Mundo Monmany
Este amplísimo viaje literario cubre un espacio inmenso y a la vez muy limitado, entre el cosmopolitismo y el provincianismo radical. Dos ciudades podrían servirnos de síntoma: la ciudad de Czes?aw Mi?osz, la polaca Vilnius, es decir, Vilna, capital de Lituania, donde se habla polaco, ruso, lituano y yiddish; y Klagenfurt, en el sur de Austria, cuna de Robert Musil e Ingeborg Bachmann, que la encontró pueblerina a pesar de su Babel internacional de italianos, eslovenos y austríacos germanófonos. Las ciudades pueden ser personajes literarios, como descubrieron Franz Hessel, Walter Benjamin, W. G. Sebald, Olivier Rodin, Orhan Pamuk o Claudio Magris, y destaca Mercedes Monmany: ciudades como «madres amorosas y posesivas» o como atolladeros insalvables. Una novela es, a ojos del israelí David Grossman, un viaje interior, de iniciación: los libros, según Cees Nooteboom, van del punto de partida a un punto final que sugiere un nuevo punto de partida. Por las fronteras de Europa lleva un subtítulo, Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, y funciona también como una antología de citas que invitan al lector a nuevas lecturas imprevistas.
Novelas, cuentos, ensayos, obras de ficción y de historia, diarios y biografías, reportajes periodísticos y libros de viajes, merecen la atención de Mercedes Monmany, que tantea los límites entre ficción y no ficción, fluctuantes como las fronteras de los territorios literarios elegidos para su estudio. Movimientos, generaciones, analogías y afinidades se entrelazan más allá de las fechas, del uso de un mismo idioma, de la pertenencia a determinadas tradiciones o leyes religiosas. El fondo común de toda esta literatura es la crisis del pensamiento europeo y, por consiguiente, de la novela, asumida como epítome de la producción literaria. Europa sería una realidad y una idea en mutación, en fuga, rota entre dos guerras mundiales y locales a la vez, y marcada indeleblemente por la herida del Holocausto. Tal estado de cosas habría decidido los rasgos característicos de una literatura de nómadas y exiliados perpetuos, de individuos que incluso se sienten expatriados sin llegar a salir nunca de su cuarto.
Mercedes Monmany asume la consigna que Baudelaire imparte en el primer capítulo del Salón de 1846: «La crítica debe ser parcial, apasionada y política». Aquí la descripción de las obras equivale a su valoración. Excelentes serán, por ejemplo, los escritores que aciertan a «traducir, en un ambiente entre fantasmagórico y mortecino, el gris siniestro y vulgar de una dictadura», los heroicos testigos «impotentes y horrorizados» de épocas «de opresión, miedo y muerte». El objetivo de Anton Chéjov de «luchar contra la falsedad y el autoritarismo», formulado a finales del siglo XIX, se superpone a finales del XX con la definición de Milan Kundera: la novela sería antiautoritaria por naturaleza. Mercedes Monmany lo argumenta: la novela «se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas; es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario».
Se le asigna así una función a la literatura: «Sacar esqueletos de los armarios […] desnudar los cómplices silencios y mentiras de la ciudad». Deslenguada, deberá «satirizar […] absurdos ritos sociales fosilizados». Polémica, dará pie a «incómodos debates». Revelará «secretos e imposturas». Las novelas policíacas de John Banville, firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, se leerán como «crítica social, retrato de una época, indagación moral y psicológica de personajes que viven atrapados tras la imagen exterior que han creado para ofrecer una pátina de prestigio y respetabilidad». El escritor destruirá «fetiches ideológicos» y «clichés nostálgicos y sentimentales», empezando por los suyos propios. Para Mercedes Monmany, la literatura tiene un «valor depurador», siempre a contracorriente del flujo de la lengua oficial, de Estado, mayoritaria, de la que hablaban en su ensayo sobre Kafka, hace mucho, Gilles Deleuze y Fálix Guattari, recordados aquí por Magris. Las convicciones éticas se convierten en ley estética, lingüística. La primera responsabilidad del escritor sería, como dice Mercedes Monmany antes de citar a Amos Oz, evitar «la confusión o evasión deliberada del lenguaje diario empleado por todos»: raíz de todo mal es no llamar a las cosas por su nombre.
A primera vista más interpretativo que judicial, el método de Mercedes Monmany para acercarse a la obra literaria es indirectamente normativo y se atiene en lo fundamental a la clásica afirmación de I. A. Richards, en 1926: el crítico es «juez de valores». Los valores que exaltan las reseñas de Por las fronteras de Europa reciben su peso moral de su entidad estética, del atrevimiento verbal de autores que, como proponía Antonia S. Byatt, registran la ocasión en la que «el manto de lo impensable se retira […] lo bastante para poder entreverlo». Svevo y Joyce, «dos meteoritos de la incertidumbre y el malestar europeos», señalan el principio de la renovación de la prosa en el siglo XX. Pero la vitalidad de estas literaturas impertinentes parece un síntoma de agotamiento histórico: los autores extraen sus fuerzas de un momento de extenuación siempre cumplido, dilatado, renovado, superado otra vez para anunciarse de nuevo.
En Por las fronteras de Europa se utiliza un campo de adjetivos que se refieren menos a la obra que a la impresión que causa en la lectora, Mercedes Monmany, y que se le augura al futuro público lector. De la observación de la obra se deducen los efectos que causará en quien la lea. La adjetivación remite a los sentidos: el tacto, la vista, el gusto. Una novela es punzante, agridulce, perspicaz, deliciosa. Los cuentos, por ejemplo, del boloñés Silvio D’Arzo son de una «mordiente dulzura», de una «rotunda claridad». Zadie Smith es espectacular, brillante, afilada, corrosiva. Cabría hablar de una estética del Shock and Awe, si tenemos en cuenta que el guionista y actor cinematográfico danés Knud Romer «nos habla de forma espeluznante de la estela de horror y violencia, de animalidad vergonzosa y primaria, que dejan las guerras mucho después de haber acabado». La conmoción es compatible con la contención y con el desbordamiento: las desmesuras del ruso Viktor Pelevin y «su fértil y febril fantasía satírica» no desmienten las aproximaciones de John Berger al reino de lo innombrado, ni los mundos insinuados de Kazuo Ishiguro. Erri de Luca escribe una literatura medida, espiritual y despojada, pero su «afilada y estremecedora belleza […] se hace casi insoportable, espeluznante».
El humor, «ese fetiche tan útil para respirar y seguir viviendo», sería un antídoto contra «la seriedad monstruosa del poder». En manos del finlandés Arto Paasilinna se vuelve «corrosivo, absurdo y antisistema». La alemana Birgit Vanderbeke lo emplea para dinamitar y demoler. Los soviéticos Ilf & Petrov lo usaron en los años veinte del siglo pasado como «desternillante artillería de sarcasmos masacrantes». El francés Boris Vian, «imaginación en estado puro», lo vuelve feroz «en despiadadas sátiras sociales y de costumbres». Si es «disparatado, excéntrico y portador de un germen mordaz, salvaje y cáustico», el humor será «sumamente irlandés». El del inglés Evelyn Waugh también es cáustico, con «zarpazos de ironía fulminante y arrasadora». El alemán judío Edgar Hilsenrath, «insolente, deslenguado y de dudoso gusto», someterá el tema más trágico –el Holocausto– al humor judío, «vitriólico», adjetivo aplicado también al israelí, mucho más joven, Etgar Keret (1967), otro maestro de «la trituradora del humor». Materia incandescente, el humor carcome esos «estados de perversión de valores a gran escala que son las dictaduras», como dice Mercedes Monmany a propósito del rumano Norman Manea.
Pero, hablando del ensayista Pietro Citati, a quien dedica un capítulo encabezado por la rotunda afirmación de que «el escritor es la literatura», Mercedes Monmany expone su idea de crítica. Se trataría de un procedimiento «sumamente atractivo para el lector», basado en la «construcción de tramas alrededor de tramas ajenas», la narración de lo ya narrado por otros. El intérprete o médium literario conciliaría la indagación psicológica (respecto a autores y personajes: el autor se transforma en personaje) y la interpretación textual, «privilegiando tras la máscara de los sucesos […] el efecto simbólico». Mercedes Monmany cumple sus objetivos: es atenta con sus lectores y con sus escritores.
Diré también lo que no encuentro en Por las fronteras de Europa. Siendo un volumen de reseñas de cientos de obras en más de veinte lenguas traducidas al español, ¿dónde están los traductores? Sólo nombra a dos traductoras al español, Isabel Hernández y Carmen Romero, y a la traductora de Miklós Bánffy al inglés, su nieta Katalin Bánffy-Jelen, así como celebra a dos italianos, Guido Ceronetti, traductor del hebreo y el latín, y Nadia Fusini, traductora del inglés. La ausencia se siente más si pensamos que la propia Mercedes Monmany ha traducido alguna vez y con fortuna.
Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).
M
4
GRAN BRETAÑA, VOLVIENDO SOBRE EL ASUNTO
J.R. Ackerley:
Vacación hindú (fragmento)
"Pareció muy turbado. Si no me gustaban los dulces indios, dijo, tenía unas masas inglesas que había comprado en Calcuta; pero me excusé por lo reciente del almuerzo, recordando que él no iba a Calcuta desde hacía más de seis meses.
Lo vi mirar con tristeza la bandeja cargada. Había esperado, dijo, que la compartiéramos. Era una gran desilusión. De hecho, parecía tan deprimido que sugerí que, ya que yo no me sentía inclinado a comer en el momento presente, quizás podría llevarme algo a mi casa para comerlo en otro momento.
Esto le pareció un plan excelente; su espíritu revivió de inmediato, y envió a su hijo con los dulces para hacer un paquete que yo me pudiera llevar. Pero en unos momentos volvió el niño para decir que lamentablemente no podía hallarse nada con qué envolver la comida; a lo cual Abdul, siempre con recursos, sacó del bolsillo un pañuelo sucio que le arrojó al niño. Tras lo cual, a despecho de mi negativa, pidió té, que trajeron, ya mezclado con leche y azúcar, en una tetera; pero debido sin duda a que no lo habían preparado con agua hirviendo, se lo encontró tan cargado de hojas de té que a duras penas goteaba del pico, y fue enviado de regreso a la cocina para que lo colaran. Acepté un vaso cuando al fin regresó, para compensar mi rechazo de la comida; pero estaba horriblemente dulce y tibio, y no bebí mucho. Poco después me marché, llevándome los dulces envueltos en el pañuelo de Abdul.
Por un día o dos los mantuve expuestos en un plato en mi sala, tirando unos pocos de vez en cuando, de modo que pareciera que los iba consumiendo. Dijo que no podía expresar su orgullo y satisfacción porque yo hubiera visitado su casa, casa cuyo alquiler, agregó, le costaba dos rupias mensuales.
Desde su exhibición de indecisiones hace unos días, Su Alteza no ha vuelto a hablarme del viaje. Las alusiones casuales que ha hecho implican que se ha resignado a lo inevitable; y aunque no cesa de quejarse de mala salud, parece decidido que partirá en cuatro días. Supongo que es culpa mía si no sé más sobre el tema. Como el plan original era que yo sincronizaría nuestras vacaciones, naturalmente traté de ponerlo en marcha, sintiendo que mi propio viaje dependía del suyo; y como mis estímulos aumentaron junto con su rechazo, sin duda me considera poco simpatizante con él en el tema, y no lo menciona. Pero ahora que, con las cartas de presentación y las invitaciones, y una cosa y otra, parece seguro que, independientemente de sus planes, yo partiré para Benarés el 19, no me importa que él haga su peregrinación o no. De modo que hoy cuando estábamos dando nuestro paseo en auto abordé cautelosamente el tema, para ver si lo estaba encarando con mejor ánimo. No era así. Estaba muy sombrío, y dijo que su salud no mejoraba, y que los remedios que le habían dado los médicos le hacían llorar los ojos. Le pregunté cuál era el objetivo exacto de la peregrinación, y me explicó que estaba obligado a consumar ciertos ritos religiosos en ciertos lugares sagrados para obtener absolución para las almas de sus ancestros. No había un castigo definido por no hacerlo, pero las almas quedarían necesitadas por toda la eternidad, y esta negligencia se contabilizaría en su contra y, junto con otras malas acciones que hubiera cometido, contribuiría a enviarlo al infierno y a demorar su pasaje por el ciclo de transmigraciones y reabsorción en el Espíritu Universal. "
Monica Ali:
“En la cocina”
El chocolate que aún tenía en la boca cuando se quedó dormido se había derretido y le chorreaba por la barbilla. Gabe volvió a la cocina a buscar toallitas de papel y se enjuagó la boca y escupió. Advirtió el parpadeo del contestador y apretó la tecla.
El regreso como dilema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162
Kingsley Amis
El misterio de Darkwater Hall (fragmento)
"El incidente no había durado ni un minuto, y su significado e importancia no me quedaban nada claros. No obstante, encontré cierta dificultad en serenar mi mente y dormirme. Fui incapaz de identificar la voz del hombre; la de la mujer era casi con total seguridad la de lady Fairfax. Me pregunté qué podía haberla llevado a esa hora a una parte de la casa tan distante de sus aposentos.
