Bruce Chatwin y sus cuadernos.
Entrevista a su esposa Elizabeth
Una canción es un destino, en el mapa sonoro de la tierra
"Vamos a imaginar que nos perdemos en el desierto de Australia. Nos perdemos y preguntamos a un aborigen cómo se llega a nuestro destino. Este se quedará unos instantes pensando, recordando el camino exacto. Después nos mirará seguro de sí mismo y comenzará a cantar. Cuando acabe, probablemente le volveremos a preguntar.
-Muy bonita la canción, pero ¿podría indicarnos el camino?
El aborigen se marchará ofendido. En su canción estaba el camino".
Bruce Chatwin. Los trazos de la canción
Sobre todo, no pierdas tu deseo de caminar: Todos los días camino hasta encontrarme en un estado de bienestar y para evitar cualquier enfermedad; caminando he logrado mis mejores ideas, y no conozco pensamiento alguno, por gravoso que sea, del cual uno no pueda librarse caminando... si uno se sienta y se queda inmóvil, más posibilidades habrá de que se sienta enfermo... De manera que si uno sigue caminando, todo estará bien.
Escrito después de visitar Australia, donde acompañó a un australiano, Arkadi, en sus viajes por el desierto. Arkadi había sido contratado por el gobierno para trazar una línea de ferrocarril que no pasara por ningún «trazo sagrado de canción». Una misión muchísimo más difícil de lo que parecía a priori.
Las canciones hablan sobre estos antepasados que crearon la Tierra. Las huellas de sus andanzas son visibles para aquel que sepa mirar y conozca las melodías sagradas. Ellas marcan puntos de paso dirigiendo los itinerarios de los nómadas australianos.
Los australianos no necesitan mapas. Tienen canciones. Cada colina, cada río y cada llanura tienen su verso correspondiente. Canciones que son el alma de la creación.
Es una historia romántica trazada, en una Moleskine, por un viajero melancólico, Chatwin, que se aferra a los mitos y a sus símbolos, por la ruta sentimental de su vida, indagando en la memoria colectiva de lo primigenio común.
Hay que ser más humildes y buscar respuestas pegadas a la tierra, y ese es uno de los méritos de los nuevos colectivos, pero, lo siento, es difícil a veces acabar de expulsar el fantasma de la "ideología". Bruce Chatwin
Leer esta novela es deletrear el más épico sentimiento de nuestras vidas, cuando vagamos en medio de una naturaleza conocida, cercana, porque nos vio crecer, y documentada, pues de nuestros mayores, de sus palabras, iban saliendo confianzas y miedos, que el territorio ha ido adquiriendo, al heredar los acontecimientos que hacen singular aquel lugar, donde ocurre una historia.
Darle esta perfección al mundo que Los trazos de la canción refunde en la transmisión oral de estos aborígenes nómadas hasta el sedentarismo inquieto, le proporcionaría un equilibrio al deseo actual de redecorarlo todo: tierra, mar, cielo
Relato de gran belleza, que cataliza poesía y costumbres.
BRUCE CHATWIN Y SU LIBRO AUSTRALIANO, LOS TRAZOS DE LA CANCIÓN
La Tierra como partitura musical
Bruce Chatwin es un escritor británico que se ha dedicado también a la vida del viajero. Con una formación en arqueología, su vida fue ante todo diversa. Luego de su trabajo en la casa de subastas Sotheby como Director del Departamento de Impresionismo, viajó a África para descansar de una larga temporada en el ambiente artístico.
Después de sus labores de profesor de Arqueología y corresponsal del periódico The Sunday Times, dio inicio a los viajes que lo llevarían a dejar su cargo; viajes que se convirtieron en la materia prima de sus textos.
Los trazos de la canción (fragmento)
“Entusiasmado, Harry se olvidó de su clase. Se sentó en el borde
de la cama, a los pies de Jewel, exhibiendo la curiosidad de un veterinario
ante un animalito enfermo. Movido por la alegría del momento, confesó que era
coleccionista desde que tenía uso de razón.
