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viernes, 3 de marzo de 2023

Estudios culturales o la escuela de una cabeza entretenida


 




Orígenes e inicios de los estudios culturales
Origins and beginnings of cultural studies


Eguzki Urteaga
Profesor del Departamento de Sociología I. Universidad del País Vasco. Vitoria

Introducción

La noción de cultura ha generado abundantes y contradictorios trabajos en ciencias sociales. Este término designa tanto una serie de grandes obras clásicas como unas maneras de vivir, de sentir y de pensar propias a un grupo social (Cuche 1996). La idea de cultura legítima implica una oposición entre el museo y el fútbol, entre las obras consagradas y la cultura de masas producida por las industrias culturales. La manera de reflexionar sobre las culturas y de articularlas está directamente vinculada a las tradiciones nacionales. Francia ha intentado convertir su cultura letrada y los trabajos que lo han teorizado en una contribución universal. La aportación alemana ha conocido igualmente una amplia difusión, que se trate, en el siglo XIX, de Humboldt o de Herder, o, en el siglo XX, de la Escuela de Frankfurt. En el ámbito de la socio-antropología, la contribución de los investigadores americanos, desde Margaret Mead hasta Clifford Geertz, pasando por la Escuela de Chicago, es también notable. Curiosamente, si la contribución británica a la producción de obras legítimas es incuestionable, las reflexiones originarias del Reino Unido que se fijan en el estatus de cultura y en su significado son relativamente desconocidos en España. Esta ignorancia es paradójica en un periodo en la cual los cultural studies inspiran una cantidad considerables de investigaciones y de teorías sobre la cultura contemporánea.

Esta corriente encuentra sus antecedentes en el siglo XIX. A menudo asociados a un pragmatismo alérgico a los planteamientos teóricos, la Inglaterra industrial ha desarrollado un debate original sobre la cultura, pensado como un instrumento de reorganización de la sociedad afectada por el maquinismo, y la civilización de los grupos sociales emergentes, como cemento de un conciencia nacional. Este debate, que encuentra su equivalente en el mundo intelectual de la mayoría de los países europeos, dará lugar a una corriente original después de la Segunda Guerra mundial. En este sentido, las cultural studies aparecen como un paradigma y un planteamiento teórico coherente. Es cuestión de considerar la cultura en un sentido amplio y de pasar de una reflexión centrada en el vínculo cultura-nación a una visión de la cultura de los grupos sociales. Si sigue teniendo una dimensión política, la cuestión central consiste en comprender en qué medida la cultura de un grupo social, y en primer lugar la de las clases populares, cuestiona el orden social o, por el contrario, adhiere a las relaciones de poder.



Los años 1970 asisten al desarrollo de estas temáticas. La Escuela de Birmingham explora las culturas jóvenes y obreras, así como los contenidos y la recepción de los medios de comunicación. Por ejemplo, algunos historiadores analizan las manifestaciones de las múltiples resistencias populares. Estas investigaciones tienen un carácter precursor. Lo que constituye inicialmente un foco marginal de investigación, situado entre el mundo académico y las redes de la nueva izquierda británica, conoce una expansión considerable a partir de los años 1980. Les trabajos se extienden gradualmente a los componentes culturales vinculados al género, a la etnicidad y a las prácticas de consumo. Consiguen una difusión planetaria. Pero, esta expansión se acompaña de ciertas rupturas, ya que los oponentes de ayer acceden a cargos de responsabilidad en el mundo académico. Su inspiración teórica debe hacer frente a la desvaloración del marxismo y al auge de nuevas ideologías y teorías así como a los efectos de los cambios sociales: revalorización del sujeto, rehabilitación del placer vinculado al consumo de los medios de comunicación, fortalecimiento de las visiones neo-liberales o aceleración de la circulación mundial de los bienes culturales. Si los cultural studies siguen siendo un paradigma, poco tienen que ver con sus inicios. Poco a poco, ponen el énfasis en la capacidad crítica de los consumidores, cuestionan el rol central de la clase social como factor explicativo y valoran nuevas variables: la edad, el género e la identidad étnica.

Llevados por la dinámica de su éxito, que se traduce especialmente por la multiplicación de las revistas, de los libros y de los manuales, y por la creación en numerosos países de departamentos de cultural studies, conocen nuevas inflexiones. Estas se traducen por la expansión constante de su territorio que engloba unos objetos descuidados hasta entonces por las ciencias sociales: consumo, moda, identidades sexuales, museos, turismo o literatura. Los planteamientos más radicales de estas investigaciones reivindican a partir de entonces un estatus de "anti-disciplina". El término marca el rechazo de las separaciones disciplinares y de las especializaciones y la voluntad de combinar las contribuciones y los cuestionamientos provenientes de los saberes mestizados, la convicción de que lo que está en juego en el mundo contemporáneo necesita ser cuestionado a partir del enfoque cultural. No obstante, esta iniciativa genera un debate puesto que el término de disciplina es también sinónimo de seriedad, de control y de respeto de las reglas.



Más precisamente, el objetivo de este artículo consiste en situar las investigaciones y los debates entorno a los cultural studies. En este sentido, si los trabajos que provienen de esta tradición deben ser debatidos y a veces criticados, su conocimiento es indispensable tanto por sus contribuciones como porque constituyen los soportes de una parte esencial de los debates científicos contemporáneos sobre la cultura.



Los orígenes de las cultural studies

A lo largo del siglo XIX, una tradición conocida como Culture and Society emerge en Gran-Bretaña creada por las figuras intelectuales del humanismo romántico. Más allá de sus diferencias ideológicas, denuncian los daños provocados por la "vida mecanizada" bajo el efecto de la civilización moderna. La identidad nacional se enfrenta entonces al triunfo de la clase media que descalifica el arte considerado como un adorno no rentable, en un contexto de pérdida de influencia de la aristocracia hereditaria y de irrupción de las clases populares. El concepto de cultura se convierte en la piedra angular de una filosofía moral y política, cuyo símbolo y vector es la literatura. El contacto con las obras tiene que modificar el horizonte de sensibilidades de una sociedad encadenada a la ideología de los hechos. Hacia el final del siglo, la creencia en el poder purificador de la creación imaginaria a la hora de transmitir los valores cívicos a las clases emergentes encuentra su campo de aplicación privilegiado en la puesta en marcha de unos estudios sobre la literatura inglesa: los English Studies. Las controversias sobre los públicos a los que son susceptibles de dirigirse acompañan la lenta gestación de una concepción socio-histórica de la idea de cultura que conduce a la creación de los cultural studies.


'Culture and Society' en la Inglaterra del siglo XIX

A lo largo del siglo XIX, el desarrollo de una cantidad suficiente de textos en la lengua nacional confiere a la literatura su acepción moderna. Simultáneamente se produce una nueva definición nacional de los universos literarios. Las literaturas nacionales movilizan unos mitos y emociones a favor de unos procesos de constitución y de reactivación de las identidades nacionales (Thiesse 1999). La noción de "clásico nacional" se refiere a la legitimidad literaria a partir de la cual se reconoce La literatura. Vinculado de manera indisoluble al destino de la lengua, el "capital literario", formado por un conjunto de textos considerados como nacionales e incorporados a la historia nacional, se convierte en un recurso político (Casanova 1999).

El siglo XIX es a la vez nacionalista y sinónimo de una internacionalización del sentimiento y de la intensidad. El valor literario se convierte en lo que está en juego en los intercambios y en las relaciones de fuerza que enfrentan las culturas. Goethe y Fichte aparecen como las figuras del hombre de letras moderno y la filosofía de la historia de la que se reclama Carlyle se inspira de la filosofía trascendentalista de Fichte. La fascinación del pensador británico hacia el espíritu germánico tiene como contrapartida su posicionamiento a propósito del espíritu francés y de su culto de la lógica. El pathos contra el logos, la vivencia frente a la concepción. Las dos vertientes antagónicas del pensamiento alemán y de la Revolución francesa dividen la literatura entre los que asocian todo a un gran principio organizador y los que invitan a una representación contradictoria del mundo. Para Carlyle, el pensamiento demasiado claro anula cualquier forma de actividad espontánea y limita la expresión de las órdenes ciegas e instintivas de la vida. El movimiento de nacionalización de la cultura en Inglaterra se opone abiertamente a la influencia del universalismo galo y a la supremacía de su lengua. Este rasgo deja adivinar de manera más precisa el reto estratégico que representa para la sociedad inglesa la self-national definition del espacio literario.



La concepción voluntarista del saludo por la cultura y, más precisamente, por el texto se formaliza bajo la era victoriana con Matthew Arnold (1822-1888) que inventa la filosofía de la educación. Crítico literario y social, analiza la cultura de las nuevas clases ascendentes. Autor de numerosos ensayos sobre la igualdad y la democracia, Arnold reflexiona en términos de anarquía, de desorden y de desintegración de la totalidad orgánica. No obstante, no esconde su admiración por los logros de la Revolución francesa: la participación de la intelectualidad en la vida social y el papel central del Estado así como la inteligencia colectiva que transciende las voluntades individuales y defienden las ideas de lo público y de lo nacional.

Se interesa sobre todo por el sistema educativo desarrollado en Francia por Guizot. Inspector del sistema educativo durante 35 años y, accesoriamente, profesor de poesía en Harvard, emprende en 1859 un viaje de estudios de cinco meses en el continente que desemboca, dos años más tarde, en un informe. Este informe es un alegato para que la administración pública británica instaure un sistema nacional de educación obligatorio, universal y laico. Dando en ejemplo el caso francés, Arnold intenta demostrar la necesidad de una alianza entre un Estado racional y activo y las instituciones democráticas. Considera que las escuelas públicas son las únicas capaces de enseñar "la mejor cultura nacional, la que enseña la grandeza del alma y la nobleza del espíritu". Sin semejante política, Inglaterra corre el peligro de "americanizarse", privándose de una "inteligencia general". Haciendo el impasse sobre el pensamiento y la cultura, deja el camino libre a la religión sectaria y al puritanismo.

Arnold cuestiona la sociedad elizabethana y su figura principal: Shakespeare. Este referente fortalece su fe en la capacidad humanizadora de la alta literatura a difundir en las nuevas categorías sociales el "espíritu de sociedad". La atención de la Culture and Anarchy se centra en la clase media, que califica de "filistea", para la cual la grandeza se confunde con la riqueza. Todo su comportamiento indica una falta de refinamiento: su modo de vida, sus costumbres, sus maneras, su tono de voz, la literatura que lee, las cosas que le procuran cierto placer, las palabras que salen de su boca y los pensamientos que nutren su espíritu. Según él, es incapaz de definirse como un referente cultural, puesto que busca la dominación comercial. Fascinada por la maquinaria erigida como un fin en sí, los "filisteos" son a la vez los enemigos de las ideas y de la intervención del Estado. Como lo filisteo está asociado al espíritu de parroquia, la educación literaria debería inyectar en esta clase un espíritu cosmopolita, es decir abrirla a las ideas y a las perspectivas europeas. Porque si la revolución industrial del final del siglo XVIII ha consagrado su ascenso social, este se ha preparado desde el siglo XVII. Es precisamente el momento en el cual se ha iniciado el divorcio entre el Reino Unido y el mainstream de la vida cultural del continente europeo.



Por los valores culturales y las normas estéticas e intelectuales que generan, las grandes obras artísticas y literarias son los hijos de la Ilustración. "Los hombres de cultura son los verdaderos apóstoles de la igualdad. Los grandes hombres de cultura son aquellos que están apasionados por la difusión, para hacer prevalecer, para propagar de un extremo a otro de la sociedad, el mejor saber, las mejores ideas de nuestro tiempo; que han trabajado para quitar a este saber todo lo que le era áspero, difícil, abstracto, profesional, exclusivo; para humanizarlo, para convertirlo en eficaz fuera del núcleo de la gente cultivada y sabedora, aún siendo el mejor saber y el mejor pensamiento del tiempo, y una verdadera fuente, por lo tanto, de la suavización de la luz" (Arnold 1993: 79). Para Arnold, el sistema educativo debería servir para disciplinar los obreros e inculcarles el "espíritu público". Es significativo que sea inicialmente en las escuelas técnicas, en los colegios profesionales y en las clases de educación permanente, donde se imparten los programas de enseñanza de esta literatura humanística. Ignorada por la élite académica de Oxford y Cambridge, que le prefiere la filosofía clásica, el estudio de la literatura inglesa entra por la pequeña puerta.

Antes de aplicarlo a la metrópoli, el Reino Unido ha podido experimentarlo en las colonias. Desde 1813, los estudios literarios ingleses estructuran una estrategia de contención de los colonizados en una parte del imperio, especialmente en la India. A través de ellas, se construye y se propaga la representación de un tipo ideal del inglés. Se trata de un ejemplo moral que constituye el contrapunto a la imagen negativa que los autóctonos podían tener del colonizador observando directamente sus hechos y sus gestos. La política del Englishness se impone a la política del orientalismo: esta estrategia de la integración fundamentada en la toma en consideración de unos elementos de la cultura india que la administración colonial ha inventado hacia el final del siglo XVIII para facilitar la indigenización de sus élites (Viswanathan 1990). La metáfora colonial expresa perfectamente la colonización interior de las clases populares de la metrópoli, como lo demuestra el vocabulario misionero y civilizador utilizado (Steele 1997). Los editores, por su parte, no han esperado la entrada de las English Studies en las aulas para aventurarse en el mercado de la nacionalización de la literatura. En la segunda mitad del siglo XIX, ciertas antologías dirigidas a un amplio público han puesto de manifiesto el genius of the English lenguage.



De estos debates característicos del siglo XIX inglés, conviene recordar tres elementos. El primero se refiere a la centralidad de la reflexión relativa al impacto de la revolución industrial sobre la cultura nacional y a las amenazas que hace pesar tanto sobre la cohesión social como sobre la preservación de una vida intelectual y de creación no sometida al cálculo utilitarista. El segundo concierne la responsabilidad que, más allá de sus contradicciones, estos autores conceden a los intelectuales, productores y difusores culturales como educadores de una cultura nacional. El tercero se refiere a las contradicciones de esta referencia a la cultura y a lo que está en juego desde un punto de vista cultural. Incluso entre los más conservadores, se observa una forma de sensibilidad moderna hacia lo cultural, que integra los estilos de vida y la estética de la vida cotidiana. Simultáneamente, las humanidades y especialmente la literatura nacional aparecen como los instrumentos privilegiados de la civilización y de la comprensión del mundo, mientras que la ciencia es mirada con cierta suspicacia (Lepennies 1985). Estos tropismos intelectuales se perpetúan más allá del siglo XIX.


La consagración académica de los 'English studies'

La entronización de los Estudios Ingleses en el curriculum ordinario de las universidades solo se produce realmente entre las dos guerras mundiales. La experiencia acumulada en la formación de los adultos está puesta a contribución. Surgen varias preguntas: ¿Es necesaria una pedagogía centrada exclusivamente en el análisis de los textos de la literatura inglesa? O ¿Es preferible intentar sustraer la enseñanza literaria del aislamiento textual y conectarlo de nuevo con las realidades sociales? Estos son los términos en los cuales se plantean lo que está en juego de manera subyacente en los ámbitos intelectuales y políticos a la hora de definir los programas y los públicos a los que se dirige. La corriente que domina el mundo académico opta por la primera formula. Esta elección se corresponde con el informe gubernamental, redactado en 1921, que fija las grandes líneas del pensamiento de Matthew Arnold sobre "el hombre de cultura". Uno de los discípulos de Arnold desarrolla las tesis de este último y su libro titulado Culture and Environment se convierte en la Biblia de la nueva disciplina. La lectura metódica de los textos ingleses se convierte en el antídoto estético-moral ante el riesgo que representa la sociedad mercantil.



El contexto político favorece la aparición de un proyecto cultural mesiánico. La Primera Guerra mundial pone al orden del día la necesidad de un cultural revival de la nación inglesa. Esta restauración cultural aparece como urgente a ciertos sectores de la intelectualidad que agita el espectro de la revolución bolchevique. La "crisis del espíritu", el estremecimiento de los valores de la alta cultura heredada de la Ilustración y la irrupción de una cultura de masas producida industrialmente adquieren una resonancia especial en Inglaterra, en vía de ceder a Estado Unidos el liderazgo de la economía mundial que ocupaba desde el inicio de la revolución industrial. En 1932, Leavis crea la revista Scrutiny que se convierte en la tribuna de una cruzada moral y cultural contra el "embrutecimiento" practicado por los medios de comunicación y la publicidad. Para interrumpir la "degeneración de la cultura", Scrutiny privilegia una solución idealista.

El equipo de Scrutiny propone someter la enseñanza y la opinión pública a la gran tradición de la ficción inglesa. Esta representación del anglicismo determina una elección selectiva de los autores que supuestamente encarnan dicha tradición. La publicación de Scrutiny se interrumpe en 1953, es decir un cuarto de siglo después de la desaparición de Leavis. El humanismo moral de este defensor de la gran literatura se ha transformado en un rechazo obsesivo de la sociedad técnica, considerada como "cretina", y acaba manteniendo posiciones conservadoras: "una gran hostilidad hacia la educación popular, una oposición implacable ante la radio y una profunda desconfianza frente la apertura de la enseñanza superior a los estudiantes embrutecidos por la televisión" (Eagleton 1994: 42-43). Más allá de las derivas elitistas y nacionalistas de la ideología leaviniana, una de las realizaciones más duraderas de los English Studies entre las dos guerras mundiales es su crítica de los textos literarios.



No obstante, la predominancia académica de la corriente leaviniana no debe ocultar el debate que se produce en la prensa especializada entre los formadores que trabajan para la formación de los adultos de los barrios populares sobre las visiones contradictorias de la pedagogía que conviene elegir (Steele 1997). Los primeros son partidarios de una modernización de la educación popular vinculada al estilo universitario y centrada en las artes y letras. Los segundos, más preocupados por las realidades regionales, valoran las tradiciones puritanas del movimiento obrero y militan a favor de un enfoque sociológico, basado en la economía, la filosofía y la política, y que intenta movilizar las personas más avanzadas de la clase obrera. La oposición entre una democracia de los trabajadores contra una aristocracia de letrados es recurrente en el debate. Los partidarios de las letras reprochan a la visión sociológica de no ver las formas de los mensajes y de la cultura. Más allá de sus contradicciones, Carlyle, Arnold y Leavis comparten una interrogación sobre el rol de la cultura como instrumento de reconstitución de una comunidad y de una nación ante las fuerzas disolventes del desarrollo capitalista. Las cultural studies participan en este cuestionamiento, pero, tras Morris, se centran en las clases populares.