Cuando al fin conseguí dormirme, caí en un sueño profundo. A la mañana siguiente, totalmente repuesto de la agotadora jornada previa, apenas había acabado el desayuno cuando la casa se sumió en una repentina agitación: alguien había entrado por la fuerza en la armería a través de una ventana y se había llevado el rifle Rossi-Charles y media docena de balas de su calibre. No faltaba nada más, según Carlos, quien, deduje, estaba literalmente a cargo del modesto arsenal de su señor. Recordando la máxima de Sherlock Holmes de que no hay rama de la ciencia detectivesca tan importante como el arte de rastrear huellas, fui a buscar la lupa que había tenido la previsión de llevar conmigo y me puse a trabajar en la zona más próxima a la ventana. Pero las circunstancias me fueron adversas exactamente en el elemento que con tanta frecuencia favorecía a mi amigo: en la tierra, seca y dura por el caluroso verano, no había rastro alguno de lo que buscaba. Regresé a la armería y me encontré con que se estaba produciendo una disputa. "
Martin Amis:
"Ellas están allí y yo aquí -ellas son inertes, yo estoy vivo-, y sin embargo me producen ganas de vomitar, me revuelven el estómago; me siento como si un hijo mío hubiera estado fuera de casa mucho tiempo y comenzara a oscurecer. Es una práctica buena y apropiada. Porque lo haré montones de veces, vomitaré muchísimo, si las armas caen y yo sobrevivo. Todas las mañanas, seis días a la semana, salgo de mi casa y recorro en coche una milla hasta el apartamento donde trabajo. Durante siete u ocho horas estoy solo. Cada vez que oigo en el aire un gemido súbito o uno de los más atroces impactos de la vida ciudadana, o sirvo de huésped a cierto tipo de pensamientos indeseados, no puedo evitar preguntarme cómo sería. Supongamos que sobrevivo. Supongamos que no se me derriten los ojos en la cara, que no me toca el huracán de misiles secundarios en que hormigón, metal y cristal se han convertido bruscamente; supongamos todo esto. Me veré obligado (y es lo último que tendré ganas de hacer) a desandar la larga milla que me separa de mi hogar a través de la tormenta de fuego, los restos de los vientos de mil millas por hora, los átomos descarriados, los muertos envilecidos. Luego -Dios mediante, en caso de que todavía me queden fuerzas y, por supuesto, de que aún estén vivos- tendré que encontrar a mi mujer y mis hijos y tendré que matarlos."
"Creo que, provocada o no provocada, la Rebelión de Norlag fue algo de una heroica belleza. Nadie me convencerá de lo contrario. Estábamos dispuestos a morir. He conocido la guerra, y no fue como la guerra. Déjame explicártelo. Estás confundida, querida mía, mi preciosa, si piensas que en las horas previas a la batalla los hombres están llenos de odio. Ésa es la ironía y la tragedia del asunto. El sol se alza sobre la planicie donde los ejércitos se miran cara a cara. Y el corazón de cada hombre está lleno de amor: de amor por su propia vida, por toda vida, por cualquier vida. Amor, no odio. Y no puedes encontrar realmente el odio —que es lo que necesitas hacer— hasta que das el primer paso en el interior de la vorágine de hierro. El 4 de agosto el amor aún estaba allí, incluso al acabar el día. Era..., era como Dios. Y no un Dios ruso. Era magnífico, el modo en que estábamos allí en fila cogidos del brazo. Todos, las mujeres, Lev, todo el mundo, hasta los comemierda, todos allí de pie cogiéndose del brazo.
Dos días después yo estaba en un campo de filtración en la tundra, para recibir otra sentencia o ser ejecutado. A Semyon y a Johnreed los habían acribillado a tiros cuando los aviones llegaron de Moscú. Beria había caído en desgracia. El hombre designado para prenderlo fue mi mariscal, Georgi Zhukov. Me encanta que así fuera. Lavrenti Beria, el brillante pervertido, alzó la mirada de su escritorio y vio a su némesis: el hombre que ganó la Segunda Guerra Mundial. A mí me trasladaron absurdamente a Krasnoyarsk, y la primavera siguiente me subieron a una barcaza que me llevó de vuelta Yenisei arriba. Cuando volví, a un lado del monte Schweinsteiger estaban acondicionando un viejo barracón que habría de hacer de Casa de los Encuentros.
El 5 de agosto de 1953, después de veintiocho horas de operaciones de urgencias, Janusz se miró en el espejo: pensó que se había puesto la gorra con un poco de talco dentro. El pelo se le había vuelto blanco.
Por esa misma época, en otro acontecimiento familiar relacionado con la muerte de Iósif Vissarionovich, a Vadim, mi medio hermano y fraternal gemelo de Lev, lo mataron a palos mientras reprimía las huelgas y revueltas de Berlín Este. "
Castas y filiaciones literarias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
Nicola Barker
The Yips (fragmento)
"¿Por qué preocuparse? –demandó ella. ¿Por qué toda esta inútil preocupación? Puedes hacer lo que te plazca. No es el toilet de los hombres sino tu propia habitación. Tu cuchitril. Es tu pequeña y especial atalaya…
Jenn sacó un taburete y se sentó, desparramando su rubia coleta sobre los hombros, se inclinó hacia delante, presionó con sus pulgares sobre los elásticos del diamante forrado de sus calcetines rosa, que le llegaban hasta la rodilla y tiró de ambos un par de centímetros.
-¿Mi atalaya? –repitió sorprendido Gene.
-Es un poco raro, ¿pero no te lo parece? Jenn contempló su alrededor, frunciendo el ceño. Quiero decir que tienes una oficina con una larga ventana que va a dar justo a las letrinas.
Se torció hacia los lados, presionando sus manos sobre el estante que corría sobre la ventana y miró a través de él. En ese preciso instante se abrió la puerta del toilet y entró un hombre que vio a Jenn asomada a la ventana, dio un giro rápido de 180º y se marchó.
-Bueno te suplico que vengas a ver algo extraordinario.
-Desde luego que parece extraño, Jenn, dijo Gene mientras trataba de controlar el sarcasmo del que estaba teñido su voz. Estoy en los toilets para trabajar –dijo, haciendo señas a las fregonas, no para pervertir a los pobres clientes todo el día.
-¿Pero por qué habría una ventana si no fueras a mirar a través de ella? –preguntó Jenn.
-¿Puede la gente mirar? Gene hizo una peligrosa conjetura ¿Para pedir por ayuda, quizás?
-¿Pero por qué querrían ellos hacer eso?
-No tengo ni idea –se encogió de hombros Gene. Para cerciorarse, o si hay algún tipo de obstáculo en uno de los toilets, o si se han quedado sin…"
y Jonathan Coe:
"Tres meses después, recibí una carta del padre de Bárbara. Me contaba que Bárbara estaba embarazada, y que creía que yo era el responsable. Estaba claro por la carta que esperaba que hiciera lo que se seguía considerándose correcto en esa época.
Así que, mes y medio después, nos casamos.
Vivimos unas meses en casa de sus padres, cerca de la fábrica de Cadbury en Bournville, pero no era un plan muy cómodo. Obtuve un puesto de ayudante bibliotecario en una escuela técnica de la ciudad, y al poco tiempo ya habíamos conseguido juntar el dinero necesario para alquilar un pequeño piso en Northfield. Nuestro primer y único hijo, Max, nació en febrero de 1961.
Pasarían otros cincos años antes de que pudiésemos ahorrar lo suficiente para pagar la entrada de una casa en propiedad; y en ese momento nos trasladamos a Rubery, a una anónima casa de tres dormitorios revocada de guijarros, en una calle sin personalidad de casas parecidas, bastante cerca del campo municipal de golf al pie de las Lickey Hills.
Vivimos allí la mayor parte de las dos décadas siguientes; y también fue allí, en la primavera de 1967, donde vi a Roger Anstruther por última vez.
No sé cómo encontraría mi dirección. Lo único que sé fue que se plantó en mi umbral un domingo de mayo al anochecer. En la City, Roger siempre se había distinguido por su aspecto característico. Aquella noche, cuando se materializó sin avisar en las afueras de Birmingham, llevando una larga capa negra como antes, pero con el añadido de un sombrero de fieltro a juego, estilosamente ladeado en la cabeza, resultaba totalmente extravagante. Al principio, al verlo, me quedé demasiado sorprendido como para que me salieran las palabras, y sólo pude hacerle un gesto para invitarle a pasar.
Lo llevé al cuarto de atrás, al que Bárbara, Max y yo llamábamos “el comedor”, aunque casi nunca comíamos en él. No había ni ginebra ni tónica que ofrecerle a Roger, así que tuvo que conformarse con un jerez dulce. Bárbara estuvo con nosotros un rato, pero no tenía ni idea de quién era aquel desconocido tan extraño (nunca le había hablado de Roger) y estaba claro que se encontraba incómoda en su presencia. Al poco rato, se fue a la salita de al lado, a ver la televisión con Max. Recuerdo que el día de regreso a Plymouth de Francis Chichester, tras su triunfal vuelta al mundo, y los tres habíamos estado viendo la retransmisión en directo. Incluso mientras hablaba con Roger, se oían los gritos de entusiasmo de la gente a través de la fina pared divisoria, y la voz estentórea del comentarista de la BBC.
-Y esto… -dijo Roger echando un vistazo general a nuestro comedor, con su pulcra serie de adornos, la “mejor” porcelana expuesta en el aparador y los paisajes baratos enmarcados colgando de la pared- es lo que tú consideras “vivir”, ¿no?
No contesté. Afortunadamente, fue el único comentario que hizo Roger aquella noche que implicaba una crítica a la vida que yo había elegido para mí mismo.
La mayor parte del tiempo estuvo en un plan bastante conciliador. Se quedó poco más de una hora, porque tenía que coger un tren de vuelta a Londres-Euston a tiempo de hacer las maletas para su partida al día siguiente. Me preguntó si le perdonaba cómo se había portado conmigo. Le dije (sin ser totalmente sincero) que raramente pensaba en ello, y que cuando lo hacía era sin ningún tipo de rencor o resentimiento. Me dijo que se alegraba de oírlo, y me preguntó si me podía escribir de vez en cuando desde Bangkok. Le dije que sí, si le apetecía.
La primera postal de Roger llegó como un mes después. A lo largo de los años la siguieron muchas otras, a intervalos tremendamente irregulares y desde los sitios más diversos, como Hanoi, Pekín, Mandalay, Chittagong, Singapur, Seúl, Tokio, Manila, Taipéi, Bali, Yakarta, el Tíbet, o cualquier otro que se les pueda ocurrir. Por lo visto, nunca se quedaba en el mismo sitio más que unos cuantos meses. A veces parecía que trabajaba, otras que sólo viajaba, llevado por aquel perpetuo espíritu de búsqueda infatigable que formaba parte esencial de su naturaleza. Alguna que otra vez (pero muy de tarde en tarde) le contestaba, pero seguía sin fiarme de Roger, y siempre ponía mucho cuidado en no desvelarle demasiadas cosas sobre mí o sobre mi vida. Me limitaba a escribirle unas líneas describiéndole a grandes rasgos los últimos acontecimientos: que Max había aprobado cinco de sus exámenes de Primaria, por ejemplo, o que habían aceptado publicar un poema mío en una pequeña revista local, o que Bárbara se había muerto de cáncer de mama a los cuarenta y seis años. "
Humor negro británico . . . . . . . . . . . 181
Julian Barnes:
El loro de Flaubert (fragmento)"1. No volverán a escribirse novelas en las que un grupo de personas, aislado por las circunstancias, regrese a la "condición natural" del hombre, vuelvan a ser criaturas esenciales, pobres, desnudas, armadas de horcas. Lo máximo que se permite escribir es un relato muy breve, el último del género, el tapón de la botella. Yo mismo lo escribiré. Un grupo de viajeros naufraga, o sufre un accidente de aviación, en algún lugar, seguro que será una isla. Uno de ellos, un tipo fuerte, alto, antipático, tiene un arma de fuego. Obliga a todos los demás a vivir en unos pozos de arena cavados por ellos mismos. De vez en cuando saca a uno de sus prisioneros, le mata de un disparo, y se lo come. La carne sabe bien, y el hombre va engordando. Después de haber matado y haberse comido a su último prisionero, empieza a preocuparse porque no sabe que va a comer a partir de ese momento; pero por fortuna llega un hidroavión y le rescata. Luego cuenta al mundo que él fue el único superviviente del desastre inicial, y que ha sobrevivido comiendo bayas, hojas y raíces. El mundo se queda maravillado ante su magnífico estado de salud, y en los escaparates de las tiendas de comida para vegetarianos colocan carteles con una foto de él. Jamás se llega a averiguar lo que hizo en la isla. Ya ve lo fácil que es escribir, lo divertido que resulta. Por eso prohibiría este género.
2. No se escribirán más novelas sobre el incesto. No, ni siquiera las de muy mal gusto.
3. No habrá más novelas cuya acción se desarrolle en los mataderos. Admito que, de momento, éste es un género sin importancia; pero me he fijado en que recientemente está aumentando la utilización de los mataderos en los relatos breves. Hay que cortar de raíz esta tendencia.
