"La hamaca pequeña /
«La auténtica literatura no es la que halaga al lector, confirmándole en sus prejuicios y en sus seguridades, sino la que le acosa y lo pone en dificultades, la que lo obliga a ajustar cuenta con su mundo y con sus certidumbres».
‘Cruz del Sur’,
la nueva obra de Claudio Magris
Cruz del Sur. Está formada por tres historias que suceden en el fin del mundo. La patria, dice Magris, es el lugar en el que una persona siente que su vida está en su casa y “que sus colores, sus paisajes, los vientos, son la música familiar de su existencia…. El lugar en el que viven sus hijos o en el que están enterrados sus padres”. Uno puede encontrarse en su patria en el corazón de Europa, o en Francia, o en Hispanoamérica, como las tres figuras, sacadas de la realidad, que el escritor triestino evoca en su nuevo libro, Cruz del Sur.
En el fin del mundo
Cruz del Sur de Magris son tres vidas verdaderas e improbables. El libro ha sido distribuido por Mondadori en las librerías italianas este pasado martes. Y el autor lo presentará en el Festivalletteratura de Mantua el 11 de septiembre, conectado en streaming desde la Piazza Castello, a las cinco de la tarde.
El viaje y la identidad
El viaje, el impulso de partir, las raíces de la identidad, que es siempre una identidad múltiple. Curiosidad y erudición se mezclan en estas tres historias que se despliegan entre la Patagonia y la Araucania, en el sur de Argentina y de Chile. Tierras a las que en los inicios del siglo XX llegan hombres de negocios sin escrúpulos, pero también trabajadores y gentes sin futuro.
En Cruz del Sur se encuentran el antropóligo Janez Benigar, aventurero y hombre de familia, el loco abogado francés Orélie Atoine de Tounens que se proclama rey de la Araucania. La tercera es la monja Sor Angela Vallese, mujer de coraje y espíritu de aventura, que dedica su existencia a los indígenas explotados y masacrados en la Tierra del Fuego. Esta última historia se desarrolla en un paisaje inhumano, de hielo antártico, tempestades de vientos solares y vacío, un abismo cósmico que se abre a la nada.
Un encuentro fortuito
Cruz del Sur de Claudio Magris nace del encuentro fortuito con la historia de Janez Benigal, un esloveno nacido en Zagreb, es decir un austro-eslavo, que el primero de octubre de 1908 desembarca en Buenos Aires de la nace Oceanía. El barco había zarpado de Trieste. El año anterior había llegado Dino Campana, corazón náufrago, fugado del manicomio de Imola, que se pierde en la Pampa, “llana inmensidad en la que no se puede uno orientar, que es el vacío de la vida misma”, escribe Magris. Un año después llegará Enrico Mruele, helenista y filósofo, protagonista de Otro mar, que ha dejado la ciudad de Gorizia para convertirse en gaucho en la Patagonia y desaparecer en el anonimato.
Otro de los personajes es Benigar. Su ficha de llegada lo define como obrero de religión católica y soltero. En realidad es un “casi ingeniero”, apasionado por la lingüística, antropólogo y autor de una gramática búlgara. En cuanto a la fe, se declara no cristiano, y profesa la teosofía. Su soltería termina pronto. Tendrá dos mujeres: Sheypukin, una noble indígena que desciende de una familia de jefes mapuches que le dará doce hijos. A su muerte se casará con Rosario Peña, también india, de la que tendrá cuatro hijos. En su testamento Benigar dejará escrita su voluntad de ser enterrado junto a las dos: “imaginaba incluso que habría sido bello vivir los tres juntos si las leyes humanas y divinas lo hubiesen permitido”.
Trieste, tres veces triste
"Escritor y ensayista italiano nacido en Trieste. Licenciado por la Universidad de Turín, es uno de los principales mediadores entre la cultura alemana e italiana. Prueba de ello es su prestigio como germanista y su cátedra de Literatura germánica en la Universidad de Turín (1970-1978), así como su emblemática novela El Danubio (1986). En ella hace un viaje por el río desde el nacimiento hasta la desembocadura, contando historias y personajes. En sus páginas se entrecruza la savia del ensayo, la novela y el relato de viajes. Su obra es la pasión por la literatura, y su rarísima facultad para hacer del ensayo literario una obra de arte. Entre sus obras más destacadas cabe citar además, Il mito asburgico nella letteratura austriaca moderna (1963), Wilhelm Heinse (1968), Dietro le parole (1978), Itaca y más allá (1982), El anillo de Clarisse (1984), Conjeturas sobre un sable (1986), Otro mar (1991), Utopía y desencanto (1996), Microcosmos (1997), ganadora del Premio Strega y La exposición (2002), que escenifica el destino del pintor triestino Timmel, que murió en un manicomio. Magris, que en sus libros rebasa los límites de la novela tradicional, personalizándolos con la estructura que ellos mismos requieren, estuvo casado con la también escritora Marisa Madieri, fallecida en 1996. Ha traducido a Ibsen, Kleist y Schnitzler, es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Trieste y es una de las figuras mayores de la literatura italiana contemporánea. © epdlp
CLAUDIO MAGRIS
Responde a preguntas que él mismo formuló a personajes de sus obrasRecuerdo todo, pero no entiendo nada.
Italo Svevo, La conciencia de Zeno
¿Quién habla ahí dentro?
(A ciegas, p. 63)
Algunas veces, cuando están implicados problemas morales, políticos, intelectuales o culturales, hablo yo mismo, Claudio Magris, nacido en Trieste el 10 de abril de 1939, con mis ideas y mis convicciones, y entonces, naturalmente, me reconozco en aquello que digo y soy yo quien habla de forma consecuente. En otras ocasiones, en cambio, habla uno de los muchos que hay dentro de nosotros y que cada tanto aflora, sobre todo en la escritura que, en cierto modo, está menos controlada que las palabras, y es a lo que Ernesto Sábato se refiere como escritura nocturna. Aquella que, de modo imprevisible, surge cuando habla una especie de sosias que dice cosas que tal vez no te gustan y dice verdades que te traicionan —la verdad detestable, dice Sábato.
La palabra está mucho más controlada —es paradójico—, excepto en momentos de grandes confidencias, de desesperación, con cualquier amigo con el que te dejas ir. Yo, ahora hablando contigo, soy —por desgracia, porque es la primera vez que hablamos— Claudio Magris (profesor jubilado, autor de libros…) y controlo lo que digo, no diría cosas absurdas de las que tengo miedo. En la escritura, en cambio, uno puede no publicar, pero en el momento en que escribe debe escribir verdaderamente aquello que le sale, y eso que sale debe asumirlo. Y, además, son muchos los que hablan ahí dentro. Algunas veces, también, habla uno solo. Incluso en los textos más nocturnos, de entre todas las voces, habla sólo el maníaco obsesionado con la idea de la voz auténtica ¡y la encuentra únicamente en la voz falsa! [Silencio] Cada uno de nosotros es un coro. Estoy convencido de ello.
¿Pero Usted a quién representa?
(Microcosmos, p. 65)
Una vez, estando en un pequeño pueblo, fui a la biblioteca pública porque buscaba un libro de un poeta que en el siglo XVII había escrito un himno a la materia. Pregunté al bibliotecario si lo tenían. Y él, en vez de decir “sí” o “no” o “vamos a ver”, me dijo: “¿Pero usted a quién representa?”. Y yo respondí: “¡Ah, represento a muchísimas categorías…! Represento a los machos, a los bípedos, a los mamíferos, a los mortales, a los hijos, a los padres, a los tíos, a los hermanos no porque yo no tengo hermanos, a los cuñados, a los propietarios de apartamentos…”. Tuve la sensación de un mundo en el cual nadie es uno mismo, pero va por ahí representando cualquier cosa de sí mismo. El carnet de identidad en lugar de la identidad. Cualquier cosa que no existe, como la tarjeta de crédito, un trozo de cartón que, sin embargo, representa. Me hubiese gustado poder responder como Don Quijote: “Yo sé quién soy”, pero esto es muy difícil.
[Silencio]
¿Quién puede narrar la vida de
un hombre mejor que él mismo?
(A ciegas, p. 10)
Creo que el único que podría hablar es el otro yo, cuando existe; aquel yo más libre que hay dentro de nosotros, que no es aquel directamente interesado, ávido, aquel que no está solo angustiado por el miedo a la enfermedad, pero que a la vez es consciente de sí mismo. Cada uno de nosotros puede tener, a veces lo tiene y otras no, una especie de sosias que es también el narrador de su vida. Y que no es solo aquel que tiene miedo, que tiene envidia, pero que también es capaz de ver el sentido de la propia historia, qué significa ese miedo, de dónde procede… En el fondo, este otro yo puede ser, alguna vez, el yo que escribe, que naturalmente ama con la misma pasión pero no necesariamente con la misma ceguera de la persona. Alguna vez el escritor es un impostor. Y no estoy hablando de los hechos, de falsearlos, estoy hablando de decir la verdad o no que es propia de nuestra persona, alma, interioridad…, llámalo como quieras. Tener consciencia de esto ayuda. Yo creo que en Microcosmos o en Danubio he dicho bastante lo que soy. O al menos aquello que querría ser, pero que querría ser sinceramente.
¿Por qué se escribiría si no es porque
se olvida, para volver a encontrar
por lo tanto las cosas olvidadas?
(A ciegas, p. 143)
Esta es una de las razones que más me empuja a escribir. No creo que sea la única, porque creo que se escribe también para protestar, por ejemplo, por el amor de contar también las cosas de otros, para ordenar o para entender. Yo siento la escritura como la lucha contra el olvido. Pero pienso que se escribe también por desesperación, otras veces por felicidad: Pickwick parece escrito por felicidad y tantas cosas de Shakespeare por desesperación.
¿Qué se pierde escribiendo?
(El infinito viajar, p. 258)
Para escribir se necesita un cierto distanciamiento de las cosas sobre las que se escribe. Como decía Kafka de forma mucho más trágica: estoy fuera del territorio del amor, por eso puedo escribir sobre el amor. Thomas Mann decía que para describir la vida uno debe tener una perspectiva desde fuera, también de pérdida de la vida inmediata. Después sucede otra cosa, algo dolorosa, y es que hay ciertas cosas que están de lleno dentro de nosotros y cuando las escribimos desaparecen, ya no están, no conseguimos decirlas. Es como las flores que lleváramos de una tierra a otra, o una mudanza, metiendo las cosas en maletas…, siempre se pierde algo. Es un misterio. Es como si en la escritura, expresándola y ordenándola, se perdiese aquello que hemos querido expresar. Es como si estas cosas no encontraran su sitio en el nuevo orden que hace la escritura. Porque escribir un libro supone cambiar…
¿Qué significa entender?
(Otro mar, p. 74)
Una respuesta plenamente satisfactoria requeriría una buena novela porque es una cuestión fundamental. Creo que entender es muy diferente en el caso de una ley matemática que en el de una personalidad. Diría que es conseguir establecer de manera adecuada el juicio que se tiene sobre una persona, una acción, mediante la participación. Es decir, tú podrás entender verdaderamente un hecho determinado de mi vida si consigues vivirlo manteniendo el razonamiento que yo he seguido, porque si he matado a alguien no sólo hay que tipificarlo como el delito que es según el código penal, sino que también implica comprender las razones que me han llevado a hacerlo, además de juzgarlo.
Quizás habría que decir que, desde este punto de vista, un escritor entendido por todos es Dostoievski. Dostoievski, y en consecuencia Raskólnikov, nos hace entender y participar del sufrimiento que le ha llevado al delito, a toda la complejidad de su ánimo, pero nos hace sentir que las dos ancianas asesinadas son misteriosas, complejas.
¿Inventa?, ¿encuentra?
(El infinito viajar, p. 18)
Sobre todo, encuentro. La invención a menudo viene justo después. Melville dijo: “Truth is stranger than fiction”. Aquello que sucede, ciertas personas que se conocen, ciertas historias que oímos contar, colectivas, individuales, son tan propiamente originales, como decía Svevo, que uno las toma y es como si yo escribiendo tomase e hiciese un mosaico con cada una de las piezas que encontrara. Después, yo con estas piezas hago una figura que es inventada, pero las piezas del relato son encontradas. Y esto es de siempre porque la realidad hace una competencia desleal a la literatura, totalmente grotesca, tan terrible, tan negra negrísima, horrenda, trágica, que al inventarla nos daría la impresión que lo hace un escritor kitsch.
¿Qué se hace para ver en la oscuridad?
(A ciegas, p. 150)
No hay que mitificar la oscuridad. No creeré que la oscuridad esté siempre llena de quién sabe qué dios o diablo o magia extraña. La oscuridad puede ser simplemente un vacío en el cual no haya nada. Pero puede ser también buena. Yo, por ejemplo, amo la noche. Me gusta. En un bosque vacío me siento casi protegido, me siento como la bestia que puede esconderse, más que expuesta a un cazador que no ve. Yo creo, como Chesterton, que si alguien oscurece una estancia es para hacer creer que hay misterio y, en cambio, no hay nada.
No temo la oscuridad, no me da miedo… ¡y tampoco pretendo verlo todo! Cuando miro sobre el bosque o el mar, de noche, pienso en toda esa vida infinita que no veo: peces, bestias, plantas…, pero lo acepto y no quiero buscar una lente especialísima que engrandezca… Forma parte de un pudor en la relación con las cosas, con uno mismo…
¿Qué es un hombre sólo con su vida, sin noticias memorables que la iluminen lo mismo que los fuegos artificiales alumbran a la muchedumbre agolpada en la oscuridad?
(A ciegas, p. 218)
Un hombre con su vida lo es todo, y ese todo a veces es trágico.
[Silencio]
¿Pero existen todavía casas
a las que volver?
(A ciegas, p. 72)
Sí. Es muy difícil, claro. Mira… el retorno no es nunca al mismo lugar porque, por ejemplo, esta charla que mantenemos ahora mismo nos cambia aunque sea un poco, tenemos algo que antes no teníamos, me he sentido estimulado, tú me has conocido… Por tanto, ya hemos cambiado un poquito y, además, la casa no es solamente un lugar sino el “estar en casa”, el “sentirse en casa”. Está claro que si una persona ha cambiado un poco, la vuelta a casa no es solamente el retorno. Sentirse en casa es otra cosa.
Esto vale para las grandes distancias, para aquellos que estuvieron prisioneros en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial y vale también para cada momento, para cada día. Está claro que yo, esta noche, cuando regrese a casa, no habré cambiado tanto como si hubiese estado cinco años en un gulag y no encontraré cambios significativos, pero es cierto que cada retorno es nuevo. Siempre.
¿Dónde, cómo volver?
(A ciegas, p. 77)
No lo sé, porque no existe una respuesta. El individuo concreto se encuentra no ya en un lugar determinado sino en una situación determinada, en una determinada condición espiritual y también esto condiciona el cómo, porque un individuo puede haber cambiado y ser más feliz que antes, o menos feliz. Puede haber perdido la fe, puede haber perdido ciertas cosas y esto determina el viaje, que cambia. Tú puedes ir al mar solamente con tu ordenador pero si, en cambio, tienes un baúl y tienes que recorrer un kilómetro, la cosa cambia. Y esto vale también en el sentido emocional. El viaje depende de cómo se encuentra el individuo, de lo que ha vivido.
¿Por qué nuestro viaje tendría
que terminar en la nada?
(El Danubio, p. 369)
Yo no creo que el final de mi viaje sea el fin del mundo. En una obra de teatro siempre hay un personaje que termina su papel y otro que continúa en escena. Si yo hago de Polonio en Hamlet salgo de escena antes que él. La nada, para mí, no tiene conexión con el final ni con la muerte. Nunca. En mi opinión, está mucho más conectada con la incomprensión entre dos personas que se aman, con la dificultad, en algunos casos, del amor, pero no únicamente del amor entre hombre y mujer sino entre amigos, entre personas y, por lo tanto, la nada es la sombra que envuelve las ambigüedades de la vida, todo el polvo que se acumula sobre las cosas. Se trata de tener una relación libre con este polvo, con este desencanto, con este desafío después de un fracaso entre dos personas. No creo que algo que termina deba destruir lo que ha sucedido anteriormente. Mi madre murió, pero su muerte no destruyó su existencia. Cuando se sale del mar, el mar continúa allí. No es la nada. La nada es la ambigüedad, no es el fin.
