Mostrando entradas con la etiqueta COURGETTE. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta COURGETTE. Mostrar todas las entradas

miércoles, 26 de octubre de 2022

FRANCIA Y LOS FRANCÓFONOS. ( + MARGUERITE YOURCENAR Y + MARGUERITE DURAS) Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa del siglo XX y XXI(4)

 Mundo Monmany







Su campo de estudio es europeo, una Europa que se desborda hacia Asia, América y África, y donde, como escribió un día la brasileña Nélida Piñón, la vida «nunca fue tranquila ni suave». La zona más atendida se localiza en Centroeuropa, el Este, el Oriente, ese territorio de imperios caídos (el austrohúngaro, el Reich hitleriano, el soviético) y nacionalidades movedizas: lo que ayer era húngaro será rumano; lo alemán, polaco; lo polaco, ruso; lo italiano, yugoslavo o croata. La inestabilidad geopolítica europea habría fomentado en sus escritores una sensación de imposible arraigo, de indefensión, «de extranjería permanente y apátrida». El exilio se convierte en forma de vida, en carácter, y, en la visión de Mercedes Monmany, el escritor aparece como extensión del temperamento de sus personajes, y los personajes son atributos de su creador. No hay disyunción entre el autor y la obra.

Este amplísimo viaje literario cubre un espacio inmenso y a la vez muy limitado, entre el cosmopolitismo y el provincianismo radical. Dos ciudades podrían servirnos de síntoma: la ciudad de Czes?aw Mi?osz, la polaca Vilnius, es decir, Vilna, capital de Lituania, donde se habla polaco, ruso, lituano y yiddish; y Klagenfurt, en el sur de Austria, cuna de Robert Musil e Ingeborg Bachmann, que la encontró pueblerina a pesar de su Babel internacional de italianos, eslovenos y austríacos germanófonos. Las ciudades pueden ser personajes literarios, como descubrieron Franz Hessel, Walter Benjamin, W. G. Sebald, Olivier Rodin, Orhan Pamuk o Claudio Magris, y destaca Mercedes Monmany: ciudades como «madres amorosas y posesivas» o como atolladeros insalvables. Una novela es, a ojos del israelí David Grossman, un viaje interior, de iniciación: los libros, según Cees Nooteboom, van del punto de partida a un punto final que sugiere un nuevo punto de partida. Por las fronteras de Europa lleva un subtítulo, Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, y funciona también como una antología de citas que invitan al lector a nuevas lecturas imprevistas.

Novelas, cuentos, ensayos, obras de ficción y de historia, diarios y biografías, reportajes periodísticos y libros de viajes, merecen la atención de Mercedes Monmany, que tantea los límites entre ficción y no ficción, fluctuantes como las fronteras de los territorios literarios elegidos para su estudio. Movimientos, generaciones, analogías y afinidades se entrelazan más allá de las fechas, del uso de un mismo idioma, de la pertenencia a determinadas tradiciones o leyes religiosas. El fondo común de toda esta literatura es la crisis del pensamiento europeo y, por consiguiente, de la novela, asumida como epítome de la producción literaria. Europa sería una realidad y una idea en mutación, en fuga, rota entre dos guerras mundiales y locales a la vez, y marcada indeleblemente por la herida del Holocausto. Tal estado de cosas habría decidido los rasgos característicos de una literatura de nómadas y exiliados perpetuos, de individuos que incluso se sienten expatriados sin llegar a salir nunca de su cuarto.


Mercedes Monmany asume la consigna que Baudelaire imparte en el primer capítulo del Salón de 1846: «La crítica debe ser parcial, apasionada y política». Aquí la descripción de las obras equivale a su valoración. Excelentes serán, por ejemplo, los escritores que aciertan a «traducir, en un ambiente entre fantasmagórico y mortecino, el gris siniestro y vulgar de una dictadura», los heroicos testigos «impotentes y horrorizados» de épocas «de opresión, miedo y muerte». El objetivo de Anton Chéjov de «luchar contra la falsedad y el autoritarismo», formulado a finales del siglo XIX, se superpone a finales del XX con la definición de Milan Kundera: la novela sería antiautoritaria por naturaleza. Mercedes Monmany lo argumenta: la novela «se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas; es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario».

Se le asigna así una función a la literatura: «Sacar esqueletos de los armarios […] desnudar los cómplices silencios y mentiras de la ciudad». Deslenguada, deberá «satirizar […] absurdos ritos sociales fosilizados». Polémica, dará pie a «incómodos debates». Revelará «secretos e imposturas». Las novelas policíacas de John Banville, firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, se leerán como «crítica social, retrato de una época, indagación moral y psicológica de personajes que viven atrapados tras la imagen exterior que han creado para ofrecer una pátina de prestigio y respetabilidad». El escritor destruirá «fetiches ideológicos» y «clichés nostálgicos y sentimentales», empezando por los suyos propios. Para Mercedes Monmany, la literatura tiene un «valor depurador», siempre a contracorriente del flujo de la lengua oficial, de Estado, mayoritaria, de la que hablaban en su ensayo sobre Kafka, hace mucho, Gilles Deleuze y Fálix Guattari, recordados aquí por Magris. Las convicciones éticas se convierten en ley estética, lingüística. La primera responsabilidad del escritor sería, como dice Mercedes Monmany antes de citar a Amos Oz, evitar «la confusión o evasión deliberada del lenguaje diario empleado por todos»: raíz de todo mal es no llamar a las cosas por su nombre.

A primera vista más interpretativo que judicial, el método de Mercedes Monmany para acercarse a la obra literaria es indirectamente normativo y se atiene en lo fundamental a la clásica afirmación de I. A. Richards, en 1926: el crítico es «juez de valores». Los valores que exaltan las reseñas de Por las fronteras de Europa reciben su peso moral de su entidad estética, del atrevimiento verbal de autores que, como proponía Antonia S. Byatt, registran la ocasión en la que «el manto de lo impensable se retira […] lo bastante para poder entreverlo». Svevo y Joyce, «dos meteoritos de la incertidumbre y el malestar europeos», señalan el principio de la renovación de la prosa en el siglo XX. Pero la vitalidad de estas literaturas impertinentes parece un síntoma de agotamiento histórico: los autores extraen sus fuerzas de un momento de extenuación siempre cumplido, dilatado, renovado, superado otra vez para anunciarse de nuevo.

En Por las fronteras de Europa se utiliza un campo de adjetivos que se refieren menos a la obra que a la impresión que causa en la lectora, Mercedes Monmany, y que se le augura al futuro público lector. De la observación de la obra se deducen los efectos que causará en quien la lea. La adjetivación remite a los sentidos: el tacto, la vista, el gusto. Una novela es punzante, agridulce, perspicaz, deliciosa. Los cuentos, por ejemplo, del boloñés Silvio D’Arzo son de una «mordiente dulzura», de una «rotunda claridad». Zadie Smith es espectacular, brillante, afilada, corrosiva. Cabría hablar de una estética del Shock and Awe, si tenemos en cuenta que el guionista y actor cinematográfico danés Knud Romer «nos habla de forma espeluznante de la estela de horror y violencia, de animalidad vergonzosa y primaria, que dejan las guerras mucho después de haber acabado». La conmoción es compatible con la contención y con el desbordamiento: las desmesuras del ruso Viktor Pelevin y «su fértil y febril fantasía satírica» no desmienten las aproximaciones de John Berger al reino de lo innombrado, ni los mundos insinuados de Kazuo Ishiguro. Erri de Luca escribe una literatura medida, espiritual y despojada, pero su «afilada y estremecedora belleza […] se hace casi insoportable, espeluznante».


El humor, «ese fetiche tan útil para respirar y seguir viviendo», sería un antídoto contra «la seriedad monstruosa del poder». En manos del finlandés Arto Paasilinna se vuelve «corrosivo, absurdo y antisistema». La alemana Birgit Vanderbeke lo emplea para dinamitar y demoler. Los soviéticos Ilf & Petrov lo usaron en los años veinte del siglo pasado como «desternillante artillería de sarcasmos masacrantes». El francés Boris Vian, «imaginación en estado puro», lo vuelve feroz «en despiadadas sátiras sociales y de costumbres». Si es «disparatado, excéntrico y portador de un germen mordaz, salvaje y cáustico», el humor será «sumamente irlandés». El del inglés Evelyn Waugh también es cáustico, con «zarpazos de ironía fulminante y arrasadora». El alemán judío Edgar Hilsenrath, «insolente, deslenguado y de dudoso gusto», someterá el tema más trágico –el Holocausto– al humor judío, «vitriólico», adjetivo aplicado también al israelí, mucho más joven, Etgar Keret (1967), otro maestro de «la trituradora del humor». Materia incandescente, el humor carcome esos «estados de perversión de valores a gran escala que son las dictaduras», como dice Mercedes Monmany a propósito del rumano Norman Manea.

Pero, hablando del ensayista Pietro Citati, a quien dedica un capítulo encabezado por la rotunda afirmación de que «el escritor es la literatura», Mercedes Monmany expone su idea de crítica. Se trataría de un procedimiento «sumamente atractivo para el lector», basado en la «construcción de tramas alrededor de tramas ajenas», la narración de lo ya narrado por otros. El intérprete o médium literario conciliaría la indagación psicológica (respecto a autores y personajes: el autor se transforma en personaje) y la interpretación textual, «privilegiando tras la máscara de los sucesos […] el efecto simbólico». Mercedes Monmany cumple sus objetivos: es atenta con sus lectores y con sus escritores.

Diré también lo que no encuentro en Por las fronteras de Europa. Siendo un volumen de reseñas de cientos de obras en más de veinte lenguas traducidas al español, ¿dónde están los traductores? Sólo nombra a dos traductoras al español, Isabel Hernández y Carmen Romero, y a la traductora de Miklós Bánffy al inglés, su nieta Katalin Bánffy-Jelen, así como celebra a dos italianos, Guido Ceronetti, traductor del hebreo y el latín, y Nadia Fusini, traductora del inglés. La ausencia se siente más si pensamos que la propia Mercedes Monmany ha traducido alguna vez y con fortuna.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).


FRANCIA Y FRANCÓFONOS: 

AMPLIANDO EL CAMPO DE LA LENGUA





Robert Antelme


La especie humana (fragmento)

"En Gandersheim no había cámara de gas, ni crematorio. El horror ahí es oscuridad, falta absoluta de referencias, soledad, opresión incesante, lento aniquilamiento. El resorte de nuestra lucha no habrá sido más que la reivindicación enloquecida, y casi siempre solitaria por sí misma, de seguir siendo, hasta el final, hombres.
(…)
El rostro de Jacques ya no es el mismo que conocimos cuando llegamos aquí. Está chupado y surcado por dos anchas arrugas y dividido por una nariz puntiaguda como la de los muertos. Nadie sabe allá, en su hogar, la rareza que podría encubrir este rostro. Allá miran siempre la misma fotografía, fotografía que ya no es de nadie. Nos transformamos. La cara y el cuerpo van a la deriva, los lindos y los feos se confunden.
(…)
Hace dos años, durante los primeros días que siguieron a nuestro retorno, fuimos todos presas de un verdadero delirio. Queríamos hablar. Ser escuchados al fin... traíamos con nosotros nuestra memoria, nuestra experiencia viva aún, y sentíamos el deseo frenético de decirla tal cual era. Y sin embargo ya desde los primeros días nos parecía imposible colmar la distancia que íbamos descubriendo entre el lenguaje del que disponíamos y esa experiencia que seguíamos viviendo casi todos en nuestros cuerpos. ... Era imposible. Apenas comenzábamos a relatar nos sofocábamos. A nosotros mismos lo que teníamos para decir empezaba a parecernos inimaginable... Estábamos efectivamente frente a una de esas realidades de las que se dice que sobrepasan la imaginación. Quedaba claro entonces que sólo por elección, es decir, una vez más gracias a la imaginación podríamos intentar decir algo. "


: Más allá de los vivos y los muertos . . . . . . . . . . . . . . 873




Hélène Berr

El diario de Helene Berr
Helene Berr

A continuación se presentan dos breves entradas:

“Aquí tomamos el té en la mesita, escuchando la sonata de “Kreutzer”... Se sentó al piano sin que se lo pidieran y tocó algo de Chopin. Después, toqué el violín”.

Esta entrada, del 11 de agosto de 1942, se relaciona con una reunión vespertina en el entonces temprano romance que se desarrollaba con Jean M., quien más tarde se convertiría en la prometida de Helene. El creciente vínculo de estos dos jóvenes se menciona de manera conmovedora a medida que avanza el diario, pero su relación personal parece condenada al fracaso a medida que se desarrolla la narrativa más amplia de las deportaciones nazis de los judíos franceses.


