Publicaciones en la UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
El cementerio de Praga de Umberto Eco
"Después del Diluvio, en tiempos de la construcción de la torre [de Babel], que constituía un desafío a Dios, cuando los hombres, una vez llegados a gran altura, empezaron a observar continuadamente los astros, por primera vez concibieron la idea errónea de que el cielo era esférico. […] Entonces Dios ordenó a Moisés construir el Tabernáculo según el modelo que había visto en el Sinaí, un tabernáculo que sería la imagen del mundo entero. Moisés lo construyó, tratando de imitar al máximo la forma del mundo, y le dio una longitud de treinta codos y una anchura de diez. Entonces, interponiendo un velo en el centro del Tabernáculo, lo dividió en dos compartimientos, de los cuales el primero fue llamado el Santo y el segundo detrás del velo el Santo de los Santos. El tabernáculo exterior, según el Apóstol divino, era la imagen del mundo visible, desde la Tierra hasta el firmamento. Allí estaba la mesa, y sobre ella había doce panes; sobre la mesa, símbolo de la Tierra, había todo tipo de frutos, uno por cada uno de los meses del año. Alrededor de la mesa había una moldura labrada que representaba el mar que se llama Océano, y alrededor del Océano había a su vez un borde de un palmo de ancho, que representa la tierra más allá del Océano, en cuya parte oriental se encuentra el Paraíso y donde las extremidades del primer cielo, en forma de bóveda, por todas partes se apoyan en las extremidades de la Tierra. Y finalmente Moisés puso en la parte sur un candelabro que iluminaba la Tierra del sur al norte, y puso en él siete lámparas para indicar la semana, y estas lámparas simbolizan todas las luminarias del cielo.
Si los pensadores del período anterior a los grandes viajes de descubrimiento podían tener algún argumento a su favor —por lo general, la autoridad de las Sagradas Escrituras, o más bien la interpretación que de ellas daban—, los intentos posteriores de revivir el concepto de un mundo plano murieron al nacer. El más reciente, y sin duda el más famoso, fue el llevado a cabo entre 1906 y 1942 por Wilbur Glen Voliva, jefe de la Iglesia cristiana católica apostólica de Zion, en Illinois.
El fundador de esta secta fue un menudo e inquieto escocés, un tal John Alexander Dowie, que renunció a su ministerio de pastor congregacionista en Australia para fundar una asociación para la renovación de la fe. En 1888 partió hacia Inglaterra para implantar una sucursal en aquel país pero, al pasar por Estados Unidos, percibió el olor de prados más verdes y fundó de inmediato una iglesia en Chicago.
Perseguido, se vio obligado a replegarse hacia Zion, a unos sesenta kilómetros más al norte, donde reinó sin oposición durante casi cuatro lustros, gracias a sus dotes de «consejero de almas», unidas a la habilidad comercial y a la firme oposición a todas las formas de vicio, entre las que se incluía el humo, las ostras, la medicina y los seguros de vida.
El declive de Dowie comenzó cuando se autoproclamó Elias III (es decir, la segunda encarnación de Elias, el profeta; Juan Bautista habría sido la primera), e intentó el asalto a Nueva York. Con este fin, se lanzó sobre la pecaminosa metrópoli junto con sus seguidores apretujados en ocho trenes, y alquiló durante una semana el Madison Square Garden. Los neoyorquinos acudieron en masa a ver al hombre del milagro, pero ante sus ojos apareció una especie de Papá Noel que vociferaba sartas de improperios con un fuerte acento irlandés. Acabaron aburriéndose y se marcharon, dejando plantado al profeta que seguía profiriendo amenazas e insultos.
Pero su destino se lo marcó Dowie con la venta de «acciones» (en realidad obligaciones al diez por ciento de interés), destinada a su vez al pago de intereses sobre acciones ya vendidas. Como era inevitable, quedó atrapado en las leyes de la matemática. Wilbin Voliva, al que Dowie había nombrado imprudentemente su apoderado, mientras él se encontraba en México para comprar una propiedad a la que pretendía retirarse, aprovechó su poder para organizar una rebelión entre los dirigentes de la secta, y de un solo golpe arrebató a Dowie el poder y el dinero. Al poco tiempo Elias III subió al cielo. "
Decía
Umberto Eco que nuestra imaginación está poblada de tierras y lugares que nunca han existido, producto de la fantasía
La ruta de los lugares imaginarios y legendarios
Del castillo de Italo Calvino a la biblioteca de Umberto Eco: espacios imaginarios en la literatura italiana del siglo XX
DE LA ESTUPIDEZ A LA LOCURA
Umberto Eco
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Fragmento
La sociedad líquida
Como es bien sabido, la idea de modernidad o sociedad «líquida» se debe a Zygmunt Bauman. Al que desee entender las distintas implicaciones de este concepto le será útil leer Estado de crisis, obra en la que Bauman y Carlo Bordoni debaten sobre este y otros problemas.
La sociedad líquida empieza a perfilarse con la corriente llamada posmodernismo (término «comodín», que puede aplicarse a multitud de fenómenos distintos, desde la arquitectura a la filosofía y a la literatura, y no siempre con acierto). El posmodernismo marcó la crisis de las «grandes narraciones» que creían poder aplicar al mundo un modelo de orden; tenía como objetivo una reinterpretación lúdica o irónica del pasado, y en cierto modo se entrecruzó con las pulsiones nihilistas. No obstante, para Bordoni también el posmodernismo está en fase decreciente. Tenía un carácter temporal, hemos pasado a través de él sin darnos cuenta siquiera y algún día será estudiado como el prerromanticismo. Se utilizaba para señalar un fenómeno en estado de desarrollo y ha representado una especie de trayecto de la modernidad a un presente todavía sin nombre.
La obra póstuma de Umberto Eco, que el autor entregó a imprenta pocos días antes de morir, es una selección de artículos inéditos en España, seleccionados por él mismo.Una sucesión de pequeños placeres intelectuales.«Cuando yo era joven, había una diferencia importante entre ser famosos y estar en boca de todos. La mayoría querían ser famosos por ser el mejor deportista o la mejor bailarina, pero a nadie le gustaba estar en boca de todos por ser el cornudo del pueblo o una puta de poca monta# en el futuro esta diferencia ya no existirá: contal de que alguien nos mire y hable de nosotros, estaremos dispuestos a todo.»Estas palabras son un buen ejemplo de lo que nos ofrece De la estupidez a la locura, una serie de artículos que Umberto Eco publicó en prensa a lo largo de quince años y seleccionó personalmente poco antes de dejarnos.Por estas piezas se pasean hombres y mujeres de relevancia internacional, pero también algunos de los personajes de ficción más amados por Eco, como James Bond o los protagonistas de algunos de sus cómics favoritos. Y vuelve, como siempre, la nostalgia por el pasado perdido, la reflexión irónica sobre el poder y sus instrumentos, y la crítica a un consumismo que nos deja llenos de objetos y vacíos de ideas.Genio, sabiduría y sentido del humor: de todo hay en este libro, una despedida digna de un gran maestro.
TEORÍAS LITERARIAS DE UMBERTO ECO
https://cvc.cervantes.es/literatura/cuadernos_del_norte/pdf/14/14_32.pdf
"—El señor Rossi, de cuarenta y un años, funcionario del ayuntamiento, que podría haber estado en el banco cuando estalló la bomba, nos ha dicho: «Estaba bastante cerca y he oído la explosión. Horrible. Detrás de esto hay alguien que quiere pescar en río revuelto, pero nunca sabremos quién». El señor Bianchi (barbero de cincuenta años) pasaba también él por los alrededores en el momento de la explosión, que recuerda ensordecedora y terrible, y ha comentado: El típico atentado de cuño anarquista, no caben dudas.
—Excelente. Señorita Fresia, llega la noticia de la muerte de Napoleón.
—Bueno, diría que el señor Blanche, no comentemos edad y profesión, nos dice que quizá fue injusto encerrar en aquella isla a un hombre acabado, pobrecillo, también él tenía familia. El señor Manzoni, o mejor dicho, Mansoní, nos dice: «Ha desaparecido un hombre que ha cambiado el mundo, del Manzanares al Rin, un gran hombre».
—Bueno lo del Manzanares —sonrió Simei—. Claro que hay otros medios para hacer pasar opiniones sesgadamente. Para saber qué poner en un periódico hay que fijar, como se dice en las demás redacciones, la agenda. Hay una infinidad de noticias que dar en este mundo, pero ¿por qué se debe decir que ha habido un accidente en Bérgamo e ignorar que ha habido otro en Messina? No son las noticias las que hacen el periódico sino el periódico el que hace las noticias. Y saber juntar cuatro noticias distintas significa proponerle al lector una quinta noticia. Aquí tenemos un diario de anteayer. En la misma página: Milán, arroja al hijo recién nacido al váter; Pescara, el hermano no tiene que ver con la muerte de Davide; Amalfi, acusa de fraude a la psicóloga que trataba a la hija anoréxica; Buscate, sale del reformatorio tras catorce años el joven que mató a un niño de ocho cuando tenía quince. Las cuatro noticias aparecen todas en la misma página, y el título de la página es «Sociedad Niños Violencia». Sin duda se habla de actos de violencia en los que está implicado un menor, pero se trata de fenómenos muy distintos. En un solo caso (el infanticidio) se trata de violencia de padres sobre hijos; el asunto de la psicóloga no me parece que concierna a los niños porque no se indica la edad de esa hija anoréxica; la historia del chico de Pescara prueba, si acaso, que no ha habido violencia y el chico murió accidentalmente; y, por último, el caso de Buscate, si lo leemos bien, concierne a un cachas de casi treinta años, y la noticia verdadera es la de hace catorce años.
¿Qué quería decirnos el periódico con esta página? Tal vez nada intencionado; un redactor perezoso se ha encontrado entre manos cuatro despachos de agencia y le ha resultado cómodo juntarlos, porque quedaba más resultón. Pero la verdad es que el periódico nos transmite una idea, una alarma, un aviso, qué sé yo… Y en cualquier caso, piensen en el lector; tomadas una por una, estas cuatro noticias lo dejarían indiferente, todas ellas juntas lo obligan a quedarse en esa página. ¿Lo ven? Ya sé que se ha pontificado mucho sobre el hecho de que los periódicos escriben siempre obrero del sur agrede a compañero de trabajo y jamás obrero del norte agrede a compañero de trabajo; vale, vale, se trata de racismo, pero imaginen ustedes una página en la que se dijera: obrero de Cuneo, etcétera, etcétera; jubilado de Venecia mata a la mujer; quiosquero de Bolonia se suicida; albañil genovés firma un cheque sin fondos; ¿qué puede importarle al lector dónde ha nacido toda esa gente? Mientras que si estamos hablando de un obrero calabrés, de un jubilado de Matera, de un quiosquero de Foggia y de un albañil palermitano, entonces se crea preocupación en torno a la criminalidad del sur y eso hace noticia… Estamos en un periódico que se publica en Milán, no en Catania, y debemos tener en cuenta la sensibilidad de un lector milanés.
Fíjense qué hacer noticia es una buena expresión, la noticia la hacemos nosotros, y hay que saber hacerla ver entre líneas. Dottore Colonna, en las horas libres póngase a hojear con nuestros redactores despachos de agencia, y construyan algunas páginas temáticas, ejercítense en hacer surgir la noticia allá donde no existía o donde no se acababa de ver, ánimo.
Otro argumento fue el del desmentido. Éramos todavía un periódico sin lectores y, por lo tanto, se diera la noticia que se diera, no habría nadie para desmentirla. Ahora bien, un periódico se mide también por la capacidad de hacer frente a los desmentidos, sobre todo si es un periódico que demuestra no tener miedo de meter las manos en la podredumbre. Además de prepararnos para cuando llegaran los desmentidos verdaderos, había que inventar algunas cartas de lectores a las que siguieran nuestros desmentidos. Para que nuestro financiador viera de qué pasta estábamos hechos. "
Consejos de Umberto Eco para jóvenes escritores
- No creas que eres un artista.
- Nunca te tomes demasiado en serio, solo conseguirás que tu ego te nuble y te impida avanzar.
- No confíes en la inspiración, es la palabra que utilizan los autores tramposos para parecer intelectualmente respetables. El genio se compone de un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración.
- No tengas prisa por escribir un libro. No es necesario que publiques uno al año, a no ser que quieras perderte el encanto de preparar la historia.
- No puedes ser general antes de haber sido soldado, es decir, ve paso a paso. Si pretendes ganar el premio Nobel de forma inmediata y con solo un libro publicado, tu carrera literaria se arruinará sin remedio.
NÚMERO CERO DE UMBERTO ECO: SACAR NOTICIAS DE LAS NO NOTICIAS
Humildad y sentido común, aunque, para Umberto Eco, lo verdaderamente importante a la hora de escribir es empezar. El maestro lo explica en Cómo escribir, una conferencia incluida en su libro Confesiones de un joven novelista.
Los primeros críticos que reseñaron El nombre de la rosa dijeron que el libro había sido escrito bajo el influjo de una inspiración luminosa, algo que, dadas sus dificultades conceptuales y lingüísticas, sucedía solo a unos pocos afortunados. Cuando el libro alcanzó un éxito notable, vendiéndose millones de copias, los mismos críticos escribieron que no cabía duda de que yo, para confeccionar un éxito de ventas tan popular y entretenido, había seguido al pie de la letra una receta secreta. Más tarde dijeron que la clave del éxito del libro era un programa informático, olvidando que los primeros ordenadores personales con programas aptos para redactar textos no aparecieron hasta principios de los años ochenta, cuando mi novela ya estaba en la imprenta. En 1978-1979, lo único que se podía encontrar, incluso en Estados Unidos, eran esos pequeños ordenadores baratos fabricados por Tandy, que nadie hubiera usado jamás para escribir más que una carta.
Algún tiempo después, algo alterado por semejantes acusaciones informáticas, formulé la auténtica receta para escribir un éxito de ventas por ordenador:
En primer lugar, obviamente, necesita usted un ordenador, que es una máquina inteligente que piensa por usted. Eso sería una gran ventaja para mucha gente. Todo lo que necesita es un programa de unas pocas líneas; hasta un niño podría hacerlo. Luego hay que meter en el ordenador el contenido de unas cien novelas, obras científicas, la Biblia, el Corán, y un puñado de listines telefónicos (muy útiles para encontrar nombres de personajes). Digamos, unas 120.000 páginas. Después de eso, usando otro programa, hay que aleatorizarlo todo; en otras palabras, mezclar todos esos textos, ajustados un poco —por ejemplo, eliminando todas las es— para conseguir no solo una novela, sino ya una especie de lipograma de Perec. En ese momento, pulse «imprimir» y, puesto que usted ha eliminado todas las es, salen algo menos de 120.000 páginas. Tras leerlas cuidadosamente varias veces, subrayando los pasajes más significativos, llévelas a una incineradora. Entonces, simplemente siéntese bajo un árbol con una hoja de papel carbón y otra de buen papel de dibujar y, dejando fluir sus pensamientos, escriba dos líneas. Por ejemplo: «La luna está alta en el cielo / El bosque cruje». A lo mejor lo que sale al principio no es una novela, sino más bien un haiku japonés. Pero lo importante es empezar.
Umberto Eco y el periodismo
“Los periódicos no me dicen qué tengo que pensar. También porque no leo uno sólo y estoy abierto a muchas sugerencias. Pero un lector más ingenuo o menos preparado está más influenciado, más aún por la televisión”
“No todos los periódicos son una ‘máquina de fango’. Los vespertinos ingleses, por ejemplo, con todos los cotilleos de la familia real, lo hacen para vender un poquito más. Pero en Italia este mecanismo se ha usado como herramienta política para deslegitimar al adversario.”
“El mundo está lleno de libros preciosos que nadie lee”
“Se hace periodismo para las elites”
“Hoy no salir en televisión es un signo de elegancia”
“Si un periódico importante hace hoy una entrevista al primer ministro, ésta sigue teniendo un peso y hasta se puede discutir de ella en el parlamento. Ahora bien, este poder de influir no es sobre el público, sino sobre las altas esferas. El verdadero chantaje no llega cuando yo digo a mucha gente que usted ha robado, sino cuando se lo cuento solamente a dos y ya está. Es poner una noticia en la mesa de la persona importante y sugerir que se podría contar más.”
“Es escalofriante ver todos los crímenes que cometen a diario los Estados, pero no sólo las dictaduras, sino también los Estados democráticos.”
“Nada consuela más al novelista que descubrir lecturas que no se le habían ocurrido y que los lectores le sugieren.”
Confesiones de un joven novelista (fragmento)
"Helena Costiucovich, antes de traducir (magistralmente) al ruso El nombre de la rosa, escribió un largo ensayo sobre el libro. En un determinado momento, menciona un libro de Émile Henriot titulado La Rose de Bratislava (1946), que trata de la caza de un misterioso manuscrito y concluye con la destrucción de una biblioteca por medio del fuego. La historia sucede en Praga, y al principio de mi novela yo menciono Praga. Además, uno de mis bibliotecarios se llama Berengario, y uno de los bibliotecarios del libro de Henriot también se llama Berengario.
Yo no había leído la novela de Henriot; ni siquiera sabía que existía. He leído interpretaciones en las que mis críticos consultan fuentes que yo conocía, y me alegré mucho de que descubrieran de una forma tan astuta lo que yo había escondido de una forma tan astuta para llevarles a encontrarlo, por ejemplo el hecho de que en Doctor Fausto, de Thomas Mann, Serenus Zeitblom y Adrian Leverkühn eran el modelo de la relación narrativa entre Adso y Guillermo en El nombre de la rosa. Los lectores me han informado de fuentes que yo desconocía, y me encantó ser considerado suficientemente erudito para citarlas (hace poco, un joven medievalista me dijo que Casiodoro, en el siglo VI, menciona a un bibliotecario ciego). He leído análisis críticos en los que el intérprete descubre influencias que yo no tenía en mente al escribir, pero que ciertamente se contaron entre mis lecturas de juventud; está claro que, de manera inconsciente, habían ejercido alguna influencia sobre mí. Mi amigo Giorgio Celli, por ejemplo, dijo que mis lectores de antaño incluyeron seguramente las novelas del escritor simbolista Dmitri Merezhkovski, y me di cuenta de que tenía razón.
Un narrador no debería facilitar la interpretación de su trabajo. De otra manera no debería escribir una novela, ya que ésta es una máquina de generar interpretaciones.
Hay libros que son para el público y libros que hacen su propio público.
Hoy no salir en televisión es un signo de elegancia.Un héroe es siempre héroe por equivocación. Él siempre ha soñado con ser un cobarde honesto como todo el mundo.
Un sueño es una escritura y muchas escrituras no son más que sueños.
Nada es más nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración.
Siempre digo que lo que sé de inglés deriva de dos cosas: los cómics de la Marvel y “La velada de Finnegan”.
El arte sólo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de comunicación de masas.
En el fondo, la pregunta fundamental de la filosofía (igual que la del psicoanálisis) coincide con la de la novela policíaca: ¿quién es el culpable?
El libro es una criatura frágil. Sufre el paso del tiempo, el acoso de los roedores y las manos torpes, así que el bibliotecario protege los libros no sólo contra el género humano sino también contra la naturaleza, dedicando su vida a esta guerra contra las fuerzas del olvido.
He llegado a creer que el mundo es un enigma, pero un inocente enigma hecho terrible por nuestro loco intento de interpretar todo como si existiese una verdad subyacente.
El cementerio de Praga (fragmento)
"Volví a casa bastante perplejo. Un documento producido hace cincuenta años en Minsk y con mandamientos tan específicos como a quién invitar o no a una fiesta, no demuestra en absoluto que esas reglas gobiernen también la acción de los grandes banqueros de París o Berlín. Y por último: ¡nunca, nunca y nunca hay que trabajar con documentos auténticos, o auténticos a medias! Si existen en algún lugar, alguien siempre podrá ir a buscarlos y probar que algo se ha transcrito de forma inexacta… El documento, para convencer, debe ser construido ex novo, y posiblemente no se debe mostrar el original sino más bien hablar de él de oídas, que no sea posible remontarse a ninguna fuente existente, como pasó con los reyes magos, que de ellos habló sólo Mateo en dos versículos, y no dijo ni cómo se llamaban, ni cuántos eran, ni que fueran reyes, y todo lo demás son voces tradicionales. Y aun así, la gente cree que son tan verdaderos como José.
y María y sé que en algún lugar veneran sus cuerpos. Es preciso que las revelaciones sean extraordinarias, perturbadoras, novelescas. Sólo así se vuelven creíbles y suscitan indignación.
¿Qué más le da a un vinatero de Champagne que los judíos impongan a sus semejantes que festejen así o asá las bodas de la hija? ¿Es ésta una prueba de que quieren meterle la mano en el bolsillo?
Entonces me di cuenta de que el documento probador ya lo tenía, es decir, tenía el marco convincente —mejor que el Faust de Gounod por el que los parisinos estaban enloqueciendo desde hacía unos años—, sólo había de encontrar los contenidos adecuados. Obviamente, estaba pensando en el encuentro de los masones en el monte del Trueno, en el proyecto de José Bálsamo, y en la noche de los jesuitas en el cementerio de Praga.
¿De dónde debía partir el proyecto judío para la conquista del mundo? Pues de la posesión del oro, como me había sugerido Toussenel. Conquista del mundo, para poner en estado de alerta a monarcas y gobiernos; posesión del oro, para satisfacer a socialistas, anarquistas y revolucionarios; destrucción de los sanos principios del mundo cristiano, para inquietar a Papa, obispos y clérigos. E introducir un poco de ese cinismo bonapartista del que tan bien había hablado Joly, y de esa hipocresía jesuítica que tanto Joly como yo habíamos aprendido de Sue.
Volví a la biblioteca, pero esta vez en París, donde podía hallarse mucho más que en Turín, y encontré otras imágenes del cementerio de Praga. Existía desde la Edad Media, y en el transcurso de los siglos, como no podía expandirse fuera del perímetro permitido, superpuso sus tumbas —cubrirían quizá cien mil cadáveres—, y las lápidas se aglomeraban casi la una contra la otra, oscurecidas por las copas de los saúcos, sin ningún retrato que las suavizara porque los judíos tienen terror de las imágenes. "
El cementerio de Praga, una novela que nos cuenta el origen de muchas estafas y algunos estafadores que aún hoy están aquí, entre nosotros… Estamos en marzo de 1897, en París, espiando desde las primeras páginas del libro a un hombre de sesenta y siete años que escribe sentado en una mesa, en una habitación adornada con extravagancia: conocemos así al capitán Simonini, una piamontés afincado en París que desde joven se dedica al noble oficio de falsificar documentos. Por razones que luego se verán, el hombre no recuerda bien quién es y, siguiendo los consejos de un tal doctor Freud, con quien solía compartir cenas en un restaurante de la ciudad hace ahora diez años, decide poner por escrito su vida. Empezamos por los recuerdos del abuelo, que lo crió. Ese era un hombre chapado a la antigua y fiel a la tradición monárquica, todo lo contrario que su hijo, un revolucionario que murió defendiendo causas de poca monta. La obsesión del abuelo eran los judíos, según él la fuente de todos los males. Nuestro Simonini crece y empieza su carrera profesional de pasante de un notario amante de los negocios poco limpios. El joven pronto aprende y se entrena en su tarea de falsario, quedándose al final con el negocio del notario. Mientras tanto en Italia desfila Garibaldi, el héroe por excelencia, que recorre la bota italiana para liberar al país de los Borbones. Eso en apariencia…el olfato de Simonini le convierte muy pronto en espía y contraespía del gobierno italiano, y así aprendemos que Garibaldi y los suyos están al servicio de la masonería y del poder establecido. Obligado a dejar Italia por ser hombre “que sabe demasiado” el capitán se instala en París, y muy pronto el poder francés recurre a sus servicios para que falsifique todo tipo de documentos y para que espíe las actividades de los prusianos, pero también de ciertos personajes influyentes de la política del país. Lo ayuda en esta tarea el Abate Della Piccola, personaje ambiguo, clérigo extravagante y “alter ego” de Simonini.
No se trata pues, de una obra fácil. Existen al menos tres narradores virtuales, uno de ellos, con una cierta tendencia esquizofrénica. El revolucionario que nos narra a través de su diario la historia de su vida desde la infancia hasta final del siglo XIX (muy aficionado nuestro héroe a la comida, por cierto). En algunos tramos, un abate que vive en el mismo inmueble que el revolucionario toma la palabra y comenta hechos que el otro no pudo conocer. Finalmente, hay otro narrador por encima de estos que comenta lo que escriben en tercera persona.
Esta amalgama de voces narrativas en primera y tercera persona, hace que el libro resulte algo confuso al principio, mientras te aclaras sobre los personajes-narradores. Por otro lado, hay tal cantidad de nombres, lugares, descripciones, tal densidad de sucesos históricos, conspiraciones, manipulaciones literarias, menciones, citas, referencias etc... que resulta difícil de seguir si se carece de una cierta cultura. Es decir, es un libro que exige, como dije antes, que el lector tome partido, se implique y se esfuerce en comprender el juego planteado por Eco.
Tomando como articulación de la débil trama el diario de Simonini, Eco nos conduce por las revoluciones del siglo XIX, en especial por el movimiento garibaldino, que devino en la unificación e independencia de Italia, y por los hechos de la Comuna francesa, descrito todo ello con una gran plasticidad, abigarramiento y potencia literaria, aunque en algunas partes más de relleno, o de explicación histórica se le escapa al autor un estilo de "ensayo", que me ha resultado menos ameno.
También, imbricado con estos hechos históricos, el desarrollo de una gran conspiración con el leit motiv del "cementerio de Praga" como punto de partida, una temática ya tocada por este autor en otras obras suyas ("El péndulo de Foucault"). Eco ironiza, juega con las palabras y los hechos, y acumula teorías, infundios, libelos y tópicos sobre nacionalidades para dejar en ridículo a las "teorías de la conspiración" que en el mundo han sido, y pone de manifiesto, igualmente, la manipulación de la sociedad a través de estos medios, y el peligro que conlleva, utilizando el ejemplo de las corrientes antisemitas. En la novela, la realidad y la ficción se confunden, de modo que el protagonista toma datos de folletines y novelas para crear su gran libelo antijudío al servicio de la propaganda de grandes potencias, de la Iglesia, etc, etc. Plagios de obras, que a su vez plagian otras obras, permiten observar la estructura de la generación de mitos contemporáneos, a partir de fuentes cuanto menos dudosas y francamente eclécticas, incluidas las esotéricas, diabólicas, mágicas, etc. En realidad, lo brutal es que los propios generadores de conspiraciones terminan por creerse sus mentiras, y llegan a realizar actos extremos guiados por ese autoengaño.
La ironía de Eco está en el subtexto, latente y demoledora al tiempo, con frases terribles que aluden a la "solución final" (nosotros, lectores del siglo XXI ya sabemos a qué se refiere).
"Arbeit macht frei, solo el trabajo vuelve libres. La solución final, para Lutero, había de ser echarles de Alemania, como perros rabiosos."
"Entonces algún día habrá de intentar la única solución razonable, la solución final: el exterminio de todos los judíos."
Ya al principio de la novela tira por tierra los tópicos sobre nacionalidades, cuando el protagonista caracteriza a ciertos pueblos (los alemanes, por ejemplo) de un modo muy diferente a cómo se hace en la actualidad, dando a entender que son meros clichés que cambian con el tiempo y las circunstancias, pero que actúan en las mentes y condicionan nuestra percepción de las cosas. El libro no deja títere con cabeza, y también hace alusiones más o menos veladas a acontecimientos actuales.
La ambientación histórica es francamente buena, sobre todo las descripciones del París decimonónico.
"Organizaremos una crisis económica universal por todos los medios que nos sean posibles con ayuda del oro que, casi en su totalidad, está en nuestro poder."
Eco, fascinado por aquel manuscrito, siguió la pista, viajando por Austria, a lo largo de las orillas del Danubio para inves tigar y conocer el lugar de origen de aquel manuscrito: Mientras tanto llegamos a las cercanías de Melk, donde, a pico sobre un recodo del río, aún se yergue el bellísimo “Siift”, varias veces restaurado a lo largo de los siglos. El pueblo y su monasterio El pueblo de Melk y su monasterio barroco, a 86 kilóme— (ros al oeste de Viena, lugar de reposo de Crimhilda, uno de los personajes principales de la cé— lebre epopeya alemana del “Cantar de los Nibelungos”, residencia de emperadores alemanes y monasterio benedictino, domina desde una altura de 50 metros el Danubio, allí donde el rio sigue su curso entre rocas acantiladas. Amoldado a las rocas, se ex tiende el pueblo pintoresco de Melk a los pies del monasterio. De noche, y desde abajo, el poderoso edificio, que desde toóos los rincones de cualquier calle hace notar su presencia, parece vigilar al pueblo como un rey a sus súbditos. En las orillas estrechas del Danubio de aquella parte de Austria, llamada Wachau, los marineros siguen desde los tiempos más remotos su peli groso oficio, y los agricultores se enfrentan arduamente al duro trabajo. Como recompensa, el beneficioso provecho de la na vegación, una rica cosecha de frutas y una buena vendimia. Las protegidas llanuras favore cen el crecimiento de los albari— coques; los vinos han alcanzado un renombre mundial. Como guardianes de quienes transitaron las aguas del río, se yerguen sobre las rocas de aque lla zona una multitud de casti lbs y monasterios, la mayoría de ellos en ruinas. De este lugar idílico y tran quilo fue arrancado el fraile benedictino, Adso de Melk, para emprender su viaje a Italia y vi— vir aquella aventura de la que dejó constancia... ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mun do, espero el momento de per Vicisitudes Serían los últimos años del sigb XIV, cuando Adso de Melk, el fraile benedictino, empezó a escribir su increíble historia, re— tirándose a la inmensa bibhiote ca del monasterio de Mehk que, todavía hoy en día, contiene 80.000libros y 2.000 manuscri tos y que se extiende a lo alto y ancho de dos pisos. Por aquellos tiempos, el monasterio vivió un apogeo nunca visto en su exis tencia anterior.