¿Por qué la muerte debería hacernos sentir a Dios más próximo y más visible?
(El infinito viajar, p. 266)Esto no lo sé… Realmente es un problema enorme. ¿Por qué un infarto debería facilitarme un conocimiento del absoluto más profundo que una rotura de rodilla?
Hay una expresión bellísima de la teología católica, y quizás también protestante, que habla del estado intermedio. Karl Rahner, el gran teólogo alemán al que yo leo muchísimo, interesantísimo, dice que la vida ultraterrena no es como si fuera una continuación de ésta, como si un jubilado dijese: “voy a la Riviera o me voy a Ibiza, porque allí se está bien”. La vida ultraterrena forma parte del mundo y, por lo tanto, la teología la define como un estado intermedio porque ya no están aquí, pero todavía no han llegado a aquella bondad final que se supone. El estadio intermedio tiene también imperfecciones y nadie ha dicho que esté del todo claro. Ciertamente, es muy interesante. Es un libro bellísimo, también, el segundo volumen de Jesús de Nazaret, de Ratzinger, en el que hay un capítulo que dice: “No hay vida eterna, no hay un después. Hay un aquí y un ahora”. Con mucha valentía dice que el evangelio señala ésta como la vida eterna. Por tanto, es la sencillez, el aquí y el ahora. Es muy interesante.
¿Quién es, ahora?
(A ciegas, p. 145)
Muy difícil de responder, muy difícil… [Silencio] Tengo setenta y dos años y no me da ningún miedo la vejez, pero tengo una sensación muy clara de que ciertas cosas, no de mi vida externa, no de mis relaciones, sino en mi interior, en la escritura, el ritmo de vida, deben cambiar. La gran cuestión que me planteo ahora es si mi bagaje, mi capital, podrá todavía enriquecerse poco o mucho dando lugar a grandes cambios. No lo sé. Estoy en un momento de gran perplejidad. Soy viejo, lo sé, lo noto, en el aspecto físico, en el caminar…, pero, por lo demás, sigo sin saber qué haré de mayor porque, mira, continúo como a los quince años, sin saber si soy creyente o no. Eso sí, también he adquirido una saludable distancia de mí mismo, me preocupa menos lo que pueda sucederme, pero las pasiones continúan vivas, no resueltas… Todo igual, pero yo me importo menos. Cuando tiemblo no tiemblo por mí, tiemblo por mis hijos, por los demás, por su futuro, no porque tenga miedo, sino para desearles la felicidad. A mí ya todo me está bien. Puedo sentir espontáneamente aquello que Nietzsche dijo una vez: “¡Qué importo yo!”. Y eso me permite disfrutar de la vida. Yo trato de disfrutar la vida lo mejor que puedo… El mar, ¡todo!, este whisky, el cigarrillo… Cualquier cosa mucho más importante: los sentimientos, el amor, la amistad… No creo que se me deba nada. Veamos qué es lo que sucede. Entretanto, me saco el sombrero y pido a la vida limosna.
[Silencio]
Claro que no puedo olvidar que yo años atrás…
Recuerdo todo, pero no entiendo nada.
Italo Svevo, La conciencia de Zeno
¿Quién habla ahí dentro?
(A ciegas, p. 63)
Algunas veces, cuando están implicados problemas morales, políticos, intelectuales o culturales, hablo yo mismo, Claudio Magris, nacido en Trieste el 10 de abril de 1939, con mis ideas y mis convicciones, y entonces, naturalmente, me reconozco en aquello que digo y soy yo quien habla de forma consecuente. En otras ocasiones, en cambio, habla uno de los muchos que hay dentro de nosotros y que cada tanto aflora, sobre todo en la escritura que, en cierto modo, está menos controlada que las palabras, y es a lo que Ernesto Sábato se refiere como escritura nocturna. Aquella que, de modo imprevisible, surge cuando habla una especie de sosias que dice cosas que tal vez no te gustan y dice verdades que te traicionan —la verdad detestable, dice Sábato.
La palabra está mucho más controlada —es paradójico—, excepto en momentos de grandes confidencias, de desesperación, con cualquier amigo con el que te dejas ir. Yo, ahora hablando contigo, soy —por desgracia, porque es la primera vez que hablamos— Claudio Magris (profesor jubilado, autor de libros…) y controlo lo que digo, no diría cosas absurdas de las que tengo miedo. En la escritura, en cambio, uno puede no publicar, pero en el momento en que escribe debe escribir verdaderamente aquello que le sale, y eso que sale debe asumirlo. Y, además, son muchos los que hablan ahí dentro. Algunas veces, también, habla uno solo. Incluso en los textos más nocturnos, de entre todas las voces, habla sólo el maníaco obsesionado con la idea de la voz auténtica ¡y la encuentra únicamente en la voz falsa! [Silencio] Cada uno de nosotros es un coro. Estoy convencido de ello.
¿Pero Usted a quién representa?
(Microcosmos, p. 65)
Una vez, estando en un pequeño pueblo, fui a la biblioteca pública porque buscaba un libro de un poeta que en el siglo XVII había escrito un himno a la materia. Pregunté al bibliotecario si lo tenían. Y él, en vez de decir “sí” o “no” o “vamos a ver”, me dijo: “¿Pero usted a quién representa?”. Y yo respondí: “¡Ah, represento a muchísimas categorías…! Represento a los machos, a los bípedos, a los mamíferos, a los mortales, a los hijos, a los padres, a los tíos, a los hermanos no porque yo no tengo hermanos, a los cuñados, a los propietarios de apartamentos…”. Tuve la sensación de un mundo en el cual nadie es uno mismo, pero va por ahí representando cualquier cosa de sí mismo. El carnet de identidad en lugar de la identidad. Cualquier cosa que no existe, como la tarjeta de crédito, un trozo de cartón que, sin embargo, representa. Me hubiese gustado poder responder como Don Quijote: “Yo sé quién soy”, pero esto es muy difícil.
[Silencio]
¿Quién puede narrar la vida de
un hombre mejor que él mismo?
(A ciegas, p. 10)
Creo que el único que podría hablar es el otro yo, cuando existe; aquel yo más libre que hay dentro de nosotros, que no es aquel directamente interesado, ávido, aquel que no está solo angustiado por el miedo a la enfermedad, pero que a la vez es consciente de sí mismo. Cada uno de nosotros puede tener, a veces lo tiene y otras no, una especie de sosias que es también el narrador de su vida. Y que no es solo aquel que tiene miedo, que tiene envidia, pero que también es capaz de ver el sentido de la propia historia, qué significa ese miedo, de dónde procede… En el fondo, este otro yo puede ser, alguna vez, el yo que escribe, que naturalmente ama con la misma pasión pero no necesariamente con la misma ceguera de la persona. Alguna vez el escritor es un impostor. Y no estoy hablando de los hechos, de falsearlos, estoy hablando de decir la verdad o no que es propia de nuestra persona, alma, interioridad…, llámalo como quieras. Tener consciencia de esto ayuda. Yo creo que en Microcosmos o en Danubio he dicho bastante lo que soy. O al menos aquello que querría ser, pero que querría ser sinceramente.
¿Por qué se escribiría si no es porque
se olvida, para volver a encontrar
por lo tanto las cosas olvidadas?
(A ciegas, p. 143)
Esta es una de las razones que más me empuja a escribir. No creo que sea la única, porque creo que se escribe también para protestar, por ejemplo, por el amor de contar también las cosas de otros, para ordenar o para entender. Yo siento la escritura como la lucha contra el olvido. Pero pienso que se escribe también por desesperación, otras veces por felicidad: Pickwick parece escrito por felicidad y tantas cosas de Shakespeare por desesperación.
¿Qué se pierde escribiendo?
(El infinito viajar, p. 258)
Para escribir se necesita un cierto distanciamiento de las cosas sobre las que se escribe. Como decía Kafka de forma mucho más trágica: estoy fuera del territorio del amor, por eso puedo escribir sobre el amor. Thomas Mann decía que para describir la vida uno debe tener una perspectiva desde fuera, también de pérdida de la vida inmediata. Después sucede otra cosa, algo dolorosa, y es que hay ciertas cosas que están de lleno dentro de nosotros y cuando las escribimos desaparecen, ya no están, no conseguimos decirlas. Es como las flores que lleváramos de una tierra a otra, o una mudanza, metiendo las cosas en maletas…, siempre se pierde algo. Es un misterio. Es como si en la escritura, expresándola y ordenándola, se perdiese aquello que hemos querido expresar. Es como si estas cosas no encontraran su sitio en el nuevo orden que hace la escritura. Porque escribir un libro supone cambiar…
¿Qué significa entender?
(Otro mar, p. 74)
Una respuesta plenamente satisfactoria requeriría una buena novela porque es una cuestión fundamental. Creo que entender es muy diferente en el caso de una ley matemática que en el de una personalidad. Diría que es conseguir establecer de manera adecuada el juicio que se tiene sobre una persona, una acción, mediante la participación. Es decir, tú podrás entender verdaderamente un hecho determinado de mi vida si consigues vivirlo manteniendo el razonamiento que yo he seguido, porque si he matado a alguien no sólo hay que tipificarlo como el delito que es según el código penal, sino que también implica comprender las razones que me han llevado a hacerlo, además de juzgarlo.
Quizás habría que decir que, desde este punto de vista, un escritor entendido por todos es Dostoievski. Dostoievski, y en consecuencia Raskólnikov, nos hace entender y participar del sufrimiento que le ha llevado al delito, a toda la complejidad de su ánimo, pero nos hace sentir que las dos ancianas asesinadas son misteriosas, complejas.
¿Inventa?, ¿encuentra?
(El infinito viajar, p. 18)
Sobre todo, encuentro. La invención a menudo viene justo después. Melville dijo: “Truth is stranger than fiction”. Aquello que sucede, ciertas personas que se conocen, ciertas historias que oímos contar, colectivas, individuales, son tan propiamente originales, como decía Svevo, que uno las toma y es como si yo escribiendo tomase e hiciese un mosaico con cada una de las piezas que encontrara. Después, yo con estas piezas hago una figura que es inventada, pero las piezas del relato son encontradas. Y esto es de siempre porque la realidad hace una competencia desleal a la literatura, totalmente grotesca, tan terrible, tan negra negrísima, horrenda, trágica, que al inventarla nos daría la impresión que lo hace un escritor kitsch.
¿Qué se hace para ver en la oscuridad?
(A ciegas, p. 150)
No hay que mitificar la oscuridad. No creeré que la oscuridad esté siempre llena de quién sabe qué dios o diablo o magia extraña. La oscuridad puede ser simplemente un vacío en el cual no haya nada. Pero puede ser también buena. Yo, por ejemplo, amo la noche. Me gusta. En un bosque vacío me siento casi protegido, me siento como la bestia que puede esconderse, más que expuesta a un cazador que no ve. Yo creo, como Chesterton, que si alguien oscurece una estancia es para hacer creer que hay misterio y, en cambio, no hay nada.
No temo la oscuridad, no me da miedo… ¡y tampoco pretendo verlo todo! Cuando miro sobre el bosque o el mar, de noche, pienso en toda esa vida infinita que no veo: peces, bestias, plantas…, pero lo acepto y no quiero buscar una lente especialísima que engrandezca… Forma parte de un pudor en la relación con las cosas, con uno mismo…
¿Qué es un hombre sólo con su vida, sin noticias memorables que la iluminen lo mismo que los fuegos artificiales alumbran a la muchedumbre agolpada en la oscuridad?
(A ciegas, p. 218)
Un hombre con su vida lo es todo, y ese todo a veces es trágico.
[Silencio]
¿Pero existen todavía casas
a las que volver?
(A ciegas, p. 72)
Sí. Es muy difícil, claro. Mira… el retorno no es nunca al mismo lugar porque, por ejemplo, esta charla que mantenemos ahora mismo nos cambia aunque sea un poco, tenemos algo que antes no teníamos, me he sentido estimulado, tú me has conocido… Por tanto, ya hemos cambiado un poquito y, además, la casa no es solamente un lugar sino el “estar en casa”, el “sentirse en casa”. Está claro que si una persona ha cambiado un poco, la vuelta a casa no es solamente el retorno. Sentirse en casa es otra cosa.
Esto vale para las grandes distancias, para aquellos que estuvieron prisioneros en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial y vale también para cada momento, para cada día. Está claro que yo, esta noche, cuando regrese a casa, no habré cambiado tanto como si hubiese estado cinco años en un gulag y no encontraré cambios significativos, pero es cierto que cada retorno es nuevo. Siempre.
¿Dónde, cómo volver?
(A ciegas, p. 77)
No lo sé, porque no existe una respuesta. El individuo concreto se encuentra no ya en un lugar determinado sino en una situación determinada, en una determinada condición espiritual y también esto condiciona el cómo, porque un individuo puede haber cambiado y ser más feliz que antes, o menos feliz. Puede haber perdido la fe, puede haber perdido ciertas cosas y esto determina el viaje, que cambia. Tú puedes ir al mar solamente con tu ordenador pero si, en cambio, tienes un baúl y tienes que recorrer un kilómetro, la cosa cambia. Y esto vale también en el sentido emocional. El viaje depende de cómo se encuentra el individuo, de lo que ha vivido.
¿Por qué nuestro viaje tendría
que terminar en la nada?
(El Danubio, p. 369)
Yo no creo que el final de mi viaje sea el fin del mundo. En una obra de teatro siempre hay un personaje que termina su papel y otro que continúa en escena. Si yo hago de Polonio en Hamlet salgo de escena antes que él. La nada, para mí, no tiene conexión con el final ni con la muerte. Nunca. En mi opinión, está mucho más conectada con la incomprensión entre dos personas que se aman, con la dificultad, en algunos casos, del amor, pero no únicamente del amor entre hombre y mujer sino entre amigos, entre personas y, por lo tanto, la nada es la sombra que envuelve las ambigüedades de la vida, todo el polvo que se acumula sobre las cosas. Se trata de tener una relación libre con este polvo, con este desencanto, con este desafío después de un fracaso entre dos personas. No creo que algo que termina deba destruir lo que ha sucedido anteriormente. Mi madre murió, pero su muerte no destruyó su existencia. Cuando se sale del mar, el mar continúa allí. No es la nada. La nada es la ambigüedad, no es el fin.
¿Por qué la muerte debería hacernos sentir a Dios más próximo y más visible?
(El infinito viajar, p. 266)
Esto no lo sé… Realmente es un problema enorme. ¿Por qué un infarto debería facilitarme un conocimiento del absoluto más profundo que una rotura de rodilla?
Hay una expresión bellísima de la teología católica, y quizás también protestante, que habla del estado intermedio. Karl Rahner, el gran teólogo alemán al que yo leo muchísimo, interesantísimo, dice que la vida ultraterrena no es como si fuera una continuación de ésta, como si un jubilado dijese: “voy a la Riviera o me voy a Ibiza, porque allí se está bien”. La vida ultraterrena forma parte del mundo y, por lo tanto, la teología la define como un estado intermedio porque ya no están aquí, pero todavía no han llegado a aquella bondad final que se supone. El estadio intermedio tiene también imperfecciones y nadie ha dicho que esté del todo claro. Ciertamente, es muy interesante. Es un libro bellísimo, también, el segundo volumen de Jesús de Nazaret, de Ratzinger, en el que hay un capítulo que dice: “No hay vida eterna, no hay un después. Hay un aquí y un ahora”. Con mucha valentía dice que el evangelio señala ésta como la vida eterna. Por tanto, es la sencillez, el aquí y el ahora. Es muy interesante.
¿Quién es, ahora?
