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viernes, 18 de agosto de 2023

CENTROEUROPA Y EL MOSAICO DE LOS BALCANES. Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa del siglo XX y XXI. (5)

 Mundo Monmany




Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa del siglo XX y XXI.


Su campo de estudio es europeo, una Europa que se desborda hacia Asia, América y África, y donde, como escribió un día la brasileña Nélida Piñón, la vida «nunca fue tranquila ni suave». La zona más atendida se localiza en Centroeuropa, el Este, el Oriente, ese territorio de imperios caídos (el austrohúngaro, el Reich hitleriano, el soviético) y nacionalidades movedizas: lo que ayer era húngaro será rumano; lo alemán, polaco; lo polaco, ruso; lo italiano, yugoslavo o croata. La inestabilidad geopolítica europea habría fomentado en sus escritores una sensación de imposible arraigo, de indefensión, «de extranjería permanente y apátrida». El exilio se convierte en forma de vida, en carácter, y, en la visión de Mercedes Monmany, el escritor aparece como extensión del temperamento de sus personajes, y los personajes son atributos de su creador. No hay disyunción entre el autor y la obra.

Este amplísimo viaje literario cubre un espacio inmenso y a la vez muy limitado, entre el cosmopolitismo y el provincianismo radical. Dos ciudades podrían servirnos de síntoma: la ciudad de Czes?aw Mi?osz, la polaca Vilnius, es decir, Vilna, capital de Lituania, donde se habla polaco, ruso, lituano y yiddish; y Klagenfurt, en el sur de Austria, cuna de Robert Musil e Ingeborg Bachmann, que la encontró pueblerina a pesar de su Babel internacional de italianos, eslovenos y austríacos germanófonos. Las ciudades pueden ser personajes literarios, como descubrieron Franz Hessel, Walter Benjamin, W. G. Sebald, Olivier Rodin, Orhan Pamuk o Claudio Magris, y destaca Mercedes Monmany: ciudades como «madres amorosas y posesivas» o como atolladeros insalvables. Una novela es, a ojos del israelí David Grossman, un viaje interior, de iniciación: los libros, según Cees Nooteboom, van del punto de partida a un punto final que sugiere un nuevo punto de partida. Por las fronteras de Europa lleva un subtítulo, Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, y funciona también como una antología de citas que invitan al lector a nuevas lecturas imprevistas.

Novelas, cuentos, ensayos, obras de ficción y de historia, diarios y biografías, reportajes periodísticos y libros de viajes, merecen la atención de Mercedes Monmany, que tantea los límites entre ficción y no ficción, fluctuantes como las fronteras de los territorios literarios elegidos para su estudio. Movimientos, generaciones, analogías y afinidades se entrelazan más allá de las fechas, del uso de un mismo idioma, de la pertenencia a determinadas tradiciones o leyes religiosas. El fondo común de toda esta literatura es la crisis del pensamiento europeo y, por consiguiente, de la novela, asumida como epítome de la producción literaria. Europa sería una realidad y una idea en mutación, en fuga, rota entre dos guerras mundiales y locales a la vez, y marcada indeleblemente por la herida del Holocausto. Tal estado de cosas habría decidido los rasgos característicos de una literatura de nómadas y exiliados perpetuos, de individuos que incluso se sienten expatriados sin llegar a salir nunca de su cuarto.





Mercedes Monmany asume la consigna que Baudelaire imparte en el primer capítulo del Salón de 1846: «La crítica debe ser parcial, apasionada y política». Aquí la descripción de las obras equivale a su valoración. Excelentes serán, por ejemplo, los escritores que aciertan a «traducir, en un ambiente entre fantasmagórico y mortecino, el gris siniestro y vulgar de una dictadura», los heroicos testigos «impotentes y horrorizados» de épocas «de opresión, miedo y muerte». El objetivo de Anton Chéjov de «luchar contra la falsedad y el autoritarismo», formulado a finales del siglo XIX, se superpone a finales del XX con la definición de Milan Kundera: la novela sería antiautoritaria por naturaleza. Mercedes Monmany lo argumenta: la novela «se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas; es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario».

Se le asigna así una función a la literatura: «Sacar esqueletos de los armarios […] desnudar los cómplices silencios y mentiras de la ciudad». Deslenguada, deberá «satirizar […] absurdos ritos sociales fosilizados». Polémica, dará pie a «incómodos debates». Revelará «secretos e imposturas». Las novelas policíacas de John Banville, firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, se leerán como «crítica social, retrato de una época, indagación moral y psicológica de personajes que viven atrapados tras la imagen exterior que han creado para ofrecer una pátina de prestigio y respetabilidad». El escritor destruirá «fetiches ideológicos» y «clichés nostálgicos y sentimentales», empezando por los suyos propios. Para Mercedes Monmany, la literatura tiene un «valor depurador», siempre a contracorriente del flujo de la lengua oficial, de Estado, mayoritaria, de la que hablaban en su ensayo sobre Kafka, hace mucho, Gilles Deleuze y Fálix Guattari, recordados aquí por Magris. Las convicciones éticas se convierten en ley estética, lingüística. La primera responsabilidad del escritor sería, como dice Mercedes Monmany antes de citar a Amos Oz, evitar «la confusión o evasión deliberada del lenguaje diario empleado por todos»: raíz de todo mal es no llamar a las cosas por su nombre.

A primera vista más interpretativo que judicial, el método de Mercedes Monmany para acercarse a la obra literaria es indirectamente normativo y se atiene en lo fundamental a la clásica afirmación de I. A. Richards, en 1926: el crítico es «juez de valores». Los valores que exaltan las reseñas de Por las fronteras de Europa reciben su peso moral de su entidad estética, del atrevimiento verbal de autores que, como proponía Antonia S. Byatt, registran la ocasión en la que «el manto de lo impensable se retira […] lo bastante para poder entreverlo». Svevo y Joyce, «dos meteoritos de la incertidumbre y el malestar europeos», señalan el principio de la renovación de la prosa en el siglo XX. Pero la vitalidad de estas literaturas impertinentes parece un síntoma de agotamiento histórico: los autores extraen sus fuerzas de un momento de extenuación siempre cumplido, dilatado, renovado, superado otra vez para anunciarse de nuevo.

En Por las fronteras de Europa se utiliza un campo de adjetivos que se refieren menos a la obra que a la impresión que causa en la lectora, Mercedes Monmany, y que se le augura al futuro público lector. De la observación de la obra se deducen los efectos que causará en quien la lea. La adjetivación remite a los sentidos: el tacto, la vista, el gusto. Una novela es punzante, agridulce, perspicaz, deliciosa. Los cuentos, por ejemplo, del boloñés Silvio D’Arzo son de una «mordiente dulzura», de una «rotunda claridad». Zadie Smith es espectacular, brillante, afilada, corrosiva. Cabría hablar de una estética del Shock and Awe, si tenemos en cuenta que el guionista y actor cinematográfico danés Knud Romer «nos habla de forma espeluznante de la estela de horror y violencia, de animalidad vergonzosa y primaria, que dejan las guerras mucho después de haber acabado». La conmoción es compatible con la contención y con el desbordamiento: las desmesuras del ruso Viktor Pelevin y «su fértil y febril fantasía satírica» no desmienten las aproximaciones de John Berger al reino de lo innombrado, ni los mundos insinuados de Kazuo Ishiguro. Erri de Luca escribe una literatura medida, espiritual y despojada, pero su «afilada y estremecedora belleza […] se hace casi insoportable, espeluznante».


El humor, «ese fetiche tan útil para respirar y seguir viviendo», sería un antídoto contra «la seriedad monstruosa del poder». En manos del finlandés Arto Paasilinna se vuelve «corrosivo, absurdo y antisistema». La alemana Birgit Vanderbeke lo emplea para dinamitar y demoler. Los soviéticos Ilf & Petrov lo usaron en los años veinte del siglo pasado como «desternillante artillería de sarcasmos masacrantes». El francés Boris Vian, «imaginación en estado puro», lo vuelve feroz «en despiadadas sátiras sociales y de costumbres». Si es «disparatado, excéntrico y portador de un germen mordaz, salvaje y cáustico», el humor será «sumamente irlandés». El del inglés Evelyn Waugh también es cáustico, con «zarpazos de ironía fulminante y arrasadora». El alemán judío Edgar Hilsenrath, «insolente, deslenguado y de dudoso gusto», someterá el tema más trágico –el Holocausto– al humor judío, «vitriólico», adjetivo aplicado también al israelí, mucho más joven, Etgar Keret (1967), otro maestro de «la trituradora del humor». Materia incandescente, el humor carcome esos «estados de perversión de valores a gran escala que son las dictaduras», como dice Mercedes Monmany a propósito del rumano Norman Manea.

Pero, hablando del ensayista Pietro Citati, a quien dedica un capítulo encabezado por la rotunda afirmación de que «el escritor es la literatura», Mercedes Monmany expone su idea de crítica. Se trataría de un procedimiento «sumamente atractivo para el lector», basado en la «construcción de tramas alrededor de tramas ajenas», la narración de lo ya narrado por otros. El intérprete o médium literario conciliaría la indagación psicológica (respecto a autores y personajes: el autor se transforma en personaje) y la interpretación textual, «privilegiando tras la máscara de los sucesos […] el efecto simbólico». Mercedes Monmany cumple sus objetivos: es atenta con sus lectores y con sus escritores.

Diré también lo que no encuentro en Por las fronteras de Europa. Siendo un volumen de reseñas de cientos de obras en más de veinte lenguas traducidas al español, ¿dónde están los traductores? Sólo nombra a dos traductoras al español, Isabel Hernández y Carmen Romero, y a la traductora de Miklós Bánffy al inglés, su nieta Katalin Bánffy-Jelen, así como celebra a dos italianos, Guido Ceronetti, traductor del hebreo y el latín, y Nadia Fusini, traductora del inglés. La ausencia se siente más si pensamos que la propia Mercedes Monmany ha traducido alguna vez y con fortuna.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).



CENTROEUROPA Y EL MOSAICO DE LOS BALCANES

Ivo Andrić

Crónica de Travnik (fragmento)

"Ante Daville se presentaba de nuevo una noche de insomnio, con horas lentas y la sensación humillante de extravío total, impotencia e incapacidad para defender sus intereses. Abrió la ventana como si buscara ayuda del exterior. Respiró profundamente y escudriñó la oscuridad. Allí, en algún lugar, se hallaba la tumba del gitano que, para su desgracia, había encontrado al capitán en el puente de delante de la ciudadela y lo había saludado con una merhaba humilde y temeroso, pues, por muy gitano que fuera, su corazón y su honor le exigían saludar a un hombre que antaño le había hecho un gran favor. También el joven capitán, sin un juicio y sin motivos, estaba perdido en las sombras. Como si leyera en las tinieblas con más nitidez que a la equívoca luz del día, Daville comprendió claramente cuánta era su impotencia y cuál era el destino del capitán.
Durante la Revolución y durante la guerra en España, él había visto muchas muertes y desgracias, tragedias de vidas inocentes y malentendidos fatales, pero nunca antes había visto tan cerca cómo se hundía inevitablemente un hombre honesto bajo la presión de los acontecimientos. En circunstancias desfavorables y en medios semejantes, donde reinan el azar ciego, la arbitrariedad y los instintos más bajos, sucede que alrededor de un hombre, que por casualidad ha sido señalado con el dedo, se desencadenan una serie de acontecimientos, como una tromba de agua y un remolino de polvo en el viento, haciéndole caer sin remedio. Así, el apuesto, vigoroso y rico capitán se había encontrado de repente en el centro de dicho torbellino. No había hecho nada que los otros capitanes de frontera no hicieran desde siempre y durante toda su vida, pero una serie de incidentes se habían entretejido en torno a él accidentalmente y se habían unido formando una sólida cadena.
Por azar, el comandante austríaco del confín, al proponer la eliminación del joven oficial de Novi, había contado con la aprobación de sus superiores; por azar, autoridades varias, en aquellos momentos, consideraban de gran importancia la paz en esa frontera; por azar, Viena había exigido firmemente a su confidente secreto, y bien pagado, en la Sublime Puerta, que el capitán fuera eliminado; por azar, ese alto funcionario desconocido, valorando mucho en esos instantes el soborno austríaco, había presionado duramente al visir de Travnik; por azar, Ibrahim bajá, acobardado y asustado para toda su vida, había puesto todo el asunto en las manos del implacable y riguroso caimacán, para el que ejecutar a un hombre inocente no suponía ningún problema y al que, de nuevo por azar, le era necesario un castigo ejemplar para demostrar su poder y atemorizar a los señores y capitanes de los confines. "


: En el Café Titanic . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 495





Yuri Andrujovich

Recreaciones (fragmento)

"Estas luces encima de vosotros, estas llamaradas en el aire, esta ambición del fuego, estas paredes barrocas de los edificios cubiertas con guirnaldas y con las ramas verdes de mayo, estas figuras talladas en los nichos y portalones espolvoreadas con confeti y serpentinas, manchadas de mierda y esperma, estas carpas anaranjadas con mil tentaciones y mil reglas, estas torres encima de los jardines, estas murallas, esta casa consistorial con la aguja más alta del mundo, estas montañas encima de la ciudad, estas estrellas en el cielo.
Esta penumbra del pueblo, estos murciélagos en los campanarios, estas velas en el cementerio, estas salas de tormentos en los sótanos, estos pozos llenos de huesos, estos trastos en cuartos viejos, este cieno en las fuentes, estos vertederos en las laderas, estas voces en los subterráneos, así como estos tubos y grifos oxidados, lavabos desconchados, baños llenos de basura, platos desgastados, sábanas desgarradas, porcelana rota, campanas enterradas, cruces sin travesaños, los cuatro jinetes.
Estos semicírculos azules, estos labios pintados, moratones sacros, estigmas, venas hinchadas, narices hundidas, columnas torcidas, estas lenguas movedizas, caderas cantantes, medias rotas, hombros desnudos, colmillos ensangrentados, clavículas puntiagudas, pechos mordidos, estas farolas entre los pies, este brillo.
Y vosotros sois incapaces de decir algo aquí, de cambiar algo aquí: andáis en círculos, como sonámbulos y cada uno tiene su planeta y cada uno cogerá su camino, aunque erais totalmente sinceros en vuestro deseo de quedaros siempre juntos y de no hacer tonterías, pero el alcohol ronda vuestras cabezas y la fiesta os pisotea, estáis molidos y desmenuzados como la carne picada por un buen cocinero, porque, como ya dijo Mórtich, todos estáis solos, así que es muy dudoso que podáis encontrar algo entre estas carpas y escenarios, entre estos inútiles hermosos, en esta plaza completamente rodeada de montañas y de Europa por doquier, donde cada uno de vosotros se perderá a su manera, mira, ya empieza, le llaman, silban, gritan, cogen de la manga, ruegan, exigen:
-¡Señor Martoflak…!
Por fin ha llegado el momento, Martoflak: el pueblo conoce a sus poetas, te llaman, te necesitan, empiezas a dibujar autógrafos para estos jóvenes guapetones en camisas bordadas y vaqueros desteñidos, está claro que son universitarios, que sueñan con tus poemas, entre ellos Marta ha reconocido al que casi se mareó en el autobús de la alegría de verte.
Les escribes en sus libretas de notas, en tus libros, en tus retratos toda clase de disparates, Martoflak, porque lo más importante es no repetir ninguno de los autógrafos en ningún sitio, hay que ser siempre escueto, gracioso, filosófico, generoso, autosuficiente, majestuoso. Pero esta chiquilla con ojos como endrinas y labios demandantes no lleva nada: ni una libreta de notas, ni un libro, ni tu fotografía, Martoflak, y te pide que le dejes una firma en su frente, y pides un rotulador azul y otro amarillo y trazas tus iniciales en su cálida sobreceja, bravo, ole, le besas la mano, ¿y ahora qué? Encima porque toda la cofradía, parada a varios pasos de ti, te chilla con rabia:
-¡Martoflak! ¡Róstik! ¡Tío! ¿Vienes o no? ¿Qué demonios?
Pero estás como pez en el agua, Martoflak, como Pedro por su casa. Ésos son mis amigos, les explicas a los chavales amablemente, por cierto, también son poetas: Mórtich, Jomski, Stundera, ¿no habéis oído hablar de ellos? Bueno, ya oiréis, son chicos de talento, algunas cosas les salen bien, quién es aquella chica que va con ellos, pues no lo sé, todo el mundo se ríe, empiezas a despedirte pero el chavalote del autobús con el prendedor rojinegro te insinúa que tienen una mesa puesta cerca, una guitarra, un montón de combustible y que si podrías quedarte con ellos una horita, sería genial. A esto los dos endrinos te están mirando de tal manera que te sacudes los restos de la modorra y gritas a los tuyos. "



: Ucrania, último territorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 500


 Stasiuk y Yuri Andrujovich


 


 



: Europa desde la Otra Europa . . . 505

 Miklós  Bánffy


Los días contados (fragmento)

"En el viejo simón iba sentado un joven, recostado cómodamente. Era Bálint Abády, un hombre delgado, de estatura mediana. Llevaba un guardapolvo de seda largo, abrochado hasta la barbilla. Se había quitado el sombrero, un sombrero de fieltro de ala ancha que se había puesto de moda tras la guerra de los bóers. Los rayos del sol le daban un brillo bermejo a su cabello ondulado, rubio oscuro.
A pesar del color de su pelo y de sus ojos claros, tenía los rasgos propios de un oriental. Tenía la frente fuerte, algo inclinada hacia atrás, los pómulos muy marcados y los ojos achinados.
No venía de las carreras sino de la estación de tren, e iba a Vársiklód, a casa de Jeno Laczók, donde habría una gran fiesta con baile después de la competición.
Había llegado desde Dénestornya a las tres. Había viajado en tren, aunque su madre le había ofrecido una carroza; el joven había notado por su tono de voz que, si bien se la había ofrecido con cariño, no le gustaba que viajara con sus amados caballos, tan queridos que habían sido criados en la vieja y famosa yeguada, como si fueran sus hijos. Abády sabía cuánto le preocupaba a su madre que sus animales pudieran agotarse, resfriarse o sufrir en desconocidos establos la maldad de otros caballos. Por eso, conociendo la verdadera voluntad de su madre, le dijo que prefería coger el tren vespertino, pues sería demasiado ir de un tirón desde Dénestornya hasta el prado de San Jorge —donde se celebraba la competición—, unos cincuenta kilómetros más allá de Marosvásárhely, y volver después a la ciudad para ir a casa de los Laczók —diez o quince kilómetros más— teniendo que desenganchar los caballos y darles pienso en alguna posada; por ello pensó que no merecía la pena, y que haría mejor cogiendo el tren de la tarde. Así llegaría temprano y coincidiría con los políticos, a los que quería conocer y consultar unas cuantas cosas.
—Bueno, hijo, si así lo prefieres —dijo la madre aliviada cuando rechazó su oferta—, pero ya sabes que te los ofrezco con gusto.
Ahora iba en un simón que se dirigía lentamente hacia Vársiklód entre tintineos. En realidad era agradable avanzar despacio por el camino real, largo y desierto, y ver cómo se levantaba el polvo y flotaba tras el carruaje como un velo, sentirlo volar indeciso sobre los prados ya segados donde las vacas rumiaban entre los rebrotes y miraban embobadas el traqueteo del coche. Era bonito avanzar silenciosamente, disfrutar de la sensación de que después de tantos años volvía a estar en casa, en Transilvania, y acercarse poco a poco al lugar donde se reunirían sus viejos conocidos. "


: Las ilusiones perdidas en la tierra (perdida)

de Transilvania . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 508

Marek Bieńczyk

 

MELANCOLÍA.


En la plaza del Carrusel el cisne A Victor Hugo i Pienso, Andrómaca, en ti. Ese escaso riachuelo, triste y mísero espejo que antaño reflejara la inmensa majestad de tu dolor de viuda, ese falso Simois que creció con tu llanto, fecundó de repente mi ubérrima memoria cuando yo atravesaba el nuevo Carrousel. Se fue el viejo París (las ciudades, ay, cambian con mayor rapidez que un corazón humano). Sólo veo en espíritu aquellos barracones, aquel montón de fustes y rotos capiteles, los hierbajos, los bloques que el charco verdeaba y el caos del baratillo, brillando en los cristales. Allí estuvo instalada una casa de fieras y allí vi una mañana, cuando bajo los cielos luminosos y fríos se despierta el Trabajo, y el muladar exhala un sombrío huracán, a un cisne, de su jaula escapado, que frotaba con las patas palmeadas el duro pavimento, arrastrando por tierra su nevado plumaje. Junto a un arroyo seco el cisne abriendo el pico

 bañaba muy nervioso las alas en el polvo, y decía, añorando los lagos de su patria: «Cuándo, lluvia, vendrás?, cuándo te oiremos, trueno?». Veo a aquel desdichado, mito extraño y fatal, levantando hacia el cielo, como el hombre de Ovidio, hacia el cielo burlón y cruelmente azulado, su cabeza sedienta en su cuello convulso, como si dirigiera sus reproches a Dios. ii Cambia París! Mas nada se mueve en mi tristeza. Esos nuevos palacios, aquellos viejos barrios, todo se vuelve ahora para mí alegoría y mis caros recuerdos me pesan más que rocas. Así, frente a este Louvre una imagen me oprime: pienso en mi blanco cisne, con sus gestos de loco, como los desterrados, ridículo y sublime, roído por deseos. Y luego pienso en ti, Andrómaca, caída del brazo de su esposo a las manos de Pirro, como una oveja vil, extática y doblada en la tumba vacía, a un tiempo viuda de Héctor y de Heleno consorte. Pienso en la pobre negra, enflaquecida y tísica, que mientras pisa el barro con la mirada busca aquellos cocoteros del África soberbia detrás de la muralla inmensa de la niebla; en todo el que ha perdido lo que ya no se encuentra; en quien la sed alivia bebiéndose su llanto y mama de la Pena como una noble loba; en el huérfano endeble que se seca cual flor.