4. Habrá que establecer una prohibición, durante veinte años, para toda novela que ocurra en Oxford o Cambridge, y una prohibición de diez años para toda la narrativa universitaria de los demás tipos. No se prohibirá la narrativa cuya acción se desarrolle en los institutos de formación profesional (pero no habrá subsidios que la fomenten). No se prohibirán las novelas cuya acción ocurra en escuelas primarias, pero se prohibirá durante diez años las de las escuelas secundarias. Prohibición parcial para las novelas de maduración (se permitirá una solamente por autor). Prohibición parcial para las novelas escritas en presente histórico (también en ese caso, se autorizará una por autor). Habrá una prohibición total para las novelas en las que el principal personaje sea un periodista o un presentador de televisión.
5. Se creará un sistema de contingentación para las novelas cuya acción se desarrolle en Sudamérica. Con esta medida se pretende poner freno a la epidemia de barroquismo de viajes todo-incluido y de ironía gruesa. Ah, la propincuidad de la vida barata y de los principios caros, de la religión y el bandidaje, del honor sorprendente y la crueldad fortuita. Ah, el pájaro daiquiri que incuba sus huevos bajo el ala; ah, el árbol fredona, cuyas raíces crecen en la punta de las ramas, y cuyas fibras le permiten al jorobado dejar telepáticamente embarazada a la altiva esposa del dueño de la hacienda; ah, el teatro de la ópera completamente invadido por la vegetación selvática. Permítame el lector que dé unos golpecitos a la mesa y que diga "¡El siguiente!" Para las novelas cuya acción se desarrolle en el Ártico o el Antártico se crearan unas becas de desarrollo.
6. a) Prohibición para las escenas en las que ocurre una relación carnal entre un ser humano y un animal. La mujer y la marsopa, por ejemplo, cuya tierna cópula simboliza una plena reparación de los tenues hilos de telaraña que antiguamente vinculaban entre sí, de forma maravillosamente pacífica, a todos los seres vivos. De eso nada. b) Nada de escenas en las que la relación carnal se desarrolle entre hombre y mujer (a la manera marsupial, podríamos decir) en la ducha. Lo digo por motivos en principio estéticos, pero también facultativos.
7. Prohibidas las novelas que traten de pequeñas, y hasta ahora olvidadas, guerras en los confines del Imperio Británico, a lo largo de cuyo detallado desarrollo nos enteramos de que, en primer lugar, el británico medio es un ser malvado; y, en segundo, que la guerra es un asunto verdaderamente horrible.
8. Prohibidas las novelas en las que el narrador, o cualquiera de los personajes, sea identificado simplemente por la letra inicial. ¡Todavía hay quien lo sigue haciendo!
9. No se permitirá que se escriban novelas que en realidad tratan de otras novelas. Se prohibirán las "versiones modernas", las reelaboraciones, las secuelas y precuelas. Quedarán prohibidos los finales imaginativos de las novelas que su autor dejó sin terminar a su muerte. En lugar de eso, se les proporcionará a todos los escritores un dechado en lanas de colores, para que lo cuelguen en la repisa de su chimenea. Y que dirá lo siguiente: Que cada cual teja su propia labor.
10. Habrá una prohibición de veinte años para el tema de Dios; mejor dicho, para toda utilización alegórica, metafórica, alusiva, entre bastidores, imprecisa y ambigua de Dios. El jardinero barbudo que se pasa el día cuidando el manzano; el sabio y el viejo lobo de mar que jamás se precipita a la hora de emitir juicios; el personaje al que se nos presenta solo a medias, pero que a la altura del capítulo cuarto ya nos empieza a dar escalofríos... Todos ellos tendrán que quedar encerrados en el armario. Sólo se permite la aparición de Dios en forma de una divinidad verificable que se enfada lo suyo ante las transgresiones humanas. "
Volviendo a hablar del asunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18
Sybille Bedford
El legado (fragmento)
"Aquel año, el otoño llegó temprano a la Sologne. Melanie, a quien antes no le gustaba la tranquilidad, ahora no podía soportar el sonido que hacía el viento. Ella creyó que se marcharían después del nacimiento del bebé, pero Julius no dio ninguna muestra de ello. Ahora, cuando estaba en casa, se mostraba a gusto con ella: era amable, atento y, en ocasiones, incluso hablador. Se decidió que era necesario mantener las chimeneas encendidas de toda la casa, y algunas de ellas humeaban siempre. Eso era molesto y perjudicial para su asma, y le ocupaba buena parte del tiempo. Almorzaban en el comedor, que era demasiado grande, y Julius ideó una forma de lidiar con las corrientes de aire, aunque éstas parecían que cambiaban constantemente de dirección. Ambos seguían poniendo especial cuidado en su ropa. Llegó una caja de mimbre con el letrero agua, por favor, dirigida a Henrietta Clara Melanie von Felden. En su interior, sobre un lecho de paja revuelta y galletas troceadas, jadeaba un cachorro de foxterrier. Sujeto a la caja había un sobre con una tarjeta. «Para Henrietta de su tío Johannes», y una carta. Julius montó en cólera.
[...]
El perro fue familiarizándose con el lugar y se lo acabó conociendo como el perro de Henrietta. Nadie se acordó de hacer nada respecto al ordenanza. Melanie estuvo tosiendo a lo largo de todo el mes octubre, y la doncella creyó que sufría una calentura. En noviembre sufrió una bronquitis, pero en Navidad volvía a estar en pie. Julius le dijo que tenía que comer. Fue un invierno suave pero húmedo. El piso de abajo no se utilizaba. A Julius le servían la cena en la sala, donde leía sus catálogos, y a Melanie le subían la comida en bandejas. Cuando las ocas salvajes oían cómo se abría su ventana, se amontonaban debajo de ella para lanzarse tras algún bocado que ella tuviera a bien arrojarles. En enero, llegó la noticia de que Flora había muerto. Cuando Julius lo supo, fue incapaz de decírselo a Melanie. Se encerró con el telegrama y pensó en mandar llamar a Clara, al cura, a Nelly de la Turbie… Al final le pidió a la doncella de Melanie que se lo dijera ella misma. Ésta, la nueva, la francesa, que al parecer era bastante buena mujer, aunque su señora no le caía bien, hizo cuanto pudo.
—Eh bien non, elle ne m’a pas semblée trop bouleversée —le dijo.
Melanie lloró un poco aquel día, y todos los días de aquella semana, por la pobre Flora, y no paraba de mencionar anécdotas que recordaba de tiempo atrás.
Julius le preguntó si no creía que a sus padres les gustaría tenerla a su lado en esos momentos. Melanie contestó que Flora había pasado los últimos cuatro años lejos de casa, y estaba segura de que preferirían continuar tal como estaban. "
Sobre los artistas (fragmento)
y el reino de lo no nombrado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194
William Boyd
"Hasta donde él podía recordar, el día del primer asesinato, el doctor Salvador Carriscant —el más célebre cirujano de Filipinas— sufría un ligero dolor de cabeza y al salir de su casa decidió ir al trabajo andando, como solía hacer en ocasiones. Nadie que tuviera alguna importancia o autoestima, incluso el más mínimo amor propio, caminaba por Manila en aquellos tiempos, pero el doctor Carriscant disfrutaba del corto paseo desde su hermosa casa en la calle de la Victoria hasta el hospital de San Jerónimo, no solo por la agradable sensación de compañerismo libertario que le producía sino también porque el interludio le permitía calmarse, olvidar las irritaciones y frustraciones de su vida doméstica y aclarar su mente para el estimulante pero complicado día de trabajo que le esperaba en las salas quirúrgicas.
El hospital de San Jerónimo de Manila era un edificio relativamente reciente, ya que había sido terminado en 1878 y renovado veinte años más tarde cuando se instaló la luz eléctrica. Estaba diseñado siguiendo en cierto modo el modelo del Palazzo Salimberri de Siena, según le había informado a Carriscant un anciano miembro de la junta directiva del hospital, y en realidad la fachada que daba a la calle tenía cierta semejanza con un tosco edificio del cuatrocientos, hecho con ladrillos de adobe bien cortados, con un sencillo tejado a cuatro aguas de tejas de terracota, medio cubierto de helechos, musgo y otras plantas. Había un portal alto en arco con pesadas puertas de madera y una hilera de pequeñas ventanas cuadradas en la parte superior, que le daban un carácter sólido e inaccesible, como si pudiera ser necesario defenderlo en tiempos de insurrección o pudiera tener que hacer las veces de prisión. Dentro, sin embargo, había un ancho patio pavimentado con un claustro de arcos en tres lados y detrás del mismo se encontraba un maduro jardín botánico amurallado y entrecruzado por senderos de grava. Varias consultas de los médicos, despachos administrativos y el dispensario daban a las arcadas del claustro, pero los dos quirófanos que había estaban en dos alas achaparradas que se proyectaban al este y al oeste, a ambos lados del jardín, casi como si se les hubiera ocurrido añadirlas después. El quirófano del doctor Carriscant estaba en el ala este. El director médico del hospital de San Jerónimo, el doctor Isidro Cruz, ejercía su arte en el ala oeste.
El diseño del San Jerónimo era sencillo y, siempre y cuando el número de pacientes no creciera demasiado rápido, como había ocurrido cuando estallaron las epidemias de cólera y viruela, era bastante eficaz. Los pacientes visitaban primero a los médicos de la planta baja, los cuales, en caso necesario, los remitían a los cirujanos. Los cuidados postoperatorios se realizaban en las salas que ocupaban el piso de arriba. La única desventaja era que no había laboratorios ni salas de disección y que el depósito de cadáveres era más bien pequeño. En consecuencia, cualquier trabajo anatómico o experimental tenía que llevarse a cabo en el hospital de San Lázaro o en establecimientos privados. La reputación del San Jerónimo había sido alta, casi desde su inicio, debido a la famosa destreza del doctor Cruz (quien había realizado más de tres docenas de amputaciones un día de 1882), pero había aumentado en los últimos años, con el regreso de Salvador Carriscant de Escocia en 1897 y la introducción del listerismo y de los más recientes métodos quirúrgicos, por el notable índice de éxitos que estas innovaciones habían producido. La junta del hospital había aumentado su sueldo inicial cuatro veces y le había concedido el título honorífico de cirujano jefe, medida contra la que el doctor Cruz había protestado pública y vehementemente y que había sellado y, por así decirlo, formalizado la animosidad personal existente entre ambos médicos. En público los dos hombres mantenían un aire de cortés y profesional reserva, pero todo el mundo sabía que el doctor Cruz detestaba al doctor Carriscant y todo lo que este representaba en el terreno médico. Los sentimientos eran recíprocos: para Cruz, Carriscant era un obseso seguidor de la última moda y un descuidado experimentador; para Carriscant, Cruz era una mezcla de matasanos antediluviano y un siniestro artista de circo. ":
Melancolía intelectual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
A. S. Byatt
Ángeles e insectos (fragmento)
"Recogió los tristes despojos de su valerosa oponente, y siguió su camino, siempre hacia el interior, cargando con el cuerpo muerto por delante de ella. Esto debió de confundir tanto a las habitantes del nido, debió de enmascarar con tanta eficacia su rareza, su olor extraño, que esta Medea fue capaz de introducirse en una grieta contigua a la cámara misma donde dormían las reinas del nido de cristal. Allí se quedó, con el cuerpo enemigo atravesado en el umbral, inmóvil y alerta. Nos tememos que también hambrienta, porque no la vimos alimentarse durante todo ese tiempo. Y entonces, un día, empezó a socavar el terreno otra vez, obedeciendo a algún consejero interior en lo referente a lo que había tras la delgada pared que estaba destruyendo, hasta que, finalmente, irrumpió en la cámara de las soberanas, donde sus esclavas se dedicaban a lamer aquellos cuerpos enormes y a llevarse sus huevos a la cámara de cría. La reina roja miró a su alrededor, y avanzó dispuesta a atacar. Las reinas negras estaban hinchadas de huevos y nadando en el lujo de su harén. No contaban con tener que luchar, y no tomaron represalias con una furia equivalente a la fuerza desarrollada en el asalto por la agresora, que enseguida había montado encima de una desgraciada y le cortaba la cabeza con un preciso movimiento de sus mandíbulas. Se produjo cierta agitación y cierto desconcierto entre las doncellas de las cámaras de cría y las de las damas, pero ninguna se enfrentó a la regicida, que se quedó exhausta un rato, sin librar de su abrazo mortal a su adversaria.
Y durante muchos días más siguió sin librarla de su abrazo. Comenzó a moverse con mayor libertad por la cámara, pero siempre a caballo, por así decirlo, de la cáscara sin vida de su rival, como si fuera un fantasma, o un demonio que poseyera y animara la marioneta de una reina. Y entonces puso sus primeros huevos, que fueron servilmente recogidos y transportados hasta su cuna por las esclavas de las hormigas de los bosques, exactamente como si aquella farsante, aquella impostora, fuera la verdadera heredera de la asesinada. El aspecto de los huevos difiere considerablemente de los de sus rivales, pero parece que eso no supone ninguna diferencia para las nodrizas, que los «reconocen» por los escasos rastros del olor de la pobre madre muerta que aún quedan en su asesina. Y las criaturas rojas crecerán entre las negras y, durante un tiempo, trabajarán juntas y, quién sabe, tal vez lleguen a ser más numerosas que las hormigas de los bosques, y puede que el palacio cambie de forma, y la colonia, en su estado actual, muera. O quizá se pierda el linaje, y el nido de cristal vuelva a manos de sus soberanas anteriores. Esperaremos año tras año, estación tras estación, a que el reino subterráneo nos revele su historia secreta. "
: Aventuras y desventuras del 68 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 204
Cyril Connolly
«La única manera de escribir es considerar al lector a la misma altura que el autor»
«El poeta chino se nos presenta como un amigo, el poeta occidental como un amante», escribe Arthur Waley; pero el prosista occidental también solía presentarse como amigo […] En los círculos de Johnson, de Walpole y de Madame du Deffand o de los Enciclopedistas nadie podía vivir sin su amigo. Los amaban, y hasta un filósofo misántropo como La Bruyère podía ponerse sentimental con el asunto.