Cuando, en 1418, la Asamblea Eclesial aprobó los planes de reforma del duque Alberto y., Melk se convirtió en punto de partida de la renovación de todos los monasterios benedictinos de Austria y Alemania del sur. La conse cuencia fue el florecimiento de 1 1 1 1 1 1 . ;F . 1 En las o sen erige el monasterio de Melk, uno de los centros culturales de Austria. Melk,el monasterio donde nació “El nombre de la rosa” v-_ _ i’-y • ‘_ —., r, .‘ (ii-aJidti /tJ nIu11as1(rIu en 103S. la vida religiosa y científica de su monasterio. Mucho antes, sobre los fun damentos de una población pre histórica, los romanos constru yeron ya en aquel lugar su torre de guardia, y la llamaron Na mare. No fue hasta el siglo X cuando el margrave de Baben berg, Leopoldo 1, se asentó en Melk e hizo construir su castillo. Los margraves de Babenberg siguiendo, sin embargo, el curso del Danubio, fijaron su residencia en Viena. A finales del s. XI, Leopoldo III donó su castillo a los frailes benedictinos, que lo transformaron en monasterio y lo convirtieron en un centro cultural. Los “muros piadosos” participaron en los aconteci mientos de su tiempo. Desde el asedio perpetrado por rebeldes a Federico III, pasando por la insurrección de los campesinos de 1597 y la invasión de 1741, hasta las guerras francesas de 1793, 1800, 1805 y 1809. Pero, sobretodo, las invasiones turcas en 1683 trajeron consigo la miseria; muchas dependencias del monasterio de Melk fueron destruidas. En 1700, después de un gran incendio que lo destruyó por completo, el entonces abad Dietmayr quiso devolver al “Stift” su antigua gloria, renovándolo también por fuera debidamente. Así es que llamó al aparejador Jakob Prandtauer, único hijo de un minero, al que no le habían encargado hasta estos momentos más que peque ños proyectos, Prandtauer tra bajó en su obra maestra hasta su muerte, sin poder terminarla. Dio fin a ella su discípulo, Franz Munggenast. Así nació el monasterio barroco más importante de Austria, que albergó tam bién a muchos emperadores. Se dice que Napoleón llegó el 1 0 de noviembre de 1805, con una carroza de ocho caballos, ante las puertas del monasterio de Íylelk y que fue recibido por el abad con. palabras latinas. Napoleón se mostró profundamente im presionado del edificio, su bi— blioteca y la labor de los frailes. El monasterio, con sus vahosas pinturas de techo, su impre— sionante Sala de Mármol y su famosa iglesia, guarda celosamen te sus tesoros artísticos a través de los tiempos. BARBARA ZÓLLER derme en el abismo sinfondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando asíde la luz mefable de las inteligencias angéli cas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terri bies que me fue dado presenciar en mijuventud...
Todo comenzó aquel primer día en aquella abadía, a la hora Tertia, cuando escuché hablar a mi maestro con el Abad acerca de la fuerza de la razón para alzarse causa tras causa. Cuando el Abad marchó, fray Guillermo me aclaró que se estaban refiriendo a los escritos del Doctor Angélico y a aquellos cinco caminos que elevan la razón. Sin embargo, me confesó, estos caminos han sido rebatidos por aquel que cambiará el sentido de nuestro pensamiento.
He de confesar que sentí miedo por mi maestro, ¿acaso estaba hablando del Anticristo? Sin embargo cuatro días después descubrí que aquel opositor de la razón bien guiada no era un ente demoníaco sino un fraile de nuestra orden El día quinto, a la hora Prima, el abad dio por comenzada una sesión entre dominicos (los perros del Señor) y franciscanos en la cual se trataría el tema de la pobreza de Cristo. Se nos recordó el Concilio de Vienne de año del Señor de 1312 y la Constitución del Papa «Quorundam exigit» de 1317 a. d. La razón de este recordatorio era que los franciscanos habían puesto en tela de juicio lo santos contenidos tanto del Concilio como de la Constitución en el capítulo general de 1322. Y el causante de tanta disconformidad fue un hermano nuestro que osó enfrentarse al mismo Papa con un Breviloquium, un atrevido escrito que lo maldijo de por vida. Tras esta reunión fue cuando mi maestro me confesó: -Quédate bien, hijo mío con el nombre de este hermano nuestro, pues en él y en su teoría de los conceptos, opuesta a la formulada por el Doctor Angélico, está el futuro del pensamiento. Te aseguro que con esta teoría sobre nombres y conceptos, y uniéndola a un principio también formulado por él, podremos cortar las barbas al mismísimo Platón.
Hace frío en el escriptorium, me duele el pulgar. Dejo este escrito, no sé para quién, este texto que ya no sé de qué habla. Stat rosa pristina nomine, nomine nuda tenemus. Con ello también dejo la única pista que mi maestro me dejó sobre esta fantástica doctrina, la única frase que al respecto me dijo: NOMINE NUDA TENEMUS”
"Guillermo se sentía profundamente humillado. Traté de consolarlo, diciéndole que hacía tres días que estaba buscando un texto en griego y era natural que hubiese descartado todos los libros que no estaban en griego. El respondió que sin duda es humano cometer errores, pero que hay seres humanos que los cometen más que otros, y a estos se los llama tontos, y que él se contaba entre estos últimos, y se preguntaba si había valido la pena que estudiase en París y Oxford para después no ser capaz de pensar que los manuscritos también se encuadernan en grupos, cosa que hasta los novicios saben, salvo los estúpidos como yo, y una pareja de estúpidos tan buena como la nuestra hubiera podido triunfar en las ferias, y eso era lo que teníamos que hacer en vez de tratar de resolver misterios, sobre todo cuando nos enfrentábamos con gente más astuta que nosotros.
(...)
El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede. Eres el diablo, y como el diablo vives en las tinieblas. Si querías convencerme lo has logrado. Te odio, Jorge, y si pudiese te sacaría a la explanada y te pasearía desnudo."
Naturalmente un manuscrito
Alguien, alguna vez, debería hacer un homenaje, un merecido reconocimiento, a los “manuscritos encontrados”, a esos escritos sin realidad física ni papel que los soporte, pero que en la mente del autor y en la imaginación del lector fueron considerados reales.
El recurso al manuscrito encontrado ha llenado la literatura de libros virtuales, de libros fantasma, que han sido analizados por críticos y eruditos, y por supuesto por los lectores. Libros con los que el autor se enmascara por distintos motivos y da a conocer el texto como fruto de un hallazgo fortuito con el propósito de lograr una historia que sea verisímil.
Son muchos los ejemplos que pueblan la literatura, pero para empezar ¿por qué no hacerlo con el manuscrito en latín encontrado por un monje alemán a finales del siglo XIV y que Umberto Eco convirtió en una joya literaria? Eco inicia la narración de El nombre de la rosa con un rotundo “naturalmente un manuscrito” porque sabe que dicho recurso es la mejor herramienta para dar credibilidad a su relato, a su novela: “Naturalmente un manuscrito. El 16 de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet, Le manuscript de Dom Adson de Melk…”. Y sigue Eco aportando datos sobre el mismo porque sabe que al hacerlo está haciendo más creíble la novela.
Otro ejemplo sobre lo mismo sería El manuscrito carmesí de Antonio Gala donde el último sultán de Granada -Boabdil- da testimonio de su vida usando unos papeles carmesíes y legándonos un manuscrito inmaterial rescatado para nuestro deleite. Como Eco, Gala se recrea en explicarnos el descubrimiento de los papeles por parte de dos arquitectos franceses (personas curiosas, pero no expertas en materia de paleografía, dice) que trabajan en la mezquita de Karauín: “se trataba de unos manuscritos que destacaban de los demás por dos razones: por estar encuadernados a la perfección…y por su color carmesí”.
Podríamos continuar con el mismo Cervantes, inventor de la novela moderna, que repite a lo largo de El Quijote que su novela no es más que la traducción al castellano de un autor árabe: Cide Hamete Benengeli (al iniciar el capítulo IX de la primera parte habla de unos cartapacios con caracteres arábigos que vendía un muchacho: “quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de Don Quijote. Con esta imaginación le di priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo”), seguir con Edgar Allan Poe y su Manuscrito en una botella en el que un marinero que se halla en Indonesia zarpa con una tripulación sueca para, tras múltiples avatares, dejarnos un relato espectral y terrorífico. “No hace mucho que me aventuré en el camarote privado del capitán y tomé de allí los materiales con que escribo esto y lo que antecede. De tiempo en tiempo seguiré redactando este diario. Cierto que puedo no encontrar oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero no dejaré de intentarlo. En el último momento encerraré el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar” y concluir con el manuscrito que Pascual Duarte encuentra en la cárcel y permite a Camilo José Cela escribir La familia de Pascual Duarte.
Pero no podría cerrar este artículo sin referirme al Manuscrito encontrado en Zaragoza del conde ucraniano Jan Potocki, uno de los libros más importantes de la literatura europea. En él se narra la historia de un oficial polaco que, batallando a las órdenes de los franceses en pleno sitio de Zaragoza, encuentra un manuscrito escrito un siglo antes por el noble Alfonso Van Worden. El Manuscrit trouvé à Saragosse (Manuscrito hallado en Zaragoza) resulta ser una historia original y cautivadora, una fascinante fantasía, un prodigio de la imaginación que sería llevada al cine por el director W. Has y que según confesó Buñuel fue la única película que había visto entera en su vida.
Son, todos ellos, manuscritos cuya existencia no ha sido demostrada aunque hay estudiosos que lo intentan sin éxito -ya se ha dicho que son recursos, piruetas literarias que los escritores usan con mayor o menor fortuna-, pero que nos fascinan igualmente como lectores y que perviven en nuestra mente como reales, como obras rescatadas del imaginario común.
Miguel de Unamuno que también utilizó la “técnica del manuscrito encontrado” en San Manuel Bueno, mártir, dijo: “A todo historiador debe serle permitido colmar las lagunas de la tradición histórica con suposiciones legítimas, fundadas en las leyes de la verosimilitud”.
Y el manuscrito encontrado siempre será una de esas suposiciones legítimas.
Referencias
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El nombre de la rosa o el invierno de la Edad Media
Un sagacísimo monje franciscano investiga una serie de espantosas muertes que están teniendo lugar en una abadía del norte de Italia donde se encuentra la biblioteca más extensa (e impenetrable) de la Cristiandad. En 1980, Umberto Eco, conocido semiólogo, crítico literario y erudito de temas muy diversos, nos contó esta prometedora historia bajo el bello y sugestivo título de El nombre de la rosa, y nos dio el que tal vez sea el último ejemplar de best-seller genuinamente «culto» dentro de una especialidad, la novela histórica, hoy tan de moda. Lo consiguió encontrando el punto justo de equilibrio entre el denso ejercicio de reflexión histórica (que engloba, por el contexto elegido, también la religiosa y la filosófica) con la entrega desinhibida al puro placer de la narración. No sé si soy todavía más subjetivo de lo usual al hablar de esta obra —yo mismo soy licenciado en historia medieval—, pero la revisión de esta novela (y sin pretender en ningún momento que sea una obra maestra: no quiero tampoco pecar por exceso) me ha deparado uno de los placeres del verano. Un placer que, no es raro en mí, entrevera lo literario con lo cinematográfico: me ha resultado imposible no mezclar, mientras leía, el maravilloso personaje protagonista de fray Guillermo de Baskerville con el rostro y el elegante ademán irónico del hombre que lo encarnó en la gran pantalla, Sean Connery, ni pasear por el interior de sus muros sin tener bien presente la mole prismática donde transcurre la película.
Era el primer paso de Eco desde el ensayo (que había cultivado con notable éxito, dentro de los razonables márgenes de ese campo) a la ficción. Una novela policiaca con ropaje erudito, es posible que pensaran sus detractores. Un exceso de árboles para tan poco bosque, sostendrían aquellos a quienes tantas referencias cultas aburrieron. No en vano, en un primer vistazo se podía descubrir que el libro estaba (está) salpicado de numerosas frases en latín… que en la primera edición no se traducían: las ediciones actuales se encargan no solo de hacerlo (cuidado: soy el primero en agradecerlo) sino de incluir el pequeño ensayo Apostillas a «El nombre de la rosa», donde el autor explica buena parte de sus intenciones y alguna de las claves de la historia.
Es cierto que Eco ya hacía lo que muchos de los cultivadores de la novela histórica (o del best-seller de intriga construido sobre follaje histórico: que cada uno ponga los nombres que crea conveniente), esto es, apoyarse en una estructura siempre agradecida por el hipotético lector: la exposición de un enigma, por lo común criminal. Ahora bien, la diferencia es que ese enigma es el modo por medio del cual el autor expone, con tanta coherencia como sugerencia, una concepción de la vida y del pensamiento que tiene sentido en el contexto medieval en que se inscribe pero que, como las mejores obras literarias, posee un alcance universal.
Es bien sabido que el investigador monástico que creó no es sino una recreación de Sherlock Holmes. Como él, procede de las islas británicas (y en concreto, de Escocia, como el padre de la criatura, Conan Doyle), domina la ciencia de la deducción e incluso su descripción física —que, por supuesto, nada se corresponde con la del hombre que luego lo inmortalizaría en cine— se ajusta a la de los relatos (o más exactamente, a la clásica recreación del ilustrador Sidney Paget). Es más, del mismo modo que el original se evadía de la gris realidad mediante una solución de cocaína al siete por ciento, su nuevo avatar también hace lo propio, si bien mediante la ingesta de determinadas hierbas. El mismo nombre ya es un claro homenaje a la aventura más famosa del detective de Baker Street: El sabueso de los Baskerville. Y para consolidar el paralelismo, la crónica de sus hazañas detectivescas es contada por un ayudante que no hace sino asombrarse de los prodigios intelectivos de su maestro, y cuyo nombre, fonéticamente, recuerda al del biógrafo de Holmes: Adso en vez de Watson.
Eco situó a los dobles de Holmes y Watson en pleno medievo, en el año del señor de 1327, en el contexto de una turbulenta cristiandad dividida por dos causas fundamentales: por un lado, el enfrentamiento entre el emperador alemán y el papa de Aviñón (ciudad donde los pontífices se habían instalado en 1309 —bajo la evidente influencia del rey de Francia— y en donde permanecerían hasta 1378, periodo de tiempo llamado por sus detractores el «segundo cautiverio de Babilonia); por otro, la notable agitación herética nacida de los más ansiosos por regresar a la pureza originaria del cristianismo como respuesta al lujo desmedido de la Iglesia, propagada con sangre y ahogada (por la Inquisición) con más sangre todavía. En medio de ambos conflictos se encuentra atrapada la orden franciscana, a la que pertenece Guillermo, enfrentada al papa por su proclamación de la pobreza franciscana como dogma de fe. Precisamente, si el protagonista se encamina a la abadía es porque en ella ha de tener lugar una reunión entre los rectores franciscanos y los legados papales: la comisión de los crímenes será utilizada por los enemigos de los primeros para minar su posición, al descubrirse que entre los muros de ese lugar quedan restos de esas herejías mal que bien eliminadas.
El inteligentísimo Guillermo de Baskerville no tarda en deducir que los crímenes tienen que ver con la misteriosa biblioteca de la abadía, y en concreto con la existencia de un libro secreto que, de algún modo, conlleva la muerte para quien intenta asomarse a sus páginas prohibidas. Las señales son claras: los cadáveres presentan manchas negras en la lengua y en los dedos de la mano, y la causa se debe a algún desconocido y muy tóxico veneno. No es casualidad que la estructura de la novela, el gusto por detalles como la inclusión de detallados planos por parte del autor (del conjunto abacial y de la laberíntica biblioteca) y la inclusión de un capítulo final en el que el investigador hace una minuciosa exposición de los pormenores del caso supongan una curiosa reproducción del aroma de la novela-enigma anglosajona y, en concreto, de su autora más emblemática, Agatha Christie.
El primer mérito de Eco es conseguir que la voz que narra la historia, la de Adso de Melk, tenga su propia personalidad y no se limite a realizar la crónica turiferaria de un personaje llamativo. Bien al contrario, Adso, modesto pero no necio, admira al maestro pero no sin condiciones, pues su mente abierta no se limita a mirar sino que intenta interpretar, exigiendo para ello saber. Buen recurso que el autor utiliza para, al tiempo que su maestro informa al muchacho de los entresijos de la época, nos ilustre a nosotros. procura entrar en la mente de un inquieto novicio del siglo XIII sin incurrir en anacronismos, complaciéndose en rasgos estilísticos muy propio de la época, como el uso inmoderado de las enumeraciones (de monstruos, de atributos religiosos, de hierbas medicinales, de libros arcanos…), y consigue crear un personaje en principio menos llamativo que su maestro pero sin el cual la historia, seguramente, no poseería su delicioso sentido de la maravilla.
Ahora bien, sin la menor duda buena parte del interés de El nombre de la rosa radica en el excepcional interés de Guillermo de Baskerville, uno de los últimos grandes personajes que ha dado la literatura, y el portavoz del autor para dar cuerpo a sus reflexiones. A través de este evidente alter ego, Umberto Eco registra su desconfianza hacia las ortodoxias pero también hacia las heterodoxias (llamadas herejías en el medievo), desnudando el idéntico afán que exhiben, el mismo celo y violencia con que se erigen en portadores de una única verdad («El infierno es el paraíso visto desde el otro lado», le resume el lúcido Guillermo a Adso). La opción personal de Guillermo es la comprensión del otro, la compasión, la humanitas: antiguo inquisidor que nunca quemó a nadie pero que renunció al comprender que la Iglesia no le había otorgado tal comisión para devolver al árbol las frutas derribadas por el viento sino para segar sus ramas torcidas, sabe que la única opción posible para no dejarse envenenar por el celo apostólico del iluminado por la verdad se encuentra en la convicción de que, sin compasión, el mundo se convierte en un lugar terrible para vivir.
Y la verdad no puede ser inmutable: siempre hay que completarla, siempre hay que cuestionarla. Eco, como bien explica en sus Apostillas, convierte a su protagonista en franciscano porque era en el seno de esa orden donde estaban surgiendo voces que cuestionaban el dejarlo todo en manos de Dios. Así, lo convierte en amigo del controvertido Guillermo de Occam, cuyo adagio conocido como la «navaja de Occam» aplica a su propia ciencia deductiva (o sea, el principio de economía en el razonamiento, que aconseja no complicar innecesariamente las explicaciones), y de Roger Bacon, que contribuyó a iluminar la necesidad de observar y analizar la principal obra de Dios, la naturaleza, a lo cual el protagonista se entrega con delectación.
La más admirable cualidad de El nombre de la rosa es la manera en que su autor consigue armonizar la tesis con la narración, el texto con el contexto, los personajes con una base histórica con las criaturas de ficción a los que sitúa bajo el tempestuoso viento que aquellos provocaron. Eco consigue interesar por las turbulencias ideológicas de la época porque tienen un fin dentro del enigma propuesto: a este respecto, es absolutamente memorable el capítulo «Nona» del Tercer Día, por la perfecta exposición que Guillermo la hace al ansioso Adso del enrevesado crisol de las herejías, mediante la cual, a la vez, el lector se hace una emocionada idea de la visión compasiva del protagonista hacia quienes, aun equivocados, buscan corregir la injusticia del mundo.
Es cierto que no faltan defectos en la novela, en muchos momentos provocados por la complacencia de Eco en su propia brillantez y erudición, que aumentan de modo innecesario el número de páginas del libro. En particular, creo que sobran los momentos en que Adso se abandona a las reflexiones sobre el erotismo, primero, y la pasión romántica, después (motivadas por su fugaz encuentro sexual con una campesina atraída a las cocinas del monasterio por el monje cillerero —el encargado del aprovisionamiento— para intercambiar favores carnales a cambio de comida), o bien el largo capítulo, casi al final de la obra, en que el muchacho se ve asaltado por un sueño, y que no aporta nada ni a la trama ni a la dramaturgia ya tan cercana a su conclusión. En cualquier caso, El nombre de la rosa supone una de las mejores aproximaciones a la fascinante época retratada que he leído nunca y una novela excelente en sí misma.
En 1986, el libro fue llevado al cine por medio de una coproducción entre varios países europeos (Italia, Alemania Occidental y Francia), rodada en inglés con el fin de exportarla al mayor número de mercados, lo cual además permitía la contratación de una estrella de Hollywood como Sean Connery. El actor escocés fue rodeado de un sólido conjunto de actores de las más diversas nacionalidades, que diríanse seleccionados por la variedad mineral de sus rostros (el del alemán Volker Prechtel, como el bibliotecario Malaquías, por ejemplo, parece tallado en alguna áspera piedra). De ellos, el más conocido en esos momentos era el también norteamericano F. Murray Abraham (que había ganado el Oscar al Mejor Actor un par de temporadas atrás por su conocida interpretación de Salieri en Amadeus) y a quien se dio el papel del inquisidor Bernardo Gui. Pero el más impresionante, sin duda, es el veteranísimo actor ruso Feodor Chaliapin jr en el papel del monje ciego Jorge de Burgos, cuya presencia a ratos incluso resulta aterradora. La dirección se encomendó al francés Jean-Jacques Annaud, cuyo trabajo previo, de cierta repercusión internacional, había sido una fábula si no histórica sí prehistórica, En busca del fuego (1981), de donde por cierto recuperó al excelente actor Ron Perlman, intérprete del monstruoso Salvatore.
El nombre de la rosa, película, debe decirse desde el principio, no posee la excelencia de la novela por diversas razones que ahora señalaré, pero desde luego supone un muy encomiable paralelo, en cine, de lo que Eco pretendió en literatura. Esto es, levantar una superproducción capaz de atraer la atención del espectador que busca el espectáculo visual pero no desdeña el contenido trascendente, reflexivo, al estilo de Lawrence de Arabia (1962) o El planeta de los simios (1968): nada más lejos de ese artefacto que hoy llamamos blockbuster y que no pretende tener mayor validez fuera del momento en que arrasa taquillas.
Como toda rauda adaptación de un título de éxito, los responsables del film, en buena medida, intentan contentar a los lectores de la novela mediante el respeto a sus principales elementos argumentales y a la satisfacción de la visualización de un escenario y unos personajes que hasta ese momento debían ser imaginados por cada uno. (En este sentido, hay que reconocer que, una vez que contemplamos cómo el cine da cuerpo material a lo que hasta entonces pertenecía a cada lector singular, ya nunca podremos retomar sus páginas como si nunca lo hubiéramos conocido, para bien y para mal: en mi caso, el ejemplo paradigmático siempre será la adaptación que hizo Peter Jackson de El señor de los anillos.)
Pues bien, el primer triunfo de la película es la perfecta recreación de la abadía donde suceden los crímenes (que, como suele suceder, no se corresponde a una única extraída de la realidad: el rodaje se repartió entre diversas localizaciones, del monasterio de Eberbach, en Alemania, a decorados construidos expresamente en la emblemática Cinecittá). Resulta imborrable ese conjunto de rincones de la abadía que desfila ante nuestros ojos, de la enorme mole donde se encuentra la biblioteca al bello scriptorium pasando por la iglesia o el conjunto de cocinas, establos y demás dependencias cotidianas. En este sentido, resulta fundamental el trabajo del italiano Tonino delli Colli, bien conocido por los amantes de Sergio Leone, quien se hizo cargo de la espléndida fotografía de la película, acertando con su luminosidad oscura, de un tenebrismo sucio con ecos de Rembrandt, por anacrónica que sea en este caso la referencia, en adecuada correspondencia con una época de dificultosa iluminación y una historia que se complace en buscar los elementos de oscuridad (en todos los sentidos) presentes en la abadía.
Ahora bien, bastaría tan solo para justificar El nombre de la rosa, película, con el acierto supremo de los productores al adjudicar el papel protagonista a Sean Connery. Aunque ya había tenido ocasión de jugar en alguna película con cierta veta crepuscular a partir de la franca exhibición de sus arrugas y su calvicie nada disimulada —en el estimable díptico aventurero El hombre que pudo reinar (1975, John Huston) y Robin y Marian (1976, Richard Lester)—, el Connery de este momento añade un matiz que antes nunca había manifestado: una elegancia nacida de un rostro curtido en experiencias y animado por una profunda (e irónica) humanidad. Connery se funde indeleblemente con el ya de por sí inolvidable Guillermo del libro, consiguiendo que cada uno de sus gestos sea expresión de su personalidad, animada al tiempo por la riqueza intelectual y la compasión hacia las debilidades humanas, por el saludable sentido de la ironía sin incurrir jamás en el sarcasmo y por el anhelo de una actividad más allá del mero uso de sus facultades. Para actuar con plena justicia, quienes hemos visto esta película más de una vez en su versión española debemos aplaudir también el trabajo del espléndido actor que supo estar a la altura de la elegancia de Connery con la elegancia de su propia voz, de su dicción firme y serena, matizada y dúctil, el gran José Luis Sansalvador.
En fin, el papel dio un giro a la carrera del actor (sancionado por la obtención del Oscar al Mejor Actor Secundario, si bien por un personaje y una película no precisamente memorables: Los intocables de Eliot Ness [1987, Brian de Palma]), que lo llevó a vivir una segunda edad de oro por la relevancia (otra cosa es la calidad) de los proyectos que contaron con su presencia, y que sobre todo lo convirtieron en una figura muy querida por los cinéfilos y el público en general, consiguiendo algo muy difícil en un actor que ronda la ancianidad: que su mera presencia en un reparto (y doy fe de ello) moviera a ir a ver la película, por poco prometedora que fuera.
Dos son los problemas que le encuentro a la película y que le impiden aspirar a igualar la calidad del libro. Uno estriba en cierta falta de fuerza expresiva, en buena medida achacable al director Annaud, que no aporta con su trabajo nada que no venga dado por el guión, los actores y la sugestión visual del escenario. En este apartado incluyo también el que Adso carezca del relieve dramático que posee en el libro: si bien su papel como conductor del relato no es tan fundamental por la diferencia de medios, toda la historia sigue contándose desde su punto de vista, de modo que la escasa impresión que deja el personaje arrebata buena parte del sabroso desarrollo dialéctico de la historia.
El otro es peor, pues se trata de la inclusión de diversas concesiones al efectismo. Una es de orden romántico: la ampliación del papel de la joven aldeana, que consigue escapar de su condena a la hoguera para así aparecerse, en el final, al joven Adso cuando se marcha con Guillermo de la abadía, y ofrecer al muchacho una alternativa de vida que éste, tras un momento de vacilación, rehúsa. Cierto que no era necesario, pero tampoco está mal traído, puesto que permite que el endeble Adso cinematográfico retome el timón dramático para poder concluir la historia con su rememoración de aquellos hechos tan intensos desde su vejez (como sucede en el libro). En particular, y vuelvo al doblaje español, sus palabras de despedida permiten al inolvidable Fernando Ulloa —el James Stewart español— componer un momento de considerable emoción, al fundir la propia emotividad del original con la que desprende su voz dulce y sabia, tejida por los mil matices de la edad y que por un momento es capaz al personaje toda la densidad vital de que había carecido hasta entonces.
La otra concesión tiene que ver con el incremento de las maldades de la Iglesia a través del personaje del inquisidor Bernardo Gui, convertido con notable falta de sutileza por el actor F. Murray Abraham en un villano «total» que solo busca despertar el completo rechazo del público. El guión, además, introduce un ahora sí innecesario vínculo entre Bernardo y Guillermo, al hacer que éste haya sido una víctima previa del celo apostólico de aquél, de tal modo que, reunidos ahora, de nuevo consigue humillarlo con facilidad: no se precisaba tan molesto subrayado para remarcar la diferencia de talante entre ambos hombres. Encima, el guión inventa ya sin sentido de la medida que la quema en la hoguera de los monjes con pasado herético se realice en la misma abadía, y todo para que el pueblo se rebele contra los excesos del clero contra la muchacha y provoque la muerte de Bernardo (encima, brutal: empalado contra unos aguzados pinchos… sadismo que parece concebido para jaleamiento de plateas poco sofisticadas).
[Quien no conozca la resolución del caso criminal debe dejar de leer justo aquí]
Sin alcanzar el vigor de la novela, en buena medida porque el film no podía contar con el desbocado frenesí de páginas que Eco se concedió a sí mismo, cuando menos la película no deja en mal lugar la buena descripción de ese medievo turbulento capaz de unir la pureza y la vileza bajo el mismo manto. Y desde luego consigue que Guillermo de Baskerville transmita el mismo noble anhelo de humanitas, el mismo deseo de que el saber libere al hombre de, en palabras del asesino de la historia, «el miedo, tal vez el más propicio y afectuoso de los dones divinos». Es por ello que Umberto Eco hizo que el móvil que justifica los crímenes de la abadía fuera el peligro de dar a los hombres un punto de apoyo con el cual acabar con la mortífera gravedad asociada al saber humano: la risa. Por ello, inventa que el libro que todos buscan y cuyas páginas están envenenadas es el mítico y perdido libro II de la Póetica de Aristóteles, dedicado a la Comedia, del cual queda una única copia, que el asesino defiende con uñas y dientes de la contemplación por los demás.
De acuerdo con los principios básicos de la novela-enigma, el criminal resultará ser al mismo tiempo el menos probable y el más lógico. El menos probable, por ser el monje ciego Jorge de Burgos —el nombre es un homenaje claro a Jorge Luis Borges, uno de los autores más admirados por Eco—, es decir, el hombre en teoría con menos autonomía para ser un asesino. El más lógico, porque en todo momento se sabe que Jorge considera que la labor de los rectores de la abadía (de la cuál él fue su bibliotecario cuarenta años atrás, antes de verse sumido en las tinieblas) es servir de custodios del saber que contiene y no de propagadores del mismo. Pues defiende que el saber está completo, desde el momento en que pertenece por completo a la esfera de la divina omnipotencia: el sabio, por tanto, no aprende sino recapitula. Ahora bien, en la autoridad de alguien del prestigio de Aristóteles —entronizado en esos siglos finales de la Edad Media como el sabio de sabios— en su defensa de la risa, esto es, del cuestionamiento de todo, incluso lo considerado grave y sagrado, los hombres encontrarán argumentos para rechazar la arbitrariedad sin razones del poder, sea de este o de otro mundo.
Por supuesto, la responsabilidad del siniestro ciego en los crímenes había ido siendo sobradamente anticipada por Umberto Eco, pero aun así el momento de su revelación resulta memorable. Si el capítulo de la confrontación entre Jorge y Guillermo (que, ay, minusvalora la capacidad del ciego para seguir haciendo daño: para seguir extendiendo la oscuridad) es estupendo, su traslado a imágenes es igualmente impresionante, en buena media gracias al ruso Chaliapin, con sus ojos blanquecinos, sus mejillas hundidas y la terrible severidad de su rostro. Y tanto libro como película hacen honor al bello pero triste destino final del protagonista: Guillermo de Baskerville descubrirá que no es suficiente con descubrir al asesino ni la raíz del mal (del Mal) para traer la luz y el calor a los hombres, cuando menos en ese invierno de la Edad Media que tan bien simboliza el sucio sudario que cubre el patio de la abadía… aun sometido al momentáneo calor del incendio que la reduce a ruinas.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Der name der rose / El nombre de la rosa. Año: 1986.
Dirección: Jean-Jacques Annaud. Guión: Andrew Birkin, Gérard Brach, Howard Franklin y Alain Godard; novela de Umberto Eco. Fotografía: Tonino delli Colli. Música: James Horner. Reparto: Sean Connery (Guillermo de Baskerville), Christian Slater (Adso de Melk), F. Murray Abraham (Bernardo Gui), Michel Lonsdale (El abad), Feodor Chaliapin jr (Jorge de Burgos). Dur.: 130 min.