Los fundadores de las 'cultural studies'

La etapa de cristalización que constituye el reconocimiento institucional de las cultural studies en los años 1960 sería incomprensible sin tomar en consideración el trabajo de maduración que se inicia diez años antes y que es simbolizado por tres figuras principales.




En primer lugar, Richard Hoggart publica en 1957 un libro considerado como fundador de los Estudios Culturales. Esta obra se titula The Uses of Literacy: Aspects of Working-Class Life with Special References to Publications and Entertainments. El autor estudia la influencia de la cultura difundida en la clase obrera a través de los medios de comunicación modernos. Tras describir con una gran finura etnográfica el paisaje cotidiano de la vida popular, este profesor de literatura inglesa analiza la manera según la cual las publicaciones destinadas a este público se integran en este contexto. Su idea central es que se tiene cierta tendencia a sobrevalorar la influencia de los productos de la industria cultural sobre las clases populares. "No conviene olvidar nunca que estas influencias culturales inciden de manera muy lenta sobre la transformación de las actitudes y que están neutralizadas a menudo por unas fuerzas más antiguas".

Los ciudadanos de a pie no tienen una vida tan pobre como su lectura de la literatura dejaría pensar. Es difícil demostrar rigurosamente semejante afirmación, pero un contacto continuo con la vida de las clases populares es suficiente para favorecer una toma de conciencia. Incluso si las formas modernas de ocio fomentan entre la gente de a pie unas actitudes consideradas como nefastas, es cierto que varias dimensiones de la vida cotidiana siguen estando protegidas ante estos cambios" (Hoggart 1970: 378). La atención prestada por los análisis de Hoggart a los receptores no impide que estas hipótesis sigan estando profundamente marcadas por su desconfianza hacia la industrialización de la cultura. La idea misma de resistencia de las clases populares que subtiende su enfoque de las prácticas culturales se refiere a esta creencia.

La idea de resistencia al orden cultural es consustancial a la multiplicidad de los objetos de investigación que han caracterizado los dominios explorados por las cultural studies durante más de dos décadas. Hace referencia a la convicción de que es imposible abstraer la cultura de las relaciones de poder y de las estrategias de cambio social. Este axioma explica la influencia ejercida sobre el movimiento por los trabajos de inspiración marxista de dos otras figuras británicas en ruptura con las teorías mecanicistas: Raymond Williams (1921-1988) y Edward P. Thompson (1924-1993). Ambos están vinculados a la formación permanente de las clases populares y están en contacto directo con la New Left, cuya emergencia en los años 1960 significa un renacimiento de los análisis marxistas.


Thompson es uno de los fundadores de la New Left Review. Con Williams comparte sobre todo el deseo de superar los análisis que han convertido la cultura en una variable dependiente de la economía. Como lo afirma Thompson en 1976, "mi preocupación principal a lo largo de mi obra ha sido abordar el silencio de Marx sobre el sistema de valores. Un silencio con respecto a las mediaciones de tipo cultural y moral". El trabajo de Thompson puede describirse como una historia centrada en la vida y las prácticas de resistencia de las clases populares. Su obra más conocida, titulada The Making of the English Working Class (1963), constituye un clásico de la historia social y de la reflexión sobre la socio-historia de un grupo social.

Cinco años antes, Raymond Williams publica Culture and Society (1958) que constituye una genealogía del concepto de cultura en la sociedad industrial, desde los románticos hasta Orwell. Explorando el inconsciente cultural presente en los términos de cultura, de masas, de muchedumbre o de arte, fundamenta la historia de las ideas en una historia del trabajo social de producción ideológica. Las nociones, las prácticas y las formas culturales cristalizan unas visiones y actitudes que expresan regímenes así como sistemas de percepción y de sensibilidad. Esta obra esboza una problemática, desarrollada en The Long Revolution (1961), en la que subraya el rol de los sistemas de educación y de comunicación así como el papel de los procesos de alfabetización en la dinámica de cambio social. Contribuye así a dibujar un programa de reforma democrática de las instituciones culturales.

Tanto Williams como Thompson comparten la visión de una historia construida a partir de las luchas sociales y de la interacción entre cultura y economía en la cual la noción de resistencia al orden capitalista aparece como central. Esta época está dominada, entre los intelectuales de izquierda, por el debate que opone la base material de la economía a la cultura, convirtiendo esta última en un mero reflejo de la primera. Las cultural studies pretenden salir de este dilema considerado como imposible y reductor. Este esfuerzo de superación desemboca en el nuevo descubrimiento de las formas específicas que han tomado el movimiento social y el pensamiento socialista en Gran Bretaña. Ello explica que Thompson haya hecho una nueva lectura de William Morris en la cual ve uno de los primeros críticos de un determinismo estricto que ha conducido al empobrecimiento de la sensibilidad, a la primacía de unas categorías que niegan la existencia efectiva de una conciencia moral y la exclusión de la pasión imaginaria. Esta idea central es defendida por Williams en su trabajo de columnista cultural en el Guardian. A su vez, manifiesta un interés creciente a propósito de los medios de comunicación. A partir de 1962, en su libro Comunicaciones, participa en el debate político, formulando propuestas para un control democrático de los medios de comunicación como medios de influencia y de agitación.



Al trío de los fundadores de las cultural studies se añade un cuarto hombre: Stuart Hall. Este pertenece a una nueva generación que no ha participado directamente en la Segunda Guerra mundial. Elemento central de las revistas de la nueva izquierda intelectual, la producción científica de Hall solo llega a su madurez al inicio de los años 1970.

No obstante, la aparición y el posterior desarrollo de las cultural studies no se explican únicamente por la acción de algunas personalidades. Más allá de su contribución teórica, los founding fathers han construido igualmente unas redes que han posibilitado la consolidación de nuevas problemáticas, tales como las encarnaciones de las dinámicas sociales que afectan a amplios sectores de las generaciones nacidas entre el final de los años 1930 y la mitad de los años 1950. Conviene recordar el contexto político de los años 1950. 1956 es a la vez el año de Budapest y el de Suez, el de la decepción hacia el comunismo y el de una intervención militar que relanza la movilización "anti-imperialista" entre los intelectuales británicos. La pérdida de atracción del laborismo y del comunismo, el potencial movilizador de las luchas anticoloniales, la desconfianza ante las promesas de un consenso social que acontece gracias a la abundancia, hacen surgir un conjunto de movimientos de reacción en los núcleos intelectuales. En un contexto de desarrollo del empleo terciario, unos jóvenes de las clases media y popular encuentran en el sistema educativo un trampolín para ascender socialmente.

Este deshielo relativo de las estructuras sociales, que se produce bajo diversas formas en numerosos países europeos durante los "treinta gloriosos", estimula una actitud crítica en los dominios de las artes, de la política y de la vida intelectual. El mundo literario británico de los años 1950 está marcado en particular por la irrupción de los autores de teatro John Osborne y Arnold Wesker y los escritores Alan Sillitoe y Kingsley Amis. Sus obras y personajes expresan una rebelión contra lo que perciben como el peso de las tradiciones y de las jerarquías sociales, las rutinas "hipócritas" de su sociedad. También ponen de manifiesto su malestar y su frustración ante su movilidad social ascendente. Esta corriente, que se descompone en los años 1960, introduce en la literatura una pintura realista de la vida cotidiana de las clases populares. En política, la efervescencia de la New Left refleja estos cambios (Kenny 1995).


Esto explica en parte el impacto creciente de las cultural studies. Es cuestión de convertir las culturas populares y los estilos de vida de las nuevas clases en objetos dignos de investigar, acompañando así una movilidad social inconfortable para las nuevas generaciones de intelectuales y poniendo un punto de honor a continuar la lucha política en el terreno académico. Como lo subraya Hall, "ha aparecido en un periodo determinado de los años 1960 donde se produce una evolución en la formación de las clases. Había un conjunto de personas en transición entre las clases tradicionales. Había gente con orígenes populares, escolarizados por primera vez en colegios o en escuelas de arte, que accedían a altos cargos o se convertían en profesores de universidad. La New Left era un punto de encuentro entre personas que oscilaban entre las clases. Una serie de clubes se hallaban en nuevas ciudades en las cuales sus padres habían podido ser trabajadores manuales. Ellos, sin embargo, habían tenido una mejor educación, al acceder a la universidad, y se convertían en profesores" (Morley y Kuan-Hsing 1996: 494)
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En el ámbito académico, dos formas de marginalidad marcan las figuras fundadoras de las cultural studies. Se trata para Williams y Hoggart de un origen popular que los convierte en unos personajes a contra-empleo en el mundo universitario británico. En el caso de Hall y Thompson interviene una dimensión cosmopolita y una experiencia de la diversidad cultural, que crea un perfil específico del intelectual y crea una forma de sensibilidad hacia las diferencias culturales. Estas trayectorias sociales atípicas o improbables se enfrentan a la dimensión socialmente cerrada del sistema universitario británico y condenan los "intrusos" a integrar este sistema o a permanecer en su exterior. Los fundadores son nombrados en los centros pequeños y recientes, en las instituciones situadas al margen de la Universidad y entre forman parte de los componentes extra-territoriales del mundo universitario.

Esta dinámica centrífuga habría podido representar un hándicap para la consolidación de las cultural studies. Pero, otra característica de los padres fundadores, es decir su compromiso más allá del laborismo, va a constituir un recurso para evitar su marginación. Hall y Charles Taylor animan la University and Left Review, creada en 1956. La pareja Thompson juega un papel relevante en el funcionamiento de la New Reasoner, revista creada este mismo año y que expresa una sensibilidad humanística de izquierda o de disidentes del Partido comunista británico. La fusión de estas dos publicaciones dará lugar en 1960 a la New Left Review. Tres años más tarde, Perry Anderson y nuevos jóvenes intelectuales de Oxford no tardan en tomar el poder para orientar la revista hacia un perfil más universitario y con el objetivo de presentar las investigaciones llevadas a cabo en el extranjero (Davies 1995). Esta revista se organiza en torno a una cuarentena de New Left clubs donde Hall y Davies juegan un papel importante. Contribuye a estructurar una red de conexiones entre los militantes de la Nueva izquierda y las instituciones de educación popular. En el seno del mundo universitario, los investigadores que estudian unos objetos poco reconocidos, elegidos en función de sus compromisos políticos, consiguen igualmente constituir unas redes de intercambio intelectual. Este será el rol de las revistas Past and Present o de la History Workshops (Brantlinger 1990). Los historiadores sociales valoran especialmente la oralidad y la herencia de las culturas no escritas en el trabajo del historiador.


Los heréticos y marginales del final de los años 1950 han sabido a la vez integrar el mundo político para procurarse unos medios de coordinación y dotarse de sólidas redes de aliados jugando sobre su posición intermedia entre el campo político y académico y creando una revista que contribuye a difundir unos nuevos autores y objetos de estudio. Sin olvidar el peso de las personalidades del mundo cultural, como Doris Lessing, que gravitan en entornos próximos a los padres fundadores. La ocupación de las periferias universitarias se hace rentable cuando, a lo largo de los años 1970, el desarrollo del sistema universitario británico se realiza a través de sus suburbios que constituyen la preservación de los santuarios académicos contra la democratización gracias a la creación de las Open University. Esta doble red política y universitaria se traduce en los años 1970 por la aparición de editores de izquierda et incluso de editores feministas.


El verdadero inicio de las cultural studies

El Center for Contemporary Cultural Studies (CCCS) nace en 1964 en la Universidad de Birmingham. La historia del centro ha sido un ejemplo de tensiones y de debates y tolo lo que ha sido publicado en sus working papers no merece pasar a la posteridad. Momificar quince años de investigación en una decena de autores y de libros canonizados sería olvidar el desorden, la pasión y la efervescencia creadora que caracterizan los "estados nacientes". La inteligencia emprendedora de los directores sucesivos del centro ha consistido en saber hacer colaborar en unos programas compartidos unos investigadores cuyas preocupaciones y referencias eran diferentes. Del marxismo althuseriano hasta la semiología, los miembros del centro han compartido una atracción común por lo que el establishment universitario llamaba entonces un "vanguardismo pintoresco". Esta atención prestada a la renovación de los instrumentos del pensamiento crítico no ha caído nunca en la ortodoxia. El centro ha sido un caldo de cultivo formado por importaciones teóricas y bricolajes innovadores sobre objetos considerados hasta entonces como indignos de un trabajo académico. Este centro de investigación constituye una combinación original de compromiso social y de ambición intelectual que ha producido durante más de una década una cantidad considerable de trabajos.



El invento de las 'cultural studies'

La puesta en marcha del CCCS se hace lentamente. Formulado por Hoggart en una conferencia de 1964, el proyecto del centro es claro. Se reclama explícitamente de la herencia de Leavis. Quiere utilizar los métodos e instrumentos de la crítica textual y literaria, desplazando la aplicación de las obras clásicas y legítimas hacia las producciones de la cultura de masas y el universo de las prácticas populares. Pero, incluso vinculado a la universidad, el centro está marcado en sus inicios por la marginalidad institucional vivida por la generación de los padres fundadores. Los recursos financieros del equipo son tan limitados que Hoggart debe solicitar el patrocinio de la editorial Penguin para realizar algunas inversiones y contratar a Stuart Hall que será su sucesor a partir de 1968.

El reto es también conseguir el reconocimiento de los componentes próximos a la Universidad. Los sociólogos desconfían de estos nuevos compañeros que practican la caza furtiva sobre su territorio. Los especialistas de estudios literarios desconfían igualmente de los enfoques que parecen descarriar su saber sobre unos objetos subalternos. El primer desafío al que se enfrenta Hoggart es de legitimar académicamente una carrera original dedicada a la cultura y de convencer los compañeros dubitativos. Una de estas tácticas ha consistido en integrar en los tribunales del departamento de las cultural studies unos compañeros más tradicionalistas, incluso los que gozaban de una fama de exigentes, con el fin de atestiguar ante la profesión de la seriedad de su formación. Por lo tanto, conviene situar el despegue científico del centro en la víspera de los años 1970, una vez sobrepasado el obstáculo de su incorporación en la Universidad y de la formación de las primeras promociones. Constituyen la segunda generación de las cultural studies que constan de: Charlotte Brunsdon, Phil Cohen, Cas Critcher, Somin Frith, Paul Gilroy, Dick Hebdige, Dorothy Hobson, Tony Jefferson, Andrew Lowe, Angela McRobbie, David Morley o Paul Willis. La visibilidad científica creciente del CCCS debe, especialmente, a la circulación a partir de 1972 de working papers. Una parte de estos textos será posteriormente reunida en libros que condensan lo mejor de la producción del equipo.

La investigación en el CCCS se fundamenta inicialmente en los trabajos de Hoggart y la sensibilidad reflexiva ante todas las vivencias de la vida cotidiana de la clase obrera. Lo ha explorado de manera original y profunda gracias a la auto-etnografía (Passeron 1999). Pero, uno de los rasgos del trabajo de Hoggart consiste en hablar de un mundo que se erosiona. Aborda una secuencia decisiva de dichas mutaciones en el mismo momento en el cual elabora su descripción y teorización. En un texto publicado menos de cinco años después de la edición de La cultura del pobre, subraya hasta qué punto estas descripciones pueden ser desusadas por el incremento de la movilidad espacial, del bienestar material creciente, del impacto inédito del coche y de la televisión sobre la sociabilidad obrera (Hoggart 1973).



El proyecto inicial de una etnografía comprensiva de la cultura de las clases populares supone, por lo tanto, volver una y otra vez al campo. En The Uses of Literacy trata de estudiar las nuevas formas de literacy, es decir de competencias escolares y culturales. Hoggart cuestiona los efectos del equipamiento en televisores y del alargamiento de la escolarización. Teoriza las capacidades de resistencia ante los mensajes de los medios de comunicación por la simple inercia que representa un estilo popular de "consumo indolente". Volver al mundo obrero es enfrentarse al impacto de las operaciones de renovación urbana del East End y al nacimiento de las nuevas ciudades de las que Phil Cohen muestra los efectos destructurantes sobre la sociabilidad popular. Rompe los espacios de convivencia (calles, pubs, jardines) y trastorna las relaciones de vecindario, de parentesco y de generación. Sin constituir un eje principal de las cultural studies, el urbanismo y la arquitectura, pensados como dispositivos organizativos de la sociabilidad y de la cristalización de las identidades colectivas, forman parte de sus objetos de estudio. Este interés no se desmiente como lo demuestran, veinte años más tarde, los dos textos dedicados en New Times (Hall y Jacques 1989) a las ciudades simbólicas del neoliberalismo thatcheriano como puede ser Basingstoke.

El retorno a las formas de la sociabilidad obrera nos conduce también a prestar cierta atención a una dimensión secundaria en la obra de Hoggart: las relaciones entre las generaciones, las formas identitarias y las subculturas específicas que crean los jóvenes de los barrios populares. Múltiples factores ponen esta cuestión en el orden del día. La transición hacia un urbanismo de grandes conjuntos debilita los mecanismos de control social que contribuían a la reproducción del grupo obrero. La escolarización prolongada de una parte de la juventud de las clases populares afecta a sus propios puntos de referencia culturales y redefine el espacio de lo posible en el cual pueden inscribir sus proyectos profesionales. Más globalmente, el mundo obrero se ve afectado por múltiples cambios que suscitan un debate sobre "el obrero de la abundancia" (Goldthorpe y Lockwood 1968). La crisis económica y la desindustrialización masiva de los años 1980 constituirán otro traumatismo social e identitario. Las subculturas jóvenes son uno de los campos en los cuales los investigadores del centro se han mostrado a la vez los más productivos, los más creativos y los más próximos a las dinámicas sociales (Hebdige 1979).