En medio de la selva donde mi alma se exilia un antiguo Recuerdo toca con fuerza un cuerno. Pienso en los olvidados marinos en su isla, en el preso, el vencido y en muchos más también! charles baudelaire Transeúnte, detente ante el nuevo Carrusel (ahora que ya has leído este poema, algo para mí muy importante). Hoy (a punto de terminar el año 1996, cuando ya están madurando los vinos con los que se brindará por el nuevo milenio) se ha puesto fin a la última de las obras y, aunque aún haya retoques pendientes y no hayan retirado por completo los andamios, la plaza se ha abierto al público. Pero hasta este momento, durante los últimos años, la plaza del Carrusel ha sido, como en el París de Baudelaire, un enorme campo de «barracones [ ] fustes y rotos capiteles», «hierbajos» y «los bloques que el charco verdeaba». Casi un siglo y medio ha pasado desde aquellos errantes paseos urbanos de Baudelaire, de los que el poema «El cisne» constituye una de las descripciones más bellas: París, tras una década de afanados trabajos, ha creado junto al mismo Louvre un espacio para la experimentación melancólica donde se encuentran ahora, como se encontraran entonces, los escombros en retirada, la antigua ciudad y esa otra ciudad nueva aún, poco nítida, fragmentada, que se levanta sobre aquélla. En una conferencia inaugural pronunciada a escasos metros de aquí, en el Collège de France, y dedicada al «fin de la utopía y el retorno de la melancolía», Wolf Lepenies hablaba hace poco de un nuevo momento histórico en el que puede volver a prevalecer una tendencia a la melancolía en el pensamiento europeo. Ha llegado de nuevo un tiempo

 melancolía para la melancolía, anunciaba, y también advertía de un giro más de esa moneda de los hechos del viejo continente en que la utopía y la melancolía son como escribió Günter Grass la cara y la cruz. Cierto es que las últimas utopías se han ido desintegrando: la caída del Muro de Berlín puso fin a la utopía socialista del «fin» y, con ella, a la utopía capitalista de «los medios» basada en la convicción de que el desarrollo del conocimiento y la técnica eran la mejor manera de lograr que prosperara en Europa y en el mundo entero la sociedad civil. Aun así, el homo europaeus no tiene derecho ahora, en un nuevo momento de desilusión histórica, a refugiarse a toda prisa en la melancolía. Lepenies concluyó su conferencia recordando las palabras de Paul Valéry: «El juicio más pesimista sobre el hombre, y las cosas, y la vida y su valor, concuerda maravillosamente con la acción y con el optimismo que ésta exige. Esto es europeo». Prácticamente al mismo tiempo, aunque a un kilómetro de distancia, Jean Baudrillard disertaba, por el contrario, sobre la utopía que se ha hecho realidad en la última década de la mano de los fenómenos generalizados de «orgía de la liberación» e «inmortalidad técnica». Vivimos, asegura Baudrillard, en un mundo postorgiástico en el que hemos abierto todas las posibilidades, se han recorrido todos los caminos, exprimido todos los medios de producción e incluso de sobreproducción virtual de cosas, de ideologías, de mensajes En esta locura de saciedad, en este delirio de explotación de nuestras posibilidades productivas con el desarrollo de técnicas psicológicas y deportivas de «realización» de uno mismo, de «exaltación» de nuestra identidad y de nuestro valor práctico, hemos conseguido a semejanza de un inagotable disco compacto un aterrador y peligroso estado de hartazgo en el que no hay lugar para la pérdida, para la carencia, para estados de melancolía po-

 en la plaza del carrusel tencialmente salvadores en esta nueva vuelta de la civilización: la alteridad, la diferencia, la añoranza. Entre la luz roja y la verde, entre el «no te dejan estar, ni falta que hace» y el «podrías estar, pero ya no cabes» que se le dice a la melancolía en este fin de milenio, escoge tú, transeúnte, lo que te plazca, pero antes acompáñame a la plaza del Carrusel para echar un vistazo a los diferentes semblantes de la melancolía.



: Poesía a todas horas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 520


Tadeusz Borowski, Wolfgang Koeppen, Michal Grynberg












Auschwitz o conviviendo con lo inverosímil . . . . . . . . . . . . . . . . . 523


 Canetti


Auto de fe (fragmento)

"Kien pensó que sus rivales estarían muy interesados en echarlo y aceptó, complacido, la oferta de espionaje que le hacía el hombrecito. Su pasión por la media biblioteca que le confiara habíase enfriado. Peligros mayores lo amenazaban. Ahora que estaban unidos por tareas y consignas comunes, descartaba la posibilidad de cualquier embuste. Al día siguiente, cuando se dirigían a su puesto de trabajo, Fischerle dijo: - ¿Sabe una cosa? ¡Entre usted primero! Como si no nos conociéramos. Yo me quedaré afuera. ¡Y no venga a molestarme! No le diré dónde estoy. Si nos ven entrar juntos, el negocio se irá al agua. En caso de emergencia, pasaré a su lado y le guiñaré un ojo. Usted corra por delante, que yo lo seguiré. Más vale no correr juntos. Nuestra cita es detrás de la iglesia amarilla. Espéreme ahí hasta que llegue. ¿Entendido?-. Le hubiera sorprendido mucho ver rechazada su propuesta. Estaba interesado en Kien y no pensaba deshacerse de él. ¿A quién se le ocurriría fugarse por una recompensa, por una simple propina, si en realidad lo quería todo? El estafador, el gremio de libreros, aquel perro taimado caló en la parte honesta de sus planes y lo obedeció.
En cuanto Kien desapareció en el edificio, Fischerle retrocedió lentamente hasta la esquina más próxima, dobló por una travesía y echó a correr a espetaperro. Sólo al llegar frente al Cielo Ideal le concedió un breve respiro a su cuerpecito, sudoroso, acezante y trémulo, y entró. La mayoría de los habitantes del Cielo solían dormir a esa hora. Él contaba con eso: de momento no quería gente peligrosa ni violenta. Estaban presentes: el camarero esmirriado; un buhonero, que al menos sacaba una ventaja del insomnio que lo aquejaba y podía circular las veinticuatro horas del día; un ciego inválido que aún usaba los ojos al beber su pobre taza de café cada mañana, antes de iniciar su jornada laboral; una vieja vendedora de diarios a la que llamaban la Fischerla por su parecido con el enano y porque, como todos sabían, sentía por él un amor tan secreto como desdichado; y un manobrero de alcantarillado que solía recuperarse de su faena nocturna y de la hediondez de los desagües en la no menos fétida atmósfera del Cielo. Era considerado el más serio de todos los clientes porque a su mujer, con la que tenía tres hijos en un feliz matrimonio, le daba las tres cuartas partes de su salario semanal. El cuarto restante se esfumaba, en el curso de un día o de una noche, en la caja de la propietaria del Cielo. "

: El mundo visto desde Ruse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 529


Stefan Chwin

La posmemoria como un problema de la traducción: el papel de los topónimos en Hanemann de Stefan Chwin


La posmemoria, o la así llamada memoria heredada, es la memoria de las personas que per-tenecen a la generación de los descendientes de los que experimentaron un trauma colectivo. El término, creado para describir las experiencias específicas de los hijos de las víctimas del Holocausto, se emplea también para explicar las experiencias y la memoria de la generación que sigue a cualquier otra que haya experimentado un trauma común. En el artículo se analiza la novela de Stefan Chwin Hanemann desde la perspectiva posmemorial. Después se comentan algunas estrategias de las que se sirven los traductores del libro al castellano para hacer comprensibles al lector hispanohablante los traumas de los habitantes de Gdańsk de la posguerra. 


: El viaje de Danzig a Gdansk . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 532


 Czapski

Proust contra la decadencia (fragmento)


"Proust no me enganchó por su materia preciosista, sino por el tema de ese volumen: la desesperación, la angustia del amante abandonado por Albertine desaparecida, la descripción de todas esas formas de celos retrospectivos, de recuerdos dolorosos, de pesquisas febriles, toda esa adivinación psicológica del gran escritor, con esa confusión de detalles, de asociaciones, me llegaban derecho al corazón, y sólo fue más tarde cuando descubrí en él un nuevo aparato de análisis psicológico de precisión desconocida, un mundo nuevo de poesía, el tesoro de su forma literaria. Pero

¿cómo leer, cómo encontrar tiempo para asimilar esos miles de apretadas páginas? Sólo gracias a una fiebre tifoidea que me dejó impotente todo un verano pude leer la obra entera. Volvía una y otra vez a ella, encontrando siempre nuevos acentos y nuevas perspectivas.

Proust desarrolla su formación literaria, su visión del mundo, hacia los años 1890-1900, y es entre 1904-1905 y 1923 cuando se crea casi toda la obra del escritor. ¿Qué representaban esas épocas en el movimiento artístico y literario en Francia?

Recordemos que el Manifiesto antinaturalista de los alumnos de Zola data del año 1889, y que la reacción antinaturalista alcanza el campo mismo del jefe de ese movimiento; es el momento de la escuela simbolista, con Mallarmé, profesor del liceo frecuentado por Proust, como jefe, y Maeterlinck, que alcanzaba un éxito mundial. Los años 1890-1900 son el triunfo del impresionismo, el gusto por los primitivos italianos a través de Ruskin, la ola de wagnerismo en Francia, la época de las búsquedas neoimpresionistas que, desarrollando ciertos elementos del impresionismo, contradicen al mismo tiempo su esencia estrictamente naturalista. En música, se dan a conocer Debussy y su obra, paralela a las tendencias impresionistas y neoimpresionistas en pintura. Son los cursos de Bergson en el Collège de France, coronados por su Évolution créatrice, es también el apogeo de Sarah Bernhardt en el teatro. "



: La verdad sobre Katyn . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 534


Tibor Déry

La frase inacabada (fragmento)


"A pocos pasos, en la esquina de la calle Sziget, volvía a cerrarse la niebla, esta vez en formas más gruesas, así que no daba la sensación de un techo plano sino de un monte, y por debajo la calle se convertía en un túnel estrecho y abandonado, bajo cuyas bóvedas todavía se percibía el sabor a humo y hollín ya disipados. Ese ligero olor a pavesa que en realidad llegaba a la ciudad desde las fábricas de Óbuda y Újpest cambiaba de golpe las imágenes provocadas por la niebla. Esta había trasladado hacía un minuto gracias a una rápida corriente la calle Csáky a orillas del Danubio, a los pies de las montañas de Óbuda –como en América, donde la gente arrastra toda una hilera de casas de un sitio al otro–, y tras las olas negras había hecho sentir los vientos y la oscuridad que descendían de las montañas por encima de las titilantes estrellas de las farolas, evocando los crujidos de las enormes placas de hielo sobre el Danubio y su imaginario olor a nieve. Ahora el olor a humo ligero, pero real, como unas agujas automáticas, cambió de repente la marcha y remolcó la impotente calle hasta las industrias de la carretera de Váci y la estación del Oeste. Detrás de la niebla se vislumbraban oscuros almacenes en cuyo interior se oían –como antes el murmullo del viento y de los bosques– los pasos de los vigilantes nocturnos andando a tientas y que hacían menos ruido que el tictac de un reloj. En la lejanía se oyó el traqueteo de un tren. Eran las diez, sería el expreso de Praga que acababa de entrar bajo el invisible vestíbulo de cristal de la estación del Oeste. Desde un portal llegó un olor indefinible, posiblemente de un bidón de basura: olor a harapos, cáscaras de huevo, mondaduras de patata, ceniza y papel húmedo. Esos olores distintos, como cubos de un juego de construcción, creaban imágenes deslucidas sobre pisos abarrotados, y las proyectaban a la calle. El olor flotaba por encima de las aceras, tan sugerente y persistente que sobre las paredes de niebla a la altura de las plantas, como imágenes proyectadas, algo borrosas y grises, pero totalmente animadas, aparecían las visiones superpuestas de tugurios con camas atestadas, cuartuchos que servían de cocina, ollas sin fregar, jergones, y entre ellos, zapatos desbocados. "



: Una fábula estalinista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 537


Slavenka Drakulić


El sabor de un hombre (fragmento)


"La noche antes de la partida de José a San Francisco no pude dormir. Él se acostó más pronto, y yo me quedé en la cocina fregando los platos. Habíamos comido trucha y ensalada de patatas y el fregadero estaba lleno de mondas de patata cocida, tripas de pescado y restos de perejil y cebolla. Luego me senté un rato a la mesa y me limé las uñas. No pensaba en nada, en nada de nada. Estaba sumida en un estado de embotamiento, como si me hubiera sumergido en agua templada, la sensación que me invade cuando deseo huir de la realidad. Por ejemplo, antes de los exámenes solía limarme las uñas durante horas metódicamente, repitiendo el mismo gesto como una loca. Cuando entré en el dormitorio, José ya dormía. Estaba tumbado boca arriba con las piernas ligeramente abiertas, destapado hasta la cintura y con los brazos por encima de la cabeza. Su respiración era tranquila y regular. Me sorprendió la paz con que dormía, aquella entrega absoluta al sueño. No sé por qué, pensé que no era bueno que durmiera así, ya que podía sucederle algo. Por primera vez me resultaba evidente que el sueño era un estado mortal mente peligroso. Recuerdo que entonces la idea me pareció disparatada, aunque pensar que yo también estaba igualmente expuesta a la clemencia e inclemencia del azar cuando dormía, me produjo un escalofrío. Me acerqué más a la cama. Le acaricié con los dedos la frente, el rostro, el cuello. Luego apoyé ambas manos en su garganta y empecé a apretar, primero ligeramente, luego cada vez más fuerte, preguntándome cuánto necesitaría para despertarse. Sin embargo, mi presión debió de ser muy débil, porque José no se despertó del todo. Se agitó, apartó mis manos de su cuello y siguió durmiendo.

Pero, antes de eso, durante un breve instante cristalino sentí que estaba completamente en mi poder. Que podía matarlo. La vena del cuello latía con fuerza bajo mis dedos. Marca el tiempo, pensé mientras la luz cruda de la calle se derramaba por su cara. Sentía un hormigueo en las puntas de los dedos, como si la energía se hubiera acumulado en ellos y los hubiera convertido en delgados cuchillos de acero que amenazaban con penetrar en la carne de José de un momento a otro.

Creo que entonces comprendí que poseía un poder aterrador sobre él. No sólo tenía el poder de cambiar enteramente su vida, sino que también tenía el derecho de quitársela, un derecho que me había dado el mismo José. Me lo imaginaba como una presión repentina, un apretón firme que corta el aliento en el acto y lo deja paralizado. Aquella noche sentí que tenía el alma de José en mis manos. "

: Guerras, mujeres y daños colaterales . . . . . . . . . . 



Egon Erwin Kisch

El asilo de los inválidos (fragmento)


"Peter Strozzi, joven aún y curtido en la guerra, se sobrepuso a las heridas. Pero no olvidó lo que le había rondado la cabeza en el campo de batalla. De vuelta en su casa de Dymokur, el 3 de agosto de 1658, con apenas treinta y dos años, redactó su testamento. Legaba su patrimonio y la finca de Hořitz a los oficiales y a los soldados que hubieran quedado inválidos por heridas sufridas en defensa de Austria, «para que puedan vivir allí y, tras la fidelidad mostrada y los arduos servicios prestados a la patria, no se vean obligados a pedir limosna, o incluso en situación de perder la vida».

Convertía así en realidad las reflexiones de aquel día en que, agonizando en suelo italiano, ansió fervientemente morir. Seis años después, el destino le concedió su deseo de la forma más bella que pueda imaginar un soldado. El 6 de junio de 1664, al poco de fracasar el sitio de Kanizsa —en el que había participado bajo el mando de Miklós Zrínyi—, Strozzi logró arrebatar al Gran visir Fazil Ahmed el puente que unía Eszék y Dárda. Durante la encendida alocución en la que encomiaba el valor de sus soldados, un proyectil turco lo alcanzó de lleno. Enmudeció y murió en el acto.

Frente al asilo de inválidos de Praga se alza el busto de Strozzi, esculpido en mármol de lasa, a la memoria de su benefactor. En un contrato del 12 de septiembre de 1729 figura que ese día se adquirió, por un precio de 35.013 florines y 20 kreuzer, «media milla de terreno al este de Praga, entre la carretera de

Silesia y la colina Žižkov». Ha pasado mucho tiempo, el asilo ya no está a las afueras de Praga y el valor de la finca se ha multiplicado por cuatrocientos. Hace apenas doce años el municipio compró, por 1.600.000 coronas, catorce hectáreas y 9.499 metros cuadrados del emplazamiento, una superficie que no llega ni

a la cuarta parte del total.

Y aquí viven los inválidos. Bueno, excepto los que están en el consejo de supervisión del Rudolfinum, de la Galería de Pinturas, del Castillo de Praga, del balneario militar de Teplice, del arsenal Vyšehrad o de los monumentos a los caídos de Chlum, Stiebohol y Kolín… Pero los demás viven en este asilo de inválidos rodeado a lo lejos por unos edificios que parecen querer guardar una distancia respetuosa. Viven despreocupados (los sanitarios se encargan de cuidarlos) y se entretienen jugando a las cartas, conversando durante el almuerzo y los paseos, intercambiando viejas hazañas, mostrando con sus muletas que todavía saben empuñar un fusil. Hasta que comienzan a toser y tienen que ser ingresados en la enfermería. Y cuando a uno de ellos lo llevan a Olšany, donde ahora se encuentra el cementerio militar, suena la banda de música del regimiento y atruena una descarga cerrada. Van a la tumba tal como han vivido: con honores militares.

No es mala jubilación. Pero debe de ser triste para alguno de los jóvenes sanitarios que se ocupan de ellos. Para ese que ahora abotona la blusa gris azulada de uno de los inválidos mientras contempla a su alrededor cómo va a transcurrir su vida futura, una vida apenas comenzada, sin preocupaciones, pero también sin esperanza. Tiene veinte años, es de Budějovice , y la larga y dura etapa de formación como trompista le ha echado a perder los pulmones. Todas las tardes, siempre a la misma hora, toma el camino que parte de detrás del asilo y enfila hacia la lejana Rožmitál.

Allí lo espera una chica. Cuando se acerca, los ojitos de la muchacha sonríen. Unos ojitos que no parecen acostumbrados a sonreír. "



: Luces y sombras de Praga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 543


Péter Esterházy

Sin arte (fragmento)


"Cerré los ojos, volví a cerrarlos. Me sentía agotado por la operación, harto de que me cortaran la carne, de que me trincharan—vida y milagros de un pollo trinchado—, de que me trocearan; mejor dicho, mi cuerpo estaba agotado.

Tenía la sensación de que cualquier mal gesto enseguida me provocaría un calambre en la pierna, sospechaba sobre todo de mi pantorrilla izquierda, como si fuera mi punto débil, el dique enclenque que dejaría irrumpir el violento oleaje del dolor, aunque, a decir verdad, la pantorrilla sólo asumía tal papel estelar a raíz de mis recuerdos, pues antes se acalambraba con frecuencia. Un mal gesto: esto me agobiaba más que la previsible «contracción repentina e inesperada (y dolorosa) de los músculos», es decir, me agobiaba no intuir nada de ese posible mal que se avecinaba y tener que considerarlo, por tanto, todo malo, cualquier movimiento que pudiera realizar. De ahí que no me moviera, que permaneciera tumbado, rígido y asustado, cosa esta que debía saber que era un error (un mal).

Este error pendía oscuramente sobre mi cabeza, la angustia católicamente cargada de remordimientos de una existencia que se hallaba en un estado de equivocación permanente; al mismo tiempo, sin embargo, me llenaba de una alegría un tanto menos explicable que el cansancio se asociara de forma tan nítida al cuerpo. Sonriendo, abrí los ojos.

Me habían dado una habitación individual, lo cual era bueno, pero a la vez me aislaba. En ocasiones oía voces misteriosas procedentes del pasillo. Así como una risa femenina claramente identificable, como si esa risueña mujer se hallara a mi lado; esto era lo más perturbador. Lo más indignante. Mi madre estaba en la puerta, ni fuera, ni dentro, con la enfermera Emma; parecían estar hablando. La enfermera Emma, una mujer rigurosa, poco amable, gozaba de toda mi confianza. Daba la impresión de pensar mal de mí, aunque lo disimulara por deber profesional.

Hoy le quitaremos los puntos, dijo una mañana. Fuera nevaba como en un cuento, con unos copos enormes. "




: El Danubio irreverente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 546

Rhea Galanaki, Filippos D. Dracodaidís

Entonces el hombre te dijo en voz muy alta, una voz que se escucharía en toda la habitación, que estás cometiendo un gran error, dijo grande, no grande, porque simplemente estás viviendo en la superficie de los mitos. Él mismo lo sabía desde hace mucho tiempo [...] : esta doncella se transformaría lenta y constantemente en una mujer Minotauro. No la descendencia que tendría, sino ella misma. Porque, lejos de cualquier vanidad pueril y efímera, lejos de cualquier ensoñación ingenua, la virgen Europa evolucionaría hasta convertirse en un Minotauro femenino, envejeciendo sin fin con su cuerpo femenino desnudo, desnudo y harapiento bajo su cabeza con cuernos. Aprisionada en el laberinto del tiempo eterno, se alimentaría únicamente de la carne de niñas y niños, como si la juventud fuera a ser castigada por la moralidad de su forma. […] Siendo una mujer también, y mucho menos una mujer demoníaca, fácilmente podría prever las payasadas de cualquier Ariadne enamorada, y tomarían sus medidas a tiempo. Así sobreviviría para siempre dentro de los laberintos de su reino



y el cuento griego contemporáneo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 555

Petr Ginz 

“Esto pasará pronto; a Hitler le va fatal en Rusia. Pero esto que oyes son los gritos de sus cachorros enfrente de nuestra casa, cantando sus himnos. Mamá tiene miedo de que salgamos a la calle y nos den una paliza. La realidad ha cambiado de la noche a la mañana: primero una restricción pequeña, luego otra… Hay que estar alerta porque puede suceder algo muy gordo, muy triste o muy salvaje delante de tus narices y que tú ni te enteres”.




Cuánto tiempo hace ya / 

que vi por última vez / 

ponerse el sol sobre Petrin /

Hace ya un año casi que estoy en este agujero / 

con apenas un par de calles en lugar de tus avenidas. / 

Como un animal salvaje encerrado en una jaula”.

y su diario de Praga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 561


Witold Gombrowicz 

Ferdydurke (fragmento)


"Decidme, ¿cómo pensáis?, ¿acaso, según vuestra opinión, el lector no asimila sólo partes y sólo en parte? Lee, digamos, una parte o un pedazo y se interrumpe para, dentro de algún tiempo, leer otro pedazo; y a menudo ocurre que empieza desde el medio o, incluso, desde el final, prosiguiendo desde atrás hasta el principio. A veces ocurre que lee dos o tres pedazos y lo deja... y no porque no le interese, sino porque algo distinto se le ha ocurrido. Pero aun en el caso de leer el todo, ¿creéis que lo abarcará con la mirada y sabrá apreciar la armonía constructiva de las partes, si un especialista no le dice algo al respecto? ¿Para eso, pues, el escritor, durante años, corta, ajusta, arregla, suda, sufre y se esfuerza: para que el especialista diga al lector que la construcción es buena? ¡Pero vayamos, más lejos aún, al campo de la experiencia cotidiana! ¿No ocurre acaso que cualquier llamada telefónica o cualquier mosca puede distraer al lector de la lectura justamente en ese supremo momento en que todas las partes y tramas se juntan en la unidad de la solución final? ¿Y si en ese momento entrase, digamos, su hermano y dijese algo? La noble labor del escritor se echa a perder a causa de una mosca, un hermano o un teléfono. ¡Oh, malas mosquitas! ¿por qué picáis a hombres que ya perdieron la cola y no tienen con qué defenderse? Mas preguntemos todavía si aquella obra vuestra, única, excepcional y tan trabajada, no constituye sólo una partícula de treinta mil otras obras, también únicas y excepcionales, que aparecen en el transcurso de un año. ¡Malditas y terribles partes! ¡Para eso, pues, construimos el todo: para que una partícula de la parte del lector asimile una partícula de la parte de la obra y sólo en parte! "



en América . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 566


Aleksandar Hemon

EL LIBRO DE MIS VIDAS.