Iconismo y narratario competente en El nombre de la Rosa
Crímenes ocultos por el poder y la religión
Ensayo de reflexión a partir de la obra de Humberto Eco “El Nombre de la Rosa”.
El péndulo de Foucault (fragmento)
"Habría bastado con que me detuviese allí. Con que escribiese un libro blanco, un grimoire bueno, para todos los adeptos de Isis Desvelada, donde explicara que no debían seguir buscando el secretum secretorum, que la lectura de la vida no ocultaba ningún sentido escondido, y que todo estaba allí, en las barrigas de todas las Lias del mundo, en las habitaciones de las clínicas, en los jergones, en las orillas pedregosas de los ríos, y que las piedras que vienen del cielo y el Santo Grial no son más que unos monitos que gritan mientras les cuelga el cordón umbilical y el doctor les da unas palmadas en el trasero. "
Todo lo que necesito saber lo aprendí leyendo El péndulo de Foucault
‘El vértigo de las listas’
Las listas infinitas.
https://core.ac.uk/download/pdf/51391754.pdf
EL VÉRTIGO DE LAS LISTAS: ENTREVISTA A UMBERTO ECO
En la historia de la cultura occidental encontramos listas de santos, filas de soldados, catálogos de criaturas grotescas o plantas medicinales y hordas de tesoros. Esta infinidad de listas no es casual: una cultura prefiere formas encerradas y estables cuando está segura de su propia identidad, mientras que ante una serie confusa de fenómenos mal definidos, comienza a hacer listas. La poética de las listas recorre la historia del arte y la literatura. No solo lo vemos en funcionamiento en los antiguos bestiarios, las huestes celestiales de los ángeles o las colecciones naturalistas del siglo XVI. También la encontramos más oblicuamente desde Homer a Joyce, desde los tesoros de las catedrales góticas hasta los fantásticos paisajes de Bosch y los gabinetes de curiosidades, hasta llegar a Andy Warhol y Arman en el siglo XX. En esta edición ilustrada de 5 colores, Umberto Eco reflexiona sobre cómo ha cambiado la idea de los catálogos a lo largo de los siglos y cómo, de una época a otra, ha expresado el espíritu de la época. Su ensayo va acompañado de una antología literaria y una amplia selección de obras de arte que ilustran y analizan los textos presentados. Este nuevo ensayo ilustrado es un volumen complementario de On Beauty (2004) y On Ugliness (2007).
Listar en el arte. El vértigo de las enumeraciones ...
David Teniers el Joven, El archiduque Leopoldo Guillermo de Habsburgo, en su galería de pinturas de Bruselas, 1651
Carl Spitzweg, Ratón de biblioteca, 1849.
Johan Hamza, 1850-1927, Caballero elegante en la biblioteca.
Leporello, dirige sus palabras a Donna Elvira. "Madamina, il catalogo é questo..."
Su esposa, que está a su lado mientras comienza a recuperarse lentamente, lo convence de regresar a la casa de su familia en las colinas en algún lugar entre Milán y Turín. Yambo se retira de inmediato al amplio ático, abarrotado de cajas de periódicos, cómics, discos, álbumes de fotos y diarios de adolescentes.
Allí revive la historia de su generación: Mussolini, educación católica y culpa, Josephine Baker, Flash Gordon, Cyrano de Bergerac.
Mientras recupera la memoria, dos vacíos permanecen envueltos en niebla: un suceso terrible que vivió durante la resistencia y la vaga imagen de una chica a la que amó a los dieciséis años y luego perdió. Pero ocurre una recaída.
Ahora en coma, sus recuerdos se vuelven locos y la vida corriendo ante sus ojos toma la forma de una novela gráfica. Yambo lucha a través de los marcos para encontrar por fin el rostro de la chica que ama: ella baja las escaleras de su escuela secundaria y se transforma en una promesa (o amenaza) de la otra vida al estilo Dante, mientras él lucha más por capturarla simple, imagen inocente de la vida real: la colegiala que nunca olvidó.
Copiosamente ilustrada con imágenes de cómics, cubiertas de libros, carátulas de discos y otros efímeros impresos, The Mysterious Flame es una nueva novela fascinante y enormemente entretenida del incomparable Umberto Eco.
ECO Y LA LLAMA MISTERIOSA:
“no tengo sentimientos sólo frases memorables” este tipo de afirmaciones acompañan al protagonista de esta extensa novela (cerca de 500 páginas) Giambattista Bodoni (Yambo), un hombre de 60 años que - tras un aparente A.V.E.- acaba de despertarse en una sala de hospital, y si bien recuerda perfectamente todo aquello que ha leído, conservando intacta la memoria histórica (semántica) ha perdido todos aquellos recuerdos personales (memoria episódica) que le podrían permitir decir quien es y la vida que ha llevado hasta entonces.
Yambo, vuelve a casa con su mujer, y poco a poco va recuperando el sabor de las comidas, los olores, sus ropas, sus libros...También vuelve a su lugar de trabajo, su librería de textos antiguos, sin embargo, lo que se construye no es una identidad, si no mas bien un prototipo artificial y racional de una vida.
Como estrategia para recuperar su memoria, viajará a Solara , un pueblo en las colinas piamontesas , lugar de su infancia y juventud, allí, acompañado por sus viejas cosas, revistas, comics, discos, recortes de periódico , así como innumerables citas literarias - como un vehículo para aprehender el pasado - intentará re-construir quien se supone debería ser.
Esta novela se divide en 3 partes; “El Episodio”, “Memorias de Papel”, OI NO Σ TOI recomendable resulta la lectura de “El episodio” por parte de estudiantes de cursos de neuro, pues el autor presenta de manera clara y humana lo que sucede luego de un ictus, la desorientación, la búsqueda de claves, las dudas y cuestionamientos eco tiene el logro de hacer carne la descripción teórica en esta área.
La segunda parte (memorias de papel) podría resultar un tanto tediosa para quienes no estén interesados o no compartan etariamente la época de los recuerdos históricos allí expuestos. Yambo inicia un re descubrimiento de sus objetos de infancia, con el fin de volver a dibujar el pasado a través de estos objetos nuevos que le muestran un mundo que fue el suyo así como de toda una generación.
Se pueden observar diversas estrategias de rehabilitación cognitiva, como OR, AVD, Reminiscencias, Adaptación al ambiente, etc.
Sirve como excusa perfecta para mostrar con bellísimas ilustraciones fragmentos de la historia en italia como la segunda guerra mundial, el fascismo italiano y su propaganda, Sandokan, el Corsario Negro, Fantomas, Ming señor de mongo, F. Gordon. etc.
La tercera parte resulta una mezcla de imágenes y pensamientos bien lograda, una interesante propuesta sobre lo que nuestra mente podría hacer conciente en el “momento final” insta a reflexionar;
…..
Sin embargo, en coma profundo, todo el mundo lo sabe, el cerebro no da señales de actividad, mientras que , yo pienso, siento, recuerdo. Ya, eso es lo que cuentan los de afuera. El cerebro da un electroencefalograma plano según la ciencia, ¿pero qué sabe la ciencia de las astucias del cuerpo? Puede que el cerebro se vea plano en sus pantallas y yo piense con las vísceras, con la punta de los pies, con los testículos. Ellos creen que no tengo actividad cerebral, pero yo tengo todavía actividad interior….No digo que, con el cerebro plano, el alma, en alguna parte funcione todavía. Digo sólo que sus máquinas registran mi actividades cerebrales hasta un cierto punto. Por debejo de este umbral yo sigo pensando, y ellos no lo saben. Si uno despierta y lo cuenta, gana el nobel de neurología, y manda al desguace todas esas máquinas.
…..
(Pág.; 337-338).
Destaca además en esta tercera parte una interesante forma de plantear uno de los experimentos mentales favorito de los filósofos, “el cerebro en un tarro” -notablemente desarrollada por Dennett en su libro "La Conciencia Explicada"-. En este caso el experimento mental se trasforma en la necesidad humana de búsqueda de certezas y realidad Pág.; 454.
En resumen, este libro resulta una interesante provocación sobre la clásica duda de cuanto de nosotros es propio y cuanto resultado de la cultura y articulación de discursos que nos rodean permanentemente aunque no lo notemos. Quizá llegar a esa respuesta, de cuanto de lo que conocemos como nuestra vida es sólo la suma de recuerdos, sea encontrar nuestra misteriosa llama.
Una novela recomendable para: Lectores fieles a Eco, nostálgicos de mediana edad, los interesados en lo mental, la construcción de identidad y lo social (sobretodo la primera parte del texto) y todos aquellos interesados en conocer cómo era la vida de mediados de siglo 20 en un pequeño pueblo italiano.
Historia de la belleza
Hoy en día cuestionamos las convenciones y los estándares de belleza con la finalidad de combatir el idealismo contemporáneo. Crear una sociedad más diversa y plural quiere decir replantear las etiquetas y estereotipos impuestos por los discursos dominantes. Pero primero, debemos entender que definir lo bello y lo opuesto a ello es una necesidad que ha existido desde hace mucho tiempo.
Los ideales cimentados en la época clásica han llegado hasta nuestros días aunque se conservan de manera paradójica. Por un lado existe un ideal de belleza,que, sin embargo,está estrechamente vinculado al capitalismo y a la industria cultural. Es decir, sí es un ideal, pero de temporada, de alta costura o de alto turismo; o, en pocas palabras: comprable, aunque en el minuto que se adquiere, la tendencia cambia y el ideal se desplaza.
El arte ha sido herramienta y objeto de estudio para cuestionar la realidad y el discurso social, político y religioso. La búsqueda de conceptos que definimos y que, por ende, nos definen como sociedad son a su vez históricos, lo que quiere decir que cambian con el tiempo atendiendo a distintas necesidades.
Los libros Historia de la belleza e Historia de la fealdad de Umberto Eco son principalmente un proyecto enciclopédico. La enciclopedia fue el proyecto de la Ilustración más importante del siglo XVIII. El conocimiento era considerado un instrumento crítico para el progreso de la humanidad. Se podría decir que los libros atienden a esta necesidad de conocimiento de la cultura por el simple interés al arte. En los libros se hace un recuento de las concepciones que se han tenido de la belleza desde múltiples disciplinas de las humanidades.
Este proyecto enciclopédico pretende, primero, responder ante la falta o el exceso de informaci ónno confiable de una manera didáctica, segundo, ante la posibilidad de repasar la historia del arte y las categorías estéticas. Ambos libros están construidos a partir de una investigación de Eco y de un equipo de edición, selección y corrección de material visual que ocupa la mayor parte del libro. En las obras,el contenido toma distintas formas: el relato principal, escrito por Umberto Eco y por Giorlamo de Michele; la selección de fragmentos de textos que hablan desde la religión, la filosofía y la literatura; finalmente, la selección del material visual cuidadosamente integrada.
El prólogo de Historia de la Belleza nos advierte que el libro es «un intento por sacar a la luz diferentes concepciones y puntos de vista en cada época y civilización desde distintas disciplinas que muchas veces no concuerdan entre sí». También, nos dice que utilizar la palabra bello o feo no solamente refiere a la belleza o fealdad humana, sino a todas aquellas cosas que nos suscitan una experiencia sensible positiva o negativa tanto del arte como de la naturaleza. Lo bello siempre ha estado relacionado con lo verdadero, lo bueno, lo justo y lo armonioso, mientras que lo feo ha estado relacionado con lo marginal, lo malo, lo distinto y lo decadente.
La historia del arte se ha encargado de dar cuenta de los límites de cada movimiento o pensamiento artístico, conceptual y cultural. Tanto los romanos como los ilustrados o los románticos, en su momento creían en la necesidad de establecer límites. Pero hoy en día, los límites cada vez son más difusos y desplazables. Labelleza y la fealdad como conceptos inamovibles es lo que hoy debemos discutir.Aunque son conceptos que dan pie a muchos símbolos,también dan pie también a preguntarnos por nuestra forma de percepción del mundo.
Recomendaría, para la lectura de los libros, distintos modos de repasar la información. Por ejemplo, empezar por las citas y las imágenes y al final, leer el relato. O empezar por el relato y confrontarlo con las citas. O repasar solamente las imágenes. Es decir, los libros responden a una necesidad, pero a la vez dejan muchas preguntas al aire y muchos temas o posturas sin tratar. Como todo proyecto de tal magnitud,es una gran forma de acercarnos al tema porque abre puertas pero también deja algunas cerradas o semi abiertas.
Historia de la Fealdad tiene el mismo tono que Historia de la Belleza desde el comienzo, aunque al principio se crea una distancia, a medida que uno avanza se empieza a crear una complicidad que solo el lector de ambos reconoce y esto es una ventaja ya que al final se complementan y responden mutuamente. Incluso al leer ciertos capítulos, uno ya no sabe si está leyendo un libro o el otro, por ejemplo en los capítulos «La belleza de los monstruos» y «Monstruos y portentos» en donde se comparten muchas ideas.
Por otro lado, me parece muy interesante la manera en la que los conceptos comienzan a generar preguntas de índole semántica. Por ejemplo, el concepto pasión, que surgeen el Cristianismo, donde el dolor estetizado y simbolizado de Cristo representa el camino a la santidad. La pasión de Cristo, por otro lado, cambia de sentido cuando se llega a la época romántica, entonces se vierte haciael erotismo y la muerte. Vemos cómo los conceptos tienen un momento de auge y otro de decadencia. De esta manera lo representael personaje de la novela de finales del XIX de Huysmans que también está citada en el libro, donde la pasión por el arte se convierte en un vacío de la vida.
Al principio, la distinción entre belleza y fealdad es fácil pero más adelante todo se relativiza. Hay que entender que los conceptos fueron y son necesarias en su momento así como hoy en día, con la diferencia que actualmente el concepto no es suficiente para comprenderla realidad.De esta manera vemos también cómo la literatura cuestiona el lenguaje y la manera en la que nos comunicamos. La novela, por ejemplo,tiene un momento dominante en la época del medievo y el amor cortes.Después la retoma el Romanticismo y finalmente evoluciona y culmina en el siglo XX con James Joyce o la poesía que irrumpe en el siglo XIX y se renueva en las vanguardias.
Al terminar la lectura tengo la sensación de que la paradoja que caracteriza a nuestro joven siglo, desde finales del pasado, no ha sido mencionada. Algunas obras que en el libro quedan clasificadas justamente pretenden escapar de la clasificación. Los nuevos medios que ya no responden ni a lo feo, ni a lo bello, por ejemplo quedan en pausa. La historia del arte y cualquier proyecto de la misma índole tienen mucho que decir respecto.Tal vez faltaría ahondar en aquello, en la fuerza de la incertidumbre y lo interdisciplinario, que permea el aire al cerrar el libro y que sin duda es un punto de partida para entender que entre la belleza y la fealdad hay muchos matices.
Umberto Eco: ¿Un mundo dominado por lo bello?
¿Un mundo dominado por lo bello?
Por lo general tenemos una imagen estereotipada del mundo griego, nacida de la idealización que de la civilización griega se hizo en la época neoclásica. En nuestros museos vemos estatuas de Afrodita o de Apolo que exhiben una belleza idealizada en la blancura del mármol. En el siglo IV a.C. Policleto realizó una estatua, llamada luego el Canon, en la que estaban encarnadas todas las reglas para una proporción ideal, y más tarde Vitrubio dictó las proporciones corporales exactas en fracciones de la figura entera: la cara tenía que ser 1/10 de la longitud total, la cabeza 1/8, la longitud del tórax 1/4, etc. Es natural que, partiendo de esta idea de belleza, se consideraran feos todos aquellos seres que no se adecuaban a estas proporciones. Pero si los antiguos idealizaron la belleza, el neoclasicismo idealizó a los antiguos, olvidando que estos (influidos a menudo por tradiciones orientales) también transmitieron a la tradición occidental imágenes de una serie de seres que eran la encarnación misma de la desproporción, la negación de todo canon.
El ideal griego de la perfección lo representaba la kalokagathía, término que nace de la unión de kalós (traducido de manera genérica como “bello”) y agathós (término que suele traducirse por “bueno”, pero que abarca toda una serie de valores positivos). Se ha observado que ser kalós y agathós definía en términos generales lo que en el mundo anglosajón sería después la noción aristocrática de gentleman, persona de aspecto digno, valor, estilo, habilidad y evidentes virtudes deportivas, militares y morales. Teniendo en cuenta este ideal, la civilización griega elaboró una extensa literatura sobre la relación entre fealdad física y fealdad moral.
Sin embargo, no queda muy claro si por “bello” los antiguos entendieron todo lo que gusta, que suscita admiración, que atrae la mirada, lo que en virtud de su forma satisface los sentidos, o bien una belleza “espiritual”, una cualidad del alma, que a veces puede no coincidir con la belleza del cuerpo. En realidad, la causa de la expedición a Troya fue la extraordinaria belleza de Helena, y Gorgias, paradójicamente, escribió un Encomio de Helena. Sin embargo, Helena, esposa infiel de Menelao, no podía ser considerada de ningún modo un modelo de virtud.
Si para Platón la única realidad era la del mundo de las ideas, del que nuestro mundo material es sombra e imitación, entonces lo feo debería haberse identificado con el no ser, puesto que en el Parménides se niega que puedan existir ideas de cosas inmundas y despreciables como las manchas, el fango o los pelos. Así que lo feo solo existiría en el orden de lo sensible, como aspecto de la imperfección del universo físico respecto al mundo ideal. Más tarde Plotino, que define más radicalmente la materia como mal y error, efectuará una clara identificación entre lo feo y el mundo material.
Historia de la fealdad (fragmento)
"Rocco, que afirma en tono polémico que quiere tratar de cosas feas porque las que siempre son dulces y graciosas acaban provocando náuseas. En un primer momento Rocco se divierte enunciando paradojas moralistas y antifeministas, demostrando cómo en las mujeres la fealdad es "custodia de la honestidad, remedio de la lujuria, ocasión de equidad y de justicia" y que, por tanto, sólo las mujeres feas no provocan deseo y sufrimiento en los amantes ni son lascivas como las hermosas. Rocco hace asimismo un elogio de los desastres naturales, ocasión de nueva generación, y define como principio de todo bien las cosas que a nosotros nos resultan desagradables, como los partos, el menstruo, el esperma, las purgas.
Es que con el Renacimiento lo obsceno entra en una nueva fase. No sólo en las representaciones de cuerpos humanos los atributos sexuales ya no se contemplan como motivo de escándalo y se convierten en elemento de su belleza, sino que con autores como Aretino la exaltación de actos antes innombrables (que la decencia prohíbe aún hoy reproducir) penetra en las cortes, incluida la pontificia, y ya no se entiende como algo desagradable sino como una arrogante e impúdica invitación al goce. El arte de las clases cultas se arroga públicamente el mismo derecho que antes se concedía casi a escondidas a la chusma plebeya; la diferencia es que lo practica con gracia y sin violencia, y borra la distinción entre lo decible y lo indecible.
Al pretender representar "bellamente" no sólo lo feo inocente sino también lo considerado tabú, separa lo obsceno de lo feo.
La obscenidad se convierte en motivo de delicado entretenimiento en la literatura licenciosa de los siglos XVII y XVIII, pese a que un autor "maldito" como Sade recupera todos los rasgos más repugnantes. Una vez más, la decencia impide reproducir toda la descripción del presidente de Courval que aparece en los 120 días de Sodoma. Courval es un vicioso que se convierte en un ser horrendo, apestoso y desagradable debido a actos de repugnante lujuria, descritos sin ahorrar detalle al lector. Con Sade, al superar los límites entre lo decible y lo indecible, se va más allá del ejercicio normal de las funciones corporales: en su pretensión liberadora, lo obsceno excede de la medida, tiende a la enormidad, a lo insostenible. Como tal adquirirá un papel dominante en gran parte de la literatura de finales del siglo XIX y en las vanguardias del siglo XX, precisamente para destruir los tabúes de los biempensantes y aceptar a la vez todos los aspectos de la corporalidad. "
Lo feo y nosotros
Una de las autoridades más inesperadas que Umberto Eco cita a propósito de la fealdad es Karl Marx, en ese territorio tan contundente y malpensado como en la lucha de clases: «Lo que soy y lo que puedo no está determinado en modo alguno por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Por tanto, no soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, queda anulado por el dinero». Las palabras de Marx, tomadas de sus Manuscritos económicos y filosófico de 1844, amplían de entrada (la cita está en la introducción de Historia de la fealdad) las perspectivas del libro, sugiriendo que el compacto y muy bien editado volumen no va a ser sólo, como parece, un objeto de refinado gusto, un coffee-table book destinado a mesitas de salón donde se sirve, en lugar del brevaje áspero y fuerte de los cafés Robusta, una destilación del más exclusivo grano Blue Mountain. La sugerencia es engañosa. Historia de la fealdad no es un ensayo, sino un prontuario en el que el comentador, a veces mero maestro de ceremonias, presenta y rememora, induciendo al lector, más que al pensamiento, a la mirada: el lujo principal son las estampas, y no sólo por su calidad. Eco, si es él responsable de la galería de figuras (y yo diría que sí), huye en cuanto puede de lo sabido, mezcla sin rubor a los maestros antiguos con los pompiers más bombásticos del siglo XIX, la imaginería del tardobarroco meridional y los manuscritos iluminados (como el bellísimo Historie de Merlin del siglo XV), proponiendo, en la página 215, una bellísima tela del manierista Salviati,
Las tres parcas, encima de la bruja que ofrece una manzana a Blancanieves en la película de Walt Disney. Es sólo un ejemplo, de los muchos que hay, del libre asociacionismo entre la low y la high culture tan peculiar –y estimulante– del autor italiano.La historia de la fealdad está, así pues, mucho mejor expuesta para el ojo que para la mente, al igual que sucedía en el precedente volumen Historia de la belleza, que Lumen editó unos meses antes del que reseñamos.
Libros complementarios y en algún epígrafe redundantes si se lee uno a continuación del otro, el examen exhaustivo del primero nos revela lo que el segundo omite: las páginas que conforman esta larga historia proceden, con adaptaciones y añadidos, de un cd-rom producido en el año 2002 por Motta On Line y «a cargo de Umberto Eco», aunque, sigue la minúscula nota explicativa encontrada en los créditos de Historia de la belleza, tan sólo la mitad de lo escrito se debe a Eco, siendo el resto, así como la amplia antología de textos, labor de Girolamo de Michele.
Aclarado ese punto, el lector de Historia de la fealdad (donde no se especifica tal división del trabajo) será, quizá, más indulgente a la hora de disculpar las frecuentes banalidades de una exposición apresurada y superficial como la que, esta vez de la mano de Bajtin, ocupa un par de páginas en el capítulo v, subtitulado «Lo feo, lo cómico, lo obsceno», o la generalización tan sangrante que, en el capítulo ii, lleva (¿a Eco, al Otro?) a escribir algo así: «En la literatura moderna son innumerables las variaciones sobre el triunfo de la muerte, y basta citar como ejemplo a Baudelaire y un texto reciente de DeLillo» (las chillonas negritas no son nuestras, sino de la obra).
No sorprenderá, por consiguiente, que esta abultada casa de citas que es la obra ofrezca sus mejores sorpresas entre las fuentes textuales, en las que, al igual que sucede con las visuales, adivinamos un gusto preponderantemente morboso y esquinado.
Eco (seguramente él) nos recuerda en el capítulo iv de Historia de la fealdad que la latinidad clásica condenó el llamado estilo «asiático» (más tarde denominado «africano») en oposición al equilibrado estilo «ático», citándose a continuación las ásperas palabras de san Jerónimo contra las fealdades del exceso: «Existen hoy tantos escritores bárbaros y tantos discursos que resultan confusos debido a vicios de estilo que ya no se entiende ni quién habla ni de qué se habla. Todo se hincha y se deshincha como una serpiente enferma que se rompe al intentar enroscarse».
Por fortuna, la historia de las artes se ha nutrido (e incluso atiborrado, diría yo) de todos los estilos, incluyendo los más enroscados y deletéreos, representados genéricamente por los decadentismos sucesivos, que en este libro relucen, con especiales brillos manieristas y simbolistas; el manierismo pictórico con las «figuras serpentinas» de tantas de sus ilustraciones, y el simbolismo literario de fines del siglo XIX con los numerosos ejemplos recogidos de lo que Oscar Wilde, con más delectación que sarcasmo, llamó precisamente la «prosa asiática» en su retrato del poeta, pintor, anticuario y falsificador asesino Thomas Griffiths Wainewright, al que dedica el magnífico ensayo «Pluma, lápiz y veneno (un estudio en verde)» dentro de su trascendental obra Intenciones.A no dudar, el capítulo más satisfactorio de Historia de la fealdad es el viii, titulado «Brujería, satanismo, sadismo»
. Escueto en la argumentación, pero particularmente agradecido en las citas, se trata de la parte donde Eco (¿o habría que hablar de su alter eco?) planea y resume mejor, ilustra con atinado rebuscamiento (y señalo el voluptuoso y para mí desconocido Martirio de Santa Inés del pintor del siglo XVII Francesco del Cairo, perteneciente a la colección del escenógrafo y director teatral Pier Luigi Pizzi) y expande sus argumentos con una rica selección de citas donde conviven sin aparente desequilibrio Ian Fleming, el Marqués de Sade, François Villon y hasta el propio Eco, en un largo fragmento tomado de su novela La isla del día de antes.
El libro llega a ser, con todo, original y no sólo ingenioso cuando el autor, sea quien fuere en cada capítulo, desciende de las alturas de lo demoníaco, lo monstruoso y lo mitológico y se hace la pregunta cercana: no tanto qué es lo feo como qué es un feo, o cómo somos de feos los seres humanos corrientes, o qué es feo para nosotros.
De ahí la pertinencia de la cita inicial de Marx, que releída al final de las cuatrocientas cincuenta páginas del volumen cobra un sentido superior al económico: no hay nadie demasiado feo para las circunstancias o cotizaciones del mundo, y siempre queda la esperanza de que un feo de hoy resulte –para el gusto de mañana– más bueno que un pan. «Feo de situación»: ésa es la ocurrente fórmula que sirve al deslizante autor de Historia de la fealdad para ampliar, al comienzo del capítulo XI, llamado «Lo siniestro», las coordenadas de la fealdad, apuntando no ya a la mujer barbuda de las ferias, los centauros priápicos de la Antigüedad o las criaturas más desaforadas de la zoología fantástica, sino a las ocasiones cotidianas, los espacios comunes y los seres «normales» a los que un accidente, un desliz inexplicable o una inocua suma de desmesuras hacen amenazantes, desestabilizadores o terribles.
Pero tampoco el lector hallará, tras esos enunciados, disquisiciones muy enriquecedoras sobre el Unheimliche freudiano: la labor de síntesis se la tiene que hacer cada cual pasando las páginas y viendo el correspondiente cuadro de Balthus, el grabado científico de Frobenius o el fotograma de El mago de Oz.
Las páginas 392 y 393 de Historia de la fealdad son mis preferidas. En la número par, una casi irreconocible (por enguapecida, por delgada) Mae West mira desafiante a la cámara fotográfica bajo una sombrero que reta a todas las leyes de la gravitación (por no hablar de la moderación).
En la impar, Eco, o su «narciso», producen el efecto más vertiginoso del libro gracias a una pequeña lista de grandes errores judiciales en la causa de lo bello. Bajo el epígrafe «Para ellos eran feos», se trata de nuevo de una antología de citas, esta vez convocadas no en funciones de autoridad o iluminación, sino para el escarnio.
Una sentenciosa de 1955, escrita por un anónimo informante editorial del manuscrito de la Lolita de Nabokov: «Una novela que contiene algunos pasajes bellamente escritos pero es excesivamente nauseabunda [...]. Recomiendo olvidarla durante mil años». Y tres proféticas, firmadas éstas; la del compositor Louis Spohr después de oír la primera interpretación pública de la Quinta Sinfonía de Beethoven, «una orgía de estruendo y de vulgaridad», y dos más, nada menos que de Zola: «Dentro de cien años, Las flores del mal se recordará sólo como una curiosidad», y, refiriéndose a Cézanne, «probablemente tenía dotes de gran pintor, pero le ha faltado voluntad para llegar a serlo».
De este modo tan impávido y a la vez tan maligno, quien sea responsable de esa página 393 establece el corolario de la historia de la fealdad y abre para nosotros el futuro de nuestros errores; la vía de una decrepitud tal vez remediable, si no en el físico, al menos en la química de nuestras emociones estéticas.
Kant y el ornitorrinco
(fragmento)
"Sandra entiende perfectamente por qué no le he dicho que procediera hacia el suroeste hasta ver una piedra —porque en ese caso habría hecho el camino mirando hacia el suelo, para identificar piedras estándar, sin mirar hacia arriba. Aun así me diría que, visto que estoy en vena de proponerle paradojas lógicas, lo mejor es que reescribiera (ia) y (iia) de la manera siguiente: (ib) Ayers Rock es una montaña y (iib) Ayers Rock no es una montaña. Así quedaría claro que (ib) afirma que Ayers Rock tiene las propiedades perceptivas de una montaña y (iib) afirmaría que es MONTAÑA en un sistema categorial.
El sabio que aprendió del ornitorrinco
Iván de la Nuez
Cuando Umberto Eco llevaba a la imprenta su libro Kant y el ornitorrinco, iba poseído por una extraña felicidad:
-Borges ha escrito de todo, menos del ornitorrinco.
El éxtasis le duró poco; pues el aguafiestas de turno lo bajó de esa nube y le informó sin piedad que el escritor argentino, «al menos verbalmente», sí se había referido al ornitorrinco. Parece que para explicar por qué no había estado en Australia. Todavía más: para Borges, situado en las Antípodas -y nunca mejor dicho- de la euforia de Eco, el ornitorrinco no era la panacea de la interpretación sino, simple y llanamente, una bestia horrible.
-¡Un animal hecho con pedazos de otros animales!-, se supone que dijo.
Una vez pasado el mal trago de no haber vencido la angustia de la influencia, Eco se dio a la tarea de contradecir a su admirado Borges. Y ya que no pudo fundar, se dedicó a rebatir. Así, consiguió explicarnos que el ornitorrinco no era un animal horrible, como afirmaba Borges, sino un ser vivo «prodigioso y providencial para poner a prueba una teoría del conocimiento». Eco insinuó algo más: dada su antigüedad en el desarrollo de las especies, es posible pensar que el ornitorrinco «no está hecho de pedazos de otros animales, sino que los demás animales han sido hechos con pedazos suyos». El ornitorrinco se comporta como uno de esos fenómenos que no aparecen previamente en nuestra enciclopedia y, por eso mismo, es capaz de generar un nuevo conocimiento. Eso es, por encima de todo, lo que comparten el animal múltiple de los Antípodas e Immanuel Kant, ese creador de «enormes conceptos empíricos que luego no sabía dónde meterlos».
-Aunque Kant no sabía nada del ornitorrinco-, pensaba Eco- el ornitorrinco, si quería resolver su propia crisis de identidad, sí necesitaba saber algo de Kant.