Si estos trabajos se caracterizan a veces por una relación de fascinación con sus objetos, dos elementos convierten su lectura en estimulante, aunque parezcan abordar unos temas que pertenecen al pasado. En primer lugar, su fuerza viene de la capacidad de estos textos a dar cuenta de unos verdaderos periodos de vida, nutridos por la observación y la preocupación por el detalle, que no caen nunca en el exotismo social (Willis 1978). Esta calidad es visible en los estudios de Hebdige sobre la vida cotidiana de los punks o mods (1979), sobre el valor simbólico que confieren al scooter italiano (1988) o en la atención minuciosa que Corrigan dedica a describir y comprender lo que puede ser la ociosidad ordinaria de unos adolescentes condenados a permanecer en su barrio sin hacer nada (Hall y Jefferson 1993). El interés de estos análisis estriba en su densidad teórica. Numerosos textos se fijan en la manera según la cual las autoridades intervienen en las subculturas para estigmatizar unos componentes y sus autores. El carácter desviante no releva de sus componentes objetivos (pelo largo, piercing), sino de la acción de las instituciones (iglesias, medios de comunicación, legislador) que consideran como indeseables. El pánico moral que, en la mitad de los años 1960, transforma las luchas entre los mods y los rockers del Kent en síntomas de una crisis de la juventud y de la autoridad (Cohen 1972). El análisis de las subculturas pretende, por lo tanto, comprender lo que está en juego políticamente. ¿Se trata de resistir a través de unos rituales? ¿Conviene darles un valor subversivo? ¿Es cuestión de sugerir más modestamente que contiene una crítica latente de los valores instituidos? ¿Solo se trata de recreaciones sin consecuencias autorizadas por el capitalismo fuera del tiempo escolar y profesional?


Expansión y coherencia de las problemáticas

La reflexión sobre la cultura en la vida cotidiana se extiende según la lógica de los círculos concéntricos. La primera extensión de las investigaciones aborda la relación que mantienen los jóvenes de las categorías populares con la institución escolar. En un enfoque etnográfico de una gran riqueza, Paul Willis (1977) aclara la tensión en el seno de la escuela popular entre el comportamiento rebelde de los "tíos" y el de los "pelotas" marcado por diversas formas de sumisión y de buena voluntad hacia el sistema educativo. El subtitulo del libro (Cómo los hijos de la clase obrera encuentran empleos de obreros) resume los impasses de esta resistencia. Expresando en la escuela un estilo rebelde, una masculinidad agresiva, un rechazo del compromiso con los valores intelectuales y la docilidad requerida por la institución, los "tíos" resisten ante estos intentos socializadores y reivindican unos valores obreros. Simultáneamente, hacen vislumbrar el destino más probable cerrando las puertas ante una posible movilidad social ofrecida por la escuela.

El interés manifestado a propósito de las prácticas culturales, definidas independientemente de su prestigio social, conduce los investigadores del centro a tomar en consideración la diversidad de los productos culturales consumidos por las clases populares. Birmingham será uno de los primeros equipos en movilizar las ciencias sociales sobre unos bienes tan profanos como la publicidad o la música rock (Frith 1983). Poco a poco, la atención se centra en los medios de comunicación audiovisuales y sus informativos así como en los programas de diversión. En "Codificación-descodificación", Hall elabora un marco teórico que subraya que el funcionamiento de un medio de comunicación puede limitarse a una transmisión mecánica (emisión-recepción), aunque suponga una puesta en forma del material discursivo (discurso, imagen, sonido), en la cual influyen los datos técnicos así como las coacciones de producción y los modelos cognitivos. En aquel momento, este marco analítico implica tomar en consideración todas las situaciones de desfase y de malentendido entre los códigos culturales, las gramáticas mediáticas que presiden a la producción del mensaje, por una parte, y las referencias culturales de los receptores, por otra parte. Esta visión cuestiona las rutinas de la sociología empírico-funcionalista de los medios de comunicación, poco interesada por las condiciones de producción de los mensajes. La noción de descodificación invita a tomar en serio el hecho que los receptores tienen estatus y culturas determinados y que ver y oír un mismo programa no implica una misma interpretación y comprensión.



Este movimiento de extensión conoce dos círculos adicionales cuyas consecuencias a largo plazo serán esenciales. La primera conduce a la cuestión del género. Este esquema interpretativo estructura el libro Women Take Issue (Women's Studies Group/CCCS 1978). La utilización del género permite realizar trabajos empíricos que ponen de manifiesto las diferencias de consumo y de valoración entre los hombres y las mujeres en materia de televisión y de bienes culturales. Viene también de la sensibilidad feminista de los investigadores: Charlotte Brunsdon y Dorothy Hobson. Observan que los personajes y comportamientos analizados por la literatura sobre las subculturas son casi siempre masculinos, lo que supone preguntarse sobre una forma de connivencia machista en algunas descripciones de la cultura obrera. La segunda, presente en los trabajos iniciales por Hebdige, se centra en la otra alteridad simbolizada por las comunidades inmigrantes y la cuestión del racismo que toma un lugar preponderante en The Empire Back (CCCS 1982). La presencia de importantes comunidades de inmigrantes y las reacciones de atracción y de rechazo que suscitan despiertan el interés ante estas variables. Esta sensibilidad es debida también a la presencia de inmigrantes o de hijos de inmigrantes entre los investigadores del centro, empezando por Stuart Hall o Paul Golroy.

Si Birmingham representa el motor de las , el auge de estas perspectivas no se limita a dicha universidad. Williams, contratado por la Universidad de Cambridge, primero como profesor de inglés y posteriormente como catedrático de dramaturgia, desarrolla sus investigaciones. La contribución del componente histórico de las cultural studies ilustra la coherencia de las problemáticas que conciernen tanto el pasado como el presente. Thompson saca provecho de la creación de una nueva universidad en Warwick para integrarla en 1964. Crea un centro de investigación especializado en historia social. Tras la publicación de su libro de referencia sobre la formación de la clase obrera británica (1963), desarrolla un programa de investigación sobre el universo de las costumbres y de las culturas populares inglesas desde el siglo XVIII. Si pueden fijarse en los comportamientos folklóricos como las cencerradas, estas contribuciones desean sobre todo comprender de qué manera las potencialidades contradictorias de la cultura popular, hechas de deferencia ante la autoridad y de espíritu rebelde, de anclaje en la tradición y de una dimensión picaresca de búsqueda del movimiento, interactúan con los poderes sociales. Es cuestión de pensar la "economía moral" del mundo popular, que considera la tierra y sus productos como elementos que sirven para atender a las necesidades de la comunidad lugareña ante el auge de la economía monetarizada, de comprender las fricciones entre las representaciones tradicionales de la sociabilidad y las exigencias de una disciplina de producción en la industria naciente. Uno de los mejores resultados de este enfoque es Whigs and Hunters (1975) donde Thompson intenta elucidar la implacable dureza de la ley de 1723 que reprime la caza furtiva. La movilización de los archivos judiciales da vida a un mundo de los cazadores furtivos, de los recogedores, de los guardias forestales y de las grandes aristócratas cazadores. Muestra de qué manera la caza furtiva, el sabotaje de las pisciculturas de los ricos y los robos de madera pueden interpretarse como un registro de protesta y un modo de acción popular. Opone en actos la representación del bosque como un bien sobre el cual cualquier miembro de la comunidad dispone de modestos derechos, a su privatización por una evolución jurídica que no reconoce los derechos exclusivos del propietario.


En todos los casos se trata de estudiar lo social desde abajo y de observar la vida cotidiana de las clases populares. Las cultural studies nacen de un rechazo del legitimismo y de las jerarquías académicas. Se fijan en la banalidad aparente de la publicidad, de los programas de distracción y de las modas en el vestir. El estudio del mundo popular se centra menos en las figuras heroicas de los dirigentes como en la sociabilidad cotidiana de los grupos, el detalle de los decorados, de las prácticas y de las costumbres. Esta apuesta implica privilegiar unos métodos de investigación capaces de dar cuenta, de la manera más precisa, de las vidas ordinarias: etnografía, historia oral, búsqueda de escritos que dejan vislumbrar lo popular (archivos judiciales, industriales, parroquiales) y no solamente la gesta de los poderosos. Por último, estos trabajos relevan de un análisis "ideológico" o externo de la cultura. No intentan simplemente cartografiar unas culturas, comprender su coherencia, mostrar la manera según la cual la frecuentación de los bares, de los partidos de futbol o de las ferias pueden constituir un conjunto de prácticas coherentes. Las actividades culturales de las clases populares están analizadas para cuestionar "las funciones que asumen con respecto a la dominación social" (Grigtnon y Passeron 1989: 29). Si la cultura se encuentra en el centro de esta perspectiva, constituye el punto de partida de un cuestionamiento sobre lo que está en juego ideológicamente y políticamente. ¿De qué manera las clases populares se dotan de sistemas de valores y de universos de sentido? ¿Cómo se articulan en las identidades colectivas de los grupos dominados las dimensiones de la resistencia y de una aceptación de la subordinación?


La circulación de la teoría

En la medida en que la cultura es pensada desde una problemática del poder, un conjunto de adaptaciones teóricas y conceptuales se imponen. Cuatro de ellas merecen una atención específica.

1. La noción de ideología forma parte del legado marxista del que se inspiran la mayoría de los investigadores que se reclaman de esta corriente. Pensar los contenidos ideológicos de una cultura consiste en considerar, en un contexto determinado: ¿en qué medida los sistemas de valores y las representaciones que recelan estimulan los procesos de resistencia o de aceptación del status quo? ¿cuáles son los discursos y símbolos que propician la toma de conciencia de los grupos populares sobre su identidad y su fuerza o aquellos que participan en el registro alienante de la aceptación de las ideas dominantes?


2. La referencia a la ideología conduce a la temática de la hegemonía formulada por el teórico marxista italiano Antonio Gramsci en los años 1930. Si adhiere a la idea según la cual "las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante", Gramsci cuestiona también las mediaciones a través las cuales esta autoridad y esta jerarquía funcionan. Integra el papel de las ideas y de las creencias como soportes de las alianzas entre los grupos sociales. La hegemonía es fundamentalmente una construcción del poder para el asentimiento de los dominados a los valores del orden social y la producción de una voluntad general consensual. Por lo cual, la noción gramsciana conduce a interesarse por los medios de comunicación. Ian Connell muestra de qué manera las rutinas del periodismo audiovisual conducen a poner de relieve el punto de vista patronal en la presentación del debate sobre la política salarial (Hall y otros 1980)
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3. El uso frecuente del término de resistencia hace referencia a un tercer concepto y cuestiona la especificidad del poder cultural que pueden ejercer las clases populares. La noción de resistencia sugiere más un espacio de debate que un sistema cerrado. Por un lado, lejos de ser unos consumidores pasivos y unos "idiotas culturales", las clases populares movilizan un repertorio de obstáculos para enfrentarse a la dominación. Se trata de un conflicto social así como de una indiferencia práctica ante el discurso del "consumo indolente". Pueden ser también unos efectos de la desrazón, de un mal espíritu, de la creación de micro-espacios de autonomía y de fiesta (Cohen y Taylor 1976). El problema subyacente a la noción de resistencia es el que plantea, en el ámbito de los movimientos sociales, la cuestión de las armas de los débiles (Neveu 2002). ¿Solo son armas débiles o atestiguan del potencial de acción autónoma? ¿Están condenadas a una postura puramente defensiva, a unos éxitos parciales y provisionales, sin poder invertir la relación de fuerzas? Hebdige expresa esta ambivalencia cuando observa que las subculturas no son "ni simple afirmación, ni rechazo, ni explotación comercial, ni revuelta autentica. Es cuestión a la vez de una declaración de independencia, de alteridad, de intención de cambio, de rechazo del anonimato y de un estatus subordinado. Es una insubordinación. Y se trata simultáneamente de la confirmación de la privación del poder, de una celebración de la impotencia" (Hebdige 1988: 35).


4. Se perfila en filigrana la problemática de la identidad. A medida que la dinámica de los trabajos se desarrolla se imponen unas nuevas variables como la generación, el género, la etnicidad o la sexualidad. Es un cuestionamiento sobre el modo de constitución de los colectivos y se presta una atención creciente a la manera según la cual los individuos estructuran subjetivamente su identidad.

Hebdige subraya en Hiding in the Light que: "muchos puntos de referencia críticos y teóricos que dan su orientación básica a este libro son franceses, mientras que algunos son italianos o alemanes. Muy pocos son identificables como británicos. He intentado huir de la tradición inglesa para encontrar mi propio camino" (Hebdige 1988: 11). Esta postura es la regla en aquel momento. Los primeros working papers son soportes de divulgación de autores continentales no traducidos en inglés. La atracción por las teorías continentales es una forma de reacción ante las orientaciones dominantes de las ciencias sociales anglosajonas, criticadas por Weight Mills en Estados Unidos (1958). A pesar de sus virtudes objetivadoras, la investigación administrativa o aplicada, basada en financiaciones contractuales o en el tratamiento cuantitativo de los datos, no es propicia para los enfoques cualitativos y para la elaboración de unos planteamientos críticos. En cuanto al funcionalismo, todo poderoso por aquel entonces, las enormes maquinarias teóricas de Talcott Parsons laminan los campos y disuelven las cuestiones del poder y de la dominación. La mayoría de los usos de esta teoría defienden un mundo en el que todo, empezando por la desigualdad, es funcional.

La búsqueda de instrumentos teóricos nuevos está igualmente vinculada a los retos a los que se enfrentan los investigadores. Las cultural studies proceden de un deslizamiento fundador que moviliza hacia la cultura profana los instrumentos teóricos provenientes de los estudios literarios. No obstante, si los modelos de análisis son fecundos para analizar Dickens, pueden aclarar unos textos menos canónicos. Su rentabilidad deviene menos dudosa cuando se trata de interesarse por los mods o los campos scouts. Por lo cual, hacer su mercado teórico en las investigaciones más criticas, que vengan de Europa continental o de los oponentes oficiales a la sociología americana, aparece como coherente. El dominio de la sociología es un buen ejemplo de ello. Si Hall se refiere a lectura critica de Weber, está claro que, identificado con el funcionalismo, esta disciplina no es el centro de inspiración principal del equipo. Esta distancia solo puede fortalecer la falta de interés de la Asociación británica de sociología por la cultura. Pero, el campo de las subculturas, la atención prestada a la desviación, la voluntad de observar de la manera más precisa posible las interacciones sociales en la vida cotidiana acaban despertando el interés del grupo por las contribuciones del interaccionismo simbólico y la apuesta etnográfica de la Escuela de Chicago. Becker (1963) constituye rápidamente un referente. La calidad de su observación de la calle convertirá igualmente al Street Corner Society de White en un punto de apoyo. Estas incursiones en los enfoques sociológicos que permiten estudiar las experiencias sociales se confunden con su interés por el método biográfico.


La noción de marxismo sociologizado da cuenta de las lógicas de importación conceptual del CCCS. Sugiere un itinerario que sociologiza la perspectiva de crítica literaria a través de un marxismo crítico. Se ha visto hasta qué punto la atención prestada a Althusser y a Gramsci respondía a una voluntad de prestar más atención al espesor y a la complejidad de las mediaciones e interacciones entre la cultura y el cambio social. El atractivo del estructuralismo y el lugar creciente ocupado por los medios de comunicación entre los objetos de estudio de las cultural studies explican, por último, la importancia considerable tomada por las importaciones francesas. Barthes será el principal y el primer beneficiario de este interés, pronto acompañado por autores como Christian Maretz o Julia Kristeva que participan entonces en la aventura semiológica en torno a las revistas Communications Tel Quel. Este momento vanguardista de la importación no debe hacernos olvidar los préstamos anteriores por parte de una comunidad cuya territorio inicial es el de la crítica literaria. Estas importaciones han suscitado importantes polémicas que se cristalizan al rededor de la muy althuseriana revista de análisis cinematográfico Screen (Robins 1979)
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Hipotecas y éxitos

Poner en perspectiva las aportaciones y las contribuciones del CCCS no impide poner de manifiesto sus carencias. Son visibles a través del bagaje sociológico limitado de numerosos investigadores del centro. Si Cohen y Hebdige se refieren a las aportaciones de la Escuela de Chicago, muchos investigadores provenientes de las humanidades no están familiarizados con la sociología, incluso de la cultura. Esta laguna representa un inconveniente a la hora de llevar a cabo un programa muy vinculado con la sociología de la cultura. Lo que está en juego no es una ortodoxia disciplinar sino los efectos prácticos del desconocimiento de los fundamentos de las ciencias sociales. El desafío epistemológico planteado por el estudio de las culturas populares lo ilustra. Ciertamente Hoggart o Thompson han prestado una atención minuciosa, respetuosa y comprensiva a las culturas dominadas, sin caer el la adhesión acrítica, pero todas los estudios de Birmingham no han escapado al miserabilismo y al populismo. Ciertos análisis de la dislocación de la identidad obrera sobrepujan a veces sobre la erosión simbólica y estatutaria del grupo. Si no ignoran la ambigüedad de las subculturas, los análisis de Hebdige sobre los mods no son exentos de una celebración de su objeto. Es precisamente hacia esa vertiente populista que se expresa la mayor atracción, especialmente en la concesión a veces generosa del label de resistencia ante prácticas que pueden también interpretarse como espacios de autonomía susceptibles de cuestionar las relaciones sociales. Subrayar estas tensiones plantea notables dificultades relacionadas con las contradicciones mismas de los objetos analizados.


Un punto de vista más construido permite pensar la creación cultural como un espacio de competencia y de interdependencia entre productores, lo que expresa la noción de campo. Al no recurrir a este concepto, se corre el riesgo de sobrevalorar la visión de una producción cultural que aparece como una respuesta explicita a las expectativas claras de las clases sociales y de los grupos de consumidores. Esta laguna particular puede estar vinculada al hecho de que las importaciones francesas apenas conciernen a la obra de Pierre Bourdieu. Esta ignorancia prolongada resulta parcialmente de la percepción británica de Bourdieu como un sociólogo de la educación, en detrimento de sus trabajos sobre la cultura y las clases populares. Nicholas Garnham y Raymond Williams han puesto el énfasis en el coste de este desconocimiento: "el valor potencial del trabajo de Bourdieu en este momento específico que atraviesan los medios de comunicación y los estudios culturales británicos estriba en el hecho que, en un movimiento de crítica, enfrenta y sobrepasa dialécticamente unas posiciones parciales y opuestas. Desarrolla una teoría de la ideología basada, a la vez, en una investigación histórica concreta y en el uso de las técnicas clásicas de la sociología empírica como el análisis estadístico de datos de las encuestas, especialmente del estructuralismo marxista y de las tendencias al formalismo que le están asociadas" (Garnham y Williams 1980: 210).

