Mostrando entradas con la etiqueta espíritu. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta espíritu. Mostrar todas las entradas

miércoles, 10 de agosto de 2022

LA TRADICIÓN ALEMANA. Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa del siglo XX y XXI.(3)

 


Mundo Monmany




Su campo de estudio es europeo, una Europa que se desborda hacia Asia, América y África, y donde, como escribió un día la brasileña Nélida Piñón, la vida «nunca fue tranquila ni suave». La zona más atendida se localiza en Centroeuropa, el Este, el Oriente, ese territorio de imperios caídos (el austrohúngaro, el Reich hitleriano, el soviético) y nacionalidades movedizas: lo que ayer era húngaro será rumano; lo alemán, polaco; lo polaco, ruso; lo italiano, yugoslavo o croata. La inestabilidad geopolítica europea habría fomentado en sus escritores una sensación de imposible arraigo, de indefensión, «de extranjería permanente y apátrida». El exilio se convierte en forma de vida, en carácter, y, en la visión de Mercedes Monmany, el escritor aparece como extensión del temperamento de sus personajes, y los personajes son atributos de su creador. No hay disyunción entre el autor y la obra.

Este amplísimo viaje literario cubre un espacio inmenso y a la vez muy limitado, entre el cosmopolitismo y el provincianismo radical. Dos ciudades podrían servirnos de síntoma: la ciudad de Czes?aw Mi?osz, la polaca Vilnius, es decir, Vilna, capital de Lituania, donde se habla polaco, ruso, lituano y yiddish; y Klagenfurt, en el sur de Austria, cuna de Robert Musil e Ingeborg Bachmann, que la encontró pueblerina a pesar de su Babel internacional de italianos, eslovenos y austríacos germanófonos. Las ciudades pueden ser personajes literarios, como descubrieron Franz Hessel, Walter Benjamin, W. G. Sebald, Olivier Rodin, Orhan Pamuk o Claudio Magris, y destaca Mercedes Monmany: ciudades como «madres amorosas y posesivas» o como atolladeros insalvables. Una novela es, a ojos del israelí David Grossman, un viaje interior, de iniciación: los libros, según Cees Nooteboom, van del punto de partida a un punto final que sugiere un nuevo punto de partida. Por las fronteras de Europa lleva un subtítulo, Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, y funciona también como una antología de citas que invitan al lector a nuevas lecturas imprevistas.

Novelas, cuentos, ensayos, obras de ficción y de historia, diarios y biografías, reportajes periodísticos y libros de viajes, merecen la atención de Mercedes Monmany, que tantea los límites entre ficción y no ficción, fluctuantes como las fronteras de los territorios literarios elegidos para su estudio. Movimientos, generaciones, analogías y afinidades se entrelazan más allá de las fechas, del uso de un mismo idioma, de la pertenencia a determinadas tradiciones o leyes religiosas. El fondo común de toda esta literatura es la crisis del pensamiento europeo y, por consiguiente, de la novela, asumida como epítome de la producción literaria. Europa sería una realidad y una idea en mutación, en fuga, rota entre dos guerras mundiales y locales a la vez, y marcada indeleblemente por la herida del Holocausto. Tal estado de cosas habría decidido los rasgos característicos de una literatura de nómadas y exiliados perpetuos, de individuos que incluso se sienten expatriados sin llegar a salir nunca de su cuarto.


Mercedes Monmany asume la consigna que Baudelaire imparte en el primer capítulo del Salón de 1846: «La crítica debe ser parcial, apasionada y política». Aquí la descripción de las obras equivale a su valoración. Excelentes serán, por ejemplo, los escritores que aciertan a «traducir, en un ambiente entre fantasmagórico y mortecino, el gris siniestro y vulgar de una dictadura», los heroicos testigos «impotentes y horrorizados» de épocas «de opresión, miedo y muerte». El objetivo de Anton Chéjov de «luchar contra la falsedad y el autoritarismo», formulado a finales del siglo XIX, se superpone a finales del XX con la definición de Milan Kundera: la novela sería antiautoritaria por naturaleza. Mercedes Monmany lo argumenta: la novela «se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas; es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario».

Se le asigna así una función a la literatura: «Sacar esqueletos de los armarios […] desnudar los cómplices silencios y mentiras de la ciudad». Deslenguada, deberá «satirizar […] absurdos ritos sociales fosilizados». Polémica, dará pie a «incómodos debates». Revelará «secretos e imposturas». Las novelas policíacas de John Banville, firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, se leerán como «crítica social, retrato de una época, indagación moral y psicológica de personajes que viven atrapados tras la imagen exterior que han creado para ofrecer una pátina de prestigio y respetabilidad». El escritor destruirá «fetiches ideológicos» y «clichés nostálgicos y sentimentales», empezando por los suyos propios. Para Mercedes Monmany, la literatura tiene un «valor depurador», siempre a contracorriente del flujo de la lengua oficial, de Estado, mayoritaria, de la que hablaban en su ensayo sobre Kafka, hace mucho, Gilles Deleuze y Fálix Guattari, recordados aquí por Magris. Las convicciones éticas se convierten en ley estética, lingüística. La primera responsabilidad del escritor sería, como dice Mercedes Monmany antes de citar a Amos Oz, evitar «la confusión o evasión deliberada del lenguaje diario empleado por todos»: raíz de todo mal es no llamar a las cosas por su nombre.

A primera vista más interpretativo que judicial, el método de Mercedes Monmany para acercarse a la obra literaria es indirectamente normativo y se atiene en lo fundamental a la clásica afirmación de I. A. Richards, en 1926: el crítico es «juez de valores». Los valores que exaltan las reseñas de Por las fronteras de Europa reciben su peso moral de su entidad estética, del atrevimiento verbal de autores que, como proponía Antonia S. Byatt, registran la ocasión en la que «el manto de lo impensable se retira […] lo bastante para poder entreverlo». Svevo y Joyce, «dos meteoritos de la incertidumbre y el malestar europeos», señalan el principio de la renovación de la prosa en el siglo XX. Pero la vitalidad de estas literaturas impertinentes parece un síntoma de agotamiento histórico: los autores extraen sus fuerzas de un momento de extenuación siempre cumplido, dilatado, renovado, superado otra vez para anunciarse de nuevo.

En Por las fronteras de Europa se utiliza un campo de adjetivos que se refieren menos a la obra que a la impresión que causa en la lectora, Mercedes Monmany, y que se le augura al futuro público lector. De la observación de la obra se deducen los efectos que causará en quien la lea. La adjetivación remite a los sentidos: el tacto, la vista, el gusto. Una novela es punzante, agridulce, perspicaz, deliciosa. Los cuentos, por ejemplo, del boloñés Silvio D’Arzo son de una «mordiente dulzura», de una «rotunda claridad». Zadie Smith es espectacular, brillante, afilada, corrosiva. Cabría hablar de una estética del Shock and Awe, si tenemos en cuenta que el guionista y actor cinematográfico danés Knud Romer «nos habla de forma espeluznante de la estela de horror y violencia, de animalidad vergonzosa y primaria, que dejan las guerras mucho después de haber acabado». La conmoción es compatible con la contención y con el desbordamiento: las desmesuras del ruso Viktor Pelevin y «su fértil y febril fantasía satírica» no desmienten las aproximaciones de John Berger al reino de lo innombrado, ni los mundos insinuados de Kazuo Ishiguro. Erri de Luca escribe una literatura medida, espiritual y despojada, pero su «afilada y estremecedora belleza […] se hace casi insoportable, espeluznante».


El humor, «ese fetiche tan útil para respirar y seguir viviendo», sería un antídoto contra «la seriedad monstruosa del poder». En manos del finlandés Arto Paasilinna se vuelve «corrosivo, absurdo y antisistema». La alemana Birgit Vanderbeke lo emplea para dinamitar y demoler. Los soviéticos Ilf & Petrov lo usaron en los años veinte del siglo pasado como «desternillante artillería de sarcasmos masacrantes». El francés Boris Vian, «imaginación en estado puro», lo vuelve feroz «en despiadadas sátiras sociales y de costumbres». Si es «disparatado, excéntrico y portador de un germen mordaz, salvaje y cáustico», el humor será «sumamente irlandés». El del inglés Evelyn Waugh también es cáustico, con «zarpazos de ironía fulminante y arrasadora». El alemán judío Edgar Hilsenrath, «insolente, deslenguado y de dudoso gusto», someterá el tema más trágico –el Holocausto– al humor judío, «vitriólico», adjetivo aplicado también al israelí, mucho más joven, Etgar Keret (1967), otro maestro de «la trituradora del humor». Materia incandescente, el humor carcome esos «estados de perversión de valores a gran escala que son las dictaduras», como dice Mercedes Monmany a propósito del rumano Norman Manea.

Pero, hablando del ensayista Pietro Citati, a quien dedica un capítulo encabezado por la rotunda afirmación de que «el escritor es la literatura», Mercedes Monmany expone su idea de crítica. Se trataría de un procedimiento «sumamente atractivo para el lector», basado en la «construcción de tramas alrededor de tramas ajenas», la narración de lo ya narrado por otros. El intérprete o médium literario conciliaría la indagación psicológica (respecto a autores y personajes: el autor se transforma en personaje) y la interpretación textual, «privilegiando tras la máscara de los sucesos […] el efecto simbólico». Mercedes Monmany cumple sus objetivos: es atenta con sus lectores y con sus escritores.

Diré también lo que no encuentro en Por las fronteras de Europa. Siendo un volumen de reseñas de cientos de obras en más de veinte lenguas traducidas al español, ¿dónde están los traductores? Sólo nombra a dos traductoras al español, Isabel Hernández y Carmen Romero, y a la traductora de Miklós Bánffy al inglés, su nieta Katalin Bánffy-Jelen, así como celebra a dos italianos, Guido Ceronetti, traductor del hebreo y el latín, y Nadia Fusini, traductora del inglés. La ausencia se siente más si pensamos que la propia Mercedes Monmany ha traducido alguna vez y con fortuna.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).