(FRAGMENTO)

El profesor Nikola Koljevic tenía largos dedos de pianista. Aunque a

fines de los 80 era profesor mío y de muchos más en la Universidad

de Sarajevo, durante sus años de estudiante se había ganado la vida

tocando jazz en los bares de Belgrado. Incluso llegó a formar parte de

una orquesta circense: se sentaba a un costado de la arena, con una

tragedia de Shakespeare abierta a manera de partitura, flexionando

los dedos, ignorando a los leones, y esperando que los payasos

hicieran su entrada.

Koljevic dictaba un curso de “Poesía y crítica”, en el que nos hacía

analizar las propiedades inherentes a una obra literaria desechando

todo lo que la rodeaba. El resto de los profesores impartía sus clases

sin la menor pasión, poseídos por los demonios del aburrimiento

académico, incapaces de exigir algo a sus alumnos. En el curso de

Koljevic, en cambio, desenvolvíamos poemas como si fueran regalos

de Navidad y la solidaridad creada por aquellos descubrimientos

grupales invadía la caldeada atmósfera del aula en el ático de la

facultad de filosofía. El profesor Koljevic era una persona

increíblemente culta, que citaba de memoria tramos enteros de

Shakespeare (y en inglés, cosa que nos impresionaba vivamente:

todos nosotros queríamos tener todo leído y citar con esa facilidad).

También dictaba un taller de ensayo, en el que leíamos a los clásicos

y luego intentábamos producir algo propio, aunque a duras penas

conseguíamos burdas imitaciones. De todos modos, nos hinchaba de

orgullo que a sus ojos pudiéramos pertenecer, siquiera remotamente,

al mismo mundo que Montaigne. Nos hacía sentir como si hubiésemos

sido personalmente invitados al parnaso de la literatura.

Una tarde, Koljevic nos habló de un libro que su hija había comenzado

a escribir a los cinco años. Lo había titulado El libro de mi vida, pero

sólo tenía escrito el primer capítulo. Porque, según Koljevic, la niña

había decidido acumular un poco más de vida antes de comenzar el

segundo capítulo. Todos nos reímos, aunque cada uno de nosotros

estaba también en los primeros capítulos del libro de nuestras vidas,

sin sospechar siquiera la trama que se tejía a nuestro alrededor.

Después de graduarme, llamé a Koljevic para agradecerle lo que me

había enseñado: el mundo que se podía conquistar a través de la

lectura. Por aquel entonces, esa clase de llamados de un alumno a un

profesor implicaba un acto de considerable intrepidez. Pero Koljevic,

lejos de mostrarse distante, me invitó a caminar por la orilla del río

Miljacka para hablar de literatura. Durante el trayecto, pasó su mano

sobre mi espalda y yo sentí sus dedos como incómodos garfios en mi

hombro, ya que era bastante más alto que él. Pero no dije nada: él

había cruzado una frontera, y yo no quería, por nada del mundo,

atentar contra esa cercanía.

Poco después de aquella caminata, comencé a trabajar para Nasi

Dani, una revista independiente de Sarajevo. Por esa misma época,

Koljevic se convirtió en uno de los miembros más acomodados del

Partido Democrático, un partido virulentamente nacionalista liderado

por Radovan Karadzic, un psiquiatra y poeta de nulo talento que se

convertiría en el criminal de guerra más buscado del mundo. Debí

cubrir como periodista muchas conferencias de prensa del partido, en

las cuales escuché los furibundos discursos de Karadzic, pletóricos de

paranoia y racismo. El profesor Koljevic estaba siempre ahí, sentado a

su lado: pequeño y solemne detrás de sus enormes anteojos culo de

botella, con su legendario saco de tweed emparchado en los codos y

sus largos dedos de pianista blandamente entrelazados entre la

plegaria y el aplauso. Siempre me acercaba a saludarlo, creyendo que

todavía compartíamos el amor por los libros. “Manténgase alejado de

todo esto”, me advirtió un día. “Limítese a la literatura.”



: Lejos de Sarajevo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 569


Gustaw Herling-Grudzinski


Un mundo aparte (fragmento)


"Un mes después de abandonar el hospital visité a Yevguenia Fiódorovna un día en que Yegórov no acudía al recinto y la encontré con Yaroslav R., estudiante de la Universidad Politécnica de Leningrado, detenido en 1934 a raíz del asesinato de Kírov, liberado antes de tiempo en 1936 y detenido de nuevo en 1937. Estaban sentados sobre una pequeña camilla que servía para examinar a los enfermos y se miraban de una manera que no dejaba lugar a dudas. En la voz de ella, siempre tan firme y serena, resonaba ahora una nota de entrega absoluta y sus ojos, ardientes, expresaban una felicidad nunca vista en los rostros de los presos. Más tarde los vi con frecuencia juntos en el recinto durante las noches de verano. Se decía que Yaroslav cortejaba a Yevguenia Fiódorovna para «sacar provecho de la cocina del hospital», pero para mí aquello era amor, el amor más puro que jamás había visto en el campo. No solo para mí, por cierto. Mijaíl Stepánovich definió el cambio que se había operado en el comportamiento y el aspecto de nuestra enfermera con la palabra «resurrección». Seguro que la palabra contenía bastante dosis de exageración, pero en un aspecto daba directamente en el meollo del asunto: más que el retorno a la vida en el silencio del hospital, merecía el nombre de «resurrección» el retorno a la independencia de los sentimientos, tan irrefrenable que hacía apostar la vida misma a una sola carta, pues no teníamos ninguna duda de que hubiera bastado una sola palabra de Yegórov para que Yevguenia Fiódorovna se presentara un día al recuento matutino formando parte de una brigada forestal.

Sin embargo, Yegórov parecía no ver lo que sucedía a sus espaldas. Como antes, acudía al hospital día sí y día no; como antes, se iba del recinto a paso cansino por la noche. Y, aunque a mí no me unía nada a ese hombre, en su silencioso drama —tal vez por espíritu de contradicción o por una intuición afectiva—, me puse de su parte. Me pareció que sufría no solo por el abandono de la mujer a la que amaba, sino también por su propio distanciamiento del campo, al que se sentía extrañamente vinculado. Se decía que en su quinto año de condena su mujer había renegado de él. Así que todo lo que todavía lo unía a la vida se concentraba en el camino que, alambradas por medio, llevaba de Yértsevo pueblo a Yértsevo campo. ¿Acaso podía regresar a la verdadera libertad un hombre que parecía casi fascinado por el cautiverio, atado como un perro al lugar donde había pasado los peores ocho años de su vida?

Hacia el final del verano, Yaroslav R. fue incluido, del todo inesperadamente, en un contingente de presos destinados a un campo de Pechora, cosa que significaba que Yegórov aún no se había rendido. Pero Yevguenia Fiódorovna también pidió traslado a otro campo, cualquiera excepto los de Kárgopol, cosa que significaba que tampoco ella estaba dispuesta a rendirse. Aunque su petición fue denegada, al cabo de poco tiempo Yegórov dejó de acudir al recinto. Al parecer había pedido el traslado a otro campo, pero nadie lo supo a ciencia cierta. En cualquier caso, nunca más lo volvimos a ver. En cuanto a Yevguenia Fiódorovna, murió en enero de 1942 al dar a luz al hijo de su verdadero amor, pagando con la vida su breve resurrección. "



: Un mundo inimaginable . . . . . . . . . . . . 573

Bohumil Hrabal


Una soledad demasiado ruidosa (fragmento)


"Al pie de esta montaña —hasta donde nunca había llegado en el transcurso de los últimos seis meses— el papel viejo se pudría lentamente como las raíces en las aguas pantanosas, exhalando aquel empalagoso tufo de queso casero olvidado en la olla durante medio año; el papel mojado y prensado por el peso del montón había perdido su color original, había adquirido un tono gris matizado de café con leche, y compacto como el pan seco. Trabajé hasta bien entrada la noche y me refrescaba sacando la cabeza por el patio interior, y a través de aquella chimenea de cinco pisos miraba, como el joven Kant, un fragmento del cielo estrellado; después, tomando el asa de la jarra, a cuatro patas y con paso inseguro, subía la escalera y, tambaleándome, me dirigía a la taberna, compraba cerveza y volvía a bajar a tres patas a mi madriguera donde, sobre la mesa, a la luz de la bombilla, tenía abierto el libro Teoría general del cielo de Immanuel Kant... En el silencio de la noche, cuando los sentidos reposan calmados, habla un espíritu inmortal en un lenguaje difícil de designar, compuesto de conceptos, que es posible comprender pero imposible describir... Estas frases me afectaron de tal manera que me fui corriendo a sacar la cabeza al patio abierto para mirar el fragmento de cielo estrellado y sólo después continué cargando el papel asqueroso a la prensa con una horca, un papel lleno de familias de ratitas envueltas en una especie de algodón, de telaraña; de hecho los que trabajan con papel viejo no son humanos, de la misma manera que tampoco lo es el cielo, yo ya sé que alguien lo tiene que hacer, pero en el fondo mi trabajo se reduce a una matanza de inocentes, tal como la pintó Pieter Brueghel, la semana pasada envolví todas las balas con la reproducción de ese cuadro, hoy, en cambio, me iluminaba el amarillo y el dorado de los Girasoles de Van Gogh, de sus círculos y sus puntos, y este resplandor acrecentaba mi sentido de lo trágico. Así trabajaba, adornando las pequeñas tumbas de los ratoncitos, y de vez en cuando me iba a leer un fragmento de la Teoría general del cielo, cada vez tomaba una frase y la saboreaba como si fuese un caramelo de menta. Me inundaba la grandeza desmesurada y la infinita pluralidad, me invadía la belleza, la belleza caía sobre mí como un riego, de todos lados, el cielo visto a través del agujero del patio interior encima de mi cabeza, los combates y las guerras de dos clanes de ratas en las alcantarillas bajo mis pies, ante mí, en fila india, como un tren de veinte vagones, veinte paquetes iluminados por el centelleo de los girasoles; la máquina con su gran fuerza horizontal chafaba los ratoncitos silenciosos que no decían ni pío, como cuando les agarra un gato cruel y juega con ellos, y es que la misericordiosa naturaleza ha inventado el horror, es el horror que hace fundir los plomos, él, más fuerte que el dolor, envuelve a quien visita en el momento de la verdad. Todo eso me dejaba admiradísimo, súbitamente me sentí santificado, embellecido por dentro, por haber tenido el valor de soportarlo, por no haber perdido el juicio entre todas las cosas que veía y experimentaba en cuerpo y alma, aquí, en mi soledad demasiado ruidosa, me daba cuenta con estupefacción que este trabajo me había introducido en el campo infinito de la omnipotencia. Sobre mi cabeza brillaba una bombilla, los botones verde y rojo ponían en movimiento el cilindro de la prensa, hala, hala, ahora voy, ahora vuelvo, y yo, al fin y a la postre, llegué al pie de la montaña, tuve que coger una pala y, al igual que los excavadores de zanjas, ayudarme con una rodilla para poder vencer el papel convertido en una especie de arcilla. La última pala llena de aquella materia pegajosa y húmeda; me sentía como un limpiador de alcantarillas, trabajando en el profundo abismo de una cloaca abandonada. Deposité allí la Teoría general del cielo, abierta; até el paquete con alambres, el botón rojo interrumpió la presión y soltó el paquete hecho; lo arrastré a la cola, a la fila de sus compañeros gemelos, me senté en un peldaño, mis manos colgaban sobre el suelo de cemento mientras veintiún girasoles iluminaban la sombría penumbra de mi cueva. "


: Inimitablemente checos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 576

Pawel Huelle


Catstorp

Pawel Huelle. Edit. Alianza.

Autor respetado de las letras polacas contemporáneas, con algunas de sus obras seleccionadas para el Independent Foreign Fiction Prize, Pawel Huelle recupera en esta obra al tímido personaje de La montaña mágica, Hans Castorp, para realizar una precuela de la famosa novela de Thomas Mann, sobre la pregunta ¿Qué llevó al joven a tener que internarse en un sanatorio suizo? Contada con humor y misterio, con homenajes a Mann, pero también a otros escritores como Conrad o a la novela Effi Briest, de Theodor Fontane, sus páginas brindan un fresco social de la Belle Époque en la ciudad-estado de Danzig.



: Querido Bohumil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 579

Panait Istrati

El pescador de esponjas (fragmento)

"Existen en aquellos parajes del Mediterráneo porciones extensas de mar en las que el fondo no se encuentra más profundo de quince y hasta de diez metros de la superficie de las aguas. Es aquel uno de los sitios donde más abundan las esponjas, un rincón de vastas y solitarias bahías que apenas si son surcadas por los caiques de los pescadores.
Allí, por cada metro de superficie de agua ha surgido una burbuja que, al estallar, deja salir un mudo gemido contra la inclemencia humana, escapado del pecho de un hombre que hace esfuerzos, en el fondo del agua, para arrancar una esponja. La misma esponja que, meses más tarde, se esfuerza, a su vez, por limpiar una pequeña parte de la suciedad humana. La lucha del hombre y de la esponja es inútil, pues como verá usted, lo que pasa es lo siguiente:
Alineados a babor y a estribor de la embarcación, diez verdugos sujetan con sus manos un cable del que pende la vida de un hombre. Cada uno de éstos, desnudo como vino al mundo, sostiene en su mano un cuchillo corto y afilado. La cuerda le pasa por debajo de las axilas, y a su espalda lleva un lastre que, aunque mucho más ligero que su amargura, es bastante más pesado que sus pecados. Y eso es todo.
Una vez fijado el lugar de la pesca y anclado el barco, el patrón da comienzo a los sondeos, gritando:
-¡Doce metros!… ¡Ocho!… ¡Trece!… ¡Once!… ¡Nueve!…
A cada uno de los gritos, se preparan, tras él, el esclavo y su amo: una buena bocanada de aire y al fondo del agua, donde podría verse, con los ojos abiertos, hasta una aguja que cayera de arriba y el sitio en que quedaba.
Esponjas de todos los tamaños tapizan el fondo del mar. El hombre agarra la más grande, queriendo cortarla; pero, como todo lo miserable, la esponja lucha defendiendo su vida. No tiene otra defensa que el jugo viscoso que la empapa, y que la hace escurrirse de las manos, como el mercurio, mientras la raíz parece sujetarse con más fuerza a la roca. Y he aquí la tragedia de la pesca de esponjas: la dosis de aire se agota con rapidez; empieza a apagarse el corazón, zumban los oídos; los ojos se cubren con el velo precursor de la muerte.
Entonces, con la esponja o sin ella, hay que tirar del cable para dar la señal de socorro, sin precuparos en lo que os espera; no pensando más que en esa enorme riqueza de la vida ?¡el aire!? que ningún hombre ha logrado atesorar.
Una vez a bordo, si la suerte propicia le ayudó a uno a recoger una buena esponja, unos instantes de reposo, dulces como la caricia de la mujer amada, son el pago. Pero si subes con una esponja deshecha, o con nada, el puñetazo, recibido en las costillas desnudas, te hará blasfemar contra la vida y su creador. "



: El vagabundo de los Balcanes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 584

Ismaíl Kadaré

Las mañanas del café Rostand (fragmento)


"Partimos hacia Roma por la tarde. La secretaria de Groult me avisa por teléfono de que su chófer pasará en unos minutos a recogerme. La señora Groult me llama para decirme que rezará por nosotros en la capilla que, como muchas de las grandes familias, los Groult tienen en su mansión.

Calixte Groult, profundamente religiosa, también rezó por los albaneses de Kosova durante las masacres y bombardeos, del mismo modo que reza por el pueblo francés, por las víctimas de las torres gemelas de Nueva York y, naturalmente, por los reveses familiares a lo largo de su dilatada vida en común.

Llegamos a Roma casi de noche. El hotel se encuentra en la Via Veneto, pero como de las reservas y de todo lo demás se encarga Groult, no me fijo en cómo se llama. Solo retengo que lleva el frecuente nombre de Excelsior delante.

Antes de cenar damos un paseo a pie. He estado muchas veces en Roma y, como la mayoría de los extranjeros, una parte de mis recuerdos están ligados a esta calle, lo que uno no confiesa sin armarse de valor para no ser tomado por amante superficial de Roma. Como no tengo ningún complejo y estoy convencido de que sé de Roma cosas que ignoran los que viven en ella, no temo manifestar mi atracción por la Via Veneto.

Le cuento a Groult mi primera visita a Roma. Noviembre gélido, con agua y niebla, medianoche, tenebroso año de 1967. Vuelvo de China y Vietnam tras una estancia de cinco semanas. En el aeropuerto de Pekín me encuentro con una delegación de periodistas, entre ellos Dritero Agolli. Al no existir vuelo directo a Tirana, hacemos escala en Roma. Perdidos, aturdidos del gong chino y de las calamidades oídas allí, dos coches de la embajada nos llevan a un pequeño hotel llamado Helios, si no me equivoco. La noche es angustiosa. Antes de que amanezca, sobre las cinco de la madrugada, no sé por qué, salgo al pasillo. Frente a mí apenas distingo una forma imprecisa, grotesca, que parece mi doble. Cuando me acerco, veo que es Dritero Agolli. No consigo dormir, me dice. Yo menos, le respondo. Ambos llevamos el pelo enmarañado y bizqueamos. No sé cuál de los dos propone que salgamos a la calle.

Aún es de noche. Chispea como antes y en la calle no hay ni un alma. A lo lejos se vislumbraba algo iluminado. Cuando nos acercamos, vemos que es un pequeño bar. Hay gente dentro. Empujamos tímidamente la puerta de cristal.

Buongiorno, signori! La voz del camarero es tan potente que nos despierta del todo. Huele a buen café. En una de las mesas, un cliente, mientras sorbe el café, continúa hablando con voz tonante con el camarero. Otro, así como un carabinero, toman algo en la barra. El carabinero se acompaña de un perro grande de pelo largo.

El camarero nos dice algo que no comprendemos. Él insiste y Dritero Agolli le da una respuesta. Los ojos de todos se vuelven sorprendidos hacia nosotros.

¡Demonios!, exclama Dritero. En lugar de decirle que venimos de China, creo que le dije que somos chinos.

No me dio tiempo a responderle que con aquellos ojos medio cerrados quizá lo pareciéramos, porque los italianos al instante se echaron a reír.

También nos reímos nosotros.

Creo que nos toman por locos, dijo Dritero. Yo pienso lo mismo, pero no me parece ninguna catástrofe.

Finalmente, pedimos un café.

No creo haber paladeado un café tanto en mi vida.

Dritero piensa lo mismo. Después de un mes en el desierto de la revolución cultural, un verdadero café, en un pequeño bar de Roma antes de amanecer, junto a dos desconocidos clientes y un carabinero que llevaba un perro atado, nos parece el colmo de la vida civilizada.

Es el tiempo en el que aún hablábamos con franqueza, por lo que, tras contarnos el uno al otro algunas de las bromas del viaje, arremetemos contra el Estado albanés por haberse aliado con aquella calamidad que acabábamos de dejar atrás. Había sentido a lo largo del viaje, pero lo sentí con mayor intensidad en viajes posteriores, que cuando volvía del extranjero, a medida que me iba aproximando a Albania, más fuerte era la incomodidad que esta me producía. Junto con la angustia, claro está.

¿Qué idioma habláis?, nos pregunta el camarero. A trompicones le decimos que somos albaneses y volvemos de China.

¡Ah, albaneses!, dicen. ¡Ah, de China!

No sabemos el suficiente italiano para decirles que no hay nada de que asombrarse.

Dejan de reírse, y nos parece que nos miran con recelo.

Finalmente, pagamos y salimos. Fuera amanece, pero la llovizna no ha cesado. Caminamos en silencio, mojándonos como dos pobres diablos.

Aún no habíamos visto nada de Roma, aún no habíamos tenido ocasión de hacer ninguna comparación con la polvorienta y triste Albania, pero había bastado un pequeño bar nocturno, en una calleja perdida, y un café sorbido humanamente, como se había bebido durante centenares de años en los cafés abiertos antes del amanecer, para despertar en nosotros una insoportable nostalgia.

En la Via Veneto ante los lujosos cafés, en uno de los cuales nos sentamos tras la cena, Pierre Bordeaux-Groult me escucha con atención, pero estoy seguro de que le resulta difícil captar lo que yo le cuento.

Después del paseo nos sentamos a cenar en el restaurante del hotel. "


: Albania, una capital asediada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 587

Jan Karski


Yannick Haenel

(fragmento)


"Esta manera de empezar su narración lo protege de las emociones; podría decirse que es el inicio de Dante, pero también de una novela de espionaje. Explica que se hizo saber a los jefes judíos de Varsovia que él partía para Londres, y se organizó un encuentro «fuera del gueto». De inmediato se comprende que es de eso de lo que va a hablar: del gueto de Varsovia. Dice que eran dos jefes: un responsable del Bund, el partido socialista judío, y un responsable sionista. No dice cómo se llamaban ni dónde se realizó el encuentro. Sus frases son cortas, directas, rodeadas de silencio. Dice que no estaba preparado para este encuentro. Que su trabajo en Polonia lo mantenía muy aislado. Que tenía escasa información. En cada una de sus palabras se perciben huellas del impedimento de un principio, cuando abandonó la escena. Incluso parecería que todas responden a la imposibilidad de hablar. Jan Karski es incapaz de desempeñar el papel de testigo que le asignan, y aun así lo desempeña, mal que le pese. Si la voz se le ha quebrado al empezar es justamente porque lo que tiene que decir sólo puede decirse con la voz quebrada.