-Poseer cosas es mi vicio solitario-, dijo, -ahora que soy un hombre de 19 años ya no me interesan los juguetes-.
-Poseer cosas es mi vicio solitario-, dijo, -ahora que soy un hombre de 19 años ya no me interesan los juguetes-.
Estaba hastiado de secuestrar
pájaros carnívoros, canicas antiguas, volantines sagrados, libros escritos en
lenguas muertas. Coleccionaría personas, o más bien, los trazos de sus canciones.
La gente de carne y sangre en nada inflamaba su ánimo de secuestrador
benevolente, pero suponía que cada cual era un hilo tramado en la red de un
universo respetable y caótico, una línea melódica que discurre afinada en la
frecuencia de las líneas de sus semejantes, ancestros, y descendientes. Los
aborígenes australianos rehacen a diario el mundo volviendo sobre los trazos de
la canción de sus antepasados, y así mantienen siempre fresca la creación de
las montañas, los valles, los desiertos y los ríos secretos. En esta ciudad
americana, sin mitos ni ceremoniales colectivos, algunas vidas se agotan en un
escaso pentagrama de relaciones vivenciales. Otras, sin ser infinitas, rematan
en la gloria de una vasta sinfonía de trazos melódicos. "
En la
“En el comedor de la casa de mi abuela había una vitrina, con un trozo de piel en su interior. Un trozo pequeño, pero grueso y correoso, con mechones de pelo áspero y rojizo. Estaba sujero a una tarjeta mediante un alfiler herrumbroso. Sobre la tarjeta había algo escrito con tinta negra desvaída, pero entonces yo era muy pequeño y no sabía leer.
“En el comedor de la casa de mi abuela había una vitrina, con un trozo de piel en su interior. Un trozo pequeño, pero grueso y correoso, con mechones de pelo áspero y rojizo. Estaba sujero a una tarjeta mediante un alfiler herrumbroso. Sobre la tarjeta había algo escrito con tinta negra desvaída, pero entonces yo era muy pequeño y no sabía leer.
–¿Qué es eso?
–Un fragmento de
brontosauro.”
Patagonia (fragmento)
“En su juventud la señorita Starling había sido fotógrafa, pero después
aprendió a despreciar la cámara. «Es una aguafiestas», afirmó. Más adelante
trabajó como horticultora en un acreditado vivero del sur de Inglaterra. Su
mayor pasión eran los arbustos, y comenzó a dedicarse a un cultivo. Esta
actividad la ayudaba a evadirse de una vida bastante monótona consagrada a
cuidar a su madre, eternamente postrada en cama. Por esta razón se aficionó a
los arbustos. Los compadecía, porque crecían en los macizos de los viveros, o
en tiestos colocados bajo vidrio, lo cual iba contra los designios de la
naturaleza. Le gustaba imaginarlos en estado salvaje, en montañas y bosques, y
viajaba con su fantasía a los lugares que figuraban en los rótulos.
Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta.
«Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo.
Viajó durante siete años con la esperanza de seguir haciéndolo hasta caer muerta. Los arbustos floridos eran sus compañeros. Sabía cuándo y dónde florecían. Nunca volaba en aviones y pagaba sus expensas dando clases de inglés o trabajando circunstancialmente en un jardín.
Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta.
«Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo.
Viajó durante siete años con la esperanza de seguir haciéndolo hasta caer muerta. Los arbustos floridos eran sus compañeros. Sabía cuándo y dónde florecían. Nunca volaba en aviones y pagaba sus expensas dando clases de inglés o trabajando circunstancialmente en un jardín.
Había visto el veld sudafricano
radiante de flores; y los lirios y los bosques de madroños de Oregón; y la
milagrosa flora del oeste de Australia que, aislada por el desierto y el mar,
no había producido híbridos. Los australianos bautizaban sus plantas con
nombres muy graciosos: pata de canguro, planta de dinosaurio, planta de cera de
Gerardtown y Billy Black Boy.
Había visto los cerezos y los jardines zen de Kioto y el color otoñal de Hokkaido. Estaba enamorada de Japón y los japoneses. En uno de ellos tuvo un amante que, por lo joven, podría haber sido su hijo. Le dio lecciones adicionales de inglés y, además, en Japón los jóvenes apreciaban a las personas mayores.