M


6

LA TRADICIÓN ALEMANA, DE LOS ALPES AL BÁLTICO







Ilse Aichinger


Cuento en espejo (fragmento)

"Si alguien saca tu cama de la sala, si ves que el cielo se pone verde y si quieres evitarle al diácono la oración fúnebre, entonces ya es tiempo de levantarte, en silencio, como se levantan los niños en la madrugada cuando la luz destella a través de las persianas, sigilosamente para que la hermana no se dé cuenta…y ¡rápido! Mas ya ha empezado el diácono, estás oyendo su voz, joven y empeñosa e incontenible, ya lo oyes hablar. ¡Deja que ocurra! Deja que sus buenas palabras se hundan en la lluvia ciega. Tu tumba está abierta. Primero deja que su rápida confianza quede desamparada y que luego sea amparada. Si lo dejas, al final no sabrá si ya había comenzado. Y como ya no lo sabe, les da la señal a los cargadores. Y los cargadores no preguntan mucho y recogen tu féretro. Y quitan la corona de la tapa y se la devuelven al joven que está parado junto a la tumba, cabizbajo. El joven recoge su corona y, cohibido, alisa todos los listones, levanta la frente por un momento, a la hora que la lluvia le arroja unas lágrimas que corren por sus mejillas. Luego el cortejo fúnebre retrocede a lo largo de las bardas. Las velas en la pequeña y fea capilla se vuelven a encender y el diácono reza las oraciones fúnebres para que puedas vivir. Al joven le estrecha violentamente la mano y, perplejo, le desea mucha suerte. Es su primer entierro y se ruboriza hasta el cuello. Y antes de que pudiera corregirse, ya el joven desaparece. ¿Qué resta por hacer? Si uno deseó buena suerte a un enlutado, no le queda otro remedio que volver a mandar a casa al muerto. "

: Última ocupación, jugar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 357


Jean Améry

Levantar la mano sobre uno mismo (fragmento)

"¡Cuántos parabienes, cuánta honra se pone en juego, se incluye tanto orgullo humano en una acción que en su indescriptibilidad debe también parecer absurda! El principio nihil está vacío, no hay duda, al contrario del principio de esperanza, que incluye todas las probabilidades de la vida, de la grande, intensa, vivida y meditada. Pero no sólo está vacío, sino que también es poderoso, ya que es la auténtica finalidad de todos nosotros. Este poder, poder del vacío, de lo indecible, poder vacío que no es designable mediante ningún signo, ni alcanzable por ninguna especulación, puede ser finalmente el que aquí llamamos, a modo de intento y bien conscientes de la insuficiencia del término, la inclinación a la muerte. Sé que sería más sencillo hablar simplemente de un taedium vitae y diluirlo en estadios determinables uno por uno, estadios previos al "suicidio", que es el término que se suele emplear. Conflictos ante los que el sujeto cree no estar a la altura. La anomie, este conjunto de condiciones que según Durkheim llevan al suicidio, bajo la influencia de las cuales la acción del individuo respecto a la sociedad queda desestructurada. Todas estas aproximaciones psicológicas, a menudo contradictorias entre sí, a veces bien fundamentadas empíricamente, son revisables siempre y están necesitadas siempre de revisión, de manera que quien lee una serie de escritos relativos al suicidio final acaba sabiendo menos que antes sobre la muerte voluntaria, excepción hecha de un par de datos empíricos, a menudo desmentidos por otros tantos. Sin embargo, está claro que es necesario construir constantemente conceptos suicidológicos y confrontarlos con la totalidad de la experiencia; la psicología es una ciencia seria, a la cual agradecemos importantes descubrimientos, aunque éstos nunca sean definitivos y siempre sean asunto de la sociedad, no del sujeto. Por tanto, es difícil contraponerse a quien prefiere hablar del taedium vitae antes que de una inclinación a la muerte. No se pueden encontrar argumentos convincentes a favor de que la muerte voluntaria sea una inclinación hacia ningún lugar. Sin embargo, quien habla desde el espacio y el habitáculo de lo inmediatamente vivido, quien experimenta la inclinación a la muerte como una donnée inmédiate de la conscience, se aferrará a su punto de vista frente al de la ciencia. "

: Un muerto en vacaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 360

Ingeborg Bachmann

Réquiem por Fanny Goldmann (fragmento)

"Cuando Fanny Goldmann preguntaba, raras veces por cierto, qué había encontrado en ella, él miraba resignado o soltaba una risita pueril, en una ocasión respondió, tú no lo entiendes, es una belleza en la cama y una belleza en el escenario, entre medias no hay nada por lo visto. Vaya, Fanny se hacia la sorprendida, y volvía a la carga: ¿Qué quería de ti? Nada, contestó Goldmann, es eso, nada, igual que tú, dijo aun viendo la expresión de enfado de Fanny, pero es cierto. Ni una ni la otra queríais nada. ¿Ves el parecido? Ahora esto tampoco te gusta. Y Fanny, que se negaba en voz alta, y aún más alta por dentro, a aceptar el más mínimo parecido con la Malina, buscó y rebuscó algún detalle terrible de la Malina, algo susceptible de convencer incluso a Goldmann, y dijo, en el estado de lucidez propio del odio, esa persona es incapaz de amar a nadie, has visto alguna vez que quisiera a alguien, siempre se muestra amable y cortés. Es un mero instrumento, no debería vivir siquiera.
Pues eso mismo digo, señaló Goldmann, y ella no me aseguró, ni a mí ni probablemente a nadie, que amara a alguien, sabes, es algo que pasa a tu lado sin tocarte, y no quiero decir que amara solamente haciendo de Julieta, porque sería demasiado simple y, además, odiar, tolerar, aguantar, y no llega tan lejos en la realidad, no dispone de tiempo para ello, y cuando tiene tiempo, parece como si nadie fuese de verdad la persona apropiada para inspirarle todo cuanto sería capaz de generar, porque lo tiene, a veces, en la cama, cierra los ojos y hace el amor, pero estoy convencido de que es con alguien inexistente. Eso la convierte en una persona poco vistosa, no brilla para nadie, y tú, belleza mía, tú brillas, para mí, añadió riendo, y para los otros.
Odio, dijo Fanny, odio que alguien sea tan monstruoso, y ella lo es.
El rencor sordo de Fanny hacia Malina, rencor que nunca encontró nada que lo nutriese de verdad, fue para Fanny un primer y duradero dolor; según Goldmann, era una lástima, ella nunca debía caer en manos de personas que lo provocaran, porque ella quería y debía ser bella, inocente y generosa, ella no toleraba una deformación de la Fanny ideal, no se perdonaba el hecho de estar desfigurada por la envidia y, en consecuencia, no perdonaba a Malina que significara un desafío viviente. "


: Un sadismo de la vida privada . . . . . . . . . . . . . . 366

Peter Bichsel

En realidad, la señora Blum quisiera conocer al lechero (fragmento)

"El lechero escribió en una nota: «Hoy no queda mantequilla, lo siento». La señora Blum leyó la nota e hizo las cuentas, movió la cabeza y volvió a sumar, luego escribió: «Dos litros, cien gramos de mantequilla, ayer no había mantequilla y me la cobró».
Al día siguiente el lechero escribió: «Disculpe». El lechero viene a las cuatro de la mañana, la señora Blum no lo conoce, tendría que conocerlo, pensaba a menudo, un día tendría que levantarme a las cuatro para conocerlo.
La señora Blum teme que el lechero pueda estar enfadado con ella, que el lechero pueda pensar mal de ella, su lechera está abollada. "


: Microhistorias al borde del haiku . . . . . . . . . . . . . . . . . 371

Hans Fallada






Gustavo el férreo (fragmento)


"Vivía en un mundo hechizado. En la ciudad seguían los tiroteos, a pesar de que los independientes y los socialistas gubernamentales se habían unido y habían llegado incluso a formar una especie de Gobierno con ministros y secretarios de Estado. Y tanto en la ciudad como en los suburbios seguían los saqueos; la mayor parte del tiempo los establecimientos tenían corridas las verjas, aunque poca protección ofrecían contra la nueva especie de escalo, en el que se utilizaban bombas de mano.
Heinz contemplaba todo aquello en sus varias andanzas por la ciudad. Y oía y leía de la lucha en torno a una unión nacional reclamada con insistencia. Los Consejos obreros estaban en contra de ella en partes iguales, pero los Consejos de soldados estaban, también en partes iguales, a su favor. Y todos los antiguos partidos, los avanzados, los nacional—liberales, el centro y los conservadores, volvieron a surgir de pronto, exigiendo a sus afiliados que apoyaran al nuevo Gobierno. Y éste levantó el estado de sitio, la censura de Prensa, amnistió a todos los inculpados políticos, prometió libertad de cultos y opiniones, la jornada de ocho horas, combatir la escasez de viviendas, otorgó el socorro a los parados y aseguró la protección de la propiedad y de las personas; prometió también la suficiente alimentación al pueblo...
Y continuaban los robos y los asesinatos. Las colas ante las tiendas de comestibles iban alargándose cada vez más. Heinz Hackendahl lo contemplaba, pero era un hechizado y apenas se fijaba en lo que una semana antes le hubiera apasionado. Pasaba de largo ante todo ello. Ya no vivía del todo en este mundo...
Por ello apenas levantó la vista cuando el padre le dijo, un día:
—¿Cuándo vas a examinarte?
—No lo sé, padre. Hasta Pascua lo menos.
La verdad era que Heinz no lo sabía en realidad, pues no había vuelto a asistir a la escuela.
—¡Pues preocúpate de ello! Hasta Pascua te seguiré teniendo conmigo y alimentándote... Luego, ¡se acabó!
Poniendo un poco más de atención, miró Heinz al rostro de su padre:
—¿Entonces no hay nada de los estudios superiores?
Le miró con atención, y el rostro del padre enrojeció.
A poco dijo el viejo Hackendahl, sin ningún resentimiento:
—Con el último dinero que me quedaba, me he comprado a Peceño. ¿Lo has visto ya?
Heinz asintió.
—Un caballito magnífico —dijo el viejo, más calurosamente—. Le pone a uno de buen humor. Del último resto he procurado asegurar para siempre el alojamiento de madre y mío. También me he desprendido de la casa. ¡Ya está todo pateado!
—¿Entonces es que también has perdido los empréstitos de guerra?
El viejo asintió y miró con interés a su hijo.
Éste se limitó a sonreír. Pensaba en Erich. Pero ¿para qué iba a decirle a su padre nada de Erich? Padre tenía sus preocupaciones. Erich tenía las suyas, y él, Heinz, llamado Bubi, tema mayores cuidados que todos ellos. Era cosa de cada uno. "

: La tragedia de un hombre corriente . . . . . . . . . . . . . . . 373

Julia Franck



Yo estaba triste. Su forma de invitarme a reunirme con él sonaba casual, como si no estuviera asustado, como si no estuviera temblando.


Los libros me tocan, son ellos los que pueden crear estados de ánimo en mí, pueden llevarme de un estado de ánimo feliz y despreocupado a uno reflexivo, de un estado de ánimo temeroso a uno confiado.

: Las vidas de los otros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 377


Max Frisch: 



Barba Azul (fragmento)


"Se sobrevalora la memoria de la gente que lee todos los días la prensa sensacionalista. Puedo ir sin más a un kiosco donde hace pocas semanas estaba todavía mi retrato: Schaad sin coartada / El caballero Barba Azul a juicio / Médico casado siete veces. Además, llevo el mismo traje que llevaba en el juicio. Incluso cuando me compro unas gafas nuevas y el óptico, después de haber apuntado él mismo mi nombre, tiene que mirar los ojos del cliente para medir la distancia que hay entre las pupilas, ni aun entonces me siento reconocido.
[...]
Estaba empapado de sudor… Sólo sé una cosa: de repente aquello era una mafia, o a mí me lo parecía; no me sorprendía: cuando voy a poner otra vez la cruz en el portaequipajes, resulta que me han robado el coche. ¡Delante de los que habían visto aquello! Pero ellos no saben nada, o ya no están...
Salir de viaje no sirve para nada: Japón, por ejemplo, donde nadie sabe que me han acusado, ni nadie ha oído a los testigos; luego, con la mano extendida sobre la rodilla izquierda, o la derecha, estoy sentado en un banco de los jardines imperiales de Kyoto y oigo el informe pericial del psiquiatra.
[...]
Jardines de rocalla, etc., las pescadoras de perlas en tal o cual sitio; esto es cosa que la gente conoce aunque no hayan estado nunca en el Japón. No es bastante para una coartada. Aunque cuente cómo la masajista japonesa se pasea por mi columna vertebral con sus pequeños talones, esto no demuestra que hoy me encuentre en el Japón; también esto puedo haberlo leído en alguna parte. "

Releyendo mitos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 379

Friedrich Glauser

El reino de Matto

«-Al ver a la gente encerrada, doctor, no pude menos que imaginar doctor que el manicomio era una gigantesca tela de araña en medio del país y que los hilos de su red alcanzaban incluso los pueblos más retirados. En la telaraña, sabe usted, se agitan los allegados de los pacientes tratndo de liberarse de ella, Y teje los verdaderos hilos del destino, la araña – quiero decir, el manicomio- o Matto, como usted prefiera….
Laduner levantó la vista del periódico:
-Es usted un poeta, Studer. Un poeta secreto. Y eso es sin duda un punto en contra del oficio que le ha tocado ejercer. Si no fuera usted poeta, se habría adaptado a la realidad y no habría sufrido la historia con el coronel Caplaun…Pero es así, usted es un inspector poético.
Que eso ya se le había pasado por la cabeza alguna vez, dijo Studer en tono seco. Pero lo poético estaba no obstante relacionado con la imaginación, con la fantasía ¿no? Y no había que despreciar para nada la fantasía. El doctor le había aconsejado ponerse en el lugar de diferentes personas, en cierto modo embutirse en pieles ajenas; él hacía lo que podía en ese sentido.