Pero, ¿qué es, exactamente, un ornitorrinco? Simultáneamente, un mamífero, un reptil y un ave, entre otras cosas. Una identidad plural que sirve para hablar del lenguaje y de los signos, pero también para explorar la diversidad a la que se enfrenta, de sopetón, la sabiduría. Los animales han servido, tanto al pensamiento como a la ficción, para resolver diferentes enigmas. Así, el axolote (un anfibio a medio camino en la escala evolutiva) fue usado por Roger Bartra para explicar las paradojas del México moderno. El centauro sirvió como metáfora del arte conceptual. Silvio Rodríguez hizo famoso al unicornio como modelo de los sueños perdidos.
Homero y las sirenas. Melville y la ballena. Hermingway y el pez espada de El viejo y el mar…
En el fondo, los animales sirven para exponer preocupaciones algo más humanas, pues también nosotros -sobre todo nosotros- estamos en peligro de desaparecer. De esta realidad se ocupó hace unos años Karl Markus Gauss en Europeos en extinción, una llamada de auxilio desde el mismo corazón de esa selva de países, lenguas y razas que conocemos como Europa. Gauss consiguió una historia fascinante, construida con las palabras y los silencios de seres que durante dos siglos han estado como de paso: Sorabos, arbëreshe o aromanos. Minorías que -más que étnicas- son, como dijo una vez Gilles Deleuze, minorías éticas. Gauss invocaba, entonces, esas políticas menores que tanta falta nos hacen: la de un rabino que hace política para «dos centenares de almas», la de un musulmán que arriesga su vida para salvar el patrimonio sefardí bajo el fascismo, la de un judío que consigue salvar un importante arsenal de la poesía sufí. En fin, acción directa sin coartadas. Esa que nuestros políticos ignoran, ofuscados como están en sus Grandes Causas. Con sus cruzadas abstractas y sus extinciones concretas.
(*) En homenaje a Umberto Eco, recupero este post de 2008, publicado entonces con el título de Zoopoética
La isla del día de antes (fragmento)
"Cohibidísimo Adán, no tenía nombres para aquellas cosas, sino los de los pájaros de su hemisferio; he aquí una garza, se decía, una grulla, una codorniz... mas era como tratar de oca a un cisne.
Aquí, prelados con la amplia cola cardenalicia y el pico en forma de alquitara desplegaban alas de hierba, inflando una garganta purpurina y descubriendo un pecho azul salmodiaban casi humanos; allá, múltiples escuadras se exhibían en gran justa intentando asaltos a las deprimidas cúpulas que circunscribían su arena, entre relámpagos de tórtola y estocadas rojas y amarillas, como oriflamas que un alférez estuviera lanzando y recogiendo al vuelo. Enojados jinetes, con largas patas nerviosas en un espacio demasiado angosto, relinchaban airados cra cra cra, a veces vacilando sobre un pie solo y mirándose recelosos en derredor, vibrando los copetes sobre la cabeza tendida... Solo, en una jaula construida a su medida, un gran capitán, con el manto azulino, el justillo bermejo como el ojo, y el penacho de lirios sobre la cimera, exhalaba un gemido de paloma. En una jaulilla junto a ésta, tres peones permanecían en el suelo, faltos de alas, brincantes ovillos de lana encenagada, el hociquito de ratón, bigotudo en la raíz de un largo pico recorvo dotado de aletas con las cuales los pequeños monstruos husmeaban, picoteando las lombrices que encontraban por el camino... En una jaula que se desanudaba como un intestino, una pequeña cigüeña con las patas de zanahoria, el pecho aguamarina, las alas negras y el pico morado, se movía titubeante, seguida por algunos pequeños en fila india y, al detenerse aquella senda suya, despechada graznaba, primero obstinándose en romper lo que creía una maraña de sarmientos, luego reculando e invirtiendo el camino, y sin saber sus criaturas si caminar delante o detrás.
Roberto estaba dividido entre la excitación del descubrimiento, la piedad por aquellos prisioneros, el deseo de abrir las jaulas y ver su catedral invadida por aquellos heraldos de un ejército de los aires, para substraerlos al asedio al cual el Daphne, a su vez asediado por sus otros semejantes allá afuera, los obligaba. Pensó que estarían hambrientos, y vio que en las jaulas aparecían sólo migajas de comida, y que las vasijas y las escudillas que habían de contener el agua estaban vacías. Pero descubrió, junto a las jaulas, sacos de simientes y jirones de pescado seco, preparados por quien quería conducir aquel botín a Europa, pues una nave no va por los mares del opuesto sur sin traer a las cortes o a las academias testimonios de esos mundos.
Siguiendo adelante encontró también un recinto hecho con tablas, con una docena de animales que adscribió a la especie gallinácea, aunque en su casa no había visto semejante plumaje. También ellos parecían hambrientos, aunque las gallinas habían puesto (y celebraban el acontecimiento como sus socias de todo el mundo) seis huevos.
Roberto cogió inmediatamente uno, lo agujereó con la punta del cuchillo y lo bebió como acostumbraba de niño. Luego se metió los demás en la camisa, y para compensar a las madres, y a los fecundísimos padres que lo fijaban ceñudos meneando las barbas, distribuyó agua y comida; y así hizo jaula por jaula, preguntándose qué providencia le había allegado al Daphne precisamente mientras los animales estaban extremados. Hacía, en efecto, ya dos noches que Roberto estaba en el navío y alguien había cuidado de las jaulas a lo sumo el día anterior a su llegada. Sentíase como un invitado que llega, sí, con retraso a una fiesta, pero justamente apenas se han ido los últimos huéspedes y las mesas aún no se han recogido.
Por lo demás, se dijo, que aquí antes había alguien y ahora ya no lo hay, está claro. Que estuviere uno, o diez días antes de mi llegada, no cambia para nada mi hado, a lo sumo lo hace más burlón: naufragando un día antes, habría podido unirme a los marineros del Daphne, donde quiera que hayan ido. O acaso no, habría podido morir con ellos, si murieron. Lanzó un suspiro (por lo menos no era un asunto de ratones) y concluyó que tenía a disposición también unos pollos. Pensó otra vez en su propósito de rendirles la libertad a los bípedos de más noble linaje, y convino en que, si el exilio suyo había de durar mucho, también aquestos habrían podido resultar de buen yantar. Eran bellos y abigarrados también los hidalgos ante Casal, pensó, y con todo, les disparábamos, y si el asedio hubiera durado, nos los habríamos incluso comido. Quien ha sido soldado en la guerra de los treinta años (digo yo, pero quien la estaba viviendo entonces no la llamaba así, y quizá no había ni entendido que se trataba de una larga y única guerra en la cual, de vez en cuando, alguien firmaba una paz) ha aprendido a ser duro de corazón. "
En el verano de 1963 y en los Mares del Sur, Roberto de la Grive, un joven piamontés, llega como náufrago a una nave abandonada donde encuentra sólo animales desconocidos y extrañas máquinas. Frente a la nave hay una isla de ensueño, tan cercana como inalcanzable. Confinado en este exiguo espacio y perdido en el vasto mar, Roberto nos pone al corriente sobre su pasado -duelos, lances amorosos, disputas de salón- a través de las cartas que escribe a una enigmática «Señora». Pero Roberto ha viajado hasta allí con una misión muy concreta: resolver el misterio por el cual pugnan las nuevas potencias de la época, el secreto del Punto Fijo.
La deslumbrante combinación de ciencia y fantasía de Umberto Eco se acerca peligrosamente a la pedagogía: LA ISLA DEL DÍA ANTES
Atrapado en el tiempo
https://www.abc.es/cultura/libros/abci-atrapado-tiempo-200405210300-9621601621706_noticia.html
La tentación de tomar como punto de partida grandes mitos de la literatura universal ha sido una constante de los más grandes escritores contemporáneos. Ahí estarían las recreaciones o revisitaciones literarias del mito de Robinson Crusoe escritas por el francés Michel Tournier, por los británicos William Golding (Pincher Martin) y Muriel Spark (Robinson), por el último premio Nobel de Literatura, el sudafricano J.M. Coetzee (Foe), y, por último, por el genio multiforme y de erudiciones que huyen siempre del aburrimiento, Umberto Eco. Un genio inagotable, voraz, que construye y deconstruye sin cesar; de inteligencia deslumbrante y humorística cuando hace falta, que hace las delicias no sólo de estudiosos y especialistas académicos, sino que mantiene encandilado a un numeroso público de su país, que sigue con fervor sus artículos habituales en la prensa italiana sobre los más diversos temas. Alguien que pasó del sumo experimentalismo a la cultura de masas; que presenció el hundimiento de todos sus compañeros del célebre Grupo del 63 de la vanguardia italiana, que él mismo había liderado e impulsado, para entregarse más tarde con renovado entusiasmo y convicción a grandes públicos y consumidores sobre los que tanto había divagado e ironizado en sus etapas semióticas y goliárdicas de «Apocalípticos e integrados» o de «La estrategia de la ilusión». Unas etapas que recordó con nostalgia en un artículo publicado en su país (cuando la literatura tenía sus piratas) en el que rememoraba aquella etapa de vitales grupos de vanguardia europeos, tan activos en los años 60 y 70, cuyas características principales, según él, eran «activismo, antagonismo, provocación, nihilismo, culto a la juventud, lucidez, preferencia de la poética a la obra en sí, autopropaganda, revolucionarismo y terrorismo (en el sentido cultural) y, por fin, agonismo, en el sentido de catastrofismo».
Su novela, ambientada en el siglo XVII, «La isla del día de antes», tendría como punto de partida el mito de Defoe, pero está también trufada de referencias literarias, que van desde novelas como las utópicas de Verne o las de capa y espada de Dumas, hasta llegar a un telón de fondo no menos permanente, y más o menos inconsciente, que sería El Quijote. Escrita después de la celebradísima «El nombre de la rosa» (1980), que se convertiría en un best-seller culto sin precedentes en nuestra época, y también de la laberíntica y abigarrada exposición de los más diversos saberes enciclopédicos que era« El péndulo de Foucault» (1988), «La isla del día de antes», aparecida antes de la fantasía medieval de Baudolino (2001), conjugaba de forma barroca y apasionante erudición histórica, ironía, equívocos y pasión por el narrar en general. Una pasión que Eco va desarrollando y acomodando en función de sus intereses y objetivos de ese momento. «La isla del día de antes» es a la vez tratado filosófico, científico, técnico, recreación histórica y reflexión también sobre el hecho de la escritura y sobre el arte de la novela.
La novela comienza con una imagen puramente robinsoniana con una pequeña y fundamental variación: «Soy, creo, el único ser de nuestra especie que he hecho un naufragio en una nave desierta». Es decir, se trataría de algo parecido a tierra firme, pero tierra que se desliza sobre el mar. En 1643, un joven noble italiano, Roberto de la Grive, un joven cuya vida «real» naufraga en esos momentos, es víctima de un naufragio y se refugia en otra nave, una especie de nave fantasma que fue abandonada por su capitán holandés justo a algunos metros de lo que hoy conocemos como línea de demarcación del tiempo, o si se prefiere, del cambio de fecha. Para poder sobrevivir en su soledad, Roberto se dedicará a rememorar su pasado, sustituyendo su agujero de vida actual por la imaginación y el recuerdo, en ese lugar paradisíaco aunque inquietante.
Como el lector irá comprobando, el naufragio de Roberto en realidad representa también el exilio del horror y la decepción del mundo. En plena época de galineanos y copernicánicos, de lo que será una fractura entre la era de la fe y la era de la razón, en el tiempo de las grandes exploraciones y descubrimientos científicos, de la búsqueda obsesiva del secreto del llamado Punto Fijo, Roberto es un joven aristócrata que habitaba antes de su naufragio en el milanesado español. Desde muy joven asistió a las luchas entre españoles y franceses en disputa por ese trozo de Italia, disputa en la que su familia apoyaba a los franceses. Una vez que las ilusiones de Roberto se derrumben y que fracase también su primer amor, emprenderá el camino hacia París. Allí será detenido y encerrado en la Bastilla acusado de conspiración y Mazarino, por orden de Richelieu, le ofrece la posibilidad de redimirse embarcándose como espía en una misión secreta.
Umberto Eco (1932-2016) |
(Lumen/Patria, México, 1995) |
Umberto Eco |
Evidentemente, La isla del día de antes no es sólo esto. Y si el lenguaje, el regodeo barroco, las digresiones, las interpolaciones, el parafraseo y los excesos pueden ser disfrutados por ciertos lectores, también es posible que para algunos, por momentos, todo o algo de ello resulte abrumador.
Seis paseos por los bosques narrativos
(fragmento)
"Forman parte de la dilación narrativa muchas descripciones, de cosas, personajes o paisajes. El problema es para qué sirven a los fines de la historia. En un antiguo ensayo mío acerca de las novelas de Ian Fleming sobre James Bond había observado que, en tales historias, el autor reserva largas descripciones para un partido de golf, para una carrera en coche, para las meditaciones de una muchacha sobre el marinero que aparece en la cajetilla de los Player´s , para el lento proceder de un insecto, mientras liquida en pocas páginas, y a veces en pocas líneas, los acontecimientos más dramáticos, como un asalto a Fort Knox o la lucha con un tiburón. Había deducido de ello que estas descripciones tienen la única función de convencer al lector de que está leyendo una obra de arte, puesto que se considera que la diferencia entre literatura «alta» y literatura «baja» radica en que la segunda abunda en descripciones, mientras la primera cuts to the chase. Además, Fleming reserva las descripciones a acciones que el lector ha podido o podría llevar a cabo (una partida de cartas, una cena, un baño turco) mientras resuelve con brevedad lo que el lector no podría soñar hacer jamás, como huir de un castillo aferrándose a un globo aerostático. La dilación sobre lo déjà vu sirve para permitirle al lector que se identifique con el personaje y suele ser como él.
Fleming desacelera sobre lo inútil y acelera sobre lo esencial, porque desacelerar sobre lo superfluo tiene la función erótica de la delectatio morosa, y porque sabe que nosotros sabemos que las historias contadas en tono arrebatado son las más dramáticas. Manzoni, como buen narrador del siglo XIX romántico, usa fundamentalmente (pero con adelanto) la misma estrategia que Fleming, y nos hace esperar de manera espasmódica el acontecimiento que seguirá; pero no pierde tiempo con lo no esencial. Don Abbondio, que se manosea el alzacuello y se pregunta «¿qué hacer?», representa en síntesis a la sociedad italiana del siglo XVUU bajo la dominación extranjera.
La meditación de una aventura sobre la cajetilla de los Player´s dice poco sobre la cultura de nuestro tiempo -excepto que es una soñadora, o una bas-bleu, mientras la dilación de Manzoni sobre la incertidumbre de don Abbondio explica muchas cosas y no sólo sobre la Italia del siglo XVII sino también sobre la del siglo XX.
Pero otras veces la dilación descriptiva tiene otra función.
Existe también el tiempo de la insinuación. San Agustín, que era un sutil lector de textos, se preguntaba por qué de vez en cuando la Biblia se perdía en lo que parecían superfluitates, descripciones inútiles de vestimentas, de palacios, perfumes, joyas.
¿Es posible que Dios, inspirador del autor bíblico, perdiera tanto tiempo para condescender en la poesía mundana? Evidentemente no. Si aparecían repentinas perdidas de velocidad del texto, eso significa que en tales casos la sagrada escritura intentaba hacernos comprender que debíamos leer, e interpretar, lo que se estaba describiendo como una alegoría, o un símbolo. "
***
Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto.
Seis paseos por los bosques narrativos recoge las "Norton Lectures", impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer "paseo" refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia.
Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel:
... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que "Ello" quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.
Esta relación entre autor y lector pide cierta contribución por parte del segundo, nos pide que salgamos de una mera pasividad receptiva y colaboremos rellenando una serie de espacios que el texto deja vacíos debido a la imposibilidad de decirlo absolutamente todo sobre el universo creado, sobre los acontecimientos y los personajes.
También se nos pide que, al iniciar una lectura, aceptemos, de un modo tácito, lo que Coleridge denominaba pacto ficcional.
El lector tiene que saber que lo que se le cuenta es una historia imaginaria, sin por ello pensar que el autor está diciendo una mentira. Sencillamente, como ha dicho Searle, el autor finge que hace una afirmación verdadera. Nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad.
Así pues, no sólo el autor le pide al lector modelo que colabore sobre la base de su competencia del mundo real, no sólo le provee de esa competencia cuando no la tiene, no sólo le pide que haga como si conociera cosas, sobre el mundo real, que el lector no conoce, sino que incluso lo induce a creer que debería hacer como si conociera cosas que, en cambio, en el mundo real no existen.
A lo largo del discurso, Eco nos va desvelando también ciertas formas que el autor tiene de dirigir nuestra lectura, ciertas estrategias textuales: analepsis (que "parece reparar un olvido del narrador"), prolepsis ("es una manifestación de impaciencia narrativa"), dilaciones, suspenses, alargamientos, juegan con nuestra capacidad de previsión, con nuestra identificación con los personajes, nos imponen un determinado tiempo de lectura.
El tiempo del discurso es el efecto de una estrategia textual en interacción con la respuesta del lector al que impone un tiempo de lectura.
El conocimiento de estos "artificios" nos permitirá detectarlos con una cierta facilidad, nos hará ser más conscientes de las intenciones del autor sin por ello estropearnos un ápice el placer de la lectura (como el propio Eco sostiene que le ocurre, por ejemplo, con Sylvie, de Gerard de Nerval, obra a la que ha dedicado años de análisis y que sigue atrapándole y descubriéndole aspectos nuevos en cada nueva lectura), nos hará aproximarnos cada vez más a ese lector modelo que cada autor propone en su texto.
Porque ser conscientes de cómo está construido un texto no debe en ningún caso impedir que admiremos el resultado, ni incluso que, una vez sumergidos en la narración, olvidemos todas estas estrategias textuales para disfrutar plenamente de la historia narrada. Podemos aplicar todo aquello que Eco nos explica al análisis de su propio discurso, pero esto no nos impedirá apreciar la sutileza con que están escogidos los ejemplos narrativos que ilustran cuanto dice, ni nos impedirá disfrutar de sus rasgos de humor y de ironía, ni sentir la contagiosa pasión con que lee determinadas obras.Seis paseos por los bosques narrativos recoge las `Norton Lectures`, impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer `paseo` refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia.
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Quienes conozcan algunos de los últimos escritos teóricos de Umberto Eco —Los límites de la interpretación (Barcelona, Editorial Lumen, 1992) e Interpretación y sobreinterpretación (Gran Bretaña, Cambrigde University Press, 1995)— notarán que esta nueva publicación suya continúa, hasta cierto punto, algunas de las líneas trazadas en ellos, prosiguiendo con las investigaciones sobre las relaciones entre autor, lector y texto.
Seis paseos por los bosques narrativos recoge las "Norton Lectures", impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en 1992-1993. Umberto Eco inicia su primer "paseo" refiriéndose a otro autor, invitado en 1985 a pronunciar estas conferencias, a quien citará repetidas veces a lo largo del texto. Se trata de Italo Calvino quien, lamentablemente, nunca llegó a leer, ni a concluir, este trabajo puesto que falleció una semana antes de su viaje dejando incompleta la serie de sus Seis propuestas para el próximo milenio [1]: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y, la que parece que hubiera sido la sexta, consistencia.
Eco va entrando progresivamente en una especie de disección de pactos, reglas, marcas, colaboraciones entre autor y lector o más bien diríamos entre autor y lectores puesto que se encarga de dejar bien clara la diferencia existente entre el lector modelo y el lector empírico o entre un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel:
... el lector modelo de primer nivel desea saber cómo acaba la historia. El lector modelo de segundo nivel se pregunta en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta y quiere descubrir cómo procede el autor modelo que lo está instruyendo paso a paso. Para saber cómo acaba la historia basta, por lo general, leer una sóla vez. Para reconocer al autor modelo es preciso leer muchas veces, y algunas historias hay que leerlas una e infinitas veces. Sólo cuando los lectores empíricos hayan descubierto al autor modelo y hayan entendido (o incluso solamente empezado a comprender) lo que "Ello" quería de ellos, ellos se habrán convertido en el lector modelo ideal.
Esta relación entre autor y lector pide cierta contribución por parte del segundo, nos pide que salgamos de una mera pasividad receptiva y colaboremos rellenando una serie de espacios que el texto deja vacíos debido a la imposibilidad de decirlo absolutamente todo sobre el universo creado, sobre los acontecimientos y los personajes.
También se nos pide que, al iniciar una lectura, aceptemos, de un modo tácito, lo que Coleridge denominaba pacto ficcional.
El lector tiene que saber que lo que se le cuenta es una historia imaginaria, sin por ello pensar que el autor está diciendo una mentira. Sencillamente, como ha dicho Searle, el autor finge que hace una afirmación verdadera. Nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad.A lo largo del discurso, Eco nos va desvelando también ciertas formas que el autor tiene de dirigir nuestra lectura, ciertas estrategias textuales: analepsis (que "parece reparar un olvido del narrador"), prolepsis ("es una manifestación de impaciencia narrativa"), dilaciones, suspenses, alargamientos, juegan con nuestra capacidad de previsión, con nuestra identificación con los personajes, nos imponen un determinado tiempo de lectura.
Así pues, no sólo el autor le pide al lector modelo que colabore sobre la base de su competencia del mundo real, no sólo le provee de esa competencia cuando no la tiene, no sólo le pide que haga como si conociera cosas, sobre el mundo real, que el lector no conoce, sino que incluso lo induce a creer que debería hacer como si conociera cosas que, en cambio, en el mundo real no existen.
El tiempo del discurso es el efecto de una estrategia textual en interacción con la respuesta del lector al que impone un tiempo de lectura.
El conocimiento de estos "artificios" nos permitirá detectarlos con una cierta facilidad, nos hará ser más conscientes de las intenciones del autor sin por ello estropearnos un ápice el placer de la lectura (como el propio Eco sostiene que le ocurre, por ejemplo, con Sylvie, de Gerard de Nerval, obra a la que ha dedicado años de análisis y que sigue atrapándole y descubriéndole aspectos nuevos en cada nueva lectura), nos hará aproximarnos cada vez más a ese lector modelo que cada autor propone en su texto.
Porque ser conscientes de cómo está construido un texto no debe en ningún caso impedir que admiremos el resultado, ni incluso que, una vez sumergidos en la narración, olvidemos todas estas estrategias textuales para disfrutar plenamente de la historia narrada. Podemos aplicar todo aquello que Eco nos explica al análisis de su propio discurso, pero esto no nos impedirá apreciar la sutileza con que están escogidos los ejemplos narrativos que ilustran cuanto dice, ni nos impedirá disfrutar de sus rasgos de humor y de ironía, ni sentir la contagiosa pasión con que lee determinadas obras.
Baudolino busca al Preste Juan
El nombre de Umberto Eco siempre será asociado a una de las mejores novelas que se han escrito sobre la Edad Media, El nombre de la rosa (1980), una de esas ocasiones afortunadas en que la erudición histórica (centrada en las querellas dentro de la Iglesia católica de la época) y la narración pura (adoptando la forma de un «policiaco medieval») han sabido enriquecer la una a la otra para crear un libro deslumbrante. En su segunda novela, El péndulo de Foucault, aun situada en ambiente contemporáneo, Eco asimismo echó mano de su profundo conocimiento de esa época histórica para sazonar con una gran cantidad de elementos sugestivos (el mito del ocultismo templario, la Cábala judía, la alquimia) ese supuesto plan secreto dispuesto desde antiguo que los protagonistas creen inventar y que otros toman por muy real. Finalmente, el novelista regresó plenamente al Medievo con otra obra que asimismo consiguió un gran éxito, Baudolino, que puede considerarse una combinación de las dos previas. De la primera, recoge el mismo propósito (incluso más ambicioso) de ejercicio de reconstrucción histórica a partir de una narración que no concede respiro al lector. De la segunda, el hecho de que su tema central es la creación, por parte del protagonista, de una elaborada fabulación acerca de un reino supuestamente imaginario que, sin embargo, acaba cobrando realidad. Este planteamiento tiene para mí un interés adicional por cuanto esa invención es nada menos que la de una leyenda que lleva fascinándome desde la infancia (¡la descubrí en un tebeo de superhéroes!) y que en esta novela encuentra la mejor plasmación literaria que yo mismo podía esperar: la leyenda del Preste Juan.
La novela se plantea como el relato que hace de su vida el protagonista, cuyo nombre titula la novela, a un cultivado bizantino, al que acaba de salvar de la muerte en el histórico saqueo de Constantinopla por caballeros occidentales en 1204 (sarcásticamente, ese episodio se conoce bajo el nombre de Cuarta Cruzada). Baudolino es un italiano de orígenes humildes que, siendo un niño, se tropieza nada menos que con el emperador Federico Barbarroja y le cae en gracia, de tal modo que el alemán se lo lleva consigo, otorgándole su cariño y su protección. Gracias a su inteligencia y al don para los idiomas que enseguida revela, el niño es educado para ocupar algún día un puesto en la cancillería de Barbarroja, de tal modo que marcha a estudiar a la universidad de París, donde hace amistad con un grupo de estudiantes y buscavidas cultos como él, a los que unirá a todas sus empresas.
Al hilo de este personaje, Umberco Eco desarrolla eso que suele llamarse, pero esta vez con más propiedad que nunca, un «fresco histórico» de la segunda mitad del siglo XII, que se pasea por la convulsa Italia de las luchas entre el papado y el imperio (con las comunas italianas luchando por su propia autonomía, que con el tiempo permitirá la llegada del Renacimiento), por el París del bullicio intelectual de su tiempo, por el imperio bizantino y, finalmente, por los confines del mundo conocido. En toda ocasión, Baudolino demostrará un arte especial para el relato, convirtiéndose en un especialista en saber contar lo que su interlocutor de turno desea escuchar. De esta manera, a partir de las referencias a los cristianos situados al otro lado del Islam y el catálogo de maravillas situadas en los confines de la tierra, que entrelazará con las necesidades políticas de su protector, la gran creación de Baudolino será la leyenda del Preste Juan.
Antes de pasar a hablar de sus virtudes, debo, sin embargo, señalar que Baudolino posee una característica que a unos suele parecer muy atractiva y a otros, como a mí, suele distanciarme bastante de la narración: la elección como protagonista de un personaje ficticio que, entre los renglones de la Historia, tiene una influencia fundamental en los muy verídicos acontecimientos de su época, hasta tal punto que llega un momento en que parece no haber ninguno que haya escapado a su órbita1.
Hagamos un resumen apretado: entre otras menudencias, Baudolino es el responsable de que los supuestos cuerpos de los Reyes Magos acaben en la catedral de Colonia donde hoy, como saben bien los turistas, es uno de sus grandes reclamos; de que Federico apruebe el primer estatuto de derechos e inmunidades de que gozó una universidad europea, en este caso la de Bolonia; de decisivas intervenciones en los conflictos entre Federico, el papa y las ciudades italianas, incluyendo su importante papel en una pequeña leyenda local de Alejandría, la ciudad natal del mismo Eco, a cuya fundación (esta sí histórica) asistimos en la novela; de la salvación personal del mismo emperador después de su gran derrota ante la liga de las ciudades lombardas en la batalla de Legnano; por último, a su decisiva influencia se deberá la participación del mismo Barbarroja en la Tercera Cruzada, en cuyo camino sí perderá la vida. Por cierto, Eco idea un episodio muy diferente (pero a la vez compatible con el real: quien lea o haya leído la novela lo comprenderá) para la muerte histórica del emperador, ahogado en un río de Asia Menor, que aunque en un primer momento pueda parecer un capricho que se da el escritor, al final sí tendrá un sentido en el periplo vital del protagonista.
Este excesivo atropello de referencias históricas distancia un tanto de la novela en su primera parte, pues llega un momento en que el lector (al menos, este lector) está más atento a ver cuál será el siguiente episodio o personaje real en aparecer que en la propia dramaturgia interior de la novela (lo que no impide que, en todo momento, esta sea entretenidísima). Ahora bien, si Baudolino acaba convirtiéndose en un libro perdurable es por su segunda mitad, la dedicada definitivamente a las aventuras de Baudolino y sus amigos en pos del quimérico reino del Preste Juan. Para ello, Umberto Eco realiza una asociación verdaderamente original entre dos leyendas: la del Preste Juan y la del Santo Grial.
Hago una muy somera semblanza de las dos. El Preste Juan es el nombre que, en la Edad Media, se dio a un supuesto soberano de incontable riqueza y enorme poder (a su mesa sentaba, como vasallos, a incontables reyes y dignidades eclesiásticos) cuyo reino se encontraba en algún lugar más allá del mundo islámico, de tal modo que varias figuras políticas e intelectuales plantearon la posibilidad de llegar hasta sus dominios y forjar una alianza con él, que pillara a los musulmanes entre el yunque y el martillo, en días en que los reinos cristianos de Tierra Santa ya se veían amenazados por la media luna. El nombre del soberano, Preste Juan (Presbyter Iohannis), es expresión de su humildad (desde luego, una humildad muy condescendiente), al preferir un título eclesiástico, y de gran modestia, el de presbítero, al de la dignidad imperial que le correspondería. Como siempre sucede en toda leyenda, había un poso de realidad en ella: la existencia de comunidades cristianas en el corazón de Asia, seguidores de una de las herejías surgidas en los primeros siglos de la Iglesia y expurgadas por ello de Europa, los nestorianos.
El nombre de Preste Juan aparece por primera vez en una fuente cristiana, precisamente en la Crónica de las Dos Ciudades, de Otón de Freising, escrita en 1145 (en la novela, Otón es el tutor del niño Baudolino y quien primero le habla de esta figura). Posteriormente, se difundiría por las cancillerías europeas una presunta Carta del Preste Juan dirigida al emperador bizantino Manuel Comneno (otra versión, posterior, iría dirigida al mismo Federico Barbarroja), que a su vez sería respondida por el papa Alejandro III por evidentes deseos de dejar bien sentado a quién le correspondía la dirección espiritual de la Cristiandad. El documento papal es de 1177, por lo cual la Carta debió de ser escrita en algún momento entre las dos fechas señaladas. En fin, la Carta supone todo un delirio de riqueza y esplendor por parte de su gobernante, el cual, en primera persona, describe tanto su propio reino (que sitúa en el lugar conocido como las Tres Indias, término ambiguo que, sencillamente, deja bien clara la imprecisión que en Europa se tenía sobre la India) como las regiones aledañas, en las cuales se concentran todas las fantasías que Occidente había ido creando desde los tiempos más remotos: monstruos y animales fabulosos, prodigios de la naturaleza, geografías imposibles, etc.
