense). Consultado el 13 de enero de 2021.
  7.  «Cuando Stan Lee y Patricia Highsmith tuvieron una cita a ciegas»Vanity Fair. 14 de noviembre de 2018. Consultado el 13 de enero de 2021.
  8.  Schenkar, Joan (2009). The Talented Miss Highsmith: The Secret Life and Serious Art of Patricia Highsmith. St. Martin's Press. ISBN 9780312303754.
  9.  Harold Bloom (1997). Lesbian and Bisexual Fiction Writers (Women Writers of English and Their Works). Chelsea House Publications. ISBN 0-7910-4478-5.
  10.  Mora, Rosa (17 de mayo de 2002). «La escritora más enigmática»El PaísISSN 1134-6582. Consultado el 13 de enero de 2021.
  11.  «La reina del escalofrío»ELMUNDO. 1 de julio de 2014. Consultado el 13 de enero de 2021.
  12.  Azancot, Nuria (29 de octubre de 2015). «El cementerio olvidado de Patricia Highsmith | El Cultural». Consultado el 13 de enero de 2021.
  13.  «Famous Writers Who Were Alcoholics»Proof. Consultado el 13 de enero de 2021.
  14.  «Feature | Patricia Highsmith»www.mtc.com.au (en inglés). Consultado el 13 de enero de 2021.
  15.  Núria Añó (2014). "Carol, Claire Morgan versus Patricia Highsmith." En: L'Ull crític no. 17-18, UdL, pp. 267-279.
  16.  Schenkar, Joan (2010). Patricia Highsmith : el talento de Miss Highsmith. Barcelona: Circe Ediciones. p. 572. ISBN 978-84-7765-281-6. Consultado el 7 de noviembre de 2017.

Si le preguntaban a Patricia Highsmith por qué escribía, su respuesta siempre era la misma: “Como todos los artistas, por salud”. Es decir, como terapia, o consuelo, pero ¿de qué?, ¿contra qué?, ¿de cuál mal?, ¿del ansia de matar?

Tales interrogantes —incluso la desorbitada de si era o no ella misma una asesina— alimentan la ruta de la Dama Oscura de las letras americanas, la dama por excelencia de la novela negra de suspenso.

Como otros tantos escritores, Highsmith sintió una aversión profunda no solo por el trato con los otros. Como Emily Dickinson y Marcel Proust —quienes llegaron a encerrarse en su habitación o en su casa, donde no dejaban entrar a nadie—, o el dublinés Jonathan Swift, de faz ácida y corrosiva, o Pío Baroja, quien “valoró el hombre: un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo”. 

O el huraño H.P. Lovecraft, a nuestro juicio quien más se acercó el asco de Patsy Highsmith por los valores establecidos: “Estoy tan bestialmente cansado de la humanidad y del mundo que nada me puede interesar a menos que contenga un par de asesinatos en cada página u ofertas de horrores innombrables e inexplicables más allá de los universos externos”. 

Patsy abominó de su madre, demonio íntimo que la obsesionó y la trastornó, y contra el que luchó toda su vida —una pasión monomaníaca que le impidió afrontar su homosexualismo durante la persecución macartista—, refugiándose en la escritura. 

Como diría su biógrafa Joan Schenkar: “Patricia Highsmith creó la primera novela que dio a dos mujeres enamoradas la posibilidad de un futuro juntas”. Y aquel otro demonio también obsesivo: el crimen. El asesinato. No podía vivir sin el crimen; el asesinato la estimulaba. Aun cuando no exista noticia alguna de que Highsmith haya matado a alguien, no es menos cierto, como se trasluce en todas sus obras y en los espeluznantes episodios de su vida, que ganas no le faltaron. 

En la introducción a la edición inglesa de todos sus relatos (The Snail-Watcher, 1970), uno de sus ilustres incondicionales, Graham Greene, consideró que había creado un espacio propio, “un mundo claustrofóbico e irracional, sin límites morales, al que entramos cada vez con una sensación de peligro personal”. Para terminar considerándola como “poeta de la aprensión, más que del miedo”.

El miedo es narcótico y puede causar que uno se duerma de cansancio, decía Greene, “pero la aprensión carcome los nervios suave e ineludiblemente”.


Como ocurre en sus novelas y cuentos.

Para quienes jamás la toleraron, una representación defectuosa casi siempre la ha mostrado como una figura que roza lo grotesco. Y no es que no le faltaran atributos a su compleja personalidad. “Podía ser una mujer monstruosa, violenta y bastante desagradable”, escribe otro de sus biógrafos, el británico, Andrew Wilson, (Beautiful Shadow: A Life of Patricia Highsmith, 2003): “Odiaba a los negros, odiaba a los judíos y odiaba a las mujeres; pero también hay razones por las que era así”. 

El rechazo de su madre y un torpe intento de su padre de seducirla cuando era una adolescente, la marcaron. También un eventual abuso sexual por un par de hombres, posiblemente vendedores ambulantes, cuando tenía cuatro o cinco años. Pero evidentemente había algo más, muchísimo más oscuro, que concita la aversión en otro de sus biógrafos, el académico Richard Bradford —Demonios, lujurias y deseos extraños: la vida de Patricia Highsmith—. Y uno no termina de entender por qué le dedicó tanto tiempo y trabajo si evidentemente la despreciaba, y llega a caracterizarla como una “depredadora sexual”, por sus innúmeras conquistas y rupturas. 

La propia Highsmith, como dice Wilson, era consciente de la naturaleza desagradable de sus opiniones y es probable que esto le causara angustia. Desde su más tierna consciencia supo que era difícil. El rostro ya maduro lo confirma, con esas facciones de maldad, dureza y villanía, de cara de perro a lo Lee Marvin: el Gauloise firmemente apretado entre sus gordos y crueles labios y el rictus de desprecio en la boca, trabajando inclinada ante su vieja máquina de escribir, con la violencia suficiente como para borrar la letra E del teclado. Patognomónico en todas sus fotografías de los 80’s, cuando ya era candidata al Premio Nobel, famosa y retirada.

La media melena mal cortada con el mechón ladeado de escolar sobre sus ojos fríos e inexorables, junto a la mueca de desprecio de su boca, los rasgos de una autora que, tal vez, de tanto contemplar el mal de frente —en su galería de asesinos en potencia y de psicópatas—, había dejado su huella. 



Que a la vez no deja de sorprendernos, al compararlo con el de aquella jovencísima Patsy Highsmith de los 40 y los 50, de enigmática belleza a lo Joan Crawford o Katharine Hepburn sin maquillaje.

Quienes se han encargado de despellejarla viva, acostumbran a levantar su prontuario alrededor de su gusto por las mujeres más que por los hombres, o por los gatos más que por las mujeres, o por los caracoles más que por los gatos. O su odio a los niños, o la especie de anorexia paranoica, enfermiza, antiestética, que la llevó a alimentarse únicamente de alcohol y cigarrillos, con una natural inclinación a la locura. Hay en torno a ella una leyenda negra.

Lo cierto es que la Highsmith nunca fue una buena chica de aquellas que proliferaban en los 50 e iban al salón de belleza y esperaban a que sus maridos regresaran de la guerra. Más bien era del tipo que telefoneaba en medio de la noche y preguntaba con un par de tragos encima, si alguna vez habías tenido ganas de pegarle un tiro a un hijo de…

Una de sus biógrafas, Joan Schenkar —El talento de Miss Highsmith, (2010)— llegó a afirmar que “de no haber sido novelista, Highsmith habría sido una asesina”. 

Una respetable observación, si consideramos que Schenkar fue la primera en examinar los 38 cuadernos y 18 diarios que, al morir, había dejado en el armario de ropa blanca en su casa de Ticino, Suiza. Más de 8000 páginas. Pero, igualmente, Schenkar dejó registro de la enorme importancia del amor —amor extremo— en esta vida trágica. “Amor por el que moriría mil veces en la vida, y mataría por él una y otra vez en sus novelas, pues lo único que no podía hacer, era vivir con él”. 

Tanto, que comparó el enamorarse con “recibir un disparo en pleno rostro”. No lo entendía. Por lo que lo vivía intensamente, con el único y obsesivo objetivo de escribir.

“El amor eterno es mi mayor problema”, escribiría. Pues Patsy no pudo separar aquel sentimiento —el amor— que le era natural, de sus otros sentimientos naturales, los homicidas. Y puesto que eran sus amantes, las mujeres, a quienes quería matar (los hombres simplemente la molestaban), permitió que el amor y el asesinato —sus dos pasiones— le mezclaran “un martini emocional embriagador”. Y combinó este coctel letal, como dice Schenkar, con su obsesiva manía de escribir —con su arte— pues, como escribió en un diario, “el asesinato es una forma de hacer el amor, una forma de poseer… mis manos en su garganta, que realmente me gustaría besar”.



¿Por qué querer asesinar a las mujeres que amas, aun cuando fuera en la escritura? 

¿De dónde esa cicatriz en el corazón?

Para responder a esta inquietud debemos trasladarnos a la pensión de su abuela materna Willie Mae Stewart Coates, donde nació el 19 de febrero de 1921, en Forth Worth, Texas. Nueve días después de que su madre, Mary Coates, se divorciara de Jay Plangman, y cinco meses antes de fracasar en el intento de abortarla bebiendo trementina. Como en un caso de American Horror Story. 

Abandonada al cuidado de su abuela de influencia calvinista, presbiteriana y metodista, la criaría amorosamente y educaría. Lectora precoz a los ocho años, descubrió en la extensa biblioteca de casa, junto a otros muchos libros, La mente humana de Karl Menninger. 

Considerado el padre de la psiquiatría norteamericana, Menninger fue también un divulgador del análisis freudiano, y el libro —que incluía estudios sobre pirómanos, esquizofrénicos y psicóticos—, la fascina. A tal punto que, sumergida en la lectura a tanta profundidad, cerrando de tal modo las posibilidades de volver a la superficie, se puede imaginar el shock que pudo haber sufrido siendo una niña. 

“Encontré esto muy interesante —recordaría después—, y fue solo mucho más tarde cuando me di cuenta del efecto que había tenido en mi imaginación, porque comencé a escribir estas historias raras cuando tenía quince o dieciséis años”. 