(A ciegas, p. 145)
Muy difícil de responder, muy difícil… [Silencio] Tengo setenta y dos años y no me da ningún miedo la vejez, pero tengo una sensación muy clara de que ciertas cosas, no de mi vida externa, no de mis relaciones, sino en mi interior, en la escritura, el ritmo de vida, deben cambiar. La gran cuestión que me planteo ahora es si mi bagaje, mi capital, podrá todavía enriquecerse poco o mucho dando lugar a grandes cambios. No lo sé. Estoy en un momento de gran perplejidad. Soy viejo, lo sé, lo noto, en el aspecto físico, en el caminar…, pero, por lo demás, sigo sin saber qué haré de mayor porque, mira, continúo como a los quince años, sin saber si soy creyente o no. Eso sí, también he adquirido una saludable distancia de mí mismo, me preocupa menos lo que pueda sucederme, pero las pasiones continúan vivas, no resueltas… Todo igual, pero yo me importo menos. Cuando tiemblo no tiemblo por mí, tiemblo por mis hijos, por los demás, por su futuro, no porque tenga miedo, sino para desearles la felicidad. A mí ya todo me está bien. Puedo sentir espontáneamente aquello que Nietzsche dijo una vez: “¡Qué importo yo!”. Y eso me permite disfrutar de la vida. Yo trato de disfrutar la vida lo mejor que puedo… El mar, ¡todo!, este whisky, el cigarrillo… Cualquier cosa mucho más importante: los sentimientos, el amor, la amistad… No creo que se me deba nada. Veamos qué es lo que sucede. Entretanto, me saco el sombrero y pido a la vida limosna.
[Silencio]
Claro que no puedo olvidar que yo años atrás…
Acerca del mar
Claudio Magris
Es difícil, para un escritor, hablar de forma explícita y directa de los paisajes de su vida, del papel y la importancia que tienen en su existencia y en su escritura. Le resulta natural hablar de ellos indirectamente, evocarlos como fondo de una historia, describir concretamente, sensualmente, aquel paisaje ante el cual en aquel momento está delante. Afirmar todo esto de forma explícita corre el riesgo de sonar un poco a falso o por lo menos artificioso; una cosa es escribir un poema de amor a una persona que se ama y otra, en cambio, redactar una declaración programática, una definición del amor. Ése es el motivo por el que siento un cierto apuro al hablar del mar, fondo y horizonte fundamental de mi vida y de mis intentos de representar la vida, de mis pasiones, de mi historia y de mi historia compartida con las personas amadas, en primer lugar Marisa, mi mujer, que lo representó con tanta intensidad en su escritos. Además, en el trabajo de quien escribe, a un paisaje le cabe estar presente de forma directa, como objeto de descripción, o bien puede estar presente de modo indirecto, incluso sin que se le llegue a nombrar o representar nunca. Thomas Mann, que tanto amaba el mar, decía que éste, en su prosa, se había convertido en la “música del lenguaje”, en el ritmo y el resuello de su estilo, y que por consiguiente estaba presente muy a menudo en su obra, si bien raramente descrito.
El agua, para mí, es sobre todo y en primer lugar, el mar. El mar está unido a mis primeros recuerdos de infancia. Es el mar de Bárcola, un barrio de Trieste, donde mi madre (a la que le gustaba también muchísimo) me llevaba cada día, desde mayo a octubre. Todavía hoy, cuando me encuentro en Trieste, no hay día, entre la primavera ya entrada y el comienzo del otoño, en que yo no vaya a esa orilla, aunque no sea más que media hora, y me dé un buen chapuzón. Me he impregnado de esa familiaridad con el mar desde la infancia, del sentimiento de su necesidad; el sentido de los largos veranos y de su apertura, de los colores, de los olores del verano, de su abandono y de su aventura, son para mí inseparables del mar. Creo que, para mí, ha sido fundamental la extraordinaria apertura del golfo de Trieste, un mar en sí mismo modesto pero que proporciona el sentido de lo abierto, del horizonte ilimitado que parece preludiar a los otros mares más grandes y a los océanos.
El agua disuelve, libera de las obsesiones, corroe y borra fronteras. Su apertura no es solamente física, sino también cultural, humana: el golfo de Trieste se extiende desde Italia hacia Eslovenia y Croacia y aunque esas costas ahora eslovenas y croatas formaban parte tiempo atrás políticamente hablando de Italia y estaban pobladas por italianos, ese mar sugiere la idea del encuentro y la mezcla de culturas y civilizaciones, es el Adriático italiano (sobre todo véneto) y eslavo. Ese mar, mi mar, no es un mar de playas de arena sino un mar de peñascos y de rocas blancas, de aguas en seguida profundas e intensamente azules; es el extremo brazo del mar griego y dálmata que llega hasta Duino. Es el mar del golfo de Trieste que, cuando se llega desde occidente, a la altura de Sistiana, se abre de repente a la vida. Grande, como una stendhaliana promesse de bonheur, una promesa de felicidad que por un instante se identifica con Trieste y que Trieste se las arregla en seguida para desmentir, como ha sucedido tantas veces en la Historia. Ese mar triestino de Bárcola fue uno de mis primeros lugares infantiles de juegos y aventuras, y más tarde de los primeros encantamientos amorosos. Tal vez el primer recuerdo que tengo del mar es el de una playa istriana, la de Strugnano/Strunjan. Yo era muy pequeño, hasta el punto de que en verdad no sé si soy yo el que recuerda ese episodio o si en cambio lo que en realidad recuerdo es el relato que oí de él. La playa es un horizonte que, incluso desde la perspectiva infantil, me parece inmenso; yo juego con un patito de goma, que las olas se van llevando mar adentro. Al oír mis lloros, mi padre se echa al agua para ir a por mi patito, pero las olas se lo llevan lejos, hacia un horizonte que a mí me parece lejanísimo, y me parece ver que hasta mi padre desaparece en ese horizonte, perdido en la inmensidad del mar, si bien me lo vuelvo a encontrar al poco en la playa, junto a mí, mientras me entrega el patito.
El mar es el horizonte fundamental de mi vida y de mis intentos de representar la vida
El mar de Trieste, de Istria, de Querso, el mar de Salvore, de Roviño, de Miholaščica, han sido y por consiguiente son el paisaje de mi vida, de mi existencia compartida con Marisa, un paisaje inescindible del amor. En Salvore, que cierra el golfo de Trieste, transcurrí una de las temporadas fundamentales de mi vida y en Salvore se desarrolla en buena parte mi novela Un altro mare (Otro mar); el mar de Querso está presente en mis Microcosmi (Microcosmos) y en otras páginas más, pero lo que más cuenta no es enumerar las ocasiones en las que he intentado representarlo, sino subrayar su continua presencia, su resuello, el mar como bajo continuo de la vida y de la escritura. Todo esto se ha visto favorecido también por el hecho de que Trieste, aun sin tener ciertamente un mar más hermoso que otras ciudades marítimas, sí que, debido asimismo a sus pequeñas dimensiones, permite, a diferencia de otras, una familiaridad directa con el mar, una cercanía y un contacto físico, una posibilidad de asistencia diaria. Entre los primeros días de mayo, a veces ya en abril, y los últimos días de octubre, basta tener media hora o tres cuartos de hora de tiempo, en la vida afanosa y condenada que nos vemos obligados a vivir, para llegarnos por ejemplo a Bárcola, tumbarnos un momento al sol en esa posición horizontal que es la más digna del hombre, zambullirnos en el agua y volvernos a casa. Y este contacto concreto, físico, cotidiano, te llena el día, pone la vida de alguna manera en la estela del mar, de su apertura, de su ventosa libertad.
Algunas veces, en esa costa, soy uno de los pocos que nadan, cuando el agua está todavía o bien ya bastante fría. El año pasado, por ejemplo, durante un día de abril, mientras salía del agua después de un breve chapuzón, en la orilla desierta había solamente una pareja, un jovenzuelo y una muchacha en una actitud afectuosa, que tenían puesto el traje de baño pero que no se habían metido en el agua. El jovenzuelo, tal vez envalentonado por mi ejemplo, se levantó y, a decir verdad con un paso más bien vacilante, se dirigió hacia las olas, a lo que yo le señalé con el dedo y le conminé: “!No vaya a cometer una imprudencia! ¡Espere a tener setenta y cinco años!” En otra ocasión, mientras, tras cinco minutos de abandono, tendido, con los ojos cerrados al sol, me estaba levantando, una mujer que había venido a sentarse a pocos metros de mí y se preparaba para bajar también ella al agua, creyendo que me había despertado, se disculpó, y luego, como me hubiera reconocido, añadió, en dialecto triestino: “Usted, que es persona que piensa, necesita dormir”. Naturalmente no me atreví a hablarle de mis muchos insomnios… El mar es asimismo ese abandono, es también ese sueño dulce, ese sueño que, junto a una larga vida, era la fórmula de la buena fortuna para los indígenas de Samoa, como recuerda Stevenson; ese sueño que, como decía Chesterton, indica un confiado abandono al mundo, y por consiguiente una fe en Dios, ese sueño como signo de armonía con el resuello de la vida que tanto envidiaba Kafka, ese sueño después del amor del que habla Singer en una bellísima página.
La apertura del mar no es solamente física, sino también cultural
La dimensión marina constituye una de las dos almas de Trieste. Trieste, como sostiene uno de esos repetidos estereotipos que sin embargo encierran su verdad aunque la banalicen, es una encrucijada. No sólo una encrucijada entre el Este y el Oeste, como se ha subrayado en numerosas ocasiones, sino también entre el Norte y el Sur, entre una solaridad meridional y una melancolía nórdica. Por una parte está el mar, con la apertura cosmopolita característica de las civilizaciones marítimas, con su familiaridad con la amplitud del mundo, más a sus anchas con la vida; una civilización libre, desabrigada incluso desde el punto de vista físico. Por otra parte está el alma mitteleuropea, la gran cultura triestina continental, gran laboratorio del malestar y del análisis del malestar de la civilización, el mundo que ha elaborado extraordinarias defensas y extraordinarios, obsesivos y peligrosos mecanismos de defensa; la civilización y la cultura de quien atraviesa la vida bien arrebujado en su loden, cerrado y protegido. Tal vez las dos profesiones que mejor han encarnado simbólicamente estas dos dimensiones de Trieste son, respectivamente, la de quien ha trabajado toda su vida en el mar (no hay casi familia en la que alguien no haya pasado su vida en el mar, incluida la mía) y la del empleado en las Assicurazioni Generali, destino, pese a su breve duración, que afectó hasta a Kafka (y también, una vez más, a mi familia).
La mejor literatura ha sentido preferencia por esta última dimensión mitteleuropea y continental, la cultura de quien se atrinchera contra la vida, que ha sentido con fuerza inusitada la carencia de la vida verdadera y ha intentado defenderse de ella burlándose irónicamente, como pone de manifiesto el extraordinario arte de Svevo. Pero también el alma acuática, marina de Trieste, con su sentido épico de apertura al mundo, ha conseguido encontrar sus escritores y sus poetas, desde algunas extraordinarias poesías de Saba y Marin hasta Stuparich, pasando por Quarantotti Gambini, por Mattioni, por Bettiza y otros más. Podemos encontrar asimismo un eco de esta dimensión marina en una literatura menor, en ocasiones escrita en dialecto, impregnada por un deleitable y sabroso sentido épico, por una familiaridad con la vida y con la muerte. Pero este mar mío ha hallado también en sus orillas orientales, dálmatas, a sus intensos e inolvidables poetas, autores croatas, como Marinkovič por poner un ejemplo entre otros. Mi Danubio es un viaje que atraviesa la Mitteleuropa continental, toda esa cultura atrincherada y arrebujada, amándola y viviéndola profundamente, pero también acuciado por una inmensa nostalgia del mar. El viaje danubiano concluye de hecho “in tel mar grando”, en el mar e, idealmente, en la poesía de Marin, extraordinario cantor acuático, que lleva la batuta en la última línea de mi libro.
El libro más extraordinario jamás escrito, la Odisea, el relato del viaje a través de la vida, es impensable sin el mar, pero también el mar es impensable sin la Odisea
El mar, para mí, es por consiguiente antes que nada el mar concreto, físico. Pero es también un mar de papel, el mar recreado y reinventado por la mejor literatura; los dos mares se compenetran y se integran el uno al otro, uno no podría existir sin el otro y este último no estaría tan lleno de sentido y de significado si no existieran las palabras que han nacido de él y que al mismo tiempo lo hacen nacer. El libro más extraordinario jamás escrito, la Odisea, el relato del viaje a través de la vida, es impensable sin el mar, pero también el mar es impensable sin la Odisea. De esta forma puedo decir que he encontrado el mar no sólo en Bárcola, sino también en las aguas del Corsario Negro y de los Piratas de la Malasia de Salgari, que poco después se abrirían a las mucho más inmensas de Stevenson, de Conrad, de Melville y de tantos otros autores, incluidos los italianos, desde Verga a Comisso, pasando por Brignetti y La Capria y D’Arrigo. También Italia ha dado lo suyo a la literatura del mar.
El mar tiene un doble valor simbólico. Antes que nada representa la lucha, el desafío, la prueba, la confrontación con la vida, como emerge por ejemplo en muchos de los grandes relatos y novelas de Conrad. En la Odisea el mar es el horizonte, el paisaje imprescindible de la búsqueda de uno mismo y del significado de la vida. Por mi parte, yo tal vez sienta todavía más el mar como abandono, el mar vivido no en la posición erecta de la lucha y del desafío, sino en la tumbada del abandono; el mar como símbolo de la unidad de la vida a pesar de las laceraciones, de los naufragios y las tragedias; un mar misteriosamente sereno, enigmático símbolo de la nostalgia pero también de la satisfacción. El mar es ciertamente muchas cosas; es el Leviatán, el elemento hostil y poco de fiar; es el gran sudario que se extiende al final de Moby Dick y del canto de Ulises en Dante; es una gran escuela de humildad, es el mar que desgasta, ese mar que nos derrota, como dice N’toni en los Malavoglia.
El mar también es el símbolo de la unidad de la vida porque es nuestro antepasado imaginario, una especie de abuelo que nos ha tenido sobre las rodillas. Por mucho que a menudo lo olvidemos, provenimos del mar como individuos y como especie; aprendemos a nadar antes que a caminar, en las primeras semanas de vida en las entrañas de la madre. Nuestro cuerpo está hecho en buena parte de agua. El mar es lo más antiguo y poderoso, como dice Hesíodo, y yo no me cansaría nunca de mirarlo, de escucharlo; es una infancia individual y coral, que a menudo muchos olvidan, igual que se olvida la infancia, entregándose de ese modo a la muerte.
El mar es símbolo de la persuasión, que significa posesión presente de la vida de uno; capacidad de vivir el instante, y no solamente los momentos privilegiados y excepcionales
Precisamente porque siento con tanta hondura la sombra, la oscuridad, la nada, la laceración irremediable que hace dudar de la unidad de la vida, el mar me ha ayudado a encontrar esta última también en los momentos más oscuros. En los últimos meses, antes de morir, Marisa me decía que fuese cada día al mar, aunque no fuera más que durante media hora, que lo hiciera también por ella, y pocas semanas antes de su muerte, con el tono de desafío con el que se habla de algo que nadie podrá jamás quitarnos, dijo: “Hemos tenido nuestro verano”, porque un poco antes, a primeros de junio, habíamos pasado unos días incorruptibles en el mar de Miholaščica en Querso.
El mar es también el símbolo de lo que Michelstaedter llamaba persuasión, tal y como traté de contar en mi novela Un altro mare (Otro mar). Persuasión significa posesión presente de la vida de uno; capacidad de vivir el instante, y no solamente los momentos privilegiados y excepcionales, sin sacrificarlo al futuro, sin aniquilarlo en proyectos y programas, sin considerarlo simplemente como un momento que hay que hacer que pase lo antes posible, para alcanzar otra cosa distinta.
Casi siempre, en nuestra existencia cotidiana, nos sobran razones para esperar que ésta pase lo más rápidamente posible, que el presente se convierta pronto en futuro, que el mañana llegue cuanto antes, porque esperamos con ansia una respuesta del médico, el resultado de las elecciones, el comienzo de las vacaciones, y de este modo vivimos no para vivir, sino para haber vivido ya, para estar ya muertos. El mar es por el contrario el símbolo de la vida que se basta a sí misma, del puro presente, como es la vida para los niños; cuando se mira el mar, cuando se le escucha, cuando se oye el murmullo de su resaca, no se desea que el tiempo pase pronto, no se desea nada que no sea ese mismo presente, ese resplandor y ese murmullo de las olas.