En cuanto al Santo Grial, es un objeto maravilloso creado por el escritor francés Chrétien de Troyes (en torno a 1181) en su roman inacabado El cuento del Grial, perteneciente al ciclo artúrico del que él fue uno de sus grandes impulsores. Chrétien dejó en una sugestiva indeterminación tanto las características como las cualidades de este objeto, pero sus seguidores lo cristianizarían. Robert de Boron, autor de una Historia del Santo Grial, crearía la versión definitiva, convirtiéndolo en el cáliz de Cristo en la Última Cena, donde luego sería recogida su sangre vertida en la crucifixión. El Grial se convertiría en símbolo de la redención y de la regeneración, tanto física como espiritual, justificando un mito que se extendería hasta el mismo nazismo, alguno de cuyos más exaltados miembros lo buscarían, para poner su «poder» al servicio de la causa hitleriana.
Baudolino será quien conciba la Carta y la redacte junto a sus amigos de los días de París. Su propósito es unir el prestigio del Preste Juan al del propio Federico y utilizarlo para consolidar el poder imperial en esos tiempos de agitado conflicto por la auctoritas temporal y espiritual. Más tarde, unirán el Grial a su creación en su condición de reliquia fabulosa que concede la regeneración espiritual a su poseedor y justifica su poder personal. El Grial forma parte de los dones del Preste, hasta que el propio Baudolino cree más conveniente inventarse que la reliquia fue robada al soberano oriental y ha sido recuperada en occidente. Su objetivo es convencer a Federico, de esta manera, de que participe en la Tercera Cruzada y lo envíe a él mismo en busca del reino del Preste. Para darle forma material al Grial, Umberto Eco toma prestada una idea de Indiana Jones y la última Cruzada (1988): puesto que un hombre humilde como Jesús, hijo de un carpintero, no pudo tener jamás un cáliz enjoyado, el Grial debe ser una copa de madera, utilizando para ello la de su propio padre y modestísimo padre biológico.
Es así que Baudolino y sus amigos se lanzan en pos del reino del Preste. Y aquí es donde Eco consigue otro hallazgo notable: la realidad acaba acomodándose a la ficción, en la medida en que el camino hacia el reino resultará estar poblado por las criaturas y la geografía fabulosa que ellos incluyeron en la Carta. Así, en la ruta se tropiezan, entre otras maravillas, con las piedras negras que transmiten su color a quien las toca, con animales fabulosos como el basilisco (cuya mirada causa la muerte, y a quien matarán usando el mismo truco que Perseo con la Gorgona, esto es, haciendo que el animal se contemple a sí mismo en un espejo), la quimera o la mantícora, con espacios sobrenaturales como Abcasia (donde, en pleno día, reinan las tinieblas) o con ese fascinante río, el Sambatyón, que en vez de agua arrastra piedras y cuyo cruce es impracticable.
[A quien no haya leído esta novela y le interese, le recomiendo que deje de leer aquí]
En la frontera del reino, el grupo encuentra una ciudad llamada Pndapetzim, gobernada por el Diácono (el heredero del Preste, el cual, según la tradición, ha de permanecer allí hasta que el soberano, en la lejana capital del reino, muera y él sea reclamado para la sucesión) y dirigida en su nombre por eunucos. Allí es donde se concentra ya todo el catálogo de seres maravillosos que poblaban la literatura geográfica: los esciápodos (hombres con un solo y enorme pie), los blemias (seres sin cabeza que tienen ojos, nariz y boca en el torso), los panocios (criaturas de orejas enormes, como Dumbo: es lógico que, aunque la tradición medieval no lo diga, Eco les acabe dando la capacidad de planear al moverlas) o los pigmeos.
Otro de los aciertos del libro es que el escritor no los utiliza como mero aditamento pintoresco sino que a través de ellos propone una reflexión (tan cómica como lúcida) sobre el concepo de diferencia. Blemias, esciápodos o pigmeo no se ven diferentes físicamente, pues en el fondo todos comparten unos rasgos comunes, por mucho que estén dispuestos de modo diverso; lo que los hace incompatibles es la divergencia religiosa, ya que cada uno de estos pueblos tiene un distinto concepto del dogma trinitario, lo que permite a Eco tanto parodiar la querella entre ortodoxia y heterodoxia que tanto agitó a la Iglesia durante siglos como recuperar uno de los temas más queridos de El nombre de la rosa.
Ahora bien, Baudolino y sus amigos nunca llegarán a entrar en el reino del Preste. Retenidos por los eunucos hasta que lleguen mensajeros de su lejano soberano (lo cual acaba provocando la duda sobre su verdadera existencia: tal vez los eunucos, como Baudolino, la hayan inventado para justificar su posición como élite de la ciudad), la súbita invasión de los salvajes hunos los obliga a escapar, después de que su intento de presentar resistencia con los pintorescos habitantes de Pndapetzim fracase debido a esos antagonismos religiosos. El viaje de regreso será muy largo, pues durante varios años, son prisioneros en el castillo de los Asesinos, otro elemento histórico coetáneo que Eco no se resiste a no utilizar. Se trata de una secta chíita radical que aterrorizó el Próximo Oriente porque sus miembros fueron el equivalente a lo que hoy llamamos yihadistas, y los especialistas señalan que ese término que dieron a las lenguas occidentales («asesino») procede de la sustancia mediante la cual sus líderes se aseguraban su lealtad incondicional, haciéndoles creer que ganarían o perderían el paraíso en función de su obediencia: el hashish o hachís.
El hombre que ha escuchado, con fascinación, ese relato, no es un cualquiera: se trata de Nicetas Coniates, político e historiador bizantino que habría de escribir, precisamente, la crónica de ese episodio que está a punto de costarle la vida. El encuentro entre el cronista y el fabulador da pie, a lo largo de toda la novela, a una reflexión sobre la continua interferencia entre la realidad y la ficcion, sobre la facilidad con que esta última, bien relatada, se convierte en verdad, en el sentido que subraya esa famosa frase que un periodista dice en la película El hombre que mató a Liberty Valance (1962), a propósito en su caso no del reino del Preste Juan pero sí de otro espacio para nosotros igualmente fabuloso, el Far West: «En el Oeste, cuando la realidad se convierte en leyenda, se cuenta la leyenda». En la Historia (con mayúsculas), también.
Finalizado el relato, Nicetas y Baudolino separarán sus caminos. El primero habrá de encontrar todavía la gloria como autor de la famosa Crónica ligada a su nombre (y en la que, desde luego, él sabe que no puede haber sitio para el amigo de esos días inciertos). El segundo, decide volver a dirigirse al reino del Preste Juan, pese a los ruegos de Nicetas de que deje de empeñarse en ir detrás de espejismos.
1 En particular, detesto a los personajes centrales de varias películas históricas a los que el guion concede, prácticamente, la facultad de cambiar el curso de la Historia y ellos, alegremente, lo desperdician, acelerando así el hundimiento de sus respectivos estados. Hablo de los ahistóricos protagonistas de La caída del imperio romano (1964) y Gladiator (1999), encarnados respectivamente por Stephen Boyd y Russell Crowe, los cuales, tal y como los presentan, tienen la oportunidad de impedir que el perturbado Commodo llegue al poder y se echan a un lado. También incluyo, aunque de él hablo más adelante en este libro, al Balian de Ibelin encarnado por Orlando Bloom en El reino de los cielos (2005), que asimismo se cruza de brazos cuando se le ofrece la corona del Reino de Jerusalén, sugiriendo el film, de modo bastante abusivo, que es por ello que este cae enseguida en manos de Saladino.
la garganta
Mi memoria es proglótidea, como la tenia, pero a diferencia de la tenia no tiene cabeza, deambula en un laberinto, y cualquier punto puede ser el principio o el final de su viaje. Debo esperar a que los recuerdos vengan por sí solos, siguiendo su propia lógica. Así es en la niebla. A la luz del sol, ves las cosas desde la distancia y puedes cambiar de dirección a propósito para encontrarte con algo en particular. En la niebla, algo o alguien se te acerca, pero no sabes qué o quién hasta que está cerca.
Pero cuando pienso en mi vida en el Oratorio puedo verlo todo, como una película. Ya no proglótideo sino, más bien, una secuencia lógica. . .
La vida cambió cuando tenía once años, con mi evacuación, en 1943, a Solara. En la ciudad, yo había sido un niño melancólico que jugaba con sus compañeros de clase algunas horas al día. El resto del tiempo, estaba acurrucado con un libro. En Solara, donde podía caminar solo hasta la escuela del pueblo y retozar por los campos y los viñedos, era libre y un territorio desconocido se abría ante mí. Y tenía muchos amigos con los que deambular.
Cuando los Aliados bombardeaban la ciudad, podíamos ver los destellos lejanos de nuestras ventanas en Solara, escuchar el retumbar de algo parecido a un trueno. La guerra nos había vuelto fatalistas, un bombardeo era como una tormenta. Los niños seguimos jugando tranquilamente durante la noche del martes, miércoles, jueves y viernes. ¿Pero estábamos realmente tranquilos? ¿No empezábamos a estar marcados por la angustia, por la melancolía atónita y aliviada que se apodera de cualquiera que pasa vivo por un campo sembrado de cadáveres?
En el Oratorio, donde pasábamos las tardes después de la escuela, estábamos básicamente libres, reunidos solo a las seis, para el catecismo y la bendición; de lo contrario, hicimos lo que quisimos. Había un tiovivo rudimentario, algunos columpios y un pequeño teatro, donde pisé las tablas por primera vez, en “La niña parisina”. Al Oratorio también venían muchachos mayores, e incluso jóvenes —antiguos para nosotros— que jugaban al ping-pong oa las cartas, aunque no por dinero. Aquel buen hombre don Cognasso, director del Oratorio, no les exigió ninguna profesión de fe; bastó que llegaran allí en lugar de ir en caravana hacia la ciudad en bicicleta, aun a riesgo de ser atrapados en un bombardeo, para intentar la subida a la Casa Rossa, el burdel famoso en toda la provincia.
Fue en el Oratorio, después del 8 de septiembre de 1943, donde oí hablar por primera vez de los guerrilleros. Durante un tiempo, fueron solo niños que intentaban evitar el nuevo borrador de la Repubblica Sociale o las redadas nazis, lo que significaba ser enviados a trabajar a Alemania. Después la gente empezó a llamarlos rebeldes, porque así los llamaban en los comunicados oficiales. Sólo cuando supimos que diez de ellos habían sido ejecutados —incluido uno de Solara— y cuando supimos por Radio Londres que les estaban dirigiendo mensajes especiales, empezamos a llamarlos partisanos, o patriotas, como ellos preferían. En Solara, la gente apoyaba a los partisanos, porque los muchachos se habían criado todos en esos lugares, y cuando llegaron, aunque ahora todos tenían apodos: Erizo, Ferruccio, Rayo, Barba Azul: la gente todavía usaba los nombres por los que los conocía antes. Muchos eran jóvenes que había visto en el Oratorio, jugando manos descopa con chaquetas endebles y raídas, y ahora reaparecían con boinas de ala ancha, cartucheras al hombro, metralletas, cinturones con dos granadas o incluso pistolas enfundadas. Vestían camisas rojas, o chaquetas del ejército inglés, o los pantalones y polainas de los oficiales del Rey. Eran hermosos.
Para 1944, los partisanos aparecían en Solara, haciendo rápidas incursiones cuando las Brigadas Negras Fascistas estaban en otros lugares. Incluso entre los partisanos había divisiones. De vez en cuando bajaban los Badogliani, con sus pañuelos azules; la gente decía que apoyaba a la monarquía y todavía cargaba en la batalla gritando "¡Savoy!" Otras veces, eran los Garibaldini, con sus pañuelos rojos, cantando canciones contra el Rey y su mano derecha, Badoglio. Los Badogliani estaban mejor armados; se decía que los ingleses les enviaban ayuda a ellos pero no a los demás partisanos, que eran todos comunistas. Los Garibaldini tenían metralletas, como las de las Brigadas Negras, capturadas en enfrentamientos ocasionales o en algún ataque sorpresa a una armería, y los Badogliani tenían las pistolas Sten inglesas de último modelo. Una vez, uno de los Badogliani me dejó disparar una ronda.
Gragnola. Frecuentaba el Oratorio. Insistía en que su nombre se pronunciara Gràgnola, pero todos le decían Gragnòla, palabra que recordaba a una lluvia de disparos. Respondió que era un hombre pacífico, y sus amigos respondieron: “Vamos, lo sabemos. . .” Se rumoreaba que tenía conexiones con las brigadas Garibaldini en las montañas; incluso era un gran líder, alguien dijo, y arriesgaba más viviendo en la ciudad que escondiéndose, porque si alguna vez se descubrían sus actividades, sería tiro en un abrir y cerrar de ojos.
Gragnola actuó conmigo en "La niña parisina", y después de eso me tomó cariño. Me enseñó a tocar tressette . Parecía sentirse incómodo con los otros adultos del Oratorio y pasaba largas horas charlando conmigo. Tal vez sabía que estaba diciendo cosas tan escandalosas que si los demás lo escuchaban lo tomarían por el Anticristo, por lo que solo podía confiar en un niño.
Me mostró los periódicos clandestinos que circulaban. Él nunca me dejaría tomarlos porque, dijo, cualquiera que fuera atrapado con uno sería fusilado. Así me enteré de la matanza de las Ardeatinas, en Roma. “Nuestros camaradas se quedan en las colinas”, solía decirme Gragnola, “para que estas cosas no sucedan más. Esos alemanes, ¡deberían estar todos kaputt! ”
Gragnola había sido maestro, no sé de qué, en escuelas de oficios, yendo todas las mañanas al trabajo en su bicicleta y volviendo a casa a media tarde. Entonces tuvo que parar: algunos decían que se dedicaba en cuerpo y alma a los partisanos; otros murmuraron que era porque estaba tísico. De hecho, Gragnola tenía el aspecto de un tísico, un rostro ceniciento con dos pómulos enfermizo rosa, mejillas hundidas, una tos persistente. Tenía mala dentadura, cojeaba, era un poco jorobado, con los omoplatos salientes, y el cuello de la chaqueta estaba separado del cuello, de modo que la ropa parecía colgarle como sacos. En el escenario, siempre tenía que interpretar al malo o al cojo cuidador de una misteriosa villa.
Era, decían todos, un pozo de conocimientos científicos y había sido invitado a menudo a dar clases en la universidad, pero se había negado por cariño a sus alumnos. “Mierda”, me dijo más tarde. “Yambo, solo enseñé en la escuela de los niños pobres, y solo como suplente, porque con esta guerra inmunda ni siquiera me gradué de la universidad. Cuando tenía veinte años, me enviaron a romper la espalda de Grecia, me hirieron en la rodilla, y eso no importa porque apenas se nota, pero en algún lugar en ese lodo me enfermé y he estado escupiendo sangre desde entonces. Si alguna vez le pusiera las manos encima a Fat Head” —así se llamaba Mussolini—, no lo mataría porque, lamentablemente, soy un cobarde, pero le patearía el trasero hasta que estuviera fuera de servicio por el poco tiempo que tenía. esperanza le queda por vivir, el Judas.”
Una vez le pregunté por qué venía al Oratorio, ya que todos decían que era ateo. Me dijo que era el único lugar donde podía ver gente. Y, además, no era ateo sino anarquista. En ese momento yo no sabía qué eran los anarquistas, y me explicó que eran personas que querían la libertad, sin amos, sin reyes, sin estado y sin sacerdotes. “Sobre todo, ningún estado, no como esos comunistas en Rusia, donde el estado hasta les dice cuándo tienen que usar el cagadero”.
Le pregunté por qué se asociaba con los Garibaldini, que eran comunistas, si estaba en contra de los comunistas. Respondió que, N° 1, no todos los Garibaldini eran comunistas, había socialistas y hasta anarquistas entre ellos, y, N° 2, los enemigos en ese momento eran los nazi-fascistas, y no era momento para hilaridades. . “Primero venceremos juntos; resolveremos nuestras diferencias más tarde.
Luego agregó que vino al Oratorio porque era un buen lugar. Los sacerdotes eran como los Garibaldini: eran una raza malvada, pero había algunos hombres respetables entre ellos. “Especialmente en estos tiempos, cuando quién sabe qué va a pasar con estos niños, a quienes hasta el año pasado se les enseñaba que los libros y los mosquetes hacen perfectos fascistas. En el Oratorio, por lo menos, no los dejan ir a los perros, y les enseñan a ser decentes, incluso si arman mucho alboroto por masturbarse, pero eso no importa porque todos ustedes lo hacen de todos modos. , y como mucho lo confiesas después. Entonces vengo al Oratorio y ayudo a Don Cognasso a que los niños jueguen. Cuando vamos a Misa, me siento en silencio en la parte de atrás de la iglesia, porque respeto a Jesucristo aunque no respeto a Dios”.
Gragnola y yo hablamos de todo. Le hablaría de los libros que estaba leyendo y él los comentaría apasionadamente. “Verne”, decía, “es mejor que Salgari, porque es científico. Cyrus Smith fabricando nitroglicerina es más real que ese Sandokán que se rasga el pecho con las uñas solo porque se ha enamorado de una chiquilla de quince años.
Gragnola me enseñó sobre Sócrates y Giordano Bruno. Y Bakunin, de cuya obra y vida sabía muy poco. Me habló de Campanella, Sarpi y Galileo, todos ellos encarcelados o torturados por sacerdotes por intentar difundir principios científicos, y de algunos que se habían degollado, como Ardigò, porque los jefes y el Vaticano los reprimían. Como había leído la entrada de Hegel (“Emin. Ger. phil. de la escuela panteísta”) en el Nuovissimo Melzi, le pregunté a Gragnola por él. Hegel no era panteísta y tu Melzi es un ignorante. Giordano Bruno podría haber sido un panteísta. Un panteísta cree que Dios está en todas partes, incluso en esa mota de mosca que ves allí. Puedes imaginar lo satisfactorio que es eso: estar en todas partes es como estar en ninguna parte. Bueno, para Hegel no era Dios sino el Estado el que tenía que estar en todas partes; por lo tanto,
"¿Pero no vivió hace más de cien años?"
"¿Asi que? Juana de Arco, también fascista de primer orden. Los fascistas siempre han existido. Desde la edad de . . . desde la edad de Dios. Toma a Dios, un fascista”.
“¿Pero no eres uno de esos ateos que dicen que Dios no existe?”
"¿Quien dijo que? ¿Don Cognasso, que no puede comprender ni la más mínima cosa? Creo que Dios, lamentablemente, existe. Es solo que es un fascista”.
“¿Pero por qué Dios es un fascista?”
“Escucha, eres demasiado joven para que te dé una conferencia de teología. Empezaremos con lo que sabes. Recítame los Diez Mandamientos, ya que el Oratorio te los hace aprender de memoria.
Los recité. "Bien", dijo. “Ahora presta atención. Entre esos Diez Mandamientos hay cuatro, piénsalo, sólo cuatro, que promueven cosas buenas, y aun esos, pues, repasémoslos. No mates, no robes, no des falso testimonio, y no codicies la mujer de tu prójimo. Este último es un mandamiento para los hombres que saben lo que es el honor: por un lado, no pongas los cuernos a tus amigos, y por otro, trata de preservar tu familia, y con eso puedo vivir; la anarquía también quiere deshacerse de las familias, pero no se puede tener todo a la vez. En cuanto a los otros tres, estoy de acuerdo, pero el sentido común debería decirte eso como mínimo. E incluso entonces hay que pesarlos; todos decimos mentiras a veces, tal vez incluso con buenos fines, mientras que matar, no, no deberías hacer eso, nunca”.
"¿Ni siquiera si el rey te envía a la guerra?"
"Ahí está el problema. Los sacerdotes te dirán que si el Rey te envía a la guerra puedes -de hecho, debes- matar. Y que la responsabilidad recae en el Rey. Así es como justifican la guerra, que es un bruto desagradable, especialmente si el Cabezón es el que te envía. Pero fíjate que los mandamientos no dicen que esté bien matar en la guerra. Dicen que no hay que matar, y punto. Y entonces..."
"¿Entonces?"
"Veamos los otros mandamientos. El primer mandamiento dice que no tendrás otro Dios antes que él. Así es como el Señor impide que pienses, por ejemplo, en Alá, o en Buda, o tal vez incluso en Venus -y, seamos sinceros, no habría estado nada mal tener como diosa a un pedazo de cola como esa-. Pero también significa que no debes creer en la filosofía, por ejemplo, ni en la ciencia, ni hacerte a la idea de que el hombre desciende de los simios. Sólo Él, eso es todo. Ahora presta atención, porque los otros mandamientos son todos fascistas, diseñados para obligarte a aceptar la sociedad tal como es. ¿Recuerdas el de santificar el día de reposo? ¿Qué piensas de él?"
"Bueno, básicamente dice que hay que ir a misa el domingo, ¿qué tiene de malo?"
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“Eso es lo que te dice don Cognasso, y, como todos los sacerdotes, él no sabe nada de la Biblia. ¡Despierta! En una tribu primitiva como la que Moisés sacó a pasear, esto significaba que tenías que observar los ritos, y el propósito de los ritos, desde los sacrificios humanos hasta los mítines de Fat Head en Piazza Venezia, es ¡confundir el cerebro de la gente! ¿Y luego? Honra a tu padre y a tu madre. Honrar a tu padre ya tu madre significa respetar las ideas de tus mayores, no oponerte a la tradición, no pretender cambiar la forma de vida de la tribu. ¿Ver? No le corten la cabeza al Rey, aunque, Dios sabe, si tenemos cabeza sobre los hombros deberíamos, sobre todo con un rey como ese enano de Saboya, que traicionó a su ejército y mandó a matar a sus oficiales. Y ahora puedes ver que incluso 'No robar' no es un mandamiento tan inocente como parece, porque te ordena que no toques la propiedad privada, que pertenece a la persona que se enriqueció robándote. Si tan solo terminara ahí. Quedan tres mandamientos. 'No deberás cometer adulterio.' Los Don Cognassos del mundo te quieren hacer creer que este mandamiento significa 'No cometas actos impuros', y su único propósito es evitar que muevas esa cosa que cuelga entre tus piernas, sino arrastrar las tablas de piedra para el paja ocasional parece un poco demasiado. ¿Qué se supone que debe hacer un tipo como yo, un fracaso? Esa hermosa mujer, mi madre, no me hizo hermosa, y soy un cobarde para arrancar, y nunca he tocado a una mujer que es una mujer, ¿y quieren negarme incluso esa liberación? 'No deberás cometer adulterio.' Los Don Cognassos del mundo te quieren hacer creer que este mandamiento significa 'No cometas actos impuros', y su único propósito es evitar que muevas esa cosa que cuelga entre tus piernas, sino arrastrar las tablas de piedra para el paja ocasional parece un poco demasiado. ¿Qué se supone que debe hacer un tipo como yo, un fracaso? Esa hermosa mujer, mi madre, no me hizo hermosa, y soy un cobarde para arrancar, y nunca he tocado a una mujer que es una mujer, ¿y quieren negarme incluso esa liberación? 'No deberás cometer adulterio.' Los Don Cognassos del mundo te quieren hacer creer que este mandamiento significa 'No cometas actos impuros', y su único propósito es evitar que muevas esa cosa que cuelga entre tus piernas, sino arrastrar las tablas de piedra para el paja ocasional parece un poco demasiado. ¿Qué se supone que debe hacer un tipo como yo, un fracaso? Esa hermosa mujer, mi madre, no me hizo hermosa, y soy un cobarde para arrancar, y nunca he tocado a una mujer que es una mujer, ¿y quieren negarme incluso esa liberación? ¿Qué se supone que debe hacer un tipo como yo, un fracaso? Esa hermosa mujer, mi madre, no me hizo hermosa, y soy un cobarde para arrancar, y nunca he tocado a una mujer que es una mujer, ¿y quieren negarme incluso esa liberación? ¿Qué se supone que debe hacer un tipo como yo, un fracaso? Esa hermosa mujer, mi madre, no me hizo hermosa, y soy un cobarde para arrancar, y nunca he tocado a una mujer que es una mujer, ¿y quieren negarme incluso esa liberación?
“Dios podría haber dicho, por ejemplo, 'Puedes follar, pero solo para hacer bebés', especialmente porque en ese momento no había suficientes personas en el mundo. Pero los Diez Mandamientos no dicen eso. Entonces, por un lado, no puedes codiciar a la esposa de tu amigo y, por el otro, no puedes cometer actos impuros. ¿Cuándo está permitido atornillar? Quiero decir, realmente, estás tratando de hacer una ley que funcione para todo el mundo, cuando los romanos, que no eran Dios, hicieron leyes, eran cosas que todavía tienen sentido hoy, y Dios lanza un Decálogo que no ¿No te digo las cosas más importantes?
“Y ahora llegamos al último mandamiento: 'No codicies las cosas de los demás'. Pero, ¿alguna vez te has preguntado por qué existe este mandamiento, cuando ya tienes el 'No robarás'? Si codicias una bicicleta como la que tiene tu amigo, ¿es pecado? No, no si no se lo robas. Don Cognasso os dirá que este mandamiento prohibe la envidia, que ciertamente es cosa fea. Pero hay envidia mala, que es cuando tu amigo tiene una bicicleta y tú no, y esperas que se rompa el cuello bajando una colina, y hay envidia buena, que es cuando quieres una bicicleta como la suya y trabajas duro. poder comprar uno, aunque sea usado, y es buena envidia la que hace girar al mundo. Y luego hay otra envidia, que es la envidia de la justicia, que es cuando no ves por qué unos lo tienen todo y otros se mueren de hambre. Y si sientes este tipo de envidia fina, que es la envidia socialista, te ocupas de hacer un mundo en el que las riquezas estén mejor distribuidas. Pero eso es exactamente lo que el mandamiento te prohíbe hacer. El décimo mandamiento prohíbe la revolución. Por lo tanto, mi querido muchacho, no mates ni robes a los niños pobres como tú, sino ve y codicia lo que otros te han quitado. Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce? que es la envidia socialista, te ocupas de hacer un mundo en el que las riquezas estén mejor distribuidas. Pero eso es exactamente lo que el mandamiento te prohíbe hacer. El décimo mandamiento prohíbe la revolución. Por lo tanto, mi querido muchacho, no mates ni robes a los niños pobres como tú, sino ve y codicia lo que otros te han quitado. Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce? que es la envidia socialista, te ocupas de hacer un mundo en el que las riquezas estén mejor distribuidas. Pero eso es exactamente lo que el mandamiento te prohíbe hacer. El décimo mandamiento prohíbe la revolución. Por lo tanto, mi querido muchacho, no mates ni robes a los niños pobres como tú, sino ve y codicia lo que otros te han quitado. 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Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce? Pero eso es exactamente lo que el mandamiento te prohíbe hacer. El décimo mandamiento prohíbe la revolución. Por lo tanto, mi querido muchacho, no mates ni robes a los niños pobres como tú, sino ve y codicia lo que otros te han quitado. Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce? Pero eso es exactamente lo que el mandamiento te prohíbe hacer. El décimo mandamiento prohíbe la revolución. Por lo tanto, mi querido muchacho, no mates ni robes a los niños pobres como tú, sino ve y codicia lo que otros te han quitado. Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce? pero sigue adelante y codicia lo que otros te han quitado. Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce? pero sigue adelante y codicia lo que otros te han quitado. Ese es el sol del día que viene, y es por eso que nuestros camaradas se están quedando allá arriba en las montañas, para deshacerse de Fat Head, que subió al poder financiado por los terratenientes agrarios y por los lacayos de Hitler, Hitler que quería conquistar el mundo para que ese tipo Krupp que construye Berthas tan largos podría vender más cañones. Pero tú, ¿cómo pudiste entender estas cosas, tú que creciste memorizando juramentos de obediencia a las órdenes de Il Duce?
"No, lo entiendo, aunque no todo".
"Seguro espero eso."
Me di cuenta de que Gragnola siempre usaba un saco de cuero largo y delgado que colgaba de su cuello, debajo de su camisa.
¿Qué es eso, Gragnola?
"Una lanceta".
"¿Estabas estudiando para ser médico?"
“Estaba estudiando filosofía. Un médico de mi regimiento me dio la lanceta en Grecia, antes de que muriera. 'Ya no necesito esto', me dijo. Esa granada me ha abierto el vientre. Lo que necesito ahora es uno de esos kits, como los que tienen las mujeres, con aguja e hilo. Pero este agujero está más allá de la costura. Quédate con la lanceta para recordarme. Y lo he usado desde entonces”.
"¿Por qué?"
“Porque soy un cobarde. Con las cosas que hago y las cosas que sé, si me agarran las SS o las Brigadas Negras, me torturan. Si me torturan, hablaré, porque el mal me da miedo. Y enviaré a mis camaradas a su muerte. Así, si me cogen, me degollo con la lanceta. No duele, solo toma un segundo— sffft . Me los estaré jodiendo a todos: a los fascistas porque no aprenderán nada, a los curas porque me suicidaré y eso es un pecado, ya Dios porque me estaré muriendo cuando yo quiera y no cuando él quiera. Pon eso en tu pipa y fúmatelo.
Los discursos de Gragnola me dejaron triste. No porque estuviera seguro de que fueran malos, sino porque temía que fueran buenos. Vivía en un mundo entristecido por un Dios malvado, y las únicas veces que lo vi sonreír con ternura fue cuando me hablaba de Sócrates o de Jesús. Ambos, me recordaría a mí mismo, fueron asesinados, así que no vi por qué sonreír.
Y, sin embargo, no era malo; amaba a las personas que lo rodeaban. Lo tenía solo por Dios, y eso debe haber sido una verdadera tarea, porque era como arrojar piedras a un rinoceronte: el rinoceronte nunca se da cuenta de nada y continúa con sus asuntos de rinoceronte, y mientras tanto, estás rojo de rabia y maduro. por un infarto.
¿Cuándo fue que mis amigos y yo comenzamos el Gran Juego? En un mundo donde todos disparaban a los demás, necesitábamos un enemigo. Y elegimos a los niños en San Martino, un pueblo en la cima sobre nosotros.
La gente de San Martino hizo enemigos ideales, ya que en nuestra mente todos eran fascistas. En realidad, ese no fue el caso; solo que dos hermanos de San Martino se habían unido a las Brigadas Negras, mientras que sus dos hermanos menores se habían quedado en el pueblo y eran los cabecillas de la pandilla allá arriba. Pero, aun así, el pueblo estaba apegado a sus hijos que se habían ido a la guerra, y en Solara se rumoreaba que no se podía confiar en la gente de San Martino.
Fascistas o no, decíamos que los muchachos de San Martino no eran más que animales. El caso es que si vives en un lugar tan maldito tienes que hacer alguna travesura todos los días, solo para sentirte vivo. Tenían que venir a la escuela a Solara y los que vivíamos en el pueblo los mirábamos como si fueran gitanos. Muchos de nosotros llevábamos una merienda a la escuela, pan y mermelada, y tenían suerte si les habían dado una manzana con gusanos. En definitiva, tenían que hacer algo, y en varias ocasiones nos bombardearon con piedras cuando nos acercábamos a la puerta del Oratorio. Teníamos que hacerles pagar. Así que decidimos subir a San Martino y atacarlos mientras jugaban a la pelota en la plaza de la iglesia.