Se sabe posteriormente que Plangman presionó a Mary para que abortara, y ella accedió a regañadientes, pero después decidió dejar al marido y tener al bebé. Tres semanas después del nacimiento, se fue a Chicago a trabajar. Es ahí donde conoce a Stanley Highsmith y se casa otra vez. Es por eso que Patsy se queda más de seis años con su abuela, pero con interrupciones continuas, como cuando ella tiene tres y medio y su madre se la lleva a Manhattan y conoce a Stanley: odio a primera vista. Y se la devuelven a Willie Mae. Continuos traslados, idas y venidas que la harán experimentar un sentimiento de abandono y un odio enfermizo.

“Desde muy pequeña aprendí a vivir con un intenso odio que me hacía tener sentimientos asesinos”, escribió.



Un infierno que incubó oculto junto al de su identidad sexual. “A los 12 años sentía que era un chico en un cuerpo de chica”. Lo que la hizo sentir culpable. Tanto a ella como a Mary, les parecía algo espantoso y les avergonzaba. 

En lo sucesivo —como señala Andrew Wilson en su magnífica biografía Beautiful Shadow, (2003)— sus romances reflejarán las premisas de ese amor imposible, que con la potencia de su imaginación la harán idealizar a sus amantes en busca siempre de la belleza rubia, madura y dominante de su madre. 

“¿Eres una les?,—recuerda Patsy que le preguntó fríamente cuando solo tenía 14 años, y registraría en sus diarios que “este comentario vulgar y aterrador”, la hizo sentir más alienada e introvertida—. Estás empezando a hacer ruidos como una”.

Esa folie à deux —como califica la relación de ambas Joan Schenkar— seguramente habría contribuido desde entonces al hábito de Highsmith de seducir y combinar el amor obsesivo y la ideación homicida de sus personajes. 

El resto es ya una caída en barrena. 

Tras por enésima vez recuperada y de regreso a Manhattan, el conflicto que las separa, su reprimido y latente homoerotismo desquicia a Mary. Y buscando “curarla” mete a Patsy en la secundaria Julia Richman, exclusivamente para niñas. Ahí Patsy se enamorará de varias compañeras de clase y se hace amiga de Judy Tuvim (quien se convertiría en la actriz de Hollywood Judy Holliday), comenzando a circular por los bares y cafés de Greenwich Village, y a tomar notas sobre sus relaciones y su entorno.  

Como diría Margaret Talbot en otro penetrante ensayo —Amor prohibido, publicado por The Newyorker—, no hay nada como leer a los freudianos de los 50 para desconfiar de las afirmaciones psicológicas simplistas, “pero no es exagerado sostener que Highsmith tuvo una madre espeluznante”. 

Mary Coates Highsmith se burla y compite con Patsy en una relación devastadora. Y cuando Patsy, espontáneamente le dice que le gusta el olor del aguarrás, Mary Coates le responde: “Me consta. Es lo que tomé para procurar abortarte”. 

Schenkar explica: «La una no podía soportar la compañía de la otra y no podían dejarse solas”. Y se sitúa en este contexto familiar el origen de su desequilibrio. A los veinte, escribía en su diario: “¿Podría posiblemente estar enamorada de mi propia madre? Quizás, de alguna manera increíble sí lo estoy”. También se habla de amour fusionnel, pues al parecer ninguna distinguía muy bien quién era una y quién la otra. 

Debían recurrir a los sedantes para poder cohabitar en paz. De lo contrario acababan a gritos, amenazándose con todo tipo de objetos domésticos, y eso cuando no terminaban directamente a los golpes. Y según escribe Schenkar: “Fue la experiencia más profunda de amor que tuvieron ambas”. 

La madre la matricula a los 17 en Bernard College, la universidad pública femenina de artes liberales ubicada en Nueva York, adscrita a la Universidad de Columbia, donde brillante pero distante, Patsy se construirá su propio lugar en Greenwich Village. 


Se hace miembro del consejo editorial de la revista literaria de la escuela y estudia zoología, inglés, dramaturgia, latín, griego, alemán y lógica, en la que recibe la máxima calificación. Gran parte de su vida social se desarrolla fuera de Barnard. Dicen que su adolescencia monástica terminó a los 19 cuando conoció a Mary Sullivan, una lesbiana de mediana edad, que dirigía la librería del hotel Waldorf Astoria.

En 1943, recién graduada en Lengua Inglesa y necesitada de un empleo para sobrevivir en Manhattan y asistir al psicoanalista, pues en el verano había entablado una intensa relación con la gran fotógrafa emigrada Ruth Bernhard, cruzada por otra con el también fotógrafo emigrado, Rolf Tietgens, quienes fotografían a Pat —la legendaria foto de Pat desnuda—. Es rechazada por las principales revistas para las que esperaba trabajar, y responde a un anuncio para escribir cómics. Dicen que cuando irrumpió en la redacción, pensaron que se trataba de Katherine Hepburn, la actriz de Hollywood famosa por su personalidad enérgica e independiente.

Entonces era linda Patty Highsmith.

Y volaba. 

Voraz, consumía a los que para siempre serían sus ídolos: Poe, Kafka, Dostoievski, Conrad y… su admirado Albert Camus. Obviamente, El extranjero y su filosófica reflexión sobre las consecuencias morales del asesinato —o su carencia—, haría clic en la chica. La glacial indiferencia de su héroe, Meursault y según ella sus abúlicas primeras líneas: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé… Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.  

Como un agente dormido del espionaje, esperará en su mente hasta 1954 para despertar. Cuando Highsmith cree a su mítico personaje Tom Ripley y haga resurgir la figura del doppelgänger, su doble fantasmagórico o sosias malvado, en la fusión de ella misma con su psicópata personaje. Y de éste en grado perturbador con el Meursault de El extranjero, que no llora en el funeral de su madre, ni cree en Dios. Y deslumbrado por el sol de un verano abrasador, dispara cuatro veces más contra un hombre, que apenas conoce, sin ningún motivo discernible, y no experimenta arrepentimiento.

Pero esto no ha ocurrido todavía.



De Un asesino dentro de mí, y Alfred Hitchcock

Aún tiene que comenzar a escribir su primer libro, Extraños en un tren, en 1947, y conocer en 1948 en Greenwich Village a otro generador de amores y odios, Truman Capote —“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”—, quien en una carta a la directora de Yaddo, la colonia de escritores, músicos y artistas de Nueva York, recomienda a “una escritora joven que tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el de cualquiera que haya conocido antes”. Y además “es una persona encantadora, verdaderamente educada, alguien que te va a caer bien, seguro”. Lo que sugiere que si Highsmith, como él —a quien se le ama o se le odia—, era una joven insoportable para algunos, lucía espléndida para otros.

Y en Yaddo, Patsy, bebiendo a sus anchas y teniendo diversos romances abiertos, no solo acaba su primera novela; también vivirá su famoso affaire con el novelista británico Marc Brandel, que le desata una devastadora crisis y la obliga a estar seis meses en terapia con la doctora Eva Klein, que —como todos los buenos freudianos en la década de los 40—, pretende curar su homosexualidad. Logrando todo lo contrario: hacerla tomar consciencia de que lo que realmente estaba haciendo con Marc era reproducir aquello con lo que su madre la había dañado: “el perverso patrón de amor y chao, de una crueldad esencial y carente de empatía”. 

Clavándole, a su vez, esa astilla de hielo en el corazón que según Graham Greene necesitaba todo artista para canibalizar la vida real, el dolor y las relaciones reales, al servicio del arte. Que mezclará con lo aprendido de los “escapistas natos”, los superhéroes como Superman o Batman, cuando fue guionista de comics. Escapistas como sus asesinos Bruno y Guy de esta ópera prima, de una tensión vigorosa, recia, valerosa —pues estará alimentada de la conexión homoerótica de sus protagonistas, Bruno y Guy, los dos desconocidos que acuerdan asesinar cada uno al enemigo del otro, proporcionándose así una coartada indestructible. 

También aprovechará la enorme energía de los personajes duros, fríos y cínicos del hardboiled, sobre todo quizá de Cornell Woolrich —hábil en engendrar las sensaciones que provocan la muerte, la soledad, la fatalidad y la angustia, con un sostenido suspense genial—, David Goodis —con algo más allá de sus obsesiones, parecido a la locura— y el gran Jim Thompson y El asesino dentro de mí, con su psicópata de antología.  

Tres voces extremadamente personales, subversivas, como ella

Entonces es un hermosa mujer de pelo oscuro —como la retratan quienes la conocieron—, que usaba gabardina y bebía ginebra. Era alta y delgada. Cabello negro, largo hasta los hombros, con los ojos de color marrón oscuro. “En aquellos momentos me pareció una combinación del Príncipe Valiente y Rudolf Nureyev”, testimonió una de sus tantas amantes. “Las mujeres al igual que los hombres, se sentían muy atraídas por su figura”. Pero como ella misma comentó, “le gustaban los hombres más que las mujeres, pero no en la cama”. 



Cuando con 29 años en 1950 publica Extraños en un tren, a la semana de salir Alfred Hitchcock, compra los derechos del libro, y lo adapta al cine con un guion de Raymond Chandler —que encuentra inviable la trama del libro y deserta— y Czenzi Ormonde, con Farley Granger, Robert Walker y Ruth Roman. 

Construyendo, es cierto, una pieza maestra de sordidez y ambigüedad moral, aunque eliminando de un tajo la tesis central de Highsmith de que cualquier persona es capaz de cometer un crimen, como ocurre con la contaminación moral de Guy por parte de Bruno para que mate. Que Hitchcock adapta al guion clásico de la oposición de dos personajes que encarnan el Bien y el Mal, en la que el Bien siempre triunfa.  Acatando sin lugar a dudas el código de censura que regulaba el cine de la época, pero también el criterio de Hitchcock, quien se escapa de las aguas profundas de Highsmith, más oscura y psicológicamente más compleja, en beneficio de una trama más ágil basada en acciones y no en palabras.

  En Extraños en un tren, la Highsmith lleva a cabo una indagación escalofriante en la caótica mente de Bruno —para quien el crimen cometido es una forma de vengarse de las mujeres y, según cree, de estrechar su relación con Guy—, pero lo que más le interesará es la relación entre Bruno y Guy. ¿Hasta qué punto no está la insania de Bruno agazapada también en Guy? ¿Cuán cercana es la amenaza de la irracionalidad en todos nosotros? 