E.M. Cioran


Cuaderno de Talamanca (fragmento)

"Durante toda la tarde he estado pensando en Keats en Roma. Por mucho que cambie de paisaje, no puedo cambiar de destino. Y, mala señal para mí, todavía no he conseguido resignarme al mío a pesar de todos mis esfuerzos en ese sentido, y de todas mis teorías al respecto. Me desasosiega y me exaspera, me arranca continuas lamentaciones, como si fuera posible tener otro o modificar sus circunstancias. Sufrir tranquilamente es un secreto que aspiro en vano a poseer y sin el cual los temperamentos como el mío están condenados al Infierno.
Cuando un filósofo habla del lenguaje, no lo leo: cuando es un escritor, tiro su libro. En Francia, puede decirse que todo hombre que escribe está fascinado y paralizado por este problema. No es lo que pensáis sobre el lenguaje lo que me interesa, sino el uso que hacéis de él, vuestro lenguaje propio —el instrumento y no la reflexión sobre el instrumento.
No hay angustia sin razón, quiero decir que la crisis que estáis atravesando ahora, de la que no veis los motivos, es la consecuencia de estados muy determinados que hubieran justificado la angustia en aquel momento, pero que, extrañamente, no la provocaron; más tarde se provoca a sí misma y os desconcierta porque no llegáis a comprender su origen.
(Todo esto es verdad y no es verdad.)
No he conocido nunca ningún goce que no haya tenido que expiar de una manera u otra.
(He expiado todo goce, he pagado por todo placer. Estoy en paz con la Suerte, he ajustado todas mis cuentas con Dios.)
Por mucho que cambie de lugar —por mucho que cambiara el mundo—, me vuelvo a encontrar siempre conmigo mismo, con el mismo yo.
Escuchar el viento dispensa de la poesía, es poesía.
Si se quiere comprender todo, hay que comprender también al verdugo. E incluso perdonarle. La indignación —no cabe duda— es un estado no-filosófico.
Es en los paisajes demasiado hermosos en los que uno siente con más fuerza toda su podredumbre y lamenta el cadáver que arrastra consigo.
11 de agosto. Insomnio implacable. He salido a las 3 a pasear. Este clima decididamente no es para mí; los baños de mar me enervan. Esta isla, que he amado tanto, no es mi «tipo».
Esta noche, para consolarme por no poder dormir, me he dicho que si el sueño me hubiera sido concedido como a los demás, no podría estar contemplando estos árboles contra el cielo con las olas al fondo, ni percibir de una manera tan aguda el sentimiento de mi disparidad con los demás seres, de mi soledad total en medio de ellos.
He pensado también que mi drama provenía de mi aspiración a vivir como todo el mundo y de mi incapacidad, de mi imposibilidad más bien de conseguirlo. Cuando se tienen los nervios, el estómago, el hígado jodidos, y fácilmente podría alargar la lista, uno no sale de su agujero donde se encuentra a salvo del sol, del viento, del mar, cosas todas funestas si quiero gozar de ellas. Y eso es desgraciadamente lo que he intentado hacer, con mi incorregible empecinamiento.
Mi primer pensamiento al saltar de la cama en mitad de la noche fue ir a arrojarme al mar desde lo alto del acantilado. —Pero la noche era perfecta y sin tacha; sencillamente la noche me ha colmado.
Ibiza me da tan poco resultado como Valdemosa a Chopin. "

: Francia, una historia de amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 879

Philippe Claudel

Aromas (fragmento)

"A veces, la juventud puede no ser más que cuestión de ruido y humo, no necesariamente de furia. A principios de los años setenta, lo importante es hacer petardear la moto y que te oigan. Ciclomotores grises o azules con el carburador trucado y los silenciadores desmontados; personalizados como Dios te da a entender, por ejemplo acercando los dos extremos del manillar hasta que casi se puedan coger con una sola mano, lo que convierte en peligroso cada viraje. Sillín de dos plazas, una cola de zorro sobre el guardabarros posterior, retrovisor adornado con montura trenzada. Caballete corto para inclinar el cacharro al estilo Harley. La gama alta reduce a lo esencial los cuerpos de las Gitane Testi, Flandria o Malaguti, bólidos en miniatura que, sin embargo, no superan los 50 cm3 de cilindrada y consumen una mezcla para motor de dos tiempos, mitad gasolina, mitad aceite, doble naturaleza generosa cuya combustión despide olores de fritanga. Están de moda los bailes, más bien bailuchos, locales desmontables de forma rectangular que recorren las pequeñas ciudades y los pueblos. Todos los sábados por la noche conjuntos de músicos con lentejuelas y patillas tocan allí los clásicos de los semidioses franceses del rack and roll, pero también las melosas canciones ligeras de Drupi o Mike Brant, que abren los corazones de las chicas, y también sus brazos. Vado via. Laisse—moi t'aimer. Qui saura? A nosotros, que seguimos en la edad de los dientes de leche, todo eso nos queda muy lejos. El baile se monta ante nuestros ojos y al instante la ronda de las motos trucadas extiende alrededor su estrepitosa nube de circuito mecánico. Los chicos de veinte años llevan melena corta a lo Rubettes o, en el mejor de los casos, al estilo de Bowie en la época de Ziggy Stardust o del Keith Richards de Exile on Main Street. Cazadoras de escay ajustadas, jerséis Shetland ajustados que no llegan al ombligo, pantalones de campana con cinturones de enormes hebillas y zapatos burdeos de punta redonda y tacón alto. Zapatos Moliere, los llaman. Las chicas se montan en los ciclomotores luciendo pantalón marca Karting o minifalda, y se les ven los muslos. Llevan botas, blusas de satén de anchas solapas, los ojos pintados de verde y las pestañas cargadas de rímel. Fuman Fine 120 o Royale Menthol extralargos, y sus novios, Gauloises. Al día siguiente, los periódicos informan de que bandas rivales se han enfrentado delante del baile, o incluso dentro, blandiendo navajas automáticas, hachas o cadenas de bicicleta. Recorremos la zona buscando rastros de sangre en el suelo, pero sólo queda el olor a cerveza que ha perdido el gas, orina y vómito. Las tardes de verano son testigo del paso incesante por la carretera de Sommerviller, frente a nuestra casa, de los pequeños y ruidosos vehículos a motor envueltos en nerviosas humaredas, a raíz de estúpidos desafíos que lanzan a más de uno contra el tronco de un plátano impasible o bajo las ruedas de un camión. En las calientes emanaciones de los febriles motores, creo percibir los olores de la vida adulta, como quien intuye en el temblor del alba lo que el día será. Estoy impaciente por montar a horcajadas en uno de esos chismes, aspirar su hedor a garaje y sentir el viento en el pelo. Dombasle aún mantiene esa tradición de bajas cilindradas aullantes, que expulsan su humo azul de aceite quemado en las curvas, tomadas a todo gas, con la rodilla rozando el suelo, a lo Grand Prix. Los scooters conducidos por los hijos han sustituido a los velomotores de los padres, que de su época de gloria y broncas sólo conservan las cicatrices de los navajazos, unos ojos rasgados tatuados bajo el pómulo, tres dientes de menos, una pulsera de plata y unas botas indescriptibles. Su vientre, antaño descubierto y plano, se abomba bajo la chaqueta del chándal. Pasan el cortacésped por el estrecho rectángulo de hierba en la parte trasera de su chalet. A veces se arrodillan para regular el motor, que pierde y consume demasiado; luego, encienden la barbacoa con el grupo de soldadura y asan unas salchichas descongeladas mientras beben un par de cervezas compradas en el súper. Su rolliza mujer se sienta a su lado en el banco. A menudo, lleva el mismo chándal que ellos. En otra época, se parecía a Joelle, la atractiva cantante del grupo Il était une fois, fallecida a los veintisiete años. Los bailes desaparecieron hace mucho, pero ellos siguen escuchando a Johnny Hallyday. A veces, los domingos, entre los puestos de un mercadillo de pueblo, al que van por pasar el rato, encuentran una Gitane Testi en venta tumbada en la acera, flanqueada por dos cajas de viejos discos de vinilo y unas parkas militares. Se paran y la miran. Ahora les parece pequeña. La recordaban mucho más grande. Como la vida. "



: Retaguardia de la Gran Guerra . . . . . . . . . . . . . . . . 881


J.M.G Le Clézio

Revoluciones (fragmento)

"Jean no esperaba piedra más simple y más bella para Jean Eudes y Marie Anne. Esa gran losa negra sobre la tierra, iluminada por la luz del sol, con el viento demar que estremecía el follaje de los árboles alrededor. Como si no hubiera nadie antes de ellos, nadie después de ellos. Era una impresión misteriosa y simple a la vez. Aquí, bajo esta losa y en ningún otro lugar, sobrevivía el sueño Rozilis.
El muchacho se había sentado en una tumba rococó. Espera una moneda. Se impacientaba.
Mariam se unió a Jean. De pie al lado de él, lo tenía de la mano. Él sentía el calor de su cuerpo, el olor suave de su pelo que alejaba todos los miasmas. Al volver sobre sus pasos, vieron el circo mágico de las montañas por encima de la ciudad, el Corps de Garde, la montaña de los Signaux, muy negra con su acantilado semejante a un frente, al fondo del Port con la Fenêtre, la pendiente seca donde Ratsitatane miró el horizonte antes de morir. A lo lejos, los picos, el Pouce, el Pieter Both, semejantes a dibujos en un libro de cuentos de hadas.
Antes de dejar el cementerio, miraron hacia atrás el océano de un azul profundo, que formaba una muralla infranqueable sobre el horizonte, sin un barco, sin una vela.
Esa noche, en el pequeño cuarto blanqueado a la cal donde el viento agitaba el tul, Jean y Mariam hicieron el amor muy suavemente, durante mucho tiempo, hasta llegar a ese punto, ese estremecimiento luminoso que nadie puede explicar, que los seres vivos a veces alcanzan, y que sella su futuro. Más tarde, mucho después, Mariam dirá que fue el momento en que nació Jemima-Jim, el instante en que todo empezó, cuando apareció un rostro nuevo en la corriente de la historia de ellos.
Al salir del cementerio de Cassis, Jean y Mariam pasaron en autobús por la nueva zona industrial de Coromandel e inmediatamente después, delante del cruce de Ebène. Jean miró el estrecho camino que se adentra en las cañas maduras, hacia el barranco. Marian estaba cansada por el sol y el viento del mar. Apoyó su cabeza sobre el hombro de Jean, durmiéndose tranquilamente entre los baches del camino. Estaba anocheciendo. "
: Más allá del desierto y la civilización . . . . . . . . . . . 884

Albert Cohen


Comeclavos (fragmento)

"Unos periodistas se lanzaban insultos que no se tomaban en serio. «No, muchacho, no les des información, que ése pertenece a la banda de los embaucadores». Un representante de la agencia Havas formulaba preguntas al ministro de Asuntos Exteriores de Rumania, que contestaba con voz ronca de colegial furioso, neurasténico y tuberculoso. Lord Galloway saludaba tranquilamente a altos personajes humildes porque necesitaban libras esterlinas. Sabedor de que lo espiaban cincuenta periodistas, adoptaba un aire anodino.
Jean-Louis Duhesme, de la Academia francesa, con abrigo de confección y cuello postizo de celuloide, proclamaba a todo bicho viviente que aquello era inadmisible. El anciano Léon Bourgeois, primer delegado de Francia —cándida chaqueta, defecto de pronunciación de abuelito muy dulce—, se afianzó la nariz que parecía postiza, se despidió de aquellos caballeros y se fue hacia su taxi, el más pequeño, el más estrecho, el más viejo de Ginebra. Unos periodistas americanos bien calzados y con gafas de concha interrogaban, moscas competentes del coche internacional, a la delegada de Noruega, limpia y congestionada, con unos quevedos universitarios prendidos en la blusa. Los guardias con bicornio, mostachudos Napoleones de la República de Ginebra, apoyados los gruesos dedos endomingados de blanco en el cinturón, contemplaban con receloso respeto a todos aquellos extranjeros distinguidos.
Una china de púdica sonrisa se miraba los piececitos. Unas secretarias inglesas pasaban raudas con sus medias lujosas y acabaladas y sus narices quemadas por el sol, dejando tras ellas fragancias de manzanos en flor. Unos jóvenes agregados risueños, universitarios, políglotas, competentes, afeitados y sedosos bromeaban con la atrevida torpeza de muchachos que no han terminado aún de crecer ni de abrirse camino. La delegada balcánica iba y venía, ajustándose los lentes de concha, poniendo majestuosos y decididos mofletes o pegando la corta mano a su anca de cantinera. Pechos arrasadores, iba y venía, apasionada por la cooperación internacional, dejando una estela de chipre tras la imponente grupa. El delegado de un país desdeñable merodeaba solitario prodigando tristes lisonjas, a la espera de que el primer delegado de Turquía terminara de conversar con un maharajá de sanguinolentos ojos bajo el turbante dorado y que sujetaba un paraguas en su mano ahumada. Lord Galloway se paseaba solo esgrimiendo tics de soñador. Saboreaba las delicias de tal esparcimiento. Advirtiendo que unos delegados tomaban carrerilla para abordarle, sacó un diminuto carné y, para desalentarlos, fingió escribir con aire absorto. En realidad, pensaba en el golf del día siguiente y en el grato paseo que daría luego a orillas del lago, sólo con su desprecio por la política y su amor por la metafísica. El primer delegado francés, a quien acababa de traer su vetusto taxi, se precipitó afectuosamente para echar una parrafadita. Aquellos dos excelentes ancianos, llegados a la cima de su carrera, se profesaban mutua estima y no prestaban gran atención al colegio de niñitos japoneses, todos ellos comendadores de la Legión de Honor, que se inclinaban con excesiva cortesía. Unos empleados de la compañía Marconi circulaban con una gran M en el ojal. El secretario general se rascaba delicadamente la frente con un rictus de boca para comprender mejor lo que le decía su jefe de despacho. Refulgían monóculos, agendas Hermès eran consultadas para concertar citas. Sir John repartía equitativamente sus altivas efusiones. El vizconde Ishii hablaba con acento marsellés a un periodista americano que tenía las mangas de seda limpias pero arrugadas, las uñas cuidadas pero sucias, y que realizaba tan concienzudamente sus deberes diurnos como sus juergas nocturnas. Dé la astuta y vegetariana barba del director de la Oficina Internacional de Trabajo, en la que la ágil lengua punteaba rojos destellos, brotaban con asombrosa rapidez y buen orden frases bien construidas y cordiales. Sus gafas chispeaban de inteligente malicia. El representante de un comité judío deambulaba como quien no quiere la cosa, meditando mendigar luego un informe que comentaría al día siguiente con aires neronianos ante sus admiradores explicándoles que Lord Galloway le había dicho: «Léase esto en casa, estoy seguro de que le interesará». Lord Robert Cecil se paseaba con Solal cogido del brazo. Un arenque ahumado con chaqué leía a algunos íntimos un informe sin explicar, por supuesto, que había sido confeccionado por su secretario. Leía mal, se embarullaba. Pasó a discutirse el informe. Los comentarios eran contradictorios pero cada vez el arenque decía: «Eso es, exactamente». Apuro. Lo único que entendían todos era que no entendían, a excepción de Cecil y de Solal, que entendían y fingían no entender. Los demás, que no entendían, fingían entender. "


: De Ginebra a la epopeya de Cefalonia . . . . . . . . . . . . . 890

Colette


La ingenua libertina (fragmento)