Pero la única forma de llegar a San Martino era por el camino que subía derecho, sin curvas, y desde la plaza de la iglesia se podía ver si venía alguien. Así que pensamos que nunca podríamos tomarlos por sorpresa. Hasta que Durante, un hijo de granjero con una cabeza tan grande y oscura como la de un abisinio, dijo que sí, que podíamos, si subíamos el desfiladero.
En ese momento, nadie subió al desfiladero, y olvídate de bajar, porque perderías el equilibrio a cada paso. Donde no había zarzas, la tierra se derrumbaba debajo de ti; es posible que vea un matorral de acacias o moras con una abertura justo en el medio y piense que ha encontrado un camino, pero sería solo un parche aleatorio de suelo pedregoso, y después de diez pasos comenzaría a resbalar, luego caería a uno de lado y caer al menos veinte metros. Incluso si sobrevivieras a la caída sin romperte ningún hueso, las espinas te arrancarían los ojos. Además de eso, se decía que estaba lleno de víboras.
Subir claramente requeriría entrenamiento. Tardamos una temporada: empezamos con diez metros el primer día, memorizando cada peldaño y cada hendidura, intentando poner los pies en los mismos sitios de bajada que de subida, y al día siguiente trabajábamos los próximos diez metros. No se nos podía ver desde San Martino, así que teníamos todo el tiempo que queríamos. Era importante no improvisar; teníamos que volvernos como los animales que hacían sus hogares en las laderas del desfiladero: las culebras, los lagartos.
Dos de mis amigos sufrieron esguinces, y uno casi se mata y se raspa la palma de la mano tratando de detener su caída, pero al final éramos las únicas personas en el mundo que sabían cómo escalar el desfiladero. Una tarde nos arriesgamos: subimos durante una hora o más y llegamos sin aliento, saliendo de un denso matorral en la base misma de San Martino, donde entre las casas y el barranco había una pasarela, con un muro a lo largo. para evitar que los lugareños caigan al precipicio en la oscuridad. Nuestro camino llegaba a la pared en el mismo punto donde se abría una brecha, una brecha lo suficientemente ancha como para que pudiéramos deslizarnos por ella. Más allá había un camino que pasaba por la puerta de la rectoría y luego se abría a la derecha en la plaza de la iglesia.
Cuando irrumpimos en la piazza, los chicos de San Martino estaban en medio de un juego de farol ciego. Un golpe maestro: uno de ellos no podía ver nada y los otros saltaban aquí y allá en su esfuerzo por evitarlo. Lanzamos nuestras municiones, golpeando a un niño directamente en la frente, y los demás huyeron a la iglesia, buscando la ayuda del sacerdote. Eso fue suficiente por el momento, y volvimos por el camino que corrimos, a través de la brecha, y bajamos por el desfiladero. El cura llegó a tiempo de ver nuestras cabezas desaparecer entre los arbustos, y nos lanzó unas amenazas terribles, y Durante gritó “¡Ja!”. y golpeó su mano izquierda contra su bíceps derecho.
Pero ahora los muchachos de San Martino se dieron cuenta. Al ver que habíamos subido por el desfiladero, colocaron centinelas en la brecha del muro. Es cierto que pudimos llegar casi a la pared antes de que se dieran cuenta de nosotros, pero casi: los últimos metros fueron a cielo abierto, entre matorrales de endrinos que ralentizaron nuestro avance, dando tiempo al centinela para dar la alarma. . Estaban listos al final del camino con bolas de barro cocidas por el sol, y nos las lanzaron antes de que pudiéramos llegar a la acera.
Parecía una pena haber trabajado tan duro aprendiendo a escalar el desfiladero solo para tener que dejarlo todo. Hasta que Durante dijo: “Aprenderemos a trepar en la niebla”.
Como era principios de otoño, había tanta niebla en esas partes como una persona podría desear. En los días de niebla, el pueblo de Solara desaparecía, y lo único que se alzaba sobre todo ese gris era el campanario de San Martino. Estar en esa torre era como estar en un dirigible sobre las nubes.
Escalar el desfiladero en la niebla fue mucho más difícil que escalarlo a la luz del sol. Realmente tenías que aprender cada paso de memoria, ser capaz de decir tal y tal roca está aquí, cuidado con el borde de un denso matorral espinoso allí, cinco pasos (cinco, no cuatro o seis) más a la derecha el suelo desciende repentinamente, cuando llegues a la roca habrá un camino falso justo a tu izquierda y si lo sigues caerás por un precipicio. Y así.
Hicimos viajes exploratorios en días despejados, luego durante una semana practicamos repitiendo los pasos en nuestras cabezas. Intenté hacer un mapa, como en un libro de aventuras, pero la mitad de mis amigos no sabían leer mapas. Lástima por ellos, lo tenía impreso en mi cerebro y podría haber atravesado el desfiladero con los ojos cerrados, e ir en una noche de niebla era esencialmente lo mismo.
Después de muchas pruebas, intentamos nuestra primera expedición. Quién sabe cómo llegamos a la cima, pero lo hicimos, y allí estaban, en la piazza, que todavía estaba libre de niebla, soplando la brisa, porque en un lugar como San Martino o pasas el rato en la piazza o te acuéstate después de comer tu sopa de pan duro y leche.
Entramos en la plaza, les dimos una buena paliza, los abucheamos mientras huían a sus casas y luego volvimos a bajar, victoriosos y exultantes.
Después de eso, nos arriesgamos a otras incursiones, y no pudieron colocar centinelas incluso cuando estaba oscuro, porque la mayoría de ellos tenían miedo a la oscuridad debido a los Hellcats. A los que asistimos al Oratorio no nos podían importar menos los hellcats, porque sabíamos que media Avemaría básicamente los paralizaría. Lo mantuvimos durante varios meses. Luego nos aburrimos: la escalada ya no era un desafío, en cualquier clima.
Era el mediodía de un domingo. Algo estaba pasando, todos ya lo sabían: dos camiones alemanes con soldados habían llegado a Solara; los hombres habían registrado medio pueblo y luego habían tomado el camino hacia San Martino.
Una niebla espesa se había asentado temprano esa mañana, e incluso las voces de los gorriones en las ramas de los árboles nos llegaban como a través del algodón. Se suponía que habría un funeral, pero la gente en la procesión no se aventuraba en el camino del cementerio, y el sepulturero envió un mensaje de que no enterraría a nadie ese día, para que alguien no cometiera un error al bajar el ataúd y causara que el sepulturero caer él mismo en la tumba.
Dos hombres del pueblo habían seguido a los alemanes para saber qué hacían y les habían visto avanzar lentamente —con los faros encendidos pero penetrando menos de un metro— hasta el inicio de la subida hacia San Martino, y luego detenerse. , sin atreverse a seguir. Ciertamente no con sus camiones, porque no tenían idea de lo que había a cada lado de esa pendiente pronunciada, y no querían rodar por un precipicio, tal vez incluso esperaban curvas traicioneras. Tampoco se atrevieron a intentarlo a pie, sin saber qué era dónde. Alguien, sin embargo, les había explicado que la única manera de subir a San Martino era por ese camino, y con ese tiempo nadie podía bajar por otro lado, por el desfiladero. Entonces colocaron caballetes al final del camino y esperaron allí, con los faros encendidos y las armas apuntadas, para que nadie pudiera pasar, mientras uno de ellos gritaba en un teléfono de campo, quizás pidiendo refuerzos. Nuestros informantes dijeron que lo escucharon repetir “volsunde , volsunde ” varias veces. Gragnola explicó de inmediato que sin duda estaban preguntando por Wolfshunde; es decir, pastores alemanes.
Los alemanes esperaron allí, y alrededor de las cuatro de la tarde, con todo todavía de un gris espeso pero también todavía claro, vieron a alguien que bajaba, en una bicicleta. Era el párroco de San Martino, que llevaba no sé cuántos años por ese camino y hasta podía bajar frenando con los pies. Al ver a un sacerdote, los alemanes detuvieron el fuego porque, como supimos más tarde, no buscaban sotanas sino cosacos. El cura explicó, más con gestos que con palabras, que un hombre se estaba muriendo en una finca cerca de Solara y había pedido la extremaunción (les mostró lo necesario en una bolsa pegada al manillar), y los alemanes le creyeron. Lo dejaron pasar, y el cura vino al Oratorio a cuchichear con don Cognasso.
Don Cognasso no era de los que se metían en política, pero sabía qué era qué y, en pocas palabras, le dijo al cura que le dijera a Gragnola y a sus amigos lo que había que contar, porque él mismo no quería ni podía conseguirlo. mezclados en tales asuntos.
Un grupo de jóvenes se reunió rápidamente alrededor de la mesa de juego y yo me deslicé detrás de los últimos, agachándome un poco para evitar que me vieran.
Según el sacerdote, había un pequeño destacamento de cosacos con las tropas alemanas. Habían sido hechos prisioneros en el frente ruso, pero por sus propias razones los cosacos se habían cogido a Stalin, y muchos de ellos habían sido persuadidos (motivados por el dinero, por el odio a los soviets, por el deseo de no pudrirse en un campo de prisioneros, o incluso por la oportunidad de salir de su paraíso soviético, llevándose consigo caballos, carretas y familiares) para alistarse como auxiliares. La mayoría luchaba en áreas del este, como Carnia, donde eran muy temidos por su dureza y ferocidad. Pero también había una división turca en la región de Pavía: la gente los llamaba mongoles. Antiguos prisioneros rusos, si no cosacos en realidad, también deambulaban por el Piamonte con los partisanos.
Todos ya sabían cómo iba a terminar la guerra y, además, los ocho cosacos en cuestión eran hombres con principios religiosos. Después de haber visto quemar dos o tres pueblos y ahorcar a los pobres por docenas, y después de haber ejecutado a dos de ellos por negarse a disparar contra ancianos y niños, habían decidido que no podían permanecer más tiempo con las SS. sólo eso —explicó Gragnola—, pero si los alemanes pierden la guerra, y ya la han perdido, ¿qué harán los estadounidenses y los ingleses? Capturarán a los cosacos y se los devolverán a los rusos, sus aliados. En Rusia, estos tipos están kaputt . Ahora están tratando de unirse a los Aliados, para que después de la guerra se les dé refugio en algún lugar, más allá de las garras de ese Stalin fascista”.
“De hecho”, dijo el sacerdote, “estos ocho han oído hablar de los guerrilleros, que luchan con los ingleses y los estadounidenses, y están tratando de alcanzarlos. Tienen sus propias ideas y están bien informados: no quieren unirse a los Garibaldini; quieren ser Badogliani”.
Habían desertado quién sabe dónde, y luego se dirigieron hacia Solara simplemente porque alguien les había dicho que los Badogliani estaban en la zona. Habían caminado muchos kilómetros, fuera de las carreteras, moviéndose solo de noche y por lo tanto tardando el doble en llegar a cualquier parte, pero las SS les habían pisado los talones, y fue un milagro que lograran llegar hasta nosotros, pidiendo comida en la calle. alguna que otra granja, comunicándose lo mejor que podían (aunque todos hablaban un poco de alemán, solo uno sabía italiano), y siempre a punto de toparse con personas que podrían ser espías.
El día anterior, al darse cuenta de que la SS estaba a punto de alcanzarlos, habían subido a San Martino, pensando que desde allí podrían luchar contra un batallón durante unos días y, después de todo, lo mejor sería morir valientemente. . Además, alguien les había dicho que un tal Talino vivía allá arriba, y conocía a alguien que podría ayudarlos. En este punto, eran un grupo desesperado. Llegaron a San Martino después del anochecer y encontraron a Talino, quien, sin embargo, les dijo que allí vivía una familia fascista y que, en un pueblo tan pequeño, los secretos no duraban mucho. Lo único que se le ocurrió fue que buscaran refugio en la rectoría. El cura los acogió, no por razones políticas, ni siquiera por la bondad de su corazón, sino porque vio que dejarlos vagabundear sería peor que esconderlos. Pero no pudo retenerlos por mucho tiempo.
“Muchachos, traten de entender”, dijo el sacerdote. Todos ustedes han leído el manifiesto de Kesselring, lo han puesto en todas partes. Si encuentran a esos hombres en alguna de nuestras casas, quemarán el pueblo y, peor aún, si uno de ellos dispara contra los alemanes, nos matarán a todos.
Desafortunadamente, sí habíamos visto el manifiesto del mariscal de campo Kesselring, e incluso sin él sabíamos que las SS no eran exactamente sutiles y que ya habían quemado varias ciudades.
"¿Y entonces?" preguntó Gragnola.
“Entonces, viendo que esta niebla por la gracia de Dios ha descendido sobre nosotros, y viendo que los alemanes no conocen el área, alguien de Solara tiene que subir y traer a esos benditos cosacos, bajarlos y llevarlos. a los Badogliani”.
“¿Y por qué alguien de Solara?”
“ In primis , porque, para ser franco, si hablo de esto con alguien en San Martino, se empezará a correr la voz, y en estos tiempos cuantas menos palabras corran, mejor. In segundis , porque los alemanes han cerrado la carretera y nadie puede salir por esa vía. Por lo tanto, lo único que queda es pasar por el desfiladero”.
Al escuchar la mención del desfiladero, todos los hombres dijeron: “¿Qué, parecemos locos? ¿En niebla como esta? ¿Cómo es que ese Talino no lo puede hacer?”, y cosas por el estilo. Pero el maldito cura, después de recordarles que Talino tenía ochenta años y no podía bajar de San Martino ni en los días más soleados, añadió —y digo que fue en venganza por los sustos que le habíamos dado los muchachos del Oratorio— Las únicas personas que saben cómo atravesar el desfiladero, incluso con niebla, son tus muchachos. En vista de que aprendieron esa diablura para causar problemas, que por una vez usen sus talentos para el bien. Derriba a los cosacos con la ayuda de uno de tus muchachos.
"Cristo", dijo Gragnola, "incluso si eso es cierto, ¿qué haríamos una vez que los atrapemos? Mantenerlos en Solara para que el lunes por la mañana puedan encontrarse entre nosotros en lugar de entre ustedes, y los alemanes podrían quemar nuestra ciudad. ¿en cambio?"
En el grupo estaban Stivulu y Gigio, dos hombres que tenían conexiones con la Resistencia. “Cálmate”, dijo Stivulu, el más agudo de los dos. “Los Badogliani están, mientras hablamos, en Orbegno, y allí ni las SS ni las Brigadas Negras les han echado mano nunca, porque se pegan a lo alto y controlan todo el valle con esas ametralladoras inglesas, que son asombrosas. . De aquí a Orbegno, incluso con esta niebla, para alguien como Gigio, que conoce el camino, si pudiera usar el camión de Bercelli, que tiene faros hechos especialmente para la niebla, son dos horas de viaje. Sigamos adelante y digamos tres, porque ya está oscureciendo. Ya son las cinco, Gigio llega a las ocho, les avisa, bajan un poco y esperan en el cruce de Vignoletta. Entonces el camión regresa aquí a las diez, sigamos adelante y digamos a las once, y se esconde en ese grupo de árboles al pie del desfiladero, cerca de la pequeña capilla de la Virgen. Uno de nosotros, después de las once, sube por el desfiladero, saca a los cosacos de la rectoría, los baja, los carga en el camión, y antes de la mañana esos tipos están con los Badogliani.
—¿Y estamos pasando por todo este galimatías, jugándonos el cuello, por ocho mamelucos, calmykos, mongoles o lo que sea, que estuvieron con las SS hasta ayer? preguntó un hombre pelirrojo, cuyo nombre, creo, era Migliavacca.
“Oye, amigo, estos muchachos han cambiado de opinión”, dijo Gragnola, “y eso ya es algo bueno, pero también son ocho hombres fuertes que saben disparar, por lo que son útiles. El resto es una mierda.
“Son útiles para los Badogliani”, espetó Migliavacca.
“Badogliani o Garibaldini, todos luchan por la libertad y, como siempre dice todo el mundo, las cuentas se saldarán más tarde, no antes. Tenemos que salvar a los cosacos.
Tienes razón también. Y, después de todo, son ciudadanos soviéticos, por lo que pertenecen a la gran patria del socialismo”, dijo un hombre llamado Martinengo, que no se había puesto al día con todo el cambio de abrigos. Pero estos fueron meses en los que la gente estaba haciendo todo tipo de cosas. Toma a Gino, que había estado en las Brigadas Negras, y uno de los miembros más fanáticos, y luego salió corriendo para unirse a los partisanos y regresó a Solara con un pañuelo rojo en el cuello. Pero él era impulsivo, y volvió cuando debería haberse alejado, para encontrarse con una chica, y las Brigadas Negras lo atraparon y lo ejecutaron en Asti un día al amanecer.
“En resumen, se puede hacer”, dijo Gragnola.
“Solo hay un problema”, dijo Migliavacca. “Incluso el cura dijo que solo los niños saben escalar el desfiladero, y yo no involucraría a un niño en una situación tan delicada. Dejando a un lado las cuestiones de juicio, es probable que un niño ande parloteando al respecto”.
“No”, dijo Stivulu. “Por ejemplo, tomen a Yambo aquí—ninguno de ustedes siquiera lo notó, pero él escuchó todo. Yambo conoce el desfiladero como la palma de su mano, tiene la cabeza bien puesta y, además, no es de los que hablan. Me jugaría la vida y, además, toda su familia está de nuestro lado, así que no corremos ningún riesgo.
Comencé a sudar frío y comencé a decir que era tarde y que me esperaban en casa.
Gragnola me hizo a un lado y recitó un montón de bonitas palabras. Que era por la libertad; que era para salvar a ocho pobres desgraciados; que incluso los niños de mi edad pueden ser héroes; que, después de todo, había escalado el desfiladero muchas veces y esta vez no sería diferente de las otras, excepto que habría ocho cosacos bajando detrás de mí y tendría que tener cuidado de no perderlos; que, en cualquier caso, los alemanes estaban muy lejos, esperando al final del camino como idiotas sin saber dónde estaba el desfiladero; que vendría conmigo aunque estuviera enfermo, porque no se puede dar la espalda cuando el deber llama; que no íbamos a las once sino a las doce de la noche, cuando todos en mi casa ya estaban dormidos y yo podía escabullirme sin que nadie se diera cuenta, y al día siguiente me verían de vuelta en mi cama como si nada. Y así sucesivamente, hipnotizándome.
Finalmente dije que sí. Después de todo, fue una aventura de la que luego podría contar historias, una cosa partidista, un golpe diferente a cualquiera de los de Flash Gordon en los bosques de Arboria. A diferencia de cualquiera de los Tremal-Naik en la Selva Negra. Mejor que Tom Sawyer en la cueva misteriosa.
Pero, como tenía una buena cabeza sobre mis hombros, inmediatamente aclaré algunas cosas con Gragnola. Decía que, con ocho cosacos a cuestas, nos arriesgábamos a perderlos en el descenso, así que deberíamos conseguir una buena cuerda larga para atar a todos juntos, como hacen los alpinistas, y de esa manera cada uno podría seguir al siguiente incluso sin ver. adónde iba. Dije que no, que si estábamos atados así y el primer hombre caía, arrastraría a todos los demás con él. Lo que necesitábamos eran diez pedazos de cuerda: cada uno de nosotros se agarraría fuerte al extremo de la cuerda de la persona que estaba delante de nosotros y al extremo de la cuerda de la persona que estaba detrás de nosotros, y si sentíamos que uno de ellos se caía, soltaría inmediatamente nuestro fin, porque más valía que cayera uno que todos nosotros. —Eres listo —dijo Gragnola.
Le pregunté emocionado si iba a venir armado, y me dijo que no, en primer lugar porque nunca le haría daño a una mosca, pero también porque si había, Dios no lo quiera, un enfrentamiento, los cosacos iban armados, y, finalmente, en el caso de que tuviera la mala suerte de ser atrapado, es posible que no lo pusieran contra la pared de inmediato si estaba desarmado.
Fuimos y le dijimos al cura que estábamos de acuerdo y que para la una de la mañana tuviera listos los cosacos.
Fui a casa a cenar alrededor de las siete. La cita era a medianoche en la capillita de la Virgen, y me llevaría cuarenta y cinco minutos de caminata rápida llegar allí. "¿Tienes un reloj?" preguntó Gragnola. “No”, le dije, “pero a las once, cuando todos se acuesten, los espero en el comedor donde hay un reloj”.
Cena en casa con la mente en llamas, después de cenar un show de escuchar la radio y mirar mis sellos. A las once, la casa estaba inmersa en el silencio, y yo estaba en el comedor, a oscuras. De vez en cuando, encendía un fósforo para mirar el reloj. A las once y cuarto me escabullí y me dirigí a través de la niebla hacia la pequeña capilla de la Virgen.
Gragnola estaba allí y se quejó de que llegaba tarde. Me di cuenta de que estaba temblando. Yo no. Ahora estaba en mi elemento. Me entregó el extremo de una cuerda y comenzamos a trepar por el desfiladero.
Tenía el mapa en mi cabeza, pero Gragnola seguía diciendo: "Oh, Dios, me estoy cayendo". movía los pies como si siguiera la partitura de una pieza musical; así deben hacerlo los pianistas, con las manos, quiero decir, no con los pies, y no perdí un paso. Pero él, aunque me seguía, seguía tropezando. Y tosiendo. A menudo tenía que darme la vuelta y tirar de él de la mano. La niebla era espesa, pero a medio metro de distancia nos podíamos ver. Si tiraba de la cuerda, Gragnola saldría de los densos vapores, que parecían disiparse todos a la vez, y aparecía de repente ante mí, como Lázaro quitándose el sudario.
La subida duró una buena hora, pero eso fue lo normal. La única vez que le advertí a Gragnola que tuviera cuidado fue cuando llegamos a la roca. Si en lugar de rodearlo y retomar el camino, por error se desviara hacia la izquierda, sintiendo piedrecitas bajo los pies, acabaría en el barranco.
Llegamos a la cima, al boquete del muro, y San Martino era una sola masa invisible. Sigamos recto, le dije, calle abajo. Cuente al menos veinte pasos y estaremos en la puerta de la rectoría.
Llamamos a la puerta como habíamos acordado: tres golpes, una pausa, luego tres más. El cura vino a dejarnos entrar. Era de un color pálido polvoriento, como las clemátides de los caminos en verano. Los ocho cosacos estaban allí, armados como bandidos y asustados como niños. Gragnola habló con el que sabía italiano. Lo hablaba bastante bien, aunque con un acento raro, pero Gragnola, como se hace con los extranjeros, le hablaba en infinitivos.
“Ir delante de los amigos y seguirme a mí y al niño. Tú para decir a tus hombres lo que yo digo, y ellos para hacer lo que yo digo. ¿Entender?"
“Entiendo, entiendo. Estamos listos."
El cura, que estaba a punto de orinarse, abrió la puerta y nos dejó salir al callejón. Y en ese mismo momento oímos, desde el fondo del pueblo por donde entraba el camino, varias voces teutónicas y el aullido de un perro.
—Maldito sea todo al infierno —dijo Gragnola, y el sacerdote ni siquiera parpadeó. Los lacayos se han inventado aquí, tienen perros, ya los perros les importa un carajo la niebla: van por la nariz. ¿Qué diablos hacemos ahora?
El líder de los cosacos dijo: “Sé cómo lo hacen. Un perro cada cinco hombres. Vamos igual, tal vez nos encontremos con algunos sin perro”.
“ Rien ne va plus ”, dijo Gragnola el sabio. “Vamos despacio. Y disparamos solo si yo lo digo. Preparamos pañuelos o trapos, y otras cuerdas”. Luego me explicó: “Nos apresuraremos hasta el final del carril y nos detendremos en la esquina. Si no hay nadie allí, atravesaremos la pared y nos iremos. Si viene alguien y tiene perros, estamos jodidos. Si llega el caso, les disparamos a ellos ya los perros, pero depende de cuántos sean. Si en cambio no tienen perros, los dejamos pasar, nos acercamos por detrás, les amarramos las manos y les metemos trapos en la boca para que no griten”.
"¿Y luego dejarlos allí?"
"Sí claro. No, los llevamos con nosotros al desfiladero, no hay nada más que hacer”.
Rápidamente volvió a explicar todo eso al cosaco, quien lo repitió a sus hombres.
El sacerdote nos dio unos trapos y unos cordones de las vestiduras sagradas. “Anda, anda”, decía, “y que Dios te proteja”.
Bajamos por el carril. En la esquina, escuchamos voces alemanas que venían de la izquierda, pero no ladridos ni aullidos.
Nos apretamos contra la pared. Escuchamos a dos hombres acercándose, hablando entre ellos, probablemente maldiciendo el hecho de que no podían ver a dónde iban. “Solo dos”, explicó Gragnola con señas. "Déjalos pasar, luego sobre ellos".
Los dos alemanes, que habían sido enviados a peinar aquella zona mientras los demás llevaban a los perros por la plaza, iban casi de puntillas, con los fusiles apuntados, pero ni siquiera veían que había un camino por allí, así que pasaron. eso. Los cosacos se lanzaron sobre las dos sombras y demostraron que eran buenos en lo que hacían. En un santiamén, los dos hombres estaban en el suelo con trapos en la boca, cada uno sujetado por dos de esos endemoniados, mientras que un tercero les amarraba las manos a la espalda.
“Lo hicimos”, dijo Gragnola. “Ahora tú, Yambo, tira sus rifles por encima del muro, y tú, empuja a los alemanes detrás de nosotros, hacia donde vamos”.
Estaba aterrorizado, y ahora Gragnola se convirtió en el líder. Atravesar la pared fue fácil. Gragnola pasó las cuerdas. El problema era que, salvo el primero y el último de la fila, cada persona debía tener las dos manos ocupadas, una para la cuerda delantera y otra para la cuerda trasera. Pero si hay que empujar a dos alemanes atados, no se puede sujetar una cuerda, y durante los primeros diez pasos el grupo avanzó a empujones, hasta deslizarnos entre los primeros matorrales. En ese momento, Gragnola intentó reorganizar el sistema de cuerdas. Cada hombre que dirigía a un alemán ató su cuerda al cinturón del arma de su prisionero. Cada uno de los que iban detrás se agarraba al cuello del prisionero con la mano derecha, y con la izquierda se agarraba a la cuerda del hombre que estaba detrás de él. Pero, justo cuando nos disponíamos a partir de nuevo, uno de los alemanes tropezó y cayó sobre el guardia que tenía delante, llevándose consigo al de atrás, y la cadena se rompió. En voz baja, los cosacos sisearon lo que debían ser maldiciones en su idioma, pero tuvieron el buen sentido de hacerlo sin gritar.
Un alemán, después de la caída inicial, trató de levantarse y distanciarse del grupo. Dos cosacos comenzaron a andar a tientas tras él y podrían haberlo perdido, excepto que él tampoco sabía a dónde iba, y después de unos pocos pasos resbaló y cayó hacia adelante, y lo atraparon nuevamente. En la confusión, su casco se cayó. El líder de los cosacos dejó claro que no lo dejáramos allí, porque si venían los perros podrían seguir el rastro y nos localizarían. Solo entonces nos dimos cuenta de que el segundo alemán tenía la cabeza descubierta. —Malditos sean esos bastardos —murmuró Gragnola. “Se le cayó el casco cuando lo llevamos al callejón. ¡Si llegan allí con sus perros, tendrán el olor!”.
Nada por eso. Y, en efecto, solo habíamos avanzado unos metros cuando escuchamos voces desde arriba y perros ladrando. Han llegado al callejón, los animales han olfateado el casco y dicen que hemos venido por aquí. Mantén la calma y la tranquilidad. Primero, tienen que encontrar el hueco en la pared, y si no lo sabes no es fácil. En segundo lugar, tienen que bajar. Si sus perros son cautelosos y van despacio, ellos también irán despacio. Si los perros van rápido, no podrán mantener el ritmo y se caerán de culo. No te tienen a ti, Yambo. Ve tan rápido como puedas, vamos a movernos”.
"Lo intentaré, pero tengo miedo".
“No estás asustado, solo nervioso. Respira hondo y muévete”.
Estaba a punto de mearme, como el cura, pero al mismo tiempo sabía que todo dependía de mí. Tenía los dientes apretados, y en ese momento hubiera preferido ser Giraffone o Jojo que Romano el legionario; Horace Horsecollar o Clarabelle Cow que Mickey Mouse en House of Seven Haunts; Signor Pampurio en su apartamento que Flash Gordon en los pantanos de Arboria, pero cuando estás en la pista de baile no hay nada que hacer más que bailar. Empecé a bajar por el desfiladero lo más rápido que pude, repitiendo cada paso en mi mente.
Los dos prisioneros nos estaban retrasando; con los trapos en la boca les costaba respirar y hacían pausas cada minuto. Después de al menos quince minutos llegamos a la roca, y estaba tan seguro de dónde estaba que la toqué con mi mano extendida antes de que pudiera verla. Teníamos que estar juntos mientras lo rodeábamos, porque si alguien giraba a la derecha, llegaba a la cornisa y al barranco. Las voces sobre nosotros todavía se podían escuchar claramente, pero no estaba claro si era porque los alemanes gritaban más fuerte para incitar a sus reacios perros, o si habían pasado la pared y se estaban acercando.
Los dos prisioneros, al escuchar las voces de sus camaradas, trataron de zafarse, y cuando en realidad no caían, fingían caerse, tratando de rodar hacia un lado, sin miedo a lastimarse. Se habían dado cuenta de que no podíamos dispararles, por el ruido, y que dondequiera que acabaran los perros los encontrarían. Ya no tenían nada que perder y, como cualquiera que no tiene nada que perder, se habían vuelto peligrosos.
De repente, escuchamos fuego de ametralladora. Al no poder bajar, los alemanes habían decidido disparar. Pero tenían casi ciento ochenta grados del desfiladero frente a ellos y no tenían idea de en qué dirección habíamos ido, por lo que estaban disparando por todos lados. Además, no se habían dado cuenta de lo empinado que era el desfiladero y disparaban casi horizontalmente. Cuando dispararon en nuestra dirección, pudimos escuchar las balas silbando sobre nuestras cabezas.
“Vamos a movernos, vamos a movernos”, dijo Gragnola. “Todavía no nos atraparán”.
Pero los primeros alemanes deben haber comenzado a descender, haciéndose una idea de la pendiente del terreno, y los perros deben haber comenzado a dirigirse en una dirección más precisa. Ahora estaban disparando hacia abajo, y más o menos hacia nosotros. Escuchamos el murmullo de algunas balas entre los arbustos cercanos.
“Sin miedo”, dijo el cosaco. "Conozco al Reichweite de su Maschinen ".
“El alcance de esas ametralladoras”, ofreció Gragnola.
"Si, eso. Si no bajan más y vamos rápido, entonces las balas ya no nos alcanzarán. Tan rápido."