[...]

Lo que querría es resguardarse de sus propias palabras, de lo que éstas están a punto de revelar. No desea que sus palabras lo expongan otra vez al contenido de su relato: no desea revivirlo. Por eso insiste tanto en la distancia: «Yo no era de allí, no formaba parte de aquello», dirá. Jan Karski dice que los dos hombres le describieron «lo que les ocurría a los judíos». Repite que él no estaba al corriente. Le explicaron que Hitler estaba exterminando a todo el pueblo judío. No se trataba sólo de los judíos polacos, sino de los judíos de toda Europa. Los aliados combatían por la humanidad, le dijeron, pero no debían olvidar que todos los judíos de Polonia acabarían exterminados. La boca de Jan Karski se contrae en una mueca, las manos parecen implorar, como si en ese instante se identificara con los dos jefes judíos, como si, al hablar, se pusiera en su lugar. Dice que éstos se paseaban arriba y abajo por la habitación, que se desmoronaban. Que, «en numerosas ocasiones, en el curso de la conversación perdieron por completo el control». Igual que él, Jan Karski, frente a la cámara de Claude Lanzmann. Pero en 1942 le hablaban y él permanecía inmóvil en una silla; no hacía preguntas, se limitaba a escuchar. Treinta y cinco años más tarde, es él quien habla, quien repite lo que los dos jefes judíos le dijeron. Dice que ellos advirtieron su ignorancia de lo que ocurría y que, una vez que él aceptó llevar sus mensajes, empezaron a explicarle la situación. "



: En un Estado clandestino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 592

Imre Kertész

La bandera inglesa (fragmento)


"Se reclinó en el asiento; todo parecía indicar que había de renunciar a su propósito. Le ardían los ojos por el esfuerzo; los entornó para darles un descanso al tiempo que apoyaba la nuca en el reposacabezas; luego volvió a abrirlos sin más, sin pensar en nada, solamente porque tornaba a sentirse más descansado, y se enderezó asombrado: ahora que no contaba con nada, he aquí que, de súbito, la ciudad empezó a hablar. ¿Qué había ocurrido? En ese momento, el enviado apenas supo explicárselo. El error residía, evidentemente, en el método, en el método que había seguido hasta entonces con tesón y terquedad, al considerarlo el más adecuado para su objetivo. Sólo se había concentrado en las esquinas, en los cruces, en partes de la calles, deseoso de extraer algo determinado de componentes indeterminados, de conseguir un conjunto sólido a partir de detalles fugaces: el fracaso tenía que producirse, pues, con la lógica propia de lo necesario. No le tendieron una trampa: él cayó en ella, y jamás lo habrían inducido a error si él mismo no se hubiera equivocado. Debería haber previsto que los detalles se ponen al mismo tiempo la máscara de la intemporalidad y la del instante fugaz, sonriente y cotidiano, y que la mirada empeñada en conseguir su objetivo se desliza impotente por esa superficie resbaladiza. En el momento, sin embargo, en que ya no esperaba nada, en que la mirada desanimada recorría sin meta alguna y, por así decirlo, distraídamente los pisos superiores de los edificios, en ese momento, con la ayuda del ángulo de incidencia de la luz y de la impresión de un color dominante que habían olvidado cambiar o que no podía variar, alcanzó de pronto la meta. ¿Qué color era ese? Emanaba de todos los edificios de manera tan uniforme, era tan inmenso, sólido y evidente, que el enviado casi tuvo que hurgar en busca de su nombre: amarillo. Pero ¿decía este nombre algo respecto al color? ¿Se acercaba la serie convencional de sonidos, el adjetivo tan abstracto como vacuo, a esta revelación explosiva y, sin embargo, inasible y fugaz? El enviado contemplaba, inmóvil y fascinado, el color; de hecho, no lo miraba, sino que lo absorbía como una fragancia volátil, lo rastreaba con todos los sentidos y lo atrapaba con cautela, pero también con decisión, para sacarlo de allí y apropiarse de él. No cabía la menor duda de que ese color envuelto en resplandor era intemporal; sin embargo, únicamente el instante cotidiano lo volvía asible; un instante del todo diferente, empero, que sólo podía encontrar bajo la presión implacable del engañoso presente y que no tenía ninguna representación en el mapa, ningún equivalente en el inventario de objetos que pudieran ofrecer la necesaria certeza. La fortuna le había llegado traída precisamente por aquello que había intentado desechar mediante un trabajo sistemático: el azar, ese elemento nunca previsto en las pesquisas y, sin embargo, imprescindible. No necesitaba, pues, el frío cálculo sino la sorpresa inesperada; se había dedicado a investigar aquello que le ocultaban cuando, de hecho, debería haber intentado captar lo visible; consciente o no, siempre perseguía lo que siempre desatendía: ese amarillo, ese conocimiento salvaje, estremecedor; y con el conocimiento que era obra del instante presente surgía al mismo tiempo otro momento buscado en vano hasta entonces, el momento de la ciudad que se había ocultado ante él, que se reservaba para él y al que sólo él podía insuflar vida; y he aquí que todo era irrefutable, comprobado y dolorosamente cierto. "



: Un instante de silencio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 595

Danilo Kiš


Homo Poeticus (fragmento)


"Yo soy un escritor bastardo, que llegó de la nada. No soy un escritor judío, como el maestro Singer. Los judíos, en mis libros, no son más que literalidad, extrañamiento, en el sentido del formalismo ruso (ostranenie). Esto porque el mundo de los judíos de Europa Central es un mundo desaparecido, un mundo de ayer y, como tal, situado en el campo de una realidad no real. En el campo, pues, de la literatura.

Y tampoco soy un escritor disidente. Tal vez un escritor de Europa Central, si esto significa algo. Si mis orígenes no estuviesen hundidos en la niebla, me pregunto qué razones tendría para hacer literatura.

Lo que más detesto es la literatura que se quiere minoritaria. No importa de cuál minoría: política, étnica, sexual. La literatura es una e indivisible. Buena o mala. Se puede ser homosexual y no ser Proust, ser judío y no ser Singer. Minoría o no, esto no me interesa en lo absoluto. El argumento de mis libros es, para citar a Nabokov, el estilo. O viceversa: el estilo de mis libros es su argumento. Eso es todo.

Escribo en mi lengua materna, el serbocroata, y es un instrumento que no cambiaría por nada del mundo, aun cuando sé emplear el francés casi correctamente. Intenten proponer a Menuhin que cambie su Stradivarius por un piano Bösendorfer, en el cual toca en forma un poco vaga y sin alegría...

¿Quién soy? Soy un observador, si me lo permiten... Observo lo que se puede ver a simple vista, pero que las personas no ven en verdad.

Observo este desmoronamiento, lo espío desde mi observatorio en el décimo arrondissement (segundo piso)... Y veo muchas cosas, a veces con asombro. Por ejemplo, cómo toda una nación de hombres de letras dejó que le pusieran los cuernos... Cómo los surrealistas, en su tiempo, se volvieron unos realistas cantores de Stalin. ¡Justo ellos, quienes habían abundantemente hurgado en el subconsciente, en los sueños! Y observo cómo el que ha denunciado la traición de los clérigos, a su vez ha traicionado. Cómo tanta gente ha seguido este mal camino intelectual sin pestañear: los San Sartre, las Santa Simone, entre otros. Sin prudencia intelectual. Y cómo los que tenían razón —Camus— no han obtenido ni razón, ni satisfacción, porque sabían y porque hablaron cuando no debían hacerlo. Esta falta de desconfianza, esta ingenuidad, lo confieso, rebasa mi compasión. Esta aceptación sin mea culpa.

Pero no se puede entender el totalitarismo usando su misma seriedad. Es decir, usando su mismo lenguaje. Para hacer esto, necesitamos a un Rabelais. Necesitamos otra lengua. O se escriben manifiestos o se escribe literatura. La literatura debería ser el último baluarte de la cordura. Salvar la lengua de estos lenguajes estereotipados y agresivos, que invaden todo. Un soneto de amor —un bonito soneto de amor— es un empedrado en el pantano de los lenguajes estereotipados. Una pequeña isla donde se puede poner pie. "

: Una enciclopedia de la infamia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 613

Ivan Klíma


Amor y basura (fragmento)


"Ni yo mismo tengo claro qué es lo que me empujó a probar esta profesión tan poco atractiva. Probablemente esperaba encontrar allí una nueva posición que me ofreciera una visión del mundo antes inadvertida. Uno constata repetidamente que, si de vez en cuando no observa el mundo y a su gente desde un lugar distinto al acostumbrado, se le van embotando los sentidos.

Esperé a ver qué pasaba y de pronto recordé la cena que, quince años atrás, cuando estaba a punto de volver a casa tras una estancia en América, el decano de la facultad organizó en mi honor. El decano era matemático, un hombre rico, propietario de unas caballerizas y de una villa al estilo de los palacetes de caza. Sólo lo había visto una vez y no me apetecía ir a esa cena: reunirme con personas a las que no conozco me resulta más bien incómodo.

¿Y a quién iba a conocer allí si sólo había estado medio año dando clases en la universidad? Al final todos me trataron con mucha amabilidad, y no dejaron de sonreírme durante toda la cena, muy a la americana; unos y otros me pidieron con insistencia creciente que les explicara cómo se me ocurría abandonar un país libre y rico como el suyo para volver al mío, donde reinaban la pobreza y la falta de libertad, donde probablemente me detendrían y me mandarían a Siberia. Yo me esforcé por resultar amable también. Echando mano de un patriotismo fingido y alegando una importante misión a la que éste me obligaba, se me ocurrió una imagen que me pareció ilustrativa: conté que en mi país la gente me conocía; que, aunque tuviera que dedicarme a barrer las calles, para la gente yo seguiría siendo quien era, lo único que quería ser, un escritor, mientras que allí, aunque siguiera paseándome en un Ford, no dejaría de ser uno más de los inmigrantes de los que se había compadecido una gran nación, añadí fanfarroneando. En realidad, lo que quería era volver a mi país, donde vivía gente que me era cercana, podía hablar con fluidez y escuchar mi lengua materna. "


: Praga y sus paradojas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 620

Arthur Koestler

Testamento Español (fragmento)


"Creo que, en general, solemos sobreestimar la importancia del carácter individual. La sociedad permite al individuo un margen muy limitado para realizar sus disposiciones originales. La cuestión no es lo que el hombre es, sino la función que le dicta el sistema social a realizar.

Estas son reflexiones banales, pero la aplicación de ellas en una guerra civil, conducen de algún modo a resultados paradójicos, y explica porque el anarquismo es tan popular en España. Para los anarquistas el problema humano es tan simple como cascar una nuez; uno rompe la dura cáscara y luego saborea la deliciosa semilla. Una teoría atractiva; sólo que a mi me gustaría saber si los árboles darán alguna vez nueces sin cáscara.

Nunca se es tan curioso sobre el futuro de la humanidad como cuando se está encerrado en una jaula custodiada por dos “gorilas”, y pensando más bien en cualquier cosa menos en el propio futuro. Creo que el mayor placer posible que pudiera ofrecérsele a un condenado en su camino hacia la silla eléctrica, sería decirle que un cometa viene hacia la tierra y destruirá el mundo al día siguiente...

Sobre las dos o tres de la mañana llegó un coche y, escoltado por los dos “gorilas”, me llevaron por desiertas avenidas, cruzando la dormida ciudad, y pasando el puente sobre el Guadalquivir, a la distante prisión de Sevilla.

Cuando surgió de la oscuridad el edificio de la prisión, volví a sentirme confortado, al igual que me ocurrió quince horas antes al ver las esposas. Por estas fechas yo ya sabía que los prisioneros solamente eran golpeados y maltratados en las comisarías de la policía, en los cuarteles y barracones falangistas, pero no en las prisiones. Había dos caminos que conducían fuera de la prisión, uno hacia la libertad, otro ante el pelotón de fusilamiento. Pero mientras estuvieses en la prisión, uno estaba seguro.

Con sentimientos de afectuoso agradecimiento, contemplé aquel enorme edificio. La podredumbre de una civilización que está atemorizada por su incipiente locura, revela en sí misma curiosos síntomas. Por ejemplo, los muros de piedra de la prisión, no sólo servían para proteger a la sociedad de los prisioneros, sino al prisionero de la sociedad. "



: El hombre que encarnó un siglo . . . . . . . . . . . . . . . . 622

Pavel Kohout

Cabeza abajo (fragmento)


"Voy a escribir algo para ustedes pero no sé qué decirles. ¿Algo sobre el texto que ustedes verán? Ya lo juzgarán por ustedes mismos. ¿Por qué lo escribí? Eso les parecerá evidente una vez que conozcan el texto. ¿Decirles que me gustaría estar cerca de ustedes? Está demás decirlo. ¿Por qué no puedo ir? Yo no lo sé. (El Gobierno checoeslovaco me negó el permiso para viajar).

Bueno, tal vez les puedo decir esto: Ustedes van a apreciar una obra escrita hace cinco años. Desde entonces se ha representado en decenas de escenarios, en cientos de oportunidades, pero conozco una persona que nunca la vió: yo mismo. Conozco una institución de la cual no se puede salir libremente, a causa de los crímenes que uno cometió o que se supone que cometió. Ese se llama cárcel. También conozco otras instituciones, donde se mantiene a las personas para que no infesten a otras con peste amarilla o con su locura. Esos son pabellones de aislamiento o asilos para dementes. Pero no puedo encontrar el nombre para un país donde una persona es libre para comprar papas, ir al cine, criar niños y en casa (además de otras cosas) hasta puede escribir, pero le está prohibido (además de otras cosas) publicar lo que escribe o ir al extranjero a mirar lo que ha escrito.

Ellos me dicen que puedo emigrar. Si así lo hiciera, podría gastar mi vida entera, noche a noche, y asistir a las publicaciones o estrenos de mis obras. También podría apreciar e influir sobre la manera que mi obra se realiza. Pero eso sería preferir a los personajes que he creado en el papel a los de carne y sangre que me rodean. Abandonar a mis hijos, mis amigos y a toda esa multitud que continuará siendo mi multitud. Aunque sean los nietos de mi multitud los primeros en conocer mi obra. Ellos son los que comparten conmigo el lenguaje en que escribo. Ellos son los que dieron nacimiento al amor y al odio que impregnan mis páginas.

No tengo otra cosa que hacer que seguir escribiendo lo que no veré y sólo preguntarme por qué hay tantos hombres de estado que se pasean pomposos firmando documentos que jamás cumplirán. "



: La batalla de Praga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 626

Fatos Kongoli


El sueño de Damocles (fragmento)


"Al día siguiente por la mañana Roza me telefoneó. Mi padre había salido muy temprano de casa y yo aún estaba acostado cuando sonó el teléfono. No me moví, yo recibía pocas llamadas. Por eso Dizi no tardó en acudir, la puerta de su habitación se abrió y alzó el auricular. Poco después sentí unos golpes en mi puerta y su llamada en voz baja. De no haber estado despierto no la habría oído, y de no oírla no habría vuelto a encontrarme ese día con Roza. Pero yo estaba despierto y escuché su llamada en voz baja, casi como un susurro. Creyendo que Dizi no se encontraría en el pasillo, salí tal como estaba, en calzoncillos. Y en efecto, Dizi no estaba en el pasillo. Estaba en el cuarto de baño. Y había dejado la puerta abierta. Mientras me colocaba el auricular en la oreja y oía una voz de chica al otro lado de la línea, vi a Dizi a través de la puerta abierta. Estaba de espaldas a mí con un fino camisón. El pelo suelto le caía por la espalda y durante un instante seguí sus movimientos. Mi confusión fue total cuando ella se volvió, salió del cuarto de baño y nos encontramos frente a frente, ella con sus pechos desnudos bajo el fino camisón y yo en calzoncillos, mientras oía una voz de chica al otro lado de la línea sin comprender quién era y qué quería de mí. Dizi sonrió y trató de cubrirse los senos. Dijo que toda la noche había estado sudando como en un baño turco y que ahora quería darse un baño de verdad.

Al fin comprendí quién me hablaba desde el otro lado de la línea: era Roza. Yo solo tenía en mente una cosa: desaparecer del pasillo. Mi presencia allí, ante los ojos de la esposa de mi padre con tan indigna facha, era una vergüenza. Pero Roza no me lo permitía. Insistía en que fuera a reunirme con ella sin falta, como mucho en una hora, al bar Europa. Entretanto Dizi volvió a aparecer en el pasillo. Esta vez en lugar del camisón se había puesto un albornoz color naranja. Sin más preámbulos le dije a Roza que me esperara, que iba de inmediato. Eso fue cuando Dizi se metió en el cuarto de baño y empujó la puerta tras de sí, pero tan despacio que no se cerró del todo y a través de la estrecha ranura vi cómo se quitaba el albornoz y, por una décima de segundo, pude contemplar su cuerpo completamente desnudo. Fue una décima de segundo y no sabría decir si después su cuerpo quedó ocultó a mi vista o fui yo quien se metió como un rayo en la habitación, me vestí a toda prisa tratando de no hacer el menor ruido y salí de casa de puntillas, como un ladrón. "


: Albania durante la dictadura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 628

György Konrád


El reloj de piedra (fragmento)


"El condenado a muerte, la víctima, participa de forma seria y solemne de la ceremonia de la muerte. No se la toma a broma. El amor propio le exige respetarla. ¿En qué se distingue la subida al patíbulo de otros movimientos rutinarios, como levantarse, cuadrarse o juntar las manos a la espalda? Si uno se acostumbra a las formalidades de la cárcel, al ritual del cautiverio, si uno obedece órdenes sin sentido y somete su voluntad de manera natural a los carceleros, si habla sólo cuando le preguntan y guarda silencio cuando no le hablan, si considera cierto y verdadero y digno de atención tan sólo lo que los guardias esperan y aprueban, si por el bien de su ansiada supervivencia se atiene a todas y cada una de las reglas carcelarias, sean relativas al tabaco o a la orina, entonces su participación en su propia ejecución no es más que prolongar los automatismos del prisionero que hasta entonces lo han mantenido vivo. Si no se ha rebelado antes, tampoco lo hará ante el pelotón de fusilamiento. Si es esto lo que queréis, nuestras vidas, aquí las tenéis. Apuremos el trago cuanto antes. Si éste es el final del papel de prisionero, vamos, interpretémoslo hasta el último acto.

Dragomán asociaba esta distribución de los papeles propia de un universo concentracionario con los sistemas represivos y las relaciones personales características de la opresión. Quienquiera que esté abajo obedece, ejecuta, compra favores a cambio de obediencia, benevolencia a cambio de halagos. Quiere gustar a sus superiores, se muestra como un subordinado leal y entusiasta y seguirá siéndolo mientras la propaganda del Estado continúe inamovible, mientras el torrente de palabras centralizado condene todo cuanto se aparte de las normas.

No obstante, cuando la voz de la autoridad flaquea, cuando el ciudadano se ve obligado a pensar por sí mismo, cuando los listos situados en lo alto no cumplen con su papel y no piensan eficazmente en lugar del pueblo, cuando los subordinados no reciben órdenes claras, entonces se produce la confusión, empieza la disolución y se acerca la revolución. En esos momentos, el ciudadano se sume en profundas reflexiones, comienza a perder el respeto a las ceremonias de auto anulación y se dispone a reunirse con sus conciudadanos en la plaza principal y depositar su lealtad en una nueva autoridad. "




: De la antipolítica a la libertad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 630

Deszö Kosztolányi

El extranjero (fragmento)


"De joven, pasé doce años en Argentina. Tenía que bregar relativamente poco. Buenos Aires es una ciudad encantadora, y la gente amable, cortés y buena. Había una sola cosa con la que tenía que luchar duramente: la lengua. En medio año llegué a chapurrear el español, en otro medio año ya era capaz de hablar y mantener una conversación. A menudo me sentía, sin embargo, inseguro. Seguía hablando con la cabeza, en vez de con los instintos. Al año siguiente logré obtener, sin duda, cierta autonomía. Tenía días excelentes cuando todo marchaba a las mil maravillas, pero también había días siniestros y malos. Conté mis penas a mis amigos. Me consolaron diciendo que sólo sabré español perfectamente cuando llegue a soñar en español. Al tercer año también sucedió eso. Imagínense, soñaba en español. Estaba sumamente contento. Escribía y leía con fluidez, mantenía correspondencia. Me empleaba una compañía de comercio, con buen salario. Mi lengua materna se hizo humo. Si de vez en cuando me llegaba a las manos algún diario de mi país, lo hojeaba y lo dejaba caer al suelo. No tenía ni un conocido húngaro. Sólo me trataba con españoles. Me casé con una mujer porteña. Me convertí en español de pies a cabeza. Así pasaron doce años. El destino quiso que antes de la guerra tuviera que regresar a casa. Me embarqué. En ese momento me asaltó cierta inquietud titubeante. De regreso a casa experimenté la misma lucha que había mantenido allí. ¿Qué les diré a los de mi país en la lengua que me había enseñado mi madre? Aún no me atrevía a resumir qué había olvidado y qué no. Al pisar suelo europeo mi inquietud aumentó. En Austria ya oía aquí y allá hablar húngaro. Lo recibí con los oídos y el alma abiertos de par en par. Sonaba como algo ajeno y anticuado, dulce y verdadero. Decidí hablar en el paso de frontera. Lo tenía todo planeado. Me apearía, entraría en el restaurante y me compraría un cigarrillo. Iba recogiendo las palabras que aún dormían intactas en el fondo de mi conciencia. Incluso llegué a formular la frase: “Déme un cigarrillo, por favor”. Por fin llegamos traqueteando. Todos hablaban en húngaro. En seguida me bajé saltando del coche, me dirigí corriendo hacia el restaurante para quebrar mi silencio de doce años, porque sólo en ese momento me enteré de que lo que había parloteado en una lengua extranjera no era sino silencio. Fruncí los labios pegándolos a la lengua, como los bebés listos para mamar. Repetí varias veces para mis adentros: “Déme un cigarrillo, por favor… Déme un cigarrillo, por favor…” Me acuerdo muy bien, había algún mozo que servía el vino esperando en la puerta del restaurante. Yo me acerqué a él, como quien se prepara para alguna prueba decisiva, con una terrible fiebre escénica. En ese momento ocurrió algo que hasta ahora no me he podido explicar. Lo miré, abrí la boca, y por recato o por miedo tartamudeé: ¡Ich bitte eine Zigarette! "


: Llamadme Kórnel Esti . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 642

Miroslav Krleža


El regreso de Filip Latinovicz (fragmento)