: Locura y montañas suizas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 382

Günter Grass

El tambor de hojalata (fragmento)

"Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules. Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solidifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas penas de madera. Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos. Mi cama metálica esmaltada en blanco sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado. Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo del pie de mi cama. Mientras dura su visita --y los abogados tienen siempre mucho que contar-- este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad. Luego de haber depositado sus regalos sobre la mesita de noche tapizada de tela blanca encerada, debajo de la acuarela de las anémonas, luego de haber logrado exponerme en detalle sus proyectos de salvación, presentes o futuros, y de haberme convencido a mí, al que infatigablemente se empeñan en salvar, del elevado nivel de su amor al prójimo mis visitantes acaban por contentarse de nuevo con su propia existencia y se van. Entonces entra mi enfermero para airear el cuarto y recoger los cordeles con que venían atados los paquetes. A menudo, después de ventilar, aún halla la manera, sentado junto a mi cama y desenredando cordeles, de quedarse y derramar un silencio tan prolongado, que acabo por confundir a Bruno con el silencio y al silencio con Bruno. Bruno Münsterberg --éste es, hablando ahora en serio, el nombre de mi enfermero-- compró para mí quinientas hojas de papel de escribir. Si esta provisión resultara insuficiente, Bruno, que es soltero, sin hijos y natural de Sauerland, volverá a ir a la pequeña papelería, en la que también venden juguetes, y me procurará el papel sin rayas necesario para el despliegue exacto, así lo espero, de mi capacidad de recuerdo. Semejante servicio nunca habría podido solicitarlo de mis visitantes, de mi abogado o de Klepp, por ejemplo. Sin la menor duda, el afecto solicito hacia mi persona había impedido a mis amigos traerme algo tan peligroso como es el papel en blanco y ponerlo a disposición de las sílabas que incesantemente segrega mi espíritu.


(...)
¿Qué más diré? Nací bajo bombillas, interrumpí deliberadamente el crecimiento a los tres años, recibí un tambor, rompí vidrio con la voz, olfateé vainilla, tosí en iglesias, nutrí a Lucía, observé hormigas, decidí crecer, enterré el tambor, huí a Occidente, perdí el Oriente, aprendí el oficio de marmolista, posé como modelo, volví al tambor e inspeccioné cemento, gané dinero y guardé un dedo, regalé el dedo y huí riendo; ascendí, fui detenido, condenado, internado, saldré absuelto; y hoy celebro mi trigésimo aniversario y me sigue asustando la Bruja Negra. "Amén". Deje caer el cigarrillo apagado. Fue a parar a las planchas de la escalera eléctrica. Después de haber ascendido por algún tiempo en dirección del cielo en un ángulo de pendiente de cuarenta y cinco grados."


: Luz verde en el Báltico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385



Peter Handke



La tarde de un escritor (fragmento)

"A pesar de lo mucho que le atraía salir, tardó, como siempre, en hacerlo. Primero abrió las puertas de todas las estancias de la planta baja, de forma que la luz que venía de todos los puntos cardinales se entremezcló como siguiendo un juego. La casa parecía deshabitada. Era como si estuviera reclamando que no sólo se trabajara y se durmiera en ella, sino que también se viviera. Cosa de la que, sin duda, el escritor era incapaz desde hacía mucho tiempo, igual que de llevar una vida en familia. Los tresillos, las mesas–comedor o los pianos le producían, nada más verlos, una sensación extraña, nada hogareña; los baffles, las tablas de ajedrez, los jarrones, incluso las librerías ordenadas le chocaban; en su casa los libros se apilaban en el suelo o en el alféizar de la ventana. Únicamente de noche, sentado a oscuras donde fuera y teniendo ante sí unas estancias en hilera justamente iluminadas, o ésa era su impresión, por las luces de la ciudad y su reflejo en el cielo, experimentaba una especie de bienestar. Esas horas en las que ya no tenía, por fin, que cavilar ni prever, sino que simplemente permanecía sentado en silencio, recordando todo lo más, eran en efecto sus horas predilectas en la casa, y él las prolongaba hasta que esa meditación quedaba imperceptiblemente convertida en unos sueños igual de pacíficos. En cambio durante el día, sobre todo después de haber trabajado, ese silencio en seguida le parecía demasiado. Escuchar el ruido del lavavajillas en la cocina y el zumbido de la lavadora centrifugando en el baño—y a ser posible las dos a un tiempo— era casi un alivio. Incluso sentado al escritorio fue necesitando, con el tiempo, los ruidos del mundo exterior: una vez, tras llevar meses escribiendo en la torre de un rascacielos prácticamente aislado contra el ruido. "



Una estética de la resistencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 390

Franz Hessel



MARLENE DIETRICH

Una joven alemana, hija de Berlín, se ha convertido en la estrella de Hollywood y Nueva York. En Estados Unidos, aviones que llevan su nombre en letras gigantescas sobrevuelan las cabezas de la gente. Los periódicos norteamericanos pregonan en titulares y columnas todo lo que se puede relatar sobre los triunfos de esta mujer, todo lo que se puede averiguar sobre su vida privada, sus opiniones, sus vivencias. En París se estrena ahora la película con la que comenzó su fama en Europa1 —en América fue Marruecos—, con textos en alemán. Y los franceses, que ante cualquier reconocimiento de los artistas extranjeros siempre suelen mostrar cierta reserva, poniendo de relieve lo que sus obras tienen de particular y exótico y lo que las distingue de las propias obras francesas, en esta mujer admiran y alaban a la mujer como tal, a la hembra que, bajo una apariencia contemporánea, manifiesta su esencia primigenia. 

1 Se trata de El ángel azul (1930), de Josef von Sternberg. [Salvo que se indique lo contrario, todas las notas son de la traductora].

: París era una patria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393

Edgar Hilsenrath



«Fuck america» ( fragmento)

Cuando Nathan Bronsky contempló la Estatua de la Libertad, se le escapó un pedo de puro terror, creyó que se trataba del Cónsul General.

    —¿Qué pasa, Nathan?—preguntó su mujer.

    —¡Es el Cónsul General!—dijo Nathan Bronsky.

    —¿El Cónsul General?

    —El Cónsul  General.

    —¿Estas seguro?

    —Completamente.

 —Me gustaría decirle un par de cosas al Cónsul General —dijo Nathan Bronsky—. Pero no sé una palabra en inglés.

   —Sabes dos—dijo su mujer.

   —¡Es verdad!—dijo Nathan Bronsky—. Me sé dos palabras. Dos palabras en inglés.

   —¡Demuéstrale al Cónsul General tus conocimientos de inglés!—dijo su mujer

Nathan Bronsky miró al Cónsul General directamente a los ojos. Pensaba en el año 1939 y en la carta del Cónsul General que había enterrado todas sus esperanzas. Pensaba en los muchos cientos de miles que, como él, habían llamado a las puertas de la América desesperadamente, la tierra de la Libertad, que nos les quería… por aquel entonces. Se acordó de la excusa barata de las cuotas de inmigración. «FUCK AMERICA», le dijo

Nhan Bronsky al Cónsul General. En voz a grito.

 ¿«Fuck america»?—le preguntó su pariente adinerado.

—Fuck America!—dijo Nathan Bronsky.


: Bronsky se confiesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 395

Ricarda Huch

El último verano


De Liu a Konstantín 

Kremskoie, 5 de mayo de 19... 

Querido Konstantín: Acabo de tomar posesión de mi nuevo cargo y quería contarte cómo se presentan las cosas. No dudo de que conseguiré mi objetivo; las circunstancias parecen ser incluso más favorables de lo que suponía. He despertado simpatía en toda la familia del gobernador; nadie muestra la más mínima desconfianza hacia mí. En realidad, es natural: solo nosotros, los que estamos al corriente, podríamos temer lo contrario. En caso de que el gobernador haya pedido referencias sobre mí, es imposible que estas sean desfavorables: desde la escuela primaria hasta la universidad mis notas son brillantes, y lo único que quizás podría hablar en mi contra –el hecho de que me llevo muy mal con mi padre– no constituye un argumento de peso, ya que todo el mundo conoce su carácter tiránico y excéntrico. Aunque me inclino a creer que el gobernador no ha pedido ningún informe; su confianza es tal que casi rozaría la ingenuidad si no fuera porque su inocencia tiene que ver más bien con su intrepidez y con su juicio erróneo sobre el ser humano. Además, me el último verano 20 parece que mi empleo aquí es obra de su mujer, quien, temerosa por naturaleza, no piensa más que en el modo de proteger la vida de su marido desde que recibió la carta amenazadora. Tampoco ella es desconfiada: si por un lado presiente peligros imposibles en todos los rincones de la casa, por el otro sería capaz de ofrecer un plato de sopa al asesino si creyera que el pobre hombre no ha comido nada caliente.


: Antes de la revolución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397

Daniel Kehlmann


Tyll (fragmento)