Más fundamentalmente, el pecado original de las cultural studies consiste en la escasa atención prestada a la historia y a la economía. La toma en consideración reflexiva de las herencias históricas y del largo plazo en lo cultural es evidente en Thompson y sensible en Williams. Para Thompson, no se trata tanto de un silencio sobre la historia como de los efectos del materialismo de Althusser, que no se interesa por las tensiones internas de una sociedad así como al tejido de las resistencias y al funcionamiento material de lo social. Por lo cual, el pensamiento histórico es considerado como "sin valor, no solamente científicamente sino también políticamente". El escaso interés prestado a las aportaciones de la economía constituye otra de las debilidades que hipotecan el proyecto de un materialismo cultural que integra la producción y la circulación de los bienes culturales. A pesar de no estar preparado a esta apertura por la formación recibida en las clases de Leavis durante los años 1930, Williams es uno de los únicos en intentar la integración de manera consecuente de la dimensión económica de la cultura y de los medios de comunicación. El lugar que toman las estadísticas económicas o la referencia a los trabajos de los economistas, tanto en Communications como en sus libros posteriores sobre la televisión lo indican bien.

Esta laguna es el objeto de enfrentamientos intelectuales esporádicos entre las cultural studies y una corriente de investigadores británicos, franceses e italianos que defiende la idea según la cual una perspectiva interdisciplinar de la cultura no puede hacer el impasse sobre su economía política. La creación en 1979 de Media, Culture and Society, primera revista británica dedicada a estos temas, permite abrir el debate. Lanzado por unos investigadores de Leicester y del Polytechnic of Central London, se opone a las demás corrientes de las cultural studies. Garnham subraya especialmente que el rechazo legítimo del reduccionismo económico no puede justificar el error contrario. La autonomización idealista del nivel ideológico conduce a pensar los bienes culturales como puros vectores de mensajes, descuidando la existencia y el funcionamiento de las industrias culturales, de un mundo social organizado por sus productores (Garnham 1983).


La dureza de la crítica de Garnham no pretende ni descalificar las cultural studies ni incitar a elegir un método binario que oscila entre la economía de los bienes culturales y el análisis de sus significados. Designa ante todo una serie de tensiones que afectan desde su inicio a las cultural studies. Estas contradicciones aparecen en la relación a Marx que mantienen los padres fundadores y la generación de Birmingham. La manera de solicitar Marx y sus intérpretes se fundamenta en una doble ocultación. Los textos del Marx historiador-sociólogo y del Marx economista son el objeto de un uso poco intensivo, mientras que el marxismo valorado por el CCCS se orienta hacia la filosofía y el análisis de las ideologías. Una tensión similar aparece entre el proyecto presentado y las disposiciones de buena parte de sus promotores. Detrás de la idea de un materialismo cultural se halla un enfrentamiento total con los hechos culturales. Esta oposición es total porque toma en consideración todas las culturas, piensa la cultura como un universo de sentido, como una realidad sometida a unos procesos de producción o de circulación y como una realidad capaz de ejercer unos efectos en las relaciones de fuerzas. No obstante, en una parte de la generación de Birmingham, este proyecto materialista es ante todo teórico y está vinculado a unos saberes provenientes de las tradiciones literarias y de la semiología así como de un marxismo teórico. Tiene una cierta disposición a textualizar incluso las culturas profanas, sin beneficiarse de esta forma de materialismo prosaico que aportaban a los padres fundadores su experiencia de una larga inmersión en la práctica de la formación permanente de adultos de las clases populares.

Poner de manifiesto los límites del centro de Birmingham no supone desvalorar su contribución. Sus aportaciones han sido de tres tipos.

1. La renovación de los objetos y de las interrogaciones. La cultura deja de ser el objeto de una devoción o de una erudición para ser analizada en su relación con el poder.

2. La combinación singular entre la investigación y el compromiso. La herencia del centro, es su aspecto más novedoso y duradero científicamente, no se explica a pesar del compromiso de sus promotores sino gracias a él. Dos generaciones de investigadores se han implicado en el trabajo intelectual movilizando múltiples formas de pasión, de rabia y de compromiso en contra del orden social que consideraban como injusto y que pretendían cambiar. El compromiso no es la condición necesaria y suficiente para una ciencia social de calidad, pero el centro ha encarnado uno de estos poco momentos de la vida intelectual donde el compromiso de los investigadores no se esteriliza en la ortodoxia, sino que se fundamenta en una fuerte sensibilidad acerca de los problemas sociales que limita el efecto de gueto del mundo académico. Concentrando en su sede central la mayor parte de la segunda generación de investigadores, el centro ha producido una cantidad considerable de trabajos. Los lógicas de competencia propias al mundo intelectual inducen unos efectos virtuosos que obligan los investigadores a gestionar sus rivalidades a través de unas reflexiones teóricas y de unos protocolos de investigación novedosos.



3. Su rechazo de los marcos disciplinares. Birmingham no ha hecho desaparecer las divisiones instituidas por las especialidades universitarias. Pero, el rechazo de las fronteras entre el análisis literario, la sociología de la desviación, la etnografía o el análisis de los medios de comunicación ha generado una fecunda interdisciplinariedad.

Por lo tanto, las cultural studies simbolizan una triple superación: 1) el del estructuralismo limitado a unos herméticos ejercicios de descodificación de los textos, 2) a través de Gramsci, el de las versiones mecanicistas de la ideología marxista y 3) el de la sociología funcionalista de los medios de comunicación norte-americana. En contra del mecanicismo del modelo estímulo-respuesta se dibuja una atención prestada a las repercusiones ideológicas de los medios de comunicación y a las respuestas dinámicas de las audiencias.



Conclusión

Si la reivindicación de la mirada cultural podía ser todavía la exclusividad de una visión crítica de la sociedad durante el periodo de oro de las cultural studies, no sucede lo mismo en este inicio del siglo XXI. La atención prestada a la dimensión cultural del proceso de integración mundial y de los fenómenos de disociación que constituyen lo contrario, es el hecho de actores tan diversos que el significado de la cultura como instrumento del pensamiento libre, como técnica de defensa contra todas las formas de presión y de abuso del poder simbólico, se convierte en secundaria. Se ha impuesto poco a poco la noción de cultura instrumental, funcional con respecto a la necesidad de regulación social del nuevo orden mundial como consecuencia de los nuevos imperativos de la gestión simbólica de los ciudadanos y de los consumidores por los Estados y por las grandes empresas. Este enfrentamiento permanente del sentido convierte a cualquier enfoque de la cultura, de las culturas y de su diversidad en profundamente ambiguo. Pasando de la UNESCO a la Organización Mundial del Comercio (OMC), los debates sobre la cultura y la legitimidad de las políticas culturales se han orientado hacia los servicios. La cuestión del estatus de las mercancías culturales entra en el ámbito de la geopolítica y de la geoeconomía. En este trayecto, la noción de diversidad cultural se ha transformado en una pluralidad de productos y de servicios en un mercado mundial competitivo, técnicamente capaz de producir cierta diversidad.

Las redes e industrias de la cultura y de la comunicación están en el principio de nuevas formas de construcción de la hegemonía. Es la razón por la cual los conflictos en torno a la excepción cultural, del derecho de autor o de la gobernanza del ciberespacio han adquirido semejante importancia estratégica. Esta nueva centralidad de la cultura está ratificada por la noción de soft power, ya que cualquier forma de poder no recurre a la fuerza y participa en la capacidad que tiene la potencia dominante de fijar el orden del día, de tal modo que moldea las preferencias de los demás países. Inconcebible sin la potencia creciente del arma cultural, informativa y lingüística, el soft power se ve asignado la tarea de cultivar el deseo de un orden planetario estructurado según los valores de la global democratic marketplace. El control de las nuevas redes permite rentabilizar las inversiones en materia de representaciones del mundo. Se han extendido a través de todo el mundo, alfabetizando los consumidores y socializándolos a un modo de vida global. Que la difusión constante de estos valores orientados haya generado unos antídotos, unas respuestas y unas aculturaciones contradictorias no quita nada a la instauración de una mentalidad colectiva, de un horizonte de expectativas y de unas frustraciones crecientes.

En el lado opuesto, las luchas sociales y políticas inauguradas por los movimientos antiglobalización han puesto también la cultura y la diversidad cultural en el centro de sus reivindicaciones. Como la cultura no es un producto como los demás, estos protagonistas a vocación planetaria pero anclados en un espacio sociohistórico determinado, exigen que sea considerada como un bien publico común, a la imagen de la educación, del medio ambiente, del agua o de la sanidad. Es significativo que tanto la cultura como la agricultura se hayan convertido en sectores altamente sensibles en el ciclo de negociaciones lanzado en 1999 en la OMC. Más allá de lo que está en juego económicamente, la soberanía o la seguridad alimenticia y la excepción o la diversidad cultural afectan directamente a la organización de las sociedades. En este sentido se consideran como unas luchas culturales. Abren unos espacios de reflexión y de intervención que habían sido apartadas por las concepciones economistas de la cultura y del cambio social. Las movilizaciones políticas contra la globalización neoliberal y los fracasos a los que se enfrenta esta última han afectado también a las condiciones de trabajo de los investigadores, sometiéndoles a nuevas interrogaciones y reabriendo la posibilidad de una articulación entre el trabajo intelectual y el compromiso social.





 

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 1978 Profane Culture. London, Routledge.

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 1978 Women Taken Issue. London, Hutchinson.





PREFACIO


Este libro tiene un título un tanto tosco, pero que cumple su cometido. Formación, porque es el estudio de un proceso activo, que debe tanto a la acción como al condicionamiento. La clase obrera no surgió como el sol, a una hora determinada. Estuvo presente en su propia formación. Clase, en lugar de clases, por razones cuyo examen es uno de los objetivos del libro. Existe, por supuesto, una diferencia. «Clases trabajadoras» es un término descriptivo, que elude tanto como define. Pone en el mismo saco de manera imprecisa un conjunto de fenómenos distintos. Aquí había sastres y allí tejedores, y juntos componían las clases trabajadoras.
Por clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de
sucesos dispares y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima de la experiencia, como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico. No veo la clase como una
«estructura», ni siquiera como una «categoría», sino como algo que tiene
lugar de hecho (y se puede demostrar que ha ocurrido) en las relaciones humanas.
Todavía más, la noción de clase entraña la noción de relación histórica. Como cualquier otra relación, es un proceso fluido que elude
el análisis si intentamos detenerlo en seco en un determinado momento y analizar su estructura. Ni el entramado sociológico mejor engarzado puede darnos una muestra pura de la clase, del mismo modo que
no nos puede dar una de la deferencia o del amor. La relación debe estar siempre encarnada en gente real y en un contexto real. Además, no
podemos tener dos clases distintas, cada una con una existencia independiente, y luego ponerlas en relación la una con la otra. No podemos
tener amor sin amantes, ni deferencia sin squires ni braceros.

Y la clase
cobra existencia cuando algunos hombres, de resultas de sus experiencias comunes (heredadas o compartidas), sienten y articulan la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos (y habitualmente opuestos a) los suyos. La experiencia de clase está ampliamente determinada por las relaciones de producción en las que los hombres nacen, o en las que entran de manera involuntaria. La conciencia de clase es la forma en que se expresan estas experiencias en términos culturales: encarnadas en tradiciones, sistemas de valores, ideas y formas institucionales. Si bien la experiencia aparece como algo determinado, la conciencia de clase no lo está. Podemos ver una cierta lógica en las respuestas de grupos laborales similares que tienen experiencias similares, pero no podemos formular ninguna ley. La conciencia de clase surge del mismo modo en distintos momentos y lugares, pero nunca surge exactamente de la misma forma. Hoy en día, existe la tentación, siempre presente, de suponer que la clase es una cosa. Este no fue el sentido que Marx le dio en sus propios escritos de tipo histórico, aunque el error vicia muchos de los recientes escritos «marxistas». Se supone que «ella», la clase obrera', tiene una existencia real, que se puede definir de una forma casi matemática: tantos hombres que se encuentran en una determinada relación con los medios de producción. Una vez asumido esto, es posible deducir qué conciencia de clase debería tener «ella» (pero raras veces tiene) si fuese debidamente consciente de su propia posición y de sus intereses reales. Hay una superestructura cultural, a través de la cual este reconocimiento empieza a evolucionar de maneras ineficaces. Estos «atrasos» culturales y esas distorsiones son un fastidio, de modo que es fácil pasar desde esta a alguna teoría de la sustitución: el partido, la secta o el teórico que desvela la conciencia de clase, no tal y como es, sino rom o debería ser. Pero en el otro lado de la divisoria ideológica se comete diariamente un error parecido. En cierto sentido, es una simple impugnación. Puesto que la tosca noción de clase que se atribuye a Marx se puede criticar sin dificultad, se da por supuesto que cualquier idea de clase es una construcción teórica perjudicial que se impone a los hechos. Se niega que la clase haya existido alguna vez. De otro modo, y mediante una curiosa inversión, es posible pasar de una visión dinámica de la clase a otra estática. «Ella» —la clase obrera— existe, y se puede definir con cierta exactitud como componente de la estructura social. Sin embar­go, la conciencia de clase es una mala cosa inventada por intelectuales desplazados, puesto que cualquier cosa que perturbe la coexistencia armoniosa de grupos que representan diferentes «papeles sociales» (y que de ese modo retrasen el desarrollo económico) se debe lamentar como un «indicio de perturbación injustificado».



1 El problema reside en determinar cuál es la mejor forma de que a «ella» se la pueda condicionar para que acepte su papel social, y cuál es el mejor modo de «manejar y canalizar» sus quejas. Si recordamos que la clase es una relación, y no una cosa, no podemos pensar de este modo. «Ella» no existe, ni para tener un interés o una conciencia ideal, ni para yacer como paciente en la mesa de operaciones del ajustador. Ni podemos poner las cosas boca abajo como ha hecho un autor que (en un estudio sobre la clase, que manifiesta una preocupación obsesiva por la metodología hasta el punto de excluir del análisis cualquier situación de clase real en un contexto histórico real) nos informa de lo siguiente: Las clases se basan en las diferencias de poder legítimo asociado a ciertas posiciones, es decir, en la estructura de papeles sociales con respecto a sus expectativas de autoridad ... Un individuo se convierte en miembro de una clase cuando juega un papel social relevante desde el punto de vista de la autoridad … Pertenece a una clase porque ocupa una posición en una organización social; es decir, la pertenencia de clusc se deriva de la posesión de un papel social.

2 El problema es, por supuesto, cómo este individuo llegó a tener este «papel social», y cómo la organización social determinada (con sus derechos de propiedad y su estructura de autoridad) llegó a existir. Y estos son problemas históricos. Si detenemos la historia en un punto determinado, entonces no hay clases sino simplemente una multitud de individuos con una multitud de experiencias. Pero si observamos a esos hombres a lo largo de un período suficiente de cambio social, observaremos pautas en sus relaciones, sus ideas y sus instituciones. La clase la definen los hombres mientras viven su propia historia y, al fin y al cabo, esta es su única definición. 




1. Un ejemplo de ese enfoque, que abarca el período de este libro, se encuentra en la obra de un colega del profesor Talco» Parsons: N .J. Smelser, Social Change in the Industrial Revolution, 1959. 

2. R. Dahrendorf, Class and Class Conflict in Industrial Society. 1959, pp. 148-149.

Si he mostrado una comprensión insuficiente de las preocupaciones metodológicas de ciertos sociólogos, espero sin embargo que este libro sea considerado como una contribución a la comprensión de la clase. Porque estoy convencido de que no podemos comprender la clase a menos que la veamos como una formación social y cultural que surge de procesos que sólo pueden estudiarse mientras se resuelven por sí mismos a lo largo de un período histórico considerable. En los años que van entre 1780 y 1832, la mayor parte de la población trabajadora inglesa llegó a sentir una identidad de intereses común a ella misma y frente a sus gobernantes y patronos. Esta clase gobernante estaba muy dividida, y de hecho sólo ganó cohesión a lo largo de los mismos años porque se superaron ciertos antagonismos (o perdieron su importancia relativa) frente a una clase obrera insurgente. De modo que en 1832 la presencia de la clase obrera era el factor más significativo de la vida política británica. El libro está escrito del siguiente modo. En la Primera parte estudio las tradiciones populares con continuidad en el siglo xvm, que tuvieron influencia en la agitación jacobina de la década de 1790. En la Segunda parte paso de las influencias subjetivas a las objetivas: las experiencias de grupos de obreros durante la Revolución industrial, que en mi opinión tienen una significación especial. También intento hacer una estimación del carácter de la nueva disciplina del trabajo industrial, y la relación que la iglesia metodista puede tener con aquélla. En la Tercera parte, recojo la historia del radicalismo plebeyo y la llevo a través del ludismo hasta la época heroica del final de las guerras napoleónicas. Al final, trato algunos aspectos de teoría política y de la conciencia de clase en las décadas de 1820 y 1830. Esta obra es más un conjunto de estudios sobre temas relacionados, que una narración continuada. Al seleccionar estos temas he sido consciente, a veces, de que escribía contra la autoridad de ortodoxias predominantes. Está la ortodoxia fabiana, en la que se considera a la gran mayoría de la población obrera como víctimas pasivas del laissez faire, con la excepción de un puñado de organizadores clarividentes (señaladamente, Francis Place). Está la ortodoxia de los historiadores de la economía empírica, en la que se considera a los obreros como fuerza de trabajo, como inmigrantes o como datos de las series estadísticas. Está la ortodoxia del «Pilgrim’s Progress», según la cual el período está salteado por los pioneros-precursores del Welfare State, los progenitores de una Commonwealth socialista, o (más recientemente) los primeros ejemplares de las relaciones industriales racionales. Cada una de estas ortodoxias tiene cierta validez. Todas han añadido algo a nuestro conocimiento. Mi desacuerdo con la primera y la segunda se debe a que tienden a oscurecer la acción de los obreros, el grado en que contribuyeron con esfuerzos conscientes a hacer la historia. Mi desacuerdo con la tercera es que interpreta la historia bajo la luz de las preocupaciones posteriores y no como de hecho ocurrieron. Sólo se recuerda a los victoriosos (en el sentido de aquellos cuyas aspiraciones anticipaban la evolución subsiguiente).