"Estaba amaneciendo cuando Filip llegó a la estación de Kaptol. Hacía veintitrés años que no había vuelto a poner los pies en ese rincón, y sin embargo todo seguía resultándole muy familiar: los tejados babeantes y podridos, y el bulbo sobre la torre de los Frailes, y la casa de una planta, gris y descolorida por el viento, al final de una alameda sombría. La cabeza de Medusa de yeso sobre la puerta de roble maciza y guarnecida de herrajes, y el pomo frío. Veintitrés años habían pasado desde aquella mañana en que había llegado arrastrándose hasta esa puerta como el hijo pródigo: estudiante de séptimo en el instituto, le había robado un billete de cien a su madre y se había pasado tres días y tres noches bebiendo y corriéndose juergas con prostitutas y camareras, para al volver encontrarse la puerta cerrada con llave y quedarse en la calle, y desde entonces vivía en la calle, hacía ya muchos años, sin que nada hubiera cambiado realmente. Se paró ante la puerta hostil y cerrada e, igual que aquella mañana, creyó experimentar la sensación del tacto frío y metálico de aquel pomo pesado, macizo, en la palma de su mano: sabía que esa puerta se le resistiría cuando la empujara, y sabía que las hojas se movían en las copas de los castaños, y oyó el aleteo de una golondrina que levantaba el vuelo por encima de su cabeza, y había tenido (aquella mañana) la impresión de estar soñando; estaba todo sucio, cansado, falto de sueño, y sentía que algo se deslizaba por el cuello de su camisa, probablemente una chinche. Nunca olvidaría aquel amanecer oscuro, ni aquella última, tercera noche ebria, ni aquella mañana gris —mientras viviera. "


: El derrumbe de un imperio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 645

László Krasznahorkai


Melancolía de la resistencia (fragmento)


"Era Mádai, un hombre sordo que acostumbraba a gritar sin piedad al oído de sus víctimas «con el fin de intercambiar opiniones», lo cual, repetía, no le importaba en absoluto, y si bien los otros dos coincidieron en esta exhortación, adoptaron posiciones divergentes en cuanto al qué. Prescindiendo de toda introducción al tema de conversación y reconociendo a Eszter como dueño y señor de la situación, el señor Nadaban, un carnicero corpulento que debía su privilegiada posición entre los ciudadanos más influyentes a sus llamadas «dulces obras poéticas», declaró que él deseaba llamar la atención de los presentes sobre la necesidad de la solidaridad, mientras que el señor Volent, entusiasta ingeniero de la fábrica de botas y experto en toda clase de problemas técnicos, sacudió la cabeza y nombró la serenidad como punto de partida para una acción conjunta, en oposición al señor Mádai, el cual acalló a los otros, volvió a inclinarse hacia el oído de Eszter y comunicó a voz en cuello lo siguiente: «¡Hay que estar vigilante, a cualquier precio! ¡Esa es nuestra tarea, señores, digo yo!» Así y todo, ninguno de ellos dudaba de que aquello que definían con los conceptos fundamentales de «vigilancia», «serenidad» y «solidaridad» sólo era la obertura prometedora de sus argumentaciones cargadas de responsabilidad, y estaban ansiosos por empezar a desarrollar sus irrefutables argumentos, de suerte que a Eszter—tras reponerse de su innegable asombro al toparse allí, ante la entrada del Casino de Señores de la fábrica de medias, con esos «tres idiotas del mogollón»—no le resultó difícil imaginar lo que le esperaba si la radical diferencia de opiniones entre esos tres héroes temblorosos llegaba a manifestarse, o sea que se arriesgó y, como quería ceder cuanto antes la palabra a Valuska, que se mantenía apartando del círculo de los caballeros, y prevenir los ataques de estos, les preguntó cómo habían alcanzado la unánime conclusión de que el fin había llegado («tal y como he podido colegir de sus palabras», añadió). La pregunta los sorprendió, por lo visto, y las tres miradas airadas se reunieron en un rayo, como quien dice, pues ninguno podía imaginar que György Eszter, objeto de todos los respetos «por dorar con la esfera del arte nuestra aburrida vida cotidiana, gracias a su excepcional talento», como señaló en su día un texto de homenaje, o por ser, como escribiera el carnicero Nadaban en un poema laudatorio, «alfa y omega de nuestra gris realidad», que György Eszter no supiera nada de nada; pero en cuestión de segundos encontraron, sin embargo, la simple explicación de semejante desinformación, atribuible, según ellos, a la naturaleza distraída de los grandes espíritus que se retiran del mundanal ruido, y tomaron conciencia con orgullo de que, una vez más, eran precisamente ellos los afortunados elegidos para informar a esta personalidad viviente de los funestos cambios producidos en el destino de la ciudad. El abastecimiento era del todo imprevisible, la escuela y las oficinas ya casi no funcionaban, el problema de la calefacción de las casas alcanzaba dimensiones alarmantes debido a la falta de carbón, señalaron cortando el uno la palabra del otro. No había medicamentos, se lamentaban con expresión de dolor, la circulación de coches y autobuses había dejado de existir y esa misma mañana hasta los teléfonos se habían quedado mudos, poniendo un sello definitivo en la situación. Y entonces, dijo el señor Volent en tono amargo, entonces además, terció el señor Nadaban, y entonces para colmo, gritó el señor Mádai, viene este circo a frustrar nuestras esperanzas depositadas en el desarrollo y el restablecimiento del orden, un circo con una ballena enorme a la que habíamos dejado entrar de buena fe y contra la cual ya nada se podía hacer, por cuanto esta compañía realmente extraña, señaló el señor Nadaban bajando la voz, altamente sospechosa, asintió el señor Mádai, y sumamente siniestra, añadió el señor Volent frunciendo el ceño con expresión lúgubre, había llegado ya, por desgracia, a la plaza Kossuth. Sin prestar atención a Valuska, que los miraba ora con desconcierto, ora con tristeza, comunicaron a Eszter que se trataba sin la menor duda de una banda criminal, si bien no les había sido fácil descubrir el significado de todo ello y el fondo de la cuestión. «¡Son al menos quinientos!», exclamaron, para señalar acto seguido que, de hecho, la compañía estaba compuesta por dos personas, que la atracción era lo más terrible, dijeron, y que servía de simple pretexto a esa gentuza carente de más señas para atracar por la noche a los pacíficos habitantes. Afirmaron que la ballena no desempeñaba papel alguno y, a continuación, que la ballena era la causa de todo, y cuando por último declararon, refiriéndose a unos «turbios bandidos», que ya habían empezado a robar y, al mismo tiempo, que seguían todos inmóviles en la plaza, Eszter se hartó y levantó la mano con decisión, indicando que pedía la palabra. "


: Melancolía y resistencia . . . . . . . . . . . . . . . . . 647

Milan Kundera


La fiesta de la insignificancia (fragmento)


"Más o menos al mismo tiempo en que esa ligera sonrisa iluminaba inopinadamente la cara de Ramón, el timbre de un teléfono interrumpió las reflexiones de Alain acerca de la génesis de un perdonazos. Supo enseguida que era Madeleine. No es fácil comprender cómo podían esos dos hablarse siempre tanto tiempo y con tanto gusto cuando compartían tan pocos intereses comunes. Cuando Ramón explicó su teoría acerca de los observatorios, situados cada uno en un punto diferente de la Historia, desde los que la gente se habla sin poder comprenderse, enseguida Alain recordó a su amiga, ya que, gracias a ella, también él sabía que incluso el diálogo entre auténticos enamorados, si sus fechas de nacimiento están demasiado alejadas, no es sino una mezcla de dos monólogos que el otro sólo comprende en parte. Por eso, por ejemplo, nunca sabía si Madeleine deformaba los nombres de hombres célebres de antaño porque jamás había oído hablar de ellos o si los parodiaba adrede con el fin de hacer partícipe a los demás de que no sentía el menor interés por lo que hubiera ocurrido antes de su propia existencia. A Alain eso no le molestaba. Le divertía estar con ella tal cual era, e incluso se sentía aún más contento después, cuando se reencontraba en la soledad de su estudio, donde había colgado reproducciones de cuadros del Bosco, de Gauguin (y de quién sabe qué otros), que delimitaban para él su mundo íntimo.

Siempre había tenido la vaga idea de que, si hubiera nacido unos sesenta años antes, habría sido artista. Una idea realmente vaga, porque no sabía qué quería decir la palabra artista hoy en día. ¿Un pintor convertido en un decorador de escaparates? ¿Un poeta? ¿Existirán todavía los poetas? En las últimas semanas, lo que le había alegrado era tomar parte en la fantasía de Charles, en su obra para marionetas, en ese sinsentido que lo tenía cautivado precisamente porque no tenía sentido alguno.

A sabiendas de que jamás podría ganarse la vida haciendo lo que le habría gustado hacer (pero ¿sabía acaso lo que le habría gustado hacer?), había elegido, una vez terminados los estudios, un empleo en el que debía hacer valer no tanto su originalidad, sus ideas o su talento, como su inteligencia, o sea, esa capacidad aritméticamente medible que no se distingue entre distintos individuos sino cuantitativamente —unos más, otros menos—, siendo que Alain era más bien de los que tenían más; así pues, estaba bien remunerado y podía de vez en cuando comprarse una botella de Armagnac. Unos días antes, se había comprado una y descubierto en la etiqueta un número correspondiente al año de su propio nacimiento. Se dijo que la abriría el día de su cumpleaños para celebrar con los amigos su gloria, la gloria del eximio poeta que, gracias a su humilde veneración de la poesía, había jurado no volver a escribir un solo verso más.

Contento y casi alegre después de su larga charla con Madeleine, se subió a una silla con la botella de Armagnac, que dejó en lo alto de un armario (muy alto). Luego se sentó en el suelo y, apoyado contra la pared, fijó en ella la mirada, que lentamente la fue transfigurando en una reina. "



: Autobiografía de un novelista . . . . . . . . . . . . . . . . . . 649

Kveta Legátová

Zelary (fragmento)


"Los ojos húmedos de la muchacha, su pelo negro azotado por el viento, las luces de la noche, el eco ahogado de una voz en una vida de lujo convencido en su ingenuidad de la dignidad individual en este oneroso mundo. Ella no habría comprendido nada, de no haber sido por esta repentina pasión insuperable, salvaje, por Marek.

Pero me estoy quedando sin tiempo. Ahora que sus tías están muertas, podría pensar en una vida junto a él. Él no ha de venir, puesto que ha pensado durante mucho que no soy más que una meretriz. Estas noches de insomnio son interminables. Una fiebre devora todo mi cuerpo y no puedo pensar que en nada más que en los trucos de una mujer para acercarme a él. Este deseo me enerva y me está matando.

Dame una semana, un mes y haré un milagro. Son las cuatro y media, así que bien podría levantarme. Betka está fresco como una rosa y sé muy bien dónde estaba anoche. ¿Qué más me queda sino el tormento y la muerte? Tal vez entonces él se apiade de mí, ese asesino de mi alma. "



: Milagro en tiempos de guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . 652

Stanislaw Lem


Un valor imaginario (fragmento)


"Visualmente, el "cuerpo de reflexión", anidado en el continuum conceptual, se presenta como un complicado sólido policristalino, aperiódico, alternativamente sincrónico, tejido con "hilos ardientes", o sea con miles de millones de "curvas significativas". El conjunto de estas curvas forma los planos interseccionales del continuum semántico. El lector encontrará, entre las ilustraciones del tomo segundo, una serie de fotografías semoscópicas cuya observación y comparación conduce a conclusiones bastante sorprendentes. Como se ve en ellas, la calidad del texto original, ¡tiene una influencia manifiesta sobre la "estética" de la "semocreación" geométrica!

Por otra parte, no es necesaria una gran experiencia para poder distinguir "a ojo" los textos discursivos de los artísticos (novela, poesía); los textos religiosos, casi todos, se parecen mucho a los artísticos; los filosóficos, en cambio, en su aspecto visual, muestran una gama altamente diversificada. No es una gran exageración decir que las proyecciones de los textos al fondo del continuum maquinario forman solidificaciones expandibles de los mismos. Los textos de una lógica muy densa tienen aspecto de manojos, o haces, de "curvas significativas" bien apretadas (no nos es posible explicar aquí su relación con la esfera de las funciones recurrentes; se habla de ello en el capitulo diez del tomo segundo).

El aspecto más extraño es el de los textos de carácter alegórico: su "semocreación" central suele aparecer rodeada de un pálido "halo", y a sus dos lados (o "polos") figuran unas "repeticiones ecoicas" de los significados, que recuerdan a veces las imágenes interferenciales de los rayos luminosos. A este fenómeno (volveremos a hablar de él), debe su origen la crítica maquinaria toposemántica de todas las construcciones mentales del hombre, con sus sistemas filosóficos a la cabeza.

La primera obra bítica de fama mundial ha sido la novela de Pseudodostoievski La niña ("Dievochka"). La produjo en una fase de relajación un agregado de múltiples elementos, encargado de la traducción al inglés de todas las novelas del escritor ruso. El renombrado eslavista John Raleigh describe en sus memorias el sobresalto que sufrió al recibir un ejemplar mecanografiado de la obra rusa, firmado con un seudónimo que le pareció extravagante, el de HYXOS. La lectura impresionó tan intensamente a aquel experto en la obra de Dostoyevski, que, según propia confesión, dudó de estar despierto. La paternidad de la novela estaba, para él, fuera de dudas, aunque sabía perfectamente que Dostoyevski no había escrito La niña.

Contrariamente a lo que difundió la prensa a este respecto, el agregado traslativo que había asimilado todos los textos del gran maestro ruso, incluidos su Diario de un escritor y la literatura complementaria, no construyó ningún "espectro", "modelo" o "reencarnación mecánica" de la personalidad del novelista.

La teoría de la mimesis es muy compleja; sin embargo, sus bases y las circunstancias que facilitaron aquella fenomenal exhibición de virtuosismo mimético no son difíciles de explicar. La máquina traductora, no se había ocupado para nada de la persona ni de la personalidad de Dostoyevski (ni hubiera podido hacerlo). En realidad pasó lo siguiente: la obra de Dostoyevski forma, en el espacio de significados, un sólido incurvado, parecido a un torus entreabierto, o sea "un anillo quebrado" (con laguna). La máquina emprendió, pues, la tarea relativamente fácil (para ella, evidentemente, que no para el hombre), de "cerrar" aquella "laguna" encajando en ella el eslabón que faltaba.

Podríamos decir que a través de las obras de la "serie principal" de Dostoyevski pasa el gradiente semántico cuya prolongación y, a la vez, "introducción en el circuito" es "Dievochka". Gracias a estas relaciones reciprocas entre las obras del gran escritor, los especialistas saben positivamente dónde, es decir, entre qué novelas debe situarse La niña. El leitmotiv, existente ya en Crimen y castigo, cobra más fuerza en Los endemoniados. El espacio que separa este libro de Los hermanos Karamazov constituye "la laguna abierta", colmada por la mimesis. Fue un gran éxito y al mismo tiempo una feliz casualidad, ya que los intentos ulteriores de incitar a las máquinas a una creación parecida respecto a otros autores, no dieron nunca más un resultado tan brillante.

La mimesis no tiene nada en común con la búsqueda del orden de las creaciones literarias basada en las biografías de los autores. Dostoyevski dejó un manuscrito sin terminar de la novela El emperador, pero las máquinas no hubieran podido "adivinarla" o "seguir su rastro", porque el escritor quería superar en ella sus propias posibilidades. En cuanto a La niña, existen actualmente, además de la versión original escrita por HYXOS, diferentes variantes confeccionadas por otros grupos traductores, pero los especialistas opinan que su valor es inferior. Hay entre ellas notables diferencias de composición, lo que es muy natural. No obstante, en todos esos apócrifos aparece la identidad de la problemática característica de Dostoyevski y llevada a una culminación desgarradora: la de la santidad en lucha con el pecado carnal. "



y los manicomios del Reich . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 654

Norman Manea

La quinta imposibilidad

Qué significa ser judío

Pasión por el conocimiento como tal, un amor a la justicia casi

rayano en el fanatismo, apremiante urgencia de emancipación

personal –he aquí los rasgos de la tradición judaica que me

hacen agradecer al destino por ser judío

Albert Einstein

En un mundo cada vez más incoherente y centrífugo, el conocimiento de

la identidad propia sería, para algunos, la solución mágica a las crecientes

incertidumbres del individuo, ya sean estas sagradas o profanas. Por

desgracia, no es suficiente pertenecer a una colectividad para que las

inquietudes desaparezcan por arte de magia. Este asunto aún se vuelve

más peliagudo en el caso de un antiguo pueblo, disperso y victimizado

continuamente, sin un lugar de residencia sobre la tierra. Llegados a este

punto, no podemos olvidar las palabras de Kafka: «¿Qué tengo yo en

común con los judíos? Si apenas tengo yo algo en común conmigo

mismo y debiera quedarme quieto en un rincón, contento de poder

respirar». El destino de los judíos no es otro, a fin de cuentas, que la

exacerbación del destino humano a causa del sufrimiento, un exilio

pasajero en la aventura terrestre, una iniciación sarcástica en el drama de

ser hombre entre los hombres. La imagen que el judío proyecta sobre la

sociedad existente, no es del agrado de nadie; sin embargo, su creatividad

poco común en el marco de la cultura de los pueblos con los que ha

tenido contacto, el testimonio de las persecuciones sufridas, el asedio

padecido en cualquier sitio que le tocase vivir, sigue siendo una de las

experiencias humanas más conmovedoras. Pese a los traumas sin

parangón, el destino de los judíos está señalado por una dinámica

ejemplar, constructiva, aplicada y generosa. Todo lo dicho no simplifica,

sino que hace más compleja su definición.



: Tiempos huligánicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 656

Sándor Márai


Lo que no quise decir (fragmento)


"Durante años, esa nostalgia condensada no dejó de impregnar todos mis escritos, así como cualquiera de mis actos nacidos de una motivación distinta a la profesional o coyuntural. En todas las vidas, en el fondo de todas las conciencias, existe una persona, una situación, un recuerdo que se refleja en las experiencias posteriores de la vida y la conciencia: los padres, los amigos de infancia, el ambiente de la ciudad natal siguen siendo nuestros compañeros de viaje aunque el camino de nuestra vida discurra por el ancho mundo. Mi ciudad natal, que tras la Primera Guerra Mundial pasó a manos de un poder extranjero, era para mí un recuerdo así de determinante y definitivo: la ciudad donde nací, donde pasé los años de infancia, donde, como retoño de una familia burguesa, recibí una excelente educación enraizada en una cultura patricia que desaparece lentamente de la memoria.

Durante veinte años añoré volver a esta ciudad. En realidad no podía porque me había negado a hacer el servicio militar en el ejército del nuevo Estado, el Estado checoslovaco, y cuando después del trazado de la nueva frontera las autoridades checoslovacas quisieron obligarme a ello, abandoné el país; así que durante mucho tiempo en mi región de origen me consideraron un desertor. Actué así porque no soportaba la idea de ser soldado de un ejército que se comportaba como «vencedor» frente a mi patria, Hungría. A lo largo de veinte años me vi obligado a cargar con las consecuencias de esa decisión juvenil. Pero mis padres continuaron viviendo en aquella ciudad; mi padre fue durante dos legislaturas uno de los senadores de la minoría húngara de la Alta Hungría en el Parlamento checoslovaco y se ocupaba de los asuntos de los jóvenes de allende las fronteras. Él se esforzó por preservar la conciencia húngara de la juventud y de conservar su interés por la cultura húngara. Cuando Hitler entró en Viena, mi padre ya no vivía; unos años antes, agotado en cuerpo y alma, se había mudado a una ciudad de provincias de la Hungría de Trianón, donde poco después falleció. En la última década había invertido su patrimonio, su salud y las rentas de su prestigioso bufete en la desgraciada lucha quijotesca denominada por aquel entonces «destino de las minorías». Pero eso no impidió que la ciudad siguiera en su sitio y que yo siguiera soñando con ella a menudo durante esos años en que no pude visitarla, aunque mis padres ya no vivían allí y habían malvendido la casa donde había nacido y crecido, y yo había dejado de vivir en el país. Pero también despierto me ocupaba del destino y el recuerdo de la ciudad; escribía libros y obras de teatro sobre ella, ya fuera camuflándola o utilizando su nombre real... Ahora sueño poco con la ciudad porque su recuerdo y su destino se han entrelazado con el de todo el pueblo húngaro, y no puedo pensar en ella como algo aislado. Cuando me viene a la cabeza ya no siento el estremecimiento de antes; la recuerdo como un muerto amable y lejano. "


: El último insobornable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 664

Predrag Matvejević

Desaparecen las palabras, se pierden los nombres, nadie se preocupa de las pequeñas plantas que se marchitan en las paredes, las “esculturas errantes” se desmoronan en las fachadas, cada vez hay menos jardines junto a los palacios, más oscuridad en los pozos que agua, menos pátina que herrumbre, ni siquiera los crepúsculos son como antaño, y los vientos de cuando en cuando cambian de dirección…


…Venecia y la otra Venecia, pese a todo, perduran una al lado de la otra, una en la otra, aunque solo sea en la memoria o en la fantasía.



: El largo viaje a la Otra Europa . . . . . . . . . . . . . . 682

Czesław Miłosz

Estudio de la soledad


"Un guardián de conductos de larga-distancia en el desierto?

Un equipo de un solo hombre para una fortaleza en la arena?

Quienquiera que él fuera. Al alba vio las surcadas montañas

El color de las cenizas, encima la fundida oscuridad,

Saturada de violeta, irrumpiendo en un fluido carmín,

Aún permanecerían, inmensos, en la luz naranja.

Día tras día. Y, antes que lo notara, año tras año.

Para quién, pensó, ese esplendor? Para mí, solitario?

Aún permanecerá aquí por mucho tiempo después que yo perezca.

¿Qué es eso en el ojo de una lagartija? ¿O cuándo fue visto

                                                                  por un pájaro migratorio?

Y si yo soy toda la humanidad, existe ella a si misma sin mí?

Y sabía que no se acostumbraba pregonarlo, por ninguno de ellos

se salvaría. "


: Hombres sabios que poseen la verdad . . . . . . . . . . . 687

Soma Morgenstern



El testamento del hijo pródigo (fragmento)


"Un simple campesino es en realidad la más complicada de las criaturas de este mundo, por mucho que se diga. Y un verdadero campesino no se apresura jamás por voluntad propia.