"Tampoco su pobre Federico se había atrevido a decir nada del cuadro. Y cuando ella, muerta de risa, le había explicado que no era más que una broma y que el lienzo no estaba embrujado, el rey se había limitado a asentir con la cabeza y a mirarla, presa de ciertas dudas.
Liz siempre había sabido que no era precisamente una mente privilegiada. Era evidente desde el principio, pero en un hombre de su rango tampoco importaba mucho. Un príncipe no hacía nada, y casi habría resultado un ultraje que fuera demasiado inteligente. Los que tenían que ser inteligentes eran los súbditos. Él ya era él, con eso bastaba, no hacía falta más.
Así estaba dispuesto el mundo. Había unas cuantas personas de verdad, y luego estaba el resto: una armada de sombras, el gran ejército de figuras de fondo, un pueblo de hormigas que correteaban por la tierra y cuyo elemento común era que todos carecían de algo. Nacían y morían, eran como esas manchas de vida parpadeante que arroja una bandada de aves: si desaparecía uno, apenas se notaba. Las personas importantes eran muy contadas.
Que su pobre Federico tenía pocas luces, además de ser un poco enfermizo, con tendencia al dolor de estómago y de oídos, se había visto ya cuando viajó a Londres a los dieciséis años, todo vestido de armiño blanco y con un séquito de cuatrocientas personas. Y si viajó a Londres fue porque los demás pretendientes habían puesto tierra de por medio elegantemente o no habían formalizado ninguna propuesta en el momento decisivo; primero había dicho que no el joven rey de Suecia, luego Mauricio de Oranien, luego Otto de Hesse. Después, durante un tiempo se estuvo contemplando un plan no poco audaz de casarla con el príncipe del Piamonte, que no tenía dinero, pero no dejaba de ser sobrino del rey de España. El viejo sueño de papá de reconciliarse con España… Solo que los españoles no habían mostrado entusiasmo alguno, y así se habían encontrado con que el único candidato restante era Federico, aquel príncipe elector alemán al que vaticinaban un gran futuro. El canciller del Palatinado pasó meses en Londres, negociando hasta que lograron ponerse de acuerdo: cuarenta mil libras para Alemania a modo de dote de parte de papá a cambio de diez mil libras anuales del Palatinado a Londres.
Tras la firma del acuerdo, había acudido a Inglaterra el príncipe Federico en persona… paralizado por la inseguridad. Nada más empezar su discurso de salutación, había trastabillado, y era manifiesto cuán penoso era su francés, así que, antes de que lo bochornoso pudiera ir a más, papá se había puesto en pie por las buenas y se le había acercado para darle un abrazo. A continuación, los labios afilados y secos del pobre muchacho habían respondido con el beso de saludo que prescribe el protocolo.
Al día siguiente habían hecho una excursión por el Támesis en la barca más grande de la corte, solo que mamá no había querido ir, porque consideraba que un príncipe elector del Palatinado no estaba a la altura. Por más que el canciller asegurase, aportando una serie de certificados ridículos de los juristas de su corte, que un príncipe elector tenía el mismo rango que un rey, todo el mundo sabía que tal cosa era una soberana estupidez. Solo un rey era un rey.
Federico se había pasado la excursión apoyado en la borda, tratando de disimular el mareo. Tenía ojos de niño, pero se había mantenido de pie y tan tieso como solo los mejores preceptores reales son capaces de enseñar. Seguro que eres buen espadachín, había pensado ella; y feo no eres. No te preocupes, habría querido susurrarle Liz, ahora me tienes a tu lado.
Y ahora, tantos años más tarde, seguía siendo capaz de mantenerse tieso como nadie. Sin importar lo que hubiera pasado, hasta qué extremo lo hubieran denigrado y convertido en el hazmerreír de Europa, él seguía siendo capaz de guardar la compostura perfecta, de pie, con la cabeza ligeramente echada hacia la nuca, sacando la barbilla, los brazos cruzados a la espalda… y también seguía teniendo esos ojos de ternero tan bonitos.
Liz quería mucho a su pobre rey. No podía evitarlo. Todos esos años los había pasado a su lado, y le había dado tantos hijos que ya había perdido la cuenta. A él lo llamaban «el rey de un invierno», a ella, «la reina de un invierno», los destinos de ambos estaban unidos y nada habría de separarlos. En su día, durante aquella excursión por el Támesis, no imaginó nada de todo aquello, solo pensó que tendría que enseñarle unas cuantas cosas a aquel pobre muchacho, porque, cuando estás casado con alguien, también tienes que hablar, y con aquel pasmarote podía resultar difícil. Al parecer no tenía ni idea de nada. "


: Siempre conectados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 399

Victor Klemperer:



LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo (fragmento)

"Observaba cada vez con mayor precisión cómo charlaban los trabajadores en la fábrica y cómo hablaban las bestias de la Gestapo y cómo nos expresábamos en nuestro jardín zoológico lleno de jaulas de judíos. No se notaban grandes diferencias; de hecho, no había ninguna. Todos, partidarios y detractores, beneficiarios y víctimas, estaban indudablemente guiados por los mismos modelos.
El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente.
En la idea de la raza, reducida y centrada en el antisemitismo y activada mediante este, se basa la peculiaridad del nacionalsocialismo respecto a otros fascismos. De él extrae todo su veneno. La característica alemana básica de la desmesura, de llevar las consecuencias lógicas hasta el extremo, de intentar asir lo ilimitado, proporcionaban un exuberante caldo de cultivo para la idea de la raza. "


 ¿Por qué estuvo usted en la cárcel? . . . . . . . . . . . . . 

Wolfgang Koeppen

Palomas en la hierba (fragmento)

"Sin hacer nada charlando soñando, pequeños sueños planos y complacientes en un eterno dormitar, un dormitar de dicha, soñador, cuarentona guapa busca caballero en posición asegurada, se sentaban las mujeres, las que vivían de las pensiones del Estado, los desembolsos asegurados en caso de muerte, las pensiones de divorcio y las indemnizaciones por separación, en el Café de la Catedral. También la señora Behrend amaba esos lugares, el lugar de reunión preferido de sus almas gemelas, donde junto al café y la nata era posible entregarse complacidas al dolor del abandono, complacidas a la amargura de la decepción. Carla aún no tenía ni pensión ni renta, y la señora Behrend vio con temor e incomodidad salir a su hija de la sombra de la torre de la catedral y entrar a la luz de color rosa bombón del farol, a ese cómodo puerto de la vida, a la bahía de tranquilo chapoteo, al vedado de los amablemente preocupados, una perdida. Carla estaba perdida, era la víctima, una víctima de la guerra, había sido arrojada a un monstruo devorador, se evitaba a la víctima, estaba perdida para la madre, para el decente círculo de la madre, para todo origen y moral, arrancada a la casa paterna. Pero, ¿qué importaba? Ya no había casa paterna.
Cuando la casa quedó destruida por los bombardeos, la familia se había disuelto. Los lazos habían saltado por los aires. Quizá la bomba sólo había puesto de manifiesto que eran vínculos laxos, una cuerda de costumbre trenzada de azar, error, decisiones erróneas y estupidez. Carla vivía con un negro, la señora Behrend en una buhardilla con las notas amarillentas de los conciertos en la plaza, y el director de orquesta tocaba, arrojado a los brazos de una ramera, para las fulanas. Cuando vio a Carla, la señora Behrend miró inquieta en redondo para ver si había amigas, enemigas, amigas enemigas, conocidas sentadas cerca. No gustaba de mostrarse en público con Carla (¿quién sabe? quizás aparezca también su negro, y las damas del café verían la vergüenza), pero la señora Behrend aún temía más las conversaciones con Carla en la soledad de la buhardilla. Madre e hija ya no tenían nada que decirse, Y Carla, que había buscado a la se­ñora Behrend en el café que conocía como sede vespertina de su madre, con el sentimiento de tener que verla antes de ir a la clínica para abortar el fruto indeseado de! amor, ¿del amor? ah, ¿era amor? ¿No era sólo soledad compartida, desesperación del ser arrojado al mundo, el cálido yacer persona contra persona? y ese ser cercano y ajeno que había en su vientre, ¿no era sólo fruto de la costumbre, de la costumbre de un hombre, de sus abrazos, su penetración, fruto de la pequeña contención, fruto del miedo, del no poder resistir sola, que a su vez había engendrado nuevo miedo, que quería dar a luz nuevo miedo? Carla vio a su madre con su cara de pez, su cabeza de platija, con un rechazo frío de pez, su mano se mezclaba con la cucharita de café y nata y era como la aleta de un pez, la aleta un poco temblorosa de un pez lamentable en un acuario, así lo veía Carla ¿era una visión deformante? ¿Era ese el verdadero rostro de su madre? seguro que otro distinto se había inclinado sobre la cuna de Carla, y sólo entonces, después, mucho después, cuando no había nada pequeño que cuidar y que hacer, el pez se había escapado de su piel, la cabeza de platija, y el sentimiento de Carla, que la había impulsado a ver a su madre, a intentar una conversación, murió cuando llegó hasta el sitio en el café de la señora Behrend. Por un momento, la señora Behrend tuvo la sensación de que no era su hija, sino la torre de la catedral la que se alzaba opresiva ante ella. "

: El genio en sus horas de trabajo . . . . . . . . . . . . . 406


Gertrud Kolmar 

DE LA OSCURIDAD
De la oscuridad vengo yo, una mujer.
Llevo un niño, ya no sé de quién;
en otro tiempo lo supe.
Pero no hay más hombre para mí...
Todos se han hundido a mi paso, como un riachuelo
que la tierra bebió.
Avanzo, más y más lejos.
Porque quiero alcanzar las montañas antes de que se haga
de día, y ya se apagan las estrellas.

De la oscuridad vengo yo.
Marchaba sola por las oscuras callejas
cuando de pronto se abalanzó una luz, despedazando
con sus garras la blanda negrura,
el leopardo a la cierva,
y una puerta abierta del todo escupió una espantosa
algarabía, un griterío salvaje, un aullido animal.
Unos borrachos se revolcaron...
Todo esto lo sacudí del borde de mis ropas por el camino.

Y atravesé el mercado desierto.
Las hojas nadaban en los charcos, que reflejaban la luna.
Perros flacos, ansiosos, olisqueaban desperdicios
sobre las piedras.
Pisoteadas, se pudrían las frutas,
y un viejo cubierto de harapos seguía torturando
su pobre instrumento de cuerda.
Cantaba en voz baja un desafinado lamento,
sin ser oído.
Y aquellas frutas que en otro tiempo maduraron al sol,
con el rocío,
aún soñaban con el perfume y la dicha de la amorosa flor,
pero el mendigo quejumbroso
hacía tiempo que lo había olvidado y no conocía ya
más que el hambre y la sed.

Ante el palacio del poderoso me detuve en silencio,
y cuando pisé el escalón más bajo,
el porfirio rojo carne estalló, partiéndose
bajo mi suela.
Me volví
y miré hacia arriba, hacia la ventana vacía, la tardía vela
del pensador,
que meditaba, meditaba, y jamás se libró de su pregunta,
y hacia la lamparilla velada del enfermo que, por supuesto,
no estudió
la forma en que habría de morir.
Bajo los arcos del puente
dos esqueletos horribles se pegaban por el oro.
Yo alcé mi pobreza como un escudo gris ante mi rostro
y seguí mi camino sin ser molestada.

A lo lejos el río habla con sus orillas.

Ahora tropiezo al subir por el sendero de piedra,
recalcitrante.
Los guijarros, los matorrales de espinas hieren las manos
que tantean a ciegas:
esperan un gruta,
que en la más profunda hendidura alberga al cuervo
verde metálico, el que no tiene nombre.
Entraré ahí,
me acurrucaré bajo la sombra de sus grandes alas
y descansaré.
Amodorrada, escucharé cómo crece la muda voz de mi hijo
y dormiré, con la frente inclinada hacia el este,
hasta la salida del sol.


y los poetas de Auschwitz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 412


Alexander Lernet-Holenia


Mayerling (fragmento)

"Todos procuran salvarla mediante un Estado federal, pero su división la llevará aún con mayor rapidez al derrumbamiento. ¡Ahórreme su separatismo y su chauvinismo! Acuérdese de la lealtad hacia mi padre, a la cual no está menos obligado que yo mismo. Le ruego que me deje, pero antes de irse quiero decirle que mi último consejo es el siguiente: No cargue con la responsabilidad de haber sido quien enterró a la monarquía, sino déjeselo a los checos, o a los polacos, o a la Gran Alemania, en fin, a alguno de esos pueblos que están preparados para este trabajo de descuartizamiento político.
Con estas palabras dejó a la delegación y se apresuró a salir de la estancia. Los magnates se quedaron todavía unos momentos comentando entre sí y discutiendo la inaudita agresividad del príncipe heredero. Después descendieron la escalinata, montaron en su carruaje y partieron.
Entretanto, Rodolfo erraba por las oscuras habitaciones como huyendo de sí mismo. En ellas encontró a la baronesa Vetsera sola. La condesa Larisch, después de intentar en vano que María regresara con ella a la capital, se había ido antes que los nobles húngaros. Al llegar a Viena no se quedó en la ciudad. Después de mandar una desesperada y confusa carta al jefe de policía, casi huyó — como su primo Rodolfo por las estancias de Mayerling — hacia su posesión de Pardubitz.
La carta remitida por ella al jefe de policía, carecía de membrete y decía:
«No se podrá evitar investigar el futuro. Pero es conveniente que el pasado quede tan inexplorado como sea posible. Por favor, haga cuanto pueda en este sentido. Los sucesos pasados no sirven ya para nada y para los acontecimientos venideros no nos queda otra solución que seguir el camino normal.
»Mi petición atañe sólo a tratar discretamente el asunto hasta el día de hoy, porque no es necesario ni conveniente que personas totalmente inocentes se vean mezcladas en él. Pongo toda mi confianza en usted, mi querido barón. Yo no obro en mi propia conveniencia.
»Con los mejores saludos,
Su rendida Condesa L.»
El jefe de policía recibió la carta aquella misma noche, al regresar a su casa después de haber cenado con el archiduque Guillermo. En aquellos momentos estaba conversando con Elena Vetsera, la madre de María, y con el tío de ésta, Alejandro Baltazzi, que lo habían visitado y le informaban del encuentro entre Enrique Baltazzi y el príncipe heredero en el bosque de Mayerling y de la herida del primero. Le comunicaron también que María había sido vista en el coche del príncipe y que estaba fuera de toda duda de que la joven se encontraba ahora con él en Mayerling. Elena Vetsera conjuró al jefe de policía para que le devolviese su hija.
El barón Kraus respondió, como era su costumbre, que él no podía intervenir en todo este asunto. Prescindiendo incluso de que fue Enrique Baltazzi quien agredió al príncipe heredero, no podía él, simple jefe de policía, pedir cuenta de nada a ningún miembro de la casa imperial, ni mucho menos podía entrar a la fuerza en un edificio de la corte, entre los cuales podía contarse a Mayerling. "