"El baroncito Couderc comunica esta decisión con voz clara y sonora, enrojeciendo luego violentamente y se levanta el cuello de pieles. Con el bastón al hombro parece querer conquistar la amplia y triste estepa en la que uno se hunde en humeantes tinieblas, al salir de la cegadora calle Royale. Se le ve sólo un poco de nuca, con cabello muy corto, y una nariz insolente de golfillo distinguido. Se atrevió a repetir, bajo los árboles de la avenida Gabriel, desafiando una espalda friolera de guardia: «¡Me voy a acostar con Minne! Tiene gracia: excepto la inglesa de mi hermanito, la primera de todas, ninguna mujer me ha impresionado tanto. Minne no es una mujer como las demás.
Pensó, al acercarse a la calle Christophe Colomb, en los dulces por arreglar, la tetera eléctrica, sobre todo el instante de desnudarse, que deseaba rápido y fácil, que hubiera querido escamotear. Empezó a incomodarle su juventud. Uno es el baroncito Couderc, a quien las «damas» de «Chez Maxim's» tratan tiernamente de «guapito»; se tiene una nariz que obliga a ser insolente, unos ojos azules, burlones, miopes, una boca desgarrada y fresca, pero no se puede olvidar que no se tiene más que veintidós años.
[...]
Dos años de matrimonio y tres amantes. ¿Amantes? ¿Acaso puede llamarlos así en su recuerdo? A los que junto a ella han saboreado la convulsa y corta dicha, que busca con persistencia ya desanimada, únicamente les ha concedido una ligera indiferencia. Los olvida, los relega en un rincón de su memoria donde se borran sus rasgos, casi sus nombres... Un solo recuerdo neto, del color nuevo de un corte recién hecho: su noche de bodas.
Minne todavía podría dibujar con el dedo, en la pared de su cuarto, la sombra que aquella noche caricaturizaba a Antoine, espalda jorobada por el esfuerzo, cabellos despeinados, con mechones como cuernos, corta barba de sátiro, toda la fantástica imagen de un Pan gozando de una ninfa.
Su marido, ante el grito agudo de Minne herida, replicó con una manifestación idiota de gozoso agradecimiento, con atenciones emocionadas, mimos fraternales... ¡Ya era hora!
Los dientes le castañeteaban, bajito, y no lloraba. Aspiraba, sorprendida, el olor de hombre desnudo. Nada la embriagaba, ni siquiera su dolor; hay quemaduras de tenacillas mucho más insoportables, pero esperaba morir sin creerlo mucho. Su flamante marido, su marido torpe y ardiente, se había dormido. Minne, tímidamente, intentó evadirse de los brazos que todavía la encerraban, pero sus suaves cabellos de seda enredados en los dedos de Antoine la mantenían cautiva. Todo el resto de la noche, la cabeza hacia atrás, estuvo pensando, paciente e inmóvil, en lo que le ocurría, en los medios de arreglar las cosas, en el profundo error de haberse casado con esa especie de hermano. "





: Un taller de escritura conyugal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 895

Philippe Delerm


Llovió todo el domingo (fragmento)

"El siguiente domingo, Clémence acudió a la Rue Marcadet. El señor Spitzweg la invitó al Francis, un restaurante bereber en la esquina que forman la Rue Lamarck y una escalera que sube hacia la colina. Se lo pensó mucho. ¿Le preparaba una comidita de su cosecha? Al fin y al cabo, su ternera a la Marengo le quedaba más que aceptable. Pero más que preparar la comida, lo que le disuadió fue el paralelismo dominical. Tampoco iban a pasarse el tiempo intercambiando ritos al vapor y estofados. Además, Arnold estaba muy orgulloso de su barrio. No le disgustaba exhibirse como ciudadano de la Butte, casi hijo de la Comuna y de Bruant. Clémence no quiso pedir el cuscús real, pero, en el umbral de la tarde, los merguez y el Bulauan rosado le estamparon dos bonitas manchas sonrosadas en las mejillas.
No conocía la Rue Saint-Vincent, ni el banquito junto al Lapin Agile, ni las cuatro fanegas de viña, ni la Place du Tertre. Casi hacía buen tiempo. Los pintores habían instalado sus caballetes. El señor Spitzweg quería que Clémence posase para un retrato al pastel. Clémence se negó, pero se dejó hacer un perfil recortado con tijeras. Pasearon por la plaza, deteniéndose aquí y allá, con las manos a la espalda, a mirar cómo pintaban los artistas, a escuchar el grito quejumbroso del vendedor de limonada o a observar las gesticulaciones del mimo. No necesitaban hablar mucho.
Clémence cogió el metro en Lamarck-Caulaincourt, y Arnold le aconsejó prescindir del ascensor. Bajó con ella las vertiginosas escaleras de la extraña estación-cueva. Ya al irse, Clémence le metió en la mano el perfil negro recortado sobre fondo blanco. En el andén, Arnold permaneció largo rato contemplando la imagen, alejándola y acercándosela a los ojos. Aquella naricilla respingona, aquel mechón en la frente… Sí, era más o menos Clemence. Y sin embargo no la reconocía en absoluto. Era como un enigma. Sólo la veía en la superficie de sombra recortada. Ni por un instante se le ocurrió poner en tela de juicio la habilidad del artista. No, quien pecaba de ignorancia era él. Se irritó un poco, se encogió de hombros y sintió que le invadía una extraña tristeza. Acabó metiéndose el perfil en el bolsillo del impermeable. Subió lentamente las escaleras de la estación Lamarck. Arriba, bajo las farolas, la noche cobraba tintes azulados. El señor Spitzweg hubiera debido ser feliz. "


: Los placeres minúsculos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 897

Jean Echenoz


Cherokee (fragmento)

"Salió de la habitación. Bock fue hacia su colección. La colección se apoyaba en una tabla grande sostenida por un caballete. Reconstruía, miniaturizadas, la batalla de Rívoli (1797, a la izquierda) y la del Paso de Susa (1629, a la derecha), o sea dos veces dos ejércitos enfrentados, con la representación de todos los cuerpos en todos sus detalles: no faltaba nada de nada. Sin hablar de los accesorios, había allí al menos cuatrocientos soldados de plomo, dispuestos en tal o cual fase del combate. Bock variaba de vez en cuando las posiciones de los adversarios, siguiendo por regla general el orden histórico preconizado por los estrategas, pero a veces daba también su opinión sobre un detalle de la maniobra, probando jugadas como en el ajedrez. Levantó los frunces de papel Kraft que representaban los montes Genèvre y Cenis, entre los que se escurre el Paso de Susa, quitó un estuche pequeño de gamuza que estaba allí y volvió a colocar las montañas en su sitio. El estuche contenía una pistola de repetición automática, calibre 7,65, de nueve disparos, modelo Le Français, fabricada en 1964 por la casa Manufrance. Luego, al otro lado, desplazó el papel de plata retorcido que figuraba el Adigio, en el que se halla la ciudad de Rívoli y debajo del cual descansaban dos cargadores. Metió este material en el fondo de la maleta en el momento en que Liliane volvía a la habitación, alisando entre dos dedos una arruga del cuello de la camisa.
—¿No se te ocurre qué me puedo dejar? —preguntó Bock.
—No pienses más en eso —dijo Liliane—. Siéntate, descansa, estate quieto. He puesto el agua a hervir. Ya no hay más que esperar a Christian; a lo mejor toma algo con nosotros, si le apetece. ¿No iréis a salir tan mal parados como la última vez?
—No —respondió Bock—, no hay peligro, ningún peligro.
Pero Ripert llegaría tarde, demorándose con un tal Roger Briffaut, que lo había citado de improviso en una tienda de discos de los Campos Elíseos. Roger Briffaut había abrazado precozmente la condición de confidente de la policía, concediendo ocasionalmente sus favores a relaciones más o menos vinculadas con aquella profesión, como Christian Ripert. Era un joven de semblante descontento y cuerpo achaparrado, con una reluciente raya al lado y casi sin cuello, el imprescindible para una corbata a cuadros negros y blancos muy apretada.
Al entrar Ripert en la tienda, Roger Briffaut había emitido un largo silbido plácido de una sola nota. Después había formado una pila de quince discos que había tendido a Ripert sin decir palabra. Ripert había llevado la pila a la caja, había pagado los discos y había devuelto la pila a Briffaut, quien declaró en el acto que había oído hablar del llamado Chave, el cual parecía haberse juntado con un tal Gibbs, que tenía la mirada puesta en una historia clásica de herencia de la que el confidente pretendía no saber nada con certeza, salvo que podría tramarse algo por los Alpes del sur. Ah, bien, muy bien, dijo Ripert, gracias, hasta la próxima. Briffaut respondió a esto con un bisbiseo entre dientes, tras lo cual aseguró los discos bajo el brazo.
No quedaban más que dieciséis espaguetis fríos pegados al fondo de un recipiente de pyrex cuando Ripert llegó a casa de los Bock. Venga, dijo, nos vamos, expediente Ferro, te lo explicaré por el camino. A los veinte minutos salieron de París por la Porte d’Orléans, conduciendo a buena marcha un GS amarillo canario hacia los Alpes del sur.
El GS se mantuvo a una velocidad decente hasta el Morvan, donde hay cuestas, subiendo las cuales empezó a aflojar anormalmente; luego ya no corría ni en las bajadas, y finalmente no pasó de sesenta y cinco ni en terreno llano. "


: Arte y huida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 902

Romain Gary

La vida ante sí (fragmento)

"Menos mal que teníamos unos vecinos que nos ayudaban. Ya les he hablado de la señora Lola, que vivía en el cuarto piso y se defendía en el Bois de Boulogne como travesti. Antes de irse en su coche, porque tenía coche, subía siempre a echarnos una mano. No tenía más que treinta y cinco años y aún le esperaban muchos éxitos. Nos llevaba chocolate, salmón ahumado y champán, que son cosas caras. Por eso las personas que se buscan la vida con el culo nunca pueden ahorrar. Entonces corría un cuento que decía que los trabajadores norteafricanos tenían el cólera que habían traído de La Meca, y lo primero que hacía la señora Lola al llegar a casa era lavarse las manos. Le tenía horror al cólera, que es antihigiénico y busca la suciedad. Yo no conozco al cólera, pero imagino que no será tan puerco como decía la señora Lola; además, es una enfermedad y no es responsable. A veces me daban ganas de defender al cólera, porque él, por lo menos, no tiene la culpa de ser como es; él nunca decidió ser cólera, le tocó por las buenas.
La señora Lola circulaba en su coche por el Bois de Boulogne toda la noche y decía que era el único senegalés del ramo y que gustaba mucho porque tenía a la vez picha y buenas tetas. Las tetas las había alimentado artificialmente, como el que cría polluelos. Era tan fuerte, por haber sido boxeador, que podía levantar una mesa cogiéndola por una pata, pero no la pagaban para eso. Me gustaba mucho porque no se parecía a nada, era única. Pronto comprendí que se interesaba por mí porque ella no podía tener hijos, pues le faltaba lo necesario. Llevaba una peluca rubia y pechos de esos tan buscados entre las mujeres y que ella alimentaba con hormonas todos los días, y se contoneaba sobre sus zapatos de tacón alto, haciendo gestos provocativos para excitar a los clientes, pero era realmente una persona distinta de todas que inspiraba confianza. Yo no comprendía por qué se clasifica siempre a la gente por el culo y se le da tanta importancia, si es algo que no puede hacer daño. Le hacía un poco la corte, y es que la necesitábamos desesperadamente. Nos daba dinero y nos hacía la comida probando la salsa con posturitas y gestos de satisfacción, agitando los pendientes y contoneándose con sus zapatos de tacón alto. Nos decía que cuando era joven, en el Senegal, había derrotado a Kid Govella en tres asaltos, pero que de hombre fue siempre muy desgraciada. «Señora Lola, usted no se parece a nada ni a nadie», le decía yo. Esto le gustaba. «Sí, Momo —me contestaba—, soy una criatura de ensueño». Y era verdad. Se parecía al payaso azul o a mi paraguas Arthur, que también eran diferentes. «Cuando seas mayor, Momo, te darás cuenta de que hay marcas externas de respeto que no quieren decir nada, como los cojones, que son un accidente de la Naturaleza». La señora Rosa, desde su butaca, le decía que tuviera cuidado, que yo era todavía un niño. Desde luego, era simpática porque era completamente al revés y no era mala persona. Por la noche cuando se arreglaba para salir con su peluca rubia, zapatos de tacón alto, pendientes, su hermosa cara negra con las cicatrices del boxeo, el jersey blanco, bueno para marcar el busto, una bufanda rosa para disimular la nuez que está muy mal vista entre los travestis, la falda abierta por el costado y sus ligas, realmente parecía una mujer. A veces desaparecía uno o dos días por Saint-Lazare y volvía agotada y despintada. Entonces se acostaba y tomaba un somnífero, porque no es verdad que acabe uno por acostumbrarse a todo. Un día la policía estuvo en su casa buscando drogas, pero era una injusticia; unas compañeras, envidiosas, que la habían calumniado. Les hablo ahora de cuando la señora Rosa podía hablar y conservaba toda la cabeza casi siempre, menos cuando se interrumpía a la mitad y se quedaba con la boca abierta y la mirada perdida, como si no supiera quién era ni dónde estaba y qué estaba haciendo allí. A esto lo llamaba el doctor Katz estado de embotamiento. Le daba muy fuerte y cada vez más a menudo, pero todavía preparaba muy bien su carpa a la judía. La señora Lola subía todos los días a preguntar y cuando el Bois de Boulogne marchaba bien nos daba dinero. Era muy respetada en el barrio y al que se permitía alguna impertinencia, le sacudía.
No sé qué hubiera sido de los moradores del sexto piso si no hubiera sido por los de los otros cinco, que no trataban de chincharse unos a otros. Nunca habían denunciado a la señora Rosa a la policía, ni siquiera cuando tenía en casa a diez hijos de putas que armaban jaleo en la escalera.
Hasta había en el segundo un francés que se portaba como si no estuviera en su casa y en su país. Era alto, flaco y con bastón y vivía tranquilamente, sin hacerse notar. Cuando se enteró de que la señora Rosa estaba enferma, subió los cuatro pisos que había entre él y nosotros y llamó a la puerta. Entró, saludó a la señora Rosa, le presentó sus respetos, se sentó con el sombrero en las rodillas, muy erguido, con la frente alta y sacó del bolsillo un sobre con un sello y su nombre escrito con todas las letras. "


: Escritor y cónsul de Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 907

Jean Genet

Las criadas (fragmento)