En Hong Kong, la señorita Starling se alojó en casa de una tal señora Wood.
–Una mujer espantosa –dijo la señorita Starling–. Intentó fingir que era inglesa.
La señora Wood tenía una anciana criada china llamada Ah-hing. Ah-hing creía estar trabajando para una inglesa, pero no entendía por qué, si lo era, la trataba así.
–Pero yo le dije la verdad –añadió la señorita Starling–. «Ah-hing –le dije–, tu ama no es ni remotamente inglesa. Es una judía rusa». Y Ah-hing se enfadó, porque ahora se explicaban todos los malos tratos.
La señorita Starling vivió una aventura mientras residía en casa de la señora Wood. Una noche estaba buscando a tientas su llave cuando un chinito le puso un cuchillo contra la garganta y le pidió el bolso.
–Y se lo dio –manifesté.
–No hice tal cosa. Le mordí el brazo. Me di cuenta de que estaba más asustado que yo. Verá, no era lo que llamaríamos un atracador profesional. Pero hay algo que siempre lamentaré. Estuve a punto de arrebatarle el cuchillo. Me habría encantado guardarlo como recuerdo.
La señorita Starling iría a conocer las azaleas de Nepal, «no este mes de mayo sino el siguiente». Y anhelaba pasar su primer otoño en Estados Unidos. Le gustaba Tierra del Fuego. Había paseado por los bosques de notofagus antarctica. Antes los había vendido en el vivero. "
Bruce Chatwin: Fotografías y cuadernos de Viaje /David King,, Francis Windham
Herzog viajó en 1984 a Australia, y allí filmó Donde sueñan las verdes hormigas, en la que trazó un cuadro ensoñador, muy lírico, de la mitología aborigen, sometida al embate de la civilización capitalista.
Admirador de las leyendas hilvanadas por las tribus nativas, quizá compartió esta experiencia con un buen conocedor del tema, el escritor Bruce Chatwin, de quien surgió su próximo proyecto cinematográfico.
Inspirándose en la novela El virrey de Ouidah, de Chatwin, Herzog comenzó en 1988 Cobra Verde, una película para cuyo rodaje hubo de viajar hasta la costa africana, contando de nuevo con la presencia de Klaus Kinski, con quien se peleó en no pocas ocasiones, y Peter Berling, viejo amigo suyo y luego afamado novelista, que ya había actuado en Aguirre y en Fitzcarraldo.
Los textos originales y citas del autor en los que se basa este artículo fueron publicados en la revista "Todo Pantallas", en la "Enciclopedia Universal Multimedia" (Micronet) y en los libros "Historia General de la Imagen" (Universidad Europea-CEES, 2000) y "La cultura de la imagen" (Fragua, 2006).
ÁFRICA LITERARIA | |
En busca del virrey negrero | |
BENIN La pequeña ciudad de Ouidah guarda el recuerdo doloroso de la trata de esclavos. La historia de un déspota de la zona fascinó a Bruce Chatwin, que ambientó allí una de sus novelas. | |
ÁNGEL MARTÍNEZ BERMEJO | |
El inglés Bruce Chatwin ocupa un puesto destacado en el Olimpo de los escritores de viajes con libros como En la Patagonia o Los trazos de la canción. Mucho menos conocida es su faceta de novelista, a pesar de haber creado un ramillete de pequeñas obras casi maestras. Una de ellas es El virrey de Ouidah, que apenas se reedita una...... vez cada década, en la que narra las aventuras de un curioso personaje y abre al lector un mundo del que apenas se quiere hablar. Es la historia de un negrero brasileño que, en la primera mitad del siglo XIX, llegó a las costas de lo que es el actual Benin buscando su fortuna en el tráfico de esclavos.El libro ofrece, a veces, el deslumbramiento de las obras del realismo mágico latinoamericano, y es una buena compañía para el viajero que recorre la costa del golfo de Guinea. Su lectura nos hace ver una playa, tal vez la más espectacular de todo Benin, de una manera diferente. La arena se extiende a lo largo de varios kilómetros y tiene una apariencia luminosa y magnífica. Por eso mismo, era el mejor embarcadero de este litoral de aguas bravas, y allí atracaban los