El mar es asimismo una promesa de vida verdadera
Tal vez por eso decía Thomas Mann que el amor al mar es también amor a la muerte, es decir, a aquello que trasciende la individualidad. El mar es asimismo –y así lo siento yo muy a menudo– una promesa de vida verdadera, de aquello que la vida podría y debería ser; una promesa que se hace insoportable, porque hace sentir todavía con mayor crueldad todo aquello de lo que carece la vida, todo aquello que nos falta, y por consiguiente nos empuja a huir de él, de la misma forma que en ocasiones se puede huir de un gran amor que, precisamente porque es tal, resulta insoportable. Del espejo del mar, como he intentado decir en mi Microcosmi (Microcosmos), emerge y nos sale al encuentro nuestro rostro más verdadero, una promesa de felicidad siempre desmentida y nunca renegada, custodiada en lo más hondo y convertida en la verdad más profunda de cada uno de nosotros; el rostro de la infancia no surcado todavía por todo aquello que la vida nos arranca y se lleva, el recuerdo, como afirma un personaje de Kipling, de haber sido alguna vez dioses.
El mar tiene naturalmente sus horas, sus estaciones; está el mar todavía pardo de la mañana, el mar plano y en calma y el mar movido, el inmenso mar inmóvil del mediodía y el mar de la tarde, mar de Calipso. El mar azul, azul turquesa, añil, gris, plomizo, negro. Como es natural cada uno tiene sus predilecciones y sus amores. Yo amo sobre todo el mar de la tarde y sobre todo amo el mar inmóvil, plano, mucho más misterioso que el pintoresco mar tempestuoso, precisamente porque el misterio estriba en la seducción de su serenidad, que sin embargo cubre tantas lacerantes tragedias. Esa planicie del mar es épica, es decir, da el sentido del resuello de la vida, unitario a pesar de todas las escisiones. Es el elemento homérico de la vida y de la narración; ese balanceo del mar que Thomas Mann percibía en la prosa de una novela no precisamente marítima por lo que a los paisajes y contenidos se refiere como Guerra y paz, pero al mismo tiempo marítima en cuanto homérica como pocas otras en la literatura moderna.
Traducción del italiano de J. A. González Sainz
Reseña de Claudio Magris.
El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna
"El Danubio enfila las ciudades como perlas, transcurre grande, y el viento de la noche pasa sobre los cafés al aire libre como la respiración de una vieja Europa que tal vez se encuentre ahora en los márgenes del mundo y no produzca, sino sólo consuma historia. Budapest es la más hermosa ciudad del Danubio; una sabia autopuesta en escena, como en Viena, pero con una robusta sustancia y una vitalidad desconocidas en la rival austriaca. Si la Viena moderna imita el París del barón Haussman, con sus grandes bulevares, Budapest imita a su vez este urbanismo vienés de acarreo, es la mímesis de una mímesis; es posible también que gracias a esto se asemeje a la poesía en su acepción platónica: su paisaje sugiera, más que el arte, el sentido del arte."
A ciegas (fragmento)
"Cantar a las espadas, manejar las espadas. Magnus Finnusen, mientras cabalgo a través de esta nada baldía y rugosa, está componiendo, como me prometió en Bessastadir, su canción, el canto de Jorgen, Protector de Islandia, señor de la lanza y fresno de la estirpe, el oso traído por la helada, el soberano llegado del mar con la espada y la balanza. Quiero un canto como es debido y si es menester le echaré una mano, la escuela del viejo Pistorius no es menos digna que la de Bessastadir. Un hermoso poema de toda mi vida —de toda, incluida por lo tanto la muerte.
Escribir y poner en escena la propia muerte, como un actor que hubiera estudiado su papel. Y entonces sabré quién soy, porque es la muerte, es la hoguera, es el túmulo lo que narra la historia de un hombre, incluso a sí mismo, mejor que las biografías y las autobiografías. En Reikiavik prepararé de todas formas mi cerveza fúnebre, como quiere el rito de los funerales solemnes. Los caballos avanzan, el futuro es una tela pintada y la vida la rasga sin contemplaciones. Mi cerveza fúnebre, quizá me la bebo entera antes.
En una granja, no lejos de las grutas de lava de Stefán Hellir, hay un bastón de infamia, un báculo con una cabeza de caballo. El campesino, un hombre huesudo y escrofuloso, no recuerda por quién. Infamias se cometen muchas y poniendo un bastón, para señalar la deshonra, no hay posibilidad de equivocarse. En la ciénaga de las ahogadas también ha sido ajusticiada su hija la pecadora. Las muchachas chillan cuando les meten la cabeza debajo del agua; una vez una consiguió escaparse, nadando hasta la otra orilla. Tomaré a los bastardos bajo mi protección, haré con ellos mi guardia, como el sultán con los jenízaros. Y las madres recibirán un subsidio, con tal de que se larguen. "
CLAUDIO MAGRIS: APOSTILLAS Y PERIFERIAS MERCEDES MONMANY
CLAUDIO MAGRIS Y EL DOLOR DE LA EXISTENCIASupe de Claudio Magris hace ya casi veinte años, cuando leí una crítica que le hicieron en la revista española “Nuestro Tiempo”. Se destacaban allí su humanidad y rectitud intelectual, algo no común en este tiempo de caótico materialismo, en el que el relativismo moral se ha convertido en una consigna casi automática para millones de seres humanos. Leí ávidamente algunas de sus obras y todo cuanto caía en mis manos acerca de su persona. Después se me presentó la oportunidad de conocerlo personalmente. Antes de ese primer encuentro, temía lo que ocurre tantas veces: que su personalidad y su vida real resultaran muy distintas de lo que decía en sus ensayos, que su palabra escrita fuera mera retórica, artificio literario urdido con los propósitos espurios de la fama o del éxito económico. Pero varias conversaciones que sostuve con él, de igual a igual, y en un tono sencillo y directo, me hicieron constatar que Magris no cultiva el culto de sí mismo, sino que se mira con irónica compasión, sin dar ninguna importancia al aura que lo rodea. Encarna con gran coherencia la mejor tradición humanista, no solo en sus obras sino también en su propia actitud ante la vida. Estas palabras, oídas de sus labios en esos días, corroboran lo dicho: “Debemos tener una recíproca indulgencia. Cuán estúpido es este común y poblado camino de herirse recíprocamente. Me parece imperdonable añadir más dolor a la vida. Hay que reconocer la propia pequeñez y no tomar las propias elucubraciones como el centro del universo. Un gran maestro hasídico decía: ‘El hombre es polvo y al polvo volverá, pero nada obsta para que en el intertanto pueda beber algún buen vaso de vino en buena compañía’ ”. En sus novelas, Claudio Magris desenmascara las falsas premisas, creencias y teorías que hoy circulan sobre la existencia humana, recordándonos que en realidad no hemos dejado de ser lo que éramos, que cuando descubrimos que las palabras con las que creíamos explicarnos la realidad no sirven y miramos perplejos los engaños de la cultura, es cuando podemos iniciar la verdadera búsqueda de nuestra identidad, abandonando el sometimiento mecánico a los paradigmas contemporáneos y a nuestros propios impulsos, casi siempre erráticos e infructuosos, porque no proceden de un conocimiento real de la condición humana. El hombre es el mayor desconocido de nuestro tiempo. Para cumplir lo que la sociedad le exige (sociedad que tampoco lo conoce), se va mimetizando con esas exigencias mediante diversas máscaras que esconden y adulteran su verdadero yo, y que terminan provocándole la pavorosa sensación de no ser nadie. Si cada uno se oculta detrás de máscaras, se hace imposible una real comunicación entre los hombres, pues se conocen solo convencionalmente, y cada uno se queda solo y perdido en el drama de la incomunicabilidad, del sinsentido de la vida. Por último, el mundo mismo se hace ilusorio: un flujo de sucesos atravesado de punta a cabo por el absurdo. “Hay que mirar cara a cara la Medusa de la vida —nos dice Magris—; no eludirla ni bajar los ojos ante su apariencia incomprensible o atemorizante, y acometerla de frente para descifrar sus enigmas. Atravesar las tinieblas y las fracturas de la realidad que creíamos cierta, resistiendo siempre la tentación de retroceder; confrontar las verdades detestables con todo aquello que creemos en el mejor ámbito de nosotros mismos, sin perder la esperanza de encontrar las salidas liberadoras”. “La tragedia, pero también la dignidad humana, consisten en el hecho de que no existe una respuesta preconcebida al gran dilema, sino sólo una difícil búsqueda no exenta de peligros”.
Los temas de sus obras
Hay escritores que tienen impresos, en su conciencia o en su inconsciente, el paisaje, las leyendas y el carácter de su tierra, que los han acompañado en el camino de la vida y han moldeado su personalidad. Trieste, lugar de nacimiento de Magris, ha representado para él un escenario propicio para intentar la fusión entre culturas y gentes muy distintas entre sí, y el punto de partida para una metafísica de lo que son las fronteras y cómo nos las encontramos en todo lo que hacemos, “porque son nuestras fronteras interiores las que deberíamos romper para pisar, al fin, un mundo habitable para el ser humano”. “Ese intento me proporcionó la sensación de las fronteras, no sólo geográficas sino de todo tipo: culturales, religiosas, políticas, sociales, y me enfrentó a la necesidad y a la dificultad de superarlas”. El tema de las fronteras, que Magris escudriña magistralmente en algunos de sus ensayos, lo hace ser un hombre de diálogo, que nos invita a recibir y revisar los argumentos de los demás con comprensión y tolerancia, pero a la vez con una inquebrantable convicción en las verdades cuya autenticidad hemos comprobado por nosotros mismos. Ha sido llamado “el escritor de las fronteras”, como justo reconocimiento a su teoría sobre nuestro ser más personal. Los temas de sus novelas rondan e interpelan la condición humana, y destacan que la realidad en la que vivimos no es unívoca y estática, sino cambiante y dotada de mil caras. Sus personajes están marcados por el ritmo secreto de una perpetua ilusión y desilusión de la vida. Y el telón de fondo de ese ritmo es la búsqueda de absoluto y trascendencia, aunque jamás instala en sus conciencias las preguntas obvias y simplistas que abundan en las novelas mediocres. Deja que el lector palpe y atrape sus propias respuestas, consciente de que deben ser meditadas, sufridas y confrontadas finalmente con la pregunta de Job, como dice Joseph Roth: “Nosotros quedamos junto a Job en el polvo y la ceniza, preguntándonos, en los cien modos en que se puede disfrazar la angustia, qué sentido tiene la desventura, a qué terrorífico diseño corresponde el divino castigo de la virtud…”. Magris no nos da tregua en cada uno de sus libros; nunca encontramos concesiones al lugar común que nos facilite y a la vez nos haga tediosa la lectura. Nos sorprende a cada momento, rompiendo los formatos literarios conocidos e introduciéndonos en mundos hasta entonces ignorados.
|
El ser humano contemporáneo está expuesto a su destrucción, en una precariedad y debilidad extremas, pero a la vez tiene una increíble capacidad de resistir, de ser fiel a sí mismo, a pesar de todo. Se vive al borde de la nada como si todo estuviese en su sitio”.
“Lejos de dónde —nos dice Magris— es un libro central en mi obra, porque aparece el tema, que me obsesiona, de la crisis de la individualidad y de la simultánea capacidad de resistencia del individuo frente a la amenaza de la disgregación existencial y psicológica del sujeto. Se trata de describir la permanente tensión entre la precariedad de toda forma de identidad personal estable y la voluntad tenaz del individuo de percibir en el mundo cualquier atisbo de unidad. Cuando el hombre ha sido más fuertemente cercado y oprimido, ha sido capaz de desarrollar formas de resistencia más perfectas. La cultura hebraica-oriental, la civilización de esa última diáspora y del exilio representa un ejemplo histórico extraordinario de cómo el individuo desarraigado, constreñido a vivir aislado y sin el apoyo de las grandes construcciones políticas y estatales, se repliega en su realidad personal y familiar, en el plano de sus afectos, pero de un modo no retórico sino intensamente real”.
Microcosmos es quizás el libro que contiene más relatos autobiográficos. Magris entabla aquí un diálogo con sus vivencias interiores, con aquellos lugares y personajes que han cruzado su existencia y se han alejado, pero permanecen en el espacio antropológico, porque forman parte no solo de sus recuerdos sino sobre todo de su identidad, de su manera de mirar la vida.
Nos dice el autor: “Los lugares son ovillos del tiempo que se ha devanado sobre sí mismo. Escribir es desovillar esos hilos, deshacer como Penélope el sentido de la historia”.
Sus distintos capítulos están llenos de códigos extraídos de la realidad, y sus personajes nos abren un camino hacia la esperanza, al dar sentido al dolor y a los destinos singulares.
Oigamos a Magris en una entrevista acerca de este libro: “Tal vez sea eso el pecado original, ser incapaces de amar y de ser felices, de vivir a fondo el tiempo, el instante, sin la manía de quemarlo, de hacer que acabe pronto. El pecado original introduce la muerte, que toma posesión de la vida, la hace sentir insoportable en cada una de las horas que acarrea en su transcurso y obliga a destruir el tiempo de la vida, a hacerlo pasar pronto, como una enfermedad; matar el tiempo, una forma educada de suicidio”.
En la obra teatral La Muestra, nos introduce en la dramática existencia de Vito Timmel, pintor víctima del alcohol, a quien le hace daño su gran amor por la vida y desea borrarlo, apagarlo, no existir. Se redime al casarse con la mujer que ama, pero esta muere, y Timmel continúa el proceso de autodestrucción sin siquiera aceptar como una nueva oportunidad de amar su relación con otra mujer. Su exceso de sensibilidad le recuerda constantemente cómo es su vida y cómo debería ser, hasta que la angustia se le hace insostenible, y entonces se refugia en la apatía y el olvido, para sufrir un poco menos la falta de la vida verdadera. Termina en una completa demencia hasta fallecer.
Todo sucede en este drama como en una muestra; el texto no es lineal, no hay un comienzo y un final identificables como tales, cruza los códigos lingüísticos de los idiomas y dialectos. Su lectura se nos hace difícil, como si estuviéramos conversando con alguien de personalidad disgregada y discontinua, esquizofrénica. Nos traspasa así el sentimiento y la personalidad del pintor. Hay un uso magistral de la elipsis de conocimiento, involucra al lector en lo que se supone que este ya sabe, casi como un copartícipe de la historia. Es un libro escrito de manera muy distinta a todos los otros, porque no encontramos aquí esperanza ni soluciones al gran dolor de existir.
Conjeturas sobre un sable: Un sacerdote escribe una carta sobre la gestión pastoral desarrollada en la región de Carnia (en el límite oriental de Italia con Austria y Eslovenia), en la cual va enhebrando los acontecimientos que rodearon a un viejo sable y a su anciano dueño, el atamán cosaco Krasnov, cuando en 1944 Hitler le prometió a un ejército de cosacos establecerles allí una nueva patria. Magris nos lleva de la mano a enfrentar la ingenuidad y vanidad del ser humano que cree tener en sus manos el devenir de la historia, cuando las grandes líneas que la van tejiendo escapan a su voluntad y están trazadas por una inteligencia extraña a nuestra comprensión.
Algunas citas de Magris, respecto a este libro:
“El nazismo, como toda barbarie, fue a la vez imbécil y autolesivo; al exterminar a millones de judíos mutiló la civilización alemana y destruyó, quién sabe si para siempre, la centroeuropea”.
“Las acciones tienen un peso y una dignidad que no valoramos nunca lo suficiente, y no son revocables a nuestro gusto. Son los primeros pasos en el mal aquellos de los que debemos guardarnos; cuando ya estamos encaminados es difícil volverse atrás”.
“Aquella empuñadura que afloró entre los tormos de tierra me lleva a pensar en la brevedad pero también en la duración de nuestra vida, y me parece conciliar el gran sí que decimos en nuestro crepúsculo, aceptándolo serenamente, con la pequeña resistencia que justamente le oponemos, hasta cuando creemos, como creo yo, estar saciados y cansados de la vida, porque incluso una tarde de más en el café San Marco es poca cosa respecto a la eternidad, pero es sin embargo siempre algo, y tal vez no tan poco”.