 

Las vías muertas, las causas perdidas y los propios perdedores se olvidan. Trato de rescatar al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al «obsoleto» tejedor en telar manual, al artesano «utópico», e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott, de la enorme prepotencia de la posteridad. Es posible que sus oficios artesanales y sus tradiciones estuviesen muriendo. Es posible que su hostilidad hacia el nuevo industrialismo fuese retrógrada. Es posible que sus ideales comunitarios fuesen fantasías. Es posible que sus conspiraciones insurreccionales fuesen temerarias. Pero ellos vivieron en aquellos tiempos de agudos trastornos sociales, y nosotros no. Sus aspiraciones eran válidas en términos de su propia experiencia; y, si fueron víctimas de la historia, siguen, al condenarse sus propias vidas, siendo víctimas. Nuestro único criterio no debería ser si las acciones de un hombre están o no justificadas a la luz de la evolución posterior. Al fin y al cabo, nosotros mismos no estamos al final de la evolución social. En algunas de las causas perdidas de las gentes de la Revolución industrial podemos descubrir percepciones de males sociales que tenemos todavía que sanar. Además, la mayor parte del mundo está todavía hoy sufriendo problemas de industrialización y de formación de instituciones democráticas, análogas en muchas formas a nuestra propia experiencia durante la Revolución industrial. Todavía se podrían ganar, en Asia o en África, causas que se perdieron en Inglaterra. Finalmente una nota de disculpa para los lectores escoceses y galeses. He omitido estas historias, no por chauvinismo, sino por respeto. Precisamente porque la clase es una formación tanto cultural como económica, he sido cauteloso en cuanto a generalizar más allá de la experiencia inglesa. (He tomado en consideración a los irlandeses, no en Irlanda, sino como inmigrantes en Inglaterra.) La historia de Escocia, en particular, es tan terrible y atormentada como la nuestra. La agitación jacobina en Escocia fue más intensa y más heroica. Pero la historia escocesa es sensiblemente diferente. El calvinismo no era lo mismo que el metodismo, aunque es difícil decir cuál era peor a principios del siglo xix. En Inglaterra no teníamos un campesinado comparable a los emigrantes de las Highlands y la cultura popular era muy distinta. Es posible, al menos hasta la década de 1820, considerar como algo distinto las experiencias inglesa y escocesa, puesto que los vínculos de tipo sindical y político eran pasajeros e inmaduros.

 

Este libro se escribió en el Yorkshire, y a veces está ilustrado con fuentes del West Riding. Mis más efusivos agradecimientos son para la Universidad de Leeds y para el profesor S.G. Raybould por permitirme, hace algunos años, iniciar la investigación que ha dado lugar a este libro; y a los administradores de Leverhulme por la concesión de una beca de investigación que me ha permitido completar el trabajo. También he aprendido mucho de los que participaban en mis clases reducidas, con quienes he discutido muchos de los temas que aquí se tratan. También merecen mis agradecimientos los autores que me han permitido citar fuentes manuscritas y con derechos de autor; los agradecimientos particulares se encuentran al final de la primera edición del libro. Tengo que dar también las gracias a muchos otros. Christopher Hill, el profesor Asa Briggs y John Saville criticaron partes del libro cuando aún era un borrador, aunque no son responsables en modo alguno de mis opiniones. R.W. Harris mostró una gran paciencia editorial cuando el libro sobrepasó el límite de páginas de la colección para la que había sido encargado en un primer momento. Perry Anderson, Denis Butt, Richard Cobb, Henry Collins, Derrick Crossley, Tim Enright el doctor E.P. Hennock, Rex Russell, el doctor John Rex, el doctor E. Sigsworth y H .O .E. Swift me han ayudado en diferentes aspectos. Y también tengo que dar las gracias a Dorothy Thompson, historiadora con quien estoy relacionado por el accidente del matrimonio. He discutido cada uno de los capítulos con ella, y he estado en situación inmejorable para tomar prestadas no sólo sus ideas, sino material de sus cuadernos de notas. Su colaboración no se encuentra en este o aquel aspecto particular, sino en la forma en que se ha enfocado todo el problema. 
Halifax, agosto de 1963

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Desde los años 1960, los cultural studies han puesto en el orden del día toda una serie de cuestiones: ¿De qué manera el entorno social, la edad, el género o la identidad étnica afectan la relación que mantienen las personas con la cultura? ¿Cómo comprender la recepción de los programas televisados por los diferentes públicos? ¿Los estilos de vida de los jóvenes constituyen unas formas de resistencia? Desde entonces han renovado el debate tanto académico como social sobre las relaciones entre la cultura y la sociedad. Conceden a los medios de comunicación y a las vivencias de las clases populares una atención hasta entonces reservada a la cultura de los letrados. Rechazando las fronteras entre las disciplinas académicas, cuestionan lo que está en juego políticamente en la cultura. Este artículo propone analizar más precisamente los orígenes y los inicios de los estudios culturales, que se articulan alrededor de figuras, de centros y de universidades determinadas.




Comunicación y Estudios Culturales


 Los Cultural Studies o Estudios Culturales, se desarrollan en un contexto histórico que inicia a fines de los años cincuenta en Inglaterra, a partir de los trabajos de investigación de Richard HoggartEdward P. Thompson y Raymond Williams. Su consolidación institucional legará con la creación, en 1964, del Centre for Contemporary Cultural Studies (CCCS) / Centro Contemporáneo de Estudios Culturales (CCEC) en la Universidad de Birmingham, en que contó con la visión y el impulso de su primer Director Richard Hoggart, hasta que en 1973, cuando fue convocado como Director General de la UNESCO.

 

La obra del filósofo marxista italiano Antonio Gramsci, tuvo en el CCEC de los años setenta, ya bajo la dirección de Stuart Hall, una influencia más grande que en Francia en medios comparables, en el momento en que se buscada salir del predominio del enfoque "althusseriano” que caracterizaba a buena parte del movimiento "New Left" de la época.


 

Los aportes de Gramsci residen sobre todo en su concepción de la hegemonía como aquella capacidad que tiene un grupo social de ejercer la dirección intelectual y moral sobre la sociedad, su capacidad de construir en torno a su proyecto un nuevo sistema de alianzas sociales, un nuevo “bloque histórico”. Todas estas influencias serán objeto de una apropiación crítica y buscan constituir grupos de trabajo centrados en diferentes campos de las investigaciones (Etnografía, Media Studies, Teorías del Lenguaje y Subjetividad, Literatura y Sociedad, entre otros).


Stuart Hall rescata a Gramsci y lo traduce al inglés pero en el nuevo contexto de Birmingham. Esto no supone su lectura doctrinaria, literal o lineal, sino una antes bien, se trata de una estrategia retórica para aplicar la “mirada gramsciana” y su filosofía de la praxis como un método de análisis aplicado a reenmarcar los debates teórico-políticos de su tiempo y línea de pensamiento, entonces en formación:

 

Gramsci utilizó el término «hegemonía» para referirse al momento en el que la clase dirigente está lista no solo para coaccionar a una clase subordinada conforme a sus propios intereses, sino para ejercer una Subculturas, culturas y clase «hegemonía» o «autoridad social total» sobre las clases subordinadas. Esto implica el ejercicio de una clase especial de poder: el poder de formular alternativas y contener oportunidades, ganar y moldear el consentimiento, de tal manera que la garantía de legitimidad de la clase dominante no aparece solo de manera «espontánea», sino también natural y normalizada. (Hall y Jefferson, 2014, p. 98 y 99).

 

En este contexto histórico, este enfoque considera que la cultura no es una práctica, ni es simplemente la descripción de la suma de los hábitos y costumbres de una sociedad. Pasa a través de todas las prácticas sociales y es la suma de sus interrelaciones. Le atribuyen a la cultura un papel que no es meramente reflexivo ni residual respecto a las determinaciones de la esfera económica: una correcta sociología de las comunicaciones de masas debe por tanto tener por objeto explicar la dialéctica que se instaura entre el sistema social, la continuidad y las transformaciones del sistema cultural, el control social.

 

De esta manera, atribuyen al ámbito superestructural una especificidad y un valor constitutivo que van más allá de la oposición entre estructura y superestructura. El efecto ideológico general de la reproducción del sistema cultural operada a través de los mass media se evidencia mediante el análisis de las distintas determinaciones (internas y externas del sistema de la comunicación de masas) que vinculan o liberan los mensajes de los media en y a través de las prácticas productivas.

  

La originalidad del centro y de la problemática de los Cultural Studies de aquella época consiste en lograr constituir grupos de trabajo centrados en diferentes campos de las investigaciones (etnográficas, media studies, teorías del lenguaje y subjetividad, literatura y sociedad, por ejemplo) y vincular estos trabajos con las cuestiones suscitadas por los movimientos sociales, especialmente el feminismo (Mattelart, 1997, pp. 73-74).

 

Los Cultural Studies tienden a especializarse en dos aplicaciones distintas; por un lado los trabajos sobre la producción de los media en cuanto sistema complejo de prácticas determinantes para la elaboración de la cultura y de la imagen de la realidad social; por otro lado los estudios sobre el consumo de la comunicación de masas en cuanto lugar de negociación entre prácticas comunicativas extremadamente diferenciadas.
 

El objetivo de este Enfoque es definir el estudio de la cultura propia de la sociedad contemporánea como un terreno de análisis conceptualmente importante, pertinente y teóricamente fundado. En el concepto de cultura caben tanto los significados y los valores que surgen y se difunden entre las clases y grupos sociales, como las prácticas efectivamente realizadas a través de las que se expresan valores y significados y en las que están contenidos.

 

Respecto a dichas definiciones y formas de vida – entendidas como elaboraciones colectivas – los mass media desarrollan una función importante al actuar como elementos activos de estas elaboraciones. Al reafirmar la centralidad de los productos culturales colectivos como agentes de la continuidad social, enfatizan la naturaleza compleja y elástica, dinámica y activa, no puramente residual o mecánica de los medios.

 

 

Los desarrollos de Stuart Hall, Raymond Williams y Richard Hoggart constituyen sólido enfoque que permite explicar y generar, desde el punto de vista marxista, una explicación integral acerca de los medios de comunicación, el proceso comunicativo, la ideología, la cultura y subculturas en las sociedades industriales del siglo XX.

 

Referencias:

Hall, S. y Jefferson, T. (2014). Rituales de resistencia.

 Subculturas juveniles en la Gran Bretaña de

 postguerra. Madrid: Traficantes de Sueños.

Mattelart, A. y  M. (1997). Historia de las teorías de

 comunicación. Buenos Aires: Paidós. 



La cultura obrera en cuestión




Cultura obrera y cultura de masas

Mucha gente comentó cómo “pegaron” algunos spots del Frente de Izquierda en las elecciones primarias de este año por la afinidad que despertaron en sectores de trabajadores, en la juventud y en la población en general. Las razones pueden ser muchas pero sin dudas cualquier spot o propaganda funda su eficacia en la capacidad de interpelar sentidos, creencias, valores, es decir, el universo de aspectos que suele denominarse como “cultura”, en su acepción más amplia.

En uno de los spots puede verse a un joven trabajador de Coca Cola que camina por su barrio razonando su condición de precarizado; con un lenguaje llano y sentado en un cordón de la vereda el joven hace números de cuántos años de su trabajo le llevaría alcanzar lo que gana un diputado en 4 años de mandato: “¡133 años!”, concluye indignado. Otro spot muestra a un grupo de trabajadores fabriles que mira y comenta con desconfianza el mensaje de sus dirigentes sindicales que les anuncian en una asamblea la imposibilidad de ir por más (“muchachos, con el salario llegamos hasta acá”), al momento que un obrero de base pregunta irónicamente a su compañero si esos dirigentes, por su forma de hablar y vestir, no son acaso la misma patronal (“¡¿éste es el patrón?!”). Se podría pensar que en ambos casos los spots expresan sentimientos genuinos de miles de trabajadores cansados de su condición de precarios o que están indignados por la complicidad con la patronal que sostienen sus representantes, y que estas propagandas reflejan esos sentimientos de un modo bastante cercano al que cualquier trabajador puede encontrar en su cotidianeidad. Diríamos entonces que esos sentimientos pertenecen efectivamente a una clase: la clase obrera, con sus diferencias internas, sus matices idiosincráticos, su fragmentario modo de pensar al mundo y todo lo que queramos colocar como complejidad que evite simplificar su universo. Pero de lo que difícilmente podríamos dudar es de su carácter de clase.

¿Y qué podríamos decir del modo en que el candidato de la derecha porteña, Mauricio Macri, festejó sus buenos resultados electorales en la misma contienda? Al son de la cumbia “no me arrepiento de este amor” de la cantante tropical Gilda, Macri bailó frente a las cámaras de TV junto a sus candidatos pertenecientes en su mayoría a la clase alta. Claro que su modo de bailarlo difiere notablemente de aquellos que escuchan cumbia por tradición cultural, pero lo que aquí queremos remarcar es cómo una música típica de una clase social puede ser apropiada y reformulada por otra clase transformando su sentido: el “gesto cumbiero” de Macri es la forma mediante la cual las clases altas se re-elitizan, se muestran al público como humanas y capaces de practicar un baile de masas sin por ello perder sus ideas reaccionarias: el burgués que baila una cumbia incrementa su poder racial en la medida en que practica el baile del dominado, aunque jamás logre sentir el ritmo como un auténtico “negro cumbiero”. Como se sabe, la cumbia en Buenos Aires estuvo originalmente confinada y estigmatizada como ritmo de los pobres marginales, rasgo acentuado tras la emergencia de la “cumbia villera” con sus letras “tumberas” referidas al sexo, las drogas y el alcohol, cantadas en un lenguaje plagado de neologismos “trasgresores”. No obstante ello y con el paso del tiempo ambos géneros, al igual que el cuarteto cordobés, supieron hacer de la condición marginal un buen negocio y en la medida en que mercantilizaron sus ritmos y letras negociaron la “entrega” de una música de clase a sectores de clase alta, quedando la cumbia y el cuarteto como música de masas despojada del tinte clasista originario.

Estudios culturales

Con estas cuestiones estamos planteando parte de los temas que abordan los denominados “Estudios Culturales” (Cultural Studies), una perspectiva de análisis originada en Inglaterra a fines de la década del ‘50, donde se superponen varias disciplinas por entonces marginales (antropología, lingüística, estudios literarios, psicoanálisis).

Se consideran como referentes fundacionales a Richard Hoggart, Raymond Williams y E. P. Thompson, que si bien no comparten el mismo marco teórico (el marxismo en Williams y Thompson) sí  coinciden en su interés (y oficio) relacionado con la educación de adultos de la clase obrera inglesa, y es esa sensibilidad de clase la que los llevó de diferentes modos y en distintas épocas históricas a investigar la manera en que los obreros y obreras ingleses viven, trabajan, se organizan, luchan, hablan, discuten, se divierten, sufren y fundamentalmente leen, desde los primeros periódicos obreros hasta la llegada de los medios masivos de comunicación: televisión, radio, cine, novelas escritas o telenovelas, incluyendo fenómenos como la emergencia y metamorfosis de géneros musicales tradicionales y modernos. La cultura obrera en la sociedad de masas, de Richard Hoggart, editado en Inglaterra hacia 1957 y disponible hoy en castellano en las librerías, es en este sentido una obra fundacional con un plus que la torna especialmente interesante.

Hoggart no es un intelectual de clase media atraído por un objeto de estudio exótico para él; al contrario, Hoggart es un miembro nacido y criado en la clase obrera inglesa de los años ‘20-‘30, una clase que luego de la Segunda Guerra Mundial experimenta el cambio cultural hacia una sociedad de masas y sobre la cual se aplican políticas estatales de “bienestar”: becas de estudio para hijos de trabajadores, acceso a la universidad, estabilidad y perspectivas de crecimiento económico que fundamentalmente impactan en un abandono de las tradiciones culturales de aquella clase cuyos nuevas generaciones ahora comienzan a despegar –a través del consumo masivo– hacia la clase media (en este sentido, otro hijo de aquella época puede leerse en el reportaje al historiador Daniel James aparecido en el número 2 de Ideas de Izquierda).

Esa cercanía-lejanía de clase que practica Hoggart al escribir este libro (y lo hace cuando ya es un reconocido académico inglés), ese desclasamiento hacia arriba  que lo hace predecir (ingenuamente) la conformación de una gran clase media o una “sociedad sin clases” homogeneizada culturalmente, sumado a que escribe en primera persona combinando experiencias de vida del autor con observaciones etnográficas, le otorga un peculiar atractivo de lectura: “Escribo principalmente sobre la mayoría que toma las cosas tal como viene; sobre algunos dirigentes sindicales que, cuando se quejan de la falta de interés en su movimiento, se refieren a ‘la gran masa apática’; sobre lo que los compositores de canciones llaman, a modo de cumplido, ‘la gente del pueblo’; sobre lo que la clase trabajadora describe, con más sobriedad, como ‘el hombre de la calle’”[1].

El párrafo precedente es una suerte de declaración de principios del culturalismo: lo que importa no es la interpretación teoricista alejada del registro empírico –muy común en las ciencias sociales a la hora de dar cuenta del por qué determinados actores o clases hacen lo que hacen–, ni la construcción idealizada de una clase; lo que Hoggart intenta hacer es mostrar las actitudes tal cual se muestran ante él (modos de hablar, tonos de voz, formas de consumir, de entender las relaciones de género) y cómo esas actitudes son explotadas por los publicistas de masas para precisamente tornar a esa clase en un cliente fiel al que siempre se le brinda lo que pretende escuchar, comer o leer. El método de Hoggart  es obsesivamente descriptivo pero permite ingresar mejor a cuestiones complejas como por ejemplo la ambigua religiosidad de la clase obrera o su aparente aceptación del orden monárquico inglés: asistir a misa, votar al laborismo o leer revistas populares referidas a la realeza británica, ¿son prácticas autoevidentes o requieren un análisis más fino de cómo son resignificadas por los trabajadores?