barcos que se dedicaban a este inhumano tráfico de hombres. Aunque la ciudad había sido fundada por los pescadores xweda mucho tiempo antes, en el siglo XV, no empezó a descollar hasta la llegada de los europeos que, en un principio, sólo comerciaban con mercancías como oro, marfil y ébano. Pero el dinero estaba en realidad en los esclavos, y los reyes de Dahomey, grandes traficantes, hicieron de ella el centro de sus negocios. TRÁGICO DESTINO. Por eso, Ouidah tiene algo de trágico, un punto de dolor y angustia flotando de alguna manera en sus calles. Pero, al mismo tiempo, despliega el vigor de un importante centro de la cultura vudú, una energía que contrarresta cualquier posible amargura. Todos los días, a la caída de la tarde, miles de murciélagos revolotean por los aires en busca de alimento. Han pasado el día en las ramas de un árbol gigantesco que se alza en el patio del templo de la Pitón. Las serpientes son veneradas y temidas en el culto vudú, pero los forasteros no verán ninguna ceremonia que se desarrolle en este lugar, y sólo queda recorrerlo con la compañía de un guía especializado. Al otro lado de la explanada, que hace las funciones de plaza, se alza la catedral, incongruentemente grande para una ciudad tan pequeña. Dos templos, uno frente al otro, que resumen los últimos siglos de la historia de Ouidah.
Al azar de un recorrido por las calles se llega al fuerte portugués, el único que se conserva de los que construyeron las cinco potencias europeas que se instalaron, sucesivamente, en este lugar para comerciar. En realidad, tiene poco aspecto de fortaleza y, a primera vista, parece una casona colonial rodeada por una tapia y un jardín con algunos árboles frondosos. Lo más interesante es que alberga el Museo de Historia, en el que se ofrece una visión del comercio de esclavos.
En esa época, la ciudad vivió un periodo de cierto esplendor. El fin de la trata y la construcción de un puerto artificial en Cotonou precipitó a Ouidah en una lenta decadencia. Quedó congelada en el tiempo, y un recorrido por sus calles es como realizar un viaje en el tiempo: casas de fachadas lavadas por el tiempo y el salitre, calles de arena que son el escenario de los juegos de los niños cuando remite el calor.
En algún momento, hay que llegar hasta el bosque sagrado de Kpassé. Aquí se suceden árboles tropicales, templos de vudú, estatuas de sus divinidades e historias legendarias. Los guías turísticos cuentan que Kpassé, el rey de los xwedas, se internó en este bosque cuando los guerreros de Dahomey conquistaron la zona. Y para evitar ser capturado se convirtió en árbol...
La ciudad de Ouidah no se alza directamente sobre la costa, sino unos tres kilómetros hacia el interior, y está separada del mar por unas marismas. La pista de tierra que va hasta la playa es conocida como la Ruta de los Esclavos y, en realidad, es la etapa final de un camino mucho más largo que seguían esos desgraciados desde que eran capturados hasta que embarcaban hacia América.
Es posible seguirla en busca de las etapas que la jalonan, desde el antiguo mercado de esclavos, situado enfrente de la casa de Francisco de Souza -el personaje que inspiró al novelista Chatwin- al zomai, el lugar donde eran amontonados en espera del traslado definitivo.
Ya no existe el Árbol del Olvido que hacía perder a los prisioneros el recuerdo de su nombre y de su vida anterior cuando lo rodeaban nueve veces. Algo totalmente necesario antes de emprender la nueva y miserable vida que les esperaba. En la playa se alza un arco conocido como la Puerta del No Regreso, construida hace pocas décadas para recordar las vidas perdidas por muchos miles de africanos.
A poca distancia se alza ahora el Museo de la Puerta del Regreso, que celebra la vuelta de los descendientes de los esclavos que fueron enviados a Brasil, al Caribe y a Estados Unidos.