Utopía y Desencanto es una recopilación de ensayos. Lo medular que rescaté de este libro es que, desde que carecemos de un referente absoluto por haberlo exiliado de nuestra vida, toda cosmovisión estable, todo centro en torno al cual articulábamos nuestra racionalidad, ya no funciona. Hay que ir más allá de la parálisis del desencanto, correr el riesgo de abrirnos a lo ignoto, afirmar los valores que nos permiten la movilidad y la incesante reinterpretación de nosotros mismos.
Magris también nos ayuda a recomponer nuestros sueños:
“La Utopía y el Desencanto van unidos: debemos estar conscientes de que Dulcinea no es Dulcinea sino Aldonza. Pero debemos pensar al mismo tiempo que Aldonza podría ser Dulcinea”.
En otros ensayos, como por ejemplo, La Historia no ha Terminado, Magris interpreta el libro de la vida con profundidad reflexiva y una tremenda sensibilidad, siempre atravesadas por un apasionado humanismo. Impresiona el rigor de su pensamiento, su búsqueda de la verdad última de todas las cosas sin hacer trampas, siempre objetivo y lógico en su razonar. No elude nuestras paradojas existenciales; al contrario, las saca a la luz y espera que hagamos con ellas nuestras propias síntesis.
Sus ensayos se leen con facilidad y agrado, con el asombro de encontrar en ellos ejemplos de la vida cotidiana que nos hacen reír en medio de la seriedad del argumento, con lo cual apela a nuestro corazón a la vez que acosa nuestra mente.
En un mundo en que todo parece ser relativo y opcional, según la utilidad que nos presta, Magris nos impele hacia la columna vertebral de los valores éticos, que no son negociables, y que constituyen lo único que puede permitirnos seguir en pie ante las innumerables dudas y sincretismos que hace llover sobre nosotros la cultura que hoy respiramos.
“Conocer significa distinguir —nos dice—, saber que una cosa es esa y no todas las otras”.
Por sobre la ecología y la naturaleza, Magris sitúa al hombre como protagonista de este mundo. “No es la naturaleza la que está en peligro sino nuestra especie, pero eso no le interesa a la naturaleza más que la extinción de los dinosaurios, puesto que la desaparición del hombre de la faz de la tierra no significaría una catástrofe planetaria y menos cósmica; todo seguiría su curso en el universo”. Después de ejemplificar esta idea termina diciendo: “Lo que está amenazado es algo más modesto pero para nosotros insustituible: el humanismo, el rostro y el lugar del ser humano”.
“No es la fe en un infinito progreso —aberrante como cada fe dogmática— la que puede confortarnos, sino la fe humanística e iluminística en tantos pequeños y distintos progresos posibles, que nos ayudan a vivir un poco mejor, a ser con más justicia lo que somos"
EL PERIODISMO DEL JOVEN CLAUDIO: MAGRIS ANTES DE MAGRIS The Journalism of the Young Claudio: Magris before Magris Pedro Luis LADRÓN DE GUEVARA Claudio Magris, antes de ser el famoso escritor de El Danubio, o aquel narrador que se inició con Conjeturas para un sable, escribía en los periódicos. En las rotativas expectante se fue formando como escritor, sin hacer distinción entre el periodista, el profesor o el narrador. Comenzó en periódicos locales, entre estos destaca Il Piccolo de Trieste, para pasar después a ser colaborador habitual del Corriere della Sera, donde sigue hasta hoy tras más de cincuenta años. La figura de Claudio Magris presenta algunos puntos en común con Gabriel García Márquez, no solo porque ambos se sintieran atraídos por el cine: García Márquez confiesa que entre 1952 y 1955 estudiaba en el Centro Experimental de Roma «entonces no quería nada más en esta vida que ser el director de cine que nunca fui» (García Márquez, 2010: 55), cuenta en Yo no vengo a decir un discurso, mientras que Magris, en el examen de selectividad (Esami di maturità) se presenta dubitativo, en aquel julio de 1957: «Ero incerto tra Roma – ovvero il centro sperimentale di cinematografia e l’idea di fare il regista –, e la letteratura» (Magris, 2012: CVIII) confiesa a Ernestina Pellegrini en la cronología del volumen de I Meridiani1 . Fue el presidente del tribunal de selectividad, el famoso estudioso universitario Giovanni Getto, el que le convenció para que fuese a Turín a estudiar literatura. También coincide con Márquez en iniciarse en el mundo de la escritura a través de las rotativas de un periódico, aunque con las diferencias que marcarán sus respectivas obras: Márquez cuenta que publicó la primera vez impulsado por la lectura de una nota de Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento de El espectador de Bogotá, en la que afirmaba que la nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, ante lo cual confiesa Márquez: «A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, nomás por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda». Mandó el cuento al periódico que lo publicó el domingo siguiente con gran susto del jovencísimo Márquez al leer como el director rectificaba, pues con «ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana» (García Márquez, 2010: 12).
Magris, también comienza escribiendo en el periódico con apenas 19 años, en el Messaggero veneto, en la página tres del 25 de julio de 19582 . No se trata de ficción sino de la reseña al libro de Falco Marín, hijo del poeta y guía intelectual de Claudio, 1 Otro escritor que estudió cinematografía en Roma fue Valerio Magrelli (Valerio MAGRELLI. 2015. Lo sciamano di famiglia, Omeopatia, pornografia, regia in 77 disegni di Fellini. Bari: Editori Laterza). 2 En realidad su primer texto publicado es «Trieste, esempio di una civiltà e di una cultura» (1958), XXX octubre 1918-1958, edición de la Lega Nazionale di Trieste, pp. 35-36. Posteriormente, en los dos años siguientes desarrolla una labor como reseñador: «Per un’antologia della letteratura triestina» (enero-marzo 1959), Lettere italiane, XI, 1, pp. 104-112; «Recensione a Marcello Aurigemma, Saggio sul Passavanti» (1957), Lettere Moderne, n.1, IX, enero-febrero 1959, pp. 110-113, Florencia: Le Monnier; «Recensione a V. Zenkovskij, Aus der Geschichte der ästthetischen Ideen in Russland im 19. Und 20. Jahrhundert, Mouton & Co, L’Aja, 1958», Rivista di Estetica, IV, n. 2, mayo-agosto 1959, pp. 303-306; «Recensione a Ulrich Leo, Ritter-Epos Gottes-Epos. Torquato Taso Weg als, Dichter, Böhlau Verlag, Köln Graz, 1958», Lettere italiane, XI, 2, 1959, pp. 268-270; «Il «Poema paradisiaco» del D’Annunzio e il «traurige tänze» si Stefan George», Lettere italiane, XII, 3, julio-septiembre, 1960, pp. 284-295; «A proposito dell’avvanguardia tedesca», in Uomini e idee, VIII, n. 5-6, septiembre-diciembre, 1960, pp. 21-30. EL PERIODISMO DEL JOVEN CLAUDIO: MAGRIS ANTES DE MAGRIS 185 © Ediciones Universidad de Salamanca / CC BY-NC-ND Rev. Soc. Esp. Ita. 12, 2018, pp. 183-188 Biagio Marin, cuyo epistolario con Magris es el sendero más sólido para recorrer el itinerario vital y espiritual del autor triestino3 . Falco había muerto en Eslovenia quince años antes, durante la Segunda Guerra Mundial. El título del texto «Nelle pagine di Falco Marin presagio di una morte immatura – Una giovinezza stroncata in Slovenia». Para Magris Falco non era un osservatore, magari acuto, da reportage; era uno di quegli uomini – gli «spirituali» direbbe Unamuno [quizá el más conocido rector de esta Universidad en sus ocho siglos de historia que aquí conmemoramos] che spendono la loro vita a guardare dentro sè stessi, a farsi un carattere e un’anima; a porsi le antiche eterne domande sulla vita e sulla morte, a sognare immortali speranze. Falco era un uomo che guardava dentro di sè, più che fuori: e il mondo esterno si vendicò con una pallotola. No obstante la trascendencia del discurso Magris hace uso de esa ironía que le caracterizará siempre con esa última frase («el mundo externo se vengó con una bala»). El joven Magris encuentra en Falco Marín un referente de humanidad, de aquellos «che non abbiano paura di pensare anche le grandi cose, la vita e la morte, l’angoscia di morire e la speranza di vivere. Sono essi che possono dirci qualcosa». Desde el primer artículo Magris basa sus estudios, sus obras de creación y de investigación, en la lectura de los libros, en la reflexión que estos provocan. De ellos parte para elaborar su pensamiento crítico y crear sus mundos de ficción.
Mientras que García Márquez prefiere la ficción pura, rondando la fábula, o como mucho, la investigación periodística (pensemos en Noticias de un secuestro), aunque es evidente que la Historia está presente en Cien años de soledad. Ciertamente las primeras intervenciones de Magris son sobre los autores que le son más próximos. Tres años más tarde, el 25 de agosto de 1961, escribe sobre la antología de Biagio Marin. Sus intervenciones abarcan especialmente autores de lengua alemana: Musil, Moosbruger, Muster, Herzen, Hoffman… llegando a autores como el dramaturgo alemán Heinrich Laube y su viaje a Trieste: «Impressioni di viaggio del drammaturgo tedesco Heinrich Laube – La vitalità commerciale della Trieste 1833 pareva bandire ogni accento di spiritualità» del 10 de agosto de 1963 en Il Piccolo de Trieste. La descripción de la ciudad como centro de dinero y comercio, «come un’irrequieta città mitteleuropea e cosmopolita» le lleva a la reflexión de Slataper sobre la cultura de la propia ciudad, y la visión que de ese mismo puerto hace Saba. Será al distanciarse físicamente de Trieste, estudiando y luego siendo profesor en Turín, cuando se aproximará con ojos críticos a los escritores y a la percepción mitteleuropea que ello provoca. El 3 de diciembre de 1966 habla del viaje a Italia de Ricarda Huch, en «Trieste e un amore – Riccarda Huch», la cual siente en Trieste «l’esperienza viva della nostra civiltà, di un’ideale italianità di cui ella fu sempre ammiratrice entusiasta e cordiale celebratrice». Años más tarde, el 11 de marzo de 1982 3 Cfr. MAGRIS y MARÍN (2014). 186 PEDRO LUIS LADRÓN DE GUEVARA © Ediciones Universidad de Salamanca / CC BY-NC-ND Rev. Soc. Esp. Ita. 12, 2018, pp. 183-188 «La seconda patria dello scrittore irlandese – “Ah Trieste” disse Joyce» siempre en el Corriere della Sera. El 15 de octubre de 1967 publica su primer artículo en el Corriere della Sera, (en la página once, deberá esperar seis años para pasar a la tercera página, la dedicada históricamente a la cultura), con el título «Da Praga a Tel Aviv», sobre la figura de Max Brod, artículo que sería publicado de nuevo en el mismo periódico medio siglo más tarde, el 15 de octubre de 2017, para festejar los cincuenta años de colaboración. Magris, sin querer ser localista, dedica algunos artículos a autores triestinos e istrianos como Lina Galli («“Incontri” di Lina Galli», Il Piccolo del 13 de febrero de 1965), Umberto Saba («L’innocenza di Saba», Il Piccolo del 20 de agosto de 1966 y «“Amicizia” di Saba – Il suono mite d’ogni dolore», en el Corriere della Sera del 25 de abril de 1976; «Un anno dopo “Ernesto” di Saba – L’innocenza improbabile», Corriere della Sera del 28 de marzo de 1977), Italo Svevo («Svevo & Zeno – Due vite parallele», Corriere della Sera del 12 de marzo de 1972, «Italo Svevo raccontato dalla moglie – La vita irreperibile», Corriere della Sera del 29 de enero de 1977), Biagio Marin («Una testimonianza per Biagio Marin – I tempi delle conchiglie», 30 de junio de 1971 en Il Piccolo), o Fulvio Tomizza («Il nuovo romanzo di Fulvio Tomizza – Ritorno all’epica della frontiera» en el Corriere della Sera del 10 de abril de 1977)… Y también los dedica a Trieste: «Un fiume di libri su Trieste – Sull’orlo del mito», Corriere della Sera del 5 de diciembre de 1968; «Il vivo e il morto», Corriere della Sera del 13 de enero de 1971, o «L’età di Trieste», recensión al libro Nonna Trieste di Edgardo Bartoli e Nicoletta Brunner, Corriere della Sera del 25 de febrero de 1971, donde recoge las palabras del último superviviente de la Praga kafkiana: «non posso fare a meno d’invidiarLe Trieste»; «I malumori di Trieste dopo i patti di Osimo» en el Corriere della Sera del 8 de abril de 1977; «Trieste: malìa e malora nel dialetto dei suoi poeti» en Tuttilibri, 10 de junio de 1978. Visión de su ciudad que quedaría plasmada en el libro Trieste. Un’identità di frontera que publicó con el profundo historiador del imperio austro-húngaro Angelo Ara en la editorial Einaudi de Turín en 1982.
Pero sobre todo se detiene en esa Trieste descrita por austriacos y alemanes, y en el concepto de la mitteleuropa, el imperio austrohúngaro que se extendía por Centroeuropa. Debemos recordar que Magris había presentado en el curso 1960-1961 la Tesis de Licenciatura Il mito absburgico, umanità e stile nel mondo austroungarico nella letteratura tedesca moderna, nombre que después fue cambiado para su publicación por la editorial Einaudi en 1963 por el de Il mito absburgico nella letteratura austriaca moderna. En 1964 las referencias al imperio aparecen en varios artículos: «Il vecchio impero d’Absburgo sopravvive ancora nella lingua» del 22 de julio en la Gazzetta del Popolo; «Un mitteleuropeo nel Far-West» en Il Piccolo del 2 agosto de 1964, o «La nuova Mitteleuropa» el 6 de octubre de 1966, en este mismo periódico. Dentro del imperio una de las ciudades más significativas es Viena, y a ella ha de referirse Magris desde muy temprano, el 1 de abril de 1965 en la reseña del libro de Doderer La scalinata («Doderer recupera la civiltà viennense con la pignoleria di un burocrate» en la Gazzetta del Popolo), o en la de Wolfgang Kraus Il quinto stato EL PERIODISMO DEL JOVEN CLAUDIO: MAGRIS ANTES DE MAGRIS 187 © Ediciones Universidad de Salamanca / CC BY-NC-ND Rev. Soc. Esp. Ita. 12, 2018, pp. 183-188 («Il Quinto stato rilancia la tradizione vienense» en Gazzetta del Popolo del 20 de septiembre de 1967). Sobre Viena escribe el 7 de abril de 1974 en el Corriere della Sera: «Mercoledì a Vienna, in casa Freud», casa que estará presente en el punto 25 de la cuarta sección de su obra Danubio. El 23 de enero de 1975 en Il Mondo publica «Perché la nostalgia degli Absburgo – A Vienna non volano le aquile» y el dos de abril de 1980 «Austria: l’ammirabile impero campato in aria» en el Corriere della Sera.