: Un maestro de lo fantástico . . . . . . . . . . . 415


Klaus Mann

Mephisto (fragmento)

"¡Esta es su carrera! El sueño se convierte en realidad. No hay más que saber soñar con la suficiente intensidad, piensa Hendrik, y del deseo surge la realidad. ¡Ah, es más fantástico de lo que nunca se hubiera atrevido a soñar! En todos los periódicos que ojea aparece su nombre, la experta Bernhard se ocupa de la publicidad, y ahora su nombre aparece escrito correctamente, en letras casi tan grandes como los nombres de las famosas estrellas cuya carrera seguía él, lleno de envidia, en la cantina del teatro de provincias. Una revista gráfica en primera página una foto de Hendrik. ¿Qué cara pondrá Kroge cuando la vea? ¿Y la viuda del cónsul Monkeberg? ¿Y el consejero Bruckner? Todos los que se mostraban escépticos con respeto a Hofgen seguirán ahora respetuosos su carrera, que asciende en una curva tan empinada que produce vértigo.
Al final de la temporada 1929-30 Hofgen está sin comparación mucho más arriba que al principio. Todo le sale bien, cada intento se convierte en un triunfo. En los teatros del Maestro tiene casi más influencia que el propio jefe, quien, por cierto, no pasa mucho tiempo en Berlín, sino mayormente en Londres, Hollywood o Viena. Hofgen domina al señor Katz y a la señorita Bernhard; desde hace mucho tiempo consigue de ellos lo que quiere, como antes lo conseguía de Schmitz y de Hedda. Hofgen decide qué obras se aceptarán, cuáles serán rechazadas, y junto con la Bernhard reparte los papeles a los actores. Lo adulan los autores que quieren ver sus obras en escena, lo adulan los actores que quieren trabajar, lo adula también la sociedad, o el montón de ricos snobs que se hacen llamar así. Es el hombre del momento.
Todo es de nuevo como había sido en Hamburgo, aunque con más estilo, en otras dimensiones. Dieciséis horas de trabajo al día, y en algunos intervalos interesantes crisis nerviosas. En el elegante club nocturno Zum Wilden Reiter, donde Hendrik reúne a sus admiradores entre la una y las tres de la mañana, cae de la alta banqueta junto a la barra con el vaso de coctel en la mano: es un ligero desvanecimiento, nada importante, para obligar a todas las damas a gritar; la señorita Bernhard está a mano con un frasco de sales, siempre hay en las cercanías alguna persona leal cuando a Hofgen le dan sus ataques. Estas pequeñas crisis de nervios se las permite muy a menudo, y le dan de muy diversas maneras: desde el suave temblor o el tranquilo desvanecimiento hasta los gritos acompañados de fuertes convulsiones. Le sientan bien, le refrescan como baños curativos y le procuran nuevas fuerzas para continuar su existencia pretensiosa, agotadora, llena de placeres. "


: El hijo rebelde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 418


Robert Menasse


La capital (fragmento)

"De la mano del hombre no puede surgir una perfección que pueda compararse con la perfección de Dios, ni siquiera cuando el hombre cree que con esa pretensión le rinde el máximo honor. La basílica de Santa María, que se rebelaba contra el mercado pisándoles así simbólicamente los dedos de los pies a los hombres que se dedicaban allí a sus negocios, mientras que ella al mismo tiempo se empinaba para asir las estrellas, con una torre se quedaba corta, con la otra ya estaba más cerca del cielo, expresión del afán humano, que crece pero que fracasa en la perfección: esa iglesia era para Matek la expresión más significativa de la relación de los hombres con Dios. Muy distinta de Notre-Dame; un año antes Matek había tenido una misión en París. Como es natural, quiso ver la catedral de Notre-Dame y como es natural se quedó impresionado en un primer momento cuando se encontró delante de ella. Pero... ¿qué? Entonces lo había comprendido. Esa mente limitada, en el fondo endiosada, con la que se esperaba que unas reglas geométricas, aplicadas a pomposas dimensiones, pudieran reflejar la armonía divina del universo le había irritado, lo vio como una blasfemia. Y ésa era seguramente la razón por la que Dios había sido un frío e indiferente espectador cuando el herético filósofo Abelardo fornicó con la sobrina del canónigo, Eloísa, en el altar de esa catedral. Matek estuvo escuchando cuando una guía contó en esa iglesia, delante del altar, a un grupo de turistas ingleses que no paraban de reír, la siguiente historia: Y aquí ocurrió, sobre este altar, ladies and gentlemen. Aquí el joven profesor de filosofía Pedro Abelardo desfloró a su gran amor, Eloísa, la sobrina del canónigo de esta catedral. Abelardo y Eloísa, tan cantados y tan celebrados, ¡éste es el altar de su amor! Matek encontró la decisión del canónigo de hacer castrar al tal Abelardo completamente adecuada y justificada, y hasta benévola, pero incluso ese castigo que se llevó efectivamente a cabo, como contó la guía, no pudo anular, así pensaba Matek, que ese orgulloso templo estuviera profanado para siempre. Él lo había sentido. Qué distinta la basílica de Santa María de Cracovia. La miró hacia arriba, eran las 19.00 horas. "


: Nuestro héroe en Kakania . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 422


Herta Müller


La bestia del corazón (fragmento)

"Cuando callamos, nos tornamos desagradables, dijo Edgar. Cuando hablamos, nos tornamos ridículos.

Llevábamos demasiado rato en el suelo, delante de las fotos. Se me habían dormido las piernas de estar sentada.

Con las palabras en la boca aplastamos tantas cosa como con los pies sobre la hierba. Pero también con el silencio.

Edgar guardó silencio.

Aún no puedo imaginarme una tumba. Sólo un cinturón, una ventana, una nuez y una soga. Cada muerte es para mí como un saco.

Si te oyen decir eso, dijo Edgar, te tomarían por loca.

Y cuando pienso en ello, tengo la sensación de que cada muerto deja tras de sí un saco repleto de palabras. Siempre me acuden a la mente el barbero y la tijera de manicura, porque los muertos ya no los necesitan. Y también se me ocurre que los muertos ya nunca más perderán un botón.

Tal vez intuyen cosas distintas a nosotros, dijo Edgar, quizás intuyen que el dictador es un error.

Poseían la prueba, pues también nosotros éramos un error para nosotros mismos. Porque en este país nos veíamos obligados a andar, comer, dormir y amar con miedo hasta que volvíamos a necesitar al peluquero y la tijera de la manicura.

Alguien que sólo por el hecho de andar, comer, dormir y amar hace cementerios, dijo Edgar, es un error aún mayor que nosotros. Es un error para todos, un error dominante.

La hierba despunta sobre la cabeza. Cuando hablamos queda segada. Pero también cuando callamos. Y entonces, la segunda y la tercera hierba crecen a su antojo. Y pese a todo, somos afortunados. "

: Todo lo que tengo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 425


Adolf Muschg 


Desnudarse era lo que ella no quería (fragmento)

"De repente el jardín iluminó el interior de la casa, era la imagen de una primavera radiante. Las azaleas y las camelias florecían sin ostentación. El puente de piedra, al final del cual se había sentado A., los brazos enroscados en las rodillas, atravesaba un estanque sin agua: cantos rodados festoneados de musgo. Los pinos alzaban sus ramas con conciencia estética. Para eso los habían podado durante tres días los jardineros, subidos a unas altas escaleras. Cuando A. visitó al autor en la planta alta del pabellón, donde se había armado la cama, escucharon los dos durante horas el sonido de las tijeras, cuyo manejo exigía tanta precisión como un instrumento quirúrgico. Eran, al fin y al cabo, las técnicas de la poda las que hacían parecer tan espacioso ese jardín. En nada imperaba el derroche, nada en lo que se fijara la vista resultaba superfluo. Cada penacho de agujas de pino, cada vuelo de pájaro, dibujaban la huella exacta de una nada casi absoluta elevándose a una altura sin límites. Así podría haber sido la película.
De repente reapareció la señora Y.; sus ojos delataban que había llorado.
No podía esperarse de la actriz que se desnudara, dijo, una chica tan joven.
La hemos contratado como actriz, no como chica joven. ¿O no se había leído el guion?
¿Y qué pasaba con el contrato? Había un contrato con la agencia, ¿no?
Era el productor suizo el que hablaba así, alguien tenía que hacerlo.
Un desnudo y una debutante eran dos cosas que no se llevaban muy bien juntas. Eso era algo para una actriz con experiencia. Y para otra clase de actriz.
—Una actriz de esa clase no nos la habríamos podido permitir —observó el productor, secamente.
Pero tampoco a él se le ocurrió recordarle a la alterada señora Y. su responsabilidad en ese contratiempo. Cuando se contrata a una actriz para un determinado papel, en todas partes se espera que sea capaz de interpretarlo. En Japón podía ser diferente. ¿Cómo reprenderle a la señora Y. el hecho de que ella sola tuviera que erigirse en defensora de la realidad japonesa frente a veinte extranjeros desprevenidos? ¿Quién puede calificar de opacos unos hechos sólo porque, en su calidad de extranjero, no sabe calar en ellos, o tal vez ni siquiera los ve?
La actriz en el papel de Yoko seguía sentada, inmóvil, en su alfombra. En el suave crepúsculo que había inundado el pabellón después de que se apagaran los reflectores, había vuelto a enseñar su más pura carita de ángel.
Hasta ese momento, Deshima había sido una película con decorados japoneses; quizás ahora, que la dejamos en un punto muerto, se convierta, por primera vez, para bien o para mal, en una película japonesa. "

y la neutralidad Suiza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 432


Alfred Polgar

La vida en minúscula (fragmento)

"-Dime, Bayo, ¿por qué dejas que un mono encorvado vestido de colorines se siente en tu pescuezo, te taladre los ijares con un hierro puntiagudo y te azote con la fusta?
-No preguntes tonterías, Alazán. Tiene que ser así.
-¿Por qué?
-Porque sí. Nosotros tenemos que dar hasta donde alcancen los pulmones, el corazón, los músculos y los nervios. Luchar y vencer, ése es el lema caballeril.
-¿Por qué debemos luchar y vencer?
-En primer lugar, por el premio; y en segundo por el honor.
-Pero no nos los llevamos nosotros, sino nuestros propietarios.
-Por eso, si somos buenos, los propietarios nos palmean la grupa. ¡Qué bien sienta esto a las ancas de un caballo fiel!
-¿Y qué se te ocurre cuando en medio de la carrera te quedas sin resuello y sientes que no das más de sí, desfalleces y estiras las cuatro patas?
-Entonces me digo: ¡aguanta! Y para aguantar recibo el acicate de las espuelas y la fusta.
-¿No has pensado nunca en tirar a tu jinete?
-¡Jamás! ¿Cómo puedes preguntar tal cosa? ¡Pongo el corazón y los cascos para el propietario y el jockey!
-¡Qué asco de cuadrúpedo! ¡Ni que tuvieras alma humana!
Bayo se aparta un poco de Alazán, alza el cuello, vuelve ligeramente la cabeza y le espeta con displicente indignación: ¡BOLCHEVIQUE! "