“Gragnola”, dije, con grandes lágrimas en los ojos, “puedo ir más rápido, pero el resto de ustedes no. No puedes arrastrar a estos dos con nosotros, no tiene sentido que yo corra como una cabra si nos siguen reteniendo. Dejémoslos aquí, o te juro que me voy solo.
“Si los dejamos aquí, se soltarán en un instante y llamarán a los demás”, dijo Gragnola.
“Los mato con la culata de la ametralladora, que no hace ruido”, siseó el cosaco.
La idea de matar a esos dos pobres hombres me dejó helado, pero recuperé la compostura cuando Gragnola gruñó: “No sirve de nada, maldita sea, aunque los dejemos aquí muertos, los perros los encontrarán, y los demás sabrán por dónde”. nos hemos ido Solo hay una cosa que hacer: hacer que caigan en otra dirección, así los perros irán en esa dirección y podríamos ganar diez minutos o incluso más. Yambo, aquí a la derecha, ¿no está ese camino falso que lleva a la quebrada? Bien, los empujaremos hacia abajo, dijiste que cualquiera que vaya por ese lado no notará la cornisa y se caerá fácilmente, entonces los perros llevarán a los alemanes al fondo. Antes de que puedan recuperarse de ese golpe, estamos en el valle. Una caída desde allí los matará, ¿verdad?
“No, no dije que una caída desde allí definitivamente los mataría. Te romperás los huesos, si no tienes suerte podrías golpearte la cabeza. . .”
“Maldito seas, ¿cómo es que dijiste una cosa y ahora estás diciendo otra? ¡Así que tal vez sus cuerdas se suelten mientras caen, y cuando se detengan todavía tendrán suficiente aliento para gritar y advertir a los demás que tengan cuidado!
“Entonces deben caer cuando ya están muertos”, comentó el cosaco, que sabía cómo funcionaban las cosas en este sucio mundo.
Estaba justo al lado de Gragnola y podía ver su rostro. Siempre había estado pálido, pero ahora estaba más pálido. Se quedó allí mirando hacia arriba, como si buscara inspiración en los cielos. En ese momento escuchamos un frr frrr de balas pasando cerca de nosotros a la altura de la cabeza de un hombre. Uno de los alemanes empujó su guardia y ambos cayeron al suelo, y el cosaco comenzó a quejarse porque el primero le estaba dando cabezazos en los dientes, jugándoselo todo y tratando de hacer ruido. Fue entonces cuando Gragnola tomó su decisión y dijo: “Son ellos o nosotros. Yambo, si voy a la derecha, ¿cuántos pasos antes de la cornisa?
“Diez pasos, diez de los míos, tal vez ocho para ti, pero si empujas tu pie delante de ti sentirás que comienza a alejarse, y desde ese punto hasta la cornisa son cuatro pasos. Para estar seguro, toma tres.
"Está bien", dijo Gragnola, volviéndose hacia el cosaco. “Iré hacia adelante, dos de ustedes empujan a estos dos sapos, agárrenlos fuerte por los hombros. Todos los demás se quedan aquí.
"¿Qué vas a hacer?" —pregunté, castañeteándome los dientes.
"Te callas. Esto es la guerra. Espera aquí con ellos. Es una orden."
Desaparecieron a la derecha de la roca, tragados por la niebla. Esperamos varios minutos, escuchamos el deslizamiento de piedras y varios golpes, luego reaparecieron Gragnola y los dos cosacos, sin los alemanes. “Vamos a movernos”, dijo Gragnola. “Ahora podemos ir más rápido”.
Puso una mano en mi brazo y pude sentirlo temblar. Ahora que estaba más cerca pude verlo de nuevo: vestía un suéter ceñido al cuello, y el estuche de lancetas colgaba sobre su pecho, como si se lo hubiera sacado. "¿Qué hiciste con ellos?" pregunté, llorando.
“No lo pienses, fue lo correcto. Los perros olerán la sangre y ahí es donde llevarán a los demás. Estamos a salvo, vámonos.
Y cuando vio que se me salían los ojos de las órbitas: “Eran ellos o nosotros. Dos en lugar de diez. Es guerra. Vamos."
Después de casi media hora, durante la cual seguimos escuchando gritos de enojo y ladridos desde arriba, pero sin venir hacia nosotros, sino alejándonos, llegamos al fondo del desfiladero y al camino. La camioneta de Gigio esperaba cerca, en el grupo de árboles. Gragnola cargó a los cosacos en él. “Voy a ir con ellos, para asegurarme de que lleguen a los Badogliani”, dijo. Estaba tratando de no mirarme, tenía prisa por verme partir. “Ve de aquí, vuelve a casa. Has sido fuerte. Te mereces una medalla. Y no pienses en el resto. Cumpliste con tu deber. Si alguien es culpable de algo, soy solo yo”.
Regresé a casa sudando, a pesar del frío, y exhausto. Tal vez tenía fiebre. Tengo que confesar, tengo que confesar , me repetía.
La mañana siguiente fue peor. Tenía que levantarme más o menos a la hora habitual y mamá no entendía por qué estaba tan despistado. Varias horas después, Gigio apareció en nuestra casa. Le hice señas para que me encontrara en la viña. No podía ocultarme nada.
Gragnola había escoltado a los cosacos hasta los Badogliani, luego regresó, con Gigio y el camión, a Solara. Los Badogliani les habían dicho que no debían andar desarmados de noche: se habían enterado de que un destacamento de las Brigadas Negras había ido a Solara para ayudar a sus compañeros. Le dieron a Gragnola un mosquete.
El viaje hacia y desde el cruce de Vignoletta tomó un total de tres horas. Devolvieron la camioneta a la finca de Bercelli y luego se pusieron a caminar por el camino a Solara. Después de tanta tensión, estaban tratando de animarse mutuamente, dándose palmadas en la espalda, haciendo ruido. Y así no se dieron cuenta de que los hombres de las Brigadas Negras estaban agazapados en una zanja, y los atraparon a apenas dos kilómetros del pueblo. Tenían armas encima cuando se los llevaron y no podían explicarlo. Los arrojaron a la parte trasera de una camioneta. Solo había cinco de los fascistas, dos en la parte delantera, dos en la parte trasera frente a ellos y uno de pie en el estribo delantero, para ayudar a ver mejor en la niebla.
Los fascistas no se habían molestado en atarlos, ya que los dos que los custodiaban estaban sentados con metralletas en el regazo, y Gigio y Gragnola habían sido arrojados al suelo como sacos. En cierto momento, Gigio escuchó un ruido extraño, como si se rasgara una tela, y sintió que un líquido viscoso le rociaba la cara. Uno de los fascistas escuchó un grito ahogado, encendió una linterna y allí estaba Gragnola, con la lanceta en la mano, con la garganta cortada. Los dos fascistas empezaron a maldecir, detuvieron la furgoneta y, con la ayuda de Gigio, arrastraron a Gragnola a un lado de la carretera. Ya estaba muerto, o casi, derramando sangre por todas partes. Los otros tres habían venido también, y todos se culpaban unos a otros, diciendo que él no podía croar así porque el comando necesitaba hacerlo hablar, y los arrestarían a todos por haber sido tan estúpidos, al no atarlo. Los prisioneros.
Mientras gritaban sobre el cuerpo de Gragnola, se olvidaron por un momento de Gigio y él, en la confusión, pensó: Ahora o nunca. Echó a correr a través de la zanja, sabiendo que había una pendiente empinada más allá. Hicieron algunos disparos, pero ya había rodado hasta el fondo de la zanja como una avalancha, y luego se escondió entre unos árboles. En esa niebla, habría sido una aguja en un pajar, y los fascistas no estaban demasiado interesados en hacer un gran escándalo, porque para entonces era obvio que tenían que esconder el cuerpo de Gragnola y volver a su comando. fingiendo que no se habían llevado a nadie esa noche, para evitar problemas con sus líderes.
Esa mañana, después de que las Brigadas Negras partieran para reunirse con los alemanes, Gigio había llevado a algunos amigos al lugar de la tragedia y, después de buscar en las zanjas durante un rato, encontraron Gragnola. El cura de Solara no quiso dejar el cadáver en la iglesia, porque Gragnola había sido anarquista y ya se sabía que también se había suicidado, pero don Cognasso dijo que lo llevaran a la iglesita del Oratorio, ya que el El Señor conocía las reglas apropiadas mejor que sus sacerdotes.
Gragnola estaba muerta. Había salvado a los cosacos, me recuperó a salvo y luego murió. Sabía perfectamente cómo había sucedido, lo había predicho demasiadas veces. Era un cobarde y temía que si lo torturaban hablaría, diría nombres, enviaría a sus compañeros al matadero. Por ellos había muerto. Así, sffft , como estaba seguro que había hecho con los dos alemanes, una especie de justicia poética dantesca, tal vez. La valiente muerte de un cobarde. Había pagado por el único acto violento de su vida, y en el proceso se purgó de ese remordimiento que llevaba dentro y que sin duda habría encontrado insoportable. Los había jodido a todos: fascistas, alemanes y Dios, de un solo golpe. Sffft .
Incluso en mis recuerdos, la niebla se está disipando. Veo ahora a los guerrilleros entrar triunfantes en Solara, y el 25 de abril llega la noticia de la liberación de Milán. La gente pulula por las calles, los partisanos disparan al aire, llegan encaramados en los guardabarros de sus camionetas. Unos días más tarde, veo a un soldado, vestido de verde oliva, que sube en bicicleta por el camino entre las hileras de castaños de indias. Me hace saber que es brasileño y luego se va felizmente a explorar su exótico entorno. ¿Había también brasileños con los estadounidenses y los británicos? Nunca nadie me había dicho eso. Drôle de guerre.
Llega la noticia de la rendición alemana. Hitler está muerto. La guerra se acabó. En Solara hay una gran fiesta en las calles, la gente se abraza, algunos bailan al son de un acordeón.
Salgo de la tragedia, en medio de una multitud de gente radiante, con las imágenes de los dos alemanes cayendo al barranco y de Gragnola, virgen y mártir, por miedo, por amor y por despecho.
Me falta valor para ir a don Cognasso y confesarme. . . y, además, ¿confesar qué? ¿Algo que no hice, ni siquiera vi, sino que solo adiviné? Al no tener nada por lo que pedir perdón, ni siquiera puedo ser perdonado. Es suficiente para hacer que una persona se sienta condenada para siempre.
( Traducido, del italiano, por Geoffrey Brock. )
“Cómo escribir una tesis”, de Umberto Eco, apareció por primera vez en las estanterías italianas en 1977. Para Eco, el filósofo y novelista juguetón mejor conocido por su trabajo sobre semiótica, había una razón práctica para escribirlo. Hasta 1999, se requería una tesis de investigación original de cada estudiante que buscaba el equivalente italiano de una licenciatura. Recopilar sus pensamientos sobre el proceso de tesis le ahorraría la molestia de recitar el mismo consejo a los estudiantes cada año. Desde su publicación, “Cómo escribir una tesis” ha pasado por veintitrés ediciones en Italia y ha sido traducido a por lo menos diecisiete idiomas. Su primera edición en inglés solo está disponible ahora, en una traducción de Caterina Mongiat Farina y Geoff Farina.
En el mundo de habla inglesa hemos sobrevivido treinta y siete años sin “Cómo escribir una tesis”. ¿Por qué molestarse con eso ahora? Después de todo, Eco escribió su manual de redacción de tesis antes de la llegada del procesamiento de textos generalizado e Internet. Hay largos pasajes dedicados a tecnologías pintorescas como tarjetas de notas y libretas de direcciones, estrategias cuidadosas sobre cómo superar las limitaciones de su biblioteca local. Pero el atractivo perdurable del libro, la razón por la que podría interesar a alguien cuya vida ya no exige escribir nada más largo que un correo electrónico, tiene poco que ver con los rigores de los requisitos de honores de los estudiantes universitarios. En cambio, se trata de lo que, en el libro rapsódico y a menudo divertido de Eco, representa la tesis: un proceso mágico de autorrealización, una especie de compromiso cuidadoso y curioso con el mundo que no tiene por qué terminar a los veinte años. “Tu tesis, Eco, vaticina, “es como tu primer amor: será difícil de olvidar”. Al dominar las demandas y los protocolos de la vieja tesis anticuada, Eco demuestra apasionadamente, nos equipamos para un mundo fuera de nosotros mismos: un mundo de ideas, filosofías y debates.
La carrera de Eco se ha definido por el deseo de compartir las preocupaciones enrarecidas de la academia con un público lector más amplio. Escribió una novela que promulgó la teoría literaria ("El nombre de la rosa") y un libro para niños sobre átomos que se oponen concienzudamente a su destino como máquinas de guerra ("La bomba y el general"). “Cómo escribir una tesis” nace del deseo de dar a cualquier estudiante con el deseo y el respeto por el proceso las herramientas para producir un escrito riguroso y significativo. “Una sociedad más justa”, escribe Eco al comienzo del libro, sería aquella en la que cualquier persona con “verdaderas aspiraciones” sería apoyada por el estado, independientemente de su origen o recursos. Nuestra sociedad no funciona exactamente de esa manera. Son los estudiantes privilegiados, los beneficiarios de la mejor formación disponible,
Eco guía a los estudiantes a través del oficio y las recompensas de la investigación sostenida, los matices del bosquejo, los diferentes sistemas para cotejar las notas de investigación, qué hacer si, según la invocación de tesis como primer amor de Eco, temes que alguien haya hecho todos estos movimientos. antes de. Hay estrategias amplias para diseñar el “centro” y la “periferia” del proyecto, así como apartes filosóficos sobre la originalidad y la atribución. “Trabajar un autor contemporáneo como si fuera antiguo, y uno antiguo como si fuera contemporáneo”, aconseja sabiamente Eco. “Te divertirás más y escribirás una mejor tesis”. Otras sugerencias pueden parecer anacrónicas al estudiante moderno, como la novedosa idea de usar una libreta de direcciones para llevar un registro de las fuentes.
Pero también hay enfoques anticuados que parecen más útiles que nunca: recomienda, por ejemplo, un sistema de fichas clasificables para explorar las posibles trayectorias de un proyecto. Momentos como estos hacen que “Cómo escribir una tesis” se sienta como un manual de instrucciones para encontrar el centro de uno mismo en una era vertiginosa de sobrecarga de información. Consideremos la advertencia de Eco contra “la coartada de las fotocopias”: “Un estudiante hace cientos de páginas de fotocopias y se las lleva a casa, y el trabajo manual que ejerce al hacerlo le da la impresión de que posee la obra. Poseer las fotocopias exime al estudiante de leerlas. Esta especie de vértigo de la acumulación, un neocapitalismo de la información, les pasa a muchos”. Muchos de nosotros sufrimos una versión acelerada de esto hoy en día, ya que marcamos enlaces o guardamos artículos en Instapaper sin esfuerzo. satisfechos con nuestra aspiración de acumular toda esta nueva información, inseguros de si alguna vez llegaremos a lidiar con ella. (La solución no del todo útil de Eco: lea todo lo antes posible).
VIDEO DE THE NEW YORKER
Crucigramas con un lado del socialismo milenario
Pero el aspecto más atractivo del libro de Eco es la forma en que imagina la comunidad que resulta de cualquier esfuerzo intelectual honesto: las conversaciones en las que se entra a través del tiempo y el espacio, a través de la edad o la jerarquía, en el espíritu de una conversación democrática y fluida. Él advierte a los estudiantes que no se pierdan en una madriguera de conejo narcisista: no eres un "genio defraudado" simplemente porque alguien más se ha topado con el mismo conjunto de preguntas de investigación. “Debes superar cualquier timidez y tener una conversación con el bibliotecario”, escribe, “porque él puede ofrecerte consejos confiables que te ahorrarán mucho tiempo. Debes considerar que el bibliotecario (si no está sobrecargado de trabajo o neurótico) es feliz cuando puede demostrar dos cosas: la calidad de su memoria y erudición y la riqueza de su biblioteca, especialmente si es pequeña.
Eco captura un conjunto básico de experiencias y ansiedades familiares para cualquiera que haya escrito una tesis, desde encontrar un mentor ("Cómo evitar ser explotado por su asesor") hasta luchar contra episodios de duda. En última instancia, es el proceso y la lucha lo que hace de una tesis una experiencia formativa. Cuando todo lo demás que aprendiste en la universidad queda abandonado en el pasado, cuando te encuentras con un viejo cuaderno y te preguntas a qué dedicaste todo tu tiempo, ya que no recuerdas nada de un seminario de posmodernismo de último año, es la tesis que permanece. , proporcionando la base académica dominada una vez que continúa autorizando, décadas más tarde, observaciones de bar sobre los trabajos finales de la carrera de William Faulker o el efecto Hotelling. (Divulgación completa: dudo que alguien en la Tierra pueda rivalizar con mi dominio de White Man's Burden de John Travolta,
En su prólogo al libro de Eco, el erudito Francesco Erspamer sostiene que “Cómo escribir una tesis” continúa resonando entre los lectores porque llega a “la esencia misma de las humanidades”. Ciertamente hay razones para creer que la crisis actual de las humanidades se debe en parte al mal trabajo que hacen para explicarse y justificarse. A medida que los críticos continúan atacando el costo prohibitivo y la posible inutilidad de la universidad, y en un momento en que todo lo que toma más de unos minutos para hojear se llama "lectura larga", es comprensible que dedicar una pequeña parte de los juguetones años veinte a escribir un La tesis puede parecer una pérdida de tiempo, extravagantemente pintoresca, tal vez incluso egoísta. Y, a medida que la educación superior continúa cediendo a la lógica del consumo y las habilidades comercializables, los lugares comunes sobre la búsqueda del conocimiento por sí mismo pueden parecer ciertamente plátanos. Incluso desde la perspectiva de la burocracia universitaria, la tesis es útil principalmente como otro modo de evaluación, un punto de referencia del rendimiento de los estudiantes que es legible y cuantificable. También es un excelente recordatorio de despedida para los padres de que su hijo mayor aprendió y logró algo.
Pero "Cómo escribir una tesis" es, en última instancia, mucho más que las actividades ociosas de los estudiantes universitarios. Manuales de escritura e investigación como “The Elements of Style”, “The Craft of Research” y Turabian ofrecen una visión de lo mejor de nosotros mismos. Son exigentes y exhaustivos, llenos de protocolos y estándares que pueden parecer pretenciosos, incluso extraños. El reconocimiento de estas reglas, diría Eco, permite a la persona promedio entrar en un verdadero universo de discusión y discusión. “Cómo escribir una tesis”, entonces, no se trata solo de cumplir con un requisito de grado. También se trata de comprometerse con la diferencia e intentar un proyecto que parece imposible, contando humildemente con "el conocimiento de que cualquiera puede enseñarnos algo". Modela una especie de autorrealización, una creencia en la integridad de la propia voz.
Una tesis representa una inversión con un retorno incierto, principalmente porque sus aspectos que cambian la vida tienen que ver con el proceso. Tal vez sea la última vez que se tomen en serio tus ideas más descabelladas. Todo el mundo merece sentirse así. Esto es especialmente cierto dadas las historias de muchos campus universitarios sobre el número comparativamente más bajo de mujeres, estudiantes de primera generación y estudiantes de color que realizan trabajos de tesis opcionales. Para estos estudiantes, parte del desafío consiste en tomarse a sí mismos lo suficientemente en serio como para pedir un tipo de tutoría desconocida y potencialmente transformadora.
Vale la pena reflexionar sobre la evocación de Eco de una “sociedad justa”. Incluso podríamos pensar en la tesis, como la concibe Eco, como una versión formal de la apertura mental, el cuidado, el rigor y el entusiasmo con los que debemos recibir cada nuevo día. Se trata de comprometerse en una tarea que parece grande e imposible. Al final, no recordarás mucho más allá de esas últimas noches en vela, la torpe broma interna que ensucia una página de agradecimientos que solo cuatro seres humanos leerán alguna vez, la fotografía incómoda con tu asesor en la graduación. Todo lo que queda puede ser la sensación de entregar su tesis a alguien en la oficina del departamento y luego caminar hacia una tarde rica en posibilidades, casi de verano. Será difícil de olvidar.
Listado de sus obras:
Novelas
- El Nombre de la Rosa (1980)
- El Péndulo de Foucault (1988)
- La Isla del Día de Antes (1994)
- Baudolino (2000)
- La misteriosa llama de la Reina Loana (2004)
- El cementerio de Praga (2010)
Otros Trabajos
- El problema estético en Santo Tomás (1956)
- Arte y belleza en la estética medieval (1959)
- Obra abierta (1962)
- Diario mínimo (1963)
- Apocalípticos e Integrados (1964)
- Las poéticas de Joyce (1965)
- Apuntes para una semiología de las comunicaciones visuales (1967)
- La definición del arte (1968)
- La estructura ausente (1968)
- Socialismo y consolación (1970)
- Las formas del contenido (1971)
- Signo (1971)
- Las costumbres de casa (1973)
- El beato de Liébana (1973)
- Sociología contra psicoanálisis (1974)
- Tratado de semiótica general (1975)
- El superhombre de masas (1976)
- Desde la periferia del imperio (1977)
- Cómo se hace una tesis, técnicas y procedimientos de investigación, estudio y escritura (1977)
- Lector in fabula (1979)
- Función y signo: la semiótica de la arquitectura (1980)
- De Bibliotheca (1981)
- Siete años de deseo (1983)
- Semiótica y filosofía del lenguaje (1984)
- De los espejos y otros ensayos (1985)
- Ensayos sobre "El nombre de la rosa" (1987)
- El signo de los tres (1989)
- El extraño caso de la Hanau 1609 (1990)
- Los límites de la interpretación (1990)
- El segundo diario mínimo (1992)
- La búsqueda de la lengua perfecta (1993)
- Seis paseos por los bosques narrativos (1994)
- ¿En qué creen los que no creen? (1996)
- Kant y el ornitorrinco (1997)
- Cinco escritos morales (1997)
- La estrategia de la ilusión (1999)
- La bustina de Minerva (2000)
- Apostillas a "El nombre de la rosa" y traducción de los textos latinos (2000)
- El redescubrimiento de América (2002)
- Sobre literatura (2005)
- La historia de la belleza (2005)
- La historia de la fealdad (2007)
- A paso de cangrejo (2006)
- Decir casi lo mismo (2008)
- El vértigo de las listas (2009)
- Cultura y semiótica (2009)
- La nueva Edad Media (2010)
- Con Carrière, Jean Claude, Nadie acabará con los libros (2010)
- Confesiones de un joven novelista (2011)
- Construir al enemigo (2013)
- Historia de las tierras y los lugares legendarios (2013)
- Con Carrière, Jean Claude, Nadie acabará con los libros (2010)
- Contra el fascismo, Lumen (2018) (incluye Los 14 síntomas del fascismo eterno)
Libro póstumo
- De la estupidez a la locura (2016)
La biblioteca de Umberto Eco
En los últimos años de su vida Umberto Eco gustaba de brindar entrevistas al interior de su departamento de Milán que había adquirido a principios de los años noventa, más precisamente en su biblioteca que a menudo aparece en fotos y videos que circulan profusamente en Internet. Es muy popular un fragmento del video de una entrevista en el que se ve a Eco caminando por los pasadizos y cuartos donde se ubicaban los estantes blancos atiborrados de libros en su biblioteca milanesa[i].
Durante estas entrevistas y principalmente en el libro Nadie acabará con los libros (Barcelona, Lumen, 2010), Eco brindó varias pistas sobre su colección de libros, su contenido, organización y cuidados. En las siguientes líneas todas las páginas consignadas entre paréntesis remiten a esta obra, en tanto que las citas a otras fuentes se ubican al final de este recuento, elaborado como un pequeño homenaje a poco más de haberse cumplido dos años del fallecimiento de este sabio italiano.
“Bibliotheca semiológica curiosa lunática mágica et neumática”
Eco la llamaba Bibliotheca semiológica, curiosa, lunática, mágica et neumática[ii], porque versaba sobre el saber culto y el saber falso (p. 112). En otras palabras, coleccionaba “todo lo que tiene que ver con la ciencia falsa, estrafalaria, oculta, y con las lenguas imaginarias”. A Eco le fascinaba “el error, la mala fe y la estupidez” (p.115). Además sentía atracción por los libros “con anotaciones de desconocidos”.
Una copiosa biblioteca en dos locales separados
En 2002 Eco afirmaba que había realizado un conteo que había arrojado un total de 30,000 volúmenes en su biblioteca de Milán, cantidad que por exigencia propia no debía ser sobrepasada realizando por ello una selección cada seis meses a fin de determinar los libros que podían ser trasladados a su casa de campo de Monte Cerignone[iii] cerca de Rímini, situada a más de 300 km de distancia de Milán y que en otro tiempo había sido un establecimiento jesuita. En mayo de 2015 Eco calculaba tener 35,000 libros en su casa de Milán[iv] y 20,000 en Monte Cerignone. Eco bromeaba sobre su biblioteca en Milán: “si la robaran necesitarán dos noches para guardar todos los libros y un camión para transportarlos” (p. 261).
Las adquisiciones
Eco establecía diferencias entre su biblioteca personal y su colección de libros antiguos. Los más de 50,000 libros (la biblioteca personal) eran en su mayoría modernos, comprados a lo largo de los años y también obsequiados. Su colección de libros antiguos sumaban unos 1200 títulos, todos seleccionados y adquiridos por Eco (p. 257) presumiblemente “después de los cincuenta años” (p. 261) cuando la mejora ostensible de sus ingresos por el éxito literario alcanzado le permite convertirse en un “verdadero bibliófilo” según sus propias palabras. Aunque no lo precisa, es de suponerse que en el grupo de libros antiguos se incluye a la veintena o treintena de incunables de su propiedad.
La distribución de los espacios
En Milán su biblioteca se encontraba repartida a la manera de un pequeño laberinto de estantería de diversas dimensiones que en varios sectores llegaba hasta el techo, y escaleras corredizas adosadas a ella. En Monte Cerignone por lo que se puede apreciar en algunos videos la estantería era de ángulos ranurados en el depósito principal, habiendo también libros distribuidos en otros ambientes colocados en estantes de diversa manufactura.
Organización
Además de los libros propios de su especialidad y sobre la Edad Media, la biblioteca constaba principalmente de las siguientes grandes áreas:
- Narrativa
- Libros raros o antiguos (exhibidos en grandes vitrinas)
- Libros escritos por él y sus traducciones a varios idiomas
- Libros escritos sobre él
- Libros para regalar y cajas por todas partes
- Una sección de “idiotas”
- Fotos del autor con varios personajes
También separó “las obras de ficción, la literatura, los ensayos teóricos, las obras de filosofía, de lingüística, de historia, de sociología, estableció en el sentido de cada sección, un orden cronológico y, para un mismo periodo, se fijó una clasificación alfabética”[v]. En Milán, el lado derecho de cada balda ostentaba un pequeño rótulo que identificaba la materia de los libros que contenía[vi].
Incunables
Eco declaraba tener “unos 30 incunables” (p. 112), algunos de los cuales son:
- Peregrinatio in terram sanctam, de Bernhard von Breydenbach. Speier, Peter Drach, 29 julio 1490.
- Hypnerotomachia Poliphili (1499). Probablemente impreso por Aldo Manuzio
- Crónica de Nuremberg
- Arbor vitae crucifixae de Ubertino da Casale
- Malleus maleficarum de Jacobus Sprenger y Henricus Institoris (1492). Encuadernado por Moisés Cornudo, un judío que trabajaba para los cistercienses y que firma con un Moisés con cuernos (p. 101)
- De civitate dei cum commento de San Agustín (1490)
- Cinco incunables encuadernados juntos en un volumen
Otros libros
- Primera edición del Ulises de Joyce en inglés
- Otra no especificada autografiada por el mismo Joyce
- Un Marinetti
- La filosofia nel Medioevo. Dalle origini patristiche alla fine del XIV secolo de Étienne Gilson (de los 50 del siglo XX, cuyas páginas se encuentran friables, aunque con un valor especial por tener anotaciones propias de la época de licenciatura de Eco)
- Un Paracelso
- De Laudibus sanctae Crucis de Raban Maur (1503)
- Monstrorum Historia por Ulisse Aldrovandi (1672)
- Corpus hermeticum por Marsilio Ficino (Eco no precisa el año de edición)
- Monumenta germania historicae
- Un Ptolomeo
- Todas las obras de Atanasius Kircher excepto Ars Magnesia. Se menciona especialmente a Turris Babel, sive Archontologia (1679) y Musurgia universalis (1650)
- Robert Fludd
- Obras de Gaspar Schott, jesuita alemán discípulo de Kircher
- De harmonia mundi de Francesco Giorgi (1525)
- Offenbarung göttlicher mayestat de Aloysius Gutman
- Dos Aristóteles del siglo XVI
- Dos mnemotecnias en español del siglo XVIII
- Una colección de obras donde se confirma o niega la autenticidad de Shakespeare
- El Mahabharata, tres ediciones en tres lenguas diferentes
- Commentarii in libros sex Pedacii Discoridis de Pietro Andrea Mattioli (probablemente una edición de 1560 o 1565)
- Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand (1897)
- Un diccionario de italianos contemporáneos
- Grabados sueltos, entre ellos uno a color de Coronelli.
- Le avventure di Pinocchio de Collodi, con las ilustraciones de Mussino (1911)
- Los novios (I promessi sposi) de Alessandro Manzoni (1827)
- La catedral de Joris-Karl Huysmans (1898), con dedicatoria del autor
- Sylvie de Gérard de Nerval publicada en la Revue de deux Mondes (1853)
- Crusader Castles de Lawrence de Arabia
También conservaba varios catálogos de libreros anticuarios.
Especial estima tenía Eco por las novelas de folletín e historietas: Fantomas, Rocambole, etc. También se menciona a La muerte de Venecia de Mauricio Barres, La Atlántida de Pierre Benoit, Tartarín de Tarascón de Alfonso Daudet; Rôtisserie de la reine Pédauque, Jocaste et le chat maigre de Anatole France; La novela de un espahí de Pierre Loti, Afrodita, Las canciones de Bilitis, La mujer y el payaso de Pierre Louÿs, Pel di Carota de Jules Renard. Hasta pornografía: Eco confesaba tener en su casa de campo “tres o cuatro cajas de Penthouse y de Playboy”[vii].
La antibiblioteca
La biblioteca de Umberto Eco inspiró al escritor Nassim Nicholas Taleb la idea de la antibiblioteca en su obra The black swan: the impact of the highly improbable, que puede definirse como el conjunto de libros que no hemos podido leer, muchos más numerosos que los ya leídos, pero que se encuentran físicamente allí listos para ampliar nuestros conocimientos. Los libros no leídos, por el potencial que encierran para la investigación, deberían ser más valorados que los leídos, lo que no ocurre en las bibliotecas particulares donde generalmente se valora la cantidad de libros leídos por su propietario como medida de sus propios conocimientos[viii].
De allí la sempiterna pregunta: ¿Ha leído todos sus libros? A lo que Eco contestaba: “No, estos son los que tengo reservados para leerlos al final del mes. Los otros los tengo en mi despacho”.