Como vemos muchas son las referencias a autores y ciudades que años más tarde aparecerán en su obra Danubio, del 1986. El 12 de febrero de 1982 aparece un artículo en el Corriere della Sera titulado «Miroslav Krleža e la fine della civiltà absburgica – Nel fango della pannonia (là dove il mondo muore)» cuyo contenido podremos encontrar en la sección 6, llamada Pannonia, quinto punto, de Danubio, bajo el nombre de «Nel fango pannonico». El 9 de enero de 1983 publica el artículo «A trecento anni dall’assedio di Vienna a opera dei Turchi – Il terrore della mezzaluna» en el Corriere della Sera, que se convertirá en Danubio en el punto 8, titulado «I turchi davanti a Vienna», de la sección 4 que lleva por título «Café Central», nombre que en el periódico se refiere al primer enunciado. Estamos ante lo que se presenta como el germen central a partir del cual nace el libro. Meses más tarde, el 19 de junio de 1983 el Corriere della Sera anuncia en portada un artículo de tres páginas en el suplemento Corriere della Domenica con la siguiente publicidad: La capitale austriaca è una di quelle città che hanno un’anima o, forse, più di una: eccone una guida compilata da uno scrittore, Claudio Magris, che andando a zonzo per le sue strade e visitando i luoghi famosi o nascosti di una grande civiltà, trova in quello specchio di ieri, tanti volti segreti della nostra identità di oggi. El artículo, titulado «Vienna: un teatro del mondo», se extiende por las páginas 11, 12 y 13. Se trata del capítulo cuatro del que luego será su obra más conocida Danubio, titulado «Café Central». Nombre que aquí se le pone al primer apartado y que en el libro llevará el nombre «1.–Il manichino del poeta». Comienza este punto del libro con el nombre de la ciudad, Viena, que en el artículo de periódico era innecesario por aparecer en el título. A partir de ahí la idea del libro va creciendo. Ya no se trata de artículos sueltos sino que los capítulos y los viajes – incluidos los realizados con Marisa Madieri y con Nonna Anka, segunda compañera de su suegro viudo Luigi Madieri – surgen para formar un todo, un libro-guía cultural y viajero. Otro caso de presencia en la prensa de argumentos que aparecerán en sus libros lo tenemos en la figura de Goethe, base de su obra Stadelmann que aparece en «Wolfgang Goethe, nostro contemporaneo» del 28 de junio de 1977, «Goethe in Italia, con la matita» del 2 de septiembre de 1977, «Goethe: l’amore è un fuoco incrociato» del 29 de octubre de 1978, todos ellos en el Corriere della Sera. O sobre la figura de Michelstaedter, auténtico trasfondo de su novela Un altro mare, de 1991: «Il caso Michelstaedter fra pensiero poesia» del 16 de mayo de 1982 en el Corriere della Sera.
Para terminar, recordemos que el 3 de enero de 1988 publica «Il segreto di Diego de Henriquez – Voleva chiudere la guerra in un museo», origen de lo que 188 PEDRO LUIS LADRÓN DE GUEVARA © Ediciones Universidad de Salamanca / CC BY-NC-ND Rev. Soc. Esp. Ita. 12, 2018, pp. 183-188 posteriormente sería su última novela, hasta la fecha, Non luogo a procedere de 2015, donde se recoge la grotesca idea de un hombre obsesionado con crear un Museo de la Guerra para conseguir y fomentar la paz. Como podemos comprobar han pasado veintisiete años para que ese artículo de prensa se convierta en novela. En definitiva, la colaboración continua con la prensa, y especialmente con el Corriere della Sera, es el depósito donde Claudio Magris ha dejado trazas de sus lecturas, de los temas que le atraen, de los personajes que le han condicionado, y de ellos sacará consciente o inconscientemente personajes, ideas y argumentos para plasmarlos en una narrativa basada en su vastísimo campo de lecturas, porque no debemos considerar que se limitó a los autores de su especialización, sino que su inmensa curiosidad ha sido y es el verdadero motor de su creación. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS GARCÍA MÁRQUEZ, G. 1967. Cien años de soledad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana. – 1996. Noticias de un secuestro. Bogotá: Mondadori. – 2010a. «Una idea indestructible». En Yo no vengo a decir un discurso. Barcelona: Literatura Mondadori. – 2010b. «Como comencé a escribir». En Yo no vengo a decir un discurso. Barcelona: Literatura Mondadori. MAGRIS, C. 1984-1985. Illazioni per una sciabola. Milán-Bari: Cariplo-Laterza. – 1986. Danubio. Milán: Garzanti. – 1988. Stadelmann. Milán: Garzanti. – 1991. Un altro mare. Milán: Garzanti. – 2012. «Opere I». I Meridiani, edición de Ernestina Pellegrini, pp. CVIII. Milán: Mondadori. – 2015. Non luogo a procedere. Milán: Garzanti. MAGRIS, C. y MARIN, B. 2014. Ti devo tanto di ciò che sono. Carteggio con Biagio Marin, edición de Renzo Sansón. Milán: Garzanti.
Una literatura de bolsillo. Una entrevista con Claudio Magris 1 ABRIL, 1994 Miguel Angel Quemain
Así como el Danubio es un paisaje simbólico que Claudio Magris eligió para ilustrar su visión del devenir abigarrado de los hombres de pueblos y culturas distintos en tiempos sólo aparentemente unidos, este maestro italiano se ha empeñado en hacer de sus inquisiciones y fabulaciones literarias las tareas de un viajero listo siempre para el hallazgo. En este mismo número de nexos, el lector encontrará la reseña del último libro de Magris traducido al español, Conjeturas sobre un sable. Cada viaje es un regreso, aun si ese regreso casi siempre dura muy poco y llega pronto la hora de partir, escribió Claudio Magris en Valcellina,(1) un texto “autobiográfico” que transita algunas ideas que se desarrollan en este diálogo realizado en Trieste, donde reside y da clases, con la intención de recorrer de nuevo el camino, el proceso, de su creación literaria. Magris habla aquí de la moral, del lector, de la identidad (“toda identidad puede ser algo horrible, porque para mantenerse debe trazar un linde y rechazar a quienes están del otro lado”), de la preeminencia de la vida sobre la poesía (“la vida encuentra a menudo la forma de derrotarnos con los mas variados medios, acorde a la debilidad de cada cual: el vino, la droga, la ambición, el miedo, el éxito…”). Magris, quien ha sido reconocido internacionalmente por El Danubio (1986, Anagrama, 1988) y Otro mar (1991, Anagrama, 1992), relata también el proceso que lo llevó a su primera novela, Illazioni su una sciabola, publicada por Anagrama este 1994, y de su pasión por el mundo germánico, expresada en El anillo de Clarisse. Tradición y nihilismo en la literatura moderna (Península, 232), que se publico en español en 1993. La geografía que El Danubio inventa y recorre, cruza una buena parte del espíritu europeo. Me gustaría hablar del proceso de creación de esta novela, si es que lo es este mélange genérico.
-No es fácil definir su genero. Pero puedo contarle cuándo y cómo tuve la primera idea. En 1982, mi mujer y algunos amigos hicimos un viaje a Eslovaquia. Estábamos entre Viena y Bratislava. Era un día fascinante de septiembre, se veía el Danubio cerca de la frontera, marcada todavía por la cortina de hierro que cortaba el mundo entero en dos. Mas allá de esa frontera sobrevivía el comunismo, la otra Europa. Estábamos muy felices, la luz de entonces impedía distinguir entre el correr del río y el movimiento de los pastos y el trigo. Las fronteras se encontraban disueltas. No sabíamos que era exactamente el Danubio, pero teníamos la impresión de estar en armonía con el, con el correr del tiempo, con la vida, con la historia. Fue uno de esos momentos de felicidad, de amistad. Y de repente, tuve sólo un flash: un museo y el Danubio. Era un museo muy extraño, y nos preguntamos: ¿acaso el Danubio es sólo porque se dice que lo es? Acaso somos también parte, figuras-actores de un museo, de una exposición, sin saberlo? Era extraño, muy extraño, como si dos enamorados en una banca publica descubrieran de pronto que forman parte de una exposición sobre los primeros amores. Me pregunté qué era el Danubio, ese río símbolo de la mezcla entre artificio y naturaleza, espontaneidad y organización. Algo por un lado muy sensual, muy presente; y por el otro, muy extraño, muy lejano. ¿Si nos paseáramos hasta el confín de la memoria?, me pregunté de nuevo. Así comenzaron cuatro años de escritura, de viajes, de reflexión, sobre el Danubio. No hubiera podido escribir un libro sobre el Danubio sin los 25 años de estudio de ese mundo. Había escrito sobre la literatura austriaca, sobre el imperio de los Habsburgo. Conocía la mitad de ese mundo; no puedo elegir ahora entre el Volga o el Mississippi como símbolo de la abigarrada situación humana e histórica contemporánea.
La segunda parte de su pregunta es muy importante para mí: la cuestión del género. Creo que inventé un poco un género literario sin darme cuenta, sin saberlo. Al principio no sabía qué libro estaba escribiendo. Por ejemplo, no sabía si el Yo que viaja, que cuenta, debería ser un Yo directo, es decir, un Yo mismo, Claudio Magris, o trazar un personaje literario, inventado, distanciado, no idéntico a mi mismo, por supuesto. Siempre me sucede lo mismo cuando empiezo a escribir algo. En la tercera parte o a la mitad del camino, empiezo a entender qué clase de libro estoy gestando. Es el trabajo de dos viajes: uno a través de la realidad, en el corazón, en la paz, y el otro en la escritura, donde ocurren varios niveles de narración, culturales, fantásticos. Viajé al Danubio muchas veces. Vi cada lugar al menos dos veces para confrontar la primera impresión sobre el papel. Y para confrontar esa descripción con la nueva impresión. Suceden cosas raras, graciosas: es como una mudanza, se encuentra algo nuevo pero se pierde algo. Las cosas, los objetos de la experiencia van a desaparecer en la escritura, y en la escritura se encuentra algo que no habíamos descubierto en la realidad, en los viajes, en la experiencia. Insisto: es como una mudanza, se alistan todas las cosas, pero ya no se encuentra el libro que se había preparado, y de pronto se hallan cartas ocultas y olvidadas. Es como si hubiera hecho una arqueología de la vida, del paisaje y no sólo del presente, también de su pasado, como si yo viera su edad, su infancia. El libro es un viaje sentimental, en el sentido de Sterne. Es también una novela oculta, una novela sumergida, es decir, una novela de formación (Bildungsroman). El Danubio no es sólo un río europeo, es también el símbolo de la abigarrada mezcla de la historia contemporánea. El viaje es una pequeña odisea, una travesía de las palabras que cruzan la realidad, la historia, el desencanto y que ademas ofrecen la posibilidad de regresar a sí mismas, a uno mismo, es decir, de encontrar un significado en la vida y, a pesar de todas las tragedias, desencantos y fracasos, encontrar un sentido, valores, la posibilidad de formar su identidad. Como el Ulises clásico, que al final regresa a Itaca confirmado en su identidad. Pero el encuentro con uno mismo también es posible en el hallazgo de la nada, del vacío, de la imposibilidad de vivir aun si se pierde ese sí mismo (moi-même) y su identidad durante el viaje. Creo que la novela sumergida también es una narración. En El Danubio hay un profundo ajuste de cuentas con la historia. Es un ajuste moral, no sólo imaginativo. La erudición es deseo que fluye, como el Danubio, en intensidades diversas, con alegrías y desencantos, con la voluntad profunda de disolver fronteras literarias y geográficas. Es un narrador y un autor que no temen saber demasiado.
-Saber demasiado. Creo que soy el que viaja: hay un lado muy cultivado, de gran cultura, erudición; pero, por el otro, de cultura muy pobre, ridícula. Tengo siempre la impresión de que nuestra cultura, nuestro saber y erudición libresca, comprenden muy poco, casi nada de la vida. La erudición, la verdadera cultura nos hace conscientes de nuestra debilidad. Hay una dimensión muy irónica, muy humilde que nos obliga a descubrir que esta gran cultura, este saber maniaco, lleno de cosas, es muy débil frente a la vida. Por eso en este viaje la cultura es ironizada pero con amor, con respeto. Ese pobre yo que viaja es un intelectual, y tiene la cabeza y el bolsillo llenos de las citas de los libros que ha leido, y cada vez que tiene dificultades en la vida, ante el amor, la enfermedad, ante sus amigos, la muerte, la vejez, inmediatamente, para defenderse, toma sus libros y cita: intenta construir una barricada, una muralla de cultura, de libros, de citas, contra la vida, contra las dificultades de la vida. Pero la vida es siempre mas fuerte que la cultura, cada barricada que levanta es muy débil ante el simple problema de vivir. Su conocimiento lo conduce a pensar que quizás el Danubio surge de una gotera, o de un grifo; que quizás el Danubio no existe. Eso quiere decir, en el fondo, que sabemos muy pocas cosas sobre la vida y su origen. Y descubrimos la posible inexistencia del Danubio. Es decir, que el agua materna, sensual, viviente de la vida, quizás ha desaparecido. La gran angustia de la civilización contemporánea es que la vida, la sensualidad, la posibilidad de amar, del deseo, han sido absorbidas, canalizadas. Su pregunta es clave: saber demasiado, demasiado y poco. Elegí el Danubio como paisaje simbólico del mundo, porque hasta un cierto momento soy yo el que viaja, a través de un río que atraviesa muchas culturas, terrenos, pueblos, civilizaciones, sistemas políticos, psicológicos, económicos, sociales, religiosos, etc. Hasta un cierto momento soy yo el que viaja, espera, cree; el que se hace la ilusión de poder comprender la realidad que lo rodea, de poder organizarla, de poder controlarla con su cultura germánica. Pero cada avance conduce a un territorio aún más desconocido: de lenguas y gestos ignotos. Por eso el Danubio es símbolo de esta aventura, porque no es un río que se identifique con un pueblo, como sí sucede con el Rhin. Es por ello un símbolo de la complejidad y la pluralidad de cada identidad. La moral. Esa es una dimensión fundamental de la vida y del libro. Soy el que viaja. No quisiera pensar en la moral. Es como cuando usted viaja a Viena o a Roma y desea estar con los amigos, ver los paisajes, disfrutar, vivir. Uno desea olvidar la moral. Cuando usted se ha enamorado, cuando ve el mar, cuando uno es feliz, no se piensa en eso. No obstante, la moral es como la salud del cuerpo, algo necesario, la premisa fundamental de la vida. No pienso en mis rodillas, pero si me duelen descubro la necesidad que tengo de ellas. Con la moral ocurre lo mismo. Así que estamos obligados a descubrir la necesidad de la moral, de los valores. Viajo y río, soy feliz, la sensualidad aparece, aparece el vino; pero también topo con el sufrimiento, la violencia, las víctimas. La historia es una complicación increíble de violencia, de injusticia, de clases sociales masacradas. Es entonces cuando se descubre la necesidad de la moral, la necesidad del buen combate como decía San Pablo. La necesidad de dar una forma, un significado a la vida. Pero de pronto en Auschwitz soy yo, el viajero, quien descubre la necesidad de decir sí y no a la vida.
Es un imperativo que tiene dos caras. Y así la lengua se vuelve de pronto la lengua de la moral, la lengua de la precisión. La moralidad es algo que da significado también a cosas que no tienen nada que ver con la moral. Cuando comemos, hacemos el amor, bebemos, no pensamos en la moral. Pero para poder ser significativamente feliz, hay que tener respeto a la moralidad. Por eso la novela es también un viaje peligroso donde, sí, hay posibilidad de gozar, pero también el riesgo de perderlo todo. Tal vez sin esa exigencia la vida perdería su encanto. Magris ha sido un cultivador amoroso de la tradición, pero también ha sabido corromperla con una obra difícil de clasificar. Hay quien pone sobre el adoratorio su erudición, otros su audaz interpretación de la historia centroeuropea. Hay quien la valora a la luz de la actualidad sangrienta de la otrora Yugoslavia, otros que no se explican el éxito de una literatura que califican de “difícil”.
-Literatura fácil o difícil. Hay gentes muy simples, sin conocimientos de esa cultura, que me escriben y que comprenden todo sin tener idea de ese mundo, quizá sin saber si Grillprazer es un personaje inventado como Amedeo o como los otros que viajan a lo largo del río, pero que de inmediato comprende que se trata de un viaje a través de la vida. No es necesario saber quién era Grillprazer sino su significado. Eso es lo que importa. Algunos profesores de liceo encuentran difícil El Danubio. Son personas cultas, que quisieran conocer todo y creen que el libro es de información, y cuando se encuentran con el nombre de Robert Flink, exclaman: “íDios mío, no conozco a este escritor judío romano!”, lo que quiere decir que es un libro difícil. No podemos conocer a todos los escritores rumanos o mexicanos. Si le cuento a alguien que conocí a un capitán de barco sobre el Danubio, nadie pretenderá conocerlo. Nadie pretende conocer a todos los capitanes de barco del Danubio. Pero no es así si se trata de un poeta, o de un pintor. La dificultad no esta en los datos, hay otra dificultad que consiste en descubrir los abismo del alma de Amedeo. Donde hay sólo una pequeña alusión a una mirada melancólica, por ejemplo cuando Amedeo toca el violín, se describe, en dos líneas, su mirada, que ve las cosas en lo lejano, ¿qué miran los ojos de la melancolía? La dificultad consiste en comprender la complejidad de su personalidad, aun si lo conociera de años. Creo que un novelista, un escritor, debe considerar al lector como su hermano, como alguien al mismo nivel. Hay que evitar una actitud didáctica, como si fuera un profesor y los lectores alumnos, escolares: “Ese es Gauguin, esas son dos mujeres jóvenes en Tahití. Tahití es una isla en…” íNo! Y cada encuentro es un riesgo. Si yo tuve una experiencia compleja, difícil, durante la escritura de El Danubio, el lector debe recorrer el mismo camino, con el mismo compromiso. Sólo así cobra significado la lectura de un libro. De otro modo serían libros falsos que dan explicaciones, que embotan las dificultades de la vida.