Sin embargo, a Highsmith no le molestó el desguace que hiciera Hitchcock: “Cambió mi novela, pero siempre le estaré agradecida porque gracias a él pude seguir escribiendo y viviendo de escribir”. Perdonándole incluso su avaricia a la hora de comprar los derechos de la obra por apenas 7.500 dólares. Los cuales le permitirían escapar a Europa —en Estados Unidos la despreciaban— y a contracorriente de Extraños, escribir allá, para nuestro gusto, su primera gran novela —y la única donde no hay un psicópata ni ocurre un crimen— y cuya autoría se mantendría oculta durante más de tres décadas 

El precio de la sal

Cuando se publicó Extraños en un tren, sus editores y su agente le aconsejaron: “Escriba otro libro del mismo género y así reforzará su reputación como…” ¿Cómo qué? Extraños en un tren se había publicado como una novela de suspense en Harper and Bros —como se llamaba entonces la editorial— y de la noche a la mañana se había convertido en una escritora de “suspense”.

Que para Patricia no era una novela de género, sino simplemente “una novela con una historia interesante”. Lo que la llevo a preguntarse qué pasaría si escribía una novela sobre relaciones lesbianas. ¿La etiquetarían entonces como escritora de libros de lesbianismo? 


Pues al mismo tiempo que trabajaba en Extraños en un tren rondaban obsesivamente su cabeza dos imágenes. La de Virginia Kent Catherwood, Ginnie, una encantadora y descarriada pelirroja, socialité adinerada, alcohólica y divorciada de la que se había enamorado dos años antes. Y la de la legendaria Kathleen Wiggins Senn, una mujer casada, rubia y elegante de New Jersey, idéntica a su madre, a la que había conocido en Bloomingdale’s en la que trabajaba como dependienta las navidades de 1948, en una transacción de dos minutos y a quien en su vida nunca más volvió a ver. 

“Una mañana —escribiría luego Highsmith—, en aquel caos de ruido y compras apareció una mujer rubia con un abrigo de piel. Se acercó al mostrador de muñecas con una mirada de incertidumbre: ¿Debía comprar muñeca u otra cosa? Y creo recordar que se golpeaba la mano con un par de guantes, con aire ausente”.   

«Quizás me fijé en ella porque estaba sola o porque un abrigo de visón era una rareza, y porque era rubia y parecía emitir luz”. Pero se sintió extraña y mareada, casi a punto de desmayarse, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiera tenido una visión. Y como de costumbre, después de trabajar se fue a su apartamento, donde vivía sola, y aquella noche concibió una idea, una trama y escribió unas ocho páginas a mano en su cuaderno de notas de entonces. Era toda la historia de su segunda novela, Carol, que en 1951 rechazarían inicialmente sus editores a causa de su tema lésbico, y aparecería en 1953 con el título de El precio de la sal, bajo el pseudónimo de Claire Morgan. Que con la venta de cerca de un millón de ejemplares, resultó una sorpresa.

Hasta que casi cuatro décadas después fue reimpresa con su título, Carol, y el verdadero nombre de su autora —lo que se consideró la salida del clóset de Patty Highsmith—. En 2015 ser filmada por Todd Haynes en la magnífica película del mismo nombre, protagonizada por Cate Blanchett —la viva imagen de su madre, Mary Coates— y Rooney Mara. 

 El atractivo de The Price of Salt —según la propia Highsmith— era que tenía un final feliz para sus dos personajes principales, o al menos que al final las dos intentaban compartir un futuro juntas. 

“Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los hombres y las mujeres homosexuales tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal”.


Highsmith nunca aprendió a convivir con sus demonios. Como lesbiana navegaba a la perfección las procelosas aguas de los clandestinos bares gay de la Nueva York, de los cuarenta y cincuenta. Se dice que prefería las parejas, que solía inmiscuirse en relaciones heterosexuales muy estables, sin interesarle ninguna en especial. 

Como dijimos, para la época la homosexualidad era considerada un padecimiento y la propia Patsy se despreciaba por su tendencia —y por no ser parte de la clase social alta neoyorquina—, llegando a salir con tres mujeres a la vez.

A los 26 años de edad, la noche de fin de año de 1947, Marijane Meaker, su amante de 20 le escuchó celebrar levantando profética su copa: “Brindo por todos los demonios, por todas las lujurias, pasiones, avaricias, envidias, amores, odios, extraños deseos, enemigos reales e irreales, por todos los ejércitos de recuerdos contra los que lucho, para que nunca me dejen descansar”. 


La Guerra Fría y sus demonios

Como muchas, Patricia Highsmith era incapaz de asumir su homosexualidad en aquel clima estadounidense de Guerra Fría, contra personas LGBT: el Terror Lila (Lavender Scare) impuesto por McCarthy, las veía como amenaza a la seguridad del estado, y eran tratadas como infectadas con psicoanálisis, oración y consejo religioso, antes de someterse a las terapias de aversión —o deshomosexualización— con electroshocks y lobotomías (estas últimas hasta 1951), y encerrardas por la fuerza en hospitales. 

Generándole un sentimiento de culpa vergonzoso, con el que Patsy lidió toda su vida: “Me sentía como una cucaracha por ser homosexual”, lo que al combinarse con el trauma psíquico familiar que barrió con su niñez, le produjo su trastorno de identidad disociativo. 

Una terapeuta educativa, Vivien De Bernardi, quien se convertiría en su amiga, le dijo a Andrew Wilson que Patsy pudo haber tenido una forma de síndrome de Asperger. Esa especie de autismo de alto funcionamiento, brillante a veces, cuyo aspecto más disfuncional es la ausencia evidente de reciprocidad social o emocional. Un síndrome que, según el especialista Michael Fitzgerald, favorece la capacidad de concentrarse de manera intensiva en la creación. 

Highsmith era capaz de soportar el esfuerzo de una interminable fatiga en su obsesión por escribir, aislándose de todos: “Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente”.

Y de esa desorbitada capacidad saldrían a continuación El cuchillo (1954), aterradora y fascinante, y de la que The Observer dijo que Patricia escribía sobre los hombres “con la misma sabiduría con que una araña escribiría sobre las moscas”, y El talento de Mr. Ripley A pleno sol (1955), en la que logra que el lector empatice con su despiadado y encantador, Tom Ripley, cuyos asesinatos continuarán en cuatro libros más: La máscara de Ripley (1970), El amigo americano (1974), Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991), conocidos como “The Ripliad”, el antihéroe que encarna esos devaneos del deseo y la pulsión de muerte, inherentes al ser humano.

“No hay nada de espectacular en el argumento de A pleno sol —diría Highsmith—, pero se hizo popular por su prosa frenética y la insolencia y audacia del propio Ripley. Me imaginé a mí misma en su piel. Ningún libro me ha resultado tan fácil y a menudo sentí que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina”.

El cine, al que siempre fascinó esta mujer, contribuirá a enviarla a las estrellas, cuando en los 60 una impecable y elegante adaptación de René Clément, Plein Soleil, con un inolvidable Alain Delon en el papel de Ripley, junto a Maurice Ronet y Marie Laforêt la traerá de vuelta. Y en los 70, el alemán Wim Wenders haría una magistral versión de El amigo americanocon Dennis Hopper como Ripley. Incluso Liliana Cavani, nos maravillaría con su Ripley’s Game en 2002, con John Malkovich en el papel y la banda sonora de Ennio Morricone, sin olvidar El talentoso Mr. Ripley de Anthony Minghella, protagonizada por Matt Damon.   



Y no hablemos del resto de sus libros. Como Mar de fondoEse dulce malEl grito de la lechuza y La celda de cristal, valga la digresión, la primera novela que leí de Patricia Highsmith. No olvido haber experimentado la misma sensación que con Onetti y Cioran, de agobio e inquietud. Esa adventicia culpabilidad de quienes —como dice Muñoz Molina— “alguna vez soñamos que habíamos cometido un crimen, y lo que nos agobiaba no era la culpa, sino el miedo de ser descubiertos y atrapados. Desprendía una atmósfera de independencia tan absoluta que resultaba irresistible”. Perturbado reincidí: me leí sus novelas y sus cuentos. Había quedado atrapado en un cul de sac, lo que Schenkar llama el “Territorio Highsmith”. Un mundo alternativo desarrollado por la autora, donde la pulsión agazapada de desear la muerte de alguien que detestas, sin sentir ninguna culpa, te arrebata hacia al abismo de la seducción de asesinarlo. 

Luego están el resto de sus 22 excelentes novelas, entre las que destacamos El diario de Edith y El hechizo de Elsie.  

Y sus joyas: las colecciones de sus cuentos —Patricia Highsmith, Relatos, 2018: Once, Pequeños cuentos misóginos, Crímenes bestiales, A merced del viento y La casa negra—, con la ausencia de moral, de culpa y arrepentimiento, donde en una atmósfera de tranquilidad doméstica, armonía y una seguridad inexpugnable, un inadvertido conflicto psicológico dispara todo y, como señala acertadamente la crítica uruguaya Laura Broitman, el soporte anecdótico, lo aporta de alguna manera —saliéndose de la norma— la empatía con el criminal más que las víctimas. 



Los cuentos son absolutamente esenciales para ella, como la poesía.  “Escribo mucho de ambos —declaraba—. Solo una fracción de mis relatos ha sido impresa alguna vez”. Tal era el exceso de ideas que le “ocurrían, con tanta frecuencia como las ratas tienen orgasmos”. 

Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido —seguía—, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo”. 

Para de lo más ecuánime agregar:

“Lo que más me interesa son los efectos de la culpa. Escribo sobre eso. La vida no tiene sentido si no hay un crimen en ella”—sin ninguna afectación, sin fingimiento. 

Encendiendo de paso otro Gauloise.

¿Quién era esta gran conocedora de la naturaleza humana, Capaz de llevarte paso a paso a un mundo sin objetivos morales conocidos? 

Cuando en 1980 un entrevistador le preguntó por qué no amaba a su madre, lo pensó por un momento y respondió: 

—Primero, porque hizo de mi infancia un pequeño infierno. Segundo, porque ella misma nunca amó a nadie, ni a mi padre ni a mi padrastro ni a mí. 