El logro de Hoggart consiste en capturar cambios culturales especialmente en las actitudes de jóvenes generaciones y mostrar cómo a pesar del bombardeo modernizante del consumo y la publicidad persisten y se superponen viejas y nuevas tradiciones: por ejemplo la vieja tolerancia característica de la clase obrera se continúa luego bajo la (nueva) forma del concepto de libertad; el antiguo sentimiento de pertenencia a un grupo se prolonga en el igualitarismo democrático posterior, pero lo que destaca Hoggart en estos y otros casos es que el cambio cultural anticipa un futuro sombrío: la “libertad” en abstracto suele fundirse con el relativismo y el escepticismo (“todo vale, y todo vale lo mismo” o “tengo la libertad de no elegir”), el democratismo ingenuo puede convivir con nuevos prejuicios tales como la exigencia de practicar una “apertura mental” sin mayores precisiones, y en ambos casos la realidad muestra un cinismo que evita toda polémica frontal, o peor aún, la emergencia de actitudes evasivas y descomprometidas junto a la ausencia de parámetros que sirvan para ponderar un tipo de acción (“no importa lo que uno haga si uno lo hace de corazón”).

Otro aspecto destacable es la descripción de las fronteras de clase ilustrada como el “nosotros” de la clase obrera y el “ellos”, es decir, todos aquellos que no son considerados pares o miembros de clase: El mundo de “ellos” es el de los jefes, sean estos individuos del ámbito privado o, como suele ser el caso más corriente en la actualidad, los empleados públicos. “Ellos” pueden ser, según la ocasión, cualquier persona cuya clase social no sea la de los pocos individuos a los que la clase trabajadora reconoce como tales. Un médico que muestra dedicación por los pacientes no será uno de “ellos” en tanto médico; en cambio en tanto seres sociales, él y su esposa sí serán “ellos”. Un cura será uno de “ellos” o no según cómo se comporte (…) “Ellos” son los que están “en la cima”, los de “arriba”, los que reparten “ayudas sociales”, los que nos convocan para ir a la guerra[2].

Lo mismo ocurre con los trabajadores de bajo rango que buscan diferenciarse de su clase o cumplen funciones de protección de los de arriba: es el caso de los policías, por ejemplo. Se abre así un análisis de clase no tan determinado por la posición objetiva y sí más definido por las actitudes, funciones o comportamientos sociales.

Límites políticos del culturalismo

Hoggart reconoce un olvido importante en su libro: no le interesan los sectores que pugnan por evitar la domesticación consumista de la clase obrera y a los que nombra difusamente como “minoría con conciencia social”, es decir, todos aquellos que buscan cambiar la conciencia política de los explotados en vistas de su emancipación. Este es el flanco más débil de los estudios culturales al modo en que lo presenta Hoggart ya que como él mismo lo reconoce la clase obrera, para mantener su cohesión, su “nosotros”, también suele consolidarse como clase conservadora, con sus principios y valores inamovibles e impregnados de resignación, hostil al cambio y renuente en reconocerse con capacidad para autoorganizarse políticamente. Por eso Hoggart naufraga al autolimitarse a registrar las formas en que los hombres “comunican su sentido del mundo y sus valores” y nada más, lamentándose luego por la pasividad que el capitalismo inocula en los explotados. Es que en el mismo punto en que los estudios culturales plantan bandera y dejan la posta a lo que vendrá en los años ‘80 y ‘90 como moda intelectual (el multiculturalismo), se abre la puerta para el vuelco hacia un teoricismo apolítico refugiado en la supuesta fidelidad a lo que el observador (hoy abrumadoramente un intelectual de clase media) dice que es la cultura: las formas diversas y contingentes en que los individuos otorgan sentido a sus vidas. O la cumbia para todos y todas.



[1] Richard Hoggart, La cultura obrera en la sociedad de masas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013, p. 49.

[2] Ibídem, p.95.




Costumbres en común [1991]

por Teoría de la historia


Costumbres en común -editado en su original inglés en 1991- constituyó sin dudas por muchos años el libro más esperado de Edward Thompson. Y ello tanto por el interés de sus temas y los antecedentes del autor como por el evidente deseo de muchos de sus colegas de recuperar a un Thompson historiador, dedicado durante un largo período de su vida a la militancia en el movimiento pacifista y antinuclear e incluso inclinado hacia la literatura. Fue el último libro publicado durante su vida, al que siguió solamente el póstumo Witness against the Beast, sobre William Blake -por otra parte un título emblemático al que podrían reconocérsele connotaciones autobiográficas-. Difícilmente los lectores encuentren en Costumbres un «último Thompson» sustancial o al menos formalmente diverso de sus anteriores escritos. Vuelve aquí a estudiar una «cultura tradicional rebelde» de la plebe inglesa, que se desarrollaría en el marco de una «hegemonía cultural» de la gentry, con las herramientas conceptuales de un materialismo histórico y cultural según el cual «las ideas y los valores están situados en su contexto material, y las necesidades materiales están situadas en un contexto de normas y expectativas» 

(1). En suma, facetas de un tema ampliamente trabajado en diversos artículos, en parte publicados en español por Editorial Crítica bajo el titulo de Tradición, revuelta y consciencia de ciase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial. Barcelona, 1979. Escrito en un dilatado lapso de veinte años, en forma intermitente y en contextos variados, el libro se presenta como una colección de capítulos sobre temáticas estrechamente vinculadas con un argumento central. Desde la introducción, Thompson se preocupa por explicitar el hilo conductor de los diversos textos, avanzando la tesis de que la conciencia de la costumbre y los usos consuetudinarios de los trabajadores del siglo XVIII e inicios del XIX era especialmente fuerte. Discute entonces la noción de un éxito claro de las presiones ejercidas desde las capas altas de la sociedad para reformar la cultura popular a lo largo de todo el siglo XVIII, a la vez que afirma la empecinada resistencia de las tradiciones populares -algunas en rigor de reciente invención- y el creciente distanciamiento cultural entre patricios y plebeyos. Fiel a sus concepciones iniciales, no tiene inconvenientes en recalcar una vez más el carácter clasista de esa división, guardándose sin embargo de generalizaciones sobre el campo de la cultura. Se preocupa por situar la discusión sobre las culturas patricia y plebeya en contextos históricos particulares, recorriendo diversos temas en los cuales puede rastrear la función y modificación de los elementos constituyentes de la identidad social, recurriendo a un acervo documental notoriamente ampliado e integrando al análisis observaciones ocasionales pero precisas sobre fuentes icónicas. El estudio «Patricios y plebeyos» recoge pasajes de «Patrician society, plebeian culture» y de «La sociedad inglesa en el siglo XVIII: ¿lucha de clases sin clases?» publicados originalmente en 1974 y 1978. Está dedicado a analizar las relaciones entre una gentry primordial pero no únicamente definida por el acceso a la tierra y una multitud proteica cuyos actos tienen lugar siempre en contextos específicos definidos por el equilibrio local de fuerzas. Atento al despliegue temporalmente situado de los conflictos, Thompson insta empero a no pasar por alto los fuertes controles económicos de la unidad doméstica y la efectiva hegemonía de la gentry sobre la vida política por lo menos hasta 1790, posponiendo hasta Peterloo (1819) y los motines del Capitán Swing (1830-1833), la crisis del paternalismo ejercido sobre el amplio espectro social que abarcaba desde «los pobres» hasta la pequeña gentry y los profesionales. Destaca además dos aspectos que reafirman la relativa autonomía cultural de la plebe del XVIII los cuales serían la progresiva decadencia del dominio «mágico» de la Iglesia y sus rituales y la datación -aún incierta- de un tradeunionismo pleno hacia el 1700. La polarización de intereses antagónicos y su correspondencia dialéctica en la cultura se estudia en el ámbito de una reciprocidad gentry-multitud en la cual cada parte es, hasta cierto punto, prisionera de la contraria en una contienda simbólica. De manera evidente, «Patricios y plebeyos» es un capítulo programático en el que surgen no sólo todos los aciertos de Thompson en el análisis de los conflictos socio-culturales ingleses del siglo XVIII , sino también sus limitaciones al excluir explícitamente elementos como el comercio y la manufactura o la construcción del imperio ultramarino 

(2). El siguiente trabajo es «Costumbre, ley y derecho comunal», y en él analiza las formas comunales como concepto alternativo de posesión, transmitidas en la costumbre como las «propiedades de los pobres». Confronta permanentemente lo consuetudinario, la «costumbre» -clarificada desde el concepto de habitus de Pierre Bourdieu como un entorno vivido-, el derecho comunal y la Common Low. Entre prácticas agrarias y poder político identifica un «área de fricción» en la que se encuentra la costumbre como escenario del conflicto de clases. «La economía ‘moral’ de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII» se transcribe sin alteraciones con respecto a su versión original de 1971 y va seguido de un capítulo denominado «La economía moral revisitada» (que bien podría llamarse «La economía moral confirmada»). Allí Thompson despliega sus más brillantes dotes de polemista -como ya lo observara José Sazbón en el número citado de El Cielo por Asalto- dedicándose en particular a clarificar el papel de las mujeres en la producción, el mercado y los motines, y a discutir una definición de la «economía moral» que se ocuparía de la forma en que se negocian las relaciones entre las clases en contextos en los cuales la hegemonía no se impone ni discute. Viene a continuación otro artículo publicado sin cambios: «Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial» de 1967, incluido como «La economía moral de la multitud» en el ya aludido Tradición, revuelta y consciencia de clase, en tanto que cierran el libro dos estudios sobre rituales elaborados y multiformes: «La venta de esposas» y «La cencerrada» el último de los cuales recoge partes de «Rough music. Le charivari anglais» de 1972. Estos dos últimos capítulos le permiten analizar los modos de autocontrol social y moral de clase a partir de las ceremonias y rituales. Conservadora en muchas de sus formas, la cultura plebeya se muestra igualmente en estos textos como otra cultura distinta de la normada por la Iglesia o la autoridad civil, que fácilmente puede transitar hacia el conflicto abierto en las calles, posadas y mercados o ser materia de los tribunales oficiales. «La venta de esposas» da cuenta de lo que se ha dado en llamar una tradición inventada que, usando los simbolismos del mercado, oficia en cierto modo de mecanismo extremo de divorcio popular, en tanto que «La cencerrada» se dedica a un ritual ampliamente abordado por loslib-costumbres-en-comun- historiadores de la cultura popular -especialmente para el caso francés-. Además de la ya apuntada cualidad de Thompson para demoler sin eufemismos a sus adversarios -notoriamente, S. P. Menefee en el primer caso y Claude Lévi-Strauss en el siguiente-, destaca aquí un magnífico trabajo en longue durée: los ejemplos aducidos en la interpretación abarcan desde mediados del siglo XVI hasta las décadas de 1920-30 sin que falten las observaciones sobre las profundas modificaciones en la función y características de las prácticas. Por otro lado, se deja ver como una profunda falencia la carencia de una visión teóricamente sólida de las relaciones entre los sexos. Aun cuando Thompson pueda ironizar fácilmente sobre las anteojeras de ciertas versiones feministas y no reduzca los contenidos culturales de lo sexual, se evidencia que no dispone de una visión clara de las funciones ligadas al sexo, lo que lo lleva a diluir toda diferencia en la síntesis de la clase. Adicionalmente, no quedan claros los contenidos que el autor le da a términos como «patriarcal» o «patriarcado», habida cuenta de sus usos divergentes en «Patricios y plebeyos» y «La venta de esposas». En los nuevos artículos y en aquellos reelaborados se denota una sutil diferencia con respecto a otros trabajos del mismo autor: un tenue esfuerzo por validar su argumentación con referencias teóricas. Entre éstas pueden mencionarse la ya aludida inclusión de Bourdieu -mejor comprensible si recordamos su rescate en Miseria de la teoría 

(3)-, el intento de cotejar su propia visión de los carriles por los que se construye la identidad social con la visión gramsciana de los Cuadernos de la cárcel, un acotado y preciso uso de Marx y, principalmente, una reveladora aceptación de la crílica de Carlo Ginzburg a «mi empirismo amorfo y mi obsesión por las funciones manifiestas» de Rough music que lo lleva a admitir una vinculación entre formas y funciones en la mediación de los ritos. El acercamiento de posiciones y un intercambio sincero no fueron extraños a un Thompson muchas veces presentado como un mero francotirador intransigente 

(4). Pero las alusiones a otros marcos analíticos no deberían obnubilarnos: nuestro autor constituye en sí mismo un universo teórico autocentrado y referible únicamente a la tradición intelectual que buscaba defender en Miseria de la teoría. Retoma en Costumbres en común algunos de los conceptos que dieron amplia repercusión a su obra, como ser los de «campo de fuerzas» social, hegemonía, reciprocidad y -siempre latente- experiencia 

(5). Pero la articulación conceptual más relevante es aquí la de costumbre y cultura. El término costumbre es permanentemente contextuado, aún cuando desde el inicio se destaca que durante siglos se usó para expresar una parte de lo que ahora se definiría como cultura en el sentido de componamiento, hábito, ambiente y mentalité. En la base del concepto de costumbre que Thompson utiliza se encuentra la noción de una experiencia y un aprendizaje compartidos en el seno de la clase, a partir de usos, ceremonias y símbolos que la vinculan y diferencian en el campo social. La costumbre, luego, es también una retórica de legitimación de las prácticas y derechos de la clase en constante flujo. La concepción de un dinamismo histórico empíricamente constatable lo lleva a impugnar la utilidad de un concepto de cultura como «sistema de significados, actitudes y valores compartidos y las formas simbólicas (representaciones, artefactos) en las cuales cobran cuerpo» -en la ya famosa definición de Peter Burke- por sugerir una visión demasiado consensual y estática, prefiriendo otorgarle al término un sesgo centrado en el conflicto, las fracturas y las oposiciones dentro del conjunto. La costumbre estaría entonces revistiendo, caracterizando y vehiculizando culturas definidas por un posicionamiento y una contradicción de clase. Quizás para Thompson toda alusión a un «sistema» tenía una inaceptable connotación estructuralista, pero no puede negarse que la noción de la cultura como un campo de conflictos horizontales y verticales en el cual se dirimen la autoridad simbólica y la hegemonía cultural tiene evidentes ventajas hermenéuticas y expositivas, que el autor sabe explotar. El resultado general es una prueba más de una historia dinámica que enlaza lo cultural, lo social y lo económico sin distinción de «niveles» o «estructuras», en un esquema interpretativo, comprensivo y relacional. Más allá de su amplia erudición, de sus referencias teóricas y del ingente trabajo de archivo que presupone, Costumbres en común muestra entre los pliegues de la profesión a un Thompson intelectual. No mero historiador, sino humanista convencido y comprometido con la acción en beneficio del futuro: una 61vB5P9MxrL._SY300_acción que se hace en el presente y en el pasado. Por eso la reiteración de una visión posicionada, sin desconocer manifestaciones populares como el partidismo, el entusiasmo patriótico, la xenofobia o el fanatismo religioso, prefiere estudiar las prácticas en las que se denote la volatilidad de la multitud, los motines, protestas, conflictos y divergencias. Bucear en esos espacios significó para Thompson un rescate de las necesidades, expectativas y códigos de una «naturaleza humana precapitalista», que explícitamente ensambló con el imperativo de proponer una nueva clase de «conciencia consuetudinaria» en oposición al poder de los Estados capitalistas y comunistas. De hecho, Thompson nunca aceptó la posición esquizofrénica de reconocerse por separado historiador y socialista, dividiendo competencias en distintos órdenes de la vida. La negación de la profesión entendida como coto cerrado de los especialistas en cosas muertas era congruente con su frecuente alejamiento de cátedras y archivos. En un juego de distanciamientos y acercamientos, mantenía en una tensión dialéctica su relación con sus colegas y su vinculación con el mismo pasado. Si Costumbres en común representa algo así como la reafirmación del legado historiográfico de E. P. Thompson en la época del neoliberalismo y del pensamiento fragmentario, podemos decir que constituye un legado fuerte, denso, no sólo por su interés disciplinario sino sobre todo por su posicionamiento moral.


NOTAS.

 (1) E. P. Thompson en Hobsbawm, E. y otros. «Agendas para una historia alternativa», en El Cielo por Asalto, nº 6, Buenos Aires, Verano 1993/1994, pág. 30. Nótese además el decidido rechazo de un supuesto «culturalismo» en E.P. Thompson, «La política de la teoría», en R. Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista, Crítica, Barcelona, 1984, especialmente págs. 301-305. 

(2) La desatención de Thompson a los problemas derivados del desarrollo del mercado con relación a la cultura de las clases trabajadoras ha sido observada por H. Mediek, «Plebeian culture in the transition to capitalism», en R. Samuel, and G.S.Jones (eds.), Culture, ideology and politics. Routledge & Kegan Paul, London, 1982, págs. 84-112. 

(3) E.P. Thompson, Miseria de la teoría, Critica, Barcelona, 1981. Nótese el aprovechamiento conceptual de Bourdieu que Thompson realiza en Costumbres en común, en comparación con su uso ilustrativo -podría decirse, anecdótico- en «Tiempo, disciplina de trabajo…», de 1971. 

(4) Cf. vg. la actitud observada por J. Sazbón, «Dos caras del marxismo inglés. El intercambio Thompson-Anderson», en Punto de Vista, nº 29, Buenos Aires, abril-junio de 1987, con una valoración positiva del debate y de un cierto acercamiento de posiciones. 

(5) Para el marco general del análisis thompsoniano en cuanto a los conceptos de clase y experiencia nos remitimos a M.A. Cainzos López, «Clase, acción y estructura: de E. P. Thompson al posmarxismo», en Zona Abierta, nº 50, Madrid, enero-marzo de 1989, págs. 1-9, quien destaca con acierto las limitaciones del autor bajo estudio para la construcción de una teoría de la acción social en el marco de un materialismo histórico reformulado.