"SOLANGE. —No se mueva. Quizá vaya a descubrir con usted el medio más sencillo y el valor, señora, de liberar a mi hermana y al mismo tiempo llevarme a mí misma a la muerte.
CLARA. —¿Qué vas a hacer? ¿Dónde vamos a ir a parar con todo esto?
SOLANGE. —Por favor, Clara, contéstame.
CLARA. —Solange, dejemos el asunto. Estoy que no puedo más, déjame.
SOLANGE. —Yo seguiré sola, sola, querida. No se mueva. Disponiendo de tan maravillosos medios, era imposible que la señora saliera ilesa. (Avanzando hacia Clara.) Y esta vez, quiero terminar de una vez con una chica tan cobarde.
CLARA. —Solange, Solange. ¡Socorro!
SOLANGE. -Chille, si quiere. Dé el último grito, señora, si lo desea. (Empuja a Clara, que se queda acurrucada en un rincón.) Por fin. La señora ha muerto. Tendida en el linóleo... Estrangulada con los guantes de fregar la loza. ¡La señora puede quedar sentada! La señora puede llamarme señorita Solange. Precisamente, por lo que hice. El señor y la señora me llamarán señorita Solange Lemercier... La señora tenía que haberse quitado ese vestido negro, es grotesco. (Imita la voz de la señora.) Estoy reducida a ir de luto por mi criada. A la salida del cementerio todos los criados del barrio desfilaron delante de mí, como si hubiera pertenecido a la familia. Afirmé tantas veces que ella formaba parte de la familia... La muerta habrá tomado la broma al pie de la letra. ¡Sí, señora!... La señora y yo somos iguales y ando con la cabeza erguida... (Se ríe.) No, señor inspector, no. No sabrá usted nada de mi faena, nada de nuestra faena común. Nada sobre nuestra colaboración en ese crimen... Los vestidos, la señora puede guardarlos. Mi hermana y yo teníamos los nuestros. Los que nos poníamos de noche en secreto. Ahora tengo mi vestido y usted y yo somos iguales. Llevo el traje rojo de las criminales. ¿Le hago gracia al señor? ¿Le hago sonreír al señor? ¿Cree que estoy loca? Opino que las criadas tienen que tener suficiente buen gusto como para no hacer ademanes reservados a la señora. De verdad, ¿me perdona? Es la bondad misma. Quiere competir en nobleza conmigo. Pero he conquistado la más áspera... Ahora estoy sola. Espantosa. Podría hablarle con crueldad, pero quiero ser buena. La señora remontará su miedo. Lo logrará muy fácilmente. Entre sus flores, sus perfumes, sus vestidos. Ese vestido blanco que usted llevaba por la noche en el baile de la Ópera. Ese vestido blanco que le prohíbo
siempre que se ponga. Y entre sus joyas, sus queridos. Yo tengo a mi hermana. Sí, me atrevo a hablar de ella. Me atrevo, señora. Me puedo atrever a todo. ¿Y quién podría mandarme que me callara? ¿Quién tendría el valor de decirme "hija mía"? He servido. Hice los gestos necesarios para servir. Sonreí a la señora. Me incliné para hacer la cama. Me incliné para fregar los baldosines, me incliné para pelar la verdura, para escuchar detrás de las puertas, para pegar mi ojo a la cerradura. Pero ahora me quedo tiesa. Y recia. Soy la estranguladora. La señorita Solange, la que estranguló a su hermana. ¿Qué me calle? La señora es muy delicada, la verdad. Pero me compadezco de la señora. Me da lástima la blancura de la señora, su piel de seda, sus orejas diminutas, sus muñecas estrechas... Soy la gallina negra, tengo mis jueces. Pertenezco a la policía. ¿Clara? Quería mucho, pero mucho, a la señora... No, señor inspector, no explicaré nada en presencia de ellos. Esas cosas sólo nos interesan a nosotros. Ésta, chiquita, es nuestra noche, ¡la nuestra! (Enciende un cigarro y fuma torpemente. El humo la hace toser.) Ni usted ni nadie sabrán nada, excepto que esta vez, Solange fue hasta el final. La están viendo vestida de rojo, va a salir. (Solange avanza hacia la ventana, la abre y se sube al balcón. Va a decir de espaldas al público y frente a la noche, el discurso siguiente. Una brisa ligera hace mover las cortinas.) Salir, bajar por la gran escalera: la policía la acompaña. Asómense al balcón para verla andar entre los penitentes negros. Son las doce del día. Lleva una antorcha de nueve libras. El verdugo la sigue de cerca. En el oído le cuchichea palabras de amor. ¡El verdugo me acompaña, Clara! ¡El verdugo me acompaña! (Ríe.) La llevarán en procesión todas las criadas del barrio, todos los criados que la han acompañado a su última morada. (Mira hacia afuera.) Llevan coronas, flores, banderas, gallardetes. Se oye el toque de muerte. El entierro despliega su pompa. Es bonito, ¿verdad? Primero van los jefes de comedor con frac, sin solapas de seda. Llevan sus coronas. Luego vienen los lacayos, con calzones y medias blancas. Llevan sus coronas. Luego vienen los ayudas de cámara, luego las doncellas, que llevan nuestras libreas, luego las porteras, luego otras delegaciones del cielo. Y yo los conduzco. El verdugo me mece. Me aclaman. Estoy pálida y voy a morir. (Entra.) ¡Cuántas flores! Le han hecho un bonito entierro, ¿verdad? Clara, pobrecita. (Se pone a sollozar y se deja caer en una butaca... Se levanta.) Es inútil, señora, obedezco a la policía. Tan solo ella me comprendió. Ella también pertenece al mundo de los réprobos. (Acodada a la puerta de la cocina, desde hace un momento, Clara, visible tan sólo para el público, escucha a su hermana.) Ahora somos las señoritas Solange Lemercier. La acusada Lemercier. La Lemercier. La famosa criminal. (Cansada.) Clara, estamos perdidas. "


: Delincuente y escritor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 910

Louis Guilloux

Para hablar de Albert Camus (fragmento)

"Durante quince años nos vimos con frecuencia y en algunas temporadas fuimos vecinos. ¿Cómo escoger entre tantos recuerdos, cómo hacer para no falsear al intentar mostrarlo en su presencia amistosa, familiar? Tenía todos los dones, incluidos los de la juventud y la libertad. No era difícil quererlo. Uno se sentía bien con él. Se reía mucho. Adoraba las bromas, incluso las payasadas y hasta los albures. Iba a verlo con frecuencia a su oficina al final de la jornada y me lo encontraba dictándole su correo a Suzanne Labiche. Respondía todo su correo, que era abundante. Una vez terminado el correo, salíamos juntos y nos íbamos a cenar a su casa, rue Madame, con Francine y los niños, Catherine y Jean, a quienes me presentó como la Cólera y la Peste, respectivamente. (…)
Camus apenas si hablaba, estaba simplemente feliz. Lo estoy viendo sentado sobre una piedra, sonriente, mientras pasa entre los dedos una hierba. En ese mismo hotel nos pasamos toda una noche cantando. ¿Qué? Canciones de las calles, L’Hirondelle du Faubourg, Viens Titine. Se trataba de saber quién se acordaba más de las canciones viejas que habíamos escuchado en la calle. Esa noche nos divertimos como enanos. La inocencia, la gracia de aquellas viejas canciones de amor nos encantaban. Después fui con él a Belcourt, a la casa familiar, donde conocí a su madre, una encantadora señora ya grande, una gran señora. Lo bueno de Albert Camus es que a donde fuera era él mismo, sin dobleces, siempre cercano, dando siempre buena cara a lo que fuera, incluso en Leysin, donde la tuberculosis lo obligaba a reposar al lado de Michel Gallimard, y en donde pasamos una tarde inolvidable tratando de hacer confesar al buen Lehmann, que los atendía con tanto cariño, un secreto que quería mantener a salvo. Cosas así pueden parecer baratijas. Pero no lo son. Como tampoco lo es la imagen de Albert Camus y Michel Gallimard, en otra ocasión, en Sorel, sentados en una barca a la mitad del río, tocados con grandes sombreros de paja mientras pescaban con apariencia de faquires y regresando al mediodía felices por haber pescado un bagre. "



: El germen de las guerras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 913


Cheikh Hamidou Kane

La aventura ambigua de Cheikh Hamidou Kane


Aquel día, Thierno había vuelto a pegarle. Sin embargo, Samba Dallo sabía su versículo.

Lo único que había sucedido era que se le había trabado la lengua. Thierno se sobresaltó como si hubiera caminado sobre una de las baldosas incandescentes de la gehena prometida a los infieles. Había agarrado a Samba Diallo por la carne del muslo, lo había pellizcado con el pulgar y el dedo índice durante largo tiempo. El niño jadeante de dolor se puso a temblar con todo su cuerpo. A punto de soltar un sollozo que le ponía un nudo en el pecho y la garganta, había tenido suficiente fuerza para dominar su dolor; había repetido con una pobre voz quebrada y en un murmullo, pero con total corrección, la frase del santo versículo que había pronunciado mal. La ira del maestro subió un grado:

- ¡Ah sí!... ¿De manera que puedes evitar las faltas? ¿Y por qué las haces, entonces? … Di… ¿por qué?

El maestro había soltado el muslo; ahora agarraba la ojera de Samba Diallo. Sus uñas se había encontrado a través del cartílago del lóbulo que habían atravesado. El niño, aunque hubiera sufrido aquel castigo con frecuencia, no pudo reprimir un ligero gemido.

- ¡Repite! ... ¡Otra vez! ... Otra vez ! ...

Las uñas del maestro se habían desplazado y habían perforado el cartílago en otro sitio. La oreja que ya estaba blanca de tantas cicatrices apenas curadas, volvía a sangrar. Con un nudo en la garganta, Samba Diallo temblada con todo su cuerpo y se las arreglaba para repetir correctamente su versículo y contener los estertores que le arrancaba el dolor

-Sé preciso al repetir la Palabra de tu Señor… Te ha hecho el honor de descender Su Verbo hasta ti. Esas palabras, El Maestro del Mundo las ha pronunciado de verdad. Y tú, mísero gusano de la tierra, teniendo el honor de repetirlas después de él, te descuidas hasta el punto de profanarlas. Mereces que se te corte mil veces la lengua…

-Cierto… Maestro… Perdón… Ya no volveré a equivocarme. Escucha…

Una vez más, temblando y jadeante, repitió la frase deslumbrante. Sus ojos imploraban, su voz estaba moribunda, su pequeño cuerpo húmedo de fiebre, su corazón latía a rabiar. Esa frase, que no comprendía y por la que sufría el martirio, la quería por su misterio y su oscura belleza.


Traducido por: Marie-Claire Durand



: La aventura ambigua . . . . . . . . . . . . . . . . . . 916


Michel Houellebecq

Sumisión (fragmento)

"Un cumulonimbo gigante, en forma de yunque, dominaba el norte de París, del Sacré-Cœur a la Opera, sus flancos de un gris oscuro estaban teñidos de color de humo. Dirigí la mirada a la pantalla de la televisión, donde seguía aglutinándose una inmensa multitud; luego, de nuevo al cielo. La nube de tormenta parecía desplazarse lentamente hacia el sur; si estallaba sobre las Tullerías, perturbaría seriamente el desarrollo de la manifestación.
A las dos de la tarde en punto, el cortejo liderado por Marine Le Pen tomó los Campos Elíseos en dirección al Arco de Triunfo, donde tenía previsto pronunciar un discurso a las tres. Apagué el sonido, pero seguí contemplando la imagen un momento. Una inmensa pancarta iba de lado a lado de la avenida, con la inscripción: «Somos el pueblo de Francia». En numerosos pequeños carteles diseminados entre el gentío rezaba, más sencillo: «Ésta es nuestra casa», que se había convertido en el eslogan, a la vez explícito y desprovisto de una agresividad exagerada, utilizado por los militantes nacionales durante sus concentraciones. Seguía amenazando tormenta; la enorme nube estaba ahora suspendida, inmóvil, sobre el cortejo. Al cabo de unos minutos, me cansé y volví a sumergirme en rada.
Marie-Françoise me llamó un poco después de las seis de la tarde; no sabía mucho, el Consejo Nacional de Universidades se había reunido la víspera pero no se había filtrado ninguna información. Estaba segura en todo caso de que la facultad no volvería a abrir hasta después de las elecciones, y probablemente no antes del inicio del nuevo curso, los exámenes podían aplazarse al mes de septiembre. De forma más general, la situación le parecía seria; su marido estaba visiblemente inquieto, desde primeros de semana pasaba catorce horas diarias en su despacho de la DGSI, y había dormido allí la noche anterior. Antes de colgar me prometió llamarme si averiguaba algo.
Ya no tenía nada que comer, ni me apetecía demasiado ir al Géant Casino, a esa hora de la tarde era mal momento para hacer las compras en aquel barrio populoso, pero tenía hambre y sobre todo me apetecía comprar comida, estofado de ternera, merluza al perifollo, musaka bereber; la comida para microondas, de uniforme insipidez pero de embalaje coloreado y alegre, representaba al fin y al cabo un verdadero progreso con respecto a las desoladoras tribulaciones de los personajes de Huysmans; no había mala voluntad visible y la impresión de participar en una experiencia colectiva decepcionante pero igualitaria abría las puertas a una resignación parcial.
Curiosamente, el supermercado estaba casi vacío, y llené el carro rápidamente, en un rapto de entusiasmo mezclado con miedo: la expresión «toque de queda» me vino a la mente sin motivo preciso. Algunas de las cajeras alineadas detrás de sus cajas vacías escuchaban la radio: la manifestación proseguía y hasta el momento no había que lamentar ningún incidente. Eso llegaría más tarde, después de que la gente se dispersara, me dije.
Al salir del supermercado empezó a llover violentamente. De vuelta en casa, me calenté una lengua de buey con salsa al Madeira, correosa pero correcta, y puse la televisión: los enfrentamientos habían comenzado, se distinguían grupos de hombres enmascarados, muy móviles, armados con fusiles de asalto y pistolas ametralladoras; algunos escaparates estaban rotos, aquí y allá ardían algunos coches, pero las imágenes, tomadas bajo el chaparrón, eran de muy mala calidad y costaba hacerse una idea de las fuerzas presentes. "



: Ampliando el campo de batalla . . . . . . . . . . . . . 918


Nancy Huston

La especie fabuladora (fragmento)