Era ya una mujer de 59 años, de rasgos muy acusados y pinta de monja medieval, corrosivamente enemistada con la corrección. Sus ojos fríos y penetrantes que, en su adolescencia ocultaba bajo el mechón, evocan aún —como en el cuarteto de Eliot—, ese viejo e iniciático “cuarto del horror”, esa mirada de reojo hacia atrás, por encima del hombro, hacia el espanto primordial. 

“Una mujer increíblemente dura y no solo dura: dura de Texas”, según su legendario editor estadounidense Larry Ashmead. “Con un centro increíblemente dolorido. Un caparazón diamantino ante ante el que tarde o temprano eran devoradas las esperanzas de muchas amantes y amigos, si es que llegaban a ver debajo de él, y si lo hacían generalmente era más de lo que podían manejar”. 

Pero Pat sí podía gobernarlo, y con firmeza. Dicen que irradiaba el tipo de magnetismo que concentraba en su persona toda la atención, y con su cabeza inclinada y la mirada de sus ojos oscuros y penetrantes, parecía disipada pero alerta.


La inquebrantable perra “noir” y su horror ontológico 

A partir de la década de los 50 los gánsteres pierden novedad y su atracción exótica con la consolidación de su status económico y político. Y como dice Vázquez de Parga en Los mitos de la novela criminal, Planeta, 1981, el juego de la política y las finanzas sustituyó el contrabando y las luchas callejeras. A la par de que los cambios en la moral, y el aforismo “el crimen no paga”, comienzan a desprestigiarse, y con uno u otro pretexto, se contempla el triunfo del mal.

Que tuvo su primer y prematuro protagonismo en 1955, cuando Highsmith publicó El talentoso Mr. Ripley, el desvergonzado asesino que no solo no es aprehendido por la ley: ni siquiera es sospechoso y además hereda a la víctima. Situación, como dice Vázquez, extraordinariamente anormal en la novela negra de la época. Seguido de la figura de Parker, “el delincuente puro sin mixtificación alguna” del gran Donald E. Westlake. Pero es Patsy Highsmith quien gira maniáticamente alrededor del hecho irresoluble de que, en determinado momento, dos personas se encuentran y hacen del otro el objeto obsesivo de su existencia, con las interpenetraciones cataclísmicas —que señala Sallis—de un mundo en otro, los limites personales se borran y el contacto físico se convierte en horror ontológico. 

Es decir, no centrado en la pura necesidad de matar sino en la destrucción del cuerpo, marcado por el simbolismo de la crueldad como forma de atentar contra la dignidad y la condición humana. Un horror que trasciende la muerte, prolongando la deshumanización.

Que es el trasfondo de su obra.

Y el suyo propio. 

Copiada, venerada y maldita, dentro de la novela negra, esta mujer fue/es una afición peligrosa, cuya inmoralidad literaria no la salva de haber sido una freak. Sus novelas significan —según el agudo ensayo de Ramon Arana Marcos—, una transformación radical del género: “el paso de la novela del detective, centrada en la pesquisa y el descubrimiento, a la novela del asesino”. 

Donde en una situación normal y fatigosamente cotidiana, anónima, sin solución de continuidad, se pasa de la inocencia al crimen desapercibido —en su carácter anodino, que es su coartada como quien rompe en su casa un florero y “no pasa nada”, y la imposibilidad de salirnos de ella la vuelve agobiante. 

Patricia Highsmith falleció 1995 a los 74 años, de una combinación de anemia aplásica y cáncer de pulmón, en Suiza, donde paso los últimos 14 años de su vida como una reclusa, con la sola compañía de su gata Charlotte.






Crímenes imaginarios (fragmento)


"Al llegar el sábado, la policía ya había estado por segunda vez en casa de Sydney y también en casa de la señora Lilybanks, el mismo joven policía uniformado y un hombre de mayor edad vestido de paisano: el inspector Brockway de Ipswich. Era un hombre alto y severo, de unos cincuenta años, que hablaba en voz baja pero tosía ruidosamente cada dos por tres. Sydney ya había adivinado que Alicia también estaba interpretando su papel, con decisión además, en aquel drama ficticio en el que Sydney la había eliminado. Si podía evitarlo, Alicia no se pondría en contacto con él ni con ninguna otra persona.
Y el sábado Sydney presintió que el inspector Brockway sospechaba de él. Curiosamente, Sydney se sentía un poco culpable y nervioso. Sin embargo, también se sentía muy seguro de sí mismo, ya que no había liquidado a Alicia. A pesar de ello, se le cayó sin querer una taza en la cocina mientras se estaba preparando un poco de café (el inspector y el agente no habían aceptado una taza) y los dos policías le observaban desde el comedor. Sydney tartamudeaba. Primero dijo que había dejado a su mujer en el tren en Campsey Ash, luego, cuando el agente joven le corrigió basándose en su primera declaración, Sydney dijo que la había dejarlo en Ipswich.
—¿Vio a algún conocido en Ipswich aquel día? ¿Alguien en la estación? —preguntó el inspector.
—Por desgracia, no —había contestado rápidamente Sydney, viendo cómo el inspector captaba las palabras «por desgracia».
Era asombroso ver de qué modo tan natural surgía toda la culpabilidad imaginaria.
El inspector pidió que le enseñara la habitación de Alicia en el piso de arriba, lo cual significaba el dormitorio y el estudio de Alicia, y Sydney comentó que su esposa se había llevado la caja de pinturas, que era del tamaño de una maleta pequeña, pero no el caballete. El inspector abrió el primer cajón, que era el de Alicia, de la cómoda que había en el dormitorio, tal vez en busca de algo que ninguna mujer se hubiese dejado en casa, algo como el lápiz de labios o la polvera, pero el cajón contenía aún cuatro lápices de labios y dos polveras viejas, además de varios pañuelos y bufandas, tijeras para la manicura, un costurero pequeño y varios cinturones. El inspector Brockway preguntó qué clase de maleta se había llevado Alicia, y Sydney le contestó que se había llevado dos, una de color azul marino con cantoneras de cuero marrón y otra mayor, de cuero también marrón, provista de una correa. Se había llevado unos cuantos vestidos de invierno y un abrigo con cuello de piel. ¿Qué llevaba al irse? Sydney no se acordaba. Pero se había llevado su impermeable color canela sobre el brazo.
Luego, el inspector Brockway y el agente joven salieron por la puerta de atrás sin decir nada y Sydney los siguió, desconcertado, hasta que se le ocurrió que el inspector quería comprobar si en el patio posterior o en el jardín había señales de que alguien hubiera cavado un hoyo o algo parecido. Sydney sintió cierto interés ya que aquello le recordó a Christie, e hizo cuanto pudo por imaginarse que era realmente culpable de haber matado a su esposa y de haberla enterrado luego bajo un par de metros cuadrados de césped, que habría vuelto a colocar cuidadosamente en su lugar después de cortarlo en parcelitas de quince centímetros cuadrados; pero en realidad no fue capaz de imaginar gran cosa y, en cuanto a su comportamiento externo, supuso que un culpable habría hecho lo mismo que él: alzar los ojos hacia el cielo, contemplar los pájaros y dejar tranquilo a los policías. Huelga decir que un culpable habría permanecido atento a los posibles hallazgos de la policía y eso mismo hizo Sydney, echando de vez en cuando una mirada de reojo desde unos doce metros de distancia. El inspector también había echado un vistazo al garaje, observando que el suelo era de madera. A juicio de Sydney, la búsqueda no fue muy concienzuda. Un investigación como es debido habría significado gatear por todas partes, hurgando e incluso cavando en algunos puntos y levantando el suelo del garaje. Pero, a pesar de ello, el inspector seguía buscando un cadáver enterrado y el registro más atento podía llegar más tarde. Las dos o tres lluvias del último mes habrían borrado toda señal de tierra recién movida desde la desaparición de Alicia, y sin duda el inspector también pensaba en ello.
El adiós del inspector, cortés pero rígido, no incluyó ninguna palabra destinada a darle ánimos ni ninguna promesa de llamarle en cuanto averiguaran algo.

La soledad de Patricia Highsmith

Podría haber sido la trama de alguna de sus novelas, o de sus muchos cuentos: una joven y ambiciosa investigadora encuentra arrumbados en un armario, detrás de sábanas y toallas, una pulcra caja con 56 cuadernos, 8 mil páginas de diarios escritos por una brillante y oscura narradora de crímenes de fama internacional, fallecida en 1995, en su casa de Ticino, Suiza. La caja es fascinante: además de notas profesionales perfectas sobre la creación de sus obras, hay otros cuadernos personales, que incluyen dibujos y acuarelas, donde habla de su intimidad, de su difícil sexualidad, de su desprecio por media humanidad, sobre todo por las mujeres. Y por ella misma. Lesbiana, alcohólica, bastante perversa y sin compasión, parece una odiadora compulsiva que escribe para sublimar un deseo de aniquilar: “Matar es una forma de hacer el amor, una forma de poseer”, escribió en 1950. Para que esta novela tomara cuerpo habría que inventar una trama siguiendo el modelo de Ripley, el gran antihéroe y alter ego de Highsmith. Imaginemos, entonces, a la joven investigadora que se enfrenta a una vieja amante que sabe de la existencia de los diarios y se opone a que salgan a la luz. La investigadora la mata de un golpe en la cabeza cuando la mujer intenta responder a sus evidentes intentos de seducirla. A la investigadora el crimen la llena de poder: desde sentir una especie de orgasmo hasta darle la fuerza para falsificar documental y artísticamente una familiaridad con la asesinada y la novelista muerta que, en poco tiempo, la lleva a la gloria académica y editorial. Nunca nadie sabrá del crimen. Años después, si es necesario, volverá a matar. (El enigma de la escritora queda de todos modos bastante intacto, aunque revelado). Es un ejemplo torpe, pero digno de Ripley.

En la realidad, advierten la editora Anna von Planta y el albacea de Patricia Highsmith, Daniel Keel, la maestra del misterio incluye también comentarios antisemitas y homofóbicos. El centenario de su nacimiento no parece, entonces, un buen momento para difundir intempestivas privadas, pues su nivel de incorrección política hoy es altamente despreciado.