[…] Hoy la industrialización del mundo, el Estado totalitario y el egoísmo materialista han terminado con la amistad. Primero por acelerar el tempo de las comunicaciones hasta el punto de que ya nadie es indispensable; luego por imponerle tales exigencias al individuo, que la camaradería ya sólo puede darse entre colegas y únicamente durante el tiempo que dure su colaboración; finalmente, por realzar aquello que es, esencialmente, egoísta y malo en la gente […] Hemos desarrollado la simpatía a expensas de la lealtad.
La Fraternidad es el soborno que el Estado le hace al individuo. Es la única virtud que puede proporcionar valentía a los miembros de una sociedad materialista. Toda la propaganda estatal exalta la camaradería porque es el sentido gregario y el olor de rebaño lo que mantiene a la gente sin pensar y la lleva a aceptar la destrucción de sus vidas privadas. Problema para los escritores orgánicos o para los artistas en sus cementerios de guerra: ¿Cómo convertir la Fraternidad en emoción estética?
: Una inteligencia brillante e irresistible . . . . . . . . . . . . 211
Rachel Cusk:
Las variaciones Bradshaw (fragmento)
"A veces, de pie en el patio asfaltado, le envuelven vagos sentimientos de bondad y compasión, casi de tristeza. Normalmente llega temprano; los niños todavía no han salido. Las brillantes estructuras geométricas para trepar, el cajón de arena vacío, los arbustos cuidados e indestructibles en los parterres, todo le resulta muy familiar. Parece estar recordándolo y, sin embargo, lo tiene delante de los ojos. Es como si lo observara desde un extraño más allá. Aquí, comprende Thomas, es donde Alexa pasa la mayor parte de las horas de vigilia.
Llega más gente; Thomas empieza a oír murmullos de conversaciones, llantos de bebé, gritos de niños pequeños. Se ha percatado de que en la media hora que pasa allí el nivel de ruido ambiental del patio asciende virtualmente sin trabas desde un piano a un fortísimo. Siempre llega un momento en que ya no logra distinguir un sonido de otro. Es esta pérdida de la capacidad de individuación lo que hace que se sienta irreal. Necesita que salga Alexa; necesita algo que pueda identificar para volver a existir. Varios bancos pequeños rodean el recinto y Thomas se sienta en uno. Tararea el adagio. Tamborilea con los dedos en los muslos.
En una jarra de la mesa de la cocina hay rosas amarillas. Las puso Thomas. Le llaman la atención cada vez que pasa: un estallido de sol en las sombrías profundidades de la habitación de abajo.
Intenta recordar qué mes es. El amarillo de las rosas le hace pensar en el verano, pero la luz ambiental es gris y apagada, como dispuesta a rendirse ante la oscuridad en cualquier momento. Thomas se ríe en voz alta: qué risa, no sabe en qué mes está. Recita para sí los nombres de los meses. Ningún nombre le dice más que otro. Por un segundo ni siquiera sabe en qué parte del día está, si la incipiente oscuridad está creciendo o menguando, si se acerca la noche o el día. Mira el reloj; recuerda que es jueves, que están en enero. Se siente mejor. Ha completado una tarea pequeña pero necesaria, algo capaz de hacer que se sienta más cómodo. El año es un acontecimiento que contempla sin participar en él, como el público de una obra de teatro. Se ha acomodado entre el público, a gusto en su falta de ambición, pero de vez en cuando lo atrapa la ansiedad, expulsado súbitamente de sí mismo, como una criaturita incauta a la que el predador agarra de pronto por los talones. La falta de participación implica cierta vulnerabilidad. La ansiedad puede abatirse sobre él en cualquier momento y llevárselo.
Decide empezar a correr. Acompaña a Alexa al colegio y luego se aleja corriendo por la mañana, corriendo por las aceras, siguiendo las calles residenciales hacia el parque. Lo hace a diario. Al cabo de una semana su cuerpo se siente más orgulloso, con más energía. Le llena un afán, como una tensión que nunca llega a identificar ni a resolver, pero que traslada al desgaste de la carrera del día siguiente. Nota la tensión y nota el alivio de gastarla. Las rosas se vuelven marrones alrededor de su centro amarillo. "
Mujeres desesperadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213
Michael Frayn
La trampa maestra (fragmento)
"Todo el asunto estaba preparado de principio a fin. La inverosímil búsqueda de mi ayuda, la farsa de la inocencia artística y la inmoralidad económica, la cadena de cuadros para conducirme a la trampa. ¡El anzuelo típico! Utilizar mi propia inmoralidad para atraerme y mi vanidad para cegarme.
El mundo entero se ha convertido en su negativo. Los blancos cegadores se han vuelto negros, y los negros de un blanco transparente. El cuadro también se ha trastocado. Todas las virtudes que le achacaba las veo ahora como debilidades manifiestas, y todos los signos de autenticidad como pruebas de su falsedad. Toda mi sabiduría secreta se ha convertido en imbecilidad pública; mi convicción absoluta, en desconfianza universal. Sí, cuando recuerdo aquel momento de absoluta certeza en que lo vi por primera vez, cuando recuerdo lo que he corrido de biblioteca en biblioteca en pos de su autentificación, siguiendo las pistas falsas que mi supuesta víctima me había dejado, enterrándome cada vez más profundamente en la mentira, se me cae la cara de vergüenza.
Detrás del banco hay apoyadas varias tablas, con bodegones y paisajes más o menos acabados. Mi mirada va de una a otra, buscando Los juerguistas. No es ninguna. Ninguna se le parece ni remotamente. Por ejemplo, todos son mucho más pequeños. Y mucho, mucho más... ¿qué? ¿Cuál es la palabra que busco?
Mucho más burdos. Mucho más de principiante. Mucho más de inepto. ¡Ese hombre no pudo pintarlo!
Recupero lentamente la noción de realidad y el uso de razón. He tenido un ataque de pánico moral. Tony Churt no podría ni falsificar su propia firma, ¿Cómo va a falsificar una pintura del siglo XVI? Si no puede conservar el paisaje que Dios le ha dado, ¿Cómo va a crear otro de la nada? "
o jugando a la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 216
William Gerhardie
Los políglotas (fragmento)
"Al principio avanzamos junto al muelle, hasta que tomamos por las extrañas, angostas y pestilentes calles de Yokohama. Ir sentado con sombrero y bastón en un rickshaw tirado por un hombre, y olisquear la atmósfera de un lugar extraño, ah, ¡qué placer tan insólito y exquisito! «Esto es Japón», me dije. Y lo era. Claro, que si me hubiera criado en Japón, si hubiera ido a la escuela y vivido allí los últimos
veinte años, me resultaría más o menos tan interesante como Manchester. El sueño es más real que la materia. Por ello, cuando viajo por un país extranjero, al bajar en una estación olfateo la «atmósfera» y sólo entonces me subo de vuelta al tren. Con eso alcanza. Ahora, en Yokohama, sentí de inmediato que había «capturado» la atmósfera de la ciudad. Y vaya si lo había hecho. Reclinado en el asiento del rickshaw, me dio la sensación de ser demasiado pesado para aquel delicado juguete, mientras veía al hombrecillo, que tenía la mitad de mi tamaño, seguir adelante incansable, con la camisa abierta que dejaba ver la transpiración conforme recorría kilómetro tras kilómetro a un trote uniforme. Pronto me acostumbré al traqueteo. Una o dos veces equivocamos el camino, y cuando pedimos indicaciones en inglés los japoneses nos contestaron invariablemente: «¡Ja!», enseñaron los dientes, inspiraron hondo, hicieron una reverencia y se alejaron.
—¡Hey! —gritaba mi compañero.
—Yo tenía entendido que los japoneses hablaban todos inglés…
—observé.
—Pues si lo hacen son los únicos que son capaces de entenderse
—me respondió con sorna.
No, a mi compañero no le gustaba Japón. Una nación de pacotilla, así la llamaba él. Había estado malo, tenía problemas de digestión y no podía permitirse caer enfermo con el calor que hacía.
Había intentado llamar a Tokio por teléfono y el tipo al otro lado lo había interrumpido con un absurdo «¿Mashi, mashi?». Así que no había entendido nada, y había gritado: «¡Joder!» al auricular.
Pero, de hecho, ya nos dirigíamos a Tokio. El tren atravesaba
a toda velocidad prados verdes y tierras de pastoreo que podrían haber pertenecido a Inglaterra o a cualquier otro sitio del mundo. "
: Un genio anglorruso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 218
Stella Gibbons
"La muerte de sus padres no causó en Flora un dolor excesivo, pues apenas los conocía. Sus progenitores tenían una afición desmedida por los viajes y, a lo largo de todo el año, apenas permanecían un mes en Inglaterra. Flora, desde que cumplió los diez años, había pasado las vacaciones escolares en casa de la madre de la señora Smiling; y cuando la señora Smiling contrajo matrimonio, Flora empezó a pasarlas directamente en casa de su amiga. De modo que aquella sombría tarde de febrero, quince días después de que se hubiera celebrado el funeral de su padre, Flora se adentró en las calles de Lambeth, con la familiar sensación de quien regresa a casa.
La señora Smiling era afortunada, pues había heredado aquella casa de Lambeth antes de que los alquileres en ese distrito se elevaran vertiginosamente hasta límites absurdos, siguiendo la marea de la moda, que viró repentinamente y saltó desde Mayfair hasta el otro lado del río. En consecuencia, los parapetos de piedra que bordean el Támesis se convirtieron de la noche a la mañana en territorio de paseo de numerosas damas argentinas con sus perros bull-terriers. La señora Smiling había enviudado recientemente; su marido había sido propietario de tres casas en Lambeth y se las había dejado en su testamento. La más agradable de las tres, situada en Mouse Place, tenía una fachada con una puerta coronada por una lucerna semicircular, que daba al voluble Támesis; era precisamente allí donde vivía la señora Smiling. Respecto a las otras dos casas, una había sido derribada y en el solar se había perpetrado un garaje; y la tercera, que era demasiado pequeña y poco adecuada para cualquier otro propósito, se había convertido en la sede del Old Diplomacy Club.
Las macetas de geranios blancos que colgaban en cestillos de los pequeños balcones de hierro del número 1 de Mouse Place contribuyeron en gran medida a animar a Flora cuando su taxi se detuvo ante la puerta. "
: La risa provocadora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 220
Nadine Gordimer
La gente de July (fragmento)
"La mujer blanca no entendía que iban a cortar hierba, no a recoger hojas para cocer. Las siguió y señaló la hoz de la vieja, negra plateada, lisa como la lengua de una serpiente, con tiras de cuero entrelazadas en tomo al mango. La había bajado de la oscuridad de la cabaña especial donde se guardaban el yugo de madera y las cadenas del arado de los bueyes. Martha llevaba su joroba con el bebé de un año a la espalda y sobre la cabeza una jofaina de esmalte con un pequeño machete, pap frío envuelto en un trapo y una antigua botella de zumo de naranja llena de una pálida mezcla de agua, leche en polvo y té. Formó para la mujer blanca las pocas palabras en afrikaans que pudo encontrar; éstas incluían una jerga donde cabía todo, traída desde las minas y las ciudades por hombres del poblado que eran la cuadrilla de trabajadores de los capataces blancos escasamente instruidos. Dingus, que significaba cosa, cómo se llama.
—Vir die huis. Daardie dingus.
Sus manos estaban libres, su cabeza se irguió bajo su pesada corona, levantó los codos e imitó el declive de un tejado. La vieja había cerrado a medidas los descoloridos ojos y gruñó una grave y amistosa afirmación. Mientras su nuera intentaba responder a las preguntas de aquella mujer blanca a la que tenían que enseñar la diferencia entre una planta que hasta una vaca sabía que no debía masticar y las hojas que darían fuerza a sus hijos, la vieja tuvo oportunidad de observarla de cerca de forma satisfactoria, analítica, lo cual no solía poder hacer ya que la mujer se disfrazaba intentando con sus gestos y sus sonrisas demostrarle respeto, etc., como pensaba que hacían los negros. July le había dicho una y cien veces a su madre que la mujer blanca era diferente en su casa. Hablaba de aquel lugar que tenía una habitación de porcelana blanca para hacer las necesidades, hasta él tenía una en el jardín. Ella nunca había trabajado para los blancos: sólo en grupos deshierbando en las granjas y allá en el campo no le decían adónde tenía que ir a hacerlas. ¡No le iban a decir eso los blancos!