"Lo que nos enseñan del país, del linaje y demás no es real, sino ficción. Los hechos se han seleccionado y retocado cuidadosamente para conseguir un relato coherente y edificante. ¿Qué ha pasado con los inútiles, las putas, los mediocres, las fechorías, las masacres y las tonterías?
Todo relato histórico es ficticio en la medida en que sólo cuenta una parte de la historia. Sólo Dios podría contar toda la historia, pero, como Dios está fuera del tiempo, no sabe contar.
Hay que leer el edificante estudio sobre cómo se aborda en los manuales escolares de setenta países del mundo la historia del descubrimiento / conquista / invasión / colonización de América. No hay dos versiones iguales.
Eso no quiere decir que no se produjeran hechos concretos. Lo que quiere decir es que nos es imposible captar y relatar esos hechos sin interpretarlos.
Sin duda millones de habitantes de las Américas murieron a consecuencia de la llegada a sus territorios de varios miles de europeos. Sin duda millones de africanos fueron reducidos a la esclavitud. Pero los protagonistas de estas situaciones tenían la cabeza llena de ficciones para explicarse lo que les pasaba o para racionalizar lo que hacían. Los aztecas consideraban dioses a los españoles, los españoles pretendían ampliar el imperio de su rey o difundir la palabra de Cristo, los hombres de piel clara se creían amos por naturaleza de los hombres de piel oscura, etc.
Seis millones de judíos murieron realmente en los campos de concentración nazis, pero murieron a consecuencia de una mala ficción: la superioridad natural de la raza aria sobre las demás. Una vez muertos, pudieron reinsertarlos en otras ficciones malas, por ejemplo, la de una tierra sin pueblo y un pueblo sin tierra, o la del Regreso, fábula que da derecho a todos los judíos del mundo, también los conversos, los medio judíos, los falashas e incluso aquellos sin un solo antepasado que haya vivido en Palestina desde tiempo inmemorial ni haya oído la palabra Palestina, a trasladarse a Israel/Palestina e instalarse allí de forma permanente.
Los bonobos no enseñan a su prole: entre 1939 y 1945 intentaron exterminarnos, nunca lo olvidéis, y debido a aquella catástrofe tenemos derecho a vivir aquí; en 1948 nos expulsaron de nuestras tierras y se apoderaron de ellas, nunca lo olvidéis, merecen que los lancemos al mar.
El pasatiempo preferido de los seres humanos es barrer para su casa.
Es quizá en Jerusalén, cuyas identidades se yuxtaponen y se superponen hasta la locura, donde resulta más sencillo descubrir su carácter ficticio. Parece un inmenso juego de Monopoly o de Lego que los diferentes grupos han recibido sin instrucciones, y en el que cada quien se las ingenia para definir las reglas, lo que significan las piezas, el desarrollo «inexorable» de las partidas, la victoria y la derrota. "



: Niños de las guerras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 923


Eugène Ionesco

El solitario (fragmento)

"Sentía el pelo duro, que ya empezaba a encanecer. Me contemplaba a disgusto: la nariz demasiado grande, los ojos de un azul pálido, inexpresivo, el rostro algo abotagado, los cabellos despeinados, demasiado largos, ya que no iba muy a menudo a la peluquería, las orejas demasiado grandes, las arrugas aquí y allá..., nadie era como yo, todo el mundo debía darse cuenta de que no era como los demás. Tal singularidad debía ser molesta. Sin embargo, mi cara no tenía nada de anormal. Era como los demás sin ser como los demás. El carácter insólito de mi persona debía transparentar a través de mi piel. Con todo, nadie me miraba por la calle, la gente no se volvía para mirarme. Pero tal vez sí..., tal vez la portera, la vecina del perrito, mi asistenta, que meneaba la cabeza al mirarme, y también la camarera del restaurante que me trataba de una manera muy particular, medio amistosa, medio despectiva. Con los demás no solía cruzar la mirada. Pero si me miraban lo hacían con una especie de hostilidad. Sí, era eso: todos me manifiestan hostilidad o indiferencia. Pero yo también siento por ellos la misma hostilidad y la misma indiferencia. ¿Qué podían reprocharme? Que no viviera como ellos, que no me resignara a mi destino. Y yo, ¿Qué les reprochaba? Nada. Sobre todo cuando pensaba que en el fondo eran como yo. Eran yo. He aquí por qué los miraba con malos ojos. Porque eran otros sin ser del todo otros. Si hubieran sido realmente distintos de mí, habría podido tomarlos por modelo. Ello me habría confortado. Tenía la sensación de soportar el miedo total y la angustia de millones de seres humanos, el malestar de todos. En otras condiciones, cada uno de ellos viviría la misma angustia, el mismo miedo a la vida, el mismo malestar. Pero la gente no profundiza en su vida. Primero adolescentes, luego adultos, finalmente ancianos, viven en una suerte de inconsciencia o de resignación inconsciente. Se defienden como pueden y cuanto pueden contra ellos mismos. Pero si profundizaran en sus sentimientos, cada uno viviría la angustia y el miedo de millones de seres humanos. Esta angustia está en cada uno de nosotros, lo cual me parece una crueldad cierta de la divinidad: cada uno es a la vez único y todo el mundo, cada uno es lo universal. Con lo fácil que habría sido que la angustia y la desesperación y el pánico hubiesen sido repartidos a partes iguales entre todos los miles de millones de seres humanos. Entonces nuestra angustia habría quedado enormemente reducida. Pero no es así: cada cual arrastra en su muerte al universo entero que se hunde. "


: Cuando los rinocerontes reinaban . . . . . . . . . . . . . . . 925


Joseph Kessel

La Fuente de Médicis (fragmento)

"Desde que la tierra es la tierra, sólo yo debería poder decir este nombre y sólo usted llevarlo. Es usted diferente al mundo entero, y mi sentimiento hacia usted no se parece a ninguno de aquellos que han experimentado los seres vivientes. ¡Y pensar que estuve a punto de no verla otra vez, y que habiéndola visto, estuve a punto de no escribirle!
¡Qué asombrosa cadena de coincidencias han sido necesarias a nuestra amistad! ¡Es realmente el destino! Y estaba tan seguro de que no me respondería. Esas breves líneas... Oh, adiviné de inmediato que eran suyas. ¡Sylvie, Sylvie, Sylvie! Todo esto me parece un cuento de hadas.
Escribirle lo que siento, en este cuarto, entre camaradas, todos muy agradables, sin duda, pero que sólo piensan en las clases, en el rancho.
¡Qué lejos me siento de ellos! Me respetan porque los salvé del yugo de los alumnos que vienen del frente. Pero cómo me admirarían si supiesen quién es usted y que me permite escribirle, y que a veces responde a mis cartas. No tema, no lo diré a nadie. Se lo he ocultado incluso a mis padres, que antes sabían todo de mí. No fue el temor a comprometerla», Sylvie rió silenciosamente al leer estas palabras, «lo que me retuvo. Mis padres no ven a nadie. No: si actúo así, es que soy avaro con mi tesoro, con mi El dorado. Sylvie, Sylvie, pronto saldré de Saint-Cyr. Entonces tendré una licencia larga antes de partir al frente. Tal vez me permita verla durante esos últimos días de París, en los cuales le diré, dichoso, deslumbrado, llevando su rostro como un talismán: «morituri te salutant».
La joven repitió mentalmente «morituri te salutant», y pensó: «Latín, ahora. Es un muchacho realmente gracioso. Tendré que preguntarle el significado a mi marido.»
Dobló la hoja de papel cuadriculado de mala calidad, y se dispuso a rasgarla como había hecho con las anteriores. Pero ciertas frases se prolongaban extrañamente en ella. Para encontrar otra vez su resonancia, releyó la carta. Una tibieza agradable acompañó en su cuerpo a esta lectura. Sylvie soñó algunos instantes. "



: Escritor y reportero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 927


Ahmadou Kourouma

Alá no está obligado (fragmento)

"Balla ha dicho que hacemos sacrificios pero no los bastantes para extinguir del todo el mal destino de mi mamá. Además, no es forzoso que Alá y los manes de los ancestros acepten siempre sacrificios. Alá hace lo que quiere; él no está obligado a acceder a todas las plegarias de los pobres humanos. Los manes hacen lo que quieren; no están obligados a acceder a todos los reclamos de los rezadores. (...) Cada año, entre principios de marzo y finales de mayo, la cofradía de los cazadores organiza el donkun cela. El donkun cela o rito de las encrucijadas es la fiesta más importante de la cofradía. Cuando termina la comida se desentierran los dagas conons. Los dagas conons son los cacharros que contienen los corazones fritos de los valientes cazadores. La asamblea de los cazadores se come dichos corazones, en secreto. Eso proporciona pasión y valentía."


: El balón de fútbol de África . . . . . . . . . . . . . . 930

Linda Lê

Pureza (fragmento)

"El sol se había vuelto implacable. Pip se dejó caer de costado, como si la hubiera empujado la fuerza del calor, con la cabeza ida. Se sentía como si, durante un momento, le hubieran abierto la cabeza y le hubieran revuelto vigorosamente los sesos con una cuchara de palo. Aún estaba muy lejos de someterse a Andreas, muy lejos de permitir que se adueñara de ella, pero durante un momento él había estado tan dentro de su cabeza que Pip había llegado a entender cómo era eso posible: cómo podía ser que Willow cambiara de sentimientos como cambian de color los pulpos, sólo porque él se lo dijera; y cómo podía Colleen vivir atrapada en una situación que odiaba, debido al deseo de algo que sabía que nunca iba a obtener de alguien a quien consideraba un gilipollas. Durante un momento, en el interior de Pip se había abierto una grieta abominable. A un lado quedaban su sentido común y su escepticismo. Al otro, una vulnerabilidad que sentía en todo el cuerpo y que no tenía nada que ver con ninguna que hubiera experimentado hasta entonces. Ni siquiera en los momentos más culminantes de sus preocupaciones con Stephen había deseado ser un «objeto» para él; no había fantaseado con la posibilidad de «someterse», de «obedecer». Pero ésas eran las características de la vulnerabilidad que Andreas, su fama y su confianza en sí mismo habían despertado en ella. Ahora entendía mejor por qué Annagret había sido tan despectiva con la debilidad de Stephen.
Se obligó a enderezar la espalda y abrir los ojos. Todos los colores que la rodeaban sumaban a su propia tonalidad la del blanco radiante. En el bosque, al otro lado del río, gemía la motosierra. ¿Cómo podía haber creído que tenía la menor idea de dónde estaba? No tenía ni idea. Aquello era un grupo de culto, aún más diabólico precisamente por simular que no lo era.
Se levantó y regresó al granero, se hizo con la primera tableta que encontró disponible y se la llevó a la umbría, en la orilla del río. Desde que había llegado allí, cada dos días mandaba un correo entusiasta para su madre, a la dirección de Linda, una vecina. Linda había contestado un par de veces para informarle de que su madre estaba «algo floja» pero «iba tirando». Pip había construido la ficción de que era imposible llamar por teléfono desde Los Volcanes —¿de qué le servía estar allí si tenía que llamar a su madre cada día?— y en aquel momento le entraron las dudas antes de activar la aplicación que se usaba en el SP como equivalente de Skype. Ceder del todo y llamar a su madre casi implicaba reconocer que no era capaz de sobrevivir allí; que ya se estaba marchando. Sin embargo, parecía que la situación había adquirido el rango de urgente. No le gustaba que le revolvieran los sesos con una cuchara de palo. "



: La literatura que llegó de Vietnam . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 933


Jonathan Littell


Las Benévolas (fragmento)

"Cuando hayamos acabado con los judíos y con la guerra, Birkenau desaparecerá y la tierra volverá a un uso agrario. Pero la industria de Alta Silesia, sobre todo con las pérdidas alemanas del Este, no podrá prescindir de la mano de obra polaca; el campo seguirá siendo vital durante mucho tiempo para controlar a la población.
(...)
Miré con curiosidad a aquel hombre tan rígido y concienzudo que vestía a sus hijos con ropa de niños judíos muertos bajo su responsabilidad. ¿Se le ocurría pensar en eso cuando los miraba? Lo más seguro era que ni se le pasara por las mientes. Su mujer lo tenía cogido por el codo y soltaba carcajadas secas y chillonas. La miré y pensé en su coño, bajo el vestido, anidado en la braga de encaje de una judía joven y bonita a quien había gaseado su marido. La judía y su coño llevaban mucho tiempo incinerados y se había ido como humo a reunirse con las nubes; y sus bragas caras, que seguramente se había puesto especialmente para la deportación ornaban y guardaban ahora el coño de Hedwig Hoss. ¿Se acordaba Hoss de esa judía cuando le quitaba las bragas a su mujer?.
(...)
Allí, bajo la luz del verano, pensaba en aquella decisión que habíamos tomado, en aquella idea extraordinaria de matar a todos los judíos, fueren quienes fueren, jóvenes o viejos, buenos o malos, de destruir el judaísmo destruyendo a quiernes lo portaban en sí, una decisión bautizado con el nombre, bien conocido ya de Solución Final. "


: La semilla del diablo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 936

Henri Lopes


«Como los blancos, cortas la palabra. El negro, en cambio, puede soportar durante horas la palabra del otro; porque la palabra es su medio de acceder a la información, al conocimiento, al sueño. ¿Lo comprendes? El negrata no lee, entonces hay que escuchar. Cuando escucha se concentra. ¿Entiendes lo que quiero decir, man?»