¿Hay lectores mas inteligentes, más comprensivos que otros? -Yo creo que la inteligencia y la tontería, la comprensión y la incomprensión son papeles. Hay siempre riesgos, aventuras como en la amistad, en el amor. Hay dichas y desdichas. En el itinerario de El Danubio hay una falsa dificultad. Las palabras difíciles, la ostentación de la erudición, esa es la problemática falsa. Hay una falsa facilidad de alguien que explica demasiado. Hay libros que parecen difíciles y son fáciles y otros que parecen fáciles y son muy difíciles. Por ejemplo, una novela de Theodor Fontane, el gran escritor alemán del siglo pasado, Stechlin, narra la historia de dos jóvenes que van a casarse y un viejo que muere. Muy simple, pero se trata de una novela muy difícil. Mucho más, diría yo, que el Doctor Fausto de Thomas Mann, con toda la discusión de los románticos. Usted ha emprendido la crítica literaria de los hombres y las obras fundamentales de la literatura alemana y en alemán y, aunque su caso es el de un académico, sus ensayos se caracterizan por la imaginación que hace falta en la academia. ¿Lo científico esta peleado con esta seducción del ensayista por la imaginación? -La ciencia es la atención por las cosas, una percepción de que las cosas que nos rodean, la realidad y sus fenómenos, no son un capricho. Si así sucede en el mundo de lo natural, en los hechos históricos todavía más. Por un lado está la dimensión científica como precisión, como superación de cada violencia subjetiva, de cada cultivo del yo. Es decir, también como una dimensión moral. Del otro lado esta la premisa de la experiencia del encuentro, con Musil, Mann o Broch, con quien quiera. Y entonces hay que interpretar, tratar de comprender qué significa esa obra para nuestra vida, y no para la vida de Claudio Magris, nacido el 10 de abril; no para la vida del pequeño yo odiable, no. No de los individuos, sino de los hombres. El mar concreto, que yo amo, no es muy diferente del mar que aprendí a amar en Melville, o en Joseph Conrad. Por supuesto, hay que distinguir entre ambos, pero sin perder el sentimiento de que la unidad entre ellos existe en mí. La crítica literaria no sólo es crítica, también es literatura, literaria porque es también una narración oculta. Una narración oculta es un viaje. Como se viaja a través de Francia o de México, se viaja también a través de Moby Dick, a través de Musil. Y se cuenta lo que se vio, lo que se vivió, con la necesaria frialdad de la distancia, la precisión del rebasamiento del capricho propio y con toda la pasión del encuentro. Creo que la pasión, el amor, el verdadero amor y no el falso sentimentalismo, tienen siempre una gran precisión, una gran claridad, una gran geometría. El amor nos ensena a ver como el clarividente. No es algo que nos ciega, ese falso sentimiento que nos ciega, sino el amor que ilumina, intenso y cálido.
Recuerdo Valcellina. En él hace un elogio del amor conyugal y de Menocchio, que apasionado lo defiende y valora. “Menocchio conocía el amor, el que profesaba a sus hijos, eje de su existencia y a su mujer. Era lo mio governo (era mi territorio), dijo desesperado cuando ésta murió”. Es inusual en esta edad de disolución hacer la apología de la pareja unida y de la entrega en exclusiva. -Estoy muy contento de que haya usted notado este pasaje, porque para mi es muy importante. Yo siento y vivo con mucha intensidad esa dimensión del amor, de la vida compartida. En esa reflexión autobiográfica recuerda a Giulio Trasanna, un hombre cuyas “piezas literarias no presentan esos brillantes y fáciles asideros a los que necesita aferrarse la sociedad literaria para confirmar la gloria de un hombre; no ha escrito ningún libro que se haya impuesto, como un acertado slogan, a la fama”; es una metáfora precisa del rechazo al consumo y los aparadores literarios. -Cierto. Hay escritores que son como Trasanna. Otros que son escritores muy vivos, muy auténticos, pero no escriben el objeto-libro. Lo cual quiere decir: la novela con una cierta dimensión que puede ser objeto de la atención internacional, de la organización de la cultura. Así pues, las obras, los libros, las críticas, los premios, las entrevistas, los comentarios son objetos con los cuales se hace algo. Pero con lo que Trasanna escribía, dos o tres pequeñas páginas, no se puede hacer nada en la organización retórica del significado. A veces leo artículos, algunas líneas, pequeñas cosas que me muestran la dimensión del mundo. Me digo: eso es un escritor, y noto la indiferencia, que en la periferia de la organización de la cultura sobreviven seres y objetos olvidados. Es una verdadera lástima para todos, para el autor y para nosotros, porque podrían enriquecer nuestras vidas. Si lee las páginas literarias de los periódicos, casi todas carecen de importancia; es como la descripción de un portal, de una recepción con smoking. No es nada, por eso leo muy rara vez los suplementos; hay quizás artículos muy interesantes, pero no es eso lo que me interesa, sino las cosas que uno encuentra en pequeños rincones del mundo, como Valcellina, que son también verdaderos centros del mundo. Pero cuidado, hay una falsa celebración de los pequeños lugares. Detesto la dimensión idílica de la provincia. No hay que olvidar el terrible esclavismo de los pequeños centros, ciertas condiciones de los jóvenes o las mujeres en los pequeños centros del pasado. No era idílico sino terrible. Tampoco se trata de que prolifere el horror contra la metrópoli, pero hay experiencias individuales, de pequeños grupos que parecen estar en la periferia de la vida. Que lo están y que por eso son los protagonistas, son cosas que yo aprendí quizás aquí en Trieste.
Después de la Segunda Guerra mundial teníamos la cortina de hierro a cinco kilómetros. Más allá de ella comenzaba el territorio que era desconocido para mí. Era el imperio de Stalin, amenazante, hermético, pero por otro lado muy familiar porque se trataba del territorio italiano que conocía en mi infancia, conquistado por Yugoslavia, antes de la ruptura entre Tito y Stalin. En esa mezcla de lo desconocido y lo familiar está el sentido de la literatura, de la experiencia literaria: lo desconocido que es familiar y la realidad cotidiana que es también desconocida. Estábamos en Trieste, una ciudad en dificultades, abandonada, con la impresión de estar en la periferia de la ciudad; era muy difícil encontrar un trabajo. La ciudad había perdido su camino y se encontraba en la periferia de la historia. Pero en esta periferia, la cortina de hierro era una frontera universal, era el centro de la historia mundial. Aquí sucedieron cosas que estaban a la retaguardia y a la vanguardia. La terrible historia de los obreros comunistas italianes que iban a Yugoslavia y que eran perseguidos por Tito y que resistieron en nombre de Stalin sin saber que Stalin organizaba el Gulag. Como testigos de todo ese mundo, quedó aquí la impresión de que, olvidados, en la periferia de la vida y la historia, uno también puede comprender los paisajes más complejos y dolorosos de la civilización de este siglo. Tal vez también por eso busco lugares que parecen pequeños, pero eso no tiene nada que ver con la miniatura idílica, graciosa.
Este año aparacerá en español Illazioni su una sciabola, bajo el sello de Anagrama. -Es una historia abigarrada, increíble, que marcó mi experiencia fantástica. Es la historia de los cosacos que estaban aliados a los nazis al final de la Segunda Guerra mundial. Los nazis les habían prometido a los cosacos una patria cosaca, una patria que debía estar situada en Rusia si los nazis hubieran ganado la guerra. Pero como la guerra, felizmente, iba cada vez peor para los nazis, debieron retroceder. Durante la retirada, esta patria había sido ubicada en Udine, en Ucrania, el país de Pasolini en sus orígenes, y de repente este pueblo de mi abuelo se había convertido durante cinco o seis meses en el pueblo cosaco. Los cosacos habían fundado una patria cosaca en un territorio que no conocían. Era algo tragicómico. Como si fundara un México en Trieste o Italia en Morelia. Yo era muy pequeño cuando estábamos en Udine. Mi padre estaba en el hospital, yo tenía entre cinco o seis años y vivía en una pequeña posada ocupada también por los cosacos. Los veía tristes, ebrios. había caballos, camellos. Esa increíble mezcla artificial de grotesco, de falso. Del otro lado, la autenticidad, porque deseaban una patria, deseaban raíces. Eso es algo legitimo, en nombre de lo cual rodeaban otro país, otras raíces. La historia de Krasnov me interesaba mucho. El había combatido contra “los rojos” a fines de la Primera Guerra mundial en Rusia y después vivido la vida colorida del exiliado zarista en uniforme, escribiendo también novelas sobre los cosacos. Cuando envejeció, los nazis lo habían recuperado del olvido y puesto a la cabeza de ese ejercito increíble. El repetía una historia que ya había vivido, una batalla que ya había perdido. Creyó que vivía una gran aventura y sólo era una marioneta en manos de los nazis, con la ilusión de que emprendía grandes operaciones, cuando en realidad hacia cosas sin importancia. Lo que me impulsó a escribir fue que creímos durante varios años que Krasnov había sido asesinado durante la retirada, cuando los cosacos se unieron a los ingleses en Austria. Los ingleses les hicieron la falsa promesa de no entregarlos a los soviéticos, pero no cumplieron. Y los cosacos prefirieron lanzarse al río con familia y caballos que caer en manos soviéticas. Era una escena increíble. Creíamos que Krasnov había sido asesinado por un partisano durante la retirada disfrazado con el uniforme de un soldado simple. Pero no es cierto. Sabemos que Krasnov fue entregado por los ingleses a los soviéticos y que fue colgado en Moscú. Se quería creer que Krasnov había muerto. Escribí un artículo donde conté la historia verdadera, pero cuando lo leí de nuevo, me di cuenta que sugería la duda sobre la versión en boga de la muerte de Krasnov en Moscú. Me pregunté qué verdad existencial, humana, poética se ocultaba en ese deseo de creer en una versión históricamente falsa de la muerte de Krasnov. Porque yo mismo quería creer en Krasnov. Y pensé varios años. Una vez me encontré con Borges en Venecia, pase dos días con él. Quería regalarle esta historia que yo consideraba muy “borgiana” por la idea insistente de la repetición. Se la relaté y le dije que pensaba dársela, me dijo que no, que era la historia de mi vida y que yo debía escribirla. Y así fue como escribí mi primera novela.
Y ¿Otro mar? -Quiero decirle que siempre me he sentido fascinado por las historias que ocurrieron realmente. Por los personajes que vivieron antes de ser puestos sobre el papel. En todo El Danubio hormiguea este destino. Yo creo, como decía Svevo, que la vida es a veces más original que las novelas. Voy a contarle por qué escribí Otro mar. Hace muchos años, comentaba con Marie, un poeta gran amigo mío, sobre Enrico Mreule, amigo del gran filósofo Karl Michlstadter, que hablaba griego antiguo como nosotros hablamos nuestra lengua cotidiana, pero que caminaba con los pies descalzos, que quería tirar todo y que un buen día partió para la Patagonia donde vivió solo con sus rebaños, con sus clásicos griegos y de vez en cuando con alguna mujer encontrada en alguna caravana de paso. Algo me golpeó entonces. Tenía la impresión de que huía no para encontrar una vida más intensa, más coloreada, ni para escapar a la grisura prosaica de la vida cotidiana, sino por el contrario, para reducirse, para existir menos. Creo que, como él, hay personajes que sufrieron con demasiada sensibilidad las violentas transformaciones de nuestra civilización, de nuestra historia, que buscaron cerrar los ojos al final, para no ser destruidos, aplastados por este ruido, cerrar los ojos a la luz excesiva, taparse los oídos para protegerse del ruido, incluso si ese ruido es música clásica. Había muchos personajes que vivían la realidad democrático-liberal como si fuera una tiranía totalitaria espantosa. Imaginemos a la Gestapo aquí: nadie querría ser registrado, ser notado ni visto; uno desearía volverse pequeño e invisible. Esos personajes heridos viven cada realidad como si fuera una realidad totalitaria. No se sí usted tiene a veces la impresión de que una organización social por encima de nosotros impide que realicemos nuestros deseos. Como si antes de partir de viaje uno hiciera una fila larga para obtener visa y pasaporte y en ese trámite se consumiera todo el viaje. Es una cosa terrible, no tenemos presente, estamos esperando que el presente pase, queremos siempre haber hecho algo. Esperamos que el tiempo pase lo más rápidamente posible, porque esperamos algo. Los escritores, la crítica de sus libros. Así que ya no se vive para vivir sino para ya haber vivido, esperando que agosto se vuelva septiembre, octubre, noviembre. Hay quien viaja para haber llegado ya, para haber terminado, para estar ya muerto, muy cercano a su fin. Pero cuando se es feliz, se busca llegar lo más tarde posible, no llegar al final. Así pensé en este personaje que anotó al pie de una página la fecha de su muerte con treinta años de anticipación. Era la fecha en que moriría para los otros, el día que iniciaría su no existencia, el día que ganó esa batalla sobre los otros. Regresó de Patagonia. No estaba oculto, y comencé a estudiar los pocos detalles que se podían tener sobre este hombre que buscó no tener biografía, no tener existencia. Y fui con mi mujer al cementerio de Salvore. Salvore es un lugar absolutamente maravilloso, inclinado sobre el mar, con el ruido de la resaca, un mar viviente. Fui al cementerio y vi la lápida que lleve la fecha exacta de la muerte de este hombre y la mujer que había compartido su existencia/ no-existencia con él. Oímos pasos, quizás alguien que lo había conocido, que hablaba italiano, porque el lugar era italiano hasta finales de la Segunda Guerra. Y llegó una mujer, esperamos que pusiera flores sobre la tumba que iba a ver y después le pregunté si había conocido a… “íAh!, el profesor”, dijo en dialecto, y me mostró una vieja casa cerrada diez años atrás. Después visité la casa, fue una noche, con un joven estudiante descendiente de la familia de la mujer que fue la compañera del profesor y que me dio la llave de la casa. Abrimos. Con una linterna de bolsillo, en la oscuridad, con el ruido del viento y del mar localicé un viejo veliz que había atravesado dos veces el océano; estaba atado con tres cuatro metros de lazo. Había una citara, los clásicos griegos un poco enmohecidos y garabateados, papelitos, un cuchillo roto, una silla de montar. Pequeñas cosas, insignificantes en sí, pero cargadas de significado para mí, porque las tenía en la mano como las pudo haber tenido el. (1). Revista de Occidente, junio 1993, trad. de Gabriela Sánchez Ferlosio.Por qué el Danubio de Claudio Magris es una elegía oportuna por la Europa perdida
Escrito al final de la guerra fría, el Danubio de Magris vislumbró una humanidad común en un momento de peligro inminente. Treinta años después, su mensaje es aún más poderoso Dos hombres pescan a orillas del río Danubio, cerca de la ciudad búlgara de Vidin. Dos hombres pescan a orillas del río Danubio, cerca de la ciudad búlgara de Vidin. La literatura de los ríos es pequeña pero no carece de importancia. Además de inventar la literatura estadounidense y con ella una idea de América, Huckleberry Finn de Mark Twain inventó una nueva forma literaria que se metamorfoseó durante el siglo siguiente en la novela de carretera, en la que la forma más antigua de la novela itinerante se unió con una idea moderna de libertad. Este mashup dio a tales libros la fuerza del anhelo, una esperanza animada que en algún momento adquiere el poder del mito. Los libros de River siempre tratan de "iluminar el territorio", como dice Huck. Y llega un momento en cada libro de río en el que nos enfrentamos a una gran pregunta: ¿cuál es el precio de nuestra alma? Huck debe decidir si entregar a Jim, el esclavo fugitivo, o condenar su alma, con lo que Twain realmente quiere decir salvarlo, desafiando la conformidad con las reglas y la sociedad que de otra manera nos paralizan y deforman. A la pequeña lista de grandes libros sobre ríos, agregaría Danubio de Claudio Magris , que, como Huckleberry Finn , parece estar inventando astutamente algo profundamente nuevo, mientras todo el tiempo finge estar simplemente contando historias que se juntan a lo largo del curso de un río. Danube se publicó originalmente en italiano en 1986, el mismo año en que Mikhail Gorbachev presentó a la Unión Soviética dos nuevos conceptos: glasnost y perestroika . Escrito durante el florecimiento final de la guerra fría, cuando, como ahora sabemos, el mundo estuvo más cerca que nunca de una guerra nuclear, los países de lo que entonces se llamaba Europa del Este se habían convertido, después de cuatro décadas de aislamiento soviético. , terra incógnita para muchos en el oeste.