Los vecinos habían ya cumplido con las tareas livianas de

la mañana. Habían dado de comer a los animales del corral,

al igual que a las vacas y a los caballos, y dispuesto al alcance de la mano los aperos. En el interior, las mujeres preparaban el desayuno. Un día de cosecha es algo rudo, pero una conversión entre vecinos puede resultar provechosa. Cuatro ojos ven más que dos. Si a un vecino se le va la cabeza—aun cuando fuera judío—, ello puede propiciar que un cristiano añada una parcela más a su campo. Cuanto más pequeño sea el tuyo, más grande será el mío...

El sol, los dos hombres se daban entretanto perfecta cuenta, había ya subido a la altura de tres o cuatro campesinos por encima del horizonte, cuando Iwan Kobza y Onufryj Borodatyj se pusieron de acuerdo en que a Schabse Punes, el astuto tratante, se le había ido la cabeza: hete aquí por qué estaba a punto de ir a la capital del distrito un lunes, cuando en ningún lugar del mundo se celebra mercado ese

día, con la intención manifiesta de dar de nuevo allí con su

cabeza. Y sin embargo no eran más que las primeras horas de

la mañana. La plata centelleante del rocío nocturno envolvía

todavía las hierbas y las hojas soñolientas.

—Sin Mechzio no lo logrará —sentenció Kobza.

—No —dijo Borodatyj—, no puede llevar su comercio de caballos sin el cuñado. Pero con las tierras, la cosa no

aguantará mucho tiempo.

—¿Acaso Walko, el Semental, no podría...? —sugirió Kobza, tanteando sibilinamente al otro—. ¿Un hombre tan fuerte...?

—¡Ah, ése! —le espetó Onufryj—. Fuerte, sí es. Fuerte como un caballo. Pero tiene también el seso de un caballo... —Y para demostrar que captaba bien la astucia de Kobza, dio una cabezada pensativa con su testa peinada a tazón y precisó—: Quizá el Cólera podrá, a pesar de todo.

—No. Te digo que no. No podrá.

—¿Quién ha layado el huerto? —preguntó Onufryj.

—Mechzio —respondió Iwan.

—¿Quién ha cuidado del vergel? —preguntó Onufryj.

—Mechzio —entonó Iwan.

—¿Quién ha labrado? ¡Mechzio! —cantó Onufryj.

—¿Quién ha sembrado? ¡Mechzio! —moduló Onufryj.

—¿Quién ha cosechado? ¡Mechzio! —cantó Onufryj.

—¿Quién ha batido el grano? ¡Mechzio! —moduló de nuevo Iwan.

—¿Y quién... será apaleado? —preguntó Onufryj, el más astuto de ambos, para dar a la conversación unos visos de broma.

—Mechzio —confirmó Kobza, satisfecho también él de ver que una inocente chanza ponía término a la discusión.

Y es que en su casa, en el zaguán, estaba ya una mujer de

aspecto imponente, que con voz fuerte llamaba al orden a los dos hombres:

—¿Qué pasa? ¿Es hoy día de fiesta? ¡Qué charlatanes estáis hechos los dos!

La sopa de la mañana estaba ya servida. Kobza consideró que era buena señal que su espabilada esposa le hubiera preparado el desayuno más prontamente que la señora Borodatyj. "


: Juventud en Galitzia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 692

Péter Nádas


Libro del recuerdo (fragmento)


"Por un sendero paralelo a la vía del tren fui hasta la estación del muelle Filatori; sabía que habían traído aquí el cadáver de mi padre y que lo habían dejado en el banco de la sala de espera hasta que vino el furgón a recogerlo.

La sala de espera estaba fresca y vacía, seguramente, habían barrido el suelo con serrín empapado en aceite; entró un gato que me pasó rozando como una sombra; al fondo, junto a la pared, estaba el largo banco.

Detrás de la reja de la ventanilla se movió la cortina y asomó la cara una mujer.

Gracias, no quiero billete.

Entonces, qué hacía allí.

Yo estaba seguro de que aquella mujer habría visto al muerto o, por lo menos, oído hablar de él.

Esto no era un casino sino una sala de espera reservada a los viajeros, por lo que, si no tenía intención de viajar, debía marcharme.

Al final, me faltó valor para preguntar a María Stein cuál de los dos hombres era mi padre, y después sería inútil que indagara en mi cara y en mi cuerpo delante del espejo, buscando un parecido.

También en Heiligendamm, delante del espejo de la habitación del hotel, quería averiguar la procedencia de mi físico y la identidad de mi espíritu, pero mi cuerpo desnudo se me antojaba un traje que no era de mi medida, y los policías no llamaban a la puerta porque quisieran interrogarme acerca de la huida de Melchior sino, sencillamente, porque mi cara magullada había despertado las sospechas del portero del hotel que había tenido que abrirme la puerta a hora tan intempestiva, y el hombre me había denunciado.

De madrugada había amainado el viento.

Yo no pensaba sino que tenía que negar hasta que conocía a Melchior.

Tuve que identificarme, pregunté el motivo de su presencia allí, ellos me ordenaron recoger mis cosas y me llevaron a la comisaría de Bad Doberan.

Se oía rugir el mar, a pesar de que apenas hacía viento.

Sentado en el frío calabozo, desafiar a la suerte y confesar que mi amigo había sido asesinado por el criado del hotel.

Cuando me devolvieron el pasaporte, con sus disculpas y la invitación a abandonar el país lo antes posible, perversamente, pensé en contarles, a modo de despedida, las circunstancias de la huida de Melchior y, además, convencerles de que el criado del hotel había sido ejecutado siendo inocente, porque el asesino era yo.

El mar se había calmado, las olas lamían la orilla y yo esperaba mi tren.

Y como aquel solitario banco de la sala de espera tampoco me decía mucho, salí de la fresca estación al cálido sol de primavera. "

: El padre fantasma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 695

Zofia Nałkowska



Fragmento


Aquí está la última roca... agarro el amor

Una mano vacía, como una garra,

Los dedos torcidos crecen en la sangre, atormentando el cuerpo hasta el hueso —

Tengo que mantener — desafortunada plantilla — —


Pero la roca se está moviendo... En un abrazo apasionado

Lo abrazo a mi pecho, cerrando los ojos

Y caigo en el abismo negro por miedo a un vórtice nublado,

Solo con una roca de amor... Todo está oscureciendo aquí ...


: Crímenes hitlerianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 697

Iva Pekárková

DAME LA PASTA

Mientras conduce su taxi amarillo por Nueva York, ante los ojos de Jindřiška se alza, imponente, la silueta de un Manhattan que, a fuerza de rodar por sus calles, se le ha metido en el cuerpo y en la sangre. En cada ámbito de su vida, esta joven eslava de nombre impronunciable, a la que todos llaman Gin, parece jugar con desventaja: es una blanca que vive en Harlem con un marido africano —que la ayudó a obtener su ciudadanía y se la cobra de todas las maneras posibles—, y es una mujer que ha escogido sobrevivir con el oficio más genuinamente neoyorkino, un oficio de hombres, lleno de riesgos, trampas y deslealtades en el que ella navega con una ingenuidad y una osadía que de algún modo la blindan ante los peligros que la acechan al doblar alguna esquina, en la penumbra de cualquier calle e incluso desde el asiento trasero de su auto. 


Dame la pasta es una novela urbana, dura, de un realismo devastador, a la vez que intimista y poética. El sexo es un ingrediente natural, sin ser protagónico, de una historia llena de encuentros y desencuentros, de colores y de razas, de idiomas y de jergas, de personajes extraídos de la vida misma, divertidos y patéticos, entrañables o repulsivos, y todo ello en una prosa fluida, intensa, visceral y, sobre todo, de una belleza sobrecogedora.  


: El mundo es un campo de refugiados . . . . . . . . . . . . . 700

Joseph Roth


Job (fragmento)


"Se abrazaron como hacía dos días y como la víspera, en medio del campo, entre los frutos de la tierra, rodeados y cubiertos por las pesadas espigas, que se inclinaron complacientes cuando Iván y Miriam se dejaron caer. E incluso antes de que los amantes se acostaran, parecieron hacerlo las espigas. Su amor fue aquella tarde más breve, violento y temeroso, como si Miriam debiera partir a América al día siguiente. Temblaba ya la despedida en ese amor. Aun al estrecharse el uno al otro empezaron a sentirse lejanos, con un océano de por medio. «¡Suerte la mía que me voy!, y suerte que éste se queda aquí», pensó Miriam.

Permanecieron echados largo rato, exhaustos, mudos, como dos heridos graves. Miles de ideas cruzaron por sus cerebros. No sintieron la lluvia que empezaba a caer. Había comenzado lenta y silenciosamente, y las pesadas gotas tardaron bastante en atravesar la masa dorada de las espigas. De pronto se encontraron a merced del agua. Se levantaron y echaron a correr. La lluvia los desconcertó, transformando totalmente el mundo y haciéndoles perder la noción del tiempo. Les pareció que debía ser muy tarde e intentaron oír las campanadas de la torre. Pero sólo se oía el aguacero, que caía cada vez más fuerte: los otros sonidos de la noche se habían apagado. Se besaron en las caras empapadas y se apretaron las manos, pero había agua entre los dos y no pudieron sentir sus cuerpos. Se despidieron deprisa, sus caminos se separaron e Iván desapareció entre la lluvia.

[...]

Llegó a la puerta de su casa y esperó un momento en el umbral, como si fuera posible secarse en pocos minutos. Por último decidió entrar. La habitación se hallaba a oscuras; todos estaban durmiendo. Se acostó sin hacer ruido, con el vestido mojado para que se le secase sobre el cuerpo. No se movió en toda la noche. Afuera se oía llover.

Todos sabían ya que Mendel se iba a América. Sus alumnos fueron dejando de asistir uno tras otro. Al final quedaron sólo cinco chicos, y aun éstos asistían irregularmente. Kapturak no había traído aún los papeles ni Sam había enviado los pasajes. Pero la casa de Mendel Singer empezaba ya a desmoronarse. "

: La epopeya de un apátrida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 704

Bruno Schulz

La primavera (fragmento)


"Muchos son los indicios que permiten creer que Francisco José I fue en el fondo un poderoso y triste demiurgo. Sus ojos estrechos, pequeños botones inexpresivos incrustados en los deltas triangulares de las arrugas, no eran los de un hombre. La forma de su rostro, encajado entre las patillas blancas peinadas hacia atrás como las de los dragones japoneses, le daba un parecido de viejo zorro taciturno. Visto de lejos, apareciendo en las alturas de las terrazas de Schönbrunn y gracias a una disposición particular de las arrugas, esa cara parecía sonreír. Visto de cerca, la sonrisa no era más que un rictus de amargura de un banal realismo que no reflejaba ni la menor chispa de un ideal. En el momento en que apareció sobre el escenario del mundo, adornado con el penacho verde de general, vestido con un abrigo turquesa que llegaba al suelo, ligeramente encorvado y la mano levantada en un saludo militar, el mundo venía de alcanzar en su evolución un feliz límite. Habiendo agotado su contenido en metamorfosis infinitas, las formas colgaban de las cosas sin adherirse a ellas, a punto de escamarse, maduras por el abandono. El mundo atravesaba una muda violenta, salía del huevo cubierto de colores jóvenes, chispeantes, inauditos, deshacía con placer todos los nudos y todos los obstáculos. Había faltado poco para que el mapa del mundo, esa tela cubierta de manchas de color, saliese volando por los aires, inspirado y ondulante. Francisco José I lo había sentido como una amenaza personal. Su elemento era un mundo encauzado por los reglamentos, la prosa, el pragmatismo del aburrimiento. Su alma era la de las cancillerías y los distritos. Y, cosa curiosa, ese anciano seco, de sensibilidad apagada, de ningún modo atractivo, había conseguido poner de su lado a una buena parte de la creación. Con él, todos los buenos padres de familia leales y previsores se sintieron amenazados y respiraron con alivio cuando ese poderoso demonio se tendió con todo su peso sobre las cosas y frenó el vuelo del mundo. Francisco José I cuadriculó el mundo imponiéndole rúbricas, reguló su curso con ayuda de certificados, lo enmarcó con actas procesales y lo previno contra un descarrilamiento hacia lo desconocido, hacia lo azaroso —en una palabra—, hacia lo incalculable. "




: El Mesías nunca llegó a Drohobycz . . . . . . . . . . . . . . . 709

Didó Sotiríu

ESMIRNA

Esmirna, madre, se quema.

Se queman también nuestros bienes.

Nuestro dolor no puede contarse,

ni escribirse nuestra pena.


Hélade, Hélade,

nunca descansarás,

un año vives en paz

y treinta en llamas.


Esmirna, madre, se pierde,

nuestros sueños se van.

Al que se agarra de un barco

hasta los amigos le pegan.


: Europa y la limpieza étnica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 723

Andrzej Stasiuk: 


Cuentos de Galitzia (fragmento)


"En el paisaje de un mundo agonizante, entre despojos de máquinas y mecanismos inertes, a mitad de camino entre una sembradora oxidada y una fragua muda y fría, su figura conserva la movilidad. Tiene cuarenta y pico años, pero es viejo. Data de los tiempos del paraíso.

—¡Tío! Que si trae el cemento, que si llévate la lana, que si vete a por abono, a por gasóleo… Los clientes hasta se pegaban, porque en aquel entonces quien iba de autónomo, se llevaba antes unas leches que un saco de cemento.

Y aquí a nadie se le daban bien las cuentas. El viejo tampoco podía decir nada como no te pillase con las manos en la masa. ¿Echarme? Y quién le hubiera venido aquí, hasta esta Ucrania. Y ahora…

Se encoge de hombros, señala el remendado asiento y arranca, inocente como un ángel, como un niño, como un ser de cuando Dios aún deliberaba sobre el concepto del pecado.

Los desheredados viven en el presente. Si acaso poseen algún pasado, se trata de un recuerdo, de algo igual de indefinido que el futuro.

Había ido a parar allí desde los alrededores de Limanowa. No por decisión propia. Lo trajeron sus padres cuando tenía pocos años. En medio de aquel yermo pudo observar y memorizar la creación del mundo. La realidad del PGR era el universo. Allí se nace, se vive y se muere. Nada de ocho horas en la fábrica, un trayecto en tranvía y después la intimidad del hogar. Las mismas caras en el trabajo, las mismas en el camino embarrado que hace las veces de paseo, plaza mayor, lugar de escarceos amorosos y reyertas. Nunca viene nadie nuevo, a veces alguien se va. Incluso el cuartel es provisional, pues en él se espera a que pase el tiempo de paz.

¿De qué memoria estarían dotados los primeros seres humanos? Supongo que sería inversamente proporcional a su libertad. Esta correlación, más que cualquier otra, nos aproxima a los animales.

En cierta ocasión, de camino al bar, le pregunté para qué llevaba en la manga aquella palanqueta.

—Yo allí no los conozco a todos. No se sabe quién es amigo y quién enemigo.

Una vez me lo encontré en la cuneta, durmiendo a pierna suelta en su tractor escorado. Solía dormir allí donde le entraba el sueño.

Así pues, entregado por completo a los sentidos y a la cautela, al razonamiento instantáneo para salir del paso.

«Cuando comas, come. Cuando bebas, bebe». Son los consejos que dan los maestros zen a sus discípulos. Probablemente provocarían en Józek sincera hilaridad. Los maestros pierden un montón de tiempo en descubrir las verdades fundamentales. Pero incluso él practicaba la reflexión si le podía proporcionar consuelo.

Un día me lo encontré en el bosque. Sentado en su tractor, pisaba a fondo el acelerador y se iba hundiendo lentamente en la ciénaga. Con optimismo ebrio confiaba en escapar del abismo fangoso, aunque el barro ya se le metía en las katiuskas. "


De Galitzia a Babadag . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 726

Magda Szabó

La puerta (fragmento)

"Era cierto: esa mujer, aunque nunca hubiese leído la Biblia, que tal vez ni siquiera tenía, me profesaba una pasión similar al amor cristiano. Esos tres años de la primaria, forzosamente interrumpida, no le habrían sido suficientes para acercarse a los apóstoles, pero, aun sin conocer las Epístolas de san Pablo, las vivía. Creo que ella me llegó a querer con la misma entrega incondicional de la que solo habían sido capaces hasta entonces mis padres, mi marido y mi hermano adoptivo Agancs; las cuatro personas que, como pilares, sostenían la bóveda de mi vida. En lo afectivo, Emerenc se comportaba en cierto modo como Viola, vagando perdidos por el doloroso laberinto de sus propios sentimientos. Por lo demás, el perro pertenecía a ella, no a mí. Complaciente al extremo, la sola idea de que yo pudiera necesitar algo hacía que esa mujer fuera capaz de dejarlo todo, trabajara donde trabajase, fuera cual fuese el momento, para venir corriendo a verme, y solo se tranquilizaba y regresaba a sus labores tras comprobar que yo estaba bien. Por las noches solía dejar preparado cualquiera de mis platos preferidos, o nos traía algo, un obsequio, sin razón ni motivo aparente. En una ocasión, el primer día de la recogida de trastos viejos que se organizaba anualmente en el barrio, recorrió las calles en busca de objetos que otros hubieran tirado y pudieran ser reciclados, fueran útiles o decorativos. Recogió cuantos pudo, los limpió y los restauró para, finalmente y a escondidas, meterlos en mi casa.
La denominada ola retro no había llegado aún al país, pero nuestra señora de la limpieza, con muy buen ojo, ya coleccionaba objetos que luego resultaron ser valiosos, como por ejemplo la pintura que aquella mañana encontré en nuestra biblioteca y que supimos, más tarde, que era un cuadro muy cotizado, aunque tuviese el marco dañado. Entre sus hallazgos figuraba también un halcón disecado sobre un soporte de ramas secas, una bota de charol, un hervidor de agua con un blasón ducal y una caja de maquillaje que supuestamente había pertenecido a una actriz; de hecho, lo que nos despertó aquel día fue el intenso olor de esos cosméticos. El conjunto incluía también un enano de jardín y un perro marrón de escayola, este último con un pequeño defecto. Para nosotros el día había arrancado de un modo frenético: el perro, después de acompañar a la mujer en su ronda de coleccionista husmeando por doquier, aullaba exasperadamente en la habitación de mi madre; había sido encerrado para no molestar a la artista en la complicada tarea de limpieza y presentación de los obsequios. Tras la discreta retirada de Emerenc, el alarido quejumbroso de Viola, empeñado en que le abriésemos la puerta, se hizo insoportable. Fue eso en realidad lo que nos obligó a levantarnos y, por desgracia para todos, el primero en salir del dormitorio fue mi marido y no yo, lo cual actuó como detonante del escándalo. "

: Un corazón simple . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 732

Wladyslaw Szpilman


http://www.szpilman.net/




: Un pianista en el gueto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 735

Andrzej Szczypiorski


El recolector de sombras (fragmento)


"-Hola, joven, llamó el oficial al chico en cuanto entró en el compartimento. Luego se dirigió a sus parientes:

-Cómo pasa el tiempo. Krzys se ha convertido en un jovencito. Me cuesta reconocerlo. ¿Qué edad tienes, Krzys?

-Quince, replicó el muchacho. No recordaba al oficial. Muchas personas pasaban por casa de sus padres.

-En unos pocos años servirás conmigo, exclamó el oficial.

-Afortunadamente, él no está preparado para el ejército, matizó la madre del chico. Es demasiado frágil.

-Es fuerte y saludable. Dijo el padre.

El aire del compartimento estaba cargado, incluso aunque las ventanas estaban abiertas. Sin embargo, se acomodaron lo mejor posible. El chico y su padre en el lado de la ventana, y su madre y el oficial en el medio. La camarera se sentó junto a la puerta, mientras afuera el revisor permanecía en pie y sudaba copiosamente.

Por fin el tren se puso en marcha, pasando por anodinos paisajes urbanos vistos a través de las ventanas: chozas, parcelas, casas ennegrecidas por el hollín, cabañas destartaladas. Carros enganchados a delgados ponis lanudos rodando a lo largo de caminos de tierra entre edificios, perros acostados bajo la sombra de las lilas y las acacias que ya no estaban en flor. Luego la ciudad se esfumó y el tren aceleró su marcha a través de las tierras bajas de los prados, planas como una mesa, inundadas del sol del estío, desprovistas de sombra.

El padre del chico y el oficial departían acerca de la situación internacional.

Su padre dijo:

-Y sin embargo no puedo evitar la persistente sensación de incomodidad...

-Confíe en mí, doctor, replicó el oficial. No hay motivo por el que preocuparse. Hitler está rodeado. "



: Varsovia durante la ocupación nazi . . . . . . . . . 738

János Székely

En todas las cosas, ahora eres el signo.

Eres el signo que vive y levanta,

La campana impecable del cielo de otoño.


Ya vives en el paisaje, congelado a la conciencia,

Me convertí en quien eres,

Siempre te estoy esperando una nueva primavera.

: Hijo del Danubio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 741

Jasmina Tešanović y Dušan Veličković

El diario de un idiota político

Jasmina Tesanovic

‘ Belgrado está balanceándose, temblando, temblando. Estamos entrando en la segunda fase de la intervención de la OTAN. Las sirenas sonaron hoy durante casi veinticuatro horas. ’

Serbia hardcore

“El estrés es una palabra bien conocida en Belgrado. Todos sufren de estrés. [ ... ] No se puede decir exactamente cuándo el estrés se ha convertido en una pandemia. Quién sabe, tal vez en 1991, o tal vez en 1992. La escaramuza con Eslovenia, la destrucción de Vukovar, el bombardeo de Dubrovnik, el asedio de Sarajevo, las guerras en Croacia y Bosnia, los refugiados que vienen en oleadas, La búsqueda de reservistas y reclutas. O tal vez inflación galopante, sanciones económicas. Hay tantas razones sociales y políticas que pueden haber generado todo este estrés.”.

: Bombardeos sobre Belgrado . .