"no hay ninguna identidad homogénea y fijada; y en todo caso, un escritor tiene la obligación de ver la realidad como algo dinámico y en movimiento, no como algo monolítico y fijo. Mis obras son de cuestionamiento, de preguntas sobre esa identidad"


: Reír y llorar en África . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 939

Amin Maalouf


Orígenes (fragmento)

"El cielo se oscureció a las doce del mediodía, como si hubiera un eclipse, y luego llegaron esos animalitos voraces que se extienden a miles por los campos, que devoran, que siegan a su manera, que lo asuelan todo y lo dejan todo mondo.
Entretanto todo el mundo había agotado ya las reservas o, como mucho, podía, si las consumía con mucha cautela, hacer que durasen hasta noviembre. ¡Sólo Botros tenía aún con que alimentar a los suyos para todo el invierno! Situación envidiable, cierto es, y que demostraba que los demás deberían fiarse de él más a menudo; pero ¿acaso no era una maldición ser «envidiable» en tiempos así? ¡Resulta difícil vivir en un pueblo en donde la gente se muere de hambre mientras uno tiene con que comer! Si Botros hubiera tenido silos de trigo, es fácil suponer que habría puesto gran empeño en alimentar a todos los que se lo hubieran pedido. Pero sólo se había quedado con la parte de cosecha que debería haberse usado para la sementera, lo que le permitía alimentar a su mujer, a su hijo mayor, al segundo —mi padre había nacido en octubre de 1914—, a su anciana madre, Susene, y, como mucho, al menor de sus hermanos con su mujer y sus tres hijos, entre los que se contaba ese a quien en estas páginas llamo el Orador... ¡Era mucha gente y no podía con más carga! ¿Qué hacer si un primo, una prima, un vecino, un alumno o el padre de un alumno venía a pedirle el pan que le evitaría la muerte? ¿Darle con la puerta en las narices?
En la Escuela Universal, el comienzo de curso, en octubre de 1915, transcurrió en un ambiente apocalíptico. ¿Cómo centrarse en los estudios cuando se tiene hambre y la perspectiva de pasar todo el invierno sin comida? ¡Y, por supuesto, no había ni que pensar en pedirles a las familias que pagasen la escolaridad! Es comprensible que, en semejantes condiciones, a Theodoros le pareciera el momento oportuno para intentar sacar a Botros y a los suyos del pueblo y obligarlo a cerrar el colegio —¡un caso de fuerza mayor!—, al tiempo que le garantizaba un cargo prestigioso y lucrativo.
Lo que habría debido convertir esa propuesta en muy digna de consideración era que la escuela rival, la del cura Malatios, había tenido que suspender sus actividades poco antes, a la espera de tiempos mejores. Nadie habría podido, pues, decir que Botros había salido derrotado del duelo. "


: Conflictos de identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 941


Andreï Makine

Vida de un desconocido (fragmento)

"Una tarde jugaron a descender en trineo un monte nevado. Los azotó en la cara el aire frío, les nubló la vista el polvo de nieve y, en el momento más emocionante del descenso, el joven, sentado detrás, susurró: «Nadenka, te quiero». Mezclado con el silbido del viento, con el estridente crepitar de los patines, el murmullo resultó casi inaudible. ¿Una declaración? ¿El ulular de la tormenta?Jadeando, con el corazón palpitante, remontaron la ladera y se lanzaron de nuevo monte abajo, y otra vez el susurro, más quedo, declaró aquel amor que se llevó en el acto la tormenta blanca. Nadenka, te quiero...
"¡Bendito Chéjov! En sus tiempos aún podían escribirse cosas así".
Shútov se imagina la escena: el frío excitante, los dos enamorados tímidos... Hoy lo tacharían de melodramático, se reirían de esos «buenos sentimientos». Totalmente pasado de moda. ¡Pero funciona! Lo juzga como escritor. Sí, ahí está el rasgo que distingue a Chéjov: ese arte de salvar con naturalidad lo que otros habrían anegado en almíbar. Sí, ese "Nadenka, te quiero", susurrado en medio del remolinear de la nieve, funciona. Sonríe amargamente, acostumbrado a desconfiar de sus propios entusiasmos. "Funciona por esta botella de whisky", se dice, y se sirve otro vaso. Y también porque se siente solo en un apartamento en el que ahora vive una ausente, esa joven, Léa, que pasará al día siguiente a recoger sus cosas, unas cajas de cartón que hay junto a la puerta; losa que sepulta una esperanza de amor. "



: Réquiem por el Este . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 944


Pierre Michon


Mitologías de invierno (fragmento)

"Al caer la tarde, los soldados alrededor de las fogatas ven de repente al rey que se levanta y se interna en el bosque como un lobo. No regresa.
Nueve años pasan. Fin Barr, abad de Kildare, busca vigas para fortificar la abadía: en los robledales de Killarney, camina de tronco en tronco con sus lacayos. Miran hacia arriba, comparan, escogen. En la horcadura de un roble demasiado nudoso para ser madera de la que se hacen las vigas, Fin Barr ve, en medio de lo que ha tomado en un primer momento por una mata de muérdago, unos ojos risueños animarse y componer un rostro: es un hombre que levanta la mano y hace al abad un pequeño gesto delicado. Es el rey.
Salta al suelo. Tiene un cuervo sobre el hombro que de tiempo en tiempo, cuando el rey se mueve, aletea un poco; luego, muy seriamente, se alisa las plumas. Suibhne abraza a Fin Barr, ríe, lo acaricia... pero no puede responder a sus preguntas: ya no tiene verdaderamente el uso de la palabra. Sin embargo, parece hablar con su cuervo en una especie de jerigonza, a la que el otro responde en la jerigonza de los cuervos. Y cuando cesa este diálogo, el rey canta suavemente, casi sin parar. Parece prodigiosamente feliz y dedicado a su tarea feliz. Durante todo el día, sigue a Fin Barr y sus lacayos, detrás de ellos da saltitos como si él también fuera un cuervo. Cuando se detienen, les busca bayas y berro, que devora con la misma felicidad ávida que tenía para los manjares de rey, y el cuervo come de su boca. Los lacayos se divierten. Fin Barr está conmovido, acaricia esa bola de muérdago y plumas negras que fue un rey. Se dice que, después de todo, su rey no ha cambiado para nada. Al atardecer, sujeta largamente en su mano larga la gruesa mano, la suelta y Suibhne se va dando saltitos hacia el bosque, como si fuera a echarse a volar. No se volverán a ver antes de que sobre el uno y el otro llegue el ave de la Muerte. "


: Beckett y amigos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 948


Patrick Modiano

En el café de la juventud perdida (fragmento)

"A eso de las dos de la mañana, vino mi madre a buscarme. El policía le dijo que no pasaba nada grave. Me seguía mirando con ojos atentos. Vagancia de menor, eso es lo que ponía en su registro. Fuera, estaba esperando el taxi. Cuando me preguntó por el colegio, se me había olvidado decirle que, durante unos meses, había ido a una escuela que me pillaba un poco más lejos, en la misma acera que la comisaría. Me quedaba a comer y mi madre venía a buscarme a media tarde. A veces se retrasaba y yo la esperaba sentada en un banco del terraplén. Allí es donde me había fijado que cada lado de la calle tenía un nombre diferente. Y aquella noche también había venido a buscarme, muy cerca de la escuela, pero a la comisaría. Qué calle tan rara, que tenía dos nombres y parecía querer desempeñar un papel en mi vida...
Mi madre le echaba de vez en cuando una ojeada intranquila al taxímetro. Le dijo al taxista que nos dejara en la esquina de la calle de Caulaincourt y, cuando sacó de la cartera las monedas, caí en la cuenta de que tenía el dinero justo para pagar la carrera. Hicimos a pie el camino que quedaba. Yo andaba más deprisa que ella y la dejaba atrás. Luego me paraba para que me alcanzase. En el puente desde el que se domina el cementerio y se puede ver desde arriba nuestra casa nos paramos un buen rato y me dio la impresión de que estaba recobrando el aliento. «Andas demasiado deprisa», me dijo. Ahora se me ocurre una cosa. A lo mejor estaba intentando llevarla algo más allá de aquella vida suya, tan limitada. Si no se hubiera muerto, creo que habría conseguido que conociera otros horizontes.
Durante los tres o cuatro años siguientes, recorría muchas veces los mismos itinerarios, las mismas calles, pero, sin embargo, cada vez me alejaba más. Al principio, ni siquiera llegaba a la plaza Blanche. Apenas le daba la vuelta a la manzana... Primero fue aquel cine pequeñito que hacía esquina con el bulevar, a pocos metros de mi casa, en donde empezaba la sesión a las diez de la noche. La sala estaba vacía, menos los sábados. Las películas transcurrían en países lejanos, como México y Arizona. No me fijaba en absoluto en el argumento, sólo me interesaban los paisajes. Al salir, se me armaba un lío curioso en la cabeza entre Arizona y el bulevar de Clichy. Los colores de los rótulos fluorescentes y de los anuncios de neón eran iguales que los de la película: naranja, verde, esmeralda, azul noche, amarillo arena, colores demasiado violentos que me daban la sensación de seguir dentro de la película o dentro de un sueño. Un sueño o una pesadilla, dependía. Al principio, una pesadilla, porque tenía miedo y no me atrevía a ir mucho más allá. Y no era por mi madre. Si me hubiera pillado sola en el bulevar, a las doce de la noche, apenas me habría dicho una palabra de reproche. Me habría mandado volver a casa con esa voz tranquila que tenía, como si no la sorprendiera verme en la calle tan a deshora. Creo que si andaba por la otra acera, la que estaba a oscuras, era porque notaba que mi madre ya no podía hacer nada por mí.
La primera vez que me trincaron, fue en el distrito IX, al principio de la calle de Douai, en esa panadería que no cierra de noche. Era ya la una de la mañana. Estaba de pie delante de una de las mesas altas y me estaba comiendo un croissant. A partir de esa hora, siempre te encuentras gente rara en esa panadería; y muchas veces vienen del café de enfrente, Le Sans-Souci. Entraron dos polis de paisano para una comprobación de identidad. Yo iba indocumentada y quisieron saber qué edad tenía. Preferí decirles la verdad. Me hicieron subir al furgón, con un tipo alto y rubio que llevaba una chaqueta de piel vuelta. Parecía conocer a los polis. A lo mejor también él era poli.
En un momento dado, me ofreció un cigarrillo, pero uno de los polis de paisano no le dejó: «Es demasiado joven..., es malo para la salud...» Me parece que lo tuteaban.
En el despacho del comisario, me preguntaron el apellido, el nombre, la fecha de nacimiento y las señas, y lo anotaron todo en un registro. Les expliqué que mi madre trabajaba en Le Moulin-Rouge. "



: Sombras y épocas vergonzosas . . . . . . . . . . . . . . . . 951


Irène Némirovsky


La dramática vida de Anton Chejov (fragmento)

"En Rusia, la manía moralizadora y didáctica no había perdonado al teatro. Querían aplaudir a personajes buenos, abnegados, enérgicos, honestos. Para el burgués ruso era una gran satisfacción el escuchar nobles discursos sobre la libertad, la dignidad, humana, la felicidad del pueblo. Entonces se sentía en paz con su conciencia; podía seguir viviendo, como a él le gustaba, en la pereza, la indiferencia egoísta y las mezquinas ventajas. Se imaginaba también que así vejaba al gobierno, que le hacía la contra, y sacaba de esto un placer inocente, Al público de los teatros nunca le gustó la verdad y era la verdad lo que el joven Chejov trataba de mostrarle.
Ivanov hizo un mal casamiento: se desposó con una mujer que no era ni de su raza ni de su clase. Quiso ser un héroe y pelear en la proporción de uno contra cien. Se esforzó por ser más generoso, más honesto, menos egoísta de lo que le permitía su naturaleza de hombre débil, de alma mediocre. Pasaron cinco años. No quiere más a su mujer; está tuberculosa y va a morir; al enterarse, él no siente «ni amor ni piedad, sino una especie de vacío, de fatiga». La abandona, la engaña, la insulta. Es responsable de la muerte de la desdichada Sara. Lo detestan, lo desprecian, y sin embargo no es un mal hombre; es sincero. Hace desgraciados a los demás y a sí mismo, pero… «si es culpable, no sabe por qué…»; «se equivocó, pero no le mintió a nadie»; «la gente como Ivanov no puede resolver problemas, pero sucumbe bajo su peso…»
Después de la publicación de las cartas de Alejandro Chejov a su hermano Antón, corresponde pensar que el personaje Ivanov se asemeja en algo a este Alejandro cuya extraña y atormentada trayectoria aparece retratada en su correspondencia. Alejandro había sido un muchacho brillante, inteligente. No hay duda de que en su primera juventud gozaba de gran prestigio ante los ojos de Antón. Tenía ánimo e ingenio. ¿Y qué había sido de él? Comenzó su vida con una relación absurda. Era imposible concebir un hogar más desordenado y triste que el suyo. Alejandro no tenía un centavo; se vio cargado de familia; debía alimentar a sus propios hijos y al de su mujer. Se casó dos veces, y ni el amor ni la razón tuvieron cabida en esas uniones, pero sí un curioso sentimiento en el que se mezclaban la generosidad, la ilusión y la debilidad de carácter. Las dos veces fue un marido odioso, borracho, lleno de deudas. A las desgraciadas criaturas que él «salvaba» después no podía soportarlas. Y, sin embargo, Alejandro era digno de compasión. Antón lo juzgaba severamente, y, a pesar de él, le tenía lástima. En el célebre monólogo de Ivanov («no se casen con judías, ni con locas, ni con literatas… no vaya uno solo en contra de miles, ni peleen contra molinos de viento, ni se golpeen la cabeza contra las paredes») se encuentra un eco de los consejos de Antón a su hermano, consejos de moderación, de dominio de sí mismo, de armonía. "



: Los alemanes a las puertas de París . . . . . . . . . . . . 961


Ana Novac

Los hermosos días de mi juventud

¡La libertad! Adquirida a través de un matrimonio de conveniencia, y dándome cuenta de que la había poseído todo el tiempo, incluso detrás del alambre de púas; que depende menos de las fronteras o del hecho de que tengas derecho a cambiar de lugar de residencia. En fin, que es más bien una cualidad de la mente o del alma, y ​​que se nace libre, como se nace príncipe, músico o payaso...'


'Quien no haya participado aún en el Zahlappell por la noche, no puede hablar de Plaszow. Nosotros, los novatos, seguimos en cuarentena, viendo esa hermosa procesión a través de la ventana. Los cuarteles iluminados parecen casas reales y los deportados vestidos de sport como hombres y mujeres reales reunidos en la plaza de una ciudad real por una razón real. En medio de la plaza hay un poste alto; una bandera roja con la esvástica ondea en la parte superior. Pero no siempre. Si desaparece del poste, esa es la señal para una ceremonia espeluznante.


: El número es nuestro disfraz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 975


Pierre Péju

  
"Un lugar que algunos jóvenes del futuro no podrán ni siquiera imaginar porque ya no existirán otros parecidos, porque se habrá perdido esta mezcla de orden minucioso y de leonera, esta mezcla de afecto por los libros y de amontonamiento salvaje. Un comercio a pequeña escala. Tráfico discreto pero esencial. Resistencia a todo lo demás, mediante los textos, la impresión. Depósito anodino pero explosivo. Reservas de bengalas, capaces de iluminar tanto el detalle de una vida, como lienzos enteros de una existencia.  