La ignorancia siempre convoca una mayor ignorancia en su defensa. Cuando Danube se publicó en inglés, en 1989, la influyente revista estadounidense Kirkus Reviews calificó el libro de "pesado" en su descripción de lo que denominó "este rincón de Europa poco conocido (al menos para la mayoría de los estadounidenses)". El crítico del New York Times declaró de manera contundente su preferencia por el Rin como el río de la civilización, "más cerca de nuestro mundo occidental y de nuestra historia ... Solo envía a sus Nibelungen al este para que sean masacrados por las hordas de Atila". En los remansos supuestamente bárbaros del imperio soviético hubo un creciente fermento de disensión y discusión sobre lo que deberían ser la sociedad y la política, y lo que podrían ser sus países, como lo expresaron grupos que iban desde la Carta 77 de Checoslovaquia hasta el movimiento Solidaridad de Polonia. A medida que la creencia de la izquierda en las viejas verdades del marxismo se desintegró, fue creciendo una nueva visión de Europa. Cinco semanas después de que el New York Times desestimara el trabajo de Magris, cayeron las primeras secciones del Muro de Berlín y se hizo evidente que su río de historia también era el nuestro. Fundado no en la ideología, sino en la vida y el arte, el libro de Magris era una rareza: no era historia ni política, no obedecía ni a la cronología ni al tema, y sólo observaba de forma aproximada la geografía. Felizmente mezcló alta literatura con historias de amistad, historia familiar y las ironías de la vida cotidiana. Y, sin embargo, de alguna manera, habló poderosamente tanto al viejo mundo que estaba muriendo como al recién nacido. Fue una defensa de lo marginal y lo efímero. Al ser tan comprensivo con el destino de los judíos de Bucovina como con el destino de los Sudeten Deutsch, también fue honesto en su descripción de los horrores y costos de las ideas reducidas del nacionalismo étnico que definirían cada vez más a Europa en las décadas siguientes. , como vecino una vez más se volvió contra vecino en los Balcanes en la década de 1990, y la esperanza de las revoluciones de 1989 dio paso a la creciente política represiva y autoritaria de países como Hungría y Polonia. Aún así, volver a leer este libro es un shock. Lo que me pareció, cuando lo leí por primera vez a principios de los 90, una celebración encantadora y erudita de la literatura y el lugar, ahora, 30 años después de su publicación original, emerge como algo más conmovedor y poderoso: una elegía por un mundo ahora irremediablemente perdido. , el de la Mitteleuropa políglota.
Éste es sólo uno de los muchos temas del Danubio , pero es sorprendente por su presciencia. El mundo puede existir, como escribió Mallarmé , para vivir en un libro. La genialidad del Danubio es recordarnos que un libro puede existir para inventar un mundo. Mitteleuropa es, en el sueño de Magris, finalmente no un lugar, sino una visión de una humanidad común vislumbrada en un momento de peligro inminente; una idea que, cuando se le concede la autoridad de ese universo que es el alma del lector, no conoce fronteras. Considerado como uno de los escritores más importantes de Italia, Magris es un célebre novelista, en varias ocasiones senador italiano, erudito literario de escritores alemanes como Joseph Roth y traductor italiano de Ibsen y Schnitzler . En un detalle que no es irrelevante, Magris nació y vive en Trieste, una ciudad poseída por la melancolía otoñal que desciende sobre las ciudades de otras épocas; un lugar envuelto en su declive por un sueño de un mundo cosmopolita de antaño, el imperio austrohúngaro multinacional, multilingüe y multirreligioso. Quizás por eso Trieste nunca parece una ciudad italiana, sino una ciudad perteneciente a una esperanza siempre al borde de la desaparición. Es, como lo llamó uno de sus muchos biógrafos, Jan Morris , “la capital de ninguna parte”. Se puede decir que la novela moderna comenzó en Trieste con James Joyce escribiendo Ulises allí. (Stanislaus Joyce enseñó inglés al tío de Magris.) La ciudad también le dio al mundo Duino Elegies de Rainer Maria Rilke y Confessions of Zeno de Italo Svevo . Un antiguo puerto austríaco en un interior italiano poblado por friulanos y visto por los eslovenos como parte de sus tierras, hogar de varios idiomas y tres escrituras, incluido el glagolítico ahora casi perdido, la historia de Trieste habla de las riquezas de un mundo cosmopolita que hoy , en las calles cada vez más amaneradas de la propia Trieste, es un recuerdo que se aleja. Las reflexiones de Magris sobre lugares y momentos de la historia están repletas de sorprendentes viñetas sobre escritores. Trieste, gobernada de diversas formas por ilirios, romanos, bizantinos, francos y venecianos, floreció a partir del siglo XVIII cuando la emperatriz austrohúngara María Teresa la convirtió en el puerto del gran imperio multinacional vienés. Se convirtió tanto en una ciudad de identidades disputadas - italiana, eslovena, friulana, alemana y, durante un tiempo, yugoslava - como de ideologías - imperialismo, nacionalismo, fascismo, comunismo y titoísmo. Ubicado en el extremo noreste de Italia, fue donde Churchill declaró que terminaba el Telón de Acero y fue ocupado brevemente por los partidarios de Tito al final de la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día, Eslovenia está a solo 7 km del centro de la ciudad, Croacia a menos de 20 km. Después de la guerra, el lado italiano de la frontera se limpió de su pasado esloveno, mientras que el lado yugoslavo (ahora esloveno y croata) se limpió de su italiano. En estas absurdas convulsiones de la identidad nacional, poco importaba la complejidad de la humanidad. La familia de la esposa de Magris formaba parte de los 300.000 italianos obligados en la posguerra a huir de Eslovenia y Dalmacia, áreas en las que los italianos han residido desde la época de los romanos. Más tarde descubrió que su familia tenía raíces eslavas. Un libro con un lienzo tan generoso como Danubio , quizás, solo podría haber sido escrito por alguien desde un lugar donde las ironías de la vida, el lugar y el pasado están tan profundamente grabadas. Y así, en su balsa hecha de literatura mitteleuropea, Magris parte por el Danubio, el río que ha dicho que eligió como “símbolo de vida, muerte y desaparición”. Más allá de su tema rápidamente sumergido - un viaje desde la cabecera al delta - y preocupaciones flotantes - literatura, política, historia - hay una corriente de humor más profunda: caprichosa, melancólica, amorosa, ocasionalmente severa, siempre curiosa, que finalmente equivale a un mundo que Magris ha inventado para que el lector lo conduzca a ciertas verdades.
El Danubio es, en cierto sentido, una mezcla de muchos escritores famosos y, para el lector anglófono, no tan famosos y, a partir de entonces, muchos escritores incluso olvidados en sus propias culturas, y después de ellos, los escritores de culturas mismas olvidadas incluso en los lugares en los que escribieron. . Así, el otrora poeta vanguardista de lengua húngara, Robert Reiter, es redescubierto muchas décadas más tarde como el poeta conservador de lengua alemana Franz Liebhard, que ahora escribe en el dialecto suabo de la minoría germano-rumana que desaparece. Liebhard observa que había “aprendido a pensar con la mentalidad de varios pueblos”, actitud que resume la mentalidad de muchos encuentros y conmemoraciones de Magris en el río. El modo del Danubio , como corresponde a un libro de río, es digresivo y vago. A lo largo del curso del río, Magris visita cafés, casas de empeño, posadas, cementerios y campos de batalla, a veces en compañía, finalmente solo, y todo ello despierta pensamientos divertidos que desmienten una seriedad más fundamental. A veces, estas reflexiones equivalen a una historia corta que se hizo pasar por un aparte o, como en el párrafo siguiente, el comienzo de una novela perdida de Joseph Conrad: La mayor parte del territorio circasiano formaba una franja a lo largo del Danubio, cerca de Lom. En ese pueblito había una agencia de la Compañía Imperial de Navegación a Vapor del Danubio, bajo la dirección del Agente Rojesko, que durante semanas y semanas no abría ninguna de sus ventanas que daban al río, para mantener la casa libre del hedor de los enfermos. y los cadáveres que llegan en barcos cargados de circasianos que padecen tifus. Los registros e informes, así como el testimonio de los viajeros, muestran a Rojesko trabajando incansablemente y con valentía para prevenir y prevenir el contagio, ayudar a los refugiados, encontrarles comida y refugio, proporcionarles medicinas y trabajo. Estas meditaciones sobre lugares y momentos de la historia están salpicadas de sorprendentes viñetas sobre escritores. De Paul Celan, Magris escribe: “Su poesía se asoma al borde del silencio. Es una palabra arrancada del silencio ... el gesto de quien pone fin a una tradición y al mismo tiempo se borra a sí mismo ... Una de sus líneas dice, 'arrojo luz detrás de mí'. La poesía es ese deslumbramiento que muestra dónde se ha desvanecido él, con sus poemas ”. A la luz de la mezcla de escritores y escritos de Magris, poco a poco se van enfocando los pueblos desaparecidos, las tribus perdidas de Europa, el jetsam de la historia. Al describir el barro de las grandes llanuras de Panonia “y las huellas llenas de sangre que han dejado a lo largo de los siglos las migraciones y el choque de civilizaciones en conflicto”, Magris también podría estar ofreciendo una descripción más profunda de su libro. Porque es tan comprensivo, digamos, con los colonos suevos de habla alemana del Banat, como con los valacos, los búlgaros y la otra docena de naciones que formaron lo que se convirtió en Vojvodina, en la actual Serbia, junto con los colonos españoles perdidos que en 1734 fundaron una Nueva Barcelona en la ciudad de Becskerek.
En el camino nos encontramos con ragusanos, nogais, valacos y lipovenos, y también con pueblos más viejos, protobúlgaros, ávaros y tracios, por no hablar de los dacios y sármatas y la inesperada vista de los drusos libaneses, a quienes un testigo recuerda como ser “Encerrados en jaulas como aves de rapiña”. Nos enteramos de que la palabra bohemio “es - y seguirá siendo durante al menos un siglo - un término ambiguo, que puede referirse a los checos, pero también a los alemanes de Bohemia, por lo que sobre todo indica una identidad difícil de identificar. definir, como todos esos casos limítrofes lacerados por la contienda ”. Danubio es a la vez un récord, una vasta exploración y una celebración de esas heridas laceradas. Se eleva por encima de una crónica de estados nacionales para un homenaje a la infinitud de los seres humanos que es también una pregunta y una acusación sobre los límites del nacionalismo y la identidad étnica. En este espíritu Danubiose desliza en unas pocas páginas de una meditación sobre Joseph Mengele y el mal ("Incluso alguien que puede matar a otro hombre por diversión", escribe Magris, "y obligar al hijo del hombre a mirar es capaz de amar a su propio padre ... si hay sin ley, sin miedo, sin barrera que impida que uno haga lo que en Auschwitz se podía hacer con impunidad, no solo el Dr. Mengele, sino tal vez cualquiera podría convertirse en Mengele ”). él llama el Marshall. Su descripción de visitarla en Regensberg se las arregla para abarcar de alguna manera también un argumento sobre la filosofía de la aceptación (una idea derivada por Magris de ver esculturas en la catedral de Regensberg); junto con un breve ensayo sobre el universo cristiano y sus observaciones sobre la naturaleza de Marshall, y todo esto en solo dos páginas. Magris describió una vez su obra maestra como una "novela ahogada", y en su apertura a la extrañeza de la experiencia, el deleite de la paradoja, la negativa a reducir la experiencia humana a un solo argumento, el libro se aferra al mundo de la novela donde la libertad y la el humor es a menudo indivisible. Después de relatar la experiencia del periodista italiano Alberto Cavallari al informar sobre el fallido levantamiento húngaro de 1956, Magris señala: “Uno tiene que respirar y mirar alrededor y, antes de responder a cualquier pregunta, uno quisiera dar la respuesta propuesta por el Primado húngaro a La solicitud de Cavallari de una declaración: 'Responderé el viernes', dijo el cardenal recién liberado, 'cuando entienda cómo está hecho el mundo' ”. Como en una novela, Danubioes inconsistente en sus puntos de vista sobre cómo está hecho el mundo y, a veces, contradictorio. Pero en esto simplemente se parece a la vida, en lugar de pretender existir más allá de ella
LA EMPRESA MARIN & MAGRIS
En Trieste, en 1955, Biagio Marin, de 64 años, era bibliotecario en la sede de Assicurazione Generali; allí trabaja como funcionario Duilio Magris, padre de Claudio, que tiene 16 años y asiste al primer bachillerato: un día el niño, animado por su padre, va a visitar al poeta bibliotecario; conversan y el mayor se gana al joven tanto como el joven se gana al mayor. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño no tardará en sentirse en el poeta un maestro, un segundo padre ideal con quien enfrentarse en temas morales, filosóficos y literarios. En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín. trabaja como bibliotecario en la sede de Assicurazioni Generali; allí trabaja como funcionario Duilio Magris, padre de Claudio, que tiene 16 años y asiste al primer bachillerato: un día el niño, animado por su padre, va a visitar al poeta bibliotecario; conversan y el mayor se gana al joven tanto como el joven se gana al mayor. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño no tardará en sentirse en el poeta un maestro, un segundo padre ideal con quien enfrentarse en temas morales, filosóficos y literarios. En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín. trabaja como bibliotecario en la sede de Assicurazioni Generali; allí trabaja como funcionario Duilio Magris, padre de Claudio, que tiene 16 años y asiste al primer bachillerato: un día el niño, animado por su padre, va a visitar al poeta bibliotecario; conversan y el mayor se gana al joven tanto como el joven se gana al mayor. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño no tardará en sentirse en el poeta un maestro, un segundo padre ideal con quien enfrentarse en temas morales, filosóficos y literarios.
En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín. que tiene 16 años y asiste al primer bachillerato: un día el niño, animado por su padre, va a visitar al poeta bibliotecario; conversan y el mayor se gana al joven tanto como el joven se gana al mayor. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño no tardará en sentirse en el poeta un maestro, un segundo padre ideal con quien enfrentarse en temas morales, filosóficos y literarios. En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín. que tiene 16 años y asiste al primer bachillerato: un día el niño, animado por su padre, va a visitar al poeta bibliotecario; conversan y el mayor se gana al joven tanto como el joven se gana al mayor. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño no tardará en sentirse en el poeta un maestro, un segundo padre ideal con quien enfrentarse en temas morales, filosóficos y literarios. En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño no tardará en sentirse en el poeta un maestro, un segundo padre ideal con quien enfrentarse en temas morales, filosóficos y literarios. En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín. Este último, que tiene tres hijas pero perdió a su único hijo, Falco, en la guerra de 1943, pronto considerará a Claudio como un "hijo del alma"; el niño pronto se sentirá maestro en el poeta, un segundo padre ideal con el que enfrentarse en cuestiones morales, filosóficas y literarias. En 1957, después de completar sus estudios secundarios, Magris, de 18 años, se matriculó en literatura en la Universidad de Turín.