: Teoría del Café Central . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 438


Friedrich Reck


Diario de un desesperado (fragmento)

"He estado en el Wolfgangsee, en casa de Jannings, cuya espléndida residencia de campo se encuentra ahora ensombrecida por el miedo de su propietario a la guerra. Por el miedo a qué va a ser de sus valores y sus colecciones de arte, por el miedo a si habrá suficiente carbón para la calefacción central y a si en los años venideros habrá sobre su mesa suficientes tipos de embutido. Como actor es nada más y nada menos que un actor de carácter, de primera fila; como hombre es un grueso burgués que, en lo esencial, ve en la tempestad mundial que se avecina una perturbación de su siesta a la orilla del lago, con su caña de pescar y su cigarro puro. Por lo demás, me ha contado toda clase de cosas acerca del famoso escándalo berlinés según el cual el actor Fröhlich sorprendió al señor Goebbels tête-à-tête con su esposa, la Barowa, y le dio una paliza. La realidad es, casi diría que por desgracia, algo diferente, y como Jannings se califica de testigo de los hechos, voy a hacerlos míos aquí en su versión. El señor Fröhlich, pues, que se disponía a regresar con Jannings de una fiesta, encontró en su coche aparcado a su esposa y al señor ministro… no sólo tête-à-tête, digamos, sino absolutamente en mitad del coito. Acto seguido, administró un par de bofetadas no al señor Goebbels, sino sólo a su esposa, y expresó luego al homme d’état, ocupado en ordenar sus ropas, su gratitud por haber desenmascarado a la cortesana que tenía confiada.
[...]
Luego, en los últimos días de agosto he estado en el Chiemsee en casa del señor von K., que hace años fue ministro y de joven llegó a despachar con Bismarck. Hemos hablado de sus experiencias bélicas y de aquellos primeros días de guerra, hace ya veinticinco años, en la frontera prusiana oriental, donde las noches de luna llena, poco antes de la declaración del conflicto, las patrullas de caballería observaban cuidadosamente, cabalgando en fila india, los linderos de los inmensos campos de trigo, e incluso después de la declaración de guerra era difícil mover a esos jóvenes campesinos a superar un viejo temor sagrado y atravesar a caballo la cosecha que se alzaba en las espigas. "




: Un rebaño de neandertales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 441



Bernhard Schlink

Mujer bajando una escalera (fragmento)

"El haber dejado su defensa justo después de que el profesor tuviera que ingresar de nuevo en el hospital, y cuando junto a la acusación por alteración leve del orden público también se estaba considerando otra acusación por alteración grave, tuvo el efecto de que pareciera que yo me distanciaba de mi antiguo compañero, y eso no ayudó en su defensa.
¿Habría conseguido yo la absolución? Estaba convencido de que sí. Quería ganar mi primer, y probablemente único, proceso penal y recurrí a un detective privado que logró averiguar que había sido el conserje, indignado, quien había iniciado la pelea y que el profesor había sufrido con anterioridad algunos ataques de epilepsia. Naturalmente, se lo comuniqué al abogado que me había sustituido, pero no fue lo suficientemente hábil. Quizá otro habría sido mejor y… más caro. Y yo le había prometido a mi antiguo condiscípulo que sería yo quien asumiría los gastos.
Él no habría podido costearse ni siquiera el abogado que le busqué para sustituirme, y mucho menos uno mejor. Yo no le debía nada. En el colegio y durante los primeros semestres en la universidad fuimos amigos, pero de eso hacía mucho tiempo. Él era un eterno estudiante y yo no quería desperdiciar mi vida, así que pronto no hubo nada que nos uniera. Por entonces las condenas políticas por asuntos penales eran draconianas y se le sentenció a prisión incondicional. Puede que no fuera tan terrible para él; puede que no le supusiera un gran cambio holgazanear dentro de la prisión o fuera de ella. Yo no fui a visitarlo a la cárcel y él no se puso en contacto conmigo cuando salió. No sé qué habrá sido de él.
Yo no le debo nada a nadie y tampoco tengo que agradecer nada a nadie. Cuando recibo algo, devuelvo el favor. Cuando alguien es generoso conmigo, soy el doble o el triple con él. Puedo afirmar que en las relaciones con mis amigos y conocidos se da un justo equilibrio. En el aspecto profesional ya es otra cosa, pero en ese campo no se atribuyen las ventajas a la generosidad del otro, sino a la propia habilidad.
Empezó a llover. No podía seguir en la terraza, así que me quedé junto a la puerta y me puse a escuchar el ruido de la lluvia. Hasta que oí un ruido extraño en el piso de arriba y subí. En la habitación de Irene el viento había sacado la cortina por fuera de la ventana y la tela mojada estaba golpeando la pared. Metí la cortina y logré cerrar con mucho esfuerzo aquella ventana desvencijada. "


: Culpabilidad y nazismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 444


W.G. Sebald




Vértigo (fragmento)


"El camino de vuelta lo hicimos a pie. A los dos se nos hizo demasiado largo. Cabizbajos, caminábamos uno junto al otro bajo el sol otoñal. En Kritzendorf las casas parecían no tener fin. De los habitantes de Kritzendorf no había ni rastro. Todos estaban sentados a la mesa del almuerzo, haciendo ruido con sus cubiertos y con sus platos. Un perro se abalanzaba a una puerta del jardín de hierro, pintada de verde, completamente fuera de sí, como si hubiera perdido el juicio. Era un Terranova grande y negro, cuya mansedumbre innata se había echado a perder por malos tratos, una soledad prolongada o una atmósfera límpida. En la villa erigida detrás de la empalizada no se movía nada. Nadie venía a la ventana, ni siquiera se movía una cortina. En embestidas siempre nuevas, el perro corría contra la verja. Sólo a veces se quedaba parado, dirigiendo su mirada hacia nosotros, que nos habíamos quedado quietos como clavados. Eché un chelín como ofrenda para las ánimas en el buzón de chapa colocado junto a la puerta del jardín. Al seguir caminando sentí el frío del terror en mis miembros. Ernst se volvió a parar y dio la vuelta en dirección al perro negro, ahora mudo y quieto a la luz del mediodía. Quizá no hubiésemos tenido más que dejarle suelto. Es probable que después hubiera seguido el camino a nuestro lado, en actitud obediente, y que su mal carácter se hubiera puesto a buscar un domicilio nuevo en el interior de otros habitantes de Kritzendorf, o en todos los habitantes de Kritzendorf al mismo tiempo, de forma que ninguno de ellos hubiera sido ya capaz de sostener una cuchara o un tenedor.
Por la Albrechtstraße llegamos a Klosterneuburg. En su extremo superior se alza un edificio abandonado, levantado a base de bloques huecos de hormigón y paneles prefabricados. Las ventanas de la planta baja están clavadas con tablones. El entramado del tejado falta en su totalidad. En su lugar, introduciéndose en el cielo, sobresale una fajina herrumbrosa de apuntalamientos de hierro. Todo ello me causó la impresión de un grave delito. Ernst aceleró sus pasos y evitó echar una mirada al espantoso monumento. Un par de casas más adelante, en la escuela de primaria, había niños cantando. Quienes mejor lo hacían eran aquellos que no terminaban de conseguir mantener la curva melódica. Ernst se quedó quieto, se giró hacia mí, como si ambos estuviéramos representando una obra de teatro, y pronunció la siguiente frase en lo que me pareció una especie de alemán escénico aprendido alguna vez de memoria, hacía mucho tiempo: Suena hermoso en la brisa y a uno le ensalza el ánimo. Haría cerca de dos años que ya había estado delante de la misma escuela. En aquel entonces había ido con Olga a Klosterneuburg para visitar a su abuela que había ingresado en la residencia de ancianos, en la Martinstrafie. En el camino de vuelta nos internamos en la Albrechtstrafie, y Olga cedió a la tentación de entrar en el colegio al que había ido siendo niña. En una de las aulas, la misma a la que había acudido a principios de los años cincuenta, daba clase, casi treinta años más tarde y con la misma voz de entonces, la misma maestra, que amonestaba a los niños de una forma exacta a la de entonces para que se concentraran en su tarea y no se pusieran a cuchichear. Olga me contó más tarde que sola, en el gran vestíbulo, rodeada de las puertas cerradas que en su época le habían parecido elevados portones, había sido presa de un llanto convulsivo. Cuando regresó a la Albrechtstraße, donde yo la estaba esperando, se encontraba en un estado de conmoción que nunca había notado en ella. Volvimos a Ottakring, al piso de la abuela, y durante todo el camino de ida y a lo largo de toda la tarde no pudo serenarse de la impresión sufrida por la vuelta imprevista del pasado.
El Martinsheim es un edificio sólido, alargado, del siglo XVII o XVIII. La abuela, Anna Goldsteiner, que padecía de esa extrema falta de memoria que al cabo de poco tiempo hace imposible desempeñar los quehaceres cotidianos más sencillos, había estado alojada en un dormitorio emplazado en la cuarta planta, a través de cuyas ventanas enrejadas, muy hundidas en el muro, se podían ver, mirando hacia abajo, las copas de los árboles resistiendo el terreno, bruscamente escarpado, del lado trasero de la residencia. Desde allí arriba daba la sensación de estar mirando un mar agitado. Me parecía que la tierra firme ya se hubiera hundido tras el horizonte. Bramó una sirena de niebla. Cada vez más y más lejos el barco seguía avanzando sobre el agua. De la sala de máquinas se elevaba, penetrante, la vibración uniforme de las turbinas. Fuera, en el pasillo, pasaba algún que otro pasajero solitario, alguno del brazo de su cuidador. Durante estos prolongados paseos, tardaban una eternidad en llegar al otro lado del marco de la puerta. Y es que esto es lo que sucede cuando uno se respalda en el fluir del tiempo. El suelo de parquet se movía debajo de mis pies. Un rumor quedo de conversaciones, crujidos, susurros, rezos y quejidos llenaba la habitación. Olga estaba sentada junto a su abuela y le acariciaba la mano. Repartieron el puré de sémola. La sirena de niebla volvió a sonar. Un trecho más allá, en el paisaje de aguas cual colinas verdecidas, pasaba otro vapor. Sobre el puente de barcas un marinero, con las piernas abiertas y las cintas de la gorra flameando al viento, hacía en el aire complicadas señales semafóricas con dos banderas de colores. Olga abrazó a su abuela en gesto de despedida y le prometió regresar pronto. Pero apenas tres semanas más tarde, Anna Goldsteiner, que en sus últimos tiempos para su propio asombro ni siquiera conseguía reunir los nombres de los tres maridos a los que había sobrevivido, murió de un leve resfriado. A veces no se necesita gran cosa. Cuando recibimos la noticia de su muerte, durante semanas no se me fue de la cabeza el paquetito azul casi vacío de sal de Ischl que guardaba en su piso de Ottakring, debajo de la pila, en el edificio de viviendas municipales de la Lorenz-Mandl-Gasse, que ella ya no iba a poder consumir. "

: Por el vértigo de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 453


Anna Seghers


Visado de tránsito (fragmento)

"Yo quería levantarme para salir. Sentía asco. Entonces cambió repentinamente mi estado de ánimo. ¿A causa de qué? Nunca sé las causas que producen ese cambio en mí. De repente, todas estas conversaciones ya no me parecían tan repugnantes, sino más bien grandiosas. Se me antojaban archiviejo chismorreo de puerto, tan viejas como el Viejo Puerto mismo, y aun más viejas. Maravillosos, viejísimos chismes de puerto que nunca dejaron de oírse desde que existía el Mediterráneo; chismes fenicios; chismes cretenses, griegos y romanos. Nunca habían faltado charlatanes que temían por sus sitios en los barcos y por su dinero; ni los que huían de todos los terrores reales o imaginarios de la tierra: madres que habían perdido a sus hijos, hijos que habían perdido a sus madres; los restos de ejércitos diezmados, esclavos fugitivos; gente expulsada de todos los países que, finalmente, había llegado al mar, donde se arrojaba sobre los barcos queriendo ir a descubrir nuevos países, de los que de nuevo sería expulsada. Todos siempre en huida ante la muerte y hacia la muerte. Aquí los barcos debieron haber estado anclados siempre, en este sitio exactamente, porque en él se acababa Europa y empezaba el mar; y debió haber una fonda siempre porque era el lugar en que la ruta desembocaba. Yo me sentía terriblemente viejo, viejo de milenios, porque todo lo había vivido ya una vez; y, al mismo tiempo, me sentía muy joven, deseoso de ver todo lo que habría de suceder. Me sentía inmortal. Pero esa sensación cambió de nuevo, era demasiado fuerte para mí, hombre débil. Me asaltó la desesperación, desesperación y nostalgia. Me dolían mis veintisiete años dilapidados, enterrados en países extraños."