 “Podía ser una mujer monstruosa y violenta”, dice el biógrafo, lo que importa tanto como que fue una niña indeseada, infeliz, que casi siempre se sintió rara y mal consigo misma y con el mundo. Más magnífica aún parece su sublimación, su vida retirada en Suiza, donde emigró escapando del puritanismo de Estados Unidos; y sus cuentos (habría escrito el doble de los que publicó) y novelas tan agudas como diversas.

Es curioso que Highsmith no entregara en vida estos papeles a su albacea y se mantuviera fiel a su vocación por no traicionar la intimidad, nunca mostrarse desnuda ante la prensa o la gente. Pero los dejó ahí, incluso con una nota de eliminar repeticiones si se editaran alguna vez. En todo caso, estos apuntes ya aparecieron ampliamente en la biografía de la autora de Andrew Wilson, Beautiful Shadow, publicada en 2010.


“Desde el punto de vista dramático, los delincuentes son interesantes porque, al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie. Yo soy tan observante de la ley que me echo a temblar ante un aduanero, aunque no lleve contrabando en las maletas. Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo”, abundó en su generoso libro Suspense, donde da consejos para escribir una novela de intriga y cuenta sus procesos creativos.

Highsmith se hizo famosa antes de cumplir 30 años con Extraños en un tren, que Hitchcock hizo película en 1955 con guion de Raymond Chandler. Ese mismo año apareció The talented Mister Ripley, traducida durante años al castellano como A pleno sol, según el título de la versión de cine francesa de René Clement y protagonizada por Alain Delon. Su escritura es veloz, cinematográfica, y quizá por eso siempre funcionan sus películas.

Ripley, expatriado en Europa como ella, es su perfecto alter ego: al contrario de las policiales al uso, no es el detective ni la víctima, sino el asesino. Es un joven hábil, se le dan las matemáticas y las personas lo exasperan, aunque es capaz de adecuarse socialmente. Cuando lo conocemos, se dedica a engañar a viejos con su pago de impuestos. Lo hace con amabilidad y frialdad total. Como precursor del híper capitalismo despiadado, Ripley no tiene más ética que su propia sobrevivencia. De repente destellan pedazos de recuerdos sobre una infancia triste, pero él los borra actuando para su provecho. “Siempre aparece algo”, es la filosofía de Tom. Y cuando ve que no resulta, y que es al final porque no lo quieren, mata. Es un abismo por falta de amor, por falta de empatía, una cuestión bien oscura que Highsmith escribió a la perfección. El momento terrorífico en que no importa nada. Highsmith sabe que se asesina por esa falta de amor, observa el desprecio, la falta.

Ripley, expatriado en Europa como ella, es su perfecto alter ego: al contrario de las policiales al uso, no es el detective ni la víctima, sino el asesino. Es un joven hábil, se le dan las matemáticas y las personas lo exasperan, aunque es capaz de adecuarse socialmente.

“Me imaginé a mí misma —señala en Suspense— dentro de la piel de su personaje y eso hizo que mi prosa cobrara una confianza que en otro caso no hubiese tenido. Se hizo más entretenida. Ningún libro me ha resultado más fácil de escribir y a menudo tenía la sensación de que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina”.  


Después de 15 años, en 1970, Highsmith volvió a su personaje en la novela La máscara de Ripley. Allí lo encontramos viviendo en una especie de castillo cerca de París, casado con una rica heredera y convertido en un tipo elegante y cosmopolita. Millonario, experto en arte, música y pintura, trafica cuadros falsos y volverá a ser un maestro del disfraz para encarnar a un muerto, siempre crispado por la imbecilidad y libertad ajenas. Le seguirán El amigo americano, que parece tanto más oscura al lado del sol mediterráneo y los lujos artísticos de las anteriores (hecha película por Win Wenders, con inolvidable actuación de Bruno Ganz); Tras los pasos de Ripley, en la cual el antihéroe parece reparar su propia infancia para ayudar a un joven atormentadoy Ripley en peligro, la última de la serie y culminación de todas las sospechas y los muertos que vuelve a este psicópata encantador. Resuena en toda esta saga el epígrafe de La máscara de Ripley, una frase de las cartas privadas de Oscar Wilde que hoy se ve más pertinente ante la llegada de los diarios: “Me parece que moriría más fácilmente por las cosas en las que no creo, que por las cosas en las que creo… A veces pienso que la vida del artista es un largo y maravilloso suicidio, y no me sabe mal que sea así”.

A Highsmith nunca le acomodó la primera persona. Al escribir yo, la “invadía la sensación idiota de que la persona que contaba la historia estaba sentada en un escritorio escribiéndola. ¡Fatal!”. Pero lo logra en una de sus novelas más aplaudidas, El diario de Edith, publicada en 1977. Parece ser el reverso de sus ironía y crueldad de Los pequeños cuentos misóginos, de 1974, donde las mujeres son bastante estúpidas e insoportables en sus afanes de libertad, aunque divertidas. Aquí también se pone en la piel de alguien totalmente ajeno a ella, o de un tipo humano que dejó atrás hace años: una esposa de Pennsylvania encerrada con un marido triste y un hijo antisocial. Ella lleva un diario imaginario, un texto feliz donde ni su hijo ni su esposo son como en la realidad. Pero en un punto el marido la deja y ella queda ahí, con el hermano senil y el hijo delincuente, completamente perdida. Una soledad total, sin ninguna libertad, doblegada y viva, un descenso a la locura que estremece.









Las dos caras de enero (fragmento)

"Afortunadamente quedaban camarotes de primera clase. A Rydal no le apetecía ir ni en segunda clase en un barco como aquél. Probablemente había una tercera clase en las entrañas del barco y la cubierta principal a popa estaba ya atestada de pasajeros que viajaban al aire libre las veinticuatro horas que duraba la travesía. La gente comía naranjas, plátanos y bocadillos y tiraba los desperdicios por la borda o en el suelo. Al vislumbrar a esas gentes, mientras subía la pasarela, Rydal se había sentido deprimido. Parecían ganado en un redil, sólo que éstos ya se estaban empujando y disputándose el sitio para pasar la noche, y algunos ya habían tomado posiciones y se habían tumbado sobre la cubierta, negándose a moverse, pues el ser humano tiene la capacidad de prever. "



Suspense (fragmento)

"Si un escritor de suspense escribe sobre asesinos y víctimas, sobre gente sumida en el torbellino de esta terrible serie de hechos, debe conseguir algo más que la simple descripción de la brutalidad y la sangre derramada. Debería estar interesado en la justicia de este mundo, o en la ausencia de la misma, en lo bueno y en lo malo, en la cobardía y el coraje humanos, aunque no entendiéndolos simplemente como fuerzas que mueven una trama en una determinada dirección. En una palabra, su gente ficticia debe parecer real."


La escena del crimen en Patricia Highsmith






Simpatía por los criminales

“Los criminales, los psicópatas y los malhechores son trapos viejos, excepto que uno escriba sobre ellos de un modo nuevo.” Palabras de un personaje de Patricia Highsmith y probablemente un mantra de la autora estadounidense.

I

Patricia Highsmith

“El crimen es una extensión de la ira, una extensión al punto de la locura o de la locura momentánea.” Cuando Howard Ingham* se despierta en su habitación de hotel en Túnez se percata de que alguien ha entrado al dormitorio a oscuras, con la intención de robarle. Supone que es el árabe Abdullah, un viejo malviviente al que ya ha sorprendido sustrayendo de su coche estacionado prendas de vestir y otros objetos a plena luz del día, a raíz de un descuido al no subir totalmente el vidrio del auto. Ingham coge lo primero que encuentra a la mano, a tientas, su máquina de escribir, y la arroja con fuerza contra la sombra. La máquina da en el blanco, la frente del ladrón. En la oscuridad sólo escucha un quejido y un cuerpo que se derrumba. Se apresura a cerrar la puerta y a echar el pasador. Recoge luego la máquina del piso. Tiempo después escucha que varios individuos llegan a recoger al ladrón sorprendido y se lo llevan a rastras, pues está de por medio el prestigio del mejor alojamiento de la ciudad, donde se hospedan turistas europeos, estadounidenses y de otras nacionalidades. Escucha también que alguien se ocupa en lavar los restos de sangre del pasillo. Con esta escena veremos el quiebre, el parteaguas de la vida de un escritor que había llegado a Túnez con la intención de elaborar una historia de amor para un guión, trabajo por el que ha recibido un anticipo de mil dólares de su socio en Nueva York, de donde procede y quien, inexplicablemente, dilata su llegada ese verano.

Para Ingham, que pisa por vez primera un paisaje norafricano, la ciudad y sus habitantes se muestran por momentos parte de un panorama hostil, ajeno a su idiosincrasia, con un clima abrasador y progresivo a medida que transcurren los días y las noches, atormentado por el recuerdo de su ex mujer, Lotte, y la cercanía en la memoria de su amiga Ina, que vive en Nueva York y a quien encargó cuidar de su departamento. Como la llegada de su socio no se concreta, Ingham decide iniciar la escritura de una novela, El temblor de la falsificación, que le sirve de catarsis y de tubo de escape en un ambiente a un tiempo hostil y opresivo.

II

“Simpatizo con los criminales y los encuentro interesantísimos, a menos que sean monótona y estúpidamente brutales.” Como es lógico, y para remontar su soledad, Ingham empieza a hacer amistad primero con un estadounidense que se aloja en un bungalow y luego con un pintor danés, Jensen, homosexual solitario que eventualmente ha tenido contacto con algunos jóvenes árabes, en un país en que es tolerada la homosexualidad. La amistad con uno y otro se ha iniciado en los lugares a donde acuden a comer, a beber o a tomar café para mitigar, así sea momentáneamente, la monotonía y las altas temperaturas de un verano particularmente caluroso. A raíz de este acercamiento, el protagonista encuentra que su connacional graba y transmite programas de radio desde su habitación a una radiodifusora rusa, ocupación por la que recibe un pago simbólico, según le revela, mientras que el pintor ejecuta grandes lienzos con motivos del paisaje y la ciudad en que vive temporalmente con su mascota, un perro callejero al que rescató enfermo y que le sirve de compañía. Con la desaparición de Abdullah su amigo estadounidense empieza a sospechar de Ingham, a quien acosa para obligarlo a que confiese. La maestría de Highsmith hace que, por momentos, el lector se solidarice con el protagonista e inconscientemente le urja a deshacerse del impertinente.