La hierba tenía la altura adecuada, el tiempo no era demasiado húmedo ni demasiado cálido y seco: perfecto para cortar la hierba de bálago y ella, que conocía los mejores lugares para los materiales que empleaba en sus escobas y en sus techos, iba a un terreno río arriba que llevaba semanas vigilando. Sonrió con el labio fruncido sobre sus encías vacías y la señaló con el dedo índice como si quisiera punzar a la mujer blanca: Usted; sí, usted.
Pero la mujer no entendía que ella quería decir que la hierba era para poner bálago en la casa que le había quitado. Martha hizo reproches a su suegra en su lenguaje; sin embargo, era verdad; de todas maneras podía decir lo que le diera la gana porque la mujer no entendía nada. La pobrecita, la nhwanyana (la madre de July utilizaba el término mi señora que le había llegado, vinculado a cualquier rostro de hembra blanca, desde las conquistas del pasado), la mujer blanca sonreía para demostrar que había entendido la broma, fuera lo que fuera lo que imaginaba… Tienen dinero, déjalos que se vayan con sus parientes, con los otros blancos, si tienen problemas; la vieja hablaba mientras el grupito iba por el bush. Si su nuera no le escuchaba o se negaba a hacerlo, las palabras se convertirían en un simple estribillo. "
: África durante el apartheid . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223
Nick Hornby
Un gran chico (fragmento)
"Echó a caminar por Holloway Road mientras todos los del colegio estaban..., en realidad era la hora del almuerzo, pero no pensaba volver. Pronto iría caminando por Holloway Road (o no, porque Holloway Road estaba a punto de terminarse, y el almuerzo todavía iba a durar una media hora más) durante la clase de historia, y en ese momento sí sería un alumno que faltaba a clase sin autorización. Se preguntó si todos los malos alumnos, los que faltan a clase porque sí, empezarían del mismo modo; se preguntó si habría siempre una señora Morrison que les hinchase las narices y casi los obligase a marcharse. Supuso que sí. Siempre había supuesto que los malos alumnos, los que faltaban a clase sin justificación, pertenecían a una categoría de personas que nada tenía que ver con él, como si todos ellos fuesen malos de nacimiento, pero estaba claro que se equivocaba. Él asistía a clase, escuchaba lo que los demás quisieran decir, hacía los deberes, tomaba parte en los ejercicios. Al cabo de seis meses, todo eso había cambiado poco a poco y por completo.
Se dio cuenta de que probablemente así fuesen también los vagabundos. Una noche salían de casa y se les ocurría dormir a la entrada de una tienda; la primera vez que esto ocurría, algo cambiaba en ellos y se convertían en vagabundos, en vez de ser personas que no tenían dónde dormir. ¡Y lo mismo pasaría con los delincuentes! ¡Y con los drogadictos! Y... Decidió dejar de pensar en ello. Si seguía por ese camino, empezaría a parecer que su vida había cambiado desde el instante mismo en que se había largado del despacho de la señora Morrison, y no sabía si estaba preparado para eso. No era una persona que quisiera convertirse en un mal alumno, un vagabundo, un asesino o un drogadicto. Sólo era alguien enojado con la señora Morrison. Tenía que haber cierta diferencia.
A Will le encantaba conducir por Londres. Le encantaba el tráfico, pues le permitía creer que era un hombre con prisas y le ofrecía insólitas ocasiones de sentir frustración e ira (los demás hacían determinadas cosas para desahogarse; a Will le costaba trabajo sentir ese mismo ahogo); le encantaba saber por dónde iba, le maravillaba verse engullido por el flujo vital de la ciudad. Para conducir por Londres no hace falta ni familia ni trabajo: hace falta un coche, y Will tenía un coche. A veces salía a conducir sólo por pasar el rato, y otras para oír música a un volumen que no habría sido posible en su piso sin suscitar un furioso golpe en la pared o en el techo, o un timbrazo.
En esta ocasión se había convencido de que tenía que llegar hasta Waitrose; si hubiese sido sincero consigo mismo, habría reconocido que la verdadera razón de ese viaje era que deseaba cantar «Nevermind» a pleno pulmón, lo cual era impensable en su casa. Le encantaba Nirvana, aunque eso a su edad no dejaba de constituir una especie de placer culpable. ¡Cuánta rabia, cuánto dolor, cuánto odio hacia uno mismo! Will a veces se cabreaba un poco, pero no podía fingir que era algo más que un simple cabreo pasajero. Por eso utilizaba la fuerza y la ira del rock como sustituto de los auténticos sentimientos y no como medio de expresión de los mismos. Y no le importaba demasiado. ¿De qué servían, además, los auténticos sentimientos?
La cinta acababa de dar la vuelta cuando vio a Marcus caminando por Upper Street. No lo veía desde el día de las deportivas, y tampoco había tenido especiales ganas de hacerlo, pero de pronto sintió una oleada de afecto hacia él. Marcus estaba tan encerrado en sí mismo, era tan ajeno a todos y a todo, que ese afecto quizás fuese la única respuesta posible ante su ser: el chico parecía de algún modo no pedir lo que se dice nada, y al mismo tiempo parecía necesitar lo que se dice todo.
El afecto que experimentó Will no fue tan agudo como para detener el coche ni tocar el claxon; había descubierto que era mucho más fácil mantener el afecto hacia Marcus sujetándolo en corto, tanto en sentido metafórico como literal. Pero tuvo gracia encontrárselo de paseo por la calle, a plena luz del día. Algo le fastidiaba. ¿Por qué tenía tanta gracia? Pues porque Will nunca había visto a Marcus a plena luz del día, sino en la penumbra tenebrosa de una tarde invernal. ¿Y por qué lo había visto solamente en la semioscuridad de una tarde invernal? Porque Marcus sólo lo visitaba después del colegio. "
: Sísifo se lanza al vacío . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 226
Kazuo Ishiguro
Un artista del mundo flotante (fragmento)
"En aquel momento apenas pensé en los muchachos, pero unos días después la imagen de los tres niños que nos miraban con gesto amenazante, levantando los palos entre aquella miseria, acudió a mí con toda precisión de detalles, y la utilicé como tema central de Complacencia. Sin embargo, debo decir que la imagen que aquella mañana el Tortuga captó furtivamente de mi cuadro, todavía inacabado, era infiel en un par de cosas a la imagen real de los tres niños. Vestían los mismos harapos y el fondo, la mísera cabaña, era también el mismo. Sólo el gesto había cambiado, ya no era la mirada amenazante de tres criminales de corta edad sorprendidos en plena faena, era el gesto viril de tres samuráis listos para la lucha. Y no es ninguna coincidencia que los plasmara sujetando los palos en las posturas clásicas del kendo.
Encima de la cabeza de los tres muchachos, el Tortuga también tuvo que atisbar una segunda imagen. Tres hombres gruesos, bien vestidos, cómodamente sentados en un café. Aparecían riéndose, con unos rostros algo decadentes, como si estuviesen gastando bromas sobre sus amantes o algo por el estilo. Las dos imágenes quedaban encerradas en un mismo marco, los contornos del archipiélago nipón. En el margen derecho, en letras rojas, se leía «Complacencia» y en el izquierdo, en letras más pequeñas, «Pero los jóvenes están dispuestos a defender su dignidad».
Es posible que la descripción de una obra tan simple les diga algo, sobre todo si conocen ustedes mi cuadro Mirada hacia el horizonte. Fue una imagen muy conocida por los años treinta en toda la ciudad. En realidad, Mirada hacia el horizonte era una reelaboración de Complacencia, con las diferencias propias de la evolución lógica de mi estilo entre uno y otro cuadro. Recordarán ustedes que esta última obra también presentaba el contraste de dos imágenes superpuestas unidas por el contorno de Japón. La imagen superior seguía siendo la de los tres hombres bien vestidos conversando entre ellos, esta vez con expresión nerviosa, mirándose unos a otros para ver quién toma la iniciativa. Sus caras, ya lo saben ustedes, eran parecidas a las de tres importantes políticos. En cuanto a la imagen inferior, la dominante, los tres pordioseros habían sido sustituidos por tres soldados de rostro severo: dos con bayonetas, flanqueando al oficial del centro, que empuña su espada señalando en dirección al oeste, hacia Asia. Detrás ya no aparecía un fondo de miseria sino la bandera militar del sol naciente. La palabra «Complacencia» del margen derecho había sido reemplazada por «Mirada hacia el horizonte». El mensaje de la izquierda era: «Basta de palabras cobardes, Japón debe seguir adelante.»
Si no conocen ustedes la ciudad es posible que nunca hayan visto esta obra, pero no exagero si digo que la mayoría de la gente que vivió en este lugar antes de la guerra conoció el cuadro, en aquella época muy elogiado, en primer lugar, por la fuerza de su técnica, pero, sobre todo, por la fuerza del color. Ya sé que ahora Mirada hacia el horizonte, a pesar de sus valores artísticos, es un cuadro desfasado. Reconozco incluso que es un cuadro vergonzoso por los sentimientos que refleja. No soy de los que temen reconocer los errores de épocas pasadas.
Pero en fin, no pretendo hablarles de Mirada hacia el horizonte. "
o ¿tienen alma los clones? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno (fragmento)
"Los delegados se miraron entre sí, extrañados, pero se sentaron de nuevo. Aunque Minna a veces se pasaba de escrupulosa, no dejaba de ser cierto que la mayoría de ellos no había cobrado conciencia de la gravedad del problema antes de la conferencia.
Ya habían visto esa película en la que se mostraba a la Tierra como un punto más en el Sistema Solar. Mientras ésta y los demás planetas se movían en las órbitas calculadas, se notaba que se hallaba bajo una gran presión, lo que se traducía en un notable incremento de la actividad en su superficie. En un principio era prácticamente despreciable, pero poco a poco empezaron a multiplicarse los seísmos, los maremotos y toda clase de cataclismos. Las condiciones atmosféricas, siempre inhóspitas para la vida en el planeta, empeoraron. Los casquetes polares se derritieron provocando grandes inundaciones a lo largo de las costas. El Cometa, por su parte, causó una serie de desequilibrios y perturbaciones entre la Tierra y sus vecinos. Durante la Conferencia, los representantes de Marte y Venus pusieron una cara especialmente larga. Cualquier cosa que sucedía dentro del Sistema (y también fuera, por supuesto) afectaba a todos; naturalmente que los más vecinos sufrían los efectos antes que nadie: la última vez que la Tierra padeció una crisis, la sufrieron por igual Marte y Venus, y el recuerdo de aquello estaba aún muy presente. Todos los delegados, incluso los de Plutón y Neptuno, para quienes los asuntos de la Tierra eran ajenos, presenciaron el filme sobrecogidos.
En él, la Tierra salía en primer plano, sin la Luna. El anterior, donde aparecían las dos, por así decirlo, como un átomo de la molécula, les había enseñado los cambios en las estaciones, el tiempo, la actividad en la corteza, la vegetación. Esta película mostraba un incremento drástico de la población paralelo a una disminución de la vida vegetal y animal y una desertización progresiva. Porque en la misma proporción en que pájaros y animales se extinguían, se multiplicaban los seres humanos, de modo que se conservaba el equilibrio. La vida orgánica, necesaria para la estabilidad cósmica, debía mantenerse en la Tierra; y pese a que los seres humanos destruían la vida orgánica de la que formaban parte, su proliferación servía para guardar el equilibrio. El problema estribaba en que su agresividad e irracionalidad también crecían constantemente. Era un proceso global, en el que un factor era indisociable del otro. En realidad, la agresividad y la irresponsabilidad humanas no aumentaban debido a la explosión de su población, sino al movimiento planetario; se trataba, pues, de distintas facetas de un mismo proceso.
Los delegados observaron espantados que las guerras, en un principio locales, se generalizaban. Al final la destrucción carecía de la menor pretensión de coherencia. En una década se aliaron naciones tradicionalmente enemigas y dejaron de invertir en recursos técnicos para destruirse. Sin embargo, la tecnología se había descontrolado ya.
Se llegó a una situación clasificada en todo el Sistema como estado de MÁXIMA EMERGENCIA: la atmósfera cada vez más envenenada de la Tierra y las emanaciones masivas de Muerte y Miedo perjudicaban en primer lugar a Marte y Venus, cuyo desequilibrio, a su vez, se propagaba hacia los demás planetas, como hizo notar la Presencia Solar al Sol mismo.
Una vez que los planetas ya no se encontraran en posición de peligro, se produciría una serie de cambios en el Sistema que, incluso ahora, y en este momento, intentaban predecir los ordenadores de un millón de laboratorios.
El penúltimo estadio pronosticado era más violento que el último. En él, la Tierra se estremecía, se hinchaba y siseaba, castigada por una lluvia de rocas, llamas, líquidos hirviendo y terremotos. Los hombres resistían y pugnaban por sobrevivir. Había movimientos de masas de animales pequeños como insectos, langostas, ratones y ratas. Se declaraban epidemias que diezmaban naciones enteras cuando el aire y el agua contaminados alcanzaban grandes áreas del planeta. Y tantas vidas humanas y animales perecían, que el silencio y la tranquilidad se apoderaban del globo. La nota distintiva del estadio final era un vacío horrible, como si todas las formas de vida hubiesen desaparecido. Pero mientras esa caldera de veneno seguía en ebullición, se vislumbraban ya los principios de una nueva civilización: humanos, sobre todo, que se afanaban por adaptarse a las nuevas circunstancias. Incluso antes de que remitiesen las convulsiones terrestres, en cuanto se suspendió el estado de emergencia, ya estaban reconstruyendo, recreando. A juzgar por su actividad creciente, la crisis había engendrado una nueva raza. Se había producido una mutación. El nuevo ser, aunque no muy diferente del anterior, estaba dotado de una percepción superior y de una estructura mental diferente. Este vestigio de una raza antigua, o principio de una nueva, no sólo poseía la experiencia acumulada de la humanidad, sino un cerebro capacitado para aprovecharla debidamente.