Aleksandar Tišma


El uso del hombre (fragmento)

"Sin embargo, ¿querrá y podrá anotar algo en el diario ante los ojos de los médicos y de las monjas enfermeras? Por otro lado, si se limita a guardar el cuaderno, digamos, bajo la almohada, quizá alguien lo descubra en un momento de descuido, o mientras se halla en la mesa de operaciones, y lo lea sin autorización. Se estremece, como si la hubieran sorprendido desnuda. ¿Y qué si…? Temblando, se imagina que muere y el diario queda al alcance de cualquiera. Pero, si lo deja en el fondo del armario, ¿quién va a encontrarlo ahí? ¿La señora Simokovic, a la que tiene previsto dejar la llave de la habitación, o su hermana, que vendrá avisada por un telegrama? (¡También ha escrito cosas desagradables de su hermana!). Pase lo que pase, será terrible. Y, no obstante, inevitable, ya que no podrá defender ni esconder el diario. Ahora se ve yacer muerta, lejos de esta habitación, muy lejos, sola, inmóvil y exangüe, sin saber nada, y he ahí su diario, sus secretos; le resulta tan insoportable que se agacha y agarra el cuaderno, lo estrecha contra su pecho y, llorando, se arroja sobre la cama. Por primera vez es realmente consciente de que tal vez muera, y de lo que eso significa: la soledad absoluta, el abandono total, la ignorancia completa, la impotencia de hacer algo por sí misma. Llora largamente, hasta muy tarde, sola en su habitación, donde la pequeña estufa de hierro hace tiempo que se ha enfriado. Sabe que esto le hace daño, pero no puede hacer otra cosa que llorar y llorar, hasta que alrededor de la medianoche, exhausta, sin desvestirse, se mete bajo el edredón y se queda dormida, pero incluso en sueños la agitan sollozos entrecortados. Por la mañana tiene que encender deprisa la estufa, lavarse, vestirse, repartir entre las vecinas las tareas que ella misma no podrá hacer, despedirse de ellas, hacer el equipaje y salir. Respecto al diario, aún no ha tomado una decisión. ¿Y si lo quema rápidamente en este precipitado fuego matutino, antes de echarle agua para apagarlo? Retrocede supersticiosa ante esta idea, tiene la sensación de que si lo hiciera invocaría la muerte: aquí estoy, ven, ya no me queda nada más. Luego piensa si escribir algo en el cuaderno, con la fecha del día, algo juicioso, una nota sobre su partida, para atenuar un poco los anteriores sentimentalismos que la desnudan demasiado, al menos tal como ella los recuerda. "

: Víctimas y verdugos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 747

Olga Tokarczuk 


Corredores (fragmento)


"Cada vez que emprendo cualquier suerte de viaje caigo fuera del radar. Nadie conoce mi paradero. ¿Cuál fue mi punto de partida? ¿A dónde me dirijo? ¿Podría tratarse de un término medio? ¿Soy quizás como ese día perdido cuando se vuela hacia el este o como la noche que se recupera cuando se viene del oeste? ¿Soy acaso un sujeto muy elogiado por la física cuántica capaz de existir en dos lugares simultáneamente? ¿O quizás soy la prueba de una ley diferente aún no testada acerca de la ubicuidad de la existencia?

[...]

Estos días, la parafarmacia ofrece a sus clientes una gama especial de artículos de tocador para viaje de diferentes tamaños. Algunos establecimientos reservan incluso pasillos enteros para la venta de estos útiles. Se puede encontrar cualquier cosa que pudiéramos necesitar en un viaje: champú, un tubo de jabón líquido para lavar la ropa interior en el lavabo del hotel, cepillos de dientes que se pueden doblar por la mitad, protector solar, repelentes, toallitas para limpiar zapatos disponibles en una gama multicromática, un set de productos de higiene femenina, crema para los pies, crema para las manos. La característica definitoria de todos estos elementos es su miniaturización, pequeños tubos y botellines del tamaño de un pulgar. El kit de costura más pequeño para tres agujas, cinco mini-ovillos de hilo de distintos colores (cada uno de tres centímetros de longitud) y dos botones de emergencia blancos y un imperdible. Especialmente útil es la laca para el cabello, cuyo envase a medida no ocupa más que la palma de la mano de una mujer.

[...]

El mundo es demasiado extenso. Sería más prudente reducirlo en lugar de ampliarlo. Nos iría mejor introduciéndolo en una pequeña lata -un panóptico portátil al que estaríamos autorizados a mirar únicamente los sábados por la tarde, una vez que haya concluido el trabajo diurno de toda una semana, una vez que toda la ropa interior ha sido lavada y las camisas colgadas sobre los apoyabrazos, una vez que los pisos hayan sido fregados y no haya ninguna coca cola sobre el alféizar de la ventana. Podríamos mirar en su interior a través de una minúscula rendija como en el Fotoplastikon de Varsovia, maravillándonos de cada uno de sus detalles.

Me atemoriza que esto pueda acaecer demasiado tarde.

No disponemos ahora de otra opción salvo aprender a seleccionar ininterrumpidamente. Cómo ser igual que un compañero de viaje que conocí una vez en un tren nocturno y que me dijo que, de vez en cuando, vuelve al Louvre sólo para ver la pintura que él considera que vale realmente la pena, una de Juan el Bautista. Simplemente, permanece ante el lienzo contemplando el dedo alzado del santo. "

o Polonia como metáfora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 750

Dubravka Ugrešić


Gracias por no leer (fragmento)


"A pesar de todo, parece ser que hay algo en la propia esencia de la mierda que encanta a todo el mundo. Y por más que los teóricos de la cultura popular intenten explicar por qué debemos amar la mierda, lo más atractivo de ella no es ni mucho menos su abundancia. La mierda está al alcance de cualquiera; es lo que nos une. Tropezamos con ella en cualquier momento, la pisamos y resbalamos; la mierda nos sigue a todas partes y aguarda pacientemente en el umbral de la puerta ¿A quién puede no encantarle? Porque el amor es la fórmula mágica capaz de transformar la mierda en oro».

[...] lo trivial ha anegado la vida literaria contemporánea hasta cobrar, a lo que parece, más importancia que los libros. La propaganda de un libro es más importante que el libro en sí; tal como la foto del autor en la solapa es más importante que el contenido, y la apariencia del autor en los diarios de gran tirada y en la televisión es más importante que lo que el autor haya escrito realmente.

[...]

El mercado literario exige de las personas que se adapten a las normas de la producción. Por lo general, no tolera a los artistas desobedientes, así como no tolera la experimentación, las subversiones artísticas, o a los partidarios de las estrategias extrañas en un texto literario. Recompensa a los diligentes, a quienes respetan las normas literarias. El mercado literario no tolera la idea anticuada de una obra de arte como algo único, irrepetible, como un acto artístico hondamente individual. En la industria literaria, los escritores son obreros sumisos, un mero eslabón más en la cadena de producción.

[...]

Cuando a Robert Mitchum le preguntaron qué pensaba de sí mismo como estrella de cine, su respuesta fue: "Nada. Sobre todo cuando pienso en que Rin Tin Tin también es una estrella". Si hoy se me ocurriera preguntar a un escritor qué piensa de sí mismo como escritor, la respuesta podría ser: "Nada. Sobre todo cuando pienso que si Rin Tin Tin siguiera vivo, sus memorias se convertirían en un superventas. "

Borrando fronteras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 753

Vladislav Vanćura


Markéta Lazarová (fragmento)


"El capitán se dirigió a sus soldados para obtener de ellos más valor y para que le confirmasen que todo sucedería tal como él lo había previsto. Los veteranos del regimiento, como obedeciendo a una señal convenida, le rodearon para celebrar un consejo acerca de las cosas que había que hacer. Los unos decían esto, los otros aquello. Algunos recién llegados empezaron a querellarse entre sí, y, a fe mía, se oían palabras duras y pesadas. Entonces, Cerveza en persona tomó la palabra: —No me interesan vuestras peleas. ¡A callar todos! Vamos a seguir sin descanso el rastro de ese joven lobo. Los jinetes que han caído en picado sobre nosotros eran solo los bandidos de Cabrito. El habrá subido a una montaña cualquiera y se estará fortificando con empalizadas. Seguro que llegaremos a su campamento antes de que caiga la noche. No hay nada que temer. Al ver nuestro ejército, Cabrito nos entregará su espada, ¡y ni se le ocurrirá la idea de ponerse a batallar!

¡Ay, ojalá sea así! Los perseguidores de Cabrito asintieron, pero no por ello bajaron la guardia. Avanzaban con infinitas precauciones, tanto la vanguardia como el resto del regimiento. El rastro de Mikoláš los conducía por caminos intransitables que ahora llevaban a un riachuelo o a un matorral selvático, ahora al borde de un precipicio o a un barranco.

A eso de las cuatro de la tarde ya estaban junto al campamento de Cabrito. Ya se oyen gritos, los gritos de los bandoleros y los del ejército. Cabrito y Cerveza esperan que el adversario tome la iniciativa. En su posición elevada, los bandidos tienen ventaja, pero son poco numerosos. El regimiento del rey cuenta con cinco veces más de efectivos. La acción de Mikoláš sobre el abismo, aquella acción que en gran medida ha exacerbado la rabia y las ganas de combatir de los soldados, está aún viva en el recuerdo. Los soldados querrían castigar a ese hombre arrogante y acabar con sus bromas de mal gusto. Pero Cerveza vacila: ¿debe pasar la noche entre esos matorrales selváticos, bajo una lluvia torrencial, debe plantar la tienda en esos terrenos pantanosos o debe dar la orden de atacar? En dos horas les sorprenderá el crepúsculo.

El capitán sabía perfectamente cuánto les debía a sus soldados, de modo que decidió actuar según el deseo de estos. En su regimiento servían dos o tres hombres bastante avispados. Justamente estaban hablando entre sí cuando el capitán se les acercó para escuchar. "

: Literatura y resistencia checa . . . . . . . . . . . . . . . . 760

Ödön von Horváth


Un hijo de nuestro tiempo (fragmento)


"Soy un soldado.

Y me gusta ser un soldado.

En la mañana, cuando la helada blanca cubre los prados, o por la tarde, cuando la niebla se desprende de los bosques, cuando el trigo ondula y la guadaña refulge, llueva, nieve o brille el sol, noche y día - siempre estoy feliz de estar en filas.

¡De pronto mi vida ha cobrado un sentido! Me desesperaba saber lo que sería de mi existencia. El mundo estaba tan vacío de perspectivas y el porvenir tan muerto. Ya lo había enterrado.

Pero hoy día, lo he encontrado y no lo dejaré escapar ya, ¡mi porvenir ha resucitado de la tumba!

Hace apenas seis meses, se alzó junto al del médico jefe, en el momento de la revisión. ¡Apto! dijo el médico jefe, y el porvenir me palmeó la espalda. Aún hoy lo siento.

Y tres meses más tarde, una estrella apareció en mi cuello, una estrella plateada. Pues conseguí una secuencia en el tiro al blanco, el mejor tirador de la compañía. Pasé de la primera clase, y eso no es nada.

Sobre todo a mi edad.

Pues soy casi el más joven de nosotros.

Pero eso no es mas que una apariencia.

Pues de hecho, soy mucho más viejo, interiormente sobre todo. Y eso por una sola razón: los largos años de desempleo.

Cuando dejé la escuela, estaba desempleado.

Quería ser tipógrafo, porque me gustaban las grandes máquinas que imprimen los periódicos, la prensa matutina, vespertina y nocturna.

Pero no había nada qué hacer.

¡Nada de nada!

Ni siquiera conseguí entrar como aprendiz a una imprenta de los suburbios. ¡Para qué hablar de las de centro!

Las grandes máquinas decían: "Ya tenemos más hombres de los que necesitamos. ¡Necio, sácate esas ideas de la cabeza!"

Y yo las alejaba de mi cabeza, y de mi corazón también, pues todo hombre tiene su orgullo. Incluso un pobre perro del desempleo.

¡Afuera, calles viles, prensas, bielas, correos! ¡Lárguense!

Y fui enviado a la beneficencia, pública al principio, privada después.

Así, esperaba inmerso en una larga fila a que me dieran un tazón de sopa. A la puerta de un convento.

Seis estatuas de piedra se alzaban sobre el techo de la iglesia. Seis santos. Cinco hombres y una mujer.

Tragaba mi sopa.

La nieve caía y los santos tenían grandes sombreros blancos.

Yo, no tenía sombrero y esperaba el deshielo.

Los días se alargaban y las borrascas se reanimaban…

Tragaba mi sopa.

Ayer he visto la primera traza de verde.

Los árboles florecen y las mujeres se vuelven transparentes.

Yo también, soy transparente.

Pues mi chaqueta está estropeada y mi pantalón va por ese camino…

Ya empiezan a ignorarme.

Me pasan muchas ideas por la cabeza, en desorden.

Cada cucharada de sopa se vuelve más repugnante.

A menudo me detengo.

Pongo la escudilla sobre el piso; aún está a la mitad y mi estómago gruñe, pero ya no deseo más.

¡Ya no quiero más!

Los seis santos del techo contemplan el cielo azul. ¡No, ya no quiero más de esta sopa! ¡Día tras día, el mismo calducho! ¡De sólo verlo, este caldo para mendigos me revuelve el estómago!

¡Tira tu sopa!

¡Fuera! ¡Al arroyo!…

Los santos del techo me miran con reprobación.

¡No pongan esos ojos, allá arriba, mejor ayúdenme aquí abajo!

Me hace falta una nueva chaqueta, un pantalón completo -¡otra sopa!

¡Un cambio, señoras y señores! ¡Un cambio!

¡Mejor robar que mendigar!

Y muchos otros en nuestras filas pensaban como yo, viejos, jóvenes -no eran los más malos.

Sí, hemos robado mucho, sobre todo de comer. Pero también tabaco y cigarros, cerveza y vino.

En general, íbamos a visitar los jardines obreros. Cuando el invierno se aproximaba y los felices propietarios estaban a gusto en sus cocinas.

Me salvé de ser apresado dos veces, una frente a una cabina de excusado.

Pero me pude escabullir sin ser reconocido.

Por el hielo, en el último momento.

Si el policía me hubiese atrapado, tendría un expediente judicial ahora. Pero el hielo fue bueno conmigo, se rompió a todo lo largo.

Y mis papeles guardaron la blancura de la azucena.

Ninguna sombra del pasado se proyecta sobre ellos.

Soy un hombre honesto, sin embargo, y no es sino mi situación desesperada lo que me ha hecho vacilar, como una caña al viento –durante seis negros años. El camino se inclinaba cada vez más y mi corazón estaba cada vez más triste. Sí, me había vuelto un amargado.

¡Pero hoy he reencontrado la felicidad!

Pues hoy sé cual es mi sitio.

Hoy, ya no tengo miedo de no encontrar qué tragar mañana. Y cuando mis botas están agujereadas, me las cambian; y cuando mi uniforme está estropeado, recibo uno nuevo, y cuando el invierno venga, tendremos mantas. Grandes mantas acolchadas. Ya las he visto.

¡Ya no necesito la colaboración del hielo!

En el presente hay solidez.

Al fin todo está en orden.

¡Adiós, preocupaciones cotidianas!

En el presente, hay siempre alguien a tu lado.

A la derecha y a la izquierda, noche y día.

«¡Pelotón!» clama el alto mando.

Nos agrupamos, en filas.

En medio del patio del cuartel.

Y el cuartel es grande como una ciudad entera, no se lo puede abarcar de una mirada. Pertenecemos a la infantería, equipados con metralletas y ametralladoras pesadas, y algo de equipo motorizado. Yo aún no estoy motorizado.

El capitán nos pasa revista. Lo seguimos con la mirada, y cuando ha avanzado tres pasos, vemos de nuevo hacia delante. Rígidos e inmóviles. Como lo hemos aprendido.

¡Debe reinar el orden!

Amamos la disciplina.

Es para nosotros un paraíso, luego de toda la inseguridad de nuestra adolescencia sin trabajo…

También amamos a nuestro capitán.

Es un hombre distinguido, justo y severo, un padre ideal.

Pasa revista lentamente, todos los días, y verifica que todo esté en orden. No sólo que los botones estén bien cosidos –no, él ve a través del equipo hasta nuestras almas. Lo sentimos.

Raramente sonríe, y nadie lo ha visto reír. A veces, nos da casi pena. Pero no lo podemos animar. Claro que nos gustaría ser como él. A todos.

Nuestro teniente es de otra ralea. También es justo, pero padece a menudo cóleras terribles y regaña a uno por poca cosa, o por nada. Pero nosotros no lo queremos: si está nervioso se agota por completo. Quiere su certificado del estado mayor, por eso estudia noche y día. En sus manos siempre empolla un libro.

Al lado de él nuestro subteniente no es más que un cachorro. Es poco mayor que nosotros, alrededor de los veintidós años. A menudo, también quisiera regañar, pero no se atreve. Sin embargo, lo queremos, pues es un deportista fabuloso, nuestro mejor sprinter. Corre con una clase magnífica.

Después de todo, la armada tiene muchos puntos en común con el deporte.

Casi se puede decir: es el más bello de los deportes, pues no se trata solamente de récords, se trata de algo mejor. De la patria.

Hubo un tiempo en el que no amaba a mi patria. Estaba gobernada por apátridas y dominada por oscuros poderes supranacionales. No es gracias a ellos que sigo vivo.

No es gracias a ellos que puedo desfilar hoy en día.

En las filas.

No es gracias a ellos que he recobrado una patria.

Un imperio fuerte y poderoso, ¡un ejemplo brillante para el mundo entero!

Y que a su vez dominará el mundo, ¡el mundo entero!

¡Amo a mi patria luego de que he recobrado su honor! Pues hoy en día, también yo lo he recobrado, ¡mi honor!

Ya no estoy obligado a mendigar, ya no tengo necesidad de robar.

Hoy en día, todo ha cambiado.

¡Y esto no ha parado de cambiar!

Ganaremos la próxima guerra. ¡Garantizado! "

: El germen de la violencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . 763

Gregor von Rezzori


Un armiño en Chernopol (fragmento)


"Una guerra que se extendía a lo largo y ancho del continente y se enredaba y paralizaba como en una maraña de dragones que se atacan a dentelladas, hombres que habían realizado la hazaña de conquistar o reconquistar una trinchera, una colina perdida o un bosquecillo que sólo existía aún como un número en la cuadrícula de un plano. Y el paisaje en el que todo eso había tenido lugar no sólo estaba alborotado y reducido a su esqueleto, como si por él hubieran pasado unas orugas monstruosas; ahí no quedaba ni una brizna de hierba, y ni siquiera tierra de la que hubiera podido crecer una brizna; era barro sordo lo que bostezaba en las bocas de esos cráteres lunares. Lo que había sido un árbol yacía con las raíces arrancadas en un charco de lodo, o alzaba los muñones hacia el cielo muerto, sin hojas ni corteza, pálido, como leña seca y fantasmal; los pedazos de carne que colgaban del alambre de espino eran testigos de la voracidad con la que se había luchado en esos campos. Y como si ese festín desaforado hubiese saciado finalmente el hambre, los hombrecillos también parecían ahora más cerca de la deseada liberación de su existencia de larva. Se disponían a hacer estallar la membrana que los oprimía. La camisa de campaña se les había desgarrado en el pecho, y también las otras membranas protectoras que ya les reventaban debajo - ropa interior, camisetas de los colores terrosos de su existencia de reptiles - sobresalían hechas jirones; se les soltaban las polainas, y todo lo rígido y voluminoso que habían llevado, flaqueaba, temblaba y caía por todas partes como hojas muertas.

[...]

Ninguna ocupación de años posteriores, por apasionada, seria y concienzuda que sea, puede compararse, en lo que respecta a paciencia y, por lo tanto, a justicia, con el pertinaz proceso de incorporación del mundo que tiene lugar en la infancia. Es un acto de devoción en el verdadero sentido de la palabra, pues devoción es la paciencia que nos permite comprender. Lo que observábamos atentamente de niños no lo soltábamos antes de que se nos transmitiese en toda su plenitud. No procedíamos lógicamente, sino en una especie de proceso metaquímico. Discutíamos con el objeto observado, nos enfrentábamos a él, lo copiábamos capa por capa dejando intactas su unidad y su totalidad, y, sin embargo, lo descomponíamos en sus elementos, con paciencia, y lo hacíamos nuestro. "



: Grisha, el austrohúngaro . . . . . . . . . . . . . . . . . . 765

Ornela Vorpsi


ROMPER LA SEGUNDA FRONTERA. HELGA SCHNEIDER Y ORNELA VORPSI: PIONERASDE LA LITERATURA ITALIANA DE LA INMIGRACIÓN TRADUCIDA AL ESPAÑOL Sara Velázquez García(ORCID:0000-0003-3274-3629)Universidad de Salamanca


Traducciones y literatura de la inmigración

Los  radicales  cambios  comenzados  a  finales  del  siglo  XX  y  con-solidados  en  el  presente  siglo  XXI  han  asentado  los  cimientos  de una nueva interconexión planetaria que ha venido a confirmar los augurios  de  una  aldea  global.  La  información  viaja entre  los rincones  más  alejados  del  planeta  a  una  velocidad  nunca  vista hasta ahora y, en gran medida, el intercambio cultural también. La internacionalización tiene que ver con una aspiración del mercado empresarial,  pero  también  con  la  repercusión  de  creadores  de todos  los  ámbitos.  También  en  el  mundo  editorial  tiene  sus  im-plicaciones.  Las  traducciones  se  han  convertido  en  uno  de  los apartados  esenciales  de  las  ventas  de  librosen  la  mayoría  de países europeos.En  Francia,  las  traducciones  rondan  el  18% de  la  oferta editorial; y en Alemania rondan el 13%. En el caso de España, aun-que  el  número  varía  acorde  a  los  vaivenes  del  propio  sector,  los libros  traducidos  representan  ya  más  del  20%  del  mercado  de libros nuevos, alcanzando en 2018 los 14000 títulos.No  obstante,  no  se  trata  de  un  fenómeno  homogéneo  que haya abierto las puertas de la traducción a todos los sectores por igual.  En  España,  se  sigue  traduciendo  fundamentalmente  del  in-glés (6524 títulos en 2018), pero el italiano ha comenzado a cobrar unpeso  específico  muy  relevante(594  títulos  en  2018),  desta-cando,sin  duda, el  empuje  de  una  generación  de  escritores  de novela  negra  que  han  tenido  una  gran  acogida  por parte  del público español (Camilleri, Manzini, Vichi, Dazieri, Zilahy, Carlotto, De Giovanni, Tuti, por citar algunos) y también a fenómenos mun-diales como Paolo GiordanooElena Ferrante.


: Enemigas de la patria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 768

Angel Wagenstein



¿Conoces la anécdota del arenque? Esto es un polaco y un judío que viajan juntos en un tren. El polaco saca de su cesta una gallina bien cebada y se pone a comer, mientras que el judío, que es un pobretón, se contenta con algo de pan y la cosa más barata del mundo: cabezas de arenque. Entonces el polaco le pregunta:

¿Por qué vosotros, los judíos, siempre coméis cabezas de arenque?
Porque le hacen a uno más listo -contesta el judío.
¡No me digas! -se sorprende el polaco-. ¡Anda, véndeme unas cuantas cabezas!
Vale -accede el judío-. Cinco cabezas, cinco rublos.
El otro le compra las cabezas y se las come. Pero de repente le pregunta:

Oye, ¿por qué me has cobrado un rublo por cabeza si un kilo de arenque cuesta un rublo?