: En busca de un visado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 461


Emine Sevgi Özdamar



La lengua de mi madre – En mi idioma se llama lengua: idioma. La lengua no tiene huesos: hacia donde se retuerce uno, se retuerce ella. Estaba sentada con mi lengua retorcida en esta ciudad de Berlín. Café de negros, árabes como invitados, los taburetes son demasiado altos, me cuelgan los pies. Un cruasán rancio, cansado, reposa en el plato, doy enseguida bakshish1 para que el camarero no se avergüence. Si por lo menos supiera cuándo perdí la lengua de mi madre. Mi madre y yo hablábamos una vez en nuestra lengua de madre. Mi madre dijo: - ¿Sabes? Hablas de forma que crees que lo cuentas todo, pero de pronto te saltas palabras que no dices; después vuelves a contar tranquilamente, yo salto contigo y entonces respiro tranquila. Luego dijo: - Te has dejado la mitad del pelo en Alemania. Ahora sólo recuerdo frases de mi madre que ella dijo en su lengua de madre, pero cuando me imagino su voz, las frases me vienen a los oídos como un idioma extranjero bien aprendido...”

: Cruzando muros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 466


Tucholsky 

Entre el ayer y el mañana (fragmento)

"Ah, no sólo las cosas de ahora. Eso es exactamente tan triste como todo el resto en este maldito mundo prusiano. No, El lago de Plötzen es el título de un pequeño volumen, publicado anónimo, que actualmente está agotado y que describe en tono plácido y burgués el mundo de la delincuencia de la paz pasada. Naturalmente de forma incorrecta… Dios nos valga. Todo lo que en este libro debería ser serio está irremediablemente edulcorado, el autor desconoce las conexiones sociales entre la economía y la prisión, y seguro que las cosas no iban tan gentil y amistosamente en la paz pasada como se describen en este librito. Pero, pero…
Pero en el libro está Berlín. Seguramente lo escribió uno que no escribe nunca, y ésos son los que a veces encuentran mejor el colorido local, mucho mejor que cualquiera de nosotros. (Posteriormente he leído otras historias del autor de este pequeño volumen, en las que se daba a conocer como «autor de El lago de Plötzen»… eran horribles, porque eran inventadas). Lo de aquí, en cambio, lo vio todo… por lo visto, el hombre estuvo en la cárcel por alguna nimiedad, lo que puede suceder fácilmente considerando que el reparto de penas en este país parece una lotería… y tomó nota.
Permítaseme pues que prescinda de la parte seria… pero impresiona cómo reproduce la parte divertida. La dicción del berlinés en los discursos es magnífica —al berlinés le gusta hablar y mucho—; eso sólo lo ha sabido escuchar Hyan en sus mejores tiempos. Los mejores pasajes son aquellos donde los personajes se ponen a filosofar sobre una pelea, la prisión o la vida en general. «Sí», dijo éste, «así es la gente. Fuera están contentos si tienen un cobijo y pueden tomar café con los amigos en el café de Knitschke como siempre, ¡y aquí dentro siempre tienen algo que “reclamar”!». O las anécdotas históricas. «Una vez, cuando un novato recién llegado le preguntó a un compañero de celda y viejo ciudadano honorífico por la calidad de la comida, éste le llevó en silencio a un rincón de la celda, donde había un pequeño agujero en el suelo, y dijo: “Eso son los guisantes”. Y cuando el otro se lo miró sorprendido, añadió: “Aquí escupió uno un guisante de la comida y el resultado es ese agujero en el suelo”. Después le enseñó una gran mancha en la pared y dijo de nuevo: “Eso es el queso”. Esta misteriosa sentencia la explicó así: “Una vez por semana nos dan un quesito para cenar, lo usamos para hacer puntería en la pared. La mayoría de las veces se queda ahí pegado”».
Cada palabra es edificante. Porque el berlinés, especialmente el de viejo estilo, escoge sus palabras con mucho cuidado y cuando produce el efecto más extraño es cuando insulta a alguien, entonces suena la terminación en e de la forma culta del dativo especialmente graciosa. Pero la historia más bonita es la del «Karl del queso», que lo hace todo «siempre con calma». «Siempre con calma…». «Ya sabe usted», le decía a un novato, un «recién ingresado», «a tratar con la gente de aquí, es lo primero que hay que aprender. La mayoría están tan tocados del ala, que sería una irresponsabilidad de la policía que los dejaran circular libremente por la calle. Por cualquier cosa se ponen por las nubes: por lo que habrá mañana para comer, por la chaqueta que uno lleva y por tonterías así. Una persona razonable no debe hacer eso. Aquí las cosas deben hacerse con calma. Mire usted, es el caso de mi amigo Orje Bergmann, el de los ocho años. Cuando llegó —entonces yo casualmente también estaba aquí— le dije: “¿Qué hay, Orje?”, le dije, “¿cuánto te han metido ahora?”, “Puede pasar, Karl”, me dijo, “total ocho años”, “Ah”, dije con mi calma, “¡así saldrás ya pronto!”». Siempre con calma.
Así es el delincuente desde la perspectiva del ciudadano. El desgraciado al que el policía, el representante del orden, mete en el agujero y que siempre está un poco borracho y siempre comete algún delito. Pero, a fin de cuentas, hay mucho de verdad en lo que dice. ¡Y la falta que hacen libros así…! En inglés y también en inglés americano hay muchos más: libros que sin lujos literarios describen cómo viven los pescadores o los fogoneros de los grandes barcos de vapor, su humor o su tarea diaria, sus trifulcas y sus mujeres. Pero eso nada tiene que ver con el arte. Aquí los folletinistas se han adueñado de esas cosas y todo queda en nada. Leed este librito, El lago de Plötzen, y os van a entrar muchas ganas de leer otras cosas así. Pero actualmente está agotado. Y porque está agotado, lo he contado aquí. "



y el Berlín de entreguerras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 470


Birgit Vanderbeke



Tiempos de paz │ (fragmento)


Cuando llamaban a la puerta, normalmente eran vendedores ambulantes o mendigos. Si eran vendedores ambulantes, mamá no descorría la cadena, sino que compraba alguna chuchería, lo bastante pequeña para que pasara por la rendija de la puerta, las más de las veces cordones de zapato o postales de Artis mutis; mamá decía que le partía el corazón que hubiera personas que tenían que pintar postales con los pies o con la boca, pero Wasa decía: las compra mitad por compasión, mitad por miedo a que si no compra algo, el vendedor vaya a regresar y nos hunda la puerta. Con los mendigos la cosa resultaba más difícil que con los vendedores ambulantes porque mamá no quería darles dinero por nada del mundo, aunque habría sido lo único que hubiera pasado por la rendija de la puerta, pero mamá nos explicaba que no quería dar dinero a ningún mendigo para que no lo gastara en alcohol. Lo que pasa es que eso no quitaba que quisiera darles algo, por compasión o para que no nos hundieran la puerta, tanto da, y a ésos mamá los engañaba con un truco. Primero echaba un vistazo con la puerta entreabierta y si veía que era un mendigo joven, entonces a través de la rendija le decía: bueno, joven, tiene usted un aspecto fuerte y sano, me parece que no me equivoco si lo que usted necesita es un empleo. Sí, decía entonces el mendigo, así era, pero por desgracia no tenía ningún empleo, por eso mismo era mendigo y venía a pedir una limosna por el amor de Dios; y ya está: ya había caído en la trampa, pues mamá no se chupaba el dedo y sabía muy bien que el que busca trabajo lo encuentra, al fin y al cabo las cosas ya no son como cuando la inflación, decía mamá; hoy en día cualquier persona joven y fuerte que disponga de dos brazos y dos piernas sanos puede encontrar trabajo, basta con que arrime usted el hombro; y entonces mamá, sin darse con rodeos, le proponía arrimar un poco el hombro y poner orden en la parte del sótano comunitario que nos correspondía y que estaba patas arriba porque a ninguno le apetecía poner orden allí. En nuestro compartimiento del sótano había un montón de trastos viejos traídos del Este, no había luz y estaba lleno de telarañas, ninguno de nosotros se atrevía a entrar allí. Y cuando haya usted terminado con el sótano, entonces tendrá lo que se merece, decía mamá, y había ganado la partida, porque el mendigo no sabía qué responder a eso y por lo general se largaba rezongando entre dientes; después de todo era un mendigo y no tenía por qué arrimar el hombro. Ahora bien, si resultaba que el que estaba en la puerta no era un mendigo joven y de aspecto sano, entonces solía ser uno que no tenía dos buenos brazos ni dos buenas piernas para ganarse el pan, porque había perdido por lo menos un brazo o una pierna en la guerra, y mamá ya veía que no era cuestión de hacerle arrimar el hombro y ponerlo a limpiar el sótano, sino que lo consideraba completamente inofensivo. Pero por si las moscas a éstos tampoco les daba dinero, y es que mamá ya había visto a más de uno sin las cuatro extremidades al completo, tomándose una cerveza o una copita de aguardiente en un puesto de bebidas, lo que pasa es que como los mendigos de este tipo eran inofensivos y no había que temer, mamá le decía: espere un momento; cerraba la puerta para descorrer la cadena y dejaba entrar al mendigo al interior del piso y una vez en la cocina le daba una rebanada de pan con mantequilla y un vaso de leche, o un plato de alubias que había sobrado a mediodía a causa de nuestro apetito y de los grumos de grasa, y porque de las judías verdes colgaban unos hilillos o gusanillos que siempre se nos quedaban atravesados la garganta y nos impedían tragar.
                A nosotras no nos entraba en la cabeza que esta clase de mendigos pudiera pasar a la cocina. Si alguien pierde un brazo o una pierna en la guerra, lo más probable es que haya sido soldado, nos decíamos, y entonces lo más probable es que haya matado a unas cuantas personas o quizá incluso a un montón de personas, y nos parecía un poco absurdo que mamá precisamente no dejara entrar en casa a los mendigos que probablemente aún no habían matado a mucha gente o que, bien mirado, aún no habían matado a nadie, mientras que los que probablemente ya habían matado a un montón de gente, a ésos los dejaba entrar después de descorrer la cadena, y encima podían pasar a la cocina, y eso que mamá tenía un miedo atroz a que pudieran violarnos y asesinarnos. Una vez le preguntamos a mamá: pero, ¿por qué lo haces?, y dijo que eran lisiados de guerra, pero nosotras nos quedamos igual durante mucho tiempo. Nos daba mala espina.