Una vez finalizada la proyección, los delegados salieron. Cuando no quedaba nadie, excepto el Equipo de Descenso y Minna Erve, todos ellos, unos cien aproximadamente, aguardaron cortésmente a que el Sol se marchara, si ése era su deseo, pero el fulgor penetrante y dorado permaneció inmutable. A muchos les pareció que incluso lucía con más fuerza y se animaron, pensando que se trataba de un mensaje de esperanza y confianza en la capacidad de todos ellos para llevar a cabo la misión que se habían impuesto. "
: Ética de una superviviente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235
Norman Lewis
Nápoles 1944
„Para mi sorpresa, se encontró una ocupación definitiva para mí en mi última visita a la sede: investigar los motivos de un partido político clandestino que opera en esta área... Algunos se consideran más intencionados y siniestros, incluido el que se investigará, llamado Forza Italia. !, que se sospecha tiene tendencias neofascistas. Mis contactos en Benevento lo descartan con desdén como otro movimiento maníaco de derecha respaldado por los terratenientes y la mafia rural, dirigido en este caso por un latifundista medio loco que se proclama a sí mismo como una reencarnación de Garibaldi”.
: La vida después de la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247
Wyndham Lewis
Estallidos y bombardeos (fragmento)
"En el orden de la vida recibo acercamientos desde todas partes para que me libere de las pretensiones de individualismo y autoexpresión" K. Jaspers. Como bombardero, en Menstham Camp, estaba instruyendo a una brigada en un rincón del enorme campamento, mientras que otros bombarderos lo hacían no muy lejos de donde yo estaba. Resonaban nuestras voces marciales. Tronaban los rifles al colocarse junto al pie derecho, las manos golpeaban con dureza el cuerpo del rifle. El pequeño asistente de campamento, que había sido un plácido sargento en tiempos de paz y que poseía una condecoración por la guerra sudafricana, entró en el campo acompañado de un sargento primero. Tras mirar a su alrededor, el sargento primero señaló en mi dirección, y ambos avanzaron hacia donde yo me encontraba.
Durante un rato el asistente se mantuvo detrás de mí, aunque antes me dijo: «Continúe, bombardero». Di un grito bronco con la intención de que los rifles descendieran elegantemente de aquellos desmañados hombros hasta plantarse en tierra firma, en algo parecido a un bangunánime, y luego de nuevo hacia arriba con un respetable ¡presente! Yo quería que este sargento me recomendara a una comisión en el Colegio de Cadetes de Artillería en Exeter (donde más tarde me enviarían) y mi impecable estilo en la plaza de armas venía secundado de manera imperfecta por el grupo de mineros, robustos aunque lentos de movimientos, al que debía ejercitar.
La presencia del sargento los alarmó, y uno o dos de los reclutas perdieron el control de sus rifles, que dieron algunos extraños giros e incluso abandonaron sus manos para caer al suelo en medio de un estrépito deshonroso e impropio de un soldado. "
: Artista y soldado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
David Lodge
El autor, el autor! (fragmento)
"La carta provenía de París, donde Fullerton había sido destinado al principio del año para trabajar en la oficina del Times. Henry echaba de menos la compañía y la conversación del joven, y con el fin, en parte, de volver a disfrutarlas viajó a París a mediados de marzo, para una estancia prolongada. Se hospedó en su hotel favorito, el Westminster, en la Rué de la Paix, una calle que nacía en la Place Vendôme. La gota le seguía molestando, pero se las arreglaba para recorrer los bulevares cojeando, al encuentro de Morton en los cafés y restaurantes que éste había «descubierto». Dio la casualidad de que Henry Harland también estaba en París en aquel momento, y durante su cordial almuerzo juntos el joven explicó con avidez sus planes de publicar una revista literaria de gran calidad que se parecería más a un libro que a una revista —de hecho se titularía The Yellow Book—, destinado a desafiar y a transformar el estirado y filisteo mundo de las letras inglesas. Publicarían la mejor obra de la generación más joven de escritores, que seguían el ejemplo de las recientes evoluciones de la literatura francesa, y sería ilustrada por un deslumbrante genio nuevo, llamado Aubrey Beardsley; pero Harland estaba ansioso de pedir a Henry una aportación que diese a su proyecto lo que él llamó un «marchamo de calidad literaria». Henry había visto algunas ilustraciones en blanco y negro de Beardsley, cuyo estilo y contenido no podían ser más distintos de las de Du Maurier, y no estaba seguro de que su obra encajara bien con la del joven artista entre las mismas portadas, pero acogió con una cautela favorable la invitación de Harland y le prometió que pensaría en una contribución pertinente para The Yellow Book cuando se acercase la fecha de su número inaugural. «Cualquier cosa de usted sería estupenda», dijo Harland. «Y puede tener la extensión que quiera.» Lo cual era desde luego un incentivo, pues los relatos de Henry tenían tendencia a traspasar enseguida los límites previamente convenidos con los redactores de revistas. Acababa de librar una lucha heroica para mantener «Los años de madurez» dentro de la frontera de las seis mil palabras impuesta por el implacable redactor de Lippincott’s, donde aparecería en mayo.
Mientras estaba en París, Gosse le informó de la muerte de John Addington Symonds, una figura que desde antiguo despertaba un considerable interés en Henry, quien al contemplar la vida de aquél podía definir y aclarar su propia relación con respecto al delicado asunto de las relaciones afectivas entre hombres. En el decenio de 1870, Symonds había sido el primero en turbarle la conciencia como autor de un estudio en muchos volúmenes sobre el Renacimiento italiano que él admiraba sobremanera, al igual que las obras posteriores de erudición y crítica debidas a la misma pluma culta. Symonds, que padecía tuberculosis, vivía con su mujer e hijos en Suiza, desde donde hacía visitas frecuentes a Italia, y Henry le había visto una sola vez, en Londres, a fines de los años setenta; pero algunos años más tarde le envió como homenaje uno de sus ensayos sobre Venecia, y recibió una gentil respuesta laudatoria. "
: No basta con triunfar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
Ian McEwan
El placer del viajero (fragmento)
"Mary dio un salto en el aire y cayó con los pies muy separados. Estiró el tronco de costado hasta cogerse el tobillo izquierdo con la mano. Levantó la derecha en el aire y la siguió con la vista, mirando al techo. Colin dejó caer el camisón al suelo y se tumbó en la cama. Quince minutos pasaron antes de que Mary lo recogiera y se lo pusiera, se arreglara el pelo y, mirando a Colin con una sonrisa burlona, saliera de la habitación.
Mary avanzaba despacio por una larga galería llena de joyas y de tesoros, un museo familiar en el cual se había improvisado un mínimo de espacio habitable en torno a los objetos exhibidos, todos ellos muy recargados, sin usar y cuidados con esmero: muebles de caoba oscura, labrada y barnizada, con patas biseladas y tapizados de terciopelo. A su izquierda, dos relojes de pared se erguían en un rincón, como centinelas, y hacían tictac a destiempo. Incluso las cosas más pequeñas, pájaros disecados en urnas de cristal, jarrones, fruteros, pies de lámpara, extraños objetos de bronce y de cristal tallado daban la impresión de ser muy pesados para levantarlos: de estar encajados en su sitio por el lastre del tiempo y de historias pasadas. A lo largo de la pared de la izquierda, tres ventanas dibujaban las mismas rayas anaranjadas que en la habitación, pero ahora se desvanecían y su contorno se quebraba en los adornos de unas alfombras gastadas. En medio de la galena había una mesa de comedor, grande y encerada, con sillas de alto respaldo que hacían juego. Al final de la mesa había un teléfono, un cuaderno y un lápiz. De las paredes colgaban más de una docena de óleos, retratos en su mayoría, y unos cuantos paisajes amarillentos. Todos los cuadros eran tenebrosos; ropas oscuras, fondos turbios contra los que destellaban como lunas los rostros de los personajes retratados. Dos paisajes mostraban árboles sin hojas, que apenas se distinguían, sobresaliendo entre lagos misteriosos en cuyas orillas danzaban siniestras figuras con los brazos levantados.
Al final de la galería había dos puertas, por una de las cuales habían entrado; eran desproporcionadamente pequeñas, sin paneles y pintadas de blanco, y creaban la impresión de pertenecer a una gran mansión dividida en viviendas particulares. Mary se detuvo delante de un aparador arrimado a la pared entre dos ventanas, un monstruo de superficies pulimentadas que en todos los cajones ostentaba un tirador de bronce en forma de cabeza femenina. Todos los cajones que probó a abrir, estaban cerrados con llave. Encima del aparador había una serie de lujosos objetos personales colocados con cuidado: una bandeja de cepillos de hombre para el pelo y la ropa, con el mango plateado, un cuenco para afeitarse de porcelana ornamentada, varias navajas de afeitar muy afiladas y dispuestas en abanico, una fila de pipas en un soporte de ébano, un látigo de montar, un matamoscas, un yesquero de oro, un reloj de cadena. Detrás de toda esa muestra, había cuadros de escenas deportivas colgados de la pared, de carreras de caballos en su mayor parte, los animales con las patas delanteras y traseras desplegadas y los jinetes con sombrero de copa.
Mary había recorrido toda la extensión de la galería dando vueltas en torno a los objetos más grandes, deteniéndose a mirarse en un espejo de marco dorado, antes de reparar en el detalle más importante: unas puertas correderas de cristal en la pared derecha que daban a un balcón amplio. Desde donde ella estaba, la luz de las arañas hacía difícil atisbar algo entre la penumbra del exterior, pero a duras penas se veía una gran profusión de flores, de plantas trepadoras, y de arbustos en tiestos y —Mary contuvo el aliento— un rostro pequeño y pálido que la observaba desde las sombras: una cara sin cuerpo, pues el cielo nocturno y el reflejo de la habitación en el cristal hacía imposible distinguir su ropa o sus cabellos. El rostro de óvalo perfecto siguió mirándola fijamente, sin parpadear; luego se movió hacia atrás y desapareció entre las sombras. Mary respiró con fuerza. Se abrió la puerta y tembló el reflejo de la habitación en el cristal. Una mujer joven, con el pelo severamente peinado hacia atrás, entró con cierta rigidez en la habitación y extendió la mano. "
: Más allá de la inocencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253
Andrew Miller
El insensible (fragmento)
"El pobre capitán Reynolds estaba en los brazos del señor Drake junto a un montón de marinos muertos. Le faltaba la pierna izquierda y el señor Drake dijo que creía que se había caído por la borda porque no la encontraba por ninguna parte. El capitán preguntó dónde estaba el señor Munro. Le dije que estaba ocupado abajo. Entonces el capitán sonrió y dijo que se alegraba de ver al señor Dyer porque estaba seguro de que él sabía lo que hacía. Dijo: «¿Sobreviviré?», y Dyer contestó que sí porque el miembro se había desprendido limpiamente y la herida estaba bien. El capitán le dio las gracias, y cuando nos disponíamos a bajarlo una bala de cañón enemiga golpeó el palo de mesana, esparciendo astillas por todo el alcázar, una de las cuales se me clavó en el ojo.
Después de eso poco puedo contarle. Al principio pensé que me habían matado y sin embargo logré bajar al igual que el capitán Reynolds, quien, tal como Dyer había vaticinado, sobrevivió a la batalla y se retiró como oficial de cuarentenas. En cuanto a la batalla en sí, bueno, señor ya sabe usted cómo acabó aquello, y las consecuencias que tuvo para el pobre almirante Byng. El enemigo interrumpió la acción y se retiró para reformar su línea, lejos del alcance de nuestros cañones. Eran más rápidos que nosotros y el almirante no hizo señales para que los siguiéramos. La verdad es que nuestros barcos estaban gravemente vapuleados, y aunque con un Anson o un Hawke sin duda habríamos seguido adelante, en aquel momento nos alegramos de disponer de una tregua. Sin duda nadie puede acusar a los marineros ingleses de no tener agallas para luchar. Son infinitamente valientes. No creo que piensen siquiera en la posibilidad de morir. Sólo viven el momento, sin que el futuro signifique nada para ellos. "
: Tokio, años cuarenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 262
Iris Murdoch
El mar, el mar (fragmento)
"Siguieron algunos de los días más extraños que guardo en mi memoria. Hartley se negaba a bajar. Permanecía escondida en su habitación, como un animal enfermo. Yo cerraba su puerta con llave, temeroso de que saliera y tratara de ahogarse, y no le dejaba velas ni cerillas por si intentaba quemarse. En todo momento, temía por su seguridad y su bienestar, y sin embargo no me atrevía a permanecer con ella todo el tiempo, ni casi a permanecer siquiera; es más, apenas si sabía cómo estar con ella. La dejaba sola por la noche, y las noches eran largas, porque ella se acostaba temprano y se dormía enseguida (yo la oía roncar). Pasaba mucho tiempo durmiendo, tanto por la noche como durante la tarde. Para ella, ese olvido por lo menos era un amigo bien dispuesto. Entretanto, yo vigilaba y esperaba, calculando de acuerdo con alguna teoría imposible de enunciar cuáles eran los intervalos adecuados para hacer mis apariciones. La acompañaba en silencio hasta el cuarto de baño. Pasaba largas horas de vigilia sentado en el corredor. Puse algunos almohadones en el cuartito vacío, allí donde había soñado que había una puerta secreta por donde aparecería Mrs. Chorney para reclamar posesión de su casa y me senté sobre los cojines a vigilar la puerta de la habitación de Hartley y a escuchar. A veces, mientras ella roncaba yo dormitaba.