III

“Simpatizo con los criminales y los encuentro interesantísimos, a menos que sean monótona y estúpidamente brutales.”

“Los criminales, los psicópatas y los malhechores son trapos viejos, excepto que uno escriba sobre ellos de un modo nuevo.” Para alejarse de la escena del crimen y evitar la autoinculpación, el escritor decide rentar una habitación que está en la planta baja, en donde se hospeda Jensen, quien vive atormentado por el extravío de su mascota y la imposibilidad de localizarlo, pues acaso ya esté muerto por envenenamiento. Mientras avanza la escritura de su novela Ingham recibe, primero, una mala noticia de Ina: su socio se quitó la vida en el departamento del protagonista, donde ocurrían los encuentros sexuales con ella. La buena la recibe días después: Ina, su supuesta prometida, llegará a Túnez. El escritor se encarga de la reservación y de recogerla en el aeropuerto. Ya en la ciudad, ella conoce al estadounidense, con quien pronto hace amistad, y al danés. Por supuesto, ella se entera por su paisano y nuevo amigo de que Ingham habría matado al árabe ladrón, razón suficiente para acosarlo, acorralarlo y obligarlo a que reconozca el homicidio. Como así ocurre luego de que el lector esperase que Ingham liquidase a su interlocutora.



IV.

Según Patricia Highsmith,** ciertos personajes de la novela de suspense cumplen tres propósitos: mensajero de malas noticias o defraudador e instigador de acciones criminales, papeles que cumple Ina: le ha dicho a su amigo que su socio se suicidó en Nueva York; es defraudadora porque se acostaba con el muerto en el departamento de Ingham, y pretende estimular acciones criminales, no confesadas, contra el estadounidense que le ha revelado sus sospechas sobre la muerte de Abdullah. Así como Howard reconoció con su paisano que hirió al árabe con su pesada máquina de escribir, que llevó a reparación el día del accidente —era de madrugada cuando se dejó llevar por la rabia—, admitió ante ella que así había sido. Con todo y la infidencia el escritor jamás le reveló a ella de la actividad clandestina de su paisano, quien utiliza un seudónimo en los programas de radio y para cobrar los cheques remitidos desde Rusia. Más aún: su nobleza se refuerza al mostrarse solidario con el pintor danés, quien finalmente recupera a su mascota —que huyó de sus secuestradores para volver con su amo una madrugada—, con el que comparte gastos; con Ina, que deshace el compromiso de casarse con Howard, y con el estadounidense, al conservar el secreto de su tarea clandestina de informante ruso.

V

Según Patricia Highsmith, ciertos personajes de la novela de suspense cumplen tres propósitos: mensajero de malas noticias o defraudador e instigador de acciones criminales.

Pese a la fama que le valió la publicación (1950) de su primera novela, Extraños en un tren, que el cineasta Alfred Hitchcock adaptó y llevó a la pantalla, que la catapultó internacionalmente como una excelente narradora, en Suspense nos cuenta que jamás dejó de escuchar los consejos de sus editores europeos y estadounidenses acerca del tratamiento de ciertas escenas, el desarrollo de personajes, tramas y situaciones, de tonos y desenlaces. Esto porque ella estaba consciente de que el punto de vista de un editor está respaldado por la opinión de dictaminadores y lectores contratados, a menudo escritores profesionales, por las propias empresas del libro. El lector la ve recibir y llevarse un manuscrito devuelto para releerlo, reelaborarlo, prescindir de personajes circunstanciales o secundarios, modificar o eliminar un capítulo entero. Y luego pasarlo en limpio con copias al carbón, o refundirlo por una temporada al fondo de un cajón del escritorio, antes de iniciar con arrojo y coraje una historia nueva que ya le hierve en la sangre. O amanecer con la mala noticia de que un suplemento cultural o una revista le rechazaron un relato propuesto tiempo atrás. “La vida de un escritor es libre e ilimitada, y si hay privaciones hay algún consuelo en el hecho de que no somos los únicos en enfrentarlas, y que nunca lo seremos mientras viva la raza humana”.

VI

La autora de La celda de cristal se consuelaal recordar los fracasos de Henry James al incursionar en teatro, sin saber, dice ella, que después de muerto se han adaptado sus obras para la escena (Los inocentes, de William Archibald), el cine (Washington Square y Daisy Miller), los radio-teatros, etcétera. Aunque le queda el orgullo de haber sido reconocida por cineastas franceses, italianos y estadounidenses. De El temblor de la falsificación Graham Green dijo que era su mejor novela y su tema el recelo y la aprensión. Para la posteridad Patricia Highsmith (1921-1995) dejó, en los archivos suizos de Berna, una herencia de ocho mil páginas entre diarios, cartas, recortes y apuntes personales para historias. Sobre una amante, Caroline, casada, escribió: “se derrite en mis brazos como si Vulcano la hubiese fundido expresamente para ello. Puedo pasarme toda la noche con ella”. En su novelística es frecuente encontrar el desdoblamiento de un personaje en otro, como le pasaba a la propia Highsmith, que temía llegar a la esquizofrenia en la edad adulta. ®


Una afición peligrosa (fragmento)

"Al oír unos pasos rápidos en el pavimento, en un momento de calma del rugido del viento, la señora Palmer se incorporó un poco en la cama. Llegaba la señora Blynn. Un ansioso ceño transformó la fina piel de la frente de la señora Palmer, pero ella sonrió cortesmente, con una cortesía anticipada. Cogió el espejo de mango largo que había en la mesita de noche. Su cara grisácea había dejado de impresionarla o avergonzarla. La edad era la edad, la muerte era la muerte y aunque no era guapa, seguía sintiendo el impulso de hacer lo que pudiera por parecer más agradable al mundo. "




La Inmaculada Concepción (fragmento), de Pájaros a punto de volar (fragmento)

"Pero había jurado al aire de la noche, agitando su martillo como Thor en un aire que no ofrecía resistencia, que la atacaría antes de que ella le reconociera y había fallado. Se sintió como un saltador de trampolín que hubiera mirado el agua demasiado tiempo para atreverse a saltar.
La cocina era grande y él no la encontró hasta que la lámpara se encendió de pronto y llenó de luz dorada el lugar.
Entonces lo vio. Observó durante largos segundos la distorsión de la figura de ella, miró fijamente con sus ojos miopes, grandes en sus cuencas oscuras, con sus finos labios separados en una expresión extraña para su tensa cara. La observó hasta que tomó conciencia de sufrir una especie de hipnosis, una sensación de vértigo y agotamiento. Ocultó el martillo tras la pernera del pantalón y se apoyó contra el aparador.
Emma no le miró ni una sola vez. Llenó el hervidor y acercó una cerilla encendida al quemador de gas. Se movía con gracia, etérea, a pesar del volumen de su cuerpo. Unos pocos pelos grises, soltados del peinado castaño jaspeado, captaban la luz de la lámpara como un halo alrededor de su pequeña cabeza. Sus manos, pese a toda su actividad, describían movimientos suaves e inseguros.
Pero incluso en su manera de ponerle la tapa a la tetera, había una expresión de generoso e indiscriminado amor.
El hombre que la observaba empezó a sentir miedo. Le daba miedo el niño, no Emma. El niño le confería una realidad que le desconcertaba y dejaba estupefacto. Empezó a sentir que Emma y el sutil aroma de la casa le provocaban aquella inercia. "

Por Peter Handke



Las guerras mundiales privadas de Patricia Highsmith

 BLOGENSAYOS 

El Premio Nobel se encargó de la autora de Extraños en un tren en un ensayo de 1975 que puede leerse en Lento en la sombra, publicado por Eterna Cadencia Editora. "Patricia Highsmith escribe desde el punto de vista de los afectados para los afectados: reúne tantas particularidades de sus (mi, nuestras) vidas, como si se tratara de conseguirles (nos) una sólida coartada para seguir viviendo".

Las guerras mundiales privadas de Patricia Highsmith

Por Peter Handke



Traducción de Ariel Magnus.

 

La norteamericana Patricia Highsmith, de cincuenta y tres años, vive sola con dos gatos (que tienen su puerta para gatos) en una casa del pueblo de Montcourt, alrededor de ochenta kilómetros al sur de París, donde tras todas las ciudades satélites al fin empieza a extenderse una suerte de campiña: los campos del Departamento Seine-et-Marne, en esta época del año llenos de gordos cuervos negros. “Miss Highsmith”, como se la denomina en las solapas inglesas, es más bien pequeña y se mueve casi siempre un poco inclinada hacia adelante, pero sus pies son grandes (número de calzado 40) y las manos muy fuertes, sobre todo los pulgares, apenas doblados hacia atrás, probablemente a causa de los trabajos en carpintería para los que armó un taller en el primer piso de su casa.

Desde 1950 (Extraños en un tren, filmada por Hitchcock con guión de Raymond Chandler – recibió 68.000 dólares por eso) publicó quince novelas y un volumen de relatos; dos de sus manuscritos permanecieron inéditos; al primero, “una curiosa mezcla de estilos entre Thomas Wolfe y Marcel Proust”, como dice ella, lo descartó la autora misma; el otro, con el título The Traffic of Jacob’s Ladder, de 1952, fue rechazado por su editorial norteamericana y se perdió.

Patricia Highsmith es famosa: Graham Greene escribió un prólogo para su volumen de relatos Eleven, en el que dice que con los “personajes irracionales” de sus libros nos damos cuenta cuán 136 “increíblemente racionales” son los personajes en la mayoría de los otros libros, “chatos como símbolos matemáticos”. En Francia, René Clément hizo de su novela más famosa, El talento de Mr. Ripley, una exitosa película chata, Plein soleil.



En la República Federal de Alemania, al menos desde que la editorial Diógenes edita sus libros en ediciones de tapa dura, en la traducción de Anne Uhde, se la reseña mucho, rápido y a veces con esmero, y los cineastas de aquí, si no tienen dinero para los derechos, llevan a Patricia Highsmith a la pantalla a su especial manera, por ejemplo Werner Schroeter en Argila y Eika Katappa, haciéndoles decir a sus personajes líneas de El grito de la lechuza (“Vi a Hans bajar una escalera / Había adelgazado mucho / En pantalones cortos / Era mi hermano menor, que había fallecido”), o Wim Wenders, que en una de sus películas muestra un cine que justo tiene en su programa El temblor de la falsificación – que, al menos hasta ahora, solo es el título de un libro de Highsmith... De esta forma, no hace falta dárselas de pionero cuando uno dice que leyendo sus libros, por muy descorazonados y faltos de esperanzas que sean, uno tuvo la sensación de estar al amparo de una gran escritora.