[Luciano P. J. ALONSO. «Costumbres en común, de E. P. Thompson, Ed. Critica, Barcelona, 1995» (reseña bibliográfica), in Estudios Sociales (Santa Fe), vol. X, nº 1, 1996, pp. 231-234]


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.Culturas del Mundo
Este curso revisa las culturas humanas existentes en todo el planeta, desde sus primeras evidencias hasta el desarrollo de las civilizaciones. Proporciona un análisis comparativo de los factores culturales que perfilan el comportamiento humano de varias culturas y examina las influencias que los distintos entornos tienen en su adapatación biocultural.
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Supervisor Académico: Sara Hejazi




Los usos del alfabetismo

Un retrato de la vida de la clase obrera
Sinopsis

Cuando una sociedad se vuelve más próspera, ¿pierde otros valores? ¿Se desperdician las habilidades que la educación y la alfabetización dieron a millones de personas en consumir cultura pop? ¿Los medios de comunicación nos obligan a entrar en un mundo de lo superficial y lo material, o pueden ser beneficiosos? En 1957, cuando Richard Hoggart hizo estas preguntas en su libro Los usos del alfabetismo, Gran Bretaña estaba experimentando un gran cambio social. Sin embargo, su obra no ha perdido relevancia en la actualidad. Hoggart ofrece una visión fascinante de los valores estrechamente unidos que conforman las comunidades de clase trabajadora del norte de Inglaterra y que están desapareciendo, y expone sus puntos de vista sobre la llegada de una cultura de masas nueva y homogénea de influencia estadounidense. Mezclando experiencias personales con historia social y crítica cultural, este trabajo pionero examina los cambios en la vida y los valores de la clase trabajadora inglesa en respuesta a los medios de comunicación. Hoggart trazó una nueva metodología en los estudios culturales basada en la interdisciplinariedad y una preocupación por cómo los textos de las publicaciones masivas están entretejidos en los patrones de la experiencia vivida.

Qué fue la batalla cultural? La tradición obrera en sociedad de masas

'Los usos del alfabetismo' es un libro imprescindible también para orientarnos históricamente en asuntos y debates que son radicalmente contemporáneos

Detalle de la portada del libro 'Los usos del alfabetismo', de Richard Hoggart. CAPITAN SWING


Miguel Martínez

En la conferencia anual del Partido Laborista británico en 1959, su líder Hugh Gaitskell lanzaba una reflexión inquietante: ¿podrán las organizaciones políticas de la clase trabajadora sobrevivir a la llegada del coche, la tele, la lavadora y el frigorífico? A pesar de las indudables conquistas sociales de los gobiernos laboristas de la inmediata posguerra, el partido cosechaba ese mismo año su tercera derrota consecutiva en unas elecciones generales. La sustancial mejora material de las condiciones de vida de los trabajadores y un acelerado cambio cultural en la sociedad de masas afectarían para siempre no solo al comportamiento electoral de la clase obrera, sino a su propia identidad y supervivencia histórica.


Antes de que fuera motivo de preocupación para la dirigencia laborista, el crítico literario Richard Hoggart (1918-2014) se había planteado el problema en un libro, hoy clásico, que traduce por primera vez en España Inga Pellisa para Capitán Swing: Los usos del alfabetismo. Un retrato de la vida de la clase obrera. Publicado por primera vez en 1957, Hoggart se proponía comprender la manera en que la prosperidad económica de posguerra y el nuevo entretenimiento de masas estaban alterando rápidamente los patrones vitales de la mayoría trabajadora. La cultura tradicional de la clase obrera industrial se estaba desdibujando—debilitando dirá Hoggart—en un contexto que se comenzaba a percibir, erróneamente, como posclasista. Basándose no solo en la investigación humanística y sociológica, sino también en su memoria familiar y personal, Los usos del alfabetismo aportaba una descripción densa y afirmativa de la cultura obrera en la sociedad de masas.


El libro está nítidamente dividido en dos partes. En la primera, “El orden de antes”, Hoggart ofrece un gran mural de la vida popular y la cultura obrera del norte de Inglaterra en los años que van desde 1918 hasta 1945, aproximadamente. En la segunda, “Un espacio para lo nuevo”, disecciona la vertiginosa transformación social que el emergente ocio de masas de los años cincuenta llevó a cabo en la vida diaria de esas mismas comunidades obreras. El contraste entre ambas partes de este díptico escenifica el dramático enfrentamiento entre la férrea tradición obrera británica y los medios y lenguajes, en gran medida americanizados, de las nuevas industrias culturales. “Nos encaminamos a un arte de masas”, advierte, que supondrá un auténtico “expolio cultural” de la clase obrera, una subyugación más duradera que la parcialmente superada desposesión económica. “Las formas tradicionales de la cultura de clase corren el peligro de quedar sustituidas por una especie más pobre de cultura sin clases, una cultura sin rostro, y esto es digno de lamentar”.


El mobiliario de una sala de estar, las revistas picantes, la comida casera, el barrio, las letras de las canciones, la sexualidad y la contracepción, las rutinas de las amas de casa, la sociabilidad de los clubs obreros, el amor propio frente a ellos (los de arriba), los seguros funerarios: todo es objeto de análisis en un libro que aspira a hacer tangible, sin romanticismo ni condescendencia, la textura de la vida de un grupo social. También encontramos la infinita modulación del habla coloquial, sus tonalidades, sus acentos; esas repetitivas muletillas que transmiten y consolidan un sentido común vernáculo (“ese no ha trabajado en su vida”, “los políticos son todos iguales”). El lenguaje es para Hoggart —fino lector de Auden y D. H. Lawrence, al fin y al cabo— lugar de articulación entre el ser social y la conciencia. La identidad individual y colectiva tienen anclajes en el oído y la memoria, se sustentan en una rotunda tradición oral.


La cultura para Hoggart no era solo (aunque también) el selecto menú de “lo mejor que ha sido dicho y pensado”, como lo era para maestros suyos como Matthew Arnold, sino un conjunto de prácticas, hábitos y valores compartidos que dan sentido colectivo a la vida de una comunidad; compartidos, ojo, solo en la medida en que también están siempre sometidos a una plural disputa y a la presión del cambio histórico. Además, y aquí radica una de las aportaciones más importantes de Hoggart, lo cultural es una dimensión constitutiva —no derivativa ni superestructural— de la práctica social. Y por tanto es preciso enfrentarse con un enfoque materialista a la realidad concreta de la cultura como terreno de combate político. La batalla cultural —tal vez diría hoy Hoggart— es tan central a la lucha de clases como el conflicto político y sindical. Igual de urgente es salvaguardar los espacios de socialización o el patrimonio musical de la clase obrera que ganar la siguiente huelga o negociación colectiva.


Los villanos de Hoggart son los “publicistas de masas” a cargo de elaborar mensajes destinados, en mitad de los Treinta Gloriosos, a ampliar hacia dentro los mercados del pujante capitalismo industrial, y sobre todo los mercados mediáticos y culturales. Cuando Hoggart comienza a escribir el libro a principios de la década, solo el nueve por ciento de los hogares británicos tienen televisión, de manera que cuando habla de cultura de masas se refiere sobre todo a las publicaciones populares que copaban las mesas y los estantes de las casas obreras de los cuarenta y los cincuenta: novela negra o erótica, ciencia ficción, tabloides, fotonovelas, el periodismo “atrevido y desenfadado” y una larga serie de semanarios familiares en su mayoría olvidados hoy pero que tenían millones de lectores y lectoras y una inmensa capacidad de penetración social. Las flamantes revistas de los cincuenta “son a las publicaciones antiguas lo que un innovador cóctel sintético a una jarra de cerveza algo floja”.


Hoggart es receloso, crítico, apocalíptico —habría dicho Umberto Eco— frente a la nueva cultura de masas, a pesar de sus insistentes precauciones contra los riesgos de la nostalgia idealizante (“mi abuela y mi madre habrían vivido con menos preocupaciones si hubieran criado a sus hijos a mediados del siglo XX”). Hoggart se aferra a ciertos valores tradicionales de la clase trabajadora —la familia, el barrio, la buena vecindad, el pragmatismo, el hedonismo— que considera amenazados por un nuevo individualismo bárbaro y una relajación de la “tensión moral” de su clase. Pero la pelea no está del todo decidida. Los usos del alfabetismo, pese a estar aparentemente ofuscado por un pertinaz relato de decadencia y devaluación, recoge en realidad una compleja dialéctica entre resistencia y adaptación, entre vida cotidiana y consumo cultural (“las vidas de la gente no tienen la pobreza imaginativa que se podría deducir de sus lecturas”).


“Yo era el chico más pobre de mi clase y fui al instituto”, dice el autor hacia el final del libro. El limitado sistema de becas de entreguerras había permitido a una escuálida minoría de hijos de la clase obrera, como Hoggart, completar con éxito el bachillerato. En 1957, cuando se publica Los usos del alfabetismo, una parcial democratización educativa había facilitado el acceso a un mayor número de estudiantes como él. Para Hoggart, como tantas otras cosas, esto es una importante conquista del movimiento obrero. Y, sin embargo, como ocurría con la paradoja de la tele y el frigorífico, Hoggart advierte un riesgo de desclasamiento en la ascensión educativa de una minoría intelectual que tan importante fermento había sido en el pasado para ese mismo movimiento obrero. A esta minoría “desarraigada y ansiosa” de chavales becados que aprenden a manejar dos acentos diferentes cuando llegan al instituto y de obreros industriales que leen los paperbacks de Penguin y Pelican o que toman cursos por correspondencia, les dedica Hoggart uno de los mejores capítulos del libro. “Esperan de la cultura más de lo que la cultura puede dar”; pero en ese anhelo de libertad, poder y autorrealización, asegura Hoggart, está una de las claves para que la tradición y la identidad obreras resistan los embates de los publicistas de masas, empeñados, entre otras cosas, en instalar en la esfera pública un anti-intelectualismo que Hoggart no podía tolerar y que consideraba un “esnobismo popular” foráneo a su clase.


Stuart Hall, que fue discípulo de Hoggart, rememoraría muchos años después el impacto que tuvo Los usos del alfabetismo entre los círculos intelectuales y políticos de la incipiente Nueva Izquierda de finales de los cincuenta, dando lugar a encendidos debates, simposios y reseñas. El libro alimentó esa manera de “hablar culturalmente de la política y políticamente de la cultura” que sería, según Hall, tan característica de una de las más brillantes generaciones intelectuales del siglo XX. Su originalidad metodológica, que combinaba el análisis cuantitativo, la etnografía y el ensayismo literario, daría lugar a la sutil sociología del gusto y al trabajo serio de la cultura popular que se institucionalizarían más tarde en el Centro de Estudios Culturales de Birmingham, fundado por Hoggart y encumbrado por Hall. Pero además de su papel formativo en la vanguardia intelectual británica de mitad de siglo, Los usos del alfabetismo tuvo un alto impacto social tras aparecer en edición de bolsillo en Pelican y pasar a vender entre 10.000 y 25.000 ejemplares por año. Curiosamente, Hoggart entraba parcialmente en los mismos circuitos de distribución cultural masiva que su libro analizaba.


Su estatus clásico y pionero, sin embargo, no es la principal razón para leer hoy el trabajo de Hoggart. Los usos del alfabetismo es un libro imprescindible también para orientarnos históricamente en asuntos y debates que son radicalmente contemporáneos. La crisis de la prensa tradicional en la sociedad digital. La concentración y centralización de los medios de producción de la opinión. La economía política y los presurosos lenguajes de una cultura popular cada vez más globalizada. La nostalgia de las identidades obreras del fordismo y la melancolía de la izquierda. La brecha generacional como nuevo eje cada vez más visible de contradicciones. El conflictivo lugar de las redes sociales en la esfera pública y en la acción política.


Tal vez le sirva también a algunos sectores de la izquierda para construir estrategias culturales reconocibles que complementen o maticen la apuesta a todo o nada por guerra mediática. Aunque Hoggart lo había dejado de lado a propósito para centrarse en el proceso cultural mayoritario de la gente no politizada, en las conclusiones del libro reaparecen breve pero espectacularmente las instituciones obreras levantadas históricamente por lo que llama “la minoría comprometida”: ateneos, cooperativas, asociaciones, instituciones educativas, clubs y centros comunitarios. Sí, hacen falta otros medios, dice Hoggart, que planten cara al monopolio banalizador de los nuevos publicistas de masas y los dueños del periodismo y la cultura basura. Pero la fortaleza histórica de la clase trabajadora reside sobre todo en una densa trama de espacios propios de socialización intelectual y de vida autónoma. La organización de base de esas instituciones populares es imprescindible no ya para dar la batalla cultural, sino para dar la batalla, punto. Y para empezar a tomarnos en serio la cultura más allá de la batalla cultural.



Subculturas juveniles

El estudio de las subculturas juveniles fue toda una línea de trabajo del Centro en el que se realizaron investigaciones sobre la emergencia, por esos años, de estilos y grupos de jóvenes como los hippies, punks, mods, teddy-boys y skinheads. En la indumentaria, las resistencias, los valores compartidos, los consumos y estilos de vida de estas subculturas, los autores indagaban sobre los cambios en reproducción de la clase obrera. Los hijos se parecían cada vez menos a sus padres, y este fenómeno tenía que ver con los cambios en la socialización y la cultura masiva. Pero no todo era ruptura, porque los valores heredados de la clase obrera muchas veces no se borraban sino que se reconfiguraban.




ESTUDIOS CULTURALES EN TIEMPO FUTURO 

como es el trabajo intelectual que requiere el mundo de hoy 

lawrence grossberg 

https://comunicacionlvm.files.wordpress.com/2015/09/lawrence-grossberg-estudios-culturales-en-tiempo-futuro-2012.pdf



Historia popular y teoría socialista [1981]

por Teoría de la historia

Durante sus últimos días, el emperador romano Vitelio se vio abandonado por todo su séquito, a excepción de su cocinero. Sin embargo, el historiador aristocrático Tácito, no se atrevió a mencionar la verdadera ocupación de tan indigno miembro de la sociedad. Como señala Peter Burke en una contribución muy atinada pero escéptica de «Historia popular y teoría socialista» (1), bajo tales circunstancias la «historia del pueblo» supuso una contradicción. Largo es el camino que hemos recorrido desde Tácito, de quien el tiempo se ha vengado al hacer accesible su trabajo para un público masivo al que, sin dudas, hubiese considerado de un orden inferior por ver series de televisión sobre los primeros emperadores romanos. Como el gran Fernand Braudel señala, «la oscura historia del hombre común» («l’histoire obscure de tout le monde») es «la historia hacia la cual, de diferentes maneras, tiende toda la historiografía en la actualidad». Las historias que aseguran aproximarse a los «pueblos» como objeto (y como algo diferente de lo que se sitúa en lo más alto), comenzaron a escribirse en el siglo XIX, en la era de las revoluciones y los renacimientos nacionales, una etiqueta que ha sido muy popular en la época del romanticismo y de la militancia intelectual, así como antes de 1848 y en la actualidad. Pero, ¿qué es exactamente lo que creen haber escrito aquéllos que hablan de «historia del pueblo»? ¿Qué significa el término? 