: Ucrania, verano de 1941 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 977


Georges Perec

Un hombre que duerme (fragmento)

"No puedes, sin embargo, estar totalmente seguro de este último punto porque, tras un tiempo difícilmente apreciable, y aunque nada te permita todavía afirmar que hayan desaparecido verdaderamente, puedes constatar que han palidecido de modo considerable. Ahora te las tienes que ver con una especie de grisalla de rayas, que sigue perteneciendo a este mismo espacio que prolonga más o menos tus cejas, pero, se podría decir, deformado hasta el punto de aparecer constantemente desviado hacia la izquierda;
puedes mirarlo, explorarlo, sin trastocar el conjunto, sin suscitar un despertar inmediato, pero esto carece totalmente de interés. A tu derecha es donde pasa algo, en esta ocasión una tabla, más o menos detrás, más o menos debajo, más o menos a la derecha. La tabla obviamente no se ve. Solamente sabes que es dura, aunque no estés arriba ya que, justamente, te encuentras sobre algo muy blando que es tu propio cuerpo. Entonces se produce un fenómeno a todas luces sorprendente: en un principio hay tres espacios que nada te permitiría confundir, tu cuerpo-cama que es blando, horizontal y blanco, después el trazo de tus cejas que controla un espacio gris, mediocre, sesgado, y la tabla, finalmente, que permanece inmóvil y es muy dura por encima, paralela a ti, y quizás accesible. Está claro, en efecto, incluso aunque eso sea lo único que esté claro, que si trepas a la tabla, duermes; que la tabla, es el sueño. El principio de la operación no puede ser más simple, a pesar de que todo apunte a que te hará falta mucho tiempo: habrá que reducir la cama, el cuerpo, hasta que no sean más que un punto, una canica, o bien, lo que es igual, habrá que reducir toda la flaccidez del cuerpo, concentrarla en un único lugar, por ejemplo en algo como una vértebra lumbar. Pero el cuerpo, en ese instante, ya no presenta en absoluto la bella unidad de hace un instante; de hecho, se despliega en todos los sentidos. Tratas de llevar hacia el centro un dedo del pie o el pulgar, o el muslo, pero entonces, cada vez, olvidas una regla: que no hay que perder nunca de vista la dureza de la tabla, que había que proceder con astucia, guiar al cuerpo sin que presagie nada, sin que tú mismo lo sepas con certeza, pero es demasiado tarde, cada vez desde hace mucho tiempo, ya demasiado tarde y, curiosa consecuencia, el trazo de tus cejas se parte en dos y en el centro, entre los dos ojos, como si el eje hubiese sujetado todo el conjunto y toda la fuerza de ese eje confluyera en ese punto, aparece de repente un dolor preciso, indudablemente consciente, y que reconoces enseguida como el más banal de los dolores de cabeza. "



: El lugar del exilio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 979


Raymond Radiguet


El baile del conde de Orgel (fragmento)

"El año que siguió al armisticio se puso de moda ir a bailar a las afueras. Todas las modas son encantadoras cuando responden a una necesidad y no a un capricho. La severidad de la policía llevaba a este extremo a los que no pueden acostarse temprano. Las fiestas en el campo se hacían de noche. Prácticamente se comía sobre el césped.
Era verdaderamente con una venda sobre los ojos que François hacía este viaje. No habría podido decir qué camino tomaban. Al detenerse el coche:
-¿Llegamos?, preguntó.
Sin embargo, apenas estaban en la Puerta de Orleáns. Un cortejo de automóviles esperaba para volver a partir; la multitud le hacía una hilera de honor. Desde que se bailaba en Robinson, los vagabundos de extramuros y la buena gente de Montrouge venían hasta esta puerta para admirar a la alta sociedad.
Los mirones que formaban esa fila desvergonzada pegaban sus narices a las ventanillas de los vehículos para ver mejor a sus propietarios. Las mujeres fingían que este suplicio les resultaba encantador. La lentitud del cobrador del peaje lo prolongaba demasiado. Inspeccionadas así, codiciadas como detrás de una vidriera, las miedosas volvían a sentir el mismo susto del Gran Guiñol. Pero este populacho era la revolución inofensiva. Una nueva rica siente el collar sobre su cuello; pero eran necesarias esas miradas para que los elegantes sintieran sus perlas, a las que un peso nuevo les agregaba valor. Al lado de los imprudentes, los tímidos, con frío, se subían sus cuellos de marta cibelina.
Por otra parte, se pensaba más en la revolución adentro de los coches que afuera. Al pueblo le gustaba demasiado ese espectáculo gratuito que se daba cada noche. Y esa noche había una multitud. El público de los cines de Montrouge, después del programa del sábado, se había regalado un extra discrecional. Les parecía que las películas lujosas continuaban.
En la multitud había muy poco odio contra esos felices efímeros. Paul se daba vuelta inquieto, sonriendo, hacia sus amigos. Como después de algunos minutos los coches no volvían a arrancar, Anne de Orgel se asomó.
-¡Hortense!, le dijo a Mahaut, ¡no podemos dejar a Hortense así! Su coche está descompuesto.
Bajo un farol de gas, con un vestido de noche y una diadema sobre la frente, la princesa de Austerlitz dirigía los trabajos de su mecánico, se reía e increpaba a la multitud. Estaba acompañada por una mujer de la colonia americana, la señorita Wayne, que gozaba de una gran reputación de belleza. Esta reputación de belleza, como casi todas las reputaciones mundanas, era exagerada. La clarividencia más elemental demostraba que la señorita Wayne no actuaba como una mujer que posee cierta ventaja.
La princesa de Austerlitz, por su parte, estaba magnífica bajo ese farol de gas, su iluminación le quedaba mejor que la de las arañas. Rodeada de vagos, seguía tan cómoda en lo suyo como si hubiera vivido entre ellos siempre.
Para no tener que pronunciar un nombre tan llamativo, todos la llamaban Hortense, lo que podía dar a entender que era amiga de todo el mundo. Y lo era, salvo de los que no querían. Era la bondad personificada. Sin embargo, los moralistas la hubiesen deplorado en nombre de la Bondad. A causa de la libertad de sus costumbres, algunas casas le eran hostiles. Bisnieta de un mariscal del Imperio, se había casado con el descendiente de otro mariscal. De todos los que conocían a su esposa, el príncipe de Austerlitz era el único que no era íntimo de ella. Ella, a su vez, no importunaba al príncipe, al que la juventud creía muerto de tan poco ruido que hacía; consagraba su vida al mejoramiento de la raza equina. Hortense heredaba de su antepasado, el mariscal Radout, dependiente de carnicero en su juventud, esa carnadura excesiva y esa cabellera encrespada que parecen provenir del trato con las carnes crudas. Buena mujer y buena hija, predisponía a su favor a la gente común, que la encontraba hermosa. Buena hija, buena bisnieta incluso, porque lejos de renegar de sus orígenes rendía homenaje al mariscal hasta en sus amores. "


: El amante imberbe y sentimental . . . . . . . . . . . . 985


 Rahimi


Maldito sea Dostoievski (fragmento)

"Duerme.
De repente, un terrible ruido de explosión le despierta sobresaltado. Empapado en sudor, se sienta sobre el colchón y dirige la mirada hacia la ventana. Tras ella, sigue la noche, siempre negra. La humareda oscura impide que la luna se deslice en el sueño de las casas.
Rasul enciende la vela que Rona ha puesto al alcance de su mano. Se arrastra hasta el cántaro de barro. Ni una gota de agua.
Regresa al lecho, su mirada se clava en el fajo de billetes que Rostam le dejó a Razmodin. Una mosca se ha instalado allí, tan a gusto. El fajo es el mismo que nana Alia agarraba firmemente con su mano rígida y gorda. No es más que una impresión. Todos los fajos se parecen.
¡Cógelo!
Tras largas dudas, lo atrapa con un ademán nervioso, como si de paso quisiera cazar a la mosca. Ésta se escapa, y se reúne con su colonia, sobre la servilleta blanca que cubre el queso y las uvas pasas.
Contempla el dinero durante un largo rato, después lo arroja lejos de él. Por miedo o por repugnancia.
Enciende un cigarrillo.
Y piensa.
Piensa que después de todo quizás ese dinero no es tan sucio como el de nana Alia. Ni siquiera tan peligroso. Entonces, ¿por qué tanto asco? «¡Por dignidad!», diría Razmodin. «Estás verdaderamente carcomido por la dignidad, Rasul. Una dignidad que no se basa en nada, una dignidad absurda.»
Sí, asumo esta dignidad que no se fundamenta en nada. Que lo sepa todo el mundo: prefiero la dignidad al orgullo. Estar orgulloso significa estar orgulloso de algo, y por lo tanto ser dependiente de esa cosa. Mientras que la dignidad es profunda, interior, personal, independiente, sin referentes sociales. La dignidad te da el honor; el orgullo, la arrogancia.
Son sólo palabras bonitas de oír. A pesar de todo lo que has vivido y lo que todavía vives, sigues sin convencerte de que necesitas ese dinero. Son en total casi cincuenta mil afganis. Con todo eso puedes salvar a tu madre, a tu hermana y a tu novia. Dejar morir a tu familia, ¿acaso no es eso un atentado contra tu dignidad, contra tu orgullo?
Exasperado, aspira una larga calada de su cigarrillo y, expulsando el humo, apaga la vela. Después, se tumba y espera en la oscuridad. Espera a que el día amanezca para ir a buscar a su primo y darle el dinero.
No, no es con dinero con lo que voy a salvar a mi familia.
Vale. Pero, entonces, ¿con qué?
Se da la vuelta, se retuerce; rasca con las uñas un poco de pintura descascarillada que se desprende de la pared. Después, como cuando era niño, se chupa los restos de pintura que quedan bajo las uñas, tan nauseabundos como los recordaba. Los chupa para vomitar y no dormirse.
No vomita.
Y se vuelve a dormir.
Llega al hotel Metropol cuando despunta el día. El barrio está rodeado, protegido por dos carros de combate, algunos jeeps armados y vehículos con las siglas de la ONU. Rasul se acerca al hotel con paso decidido. Allí le paran dos hombres armados. Él mueve los labios como articulando el nombre de Razmodin. "


: ¿Existe Afganistán? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 987


Olivier Rolin

El meteorólogo (fragmento)

"Todos mis pensamientos son para vosotras, escribe. He conseguido ver al comandante del tercer sector del BBK unos minutos antes de su partida y entregarle una carta para el camarada Stalin; me ha prometido mandarla por correo urgente y comunicarme la fecha del envío. Te lo ruego, infórmate en la secretaría sobre si ha recibido mi solicitud: es importante sobre todo para el Partido, no se trata de poner por delante mi destino personal. He pronunciado una conferencia sobre la posibilidad de un vuelo a la Luna o Marte con un motor de reacción, escribe, solo había unos treinta oyentes, pero hicieron muchas preguntas. Solo había una treintena de oyentes, todos sueñan con un improbable viaje de regreso a Moscú, Leningrado o Kiev, con su familia, su profesión, la vida que han dejado, pero se interesan, de todos modos, por el viaje a la Luna... «Numerosos son los prodigios, pero ninguno lo es tanto como el hombre», dijo Sófocles. El mar lucha contra el invierno, se hiela, pero aún no hasta el punto de impedir la navegación, llegan barcos, aunque bastante escasos.
Un viaje a la Luna o a Marte. Una carta para el camarada Stalin. El mundo en el que este vivía está más alejado del deportado Vangengheim que la Luna o Marte. El primero de enero de 1935, termina un retrato en vidrio del camarada Kírov, asesinado un mes antes en Leningrado. Es un artículo que funciona, el cuarto que le habían encargado. Al atardecer, ha previsto pronunciar una conferencia sobre un tema que le parece bastante original: «Panorama de las conquistas de la Humanidad, gracias al saber, desde la creación del mundo hasta la construcción del socialismo y el advenimiento de la sociedad sin clases». Es, en efecto, un tema que no carece de ambición. No sé cuál será el resultado, dice. No me hablas de la situación material, escribe a Varvara, ¿o es que las cartas en las que lo haces desaparecen? En todo caso, la falta de informaciones me angustia. Desde hace tres días, hace mucho frío, pero no te preocupes demasiado: encienden la estufa una vez a la semana y hace calor todo el tiempo. La biblioteca está caldeada y trabajamos en buenas condiciones, con la luz eléctrica permanentemente encendida, pues el día es muy corto. He tenido que cambiar de celda, ahora somos cuatro bastante apretujados, pero apacibles. Tenemos que trabajar mucho y no he tenido tiempo de dibujar nada para mi estrellita. "


: El escritor y sus ciudades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 989

 

Sauvageot

Déjame (fragmento)

"-Me caso…Nuestra amistad perdurará-, me dijo.
No sé qué me pasó en aquél instante, me quedé inmóvil y la habitación comenzó a girar. A mi lado, donde asumía mi pena, quizá un poco más abajo, pude sentir que me cortaban la carne poco a poco con un cuchillo bien afilado. "



: La agonía del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 995


 Victor Serge

Medianoche en el siglo (fragmento)


"Estaba de pie, pareció vencerse, se sentó con ambas manos en el borde de la mesa. Y el poco rubor que aún conservaban sus mejillas se desvaneció, su rostro se tornó terroso. La correspondencia, sí, la increíble correspondencia que no les llegaba desde hacía ya varios meses. Desde las últimas traiciones. Aquellas hojitas transparentes cubiertas de granos de arena bien alineados que eran letras, que eran palabras, pensamiento, verdad para nutrir a la revolución, el sentido de nuestras vidas, ahora que ya no queda nada, ni el niño, ni el hombre, ni siquiera la esperanza, la menor esperanza para uno mismo. Así envejeceré. Casi fea ya. Mujer únicamente por esa angustia de la que nadie sabe. Ya no queda más que nuestra derrota aceptada con entereza, puesto que es preciso que así sea: porque no podemos ni separarnos del proletariado, ni desoír la verdad, ni desconocer el curso de la historia. Y la dialéctica de la historia pide que de momento permanezcamos bajo su rueda. La vida continúa gracias a nosotros; las victorias se reanudarán cuando ya no estemos. Y aquí está todo: los camaradas, las tesis del centro de aislamiento de Tobolsk, la declaración al C. C. de los exiliados de Tara, un resumen de los últimos números del Boletín publicado en Berlín, redactado en Prinkipo. Aquellas hojas clandestinas murmuraban: prisión, prisión, prisión, prisión, prisión sin fin, rejas, barrotes, celosías de hierro delante de los ventanucos, reglamento, dormitorios, conflictos, huelgas de hambre, correspondencia que pasa por las tuberías de los retretes, por agujeros tallados en las murallas, de ventana a ventana, suspendida de un hilo que cuelga por encima de la cabeza del centinela, y los condenados a muerte de la sala de abajo tienen buen cuidado de guardarla un momento, son buenos chicos, puede uno fiarse de ellos; es una correspondencia que se escribe con el oído muy atento, fingiendo leer —y luego se tiene jaqueca, se desespera uno con las discordias—; los puntos de vista se oponen irreductiblemente, maduran las escisiones, se distinguen ya los futuros renunciamientos… Los años pasan, va uno librándose de los dormitorios, las rejas, los amigos, se es libre pero se inicia una nueva cautividad, bien es verdad que se tiene aire, páramo, pan para pesárselo a la gente —nostalgia casi de la cárcel. "




: Encadenado a la verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 998


Tzvetan Todorov

El triunfo del artista (fragmento)


"En cuanto a las primeras, decide someterse totalmente a las demandas de las autoridades. Firma las cartas colectivas que le presentan, publica en la prensa artículos cuyo contenido le sugieren otros y lee en reuniones oficiales discursos que no ha escrito. Acepta incluso compromisos duraderos: en 1947 se convierte en diputado del Sóviet Supremo; en 1960 lo eligen secretario de la Unión de Compositores, y a partir de 1961 será miembro del partido comunista. Además no tiene problemas en poner a sus obras títulos conformistas: El año 1917, Poema de la patria, El sol brilla en nuestra patria, ni en escribir un Juramento al comisario del pueblo para coro y orquesta, o una Marcha de la milicia soviética… Es una forma extrema de ventriloquia: dice palabras de las que no es el autor.