“Gran escritora”, esta es una expresión que se dice fácil, pero que es difícil de probar. Pocas de sus frases son tan citables como por ejemplo versos de poemas; la mayoría solo describe lo que alguien hace o ve, de la forma más simple posible, o reproduce diálogos. También las descripciones de sentimientos son como informes de un movimiento simple o de un detenimiento en un espacio exterior abierto. “En ese momento él odió a todos los que tenía detrás”. “De pronto se puso triste”. “Eran celos lo que a David le impedía dormir, lo que lo impulsó desde la cama revuelta hacia la calle, fuera de la oscura y silenciosa pensión”. Con esta última frase empieza Ese dulce mal: al menos los títulos de sus libros –El grito de la lechuza, El temblor de la falsificación, Mar de fondo– podrían ser citas poéticas; a propósito, Ese dulce mal proviene realmente de un poema de... Patricia Highsmith. (“Para encontrar el título tengo que estar en un estado de ánimo poético”, dice ella misma).

A estos títulos-poemas les siguen las oraciones descriptivas más prosaicas, “no bonitas, pero precisas” (Patricia Highsmith), y entonces: bonitas. Al principio de El grito de la lechuza, Robert, el héroe de la novela (un hombre de alrededor de treinta años, como casi todos los héroes de Highsmith) está sentado sobre una poltrona y lee un libro de bolsillo sobre árboles norteamericanos. “La prosa clara y fáctica lo refrescaba”, dice. “Daba vueltas las páginas con gusto”. Podemos estar seguros de que Patricia Highsmith se pronunció ahí sobre sus propios métodos de trabajo, aun cuando en ella el tema sean los saltos de conciencia de las personas, en lugar de las cortezas de los árboles. Una página más tarde, en el mismo libro, una chica piensa en Los demonios de Dostoievsky, que justo está leyendo y que en parte no entiende: “Pero no duda de que, cuando haya terminado el libro, o un par de días más tarde, estará sentada una noche en la bañadera o lavando los platos, y todo se tornará claro e inevitable”.

A primera vista, la prosa fáctica y casi libre de metáforas de Highsmith se diferencia poco de la mayor parte de la literatura novelística norteamericana, en la que simpáticamente los escritores cuentan al final de un día de trabajo las palabras que alcanzaron: está dispuesta de forma artesanal, una oración sigue a la otra. Y sin embargo, en ella este trabajo artesanal no aparece, como en tantos norteamericanos (como Hemingway o James M. Cain) como una actitud estilística muy personal, sino como un medio para dirigir por completo la atención desde las oraciones hacia los actos extraños, a la vez que, precisamente por el lenguaje carente de estilo y que nada explica, del todo naturales de los personajes. En Las dos caras de enero, el joven norteamericano Rydal Keener se encuentra en el pasillo de un hotel con un hombre que arrastra a un muerto tras de sí. Sin pensarlo, toma el cadáver debajo de los hombros y lo lleva a un cuarto de depósito – y así empieza una historia, que es a un tiempo increíble y evidente... (“Sin pensarlo”, eso no figura en Highsmith. ¡Para ella una oración subordinada como esa sería un comentario superfluo!).

En Mar de fondo, Vic van Allen le dice de pronto a un amante de su mujer que ya ha matado a un galán anterior, aunque eso no es cierto. Y de esta oración dicha al pasar se genera el enredo descripto con claridad y que termina resultando funesto. Tiempo después, cuando Vic está con el próximo amante en una piscina, tiene ganas (como muchos de nosotros solo tenemos “ganas de algo”, sin hacer algo verdaderamente) de ahogarlo, “y justo cuando pensaba en eso, Vic nadó hacia él”.

Desde Dostoievsky, ningún escritor ha dispensado al lector promedio una tan amable atención al cliente con informes sobre el tamaño del cuerpo de cada personaje, el color de sus ojos, su profesión, sus pasatiempos, su historia de vida hasta el momento. Por muy enigmáticas que empiecen las novelas, a más tardar tras veinte páginas se aclaran todas las circunstancias externas, como si un lector invisible hubiera preguntado entremedio “¿cómo se ve ese en realidad?” (“Era un hombre delgado, de cabello oscuro, tranquilo, con movimientos lentos”) o “¿qué piensa ese de la vida?” (“Creía que el mundo no tenía sentido [...] y que los logros humanos [...] eran chistes cósmicos, como el hombre mismo”) o “¿viven aún sus padres?” (“Sus padres habían fallecido, primero su madre, al poco tiempo de que naciera él, y luego su padre, cuando Carter tenía cinco, pero entonces se lo llevó consigo a Nueva York su amoroso y afable tío Tom, que no tenía hijos”).



Así nos enteramos en los libros de Highsmith, en oposición a mucha literatura contemporánea, de todos los datos de sus héroes como si se tratara de una narración oral (“old-fashioned”, llama ella misma a su estilo), pero nada entenderemos si medimos las acciones de los personajes según las habituales teorías cotidianas del mundo. (¿Por qué en El juego del escondite no llama Ray a la policía cuando le disparan de pronto en plena calle, sino que se hace llevar en auto al hotel y observa desde su habitación, con un trago en la mano, el panorama de Roma? ¿Por qué en la novela El temblor de la falsificación el escritor no sale a mirar si pasó algo, luego de arrojar de la casa durante la noche su máquina de escribir contra la cabeza de un árabe que acecha afuera, y ni siquiera pregunta por él cuando al otro día el árabe ya no aparece más?).

Las novelas de Highsmith son claramente misteriosas y al mismo tiempo tan simples como los relatos en las canciones correspondencias no solo con las historias, sino también con el ánimo de muchas nuevas canciones norteamericanas son fáciles de corroborar. Por ejemplo “Duncan”, de Paul Simon, dice así: “La pareja de al lado / quiere ganar un premio / lo vienen haciendo ya toda la noche / y yo intento dormir un poco / pero estas paredes de hotel son baratas / me llamo Lincoln Duncan / y aquí está mi canción: / mi padre era un pescador / mi madre era la amiga del pescador / y yo nací en el aburrimiento / y en el cocido de pescado”.

Con esta canción, cuyas frases podrían encontrarse de manera parecida en Highsmith, también se describen al mismo tiempo sus héroes, flacos de esperanzas y sin embargo llenos de vida, desde el pintor suicida Theodore en Un juego para los vivos hasta Jonathan, el corredor de marcos para cuadros, enfermo de leucemia, en su último libro Ripley’s Game. A otro de los tipos de sus personajes los describe con exactitud la canción de los estados del sur “Birmingham”, de Randy Newman: “Tengo una mujer, tengo una familia / gano mi dinero con mis manos / soy un laminador en una fábrica de acero / en la ciudad de Birmingham / Mi papi era peluquero / [...] Mi mujer se llama Mary / pero la llaman Marie / Vivimos en una casa de tres habitaciones / con un aguaribay”. Y de pronto: “Tengo un gran perro negro / y se llama Dan / vive en un patio trasero de Birmingham / y es el perro más malo de Alabam’/ ¡Atrápalos, Dan!”.

Estos dos tipos de actores aparecen en los libros de Highsmith, ya sea como pareja que se pelea y sin embargo no puede separarse (la mayoría de las veces por una mujer), o, con mayor frecuencia, se encuentran reunidos en una y la misma persona: amantes de la paz, abiertos al mundo, y de pronto mudamente violentos, en una guerra mundial personal contra todos. “Guerra mundial”: desde el principio, la autora toma sus acciones con la seriedad que solo cobran los actos de Estado para los historiadores, de modo que efectivamente se presentan como “guerras mundiales privadas” (una expresión de Kafka en una carta a Ottla), y no solo por la frecuente mención de la fecha y del paso del tiempo –“El 2 de mayo recibió Robert una carta”; “Hazel y se habían ido de viaje por tres semanas y dos días”; “Su avión debía aterrizar a las 19:10 [...] A las 19:30 sus pensamientos habían cambiado radicalmente”–, todo lo cual uno lee en Highsmith como en los libros de historia, pensando: ¡Ah, ahí la guerra todavía no ha empezado...!


La violencia que “al fin” llega en las novelas de Patricia Highsmith casi nunca se practica con premeditación. Donde está planificada, o es inevitable, sobre todo en los primeros dos libros de Ripley, da la impresión, en tanto puesta-en-práctica de algo ya premeditado, de ser extrañamente irreal, como de marioneta. (Por eso estos son sus libros más flojos). De lo contrario, la violencia ocurre por lo general simplemente así, como se alinean las oraciones; ocurre en la mayoría de los casos sin armas, solo con los puños, y el que le pega al otro nunca quiere matarlo con el primer golpe, ni siquiera suele saber, al finalizar la pelea, si el otro está muerto. La violencia tal vez ni estaba dirigida contra nadie en especial, sino que solo era la exteriorización de una frustración largamente descripta.

Esta frustración de los héroes acerca de un ambiente homicida, en donde no se pueden concretar las pasiones más sensatas, ha durado tanto tiempo, que al final la violencia queda como la última pasión sensata. Se la practica entonces menos con furia que por un asco elemental. Puesto que ninguna historia previa de este asco, por muy pequeña que sea, ha sido dejada de lado, uno lee las novelas realmente como guerras mundiales privadas, desde el punto de vista de los afectados.

Patricia Highsmith escribe desde el punto de vista de los afectados para los afectados: reúne tantas particularidades de sus (mi, nuestras) vidas, como si se tratara de conseguirles (nos) una sólida coartada para seguir viviendo. Muchos de sus héroes, aun cuando hayan asesinado a alguien, salen ilesos: “No vamos a dejar de observarlo, Carter”, dice el policía en La celda de cristal; pero la oración siguiente ya es la oración final: “‘Oh, lo sé –dijo Carter–. Lo sé’”. Así es como podrían verse en su prosa modelos de coartadas para la violencia involuntaria, aunque sensorialmente creíble, en contraposición con todas las teorías de la violencia, y e coartada” describe al mismo tiempo el método formal de sus libros: “Me fui del Bar Rainbow directamente a casa. Me duché y dormité un poco. Alrededor de las siete salí a comer algo. Luego miré una película”.