Verdaderamente su experiencia como lector y profesor universitario le ayudaba a tener una idea cabal del contenido de un libro con sólo ojear sus primeras páginas, entendida como una suerte de “lectura superficial” que no debía ser confundida con la “lectura rápida” a la que aludía humorísticamente Woody Allen en una célebre frase suya: ““He hecho un curso de lectura veloz y he leído La guerra y la paz en veinte minutos. Habla de Rusia”[ix].
Sin catálogo
Carecía de catálogo, aunque trataba de agruparlos por materias: “un día a mi secretaria se le ocurrió hacer un catálogo de mis libros para registrar su ubicación. Le dije que lo dejara. Si estoy escribiendo un libro sobre La lengua perfecta, consideraré mi biblioteca en función de ello, la colocaré en consecuencia. ¿Qué libros pueden ayudarme mejor sobre este argumento? Cuando termine, algunos volverán al estante de lingüística, otros al de libros de estética, mientras que otros estarán implicados ya en una nueva investigación” (pp. 243-244). Para localizar sus libros Eco tenía que recordar dónde se encontraban éstos, la “navegación de memoria” de la biblioteca que le permitía “ir a buen puerto, pero también perderse y dejarse llevar”[x].
Miedo al incendio
Según sus propias declaraciones pagaba una crecida suma por seguro contra incendio (p. 262), en parte impresionado por el incesante trajín de un bombero vecino suyo que atendía emergencias a todas horas.
Si tenía algo que salvar en caso se produjera un siniestro, Eco había manifestado que salvaría su disco duro externo de 250 Gb “que contiene todos mis escritos de los últimos 30 años”, “algunos de los libros antiguos más queridos y el incunable Peregrinatio in terram sancta por sus ilustraciones plegadas (p. 42)
Los “libros de su vida”
Eco declaró que no existía un libro especial que hubiera marcado su vida. “Yo tengo cientos de ‘libros de mi vida’: los de mis diez años, los de los veinte, los de los cuarenta…y sí podría seguir indefinidamente. Todos esos libros son para mí fundamentales”[xi].
“Descarte” de libros
En vista del crecimiento incesante de su colección, Eco solía regalar libros a sus visitantes o a sus estudiantes. En una ocasión regaló las traducciones de sus obras literarias en albanés y en croata a las cárceles italianas (p. 258).
Qué faltaba en su biblioteca
Además del Ars magnesia de Kircher (1631), a Eco le hubiera gustado tener un ejemplar de la Biblia de Gutenberg y las veinte tragedias perdidas de las que Aristóteles habla en su Poética (p. 133).
La persistencia de la biblioteca frente a lo virtual
Eco manifestó en varias ocasiones que los nuevos medios digitales coexistirían con el libro. El mismo disfrutaba de los beneficios de la tecnología. Pero también mantenía inquebrantable su fe en el impreso. En una entrevista contó cómo había perdido una memoria USB o pendrive que felizmente pudo volver a encontrar. “Es facilísimo perder este pendrive, pero es muy difícil perder toda una biblioteca. El libro da una garantía de supervivencia. Puede bastar un gran apagón para destruir toda mi biblioteca electrónica. Pero yo colecciono libros antiguos. Aquí hay libros de quinientos años, que parecen impresos ayer, de una frescura. Esa es la ventaja del libro, da una mayor garantía de supervivencia. Naturalmente es menos transportable”[xii]. No obstante, Eco había experimentado en carne propia el problema de la acidificación de libros: “Desde 1870 en que se empezó a elaborar el papel elaborado con pulpa de madera en lugar del papel de trapo, se dice que los libros tienen una vida media de 70 años. Pero los Gallimard de los años 50 han tenido una vida media de treinta años. Tengo ejemplares de éstos que no puedo tomarlos en la mano porque caen en migajas”. Las alternativas que por entonces (años 90) brindaba la tecnología en su opinión no eran satisfactorias, pero confiaba que en un futuro se hubiera alcanzado una solución óptima. “Yo no puedo imaginar la manera por la que se puedan escanear ocho o diez millones de volúmenes de una biblioteca, pero, si se han construido las pirámides, seremos capaces de ello”[xiii].
Su biblioteca post mortem
Consciente del paso de los años, Eco reflexionaba sobre el destino ulterior de su biblioteca: “No quisiera que se dispersara. Mi familia podría donarla a una biblioteca pública o venderla en una subasta. En este caso debería venderse, completa, a una universidad. Esto es lo único que me interesa” (p. 256). Haciendo gala de su humor, Eco incluso especulaba que su colección terminaría en China por la abundancia de citas que hacían de sus trabajos en las investigaciones producidas en ese país. De este modo, los investigadores chinos que “quisieran entender toda la locura de occidente” tendrían un recurso a la mano a través de la consulta de su biblioteca.
[i] Ferrario, Davide. Umberto Eco, Sulla memoria. Una conversazione in tre parti, 2015 [Video disponible en Youtube].
[ii] Eco, Umberto. Construir al enemigo. Barcelona, Lumen, 2012. Disponible en parte por Google Books.
[iii] Maggiori, Robert. Biblioteco. [En línea]. Disponible en: http://next.liberation.fr/livres/2002/03/21/biblioteco_397764. Una traducción al español renombrada como Un paseo por la biblioteca de Umberto Eco disponible en: http://www.cronica.com.mx/notas/2002/10805.html. Tambien en: http://bibliotecapersonalfagf.blogspot.pe/2015/03/198-comentarios-y-frases-de-umberto.html
[iv] Vorm, Tonny. Umberto Eco Interview: I Was Always Narrating. Mayo de 2015. [Video disponible en Youtube]
[v] Maggiori, Robert. Biblioteco.
[vi] Wehn-Damisch, Teri. Umberto Eco – Derrière les portes. [Video disponible en Youtube].
[vii] Maggiori, Robert. Biblioteco.
[viii] Gamero, Alejandro. La antibiblioteca: para qué sirve acumular en nuestra biblioteca libros que no vamos a leer. [En línea]. Disponible en: http://lapiedradesisifo.com/2016/02/18/la-antibiblioteca-para-que-sirve-acumular-en-nuestra-biblioteca-libros-que-no-vamos-a-leer/
[ix] Vorm, Tonny. Umberto Eco Interview: I Was Always Narrating.
[x] Maggiori, Robert. Biblioteco.
[xi] Abdala, Verónica. “En muy poco tiempo sólo los ricos leerán”. UmbertoEco cree que en el siglo XXI los pobres serán los “homo videns”. [En línea]. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/1998/98-10/98-10-30/pag24.htm
[xii] Mazzei, Diego. El gran professore. En: La Nación (Argentina). 21 de octubre de 2012. [En línea]. Disponible en: https://www.lanacion.com.ar/1519155-el-gran-professore
[xiii] Salaberría, Ramón. El santo Eco de las bibliotecas. En: Educación y biblioteca. N° 84, 1997. [En línea]. Disponible en: https://gredos.usal.es/jspui/bitstream/10366/113424/1/EB09_N084_P7
Umberto Eco
Bibliografia / Bibliography
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Arman, di Danielle Londei e Umberto Eco, 1992, 22 p., ill., Lit. 40.000, Essegi
Arte e bellezza nell'estetica medievale, 4 ed., 1997,232 p., Lit. 22.000, "Strumenti Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-3146-1)
Arte e bellezza nell'estetica medioevale, 1987, 228 p., Lit. 20000, "Strumenti Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-0287-9)
Baj. Il giardino delle delizie di Umberto Eco - Donald Kuspit - Jean Baudrillard, Lit. 50.000, "Cataloghi d'arte Fabbri", Fabbri
Beato de Libana. Miniaturas del 'Beato' de Fernando I y Sancha, di Umberto Eco - Vasquez de Parga L. Iglesias, tr. di De Tena B. L., 1983,176 p., ill., Lit. 600000, "I segni dell'uomo", FMR (ISBN: 88-216-6012-5)
Beato de Libana. Miniaturas del 'Beato' de Fernando I y Sancha, di Umberto Eco - Vasquez de Parga L. Iglesias, tr. di De Tena B. L., ill., Lit. 360.000, "I segni dell'uomo", FMR
Beato de Libana. Miniaturas del 'Beato' de Fernando I y Sancha, di Umberto Eco - Vasquez de Parga L. Iglesias, tr. di De Tena B. L. Ediz.Francese, tr. di Fusco M., 1982, 184 p., ill., Lit. 360.000, "I segni dell'uomo", FMR (ISBN: 88-216-2011-5)
Brevi cenni sull'essere, 1996, Lit. 30000, "Studi Bompiani", Bompiani
Carmi. Carmi: una pittura di paesaggio - Carmi e la necessità dell'astrazione, di Umberto Eco - Duncan Mcmillan - Mauro Mancia, 1996, 256 p., ill., Lit. 150.000, L'Agrifoglio (ISBN: 88-86264-05-4)
Caro Eco, caro Martini, di Umberto Eco - Carlo M. Martini, 1996, Lit.14000, "Piccole frecce", Mondadori (ISBN: 88-04-41216-X)
Cinque scritti morali, 1997, 128 p., Lit. 8000,"Passaggi", Bompiani (ISBN: 88-452-3124-0)
Come si fa una tesi di laurea, 1985, 249 p., Lit.24000, "Strumenti Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-1220-3)
Come si fa una tesi di laurea, Lit. 13000, "I grandi tascabili" n. 441, Bompiani (ISBN: 88-452-2572-0)
Come si fa una tesi di laurea, Lit. 11500, "Tascabili saggistica" n. 48, Bompiani (ISBN: 88-452-0449-9)
Dalla periferia dell'impero, 1976, 352 p., Lit. 28000,"Saggistica", Bompiani (ISBN: 88-452-0078-7)
Dalla periferia dell'impero, Lit. 11000, "Tascabili narrativa" n. 536, Bompiani (ISBN: 88-452-1727-2)
Dalla periferia dell'impero. Cronache di un nuovo Medioevo, 1997, 350 p., Lit. 15000, "Saggi tascabili" n. 93, Bompiani (ISBN:88-452-2997-1)
De bibliotheca, 2 ed., 1995, 34 p., Lit. 5000, "I quaderni di Palazzo Sormani" n. 6, Comune di Milano (Biblioteca) (ISBN: 88-85262-22-8)
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La definizione dell'arte, 2 ed., 1990, 304 p., Lit.10000, "Grande Universale Mursia", Mursia (ISBN: 88-425-0472-6)
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La definizione dell'arte, 1985, 304 p., Lit. 7000, Mursia
Diario minimo, 1992, 160 p., Lit. 12000, "I grandi tascabili" n. 213, Bompiani (ISBN: 88-452-1875-9)
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Le figure del tempo, a cura di Corrain L., 1987, 256 p., ill., Lit. 90000, Mondadori
Gli gnomi di Gnu, 1992, 40 p., ill., Lit. 20000, "Ragazzi", Bompiani (ISBN: 88-452-1885-6)
In cosa crede chi non crede?, di Carlo M. Martini - Umberto Eco, 1996,143 p., Lit. 15000, "Liberal sentieri", Liberal Libri (ISBN: 88-86838-03-4)
Interpretazione e sovrainterpretazione, a cura di Collini S., 1995, 220 p., Lit. 13000, "Saggi tascabili" n. 49, Bompiani (ISBN: 88-452-2459-7)
L'isola del giorno prima, 1994, 476 p., Lit. 32000,"Letteraria", Bompiani (ISBN: 88-452-2318-3)
L'isola del giorno prima, 1996, 478 p., Lit. 16000, "I grandi tascabili" n. 497, Bompiani (ISBN: 88-452-2813-4)
Kant e l'ornitorinco, 1997, 470 p., Lit. 34000, "Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-2868-1)
Lector in fabula, 1985, 256 p., Lit. 14000, "Saggi tascabili" n. 27, Bompiani (ISBN: 88-452-1221-1)
Lector in fabula, 2 ed., 1983, 256 p., Lit. 35000,"Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-0549-5)
Leggere i Promessi sposi, di Umberto Eco e Maria Corti, Lit. 19000,"Strumenti Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-1466-4)
I limiti dell'interpretazione, 1990, 369 p., Lit.35000, "Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-1657-8)
I miei teatri, di Sylvano Bussotti - Umberto Eco - Luciano Morini, 2ed., 1982, 392 p., ill., Lit. 18000, Novecento (ISBN: 88-373-0027-1)
Il nome della rosa, 1997, 544 p., Lit. 6500,"Superpocket" n. 3, RL Libri (ISBN: 88-462-0002-0)
Il nome della rosa, Lit. 16000, "I grandi tascabili" n. 33, Bompiani (ISBN: 88-452-1066-9)
Il nome della rosa, 14 ed., 1984, 514 p., Lit. 32000,"Letteraria", Bompiani (ISBN: 88-452-0705-6)
Il nome della rosa, 656 p., Lit. 29000, "Letture", Bompiani (ISBN: 88-450-3418-6)
Il nome della rosa-Il pendolo di Foucault, 2 voll., Lit. 31000, "I grandi tascabili", Bompiani (ISBN: 88-452-2408-2)
Opera aperta, 3 ed., 1980, 312 p., Lit. 14000, "Saggi tascabili" n. 21, Bompiani (ISBN: 88-452-1998-4)
Il pendolo di Foucault, Lit. 16000, "I grandi tascabili" n. 142, Bompiani (ISBN: 88-452-1591-1)
Il pendolo di Foucault, Lit. 34000, "Letteraria", Bompiani (ISBN: 88-452-0408-1)
Le poetiche di Joyce, 1982, 176 p., Lit. 35000, "Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-0840-0)
Il problema estetico in Tommaso d'Aquino, 1982, 284 p., Lit. 35000, "Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-0841-9)
Problemi di estetica classica, cristiana e medievale, di Armando Plebe - Quintino Cataudella - Umberto Eco, Lit. 13000, "Saggi di filosofia - storia della filosofia", Marzorati
Le ragioni della retorica, di Umberto Eco - Paolo Rossi - Renato Barilli, 1987, 196 p., Lit. 20000, "Percorsi. Opuscoli estet. poet. retor.", Mucchi (ISBN: 88-7000-102-4)
La ricerca della lingua perfetta, 3 ed., 1993, 434 p., Lit. 35000, "Fare l'Europa", Laterza (ISBN: 88-420-4287-0)
La ricerca della lingua perfetta nella cultura europea, 1996, 432 p., Lit. 15000, "Economica Laterza" n. 85, Laterza (ISBN:88-420-5028-8)
La ricerca della lingua perfetta nella cultura europea, 1993, 434 p., Lit. 35000, "Fare l'Europa", Laterza (ISBN: 88-420-4287-0)
La ricerca della lingua perfetta nella cultura europea, 2 ed., 1993, 434 p., Lit. 35000, "Fare l'Europa", Laterza (ISBN:88-420-4287-0)
La riscoperta dell'America, di G. Paolo Ceserani - Umberto Eco - Beniamino Placido, 1984, 144 p., Lit. 10000, "I Robinson", Laterza (ISBN: 88-420-2462-7)
La riscoperta dell'America, di G. Paolo Ceserani - Umberto Eco - Beniamino Placido 1984, 144 p., Lit. 10000, "I Robinson", Laterza (ISBN: 88-420-2462-7)
San Giovanni in Monte. Convento e carcere: tracce e testimonianze, di Renzo Canestrati - Massimo Pavarini - Umberto Eco, 1995, 141 p., ill., Lit.65.000, Compositori (ISBN: 88-7794-075-1)
Il secondo diario minimo, 1994, Lit. 13000, "I grandi tascabili" n. 334, Bompiani (ISBN: 88-452-2209-8)
Secondo diario minimo, Lit. 29000, Bompiani (ISBN: 88-452-1833-3)
Segno, 1980, 178 p., Lit. 12000, Mondadori (ISBN: 88-04-18580-5)
Il segno dei tre, tr. di Proni G., 1983, 320 p., Lit.35000, "Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-0971-7)
Sei passeggiate nei boschi narrativi, 1994, 128 p., Lit. 26000, "Saggistica", Bompiani (ISBN: 88-452-2228-4)
Sei passeggiate nei boschi narrativi. HarvardUniversity, Norton lectures 1992-1993, 1995, 184 p., Lit. 13000, "Saggi tascabili" n. 59, Bompiani (ISBN: 88-452-2625-5)
Semiotica e filosofia del linguaggio, 1997, Lit.30000, "Biblioteca Einaudi" n. 12, Einaudi (ISBN: 88-06-14611-4)
Semiotica e filosofia del linguaggio, 1984, XVII-318p., Lit. 32000, "Einaudi Paperbacks e Readers" n. 151, Einaudi (ISBN: 88-06-56903-1)
Semiotica e filosofia del linguaggio : i concetti fondamentali della semiologia e la loro storia, 1996, XVII-318 p., Lit.30000, "Biblioteca studio" n. 29, Einaudi (ISBN: 88-06-14065-5)
La sercado de la perfekta lingvo, tr. di Mistretta D.,1996, 317 p., ill., Lit. 30500, Edistudio (ISBN: 88-7036-064-4)
Sette anni di desiderio, 1983, 250 p., ill., Lit.23000, "Saggistica", Bompiani (ISBN: 88-452-0955-5)
Sette anni di desiderio, Lit. 14000, "Saggi tascabili"n. 54, Bompiani (ISBN: 88-452-2535-6)
Sette anni di desiderio, 1986, 298 p., Lit. 10000,"Tascabili saggistica" n. 402, Bompiani (ISBN: 88-452-1310-2)
Stelle & stellette, 1991, 72 p., Lit. 10000, "Nugae"n. 16, Il Nuovo Melangolo (ISBN: 88-7018-147-2)
La struttura assente, 2 ed., 1983, 438 p., Lit. 11000, "Tascabili saggistica" n. 202, Bompiani (ISBN: 88-452-0711-0)
La struttura dell'assente, Lit. 14000, "Saggi tascabili" n. 39, Bompiani (ISBN: 88-452-2243-8)
Sugli specchi e altri saggi, Lit. 11000, "Tascabili saggistica" n. 452, Bompiani (ISBN: 88-452-0303-4)
Sugli specchi e altri saggi, 1995, 382 p., Lit. 15000,"Saggi tascabili" n. 55, Bompiani (ISBN: 88-452-2573-9)
Sugli specchi e altri saggi, Lit. 23000, "Saggistica", Bompiani (ISBN: 88-452-1237-8)
Il superuomo di massa. Retorica e ideologia nel romanzo popolare, 1998, 186 p., Lit. 12000, "Saggi tascabili", Bompiani (ISBN: 88-452-3575-0)
Il superuomo di massa. Retorica e ideologia nel romanzo popolare, 1978, 196 p., Lit. 9500, "Tascabili saggistica" n. 117, Bompiani (ISBN: 88-452-0514-2)
Trattato di semiotica generale, 8 ed., 1984, 430 p., Lit. 35000, "Studi Bompiani", Bompiani (ISBN: 88-452-0049-3)
I tre cosmonauti - La bomba e il generale di Eugenio Carmi e Umberto Eco, Lit. 35000, "Ragazzi", Bompiani (ISBN: 88-452-0412-X)
Vocali - Soluzioni felici, di Umberto Eco e Paolo D. Malvinni, 1991, 120p., Lit. 10000, "Clessidra", AGE-Alfredo Guida Editore (ISBN: 88-7188-024-2)
sábado 17, Sep 2022
Por WINSTON MANRIQUE SABOGAL
Los dos creadores e intelectuales conversaron en privado, en diciembre de 2010, y vislumbraron preocupaciones de hoy. Lo hicieron para celebrar el número 1.000 de Babelia, de El País. Recuperamos los mejores momentos de aquella charla.
l día es luminoso, aunque el frío del invierno se ha adelantado a la una y media de la tarde del lunes 13 de diciembre de 2010, entre la explanada del Museo del Prado y el claustro de los Jerónimos, de Madrid. A esa hora llega Umberto Eco, de gabán negro y sombrero a juego, que al ver a Javier Marías le hace una reverencia teatral, mientras le dice:
-¡Majestad!
Javier Marías, a punto de sonreír, atina a responder un tímido:
-Duque.
Son los títulos del Reino de Redonda, que tiene como monarca a Marías, quien nombró, en 2008, al autor italiano Duque de la Isla del Día de Antes.
Los dos grandes autores e intelectuales han sido convocados para conversar y celebrar con su diálogo el número 1.000 de Babelia, el suplemento cultural del diario español El País (que publicó este encuentro el 22 de enero de 2011). Cuando los dos escritores se sientan a la mesa del restaurante Balzac empiezan a hablar en italiano, como una cortesía de Javier Marías con el semiólogo y autor de novelas que lo hicieron populares como El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault y El cementerio de Praga, y más de medio centenar de ensayos que van de Apocalípticos e integrados a Historia de la belleza, Historia de la fealdad y Contra el fascismo.
Casi doce años después de aquella cita, los dos han fallecido. Umberto Eco murió el 19 de febrero de 2016, a los 83 años, y Javier Marías el 11 de septiembre de 2022, a los 70 años. Ese encuentro que propicié, aceptado por ellos desde el minuto 1, tan especial en todos los sentidos y de los que más he aprendido como periodista y persona por su generosidad y conocimiento, cobra relevancia tras el fallecimiento del novelista y académico español autor de obras como Todas las almas, Corazón tan blanco, Tu rostro mañana, Los enamoramientos y Berta Isla. Recupero aquella tarde única a fin de recordar y agradecer algunas de sus enseñanzas y temas abordados entre reflexiones, risas y complicidades. Empezaron a hablar, claro, de literatura y, poco a poco, vislumbraron varios de los problemas y preocupaciones que hoy debate la sociedad del mundo dual, analógico y digital:
El novelista no juzga
«Javier Marías. Hace poco escribí en una de mis columnas de El País Semanal, a propósito de su última novela, tan criticada por L’Osservatore Romano, que pensaba que se había superado aquello de que en las artes las obras tuvieran que tener un carácter moral o edificante. Un hallazgo por parte de esa crítica, aunque para ellos era negativo, es que decía algo parecido a que su novela era un voyeurismo amoral.
Umberto Eco. ¡Es que esto es la novela, eso es una novela!
J. Marías. Justamente una novela es lo contrario de un juicio.
U. Eco. Deja abierta la puerta a las contradicciones.
J. Marías. Aunque hay novelistas que todavía se sienten como jueces, es una cosa extraña. Eso del voyeurismo amoral está muy bien visto. Porque una novela, a menudo, es así, el novelista no tiene que juzgar, tiene que mostrar, a veces explica lo que ha sucedido, cómo se ha llegado a este punto, pero eso no quiere decir que se justifique o que se ensalce el tema o presuma.
U. Eco. Luego está el lector que tiene la tendencia, o la mala fe, de atribuir al autor lo que piensa el personaje. (…)
J. Marías. Esto ha vuelto con fuerza. Yo escribo con un narrador en primera persona desde hace 20 años, y se tiende a confundir al narrador con el autor, con el yo».
La duración de lo experimental
«J. Marías. Lo que se llama experimental envejece cada vez más fácilmente, o se convierte en algo tradicional, o se incorpora a los usos normales. Hay una flexibilidad mayor. Siempre ha habido una enorme capacidad para hacer esto; aunque antes había un poco más de resistencia. Hoy no. Hoy normalmente todo se incorpora, todo se vuelve viejo, antiguo. El presente se convierte en pasado cada vez más rápido. Incluso en el momento en que un libro ya está disponible, parece que ya es pasado.
U. Eco. Algunas cosas resisten el paso del tiempo. Por fortuna existe este mecanismo, de lo contrario no permanecería nada, ni Sófocles, ni Eurípides…».
Internet y exhibicionismo
«U. Eco. Internet es la vuelta de Gutenberg. Si McLuhan estuviera vivo tendría que cambiar sus teorías. Con Internet es una civilización alfabética. Escribirán mal, leerán deprisa, pero si no saben el abecedario se quedan fuera. Los padres de hoy veían la televisión, no leían, pero sus hijos tienen que leer en Internet, y rápidamente. Es un fenómeno nuevo.
J. Marías. Esto sería una ventaja.
U. Eco. Es el aspecto positivo.
J. Marías. Pero lo que decíamos sobre el lenguaje, de la generalización del uso del ordenador…
U. Eco. Ése es otro problema, no tiene nada que ver. No creo que el lenguaje se empobrezca, ¡cambia! El inglés es un lenguaje sintácticamente muy pobre en comparación con el francés, el italiano o el español; pero puede decir cosas maravillosas. Por lo tanto, se simplifica, pero puede decir muchas cosas. Las lenguas funcionan.
J. Marías. A veces, tengo la sensación de que el exhibicionismo general es omnipresente en estas formas de comunicación. En Internet, por ejemplo, si pones una cámara puedes ver una habitación a todas horas. (…) A veces, tengo la sensación de que esto guarda cierta relación con la pérdida progresiva de esa antigua idea, que ha acompañado a los hombres durante siglos, de que Dios lo veía todo, de que Dios los observaba a todos y que absolutamente NADA escapaba a su mirada y escrutinio. De alguna manera, esa idea, que aún tienen algunos de los que leen L’Osservatore, era algo terrible, pero que también consolaba, al haber un espectador que conocía nuestra vida.
U. Eco. ¡Un señor que pagaba una entrada para verte y luego juzgarte!
J. Marías. Te castigaba o premiaba. Al menos existías para alguien. Y esta creencia, en términos generales, se ha perdido. Creo que una parte de la población, de forma inconsciente, tiene nostalgia de esa idea. Había una enorme necesidad de ser contemplado, de ser observado.
U. Eco. Hoy van a la televisión o Internet.
J. Marías. Sí… Responde a esa nostalgia vieja de la idea de Dios.
U. Eco. Interesante. Si no, no se explica cómo tienen esta necesidad tremenda de dejarse ver, hasta cuando hacen caca. Y yo digo: ¿por qué?».
Filtrar la información en Internet
«U. Eco. Hay gente que lee Internet y no tanto los periódicos, pero quienes usan el ordenador no son por fuerza los más informados, porque si no leen los periódicos no están lo suficientemente informados. Así que los problemas de censura y libertad son difíciles de definir hoy, no son tan sencillos como antes.
J. Marías. Yo recuerdo una cosa que mi padre decía, y que escribió en un artículo, sobre que el hombre contemporáneo corría el riesgo de convertirse en un primitivo lleno de información. Y lo es en cierto sentido. Tal vez no se equivocaba. Y lo decía antes de la existencia, probablemente, de Internet. Hay un exceso de información que quizás impide saber. Ya no hay un filtro, no hay un criterio. Se da importancia a cosas que no tienen ninguna, y al contrario. Luego la abundancia, que es un problema porque con el exceso de algo no hay tiempo para ocuparse de ello. Yo aún consulto la enciclopedia.
U. Eco. Yo pertenezco al grupo de los que ve muy cómodo encontrar el dato en el ordenador, soy un estudioso de profesión y no me fío de la primera información. Pero para una persona normal es una dificultad utilizar Internet de forma adecuada. Siempre digo que la televisión ha sido un bien para los pobres, en mi país ayudó a enseñar la lengua italiana, y ha perjudicado a los ricos, no de dinero sino de estudios; y con Internet ocurre lo contrario. Lo preocupante es cómo se enseña a la gente el filtro…
J. Marías. A la gente no le interesa filtrar o saber si son ciertas o no algunas cosas. Es una tendencia…».
La belleza y la fealdad
«U. Eco. En el último capítulo de mis ensayos sobre la belleza y la fealdad, referido al mundo contemporáneo, hablo del politeísmo de la belleza, de las distintas épocas en las que había diferentes modelos. Hoy valen todos esos modelos, y los medios de comunicación han contribuido a difundir diferentes modelos de mal gusto. Ahí entra la iluminación en Navidad, que ha cubierto los monumentos con unas luces feísimas. Se ha cubierto todo de bombillitas y a la gente le gusta. Ya no hay criterios para distinguir. Por lo tanto, la belleza y la fealdad se convierten sólo en hechos de clase: la belleza para los ricos y la belleza para los pobres. ¿Pero es cierto que antes no era así?, me pregunto.
Sabemos que en la antigua Roma había una comedia de Terencio, y en el anfiteatro una lucha de osos, pues algunos abandonaban el teatro y la comedia de Terencio y se iban a ver la lucha de osos. Los intelectuales lamentaban que la gente hubiera abandonado a Terencio para ir a ver a los osos. Por eso no puedo ser tan severo con ese politeísmo de la belleza y la fealdad, porque tal vez creemos que en alguna época haya habido modelos fijos: la belleza del Renacimiento, del Barroco, son los modelos que se salvaron, pero había infinitos otros que se destruyeron. La pregunta es: ¿por qué se salvaron esos en concreto? (…) Hay dos respuestas: porque eran mejores o porque tenían recomendación de otros. Quizá fueran mejores que ellos, pero no tenían padrinos, así que lo que nosotros identificamos con el gusto clásico de la antigua Grecia, ¿es lo que predominaba entonces o es sólo lo que ha sobrevivido? Quizá dentro de dos mil años nuestro periodo va a aparecer con el único modelo de belleza o de fealdad que haya sobrevivido, quizás la televisión basura, quién sabe si se identificará con la culminación del arte de nuestro siglo, como ceremonias báquicas.
J. Marías. Tal vez hubo un momento en que la fealdad que el profesor Eco ha estudiado tan bien existía en el arte, pero era algo excepcional. (…) Lo que no existía hasta hace poco es lo que podríamos llamar una industria de la fealdad. Ahora hay una fealdad industrial totalmente deliberada, como mercado. El valor que podía tener la fealdad de rebeldía, transgresión o de desafío se ha perdido y, en este sentido, ¿qué quedará dentro de dos mil años? No lo sabemos, tal vez algo de este tipo, o tal vez otra cosa. Sobre aquellos que el profesor llama ricos, aunque yo soy un poco proletario, lo cierto es que personalmente creo que me estoy convirtiendo en un anacronismo. Yo mismo soy un anacronismo. No sé si usted también tiene esta sensación.
U. Eco. Esto es siempre un proceso normal de la vejez. Pero no sólo por la edad, sino como usted decía, la gente en lugar de leer a Proust está viendo la televisión, está viendo a Pippo Baudo. Yo, que utilizo el subjuntivo bien, me estoy convirtiendo en un anacronismo…».
***
El almuerzo en el Balzac termina sobre las cuatro de la tarde. Javier Marías y Umberto Eco salen al frío seco madrileño donde las nubes bajas han engullido la luminosidad del medio día. Pasean y charlan un rato más por los alrededores silenciosos de la Iglesia de los Jerónimos, Marías con su cigarrillo en la mano y Eco con su puro. En las escalinatas de la iglesia se despiden:
-Hasta la próxima, majestad, dice en español Umberto Eco.
-Adiós, Duque.
Y se van con susurros de risas.
Puedes leer el encuentro entre Umberto Eco y Javier Marías en este enlace de Babelia