¿Ves? -contesta el judío-, ya te estás volviendo más listo…


: La vida como un chiste triste . . . . . . . . . . . . . . . . . 771

Aleksander Wat


El sueño de un flamenco.


Agua agua agua. Solo agua por todas partes.

Ojalá hubiera tierra! ¡Un país de una pulgada de ancho, sea cual sea el país!

Bajar una pierna! ¡Una pierna!


Hemos rogado a los dioses! ¡Todos ellos!

La del agua, la tierra, del norte, el sur.

Aproximadamente una pulgada de ancho, un lapso, una migaja de tierra sólida, incluida la fiebre!

Suficiente para poner solo la garra de una pierna!

Nada. Solo agua. Nada más que agua.

Agua agua agua.

Un grano de tierra sólida, solo un grano!

Estamos perdidos.


: Habla, memoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 774

Ernst Weiss


Jarmila, una historia de amor de Bohemia (fragmento)


"Es agridulce, en extremo, ser esclavo del amor de una mujer. En Bohemia, es posible contemplar a los más hermosos ánades, que no son alimentados, como en Francia, a base de deshechos de pescado. En verano son liberados en los herbóreos padros, más adelante en los campos de rastrojos y, con el advenimiento del otoño, engordados del modo más refinado y cruel. Junto a las más hermosas, poderosas y níveas criaturas, me apercibí de la presencia de otras aparentemente enfermas, despojadas de todo menos de sus grandes alas. Sus pechos y su desnudo vientre habían adquirido una tonalidad gris rojiza y, desde luego, no marchaban con la misma arrogancia y confianza que sus sanos compañeros; se tambaleaban y caían lentamente, plenos de temor, y se mantenían distantes de los seres humanos, batiendo las alas y cacareando estrepitosamente cada vez que vislumbraban a uno de ellos. Le pregunté a un compañero de viaje por la razón de tal extraño comportamiento. Al principio no me respondió, pero luego sonrió y replicó: «Imagina que te desollaran vivo, que te arrancaran los cabellos y te estrangularan aprisionado entre un par de rodillas. ¡No me gustaría verte entonces! ¡Y el mismo proceso cada año!». Entonces alcancé a comprender, en detalle, cómo en diversos puntos de Bohemia, despluman a los ánades de una forma tan celestial, suave y ligera cual pesado sueño mantenido entre las níveas almohadas de mi hotel praguense; sin embargo, los ánades no sólo proporcionan plumas sino su piel, su grasa, su carne, su estómago, su corazón y su sangriento hígado. Virtualmente, todo es comestible. "


: El amigo de Kafka . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 777

Adam Zagajewski


Solidaridad y soledad (fragmento)


"Todo aquello iba acompañado de cambios notables en la manera de pensar y de realizar las actividades culturales. Si bien la oposición era algo nuevo, su mera aparición en los escenarios hizo que los viejos dilemas de la tradición política polaca recuperaran la actualidad. A principios de los setenta, por Varsovia corrían rumores de que unos jóvenes neoconservadores escribían artículos interesantes, y en la segunda mitad de la década, los universitarios y los intelectuales jóvenes se entregaban con fervor a los estudios históricos, sin que nadie los considerara por ello neoconservadores. Mucho antes, cuando se había librado el debate sobre el llamado mito heroico, el coronel Zauski se había pronunciado a favor del heroísmo. En la segunda mitad de los setenta, cuando hacía falta una buena dosis de coraje para vivir una vida arriesgada, ya nadie se acordaba de aquella polémica, y eso ocurría porque, entretanto, la situación había cambiado radicalmente y los coroneles y generales habían perdido el monopolio de la historia patria.

En uno de los poemas más recientes de Julia Hartwig leemos estas palabras:

Europa, para ti somos un depósito de historia con nuestros ideales anticuados, nuestro poemario desenterrado y los cánticos que entonamos.

Convertimos lo mejor de nosotros en pasto del dragón de la violencia: muchachos jóvenes, muchachas hermosas, mentes sublimes, talentos prometedores —ofrendas de flores, cruces y palabras.

Nosotros, hijos pródigos de la sensatez, predicadores seglares de la esperanza, herederos de una retórica patria que nos sienta que ni hecha a medida aunque tan sólo ayer nos iba algo estrecha.

«Para ti somos» no es el poema más logrado de Julia Hartwig (justo debajo, en la misma columna, Tygodnik Powszechny publicó «Encima de nosotros», unos versos maravillosos de la misma autora). Sin embargo, su tono guasón y ligeramente inseguro, dirigido tanto a Europa como a nosotros mismos, revela algo interesante: el orgullo de que ocurra lo que está ocurriendo y una leve inquietud acerca de si las cosas deberían ser así.

Contiene también un breve resumen de la historia de la intelectualidad polaca, a la que «tan sólo ayer» su tradición «iba algo estrecha». O sea que el cambio radical es de fecha muy reciente. ¿Será definitivo? ¿De qué clase de cambio estamos hablando? ¿Cuáles son sus precedentes?

En el fondo, sabemos muy poco, lo cual, por otra parte, no es ninguna desgracia. El hecho de que todas las generalizaciones sobre las épocas, los estados de ánimo y las etapas de la cultura sean deficientes—¡sólo ante la juventud hay que fingir que uno comprende a la perfección su propia historia, y por esta razón los manuales escolares abundan en diagnosis y periodizaciones absurdamente detalladas!—les otorga el estatus de algo inacabado, algo que podemos volver a moldear sentados en un columpio que oscila entre el pasado y el futuro. Si crear el futuro nos cuesta tanto trabajo, por lo menos podemos crear el pasado. Ésta es la visión que un observador malicioso podría tener de Polonia: como sus habitantes han sido desposeídos del poder sobre su propio destino, se dedican a la historia. "


: Héroes de lo cotidiano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 780

Monika Zgustova


La intrusa. Retrato íntimo de Gala Dalí (fragmento)


"Gala y Cécile subieron al tren en Perpiñán con el billete para París. La mujer y la niña observaban los paisajes ondulados con sus viñas, ríos, pueblos medievales pintorescamente situados en lo alto de las montañas y, en el horizonte, desdibujadas, las rocas montañosas; paulatinamente el campo se iba hundiendo en las tinieblas. Ya era de noche cuando llegaron a Toulouse.

Gala se observó en el espejo alargado de la pared: estaba bronceada de cara y de cuerpo; debajo de su falda sentía unos músculos vibrantes. Tras pasear cada día varios kilómetros, tras subir y bajar por los acantilados y los senderos de animales salvajes, tras nadar varias veces al día en el agua cristalina, turquesa, de las calas y comer tanta fruta, verdura y erizos de mar como nunca antes, su cuerpo se había vigorizado. Gala que, para encontrarse satisfecha necesitaba estar enamorada y sentirse amada, se percibía fuerte también por haber encontrado un amor nuevo. Ahora ya sabía que no se trataba de un flirteo de verano. Había captado que la Iglesia católica había arrebatado al joven Salvador una iniciativa sexual que ella, por suerte, le supo devolver. Si le había dicho a aquel muchacho débil y fuerte a la vez –como, de hecho, lo era ella misma– que no se separarían nunca más, seguro que era verdad. Su intuición nunca le había fallado.

Al lado de la mujer que rebosaba salud estaba sentada una niña pálida y enclenque. Después de que todos los pintores, galeristas, poetas y sus mujeres habían partido para París, Gala se quedó en Cadaqués con la excusa de cuidar a la pequeña Cécile, que había enfermado de una fiebre paratifoide. Pronto descubrió que no tenía paciencia para pasarse días enteros al lado de la cama de la enferma y dejaba a su hija al cuidado de las camareras del hotel. De la habitación de Cécile se iba directamente a la cita que había concertado con el pintor que ya la esperaba para salir de excursión, naturalmente con picnic y baños de mar. Poco a poco Gala se iba dando cuenta de que no solo el joven sucumbía bajo su hechizo, sino que también ella se sentía cada día más seducida. Estaba preparada para entrar de lleno en aquella nueva relación.

Era una mujer que necesitaba entregarse de modo total y esperaba lo mismo del otro. La relación con Paul Éluard se estaba acabando, Gala era consciente de ello. Sin embargo de momento no parecía prudente quemar los puentes. Paul estaba convencido de que Gala se había distraído con una pequeña pasión de verano que acabaría diluyéndose en las lloviznas otoñales parisinas. Y ella no tenía ganas de dar más explicaciones. Estaba acostumbrada a atesorar sus emociones en su interior como si fueran alhajas que se guardan en un baúl cerrado a cal y canto.

Ella, mujer de ciudad, ahora regresaba a la casa que compartía con Paul y Cécile en la metrópolis francesa con ganas de dejarse cortar su mikado, depilarse las piernas musculosas, sumergirse en un baño caliente y perfumado y luego untar su cuerpo tostado íntegramente –Gala solía nadar desnuda– con aceites balsámicos y fragantes. Se volvería a poner sus trajes sastre y saldría al cine y al teatro... Se quedó dormida con la mano de la niña entre las suyas. "

: El exilio como forma de vida . . . . . . . . . . . . . . . . 785

Lajos Zilahy


El ángel del odio (fragmento)


"Extraña, extraña fue aquella noche de verano.

Un ángel de odio batía su tambor en el cielo. A las ocho de la noche el catafalco estaba dispuesto en el vestíbulo de palacio, donde durante toda la noche fue velado por lacayos ataviados con las suntuosas libreas de los Dukay. Innumerables coronas recubrían los muros. Sobre un almohadón de terciopelo yacían las condecoraciones papales, el collar del Toisón de Oro, la Corona de Hierro de primera clase, la Gran Cruz de la Orden del Papa, la legión de Honor francesa, en total unas dieciséis condecoraciones. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, el público comenzó a acudir. Todos contemplaban el rostro de papá como si fuese el de un Tutankamón húngaro bajo una máscara de oro, el difunto faraón de una exótica belleza viril, con sus riquezas, rango, alegría y frivolidad. Supongo que contemplaban también su vida, como si hubiese transcurrido veloz, montada en una carroza engarzada de joyas, tirada por ocho caballos, o bien como si recordase un cañón de museo, un objeto pasado de moda que ya no se fabrica en los talleres del siglo XX.

Por la noche acompañamos el féretro a Ararat. El castillo estaba dispuesto con toda su pompa funeraria. el día 3, domingo, por la mañana, se dijo una misa de difuntos en la capilla del castillo, oficiada por tío Zsigmond. en el vasto patio en forma de U se reunieron más de mil personas, en completo silencio.

Parecía que hasta las fuentes quisieran superarse a sí mismas para la ocasión. los chorros se elevaban de forma inusitada y caían formando un irisado polvillo de agua bajo la luz del sol.

Nosotros, los familiares, esperábamos en el gran salón rojo, que estaba iluminado por esa luz verde-oro que reluce en el dorso de algunos escarabajos. Las ramas del venerable nogal silvestre filtraban la luz, que penetraba por los ventanales, bañando no sólo los marcos de los cuadros, sino también los zapatos de Kristina y la punta de la nariz episcopal de tío Zsigmond. Te cuento estos detalles para que puedas juzgar lo irreal que me parecía todo lo que me rodeaba. La casa en la que yo había nacido y crecido me resultaba, después de haber vivido unos años en nueva York, totalmente extraña. Debido a la gran profundidad de la habitación y a la antigüedad de los muebles y pinturas, el ambiente evocaba el de una corte principesca en Florencia, o el de los grandes castillos del Loira en los días anteriores a la revolución Francesa, o quizá, aun más, el del Tiers État post-napoleónico, lo cual, mientras viví aquí jamás había detectado. Mamá estaba de pie en el centro de la habitación, con su habitual porte regio. A su derecha se hallaban Kristina y Zia, totalmente cubiertas con tupidos velos de luto. Sólo sus rostros permanecían al descubierto. "

: Húngaros de éxito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 789



Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI
Mercedes Monmany
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015



por Justo Navarro


Lo dice Claudio Magris en su prólogo a Por las fronteras de Europa: «A Mercedes Monmany la mueve el amor, un amor extraordinariamente generoso por los autores y las obras». Yo añadiría que, a la simpatía hacia la obra estudiada que demandaban los viejos teóricos de la estilísitica y la hermenéutica, Mercedes Monmany suma su aprecio hacia los lectores, invitados a que la acompañen en su viaje personal a través de la literatura de los siglos XX y XXI, con paradas en el siglo XIX. Más de trescientos autores en veinticinco idiomas, organizados alfabéticamente por dominios geográficos y lingüísticos, de norte a sur y del este al oeste de Europa (excluida España), son analizados en rápidas recensiones para periódicos, a lo largo de varias décadas, hasta hoy. ¿Qué tipo de crítica ejerce Mercedes Monmany? No pone notas, no califica a los autores: quiere entenderlos. En su intimidad con los libros, se funden la descripción, la interpretación y la estimación de la obra. El esencial punto de contacto entre tantos autores es el deslumbramiento que Mercedes Monmany ha sentido leyéndolos.

Su campo de estudio es europeo, una Europa que se desborda hacia Asia, América y África, y donde, como escribió un día la brasileña Nélida Piñón, la vida «nunca fue tranquila ni suave». La zona más atendida se localiza en Centroeuropa, el Este, el Oriente, ese territorio de imperios caídos (el austrohúngaro, el Reich hitleriano, el soviético) y nacionalidades movedizas: lo que ayer era húngaro será rumano; lo alemán, polaco; lo polaco, ruso; lo italiano, yugoslavo o croata. La inestabilidad geopolítica europea habría fomentado en sus escritores una sensación de imposible arraigo, de indefensión, «de extranjería permanente y apátrida». El exilio se convierte en forma de vida, en carácter, y, en la visión de Mercedes Monmany, el escritor aparece como extensión del temperamento de sus personajes, y los personajes son atributos de su creador. No hay disyunción entre el autor y la obra.



Este amplísimo viaje literario cubre un espacio inmenso y a la vez muy limitado, entre el cosmopolitismo y el provincianismo radical. Dos ciudades podrían servirnos de síntoma: la ciudad de Czes?aw Mi?osz, la polaca Vilnius, es decir, Vilna, capital de Lituania, donde se habla polaco, ruso, lituano y yiddish; y Klagenfurt, en el sur de Austria, cuna de Robert Musil e Ingeborg Bachmann, que la encontró pueblerina a pesar de su Babel internacional de italianos, eslovenos y austríacos germanófonos. Las ciudades pueden ser personajes literarios, como descubrieron Franz Hessel, Walter Benjamin, W. G. Sebald, Olivier Rodin, Orhan Pamuk o Claudio Magris, y destaca Mercedes Monmany: ciudades como «madres amorosas y posesivas» o como atolladeros insalvables. Una novela es, a ojos del israelí David Grossman, un viaje interior, de iniciación: los libros, según Cees Nooteboom, van del punto de partida a un punto final que sugiere un nuevo punto de partida. Por las fronteras de Europa lleva un subtítulo, Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, y funciona también como una antología de citas que invitan al lector a nuevas lecturas imprevistas.

Novelas, cuentos, ensayos, obras de ficción y de historia, diarios y biografías, reportajes periodísticos y libros de viajes, merecen la atención de Mercedes Monmany, que tantea los límites entre ficción y no ficción, fluctuantes como las fronteras de los territorios literarios elegidos para su estudio. Movimientos, generaciones, analogías y afinidades se entrelazan más allá de las fechas, del uso de un mismo idioma, de la pertenencia a determinadas tradiciones o leyes religiosas. El fondo común de toda esta literatura es la crisis del pensamiento europeo y, por consiguiente, de la novela, asumida como epítome de la producción literaria. Europa sería una realidad y una idea en mutación, en fuga, rota entre dos guerras mundiales y locales a la vez, y marcada indeleblemente por la herida del Holocausto. Tal estado de cosas habría decidido los rasgos característicos de una literatura de nómadas y exiliados perpetuos, de individuos que incluso se sienten expatriados sin llegar a salir nunca de su cuarto.



Mercedes Monmany asume la consigna que Baudelaire imparte en el primer capítulo del Salón de 1846: «La crítica debe ser parcial, apasionada y política». Aquí la descripción de las obras equivale a su valoración. Excelentes serán, por ejemplo, los escritores que aciertan a «traducir, en un ambiente entre fantasmagórico y mortecino, el gris siniestro y vulgar de una dictadura», los heroicos testigos «impotentes y horrorizados» de épocas «de opresión, miedo y muerte». El objetivo de Anton Chéjov de «luchar contra la falsedad y el autoritarismo», formulado a finales del siglo XIX, se superpone a finales del XX con la definición de Milan Kundera: la novela sería antiautoritaria por naturaleza. Mercedes Monmany lo argumenta: la novela «se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas; es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario».

Se le asigna así una función a la literatura: «Sacar esqueletos de los armarios […] desnudar los cómplices silencios y mentiras de la ciudad». Deslenguada, deberá «satirizar […] absurdos ritos sociales fosilizados». Polémica, dará pie a «incómodos debates». Revelará «secretos e imposturas». Las novelas policíacas de John Banville, firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, se leerán como «crítica social, retrato de una época, indagación moral y psicológica de personajes que viven atrapados tras la imagen exterior que han creado para ofrecer una pátina de prestigio y respetabilidad». El escritor destruirá «fetiches ideológicos» y «clichés nostálgicos y sentimentales», empezando por los suyos propios. Para Mercedes Monmany, la literatura tiene un «valor depurador», siempre a contracorriente del flujo de la lengua oficial, de Estado, mayoritaria, de la que hablaban en su ensayo sobre Kafka, hace mucho, Gilles Deleuze y Fálix Guattari, recordados aquí por Magris. Las convicciones éticas se convierten en ley estética, lingüística. La primera responsabilidad del escritor sería, como dice Mercedes Monmany antes de citar a Amos Oz, evitar «la confusión o evasión deliberada del lenguaje diario empleado por todos»: raíz de todo mal es no llamar a las cosas por su nombre.



A primera vista más interpretativo que judicial, el método de Mercedes Monmany para acercarse a la obra literaria es indirectamente normativo y se atiene en lo fundamental a la clásica afirmación de I. A. Richards, en 1926: el crítico es «juez de valores». Los valores que exaltan las reseñas de Por las fronteras de Europa reciben su peso moral de su entidad estética, del atrevimiento verbal de autores que, como proponía Antonia S. Byatt, registran la ocasión en la que «el manto de lo impensable se retira […] lo bastante para poder entreverlo». Svevo y Joyce, «dos meteoritos de la incertidumbre y el malestar europeos», señalan el principio de la renovación de la prosa en el siglo XX. Pero la vitalidad de estas literaturas impertinentes parece un síntoma de agotamiento histórico: los autores extraen sus fuerzas de un momento de extenuación siempre cumplido, dilatado, renovado, superado otra vez para anunciarse de nuevo.

En Por las fronteras de Europa se utiliza un campo de adjetivos que se refieren menos a la obra que a la impresión que causa en la lectora, Mercedes Monmany, y que se le augura al futuro público lector. De la observación de la obra se deducen los efectos que causará en quien la lea. La adjetivación remite a los sentidos: el tacto, la vista, el gusto. Una novela es punzante, agridulce, perspicaz, deliciosa. Los cuentos, por ejemplo, del boloñés Silvio D’Arzo son de una «mordiente dulzura», de una «rotunda claridad». Zadie Smith es espectacular, brillante, afilada, corrosiva. Cabría hablar de una estética del Shock and Awe, si tenemos en cuenta que el guionista y actor cinematográfico danés Knud Romer «nos habla de forma espeluznante de la estela de horror y violencia, de animalidad vergonzosa y primaria, que dejan las guerras mucho después de haber acabado». La conmoción es compatible con la contención y con el desbordamiento: las desmesuras del ruso Viktor Pelevin y «su fértil y febril fantasía satírica» no desmienten las aproximaciones de John Berger al reino de lo innombrado, ni los mundos insinuados de Kazuo Ishiguro. Erri de Luca escribe una literatura medida, espiritual y despojada, pero su «afilada y estremecedora belleza […] se hace casi insoportable, espeluznante».




El humor, «ese fetiche tan útil para respirar y seguir viviendo», sería un antídoto contra «la seriedad monstruosa del poder». En manos del finlandés Arto Paasilinna se vuelve «corrosivo, absurdo y antisistema». La alemana Birgit Vanderbeke lo emplea para dinamitar y demoler. Los soviéticos Ilf & Petrov lo usaron en los años veinte del siglo pasado como «desternillante artillería de sarcasmos masacrantes». El francés Boris Vian, «imaginación en estado puro», lo vuelve feroz «en despiadadas sátiras sociales y de costumbres». Si es «disparatado, excéntrico y portador de un germen mordaz, salvaje y cáustico», el humor será «sumamente irlandés». El del inglés Evelyn Waugh también es cáustico, con «zarpazos de ironía fulminante y arrasadora». El alemán judío Edgar Hilsenrath, «insolente, deslenguado y de dudoso gusto», someterá el tema más trágico –el Holocausto– al humor judío, «vitriólico», adjetivo aplicado también al israelí, mucho más joven, Etgar Keret (1967), otro maestro de «la trituradora del humor». Materia incandescente, el humor carcome esos «estados de perversión de valores a gran escala que son las dictaduras», como dice Mercedes Monmany a propósito del rumano Norman Manea.

Pero, hablando del ensayista Pietro Citati, a quien dedica un capítulo encabezado por la rotunda afirmación de que «el escritor es la literatura», Mercedes Monmany expone su idea de crítica. Se trataría de un procedimiento «sumamente atractivo para el lector», basado en la «construcción de tramas alrededor de tramas ajenas», la narración de lo ya narrado por otros. El intérprete o médium literario conciliaría la indagación psicológica (respecto a autores y personajes: el autor se transforma en personaje) y la interpretación textual, «privilegiando tras la máscara de los sucesos […] el efecto simbólico». Mercedes Monmany cumple sus objetivos: es atenta con sus lectores y con sus escritores.



Diré también lo que no encuentro en Por las fronteras de Europa. Siendo un volumen de reseñas de cientos de obras en más de veinte lenguas traducidas al español, ¿dónde están los traductores? Sólo nombra a dos traductoras al español, Isabel Hernández y Carmen Romero, y a la traductora de Miklós Bánffy al inglés, su nieta Katalin Bánffy-Jelen, así como celebra a dos italianos, Guido Ceronetti, traductor del hebreo y el latín, y Nadia Fusini, traductora del inglés. La ausencia se siente más si pensamos que la propia Mercedes Monmany ha traducido alguna vez y con fortuna.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).







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