Naturalmente con frecuencia me sentaba con Hartley en la habitación, a hablar con ella o a intentarlo, o bien en silencio. Me arrodillaba a su lado, tocándole las manos y el pelo, acariciándola como se acaricia a un pajarillo. Tenía las piernas y los pies desnudos, pero insistía en ponerse mi bata sobre el vestido. Sin embargo, con pequeños contactos me familiaricé subrepticiamente con su cuerpo: con su peso y con su masa, con los magníficos pechos rotundos, los hombros regordetes, los muslos; y gustosamente, me habría acostado con ella, pero se resistía, con la más tenue de las señales, a mis mínimos esfuerzos por desvestirla. Se quejaba de no tener maquillaje, y envié a Gilbert a la aldea a comprar lo que necesitaba; entonces, delante de mí, se arregló la cara. Esa pequeña concesión a la vanidad me pareció un auspicio portentoso. Pero seguí con miedo, de ella y por ella. Mi silenciosa negativa implacable a dejarla ir ya era suficiente violencia. Temí que cualquier otra presión pudiera producir algún frenesí de hostilidad o un retraimiento más extremo aún, que me volviera tan loco como ella estaba; pues por momentos pensé que estaba loca. Así coexistíamos en una especie de delirante tolerancia mutua, misteriosa y precaria. A intervalos, Hartley repetía que quería irse a casa, pero aceptaba pasivamente mis firmes negativas, y eso me daba ánimos. Naturalmente, a cada hora que pasaba, su miedo de volver debía de ir en aumento, y ese mismo hecho me daba esperanzas. ¿Llegaría un momento en que la magnitud de su miedo la hiciera automáticamente mía?
En realidad, aunque de trivialidades y a intervalos irregulares, lográbamos conversar. Cuando yo intentaba recordarle viejos tiempos, no siempre me dejaba sin respuesta; y por momentos, yo sentía que con mi «tratamiento», basado en la intensidad de mi amor y mi compasión por ella, iba progresando un poco. Una vez, de forma totalmente inesperada, me preguntó qué había pasado con la tía Estelle. No pude recordar haberle hablado de la tía Estelle, hasta tal punto había hecho de la familia de mi tío un tema tabú. "
: El crimen metafísico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 264
V.S. Naipaul
Leer y escribir (fragmento)
"Yo no tenía una comprensión clara de dónde estaba y en realidad nunca me dio tiempo a averiguarlo: salvo diecinueve meses, pasé aquellos doce años sumido en una especie de estudio colonial ciego, impuesto.
Muy pronto comprendí que había otro mundo exterior, del cual nuestro mundo colonial era sólo una sombra. Nos enviaba gobernadores y todo lo demás con lo que vivíamos: las conservas baratas que necesitaba la isla desde la época esclavista, las medicinas especiales, las monedas. Nos enviaba libros de texto y exámenes para los diversos títulos escolares. Nos enviaba las películas que alimentaban nuestra vida imaginativa, y las revistas. Todo. No era capaz de adentrarme en los libros yo solo. No poseía la clave imaginativa. Mi conocimiento de la sociedad –una India rural de débil recuerdo y un mundo colonial de mezclas vistos desde fuera- no servía de ayuda con la literatura de la metrópoli. Yo me encontraba a dos mundos de distancia. "
Una casa para el señor Biswas (fragmento)
"Aumentó el número de letreros en la habitación del señor Biswas. Trabajaba más despacio en ellos, con tinta negra y roja y lápices de muchos colores. Rellenaba los espacios en blanco con adornos complicados, y las letras eran enrevesadas y ornamentadas.
Pensando que le serviría de ayuda leer novelas, compró varias de las ediciones baratas de la Reader’s Library. Las tapas eran de un morado oscuro con letras y adornos dorados. En el puesto de Arwacas resultaban atrayentes, pero en su habitación apenas fue capaz de tocarlas. El dorado se le pegaba a los dedos y las tapas le recordaban a los paños mortuorios y los caballos de la funeraria que iban envueltos en los colores de la muerte todos los días.
Brilló el sol y llovió. No se formaron goteras en el techo; pero el asfalto empezó a derretirse y a quedar colgando: una legión de serpientes delgadas, negras, en continuo crecimiento. De vez en cuando se caían, y al hacerlo, se enroscaban y morían.
Una noche, ya tarde, cuando había apagado el quinqué y estaba acostado, oyó ruido de pisadas a la puerta de la habitación.
Siguió tumbado, inmóvil, a la escucha. De repente saltó de la cama, agarró el bastón y golpeó la fresquera y el tocador de Shama. Se puso a un lado de la puerta y empujó con furia la hoja de arriba, con el cuerpo protegido por la de abajo.
No vio sino la noche, el barracón silencioso, sin color, los árboles muertos recortados contra el cielo iluminado por la luna. Dos habitaciones más allá había luz: alguien había salido o había algún niño enfermo.
Después, haciendo ruidos de contento, con lametazos, apareció Tarzán en el escalón, agitando la cola con tal fuerza que golpeó la mitad inferior de la puerta.
El señor Biswas lo dejó entrar y lo acarició. Tenía el pelo húmedo.
Sin caber en sí de gozo ante tantas atenciones, Tarzán pegó el hocico contra la cara del señor Biswas. "
: Tras la sombra de sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
Caryl Phillips
La naturaleza de la sangre (fragmento)
"Una pequeña hoguera chisporroteaba entre nosotros. De vez en cuando, las llamas se alzaban al avivarse el viento. Un par de jóvenes iban de fogata en fogata, reabasteciendo cuidadosamente cada lecho de llamas con los palos y astillas de una cesta de mimbre que portaban con ademán solemne. Iban de grupo en grupo, ansiosos de que los demás vieran la eficacia con que desempeñaban su tarea. Cuando hubieron concluido con mi hoguera les di las gracias, y ellos asintieron en silencio a modo de respuesta. Les contemplé mientras se encaminaban al siguiente grupo. La nueva leña crepitó, y las llamas ganaron altura e iluminaron el rostro del muchacho, que habló con voz queda. "
: Los fantasmas del Atlántico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275
Ruth Prawer Jhabvala
Mis nueve vidas (fragmento)
"La soledad no es una novedad para mí: desde que era niña la he preferido siempre, excepto si se trataba de estar con Nina, mi madre, y con Otto, mi padre. Los únicos años que recuerdo como de verdadera soledad o ausencia de amigos —es verdad que no los tenía— son los de mi adolescencia, de los dieciséis a los veinte; y entonces no era tanto porque mis expectativas y deseos fueran otros, sino por su discrepancia con las aspiraciones de mis padres respecto a mí. Mi padre se había vuelto a casar, pero ocupaba un apartamento a la vuelta de la esquina de donde vivíamos mi madre y yo. Los sábados por la noche Nina salía, mientras que yo no tenía nunca adónde ir. «¿Estarás bien?», me preguntaba; se sentía culpable por abandonarme y eso era lo que hacía que se me llenaran los ojos de lágrimas. Para ocultarlas, bajaba la cabeza sobre el libro que estaba leyendo. «Sí, claro», decía. «Esto es fascinante »; tan pronto como se marchaba, las lágrimas caían sobre el libro fascinante y tenía que secarlas. Pero cuando profundicé más en mis estudios —estaba matriculada en el Departamento de Lenguas Orientales de la Universidad de Columbia—, los libros me parecieron de verdad más interesantes que cualquier otra cosa; y mis padres, aunque todavía preocupados por mí, se tranquilizaban el uno al otro diciendo: Rosemary es una intelectual. "
y sus cuentos de refugiados . . . . . . . . . . . . . . . 282
Salman Rushdie
Memorias de Joseph Anton (fragmento)
"Y de suerte que actuemos en un drama en que el pasado sea el prólogo y la acción la ejecutemos vos y yo.
La tempestad, William Shakespeare.
El día que recibió las pruebas encuadernadas de Los versos satánicos lo visitó en su casa de St. Peter’s Street una periodista a quien consideraba amiga, Madhu Jain, de India Today. Cuando ella vio la gruesa portada azul oscuro con el enorme título en rojo, mostró un gran entusiasmo y le suplicó que le diera un ejemplar para poder leerlo mientras estaba de vacaciones en Inglaterra con su marido. Y en cuanto lo leyó, le pidió que le permitiera entrevistarlo y publicar un fragmento en India Today. Una vez más, él accedió. Después, durante muchos años, pensó en la publicación de ese fragmento como la cerilla que prendió el fuego. Y sin duda la revista puso de relieve lo que acabó viéndose como los aspectos «controvertidos» del libro, utilizando el titular «Un ataque inequívoco contra el integrismo religioso», que fue la primera de las innumerables descripciones imprecisas del contenido del libro, y atribuyéndole, en otro titular, unas palabras textuales -«Mi tema es el fanatismo»-, que tergiversó aún más la obra. La última frase del artículo, «Los versos satánicos desencadenará por fuerza una avalancha de protestas...», era una invitación abierta al inicio de tales protestas. El artículo fue leído por el parlamentario indio y conservador islámico Syed Shahabuddin, que reaccionó escribiendo una «carta abierta» titulada «Señor Rushdie, ha hecho usted esto con premeditación satánica», y ahí se desencadenó todo. La manera más eficaz de atacar un libro es demonizar al autor, convertirlo en una criatura con motivos viles e intenciones malévolas. El «Satán Rushdy» que después exhibirían por las calles de todo el mundo los manifestantes indignados, ahorcado en forma de monigote con una lengua roja colgándole y vestido con un burdo esmoquin, estaba creándose: nacido en la India, como el Rushdie auténtico. Esa era la primera proposición de la agresión: que cualquiera que escribiese un libro con la palabra «satánico» en el título debía de ser también satánico. Como muchas falsas proposiciones que florecieron en la incipiente Era de la Información (o desinformación), se hizo verdad a fuerza de la repetición. Di una mentira sobre un hombre una vez y mucha gente no te creerá. Dila un millón de veces y es a ese hombre a quien ya no creerán.
Con el paso del tiempo llegó el perdón. Releyendo el artículo de India Today muchos años después, en una época más tranquila, pudo conceder que el artículo era más justo de lo que el titular de la revista daba a entender, más equilibrado que su última frase. Aquellos que deseaban ofenderse se habrían ofendido de todos modos. Aquellos que querían inflamarse habrían encontrado la chispa necesaria. Tal vez el acto más dañino de la revista fue, incumpliendo la tradicional prohibición en prensa, sacar a la luz su artículo nueve días antes de la publicación del libro, en un momento en que no había llegado a la India ni un solo ejemplar. Esto dio rienda suelta al señor Shahabuddin y su aliado, otro parlamentario de la oposición llamado Jurshid Alam Khan. Ellos podían decir lo que les viniera en gana acerca del libro, y nadie podía defenderlo porque no podía leerse. Un hombre que había leído un ejemplar de prepublicación, el periodista Jushwant Singh, exigió su prohibición en un artículo de The Illustrated Weekly of India como medida para prevenir conflictos. Se convirtió así, pues, en el primer miembro del pequeño grupo de escritores internacionales incorporados al lobby de la censura. Jushwant Singh afirmó más tarde que Viking le había pedido consejo, y él había advertido al autor y la editorial de las consecuencias de la publicación. El autor no tuvo noticia de dicha advertencia. Si alguna vez se hizo, él no la recibió.