Nomadismo ydesasosiegoBruce Chatwin hizo de su corta vida un manifiesto nómada y su estilo narrativo abrió nuevos caminos a la literatura de viajes. Ahora se publica la totalidad de su correspondencia que deja entrever una personalidad poliédrica y siempre atractiva.
http://lalineadelhorizonte.com/revista/nomadismo-
y-desasosiego/ Desvistiendo a Bruce Chatwin Juan Manuel Vial https://www.cepchile.cl/cep/site/artic/20160304/asocfile/20160304100020/rev127_JMVial.pdf "Tras las huellas de Bruce Chatwin" - por Nicholas Shakespeare (EE.UU., 1999) Bruce Chatwin, el último explorador literario del siglo XX LEANDRO PÉREZ MIGUEL http://www.elmundo.es/elmundolibro/2000/11/26/anticuario/975250229.html Bruce Chatwin: pasos como palabras
Bruce Chatwin. Antes de las aventuras
Publicado en Tendencias del mercado de arte El novelista y escritor de viajes inglés Bruce Chatwin (1940-1989) fue, antes de convertirse en un famoso literato, un talentoso experto en antigüedades que trabajó en Sotheby’s, en la sede londinense de New Bond Street. Esta fructífera experiencia se prolongó durante ocho años y fue decisiva para la carrera literaria que desarrolló en el último tercio de su vida. La escritora italiana Daria Galateria repasa este periodo crucial en la vida del novelista inglés en su libro Trabajos forzados, Los otros oficios de los escritores, del que aquí ofrecemos algunos pasajes. |
Sotheby’s era una pequeña empresa familiar por entonces, con sesenta empleados y una representación en Nueva York solo para atender la correspondencia. [...] Bruce Chatwin entró como empleado en el almacén de reparto de obras de arte, con una paga semanal de ocho libras. Por la noche iba en metro a casa de sus tíos, donde vivía; nunca hablaba de su trabajo. Su tarea era quitar el polvo y mover las cerámicas, las mayólicas y los objetos tribales originarios de Europa y de Oriente. «Cada vez que había una venta me ponía mi uniforme gris y me plantaba delante de las vitrinas controlando que los potenciales clientes no dejasen las marcas de los dedos.» El asistente de las cerámicas con quien trabajaba cuenta que tenían que catalogar cerámicas chinas, esculturas romanas antiguas y también piezas de Rodin; sin embargo, Bruce se ocupaba solo de las que le interesaban. [...] Chatwin sostuvo, sin embargo, que nadie le hizo caso hasta el día en que, encontrándose junto a un gouache de Picasso que representaba a un arlequín, se le acercó un señor con el pelo lacio y aire de ornitólogo que le preguntó qué pensaba; el almacenero le respondió que según él era falso. El «ornitólogo» era sir Robert Abdy, asesor de compras del banco Gulbenkian. Asombrado por una respuesta semejante por parte de un empleado de la casa de subastas, contó el episodio a Wilson, que trasladó a Bruce a sus dos departamentos preferidos, el de pintura moderna —especialmente los impresionistas— y el de antigüedad, que Wilson catalogaba personalmente. Bruce ocupaba un pequeño estudio semienterrado, tenía una secretaria y recibía dos veces por semana a un experto, John Hewett. Hewett era socio y amigo desde mucho tiempo atrás de Wilson; era un marchante de Bond Street elegante, pelo y barba a cepillo; llegaba sacando del bolsillo un pequeño objeto, que podía ser una concha o una rarísima pieza de arte y miraba a Bruce con los ojos bovinos, para que compartiese su entusiasmo. Fue un maestro para Bruce; sostenía que las creaciones de la naturaleza eran bellas y exquisitas como el arte. Era un «heterosexual rampante», que procedía de una clase social baja y que conservaba en el acento «un toque cockney». El abuelo realizaba mudanzas en una carreta, él había sido jardinero y soldado de la guardia escocesa en Argelia; experto en tapices del siglo xv, amaba los objetos tribales y primitivos. Hewett enseñó a Chatwin a mirar los objetos a fondo, intensamente. La secretaria decía que «Bruce observaba las cosas bajo todas las luces incluso cuando no se podía más, pero el resultado era que nunca se olvidaba de nada». Un día un diseñador, John Stefanidis, le habló a Bruce de unas sillas que había visto en la Villa Malcontenta que deseaba copiar. «Yo tengo todas las medidas», le aseguró, de memoria, Chatwin. Chatwin fue un alumno extraordinariamente veloz.