“Al amparo de una gran escritora”, se dijo al principio, y creo que sigo sin haberlo explicado. A cambio, puedo describir esta sensación de amparo que a menudo he sentido hacia el final de sus libros, aun cuando la catástrofe fuera inminente: era, después de pasarse tanto tiempo con tantas oraciones fácticas del propio ambiente, la certeza de que alguien, escribiendo, presta atención a cómo vive. Y con liberadora naturalidad puede Highsmith abandonar al final la severidad de las descripciones: no queridas, sino como exhaladas por el ser, a menudo en un párrafo para sí, figuran entonces las oraciones poéticas hasta ese momento tan rehuidas, con un tranquilo, orgulloso pathos. “Se rió en la furiosa, enojada cara de el-mundo-debe-mantenerme de Wilson, que era un reflejo del pequeño, turbio cerebro detrás, y Vic la maldijo a ella y a todo lo que ella representaba. En silencio, y con una sonrisa, y con eso que quedaba de él, la maldijo”. Así termina, por ejemplo, Mar de fondo... Y antes de que en Dulce mal David Kelsey se deje caer desde un edificio, tiene lugar el casi intraducible párrafo: “Nothing was true but the fatigue of life and the eternal disappointment”.



De aquellos que escribiendo, haciendo películas, etc. tratan sobre la violencia se dice a menudo que, personalmente, son “mansos”, “bondadosos”, “no podrían matar ni a una mosca”... Patricia Highsmith “personalmente”, como si le hubiesen preguntado sobre ello demasiadas veces pero sin embargo nunca con seriedad, se apresura, sin que le pregunten, a aclarar que jamás le deseó la muerte a nadie.

Que en sus libros casi siempre muera alguien es, según ella, “una costumbre” que tiene... Ella nació en Texas. Su madre dejó a su padre poco después del parto y se mudó con otro hombre, que dibujaba publicidades para lavaderos, empresas transportistas, etc., en las guías telefónicas de ramos comerciales. Patricia Highsmith odiaba a este padrastro. Por un tiempo vivió con su abuela en Texas; luego se fue a lo de su madre en Nueva York. Como tenía acento de los estados del sur, allí hablaba casi exclusivamente con chicos negros. En la high school fue la única chica que participó de un curso de carpintería. Con el primer dinero que ganó (textos para cómics) se mudó de inmediato a un departamento propio. De su madre –aun cuando todos sus libros tratan sobre la naturalidad de lo ilógico– habla un poco incómoda como de una persona “ilógica”. Cuando se da cuenta ella misma de que la situación familiar de su niñez (dos hombres, una mujer “ilógica”) corresponde a la constelación básica de muchas de sus novelas, dice: “En fin, estas historias con los padres son tan aburridas y no se terminan nunca”. Una vez vivió con un hombre, durante un mes. Tampoco a los amigos puede soportarlos más que un par de días; luego vuelve a necesitar la soledad, el quehacer en el jardín, “for day-dreaming”: sin tiempo para soñar despierta está incapacitada para relacionarse en serio con alguien...

También los héroes de sus novelas hablan a menudo de “soñar despierto”: “Tom trabajaba ocasionalmente en el jardín [...] Era una actividad física, durante la que podía soñar despierto” (Ripley Under Ground). “Se fue enseguida a la cama, porque quería yacer en la oscuridad y pensar” (Cuando la flota yacía en el puerto). Y no bien a los héroes se les impiden estas ensoñaciones diurnas de importancia vital, empiezan a resistirse contra la destrucción de sus fantasías. (Y luego nos enteramos de que Patricia Highsmith sí que le deseó la muerte a alguien al menos una vez). Una imagen de ella: en una tarde sombría (en casi todos sus libros figura en algún lugar la frase: “Rápidamente se hizo de noche”), demasiado tiempo demorada, empieza, inclinada en la habitación grande y muy fría de Montcourt, a mover las manos arriba y abajo por su espalda, solo se endereza cuando de tanto en tanto tiene que estornudar, y en una ocasión toma del pescuezo al gato que lloriquea y, como sofocada por la presencia foránea, casi realmente lo aprieta, pero luego coloca al animal con cuidado en otra parte.

 



Las mujeres de Simenon [artículo] Patricia Highsmith.



Carol(fragmento)
"Sabía que Carol no diría nada más. Sabía que hasta entonces Carol la había estado empujando hacia él. Y en aquel momento pareció que todo había cambiado, cuando Carol se volvió y se acercó a ella, y su corazón dio un paso de gigante.
Siguieron hacia el oeste, por Sleepy Eye, Tracy y Pipestone, a veces optando caprichosamente por una autopista indirecta. El Oeste se desplegaba como una alfombra mágica, con los ordenados y apretados grupos de granjas, graneros y silos que divisaban desde media hora antes de llegar junto a ellos. Una vez se detuvieron en una granja para preguntar si podían comprar gasolina suficiente para llegar a la gasolinera siguiente. La casa olía a queso fresco recién hecho. Sus pasos resonaban huecos y solitarios sobre las sólidas maderas del suelo, y Therese sintió una ferviente oleada de patriotismo. Estados Unidos. Había un cuadro de un gallo en la pared, hecho con coloridos retales de tela cosidos sobre un fondo negro, tan bonito que hubiera podido estar en un museo. El granjero las avisó de que había hielo en la carretera que llevaba directamente hacia el oeste, así que cogieron una que se desviaba hacia el sur.
Aquella noche descubrieron un circo de una sola carpa en una ciudad llamada Sioux Falls, junto a una vía de ferrocarril. Los que actuaban no eran muy expertos. Los asientos que ellas ocupaban eran un par de tablones anaranjados en primera fila. Uno de los acróbatas las invitó a la tienda después del espectáculo, e insistió en darle a Carol una docena de carteles del circo, porque a ella le habían gustado mucho. Carol le envió algunos a Abby y otros a Rindy, y a Rindy le envió también un camaleón verde en una caja de cartón. Fue una velada que Therese nunca olvidaría, y, a diferencia de la mayoría, esta se reveló inolvidable incluso mientras la estaba viviendo. Era el paquete de palomitas que compartían, el circo, y el beso que Carol le devolvió en algún rincón de la tienda de la compañía circense. Era aquel particular encantamiento que irradiaba Carol, aunque Carol asumía que lo pasaban bien juntas con tal naturalidad que lo hacía extensible a todo lo que las rodeaba, y todo salía a la perfección, sin decepciones ni obstáculos, tal como lo deseaban. "


  • Por AlohaCriticón

a pleno sol cartel poster pelicula movie
EXTRAÑOS EN UN TREN (1951) de Alfred Hitchcock.



Obra maestra absoluta de Alfred Hichcock, narrando con intensidad la historia de intercambio de crímenes entre un famoso tenista y un adinerado psicópata que intenta matar a su padre.
Robert Walker, Farley GrangerRuth Roman y Patricia Hitchcock protagonizan la película.

A PLENO SOL (1960) de Rene Clement.



Alain Delon protagoniza esta gran película, una historia criminal basada en el personaje creado por Patricia Highsmith, Tom Ripley, y la novela “El talento de Mr. Ripley”, que Anthony Minghella llevaría al cine treinta años después con Matt Damon en el papel que aquí encarna el sex symbol francés.


Junto a Delon, encontramos a Marie Laforet y Maurice Ronet.




el-amigo-americano-cartel-peliculaLE MEURTIER
(1963) de Claude Auntant-Lara.



Adaptación de la novela “El Cuchillo” con Marina Vlady y Robert Hossein.


NO BESES A UN EXTRAÑO (1969) de Robert Sparr.



Una nueva adaptación de “Extraños en un tren”, ahora con Carol Lynley proponiendo el facineroso asunto a Paul Burke.
A años luz de la película de Alfred Hitchcock. Con Martha Hyer, Peter Lind Hayes y Phillip Carey.



EL AMIGO AMERICANO (1977) de Wim Wenders.



Uno de los mejores títulos filmados por el alemán Wim Wenders que presenta a Dennis Hopper en el papel de Tom Ripley.
Con colaboraciones de los míticos directores Nicholas Ray y Sam Fuller, además de intérpretes como Bruno Ganz, Gerard Blain y Peter Lilienthal.




el-talento-de-mr-ripley-cartelEL GRITO DE LA LECHUZA
(1987) de Claude Chabrol.



Christophe Malavoy, Mathilda May y Jacques Penot son los protagonistas de este thriller protagonizado por un hombre que abandona Nueva York para vivir en un lugar tranquilo de Pennsylvania en donde se obsesiona con una joven y se convierte en el principal sospechoso del asesinato de su novio.



EL TALENTO DE MR. RIPLEY (1999) de Anthony Minghella.



Matt Damon, Gwyneth Paltrow y Jude Law conforman el atractivo trío protagonista de esta aceptable revisitación de la novela del mismo nombre de Patricia Highsmith, que ya había sido llevada con anterioridad al cine con el protagonismo de Alain Delon.


EL JUEGO DE RIPLEY (2002)
de Liliana Cavani.



John Malkovich protagoniza este thriller ambientado en Italia. Allí, Tom Ripley, se verá envuelto en un peligroso juego mortal.



MR. RIPLEY’S RETURN (2004) de Roger Spottiswoode.



Barry Pepper fue Tom Ripley en esta nueva entrega de las peripecias del personaje creado por la escritora estadounidense.
El film está basado en la novela “La máscara de Ripley”.




carol-cartel-peliculaEL GRITO DE LA LECHUZA
(2009) de Jamie Thraves.


Versión de “El Grito De La Lechuza” con Julia Stiles y Paddy Considine como protagonistas.

LAS DOS CARAS DE ENERO (2014) de Hossein Amini.


Viggo MortensenKirsten Dunst y Oscar Isaac protagonizaron este thriller con un matrimonio estadounidense en Grecia involucrado en un homicidio.

CAROL (2015) de Todd Haynes.



Cate Blanchett y Rooney Mara vivían una relación lésbica en esta película basada en la novela homónima de Patricia Highsmith.


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