: La paz durante la guerra fría . . . . . . . . . . . . . . . . 473


Franz Werfel



Reunión de bachilleres (fragmento)


"Cuanto más avanzaba el curso, cuanto más se acostumbraba Adler a la bebida gracias a nuestra insistencia, cuanto más nos abandonábamos a nuestra obsesión espiritista, tanto más triste y reservado se volvía. Esa tristeza se instalaba alrededor de su cabeza como una capa aislante.
De acuerdo con las palabras de Ewald Ressl, entre nosotros se le consideró un médium. Pero yo no creo que poseyera cualidades para serlo. Y a pesar de ello, en aquella época yo insistía en que era un médium, quizá sólo porque médium supone algo pasivo, ambiguo, afeminado.
Ahora veo claro los motivos que entonces ni yo mismo sospechaba.
Si Adler era médium, a mí me correspondía ser hipnotizador. La superioridad tenía que seguir demostrándose. Me ofrecí para hipnotizarlo en presencia de los demás. Él se resistió y quiso levantarse e irse. Schulhof lo retuvo y lo hundió en un sillón. Le obligamos a quitarse las gafas. Yo me senté frente a él, mirándolo fijamente, mientras me concentraba con toda la fuerza de mi voluntad.
Era la primera vez que miraba en el fondo de sus ojos. No llevaba gafas y mantenía abiertos los párpados enrojecidos. En aquel fondo había paz y serenidad. Mientras me sumergía en aquellos ojos grises, descubrí que Adler jamás había cambiado su opinión sobre mí y que jamás lo haría. La paz de aquellas pupilas me indicaba que yo no le había infundido sentimientos de estima, aunque tampoco de odio. Mientras yo, como un poseso, lo miraba fijamente a una distancia de diez centímetros, él lograba hacer caso omiso de mí sin el menor esfuerzo. Yo redoblé mis esfuerzos, tomé sus manos entre las mías y contuve la respiración. Entonces él cerró los ojos. Los cerró con expresión de asco. La cabeza empezó a oscilar, de su pecho se escapaban gritos sofocados. Pero también yo caí en un estado de aturdimiento. Su ancho rostro enrojecido se acercaba cada vez más a mí, se transformaba en el triste disco lunar, se convertía en un extraño planeta incandescente, flotando solo en el espacio. Acaso yo también era una estrella infortunada. Sin embargo, Dios había otorgado Su gracia a Adler y no a mí. Ahora lo sabía, y lo supe a cada instante.
De pronto, Adler me apartó, pegó un salto y salió corriendo. Tuvo que vomitar.
La mayoría de las veces perpetrábamos nuestras chiquilladas en una habitación que hacía las veces de sala en casa de Ressl. En ella permanecíamos hasta las dos o las tres de la madrugada.
En las palabras que intercambiábamos con los espíritus, en las apariciones que creíamos tener, quizá no todo eran imaginaciones o ayuda por nuestra parte. Quizá hubiera, no ya algo sobrenatural, pero sí al menos un vestigio, un átomo de realidad no inventada que vagaba asustado por nuestro lúgubre círculo.
Era un revoltijo enmarañado de embustes, credulidad, exaltación, cinismo y otros elementos.
Durante esas sesiones bebíamos en exceso. Una vez, eran ya las cuatro de la madrugada, hizo su aparición la figura de una mujer mayor, vistiendo enaguas y bata blanca. Era la abuela de Ressl, «la vieja», como la llamábamos, una dama que había enviado a su hijo a correr mundo, el gran empresario textil Ressl, cuando no era más que un pobre dependiente de comercio. Ahora, sin creérselo aún, custodiaba el palacio del nuevo rico.
Lo primero que vio la vieja fue que en el reluciente parquet de la sala no sólo estaban esparcidos los pedazos de una costosa cristalería, sino que también el licor dulce estaba desparramado, formando pringosos charcos. Surgiendo de las sombras, se precipitó sobre aquel destrozo y empezó a fregar y frotar el suelo con un pañuelo. "



: Mundos perdidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 478


Kurt Wolff 


Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump (fragmento)

"Ambos se sentaron en la cantina de la artillería y bebieron cerveza. El local pronto se llenó de artilleros y de humo de tabaco, apenas se veían los unos a los otros. Poco a poco los soldados se volvieron alegres y ruidosos, algunos comenzaron a enzarzarse ya mientras jugaban a las cartas. Schlump permaneció muy tranquilo, pero deseaba que pronto se desatara la pelea. A las diez ya se había terminado la cerveza; entonces comenzaron a beber coñac en vasos grandes. Al poco todas las mesas y las sillas acabaron volcadas, y el sargento mayor estaba tirado en medio, roncando y borracho como una cuba, ya cerca de la medianoche salieron todos a la vez, sobresaltados: unos terribles cañonazos avanzaban de norte a sur. Los soldados corrieron atropelladamente hacia sus cuarteles, cogieron las carabinas y se pusieron a disparar al aire como locos. Después regresaron a la cantina.
Schlump ya no supo qué hacían allí exactamente. En cualquier caso, ya amanecía cuando ellos regresaron a casa. Entretanto, había nevado un poco y los campos estaban cubiertos de un fino manto blanco inmaculado. Carolouis vio aquella sábana blanca y creyó sin duda que se trataba de su cama. De repente se detuvo y se desvistió, hasta quedarse en camiseta. Schlump estaba a su lado, mirándolo con asombro. Entonces comprendió que Carolouis se iba a la cama y se tumbó junto a él, pero sin desnudarse. Pronto los dos camaradas durmieron plácidamente, uno al lado del otro. Carolouis roncaba mientras soñaba con su querida Gret, de la que no se fiaba.
Junto al camino se oía el murmullo de un arroyuelo. Schlump se despertó de repente y aguzó el oído. Escuchó un sonido y un gorgoteo extraños. Se puso en pie y enseguida estuvo despierto. Carolouis seguía allí tumbado, ambos habían ido resbalando hacia el agua con la cabeza por delante. Schlump sacó a su amigo del arroyo y quiso despertarlo, pero fue imposible. Entonces lo tapó con su propio uniforme y corrió hacia el pueblo. Decidió buscar una carretilla para llevar a Carolouis a casa. Entretanto ya era de día y había gente por todas partes. Al fin, Monsieur Doby le dio un viejo carrito de niño. Y como no tenía otra cosa y no quería dejar en la estacada a su amigo, Schlump tuvo que contentarse con eso. También cogió una almohada y se puso en camino. "

el editor de Kafka . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 481


Unica Zürn

Primavera sombría (fragmento)

"Saca del armario un pijama más bonito y se lo pone. Se mira al espejo por última vez. Imagina el golpe que su cuerpo dará en el suelo y las manchas de tierra y de sangre que habrá en el pijama. En el cementerio reinará un silencio de muerte y la gente se mirará con ojos de culpabilidad: ¿No sabéis que aquí hay una niña que se mató por amor? Y en adelante los padres serán menos severos y más cariñosos con sus hijos, para que no les ocurra lo mismo. Y piensa también en el duro y estrecho ataúd, en el que no podrá estirar los brazos y las piernas como hace en su cama blanda. Estará rígida como un soldado. ¿Y si no se mata al caer y la salvan?
(...)
Ya está casi oscuro en la habitación. Sólo llega a la ventana el resplandor de una farola de la calle. Ya le es indiferente morir "en suelo extraño" o en su jardín. Se sube al alféizar, se sujeta con fuerza a la cuerda de la persiana y ve su oscura silueta en el espejo. Le parece encantadora y empieza a sentir compasión de sí misma. "Se acabó", dice en voz baja, y antes de que sus pies se separen del alféizar, ya se siente muerta. Cae de cabeza y se desnuca. Su cuerpecito queda extrañamente doblado sobre la hierba. El primero que la encuentra es el perro. El animal mete la cabeza entre las piernas de la niña y empieza a lamer. En vista de que no se mueve, se tiende a su lado llorando suavemente. "

El hombre jazmín (fragmento)

"¡Qué suerte estar antes del principio! Nada puede pasarnos porque no podemos chocar con nosotros mismos. Cuando la abandonan un millón de glóbulos rojos, cuando su cuerpo se cubre de innumerables manchas rojas de alegría, escribe en el manuscrito de una anémica: "Alguien me recorre en un viaje a través de mi ser. Desde esta perspectiva, se cierra el círculo. Él me recorre por dentro y me rodea desde afuera - ésta es mi nueva situación-. Y me gusta.
(...)
Cielo azul de mediodía en primavera, ¿cuántas veces te has oscurecido de pronto, cuando llega el vahído, la súbita desintegración de lo que uno llama su seguridad? Por lo menos una vez y me estremezco al pensarlo. Yo he visto con espantosa nitidez esta repentina negrura. Y es que no todo el que es aniquilado mira al cielo. "


: Surrealismo, infancia y locura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 484


Stefan Zweig



Mendel el de los libros (fragmento)


"Por eso, cuando vi la mesa de mármol de Jakob Mendel, aquella fuente de oráculos, vacía como una losa sepulcral, dormitando en aquella habitación, me sobrevino una especie de terror. Sólo entonces, al cabo de los años, comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes seres humanos. En primer lugar, porque todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura. Que una vida pura en el espíritu, una abstracción completa a partir de una única idea, aún pueda producirse hoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yogui indio o el de un monje medieval en su celda, y además en un café iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina de teléfono… Este ejemplo me lo dio, cuando yo era joven, aquel pequeño prendero de libros por completo anónimo más que cualquiera de nuestros poetas contemporáneos. Y, sin embargo, había sido capaz de olvidarle. Por supuesto, en los años de la guerra y entregado a la propia obra de una manera similar a la suya. Pero entonces, delante de aquella mesa vacía, sentí una especie de vergüenza frente a él, y al mismo tiempo una curiosidad renovada.
Porque, ¿adónde había ido a parar? ¿Qué había sido de él? Llamé al camarero y le pregunté. No, lo lamento, no conozco a ningún señor Mendel. Por el café no viene ningún señor con ese nombre. Pero tal vez el jefe de camareros sepa algo. De inmediato su prominente barriga se aproximó avanzando con torpeza. Vaciló, reflexionó un poco. No, tampoco él conocía a ningún señor Mendel. Aunque tal vez yo me estuviera refiriendo al señor Mandl: el señor Mandl de la mercería de la calle Floriani. Sentí un regusto amargo en los labios. El regusto de la fugacidad. ¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas? Durante treinta años, tal vez cuarenta, una persona había respirado, leído, pensado, hablado, en aquella habitación de unos cuantos metros cuadrados, y bastaba con que pasaran tres o cuatro años, que viniera un nuevo faraón, y ya no se sabía nada de José. En el café Gluck ya no sabían nada de Jakob Mendel. ¡De Mendel el de los libros! Casi con rabia pregunté al jefe de camareros si no podría hablar con el señor Standhartner, si no quedaba alguien del viejo personal en la casa. Oh, el señor Standhartner; oh, Dios mío, hace tiempo que vendió el café. "

: El suicidio de Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 487






Entrada destacada

La literatura total: Mi canon en Babel

"Tengo una historia en mente que espero escribir antes de morirme. No tendrá casi nada de dureza en la superficie. Pero la actitud d...