En una entrevista le preguntaron cuánto había tardado en convertirse en experto en impresionis- mo; «un par de días, diría», respondió. Tenía ojo, mucha intuición; un día entró en una tienda de Ludlow, y fue derecho a lo que el propietario consideraba un bastón de paseo: era en realidad el asta de la bandera de la embarcación del Dogo. Hacía algunos negocios privados; «¿qué debo hacer?, ¿vivir del aire?», escribió después en ¿Qué hago yo aquí? Entró en contacto con el mundo extraño y opulento de los coleccionistas. Robert Erskine —que era un ex-Etoniano— se dedicaba, sobre todo, a comerciar con monedas antiguas; con Bruce hizo una especie de sociedad. Él aportaba el dinero para comprar los objetos, Chatwin, la lista de los clientes de la casa de subastas; los beneficios se dividían a partes iguales. Cuando fue nombrado director, Sotheby’s pretendió que Bruce acabase cualquier relación con Erskine. El crítico Ted Lucie-Smith, con el que Chatwin iba el sábado al rastro de Portobello, decía que su famoso «ojo» consistía en el conocimiento del Museo imaginario, de Malraux y del Arte sin época (1934), de Ludwig Goldscheider, con su rechazo a la «jerarquización» entre el arte popular y las consideradas «culturas superiores». Un día que su superior en los impresio- nistas estaba fuera, Bruce realizó el catálogo. De un día para otro, se convirtió en el experto en la materia en Sotheby’s; debía «comenzar a aprender muy deprisa». Era un área importante, porque los impresionistas gustaban a los armadores griegos y a las estrellas de cine; los colegas estaban envidiosos. Chatwin sin embargo cultivaba a los clientes ricos. Era seguro, y había aprendido algunos trucos del oficio. Una vez que le preguntaron su parecer sobre un bronce indio del siglo IX, Bruce se sacó un alfiler de la solapa de la chaqueta y ralló la pátina. Era también temido. En una galería de Nueva York vio un caballo de bronce con una evidente línea de sutura. «Los griegos nunca practicaron esta téc- nica», dijo. La pieza fue retirada. En una subasta de Impresionistas de Sotheby’s preparada por otro, señaló un dibujo de Renoir, un desnudo. «Es falso», dijo: «y este y este». Los dibujos fueron reexaminados, y retirados de la subasta. Otra vez vio, todavía en el suelo, un Pollock. Es falso, aseguró. «Déjame en paz», dijo el curador. Cuando apareció el catálogo, la tela se denunció como falsa; Chatwin estaba triunfante. A Bruce le gustaba también viajar para peritar las obras, o buscarlas, durante las vacaciones, en los países de origen. Aprendió de los indígenas a viajar ligero, a liberarse de los objetos —tras tantos años en los que los había visto coleccionar.
Patagonia:
Tras los pasos de Bruce Chatwin
"Chatwin llegó a la Patagonia por primera vez en diciembre de 1974. El libro resultante, publicado en 1977, lanzó su carrera y revitalizó la literatura de viajes de finales del siglo 20"
BRUCE CHATWIN
ENTREVISTA DE CHRISTIAN KUPCHIK
http://www.morfologiawainhaus.com/pdf/E_Chatwin.pdf
Quizás se sería adecuado aclarar que la fotografia del cuaderno que figura sobre las fechas de nacimiento y defunción de Chatwin no corresponden a nada relacionado con Chatwin. Parece bastante improbable que Chatwin escribiese en francés (sin conocer la lengua) para hablar sobre dvds (que se inventaron años después de su muerte) o sobre series de televisión americanas (estrenadas más de una década después de su muerte).
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