Hay que decir que lleva ya mucho tiempo practicando otra forma de ventriloquia: en las conversaciones, o en sus cartas a amigos, como Sollertinski, suele decir frases no en nombre propio, sino como citas de otros autores, por ejemplo frases irónicas de Gógol, al que parece saberse de memoria. Otras veces se trata de clichés omnipresentes, tan banales que no pueden tomarse al pie de la letra. Escribe a su amigo: «Leo mucho. Sin la menor duda, leer libros nos alimenta infinitamente la mente y el corazón», y no necesita aclarar a su amigo que la frase no expresa su opinión, sino que es una cita de la ópera Eugenio Oneguin. Y en otra carta escribe: «Ayer tuve la inmensa suerte de asistir a la sesión de clausura del congreso de los estajanovistas [...] Me cautivó el discurso de Voroshílov, pero después de haber escuchado a Stalin perdí totalmente el sentido de la medida, grité “¡Hurra!” con toda la sala y aplaudí sin descanso [...] Evidentemente, fue el día más hermoso de mi vida: vi y escuché a Stalin».106 Tras la ruptura que introdujo en su vida «Un galimatías en lugar de música», parece haber ampliado el uso de este procedimiento verbal, que Gógol había utilizado ampliamente, a todos sus intercambios públicos.

Por el contrario, evita al máximo los compromisos en el ámbito de la música. Aparte de algunos encargos puntuales, sigue creando su obra como le parece, y la música que compone es programática y tiene un significado determinado, aunque ninguna palabra lo indique. A veces, para orientar la interpretación del público, introduce en su obra citas musicales sacadas de otras obras cuyo significado puede identificarse con total certeza. Otras veces lo indica mediante una palabra ambigua, de modo que cuando menciona a las «víctimas del fascismo», también podemos incluir en este grupo a las víctimas del estalinismo. Ha dejado también comentarios más explícitos, como por ejemplo para su Cuarteto número 8, mucho más tardío (1960): «Un cuarteto ideológicamente condenable [que] he decidido escribir a mi memoria [...] He utilizado los temas de mis diferentes composiciones y el canto revolucionario Víctimas de la terrible prisión [...] Incluyo un canto ruso en memoria de las víctimas de la revolución».

La estrategia que adopta Shostakóvich resulta ser la correcta: en 1941 recibe un premio Stalin de primera clase, que indica que lo han perdonado y lo han devuelto a su lugar, y que indica también que la música no puede controlarse tanto como la literatura y el cine. Aunque eso no impide que puedan volver a atacar a Shostakóvich en 1948 o más tarde. Por otra parte, lo que sacrifica no es poco: su identidad de persona pública. Por cuestiones de utilidad, para sus contemporáneos soviéticos se comporta como un fiel servidor del régimen, que hace todo lo que está en su poder para reforzarlo y ensalzarlo. La población de su país no sabe que piensa lo contrario de lo que dice. No podemos afirmar que el verdadero Shostakóvich condena el régimen, y que el que se pone a su servicio es falso. Se trata de dos papeles que representa alternativamente, para públicos diferentes, y que intenta mantener lo más separados posible, hasta la esquizofrenia. "



: El derrumbe de un mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1001


Roger Vercel

nunca llegaremos a entendernos y te diré porqué en una palabra:
 yo soy militar y tú…
-¡Yo – le interrumpió Conan…-, yo soy lo que se llama un guerrero!,
no nos pondremos de acuerdo…”



: En las trincheras del odio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1004


Boris Vian

Vercoquin y el plancton (fragmento)

"Ha llegado el momento de decirlo: estábamos en el mes de febrero, en plena canícula, y el Mayor estaba a punto de cumplir los veintiún años. Así que daba una surprise-party en su casa de Ville-d’Avrille.
En Antioche recaía la entera responsabilidad de la organización de la fiesta. Tenía gran costumbre en este tipo de diversiones, cosa que, unida a un notable entrenamiento en el arte de consumir sin daño alguno hectolitros de bebidas fermentadas, lo designaba mejor que a cualquier otro para la preparación de la surprise-party. La casa del Mayor se prestaba perfectamente a los designios de Antioche, que quería dar a dicha fiesta un esplendor deslumbrante. Antioche lo tenía todo previsto. Un tocadiscos de catorce lámparas, dos de ellas de acetileno, por si los apagones, presidía, instalado por él, el gran salón del Mayor, ricamente decorado con esculturas colocadas sobre glándulas endocrinas que el profesor Marcadet-Balagny, famoso profesor del Instituto Condorcet, mandaba fabricar en la Enfermería Especial del Depósito especialmente para sus dos colegas. En la gran estancia, acondicionada para la ocasión, sólo quedaban algunos sofás cubiertos con piel de narvik lustrada que despedía reflejos rosa bajo los rayos del sol, que ya calentaba lo suyo. Se veían además dos mesas rebosantes de golosinas: pirámides de pasteles, cilindros de fonógrafo, cubos de hielo, triángulos masónicos, cuadrados mágicos, altas esferas políticas, conos, arroz, etc.
Botellas de nansú tunecino se codeaban con frascos de tocado, ginebra Fúnebre (de Treport), whisky Lapupacé, vino Ordener, vermut de Turingia, y tantas bebidas delicadas que resultaba difícil aclararse. "



: París era una fiesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1007


Gao Xingjian

El libro de un hombre solo (fragmento)

"Sólo volvió a su habitación de madrugada, cuando acabó el interrogatorio. Los guardias rojos encerraron en la sala de reunión de la institución a su colega Lao Tan, que compartía la habitación con él. Lo aislaron para someterlo a una investigación más profunda, por lo que no pudo volver a su cuarto. Una vez cerró la puerta, levantó una esquina de la persiana y vio que, en el patio, las lámparas de los vecinos estaban apagadas. Volvió a colocar bien la persiana y verificó minuciosamente que no se filtraba nada de la luz del día a través de la ventana. Entonces abrió la puerta de la estufa de carbón, cerca de la cual había dejado un cubo hasta la mitad de agua, luego empezó a quemar sus manuscritos. También quemó una pila de cuadernos de notas y diarios que escribió desde que entró a la universidad. La estufa era pequeña, tenía que arrancar las páginas una a una y esperar a que el fuego las redujera a cenizas antes de sumergirlas en el cubo de agua; eso para evitar que un pedazo de papel que no estuviera del todo calcinado volara al exterior.
De uno de sus diarios se cayó una antigua foto, en la que aparecía con su padre y su madre. Su padre llevaba un traje de estilo occidental y una corbata. Su madre iba vestida con la ropa tradicional estilo manchú. Cuando ella todavía estaba viva, un día que la ayudaba a sacar las ropas de los cofres para airearlas, vio ese vestido chino de terciopelo azul oscuro y de flores de color naranja. La fotografía había perdido color. Su padre y su madre sonreían. Entre ellos, un niño delgaducho, que tenía unos brazos menudos, abría de par en par los ojos, como si esperara que un pequeño pájaro saliera volando de la máquina fotográfica. Sin dudarlo ni un segundo, tiró la fotografía al fuego y miró cómo rápidamente empezaba a arder. Su padre y su madre se abarquillaban y de pronto tuvo ganas de recuperarla. Demasiado tarde. La foto se enrolló y luego se desenrolló ante sus ojos: las siluetas de sus padres se convirtieron en cenizas, una blanca, otra negra, y el niño delgado de en medio empezó a amarillear...
Tal como iban vestidos sus padres, podían pasar por capitalistas o incluso por compradores a sueldo de algún extranjero. Quemó todo lo que se podía quemar, esforzándose en romper con el pasado, en enterrar y borrar sus recuerdos, porque, por aquel entonces, incluso los recuerdos pesaban demasiado. "



: La pesadilla recuperada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1010


Amin Zaoui


"En nombre de la revolución socialista, en nombre de la patria independiente y libre de los Roumis, así como de todas las formas y fuerzas de represión o injusticia social, anunciamos, para vosotros, jóvenes reclutas, descendientes, posteridad y prosperidad de la revolución y herederos del Ejército Nacional Popular, que la entrada al burdel Lac-Duc, rebautizado burdel nacional JBK, es libre, durante todo el día, ¡hasta la medianoche hora local! Este gran día de la nacionalización del prostíbulo se parece al de la nacionalización de los hidrocarburos. Todas las mujeres nacionalizadas están a su disposición de forma gratuita hasta la medianoche. Este es el primer gesto socialista y progresista por parte del Estado y las prostitutas que continúan su lucha por el honor para construir un país  desarrollado y revolucionario y un ciudadano equilibrado y saludable. "



: El Orán de Cervantes y Camus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1014















Marguerite Yourcenar


Opus Nigrum (fragmento)

"Zenón se tendió en la cama que habían preparado para él con sábanas limpias, en el piso de arriba. La noche de octubre era fría. Catherine entró con un ladrillo caliente y envuelto en trapos de lana. Arrodillada en el pasillo que quedaba entre la cama y la pared, introdujo el paquete ardiendo debajo de las mantas, tocó los pies del viajero, luego sus tobillos, les dio masaje lentamente y de súbito, sin decir ni una palabra, cubrió aquel cuerpo desnudo de ávidas caricias. A la luz del cabo de vela que sobre el cofre había, el rostro de la mujer no tenía edad, no era muy diferente del que, hacía más de cuarenta años, le había enseñado a hacer el amor. No impidió que ella se acostara pesadamente a su lado, bajo el edredón. Aquella mujer grandona era como el pan o la cerveza, de los que uno se sirve con indiferencia, sin ascos y sin deleites. Cuando se despertó, ella ya estaba abajo, dedicada a sus tareas de sirvienta.
No levantó los ojos hacia él en todo el día, pero le servía abundantemente en las comidas, con una especie de tosca solicitud. Zenón echó el cerrojo a su puerta al llegar la noche, y oyó los pesados pasos de la criada alejándose tras haber tratado de levantar la falleba. Al día siguiente, se comportó de la misma manera que el anterior; parecía haberlo instalado definitivamente entre los objetos que poblaban su existencia, como los muebles y utensilios de la casa del médico. Por un descuido, más de una semana después, se olvidó de echar el cerrojo a la puerta: ella entró con una sonrisa de idiota, levantándose las enaguas para mostrar sus opulentos atractivos. Lo grotesco de aquella tentación pudo con sus sentidos. Jamás había experimentado así el poder bruto de la carne, independientemente de la persona, del rostro, de las líneas del cuerpo y hasta de sus propias preferencias carnales. Aquella mujer que jadeaba sobre su almohada era un lémur, una lamia, una de esas hembras de pesadilla que pueden verse en los capiteles de las iglesias, apenas apta, al parecer, para emplear el lenguaje humano. No obstante, en pleno orgasmo, se escapaba de su abultada boca una retahíla de palabras obscenas en flamenco, como si fueran pompas de jabón; palabras que él no había vuelto a oír ni a emplear desde que iba al colegio. Él le tapaba entonces la boca con la mano.
A la mañana siguiente, venció la repulsión; sentía rencor hacía sí mismo por haber gozado con aquella criatura, lo mismo que uno se reprocha por haber consentido dormir en la cama sucia de una posada. No volvió a olvidar correr el cerrojo todas las noches. "




: el destino y la paciencia

Marguerite Duras 


Escribir (fragmento)

"Mi hermano menor murió durante la guerra de Japón. Murió, y murió sin sepultura. Fue arrojado a una fosa común encima de los últimos cuerpos
enterrados. Y pensarlo es tan terrible, tan atroz, que no se puede soportar, y, antes de haberlo experimentado, no se puede saber hasta qué extremo. No se trata de la mezcla de cuerpos, en absoluto; es la desaparición de ese cuerpo en la masa de oíros cuerpos. Es el cuerpo, su cuerpo, el suyo, arrojado a la fosa de los muertos, sin un nombre, sin una palabra. Excepto la de la oración de todos los muertos.
No fue ése el caso del joven aviador inglés, ya que los habitantes del pueblo cantaron y rezaron de rodillas en el césped alrededor de su tumba y permanecieron allí toda la noche. Pero, con todo, la historia me remitió al osario de los alrededores de Saigón donde se encuentra el cuerpo de Paulo. Pero ahora creo que hay algo más que eso. Creo que un día, mucho después, mucho después aún, no sé exactamente, pero ya lo sé, sí, mucho después, volveré a encontrar, ya lo sé, algo material que reconoceré como una sonrisa fija en las cuencas de sus ojos. Los ojos de Paulo. Allí, hay algo más que Paulo. El hecho de que la muerte del joven aviador inglés se haya convertido en un acontecimiento tan íntimo, se debe a que encerraba más de lo que yo creo.
Nunca sabré qué. Nunca se sabrá.
Nadie.
Eso también me remite a nuestro amor. Existe el amor del hermano menor y existía nuestro amor, el suyo y el mío, un amor muy fuerte, oculto, culpable, un amor a cada instante. Encantador aún después de tu muerte, El joven muerto inglés era todo el mundo y también era sólo él. Era todo el mundo y él. Pero todo el mundo no hace llorar. Y además ese deseo de ver a ese joven muerto, de verificar sin conocerle en absoluto si había sido realmente su rostro eso, ese agujero, al final del cuerpo sin ojos, ese deseo de ver su cuerpo y cómo era su rostro de muerto, destrozado por el acero del Meteor.
¿Podíamos ver aún algo de eso? A duras penas se nos ocurre. Nunca pensé que pudiera escribir eso. Era asunto mío, mío, y no de los lectores. Tú eres mi lector, Paulo. Ya que te lo digo, te lo escribo, es verdad. Eres el amor de mi vida entera, el administrador de nuestra cólera frente al hermano mayor y así fue a lo largo de toda nuestra infancia, tu infancia. "


: el frío impaciente

Entrada destacada

La literatura total: Mi canon en Babel

"Tengo una historia en mente que espero escribir antes de morirme. No tendrá casi nada de dureza en la superficie. Pero la actitud d...