En el caso de este espléndido «package», inspirado y editado por Raphael Samuel, supone, claramente y entre otras cosas, una historia escrita por un montón de gente: una cincuentena de autores con portación de apellido y un «colectivo». También supone una historia que ha despertado un vivo entusiasmo en muchísimos más. De hecho, al History Workshop (donde se presentaron por primera vez los papers) asistieron alrededor de mil personas. Estas reuniones, que surgieron en el Ruskin College de Oxford a fines de la década de 1960, son lo más parecido que existe a la Durham Miners’ Gala para historiadores militantes, tanto para profesionales como para una importante e inusual cantidad de no profesionales y en donde se dan combinaciones únicas de conferencias eruditas, mítines políticos, revivals de reuniones y vacaciones de fin de semana. Todos ellos buscan a sus propios historiógrafos, los que sin duda surgirán de un Workshop que, por cierto, ya ha generado un apasionado, erudito y heterogéneo «diario de la historia socialista» así como una serie notable de libros, de los cuales el presente volumen es el quinto. Mientras tanto, el History Workshop (inspirado y dinamizado por Raphael Samuel cuando puede hacer un alto en la enseñanza, la política y su titánica erudición), ya ha contribuido a generar una suerte de voluntariado de historiadores «levé en masse». Resumir el contenido de «Historia popular y teoría socialista» sería como resumir lo que ofrece una tienda durante las rebajas de invierno. Han participado escritores británicos, franceses, alemanes, italianos, escandinavos y norteamericanos. También desfilan por allí varios rangos, suboficiales y oficiales de diverso grado en el ejército de la historia (algunos de los cuales, sobre todo los últimos, solicitan su estatus de guerrilla honorífica). Hay papers que van desde lo conciso a lo sumario, e informes de discusiones que oscilan entre el resumen crítico y los minutos esqueléticos. También hay bibliografías útiles. Junto con los excelentes prólogos del editor y el «Afterword» (donde se resumen las intenciones del History Workshop), el libro contiene una vertiginosa variedad de estudios sobre tendencias y campos especializados, reflexiones, cavilaciones, exigencias programáticas, preguntas y argumentos. En algún lugar de estas 417 páginas los lectores podrán descubrir una importante revalorización del socialismo utópico (Stedman Jones), nuevas e importantes contribuciones al debate sobre los orígenes del capitalismo moderno (Hans Medick), un relato de primera mano sobre lo que representan para la historia del trabajo los mineros del carbón (Dave Douglass), estudios pioneros sobre los campesinos escoceses (Ian Carter), una exploración de la política en los pobladores de Hertfordshire durante la época de Wat Tyler (Ros Faith), observaciones sobre el vigésimo quinto aniversario de Jorge V celebrado en Kenya (John Lonsdale), una poderosa disección de los problemas de la escritura de la historia de los partidos comunistas (Perry Anderson), y la referencia a un pastor italiano que construyó su propia versión de la Odisea porque encontró el original demasiado largo para memorizarlo. Hay secciones dedicadas al capitalismo, el socialismo, el feminismo, la religión, la tradición oral, el fascismo, el África, la cultura, la política sexual y algunos otros temas globales. Hay debates celebrados sobre y por Edward Thompson. Probablemente, no haya mejor forma de comprobar lo que la joven generación de historiadores radicales están hoy interesados en discutir que leyendo esta estimulante combinatoria, aunque gran parte de ella no sea demasiado apta para principiantes. ¿Qué tienen todos estos trabajos en común con «la historia del pueblo»? Raphael Samuel, en cuyo prefacio hace un valiente intento por responder esta pregunta, parece estar de acuerdo en que se trata, sobre todo, de una forma particular de interés político o de compromiso, algo obvio, en realidad, desde el momento en que el término «pueblo», en sí mismo, combina un máximo de resonancia emocional con un mínimo de precisión en la definición de los múltiples y superpuestos significados que oculta. Más bien se trata de una insignia y no de un término técnico. Apunta a una opción para los súbditos o los ciudadanos frente a los gobiernos, para el hombre y la mujer comunes frente a las élites minoritarias, o a cualquier otro aspecto del hombre común que represente los valores y aspiraciones del populista comprometido. Por la misma razón, esta insignia tampoco es cualquier franja del espectro político. El periódico de Mussolini se llamaba «Il Popolo d’Italia» y el «Estudio de los Pueblos» (Volkskunde), que en Alemania se convirtió en una mezcla de investigación sobre el folklore y antropología cultural, estuvo, durante gran parte de su historia, muy lejos de ser identificado con la Izquierda. Tal como Samuel señala con acierto, «las versiones que la izquierda y la derecha han dado de la historia del pueblo coinciden en una incómoda serie de puntos». «Historia popular y teoría socialista» es, por lo tanto, cualquier cosa que se pueda adjudicar a esa insignia. Actualmente, su fuerza y ​​su debilidad radican en aquel costado edificante: la recuperación de los antepasados, la búsqueda de los aldeanos de Hampden y de los Miltons silenciosos y sin gloria para demostrar que no han sido ni silenciosos ni sin gloria (2): una transformación del pasado mediante su identificación con una épica cotidiana. De allí la notable atracción hacia la historia local y oral. «En los últimos años, su principal impulso ha sido recuperar la experiencia subjetiva». Esto es importante para la disciplina de la historia, no sólo porque puede movilizar a su práctica a un número sorprendente de personas y porque, de manera incidental, implica «un cierto intento por expandir la base de la historia y ampliar su objeto de estudio» como «hacer uso de nuevas materias primas», sino también porque demuestra que la fuerza del pasado es una dimensión esencial en la vida pública y privada de los hombres. La principal justificación de «Historia popular y teoría socialista» sería que el pueblo y los pueblos necesitan una historia, aunque, por desgracia, no por ello necesiten o prefieran el trabajo de los historiadores serios. Y algo no menos importante: proporciona historiadores que defienden su objeto frente a los intentos de los científicos sociales, los tecnócratas y algunos otros por eliminarlo de la educación. Estos intentos ya se han hecho -el caso más reciente es Francia- y cualquier munición que necesiten los resistentes será bienvenida. El problema de este tipo de historia, como Samuel reconoce cuando considera sus relaciones incómodas con el marxismo, es que se sacrifica el análisis y la explicación en aras de la celebración y la identificación. Fomenta una moda de anticuario para «recuperar la conciencia del pasado» y un rechazo hacia la generalización que, en sí misma, resulta tan insatisfactoria en las versiones rojas como en las conservadoras. Ni un nuevo objeto de estudio ni la existencia de nuevas fuentes resultan suficientes. Todos sabemos que la historia de los ferrocarriles comienza cuando los «train-spotters» comienzan a anotar el número de las locomotoras que ven pasar y la demografía histórica cuando logra emanciparse de los genealogistas. Es necesario algo más que la empatía o un simple compromiso emocional, incluso, si ambos logran combinarse con la erudición. Por otro lado, como el propio Samuel señala, buena parte de la escritura del pasado que podría considerarse como «historia del pueblo» tuvo grandes ambiciones intelectuales y no una simple inmersión en una realidad vivida en los viejos tiempos. En resumen, la «historia del pueblo» no es mucho más que una declaración de intenciones, lo que indica que los historiadores están junto al pueblo (más allá de cómo se lo defina), desean dirigirse a un público amplio, tratan de movilizar a los hombres y mujeres para que investiguen su pasado, anuncian su compromiso con una causa acorde, protestan contra una «erudición seca como el polvo», o concentran su atención en la historia de los hombres comunes y -en este caso, con un celo harto necesario- también de las mujeres. Todo ello pertenece a la historia de la ideología y Samuel, complementado de manera crítica186829_130728140927_peoples_1_001 por Peter Burke, ha escrito un sugestivo borrador sobre estos diversos destinos. Sin embargo, no llega a ser una categoría descriptiva ni analítica, ni tampoco ofrece una perspectiva particularmente útil para la investigación histórica, aunque pueda proporcionar un valioso incentivo para llevarla a cabo. Aquí, simplemente, se ofrece un marco adecuado para que un buen número de historiadores de convicciones radicales se reúnan y muestren sus mercancías y desacuerdos, si bien es mercancía de la buena y, en ocasiones, de una calidad excepcional. Afortunadamente, comprenden varios intentos de interpretación, análisis y explicación, así como ejercicios de recuperación de la experiencia vivida del pasado popular. Sin embargo, las contribuciones de este fascinante volumen están más unidas por la simpatía que por un interés intelectual. También plantean el interesante problema de cómo la historiografía refiere la «relevancia» política: el objetivo del History Workshop (según la formulación de Samuel) es tomar partido por la verdad y formar historiadores «que tomen mayor conciencia del presente». En esto no se diferencia, salvo en lo explícito, de cualquier otra historia. No hay historiador en este país, y probablemente en ningún otro, que no haya tenido fuertes convicciones frente a la política y los asuntos públicos, es más, los principales cambios que promovieron los historiadores respecto de la interpretación de los hechos o de la dirección de las investigaciones se han inspirado en sus experiencias, preocupaciones y debates como ciudadanos. Sin embargo, si la historia es, en última instancia, inseparable de la política, es preciso, no obstante, que en la práctica pueda separarse de ella. Hasta el historiador más comprometido sospecha, si toma su objeto en serio, que «la historia como forma de actividad política siempre debe permanecer al margen de la lucha política». La cita proviene del lúcido y deprimente paper de Bob Scribner sobre la historiografía alemana de izquierda en torno de la Guerra Campesina de 1524-1525, tradicionalmente, un tema sumamente politizado. Y resulta, tal vez, más deprimente de lo necesario, debido a que el autor presta poca atención a los historiadores de izquierda que discretamente, aunque no de manera crucial, han contribuido al estudio moderno de la guerra, pues sólo se concentra en los políticos, los teóricos, los propagandistas y los divulgadores que, desde hace casi un siglo y medio, vienen haciendo malabares con los temas de los tres volúmenes de Zimmermann de 1841-1843, el único trabajo importante escrito por un historiador radical, luego reinterpretado por Engels en 1850. 



Preocupados «por la teoría en detrimento de la investigación de base» y por «problemas de su propio tiempo» que «hicieron mella en su percepción histórica», no han podido poner al día sus conocimientos ni su teoría. En cuanto a la propaganda y la educación política, más bien descuidaron su trabajo como historiadores y, al hacerlo, han provocado, en gran medida, el fracaso de su causa. No es una historia «relevante» la que debería utilizarse para movilizar y educar a los ciudadanos, ni tampoco la que debería proporcionar argumentos para el debate político actual. Ninguna zona del pasado puede tomarse de un modo tan directo: son sociedades y situaciones muy diferentes de las actuales. La «relevancia» de la Revolución Francesa, el gran imán de la historiografía comprometida, ya no puede utilizarse como modelo para revolucionarios y anti-revolucionarios de la posteridad que busquen equivalentes actuales en los girondinos, los jacobinos, los sans-culottes y Bonaparte, ni tampoco como fuente de legitimación política para la izquierda. A este respecto, lo que mantiene al debate con vida son las preguntas que pueden formularse sobre el lugar que ocupa en la transformación de la sociedad pre-capitalista a la capitalista, la naturaleza, los logros y los límites de las grandes revoluciones sociales en general, el modus operandi de las grandes transformaciones sociales, o la herencia que dejó y que todavía perdura en gran parte de la Francia contemporánea. Ninguna de estas cuestiones es irrelevante para el presente, pero ninguna de ellas se presta a la identificación directa o al simple paralelo. Afortunadamente, la mayoría de los colaboradores de este volumen ha intentado escribir historia y no conjugar la política actual con el tiempo pasado. De hecho, su «compromiso con el presente» tiene la virtud -para citar a Samuel una vez más- de ver cómo «la propia práctica de trabajo está existencialmente limitada y definida» y de seguir «las líneas invisibles que conectan sus objetos con el trabajo de sus predecesores». Así, han producido, como al pasar, una serie de ensayos iluminadores de historiografía. Y no es este el menor de los méritos de «Historia popular y teoría socialista».

NOTAS DEL TRADUCTOR. 

(1) Recordemos que la primera parte del título original de la obra no es «Historia popular» sino, en rigor, «Historia del pueblo» [People’s History]. La diferencia entre el uso de un adjetivo en español y un sustantivo en inglés no es menor y ésta se refleja claramente a lo largo del texto de Hobsbawm donde recurre, una y otra vez, a poner de relieve un «nuevo» objeto de estudio: el «pueblo». 

(2) Aquí Hobsbawm hace un juego de palabras con una de las estrofas del poema «Elegy Written in a Country Churchyard» [Elegía escrita en un cementerio de aldea] del poeta Thomas Gray [1716-1771] que dice lo siguiente: «Some village-Hampden, that with dauntless breast / The little tyrant of his fields withstood / Some mute inglorious Milton here may rest / Some Cromwell guiltless of his country’s blood» [Algún Hampden aldeano, que con corazón bravo / soportó al tiranuelo que mandaba en sus campos / algún callado Milton o algún Cromwell sin culpa / de la sangre en su tierra, puede que aquí descansen]. Tomamos la traducción de Ángel Rupérez [in «Antología esencial de la poesía inglesa». Madrid: Espasa Calpe, 2000].

[Eric HOBSBAWM. «In Search of People’s History [En busca de una historia del pueblo]», in London Review of Books, vol. III, nº 5, 19 de marzo de 1981, pp. 9-10. Traducción del inglés por Andrés Freijomil]


«El principio organizador de este libro es el descubrimiento de que la idea de cultura, y la palabra misma en sus usos generales modernos, ingresaron al pensamiento inglés en el período que comunmente describimos como la Revolución Industrial. El libro es un intento de mostrar cómo y por qué sucedió esto y seguir el desarrollo de la idea hasta nuestros días. De tal modo, se convierte en una exposición y una interpretación de nuestras respuestas tanto mentales como emocionales a los cambios producidos en la sociedad inglesa desde fines del siglo XVIII. Sólo en ese contexto pueden entenderse adecuadamente nuestro uso de la palabra «cultura» y las cuestiones a las que el término se refiere.» (del Prólogo del autor) 


Máquina de cultivo


Vol. 6 
La deconstrucción es / en estudios culturales




Edles, L. D. (1991). Introduction: What is Culture, and How Does Culture Work? En L. D. Edles, Cultural Sociology in Practice. New Jersey: Wiley-Blackwell.

Hall, S. (1992). Cultural Studies and its Theoretical Legacies. En L. Grossberg, C. Nelson, & P. Treichler, Cultural Studies (págs. 277-294). New York and London: Routledge.

hooks, b., & Hall, S. (2018). Funk sin límites. Un diálogo reflexivo. (J. Sáez del Álamo, Trad.) Barcelona: ediciones bellaterra.

Mattelart, A., & Neveu, É. (2004). Introducción a los estudios culturales. (G. Multigner, Trad.) Barcelona: Paidos.

Szurmuk, M., & Irwin, R. M. (2009). Diccionario de estudios culturales latinoamericanos. México: Siglo XXI Editores, Instituto Mora.


“Estudios Culturales Abiertos”

TEORÍAS Y CULTIVOS CRÍTICOS DE PLANTAS:

EXPLORANDO LOS ENREDOS MUNDIALES HUMANOS Y MÁS QUE HUMANOS


Open Cultural Studies  www.degruyter.com/CULTURE  invita a presentar presentaciones para un número de actualidad “Teorías y culturas de plantas críticas: exploración de los enredos del mundo humano y más que humano”, editado por la Dra. Peggy Karpouzou y la Dra. Nikoleta Zampaki (Nacional y Universidad Kapodistrian de Atenas, Grecia).


Plant Humanities es una rama muy reciente de la investigación crítica en los estudios literarios y culturales que, aunque se discute desde la década de 1970, entró en el discurso público recién en 2013 con el artículo de Michael Pollan “The Intelligent Plant” en The New Yorker. Las plantas participan en diversos aspectos culturales de nuestra vida y se estudian en una amplia gama de campos de investigación, por ejemplo, literatura, filosofía, biología, medicina, política, etc. La jerga utilizada para el estudio de las plantas en las Humanidades está floreciendo rápidamente, por ejemplo Por ejemplo, la “crítica vegetal”, que describe las representaciones de las plantas a través de metáforas, símbolos, etc., en textos literarios o el “imaginario botánico”, que aborda la relación del autor con el mundo vegetal, marcando al mismo tiempo el impacto de las plantas. sobre escritura textual y creatividad. En consecuencia, un texto o una obra de arte es a la vez medio y espacio para explorar nuevos tipos de relaciones entre las formas de vida humanas y no humanas. Un punto fundamental en esta discusión es aprender cómo pueden surgir nuevos tipos de prácticas en la simbiosis de formas de vida (Karpouzou y Zampaki, Symbiotic Posthumanist Ecologies in Western Literature, Philosophy and Art. Towards Theory and Practice, 2023).


Un enfoque postantropocéntrico en el estudio de las plantas marca el llamado “giro vegetal”, según el cual se sostiene que las plantas son agentes de los sentidos, la inteligencia y la conciencia, se comunican entre sí siendo agentes de múltiples voces, recuerdan y toman decisiones. y muévete. Poseen agencia y psicología que se han estudiado en varios textos literarios y culturales, destacando que las plantas también plantean preocupaciones éticas, como las repercusiones culturales de los organismos genéticamente modificados y las implicaciones morales de la "sensible planta". Considerar la “sensibilidad de las plantas” y eventualmente otorgar derechos al mundo más que humano puede verse como una manifestación de una forma postantropocéntrica de promover la solidaridad y la “[…] negociación de relaciones apropiadas entre humanos y plantas”. (Hall, “Autonomía vegetal y ética humano-planta”, 2009: 180). Este enfoque del estudio de las plantas también se articula en términos de un "retorno" a las prácticas indígenas y religiosas del pasado, pero también fomenta el pensamiento presente y futuro sobre las ecologías vegetales digitales, la bioinformática o las biociudades inteligentes que incorporan plantas en vivienda, arquitectura, etc. Además, campos como las ecologías vegetales digitales proporcionan un punto de partida común para la colaboración interdisciplinaria y multi/inter/transcultural en estudios de patrimonio cultural, áreas/regionales y educación. Finalmente, explorar las plantas en términos de "quiénes" son y no "qué" implica una ética biocéntrica del cuidado y la actividad de imaginar y crear nuevos mundos y futuros más sostenibles.

En este número especial, discutiremos críticamente la necesidad de repensar la vida vegetal, su presencia, papel e impacto en diversos aspectos de nuestro mundo humano y no humano mediante el inicio de un diálogo interdisciplinario, mediante el cual los diferentes terrenos de las Humanidades aprenderían unos de otros. Pensar, imaginar y describir la vida vegetal con conciencia crítica.


Los temas potenciales podrían ser, entre otros:

● Teorías y culturas críticas de las plantas.

● Plantas en Humanidades y Posthumanidades Ambientales

● Las plantas en los estudios de género

● Plantas en la cultura popular y los estudios populares.

● Plantas en narratología y storytelling.

● Plantas en la literatura global (poesía y prosa)

● Las plantas en la filosofía y la ética mundial.

● Plantas en bioética e ingeniería genética.

● Plantas en biopolítica y Humanidades Médicas

● Plantas en Energía Humanidades y petroculturas

● Plantas y justicia ambiental

● Ecologías vegetales digitales / plantas en Humanidades Digitales, estudios de código, lenguajes de programación, Bioinformática.

● Plantas en estudios visuales y estudios cinematográficos.

● Plantas en estudios de música y estudios de danza.

● Plantas en estudios de medios y comunicación.

● Plantas en la estética y el arte, por ejemplo, bioarte/ecoarte, arte con IA, arte cyborg, etc.

● Estudios de plantas, biomímesis, arquitectura y diseño.

● Plantas en estudios espaciales, regionales y de área.

● Las plantas en los estudios urbanos, las ciudades inteligentes y la ciudadanía

● Plantas en estudios religiosos.

● Plantas en estudios poscoloniales e indígenas.

● Plantas en estudios de memoria.

● Plantas en estudios lingüísticos.

● Plantas en estudios de alimentos.

● Las plantas en el patrimonio cultural y la política cultural

● Plantas en estudios de educación.

● El futuro de las Humanidades Vegetales


Open Cultural Studies


https://www.degruyter.com/journal/key/culture/html


Estudios Culturales Abiertos es una revista académica revisada por pares que explora los campos de Humanidades, Ciencias Sociales y Artes. Interpreta la cultura en un sentido inclusivo, en diferentes contextos teóricos, geográficos e históricos. La revista desea promover nuevas perspectivas de investigación en estudios culturales, pero también busca trazar una erudición social y política que coloque las cuestiones de desigualdades y desequilibrios de poder en el corazón del debate académico.


Llamadas abiertas para documentos:


Ulises en One Hundred Plus, editado por Trip McCrossin (Rutgers University) - fecha límite para las presentaciones: Noviembre 30, 2023.


Lugares Seguros, editado por Diana Gonçalves (Universidade Católica Portuguesa) y Tânia Ganito (Universidad de Lisboa) - fecha límite para las presentaciones: Mayo 15, 2023


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