Para decepción suya, el ataque a su persona no se limitó a los detractores musulmanes. En el recién creado periódico británico Independent, el escritor Mark Lawson citó a un coetáneo anónimo de Cambridge que lo calificó de «pomposo» y que, como «chico de colegio público», se sentía «distanciado de él por su educación». Con lo que el innombrado le echaba en cara sus desdichados años en Rugby. Otro «amigo íntimo», también anónimo, «entendía» por qué él ofrecía una imagen «hosca y arrogante». Y había más: era «esquizofrénico», estaba «totalmente chiflado», ¡corregía a las personas que pronunciaban mal su nombre!, y -lo peor de todo- una vez le quitó el taxi al señor Lawson y dejó al periodista allí plantado. Estas eran cosas insignificantes, reflejaban estrechez de miras, y hubo mucho más de lo mismo en otras partes, en otros periódicos. «Amigos íntimos a menudo admiten que en realidad él no es una persona agradable», escribió Bryan Appleyard en The Sunday Times. «Rushdie es de un egotismo descomunal.» (¿Qué clase de «amigos íntimos» hablaban así de sus amigos? Solo los anónimos desenterrados por articulistas.) Aunque en la «vida normal» todo ello habría sido doloroso, nada habría importado demasiado. Pero en el gran conflicto que siguió, la idea de que no era un hombre muy agradable resultaría muy dañina. "
: En los paraísos del terror . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285
Saki
El insoportable Bassington (fragmento)
"Era la vida que conocía, amaba y disfrutaba, y era la vida que estaba abandonando. Esa vida continuaría reproduciéndose una y otra vez, con su afición por el teatro, su actividad social y la intromisión de nuevos intereses, la misma multitud seguiría siendo bulliciosamente charlatana, las personas que reconocían a las personas que habían hecho algo se las señalarían a quienes no... todo continuaría igual, con incansable animación, con chispa y diversión, y para él se habría acabado por completo. Estaría en alguna ignota jungla abrasada por el sol, donde nativos, perros vagabundos y cuervos de voces estridentes darían vueltas a su alrededor burlándose de su soledad, donde debería cabalgar una sofocante cantidad de millas para tener la oportunidad de conocer a un cobrador o a un oficial de policía, con quienes lo más parecido a una amistad que podría desarrollar sería apenas un par de ideas en común, donde la compañía femenina estaría representada de tanto en tanto por una misionera marchitada por el clima o por la esposa de un funcionario, donde al final la comida, las enfermedades y el saber popular sobre veterinaria fuese uno de los tres temas más destacados que tendría la mente para considerar o, mejor dicho, para degradarse. Ésa era la vida que se veía venir y que temía, y ésa era la vida que le esperaba. Para un muchacho proveniente de una aburrida parroquia de campo, de un distrito donde un concurso de floricultura y un partido de cricket fueran los hitos sociales del año, la sensación del exilio podría no ser muy abrumadora, de hecho podría diluirse en la emoción del cambio y la aventura.
Pero Comus había vivido demasiado a fondo en el corazón de las cosas como para considerar la vida en un lugar perdido como algo más que estancamiento y, con todo derecho, consideraba que el estancamiento, mientras se es joven, es una ofensa contra la naturaleza y la razón, como la perversa ironía que envía decrépitos inválidos a recorrer dolorosamente el mundo y encierra a las panteras en jaulas estrechas. Lo estaban apartando como se aparta a un vino, pero no para mejorarlo en el proceso sino para deteriorarlo, para que perdiera los mejores momentos de su juventud, su salud y su belleza en un mundo donde la juventud, la salud y la belleza son tan importantes y donde el tiempo nunca devuelve lo que se ha perdido. Y así, cuando al cierre de cada acto caía el telón, Comus sentía caer sobre él una sensación de privación y depresión; con amargura veía cómo se escapaba su última noche de diversión social. En menos de una hora todo habría terminado; en unos pocos meses sería un recuerdo irreal. "
: Una adicción inconveniente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289
Alan Sillitoe
Sábado por la noche y domingo por la mañana (fragmento)
"Más tarde, cuando al club se le acabó el dinero y el astuto encargado cerró el grifo para los que no pudieran pagarse sus consumiciones, Arthur dejó ocho medias coronas sobre la mesa con intención de apoquinar lo suyo.
Era la noche del sábado, la mejor, la más juerguista y la más divertida de la semana. Uno de los cincuenta y dos días de fiesta en la Gran Rueda del año que tan lento gira; un preámbulo enardecido para un Sabbath de postración. Las pasiones contenidas explotaban cuando llegaba la noche del sábado, y el efecto de la dura y monótona faena de una semana en la fábrica se eliminaba del organismo en un estallido de cordialidad y buena disposición. Tu lema era «emborráchate y disfruta», y con tus mañosos brazos rodeabas cinturas femeninas, sintiendo cómo la cerveza bajaba benéficamente hasta el elástico receptáculo de tu estómago.
Brenda y otras dos mujeres que se habían sentado con Arthur vieron cómo este echaba hacia atrás su silla y se levantaba con estrépito; sus velados ojos grises le otorgaban el aspecto de un druida alto y enjuto que estuviera a punto de emprender una danza frenética. Pero, en lugar de eso, musitó algo que ellas, demasiado abstraídas o puede que demasiado borrachas, no pudieron entender, y caminó vacilante hacia el primer escalón. Muchos observaron cómo se sujetaba a la barandilla. Luego giró la cabeza y echó una lenta mirada alrededor del salón abarrotado, como si no supiese muy bien qué pie mover primero para que su cuerpo comenzase el descenso, ni siquiera por qué quería bajar las escaleras en ese preciso instante. "
: Esperando el fin de semana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 291
Zadie Smith
Con total libertad (fragmento)
"Under-song for a Cipher es tremendamente sustanciosa. Posee un virtuosismo similar al del búho, silencioso y sin pretensiones, pero letal. Sin haber cumplido aún los cuarenta, Yiadom-Boakye ha recorrido ya un largo camino en la senda de la «maestría», y no cabe duda de que llegará a su destino.
Ciertamente, la crítica de arte de las dos últimas décadas no ha sido amable con la maestría formal: la ha considerado intrínsecamente sospechosa (un mensaje que los propios artistas se han apresurado a captar). En un ensayo sobre Yiadom-Boakye, «The Meaning of Restraint» [El sentido de la contención], el crítico cultural francés Donatien Grau opinaba: «Podemos percibir el virtuosismo en cada centímetro de estas pinturas, pero siempre sutil, nunca expuesto flagrantemente. La artista ha decidido no abandonarse en la extravagancia representativa, ser discreta en la demostración de su competencia pictórica.»
Pero esos tiempos se han acabado: en esta exposición hay virtuosismo flagrante, oculto a plena vista, y la contención se ha desplazado a la dimensión narrativa, que ahora sólo nos ofrece justo lo que podemos necesitar como punto de partida para nuestras propias proyecciones creativas, ni más ni menos. Muchos críticos han advertido que este regreso a la «competencia pictórica» es particularmente notable en los artistas negros, ¡y qué extraño que ellos sean la puerta de acceso —el permiso requerido— para volver a lo figurativo y a la posibilidad del virtuosismo! El porqué de esto es una cuestión espinosa, y Yiadom-Boakye, en la entrevista con Beckwith, demuestra solapadamente tener conciencia de sus implicaciones: «¿Cuántas veces habré oído decir a alguien “Tienes suerte: naciste con un tema”. Vaya, ¿y quién no?»
He ahí un elogio habitual con doble sentido: «Ser negra está de moda, ¡qué suerte la tuya!» Lleva implícito el resentimiento de la Paloma Escéptica, de aquel que, típicamente, va y dice sin rodeos: «Si en estos cuadros se retratara a blancos, ¿habrían atraído la misma atención y cosechado el mismo éxito?» (En 2013, Yiadom-Boakye fue finalista del Premio Turner, y en los últimos años sus cuadros han empezado a subastarse por precios que rondan los setecientos mil dólares.) Bueno, no hay duda de que lo nuevo tiene un prestigio estético, y eso es algo que cualquier artista inteligente hace bien en explotar. Pero lo que Yiadom-Boakye hace con pintura marrón y gente de piel marrón es indivisible: todo el mundo nace con un tema, pero éste sólo se expresa plenamente a través del compromiso con la forma, y Yiadom-Boakye está tan comprometida con su caleidoscopio de tonos marrones como Lucian Freud lo estaba con el azul de las venas y los amarillos macilentos y los morados que acechaban bajo toda aquella carne rosada, y que fue la obra de su vida revelar. En su caso, a nadie se le ocurrió separar forma de contenido, y la obra de Yiadom-Boakye es, entre otras cosas, una tentativa de insistir en las mismas unidades estéticas que los artistas blancos dan por sentadas. "
: Un mundo multiétnico e infinitesimal . . . . . . . . . . . . . . 294
Muriel Spark
Las señoritas de escasos medios (fragmento)
"No tenía absolutamente ningún sentido deprimirse por la situación, ya que habría sido como deprimirse por la existencia del Gran Cañón del Colorado o de algún otro fenómeno natural al que fuera imposible acceder. La gente seguía haciendo comentarios sobre lo mucho que le deprimían el mal tiempo y las noticias, o la curiosidad de que el Albert Memorial se hubiera mantenido, desde el primer momento, incólume a las bombas.
El club May of Teck estaba, transversalmente, justo delante del Memorial, en una fila de casas que apenas se mantenían en pie; en las calles y los jardines del barrio habían caído varias bombas, dejando los edificios resquebrajados por fuera y endebles por dentro, pero temporalmente habitables. En las ventanas reventadas habían puesto unos vidrios que traqueteaban al abrirlas o cerrarlas. A las ventanas del vestíbulo y el cuarto de baño les acababan de quitar la pintura bituminosa que se usaba para camuflarlas. Las ventanas tenían su importancia durante ese último año de decisiones cruciales; por ellas se sabía al instante si una casa estaba ocupada o no; y en los últimos tiempos habían adquirido un gran predicamento, pues constituían la peligrosa frontera entre la vida doméstica y la guerra que afectaba a las calles de la ciudad. Al sonar las sirenas, todos decían: «Cuidado con las ventanas. No os acerquéis. Los fragmentos de cristal son peligrosos».
Las ventanas del club May of Teck se habían roto tres veces desde 1940, aunque el edificio se había librado de las bombas. Las habitaciones de arriba daban a las onduladas copas de los árboles de los jardines de Kensington, y para ver el Albert Memorial bastaba con estirar el cuello y girar la cabeza ligeramente. "
y las muchachas en flor escocesas . . . . . . . . . . . . . . . . . 301
Graham Swift:
Últimos tragos (fragmento) "Estoy sentado, contemplando el viejo reloj tras la barra. Thos. Slattery, Clockmaker, Southwark. Las botellas se acumulan como las manecillas de un órgano. Lenny está a punto de llegar. No lleva corbata negra, no lleva ninguna corbata en realidad. Echa un rápido vistazo a lo que llevo y ambos sentimos que nos hemos equivocado. Permíteme, Lenny, digo. ¿Una cerveza? Dice que ha sido todo un cambio. Bernie se aproxima. ¿Nuevo horario? -pregunta. Mañana, responde Lenny. Una cerveza para Lenny, digo. ¿Lo has dejado, Lenny? -pregunta Bernie. Ya pasó la edad para eso, ¿no crees, Bern? Ya no es como si Raisy estuviera con nosotros, el hombre ocioso. Necesito frutas y verduras. Pero no hoy, ¿de acuerdo? dice Bernie. Bernie señala la pinta y la desplaza fuera de la caja. ¿No se lo has contado? dice Lenny, mirando a Bernie. No, respondo, mirando mi cerveza y luego a Lenny. Lenny enarca las cejas. Su rostro parece sonrojarse con crudeza, como si le fuera a salir un hematoma. Se sujeta el cuello en el punto donde no está la corbata. Es todo un cambio, dice. ¿Amy no vendrá? ¿Cambiará de parecer? No, respondo yo. Sólo iremos nosotros. El círculo íntimo. " |
Amores que aguardan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 304
Sarah Waters:
Afinidad. Sarah Waters. Introducción y Primera parte, 1
https://www.listennotes.com/podcasts/audiolibros-en/afinidad-sarah-waters-MyrEXiplfP3/#
Era como si algo se hubiese interpuesto entra las dos, sin que yo lo supiera: una especie de hilo. Me atraía hacia ella, dondequiera que estuviese. Era como...Es como si la amases, pensé."Falsa identidad" (2002)
Transgresiones victorianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 306
Evelyn Waugh
Una educación incompleta (fragmento)
"Algunos chicos de dotes excepcionales habían aprendido a lanzar las pastillas de margarina, con el cuchillo, contra las vigas de roble del techo, donde se quedaban pegadas todo el invierno, hasta que el calor del verano las soltaba y caían, plof, sobre las mesas.
Nos dábamos un baño semanal, siempre a última hora de la tarde. Era una bendición. Pero también era obligatorio asearse todas las tardes, a primera hora, salvo los domingos. Cada dormitorio disponía de dos cuartos con bañera. Rara vez había agua caliente suficiente para que se pudiera cambiar después de cada uso. En invierno, después de jugar al fútbol, uno esperaba su turno para sumergirse en un agua fangosa y tibia. Mientras esperábamos, cuando entrábamos en la bañera embarrada y salíamos de ella, y mientras nos frotábamos con unas toallas que, como los manteles, estaban limpias los domingos y ya hechas un asco los martes, me quedaba patidifuso ante la posibilidad de tener contacto físico con todos aquellos cuerpos desnudos y no me cabe duda de que la repugnancia que sentía se transmitía por sí sola.
No sólo era remilgado, sino también gazmoño y mojigato. Era corriente que los chicos pequeños, los más listos, se ganasen los favores de los más grandes, y más estúpidos, haciéndoles los ejercicios. Es algo a lo que me negué en redondo con el fundamento de que era una práctica deshonesta. Una conciencia mejor formada que la mía habría sabido reconocer que plegarse a esa situación no sólo era más prudente, sino también más caritativo. Mis escrúpulos no me valieron para ser apreciado por nadie.
Me resulta lisa y llanamente imposible identificarme con el alumno solitario de aquella época helada. Todo lo que recuerdo es incoherente. Por ejemplo, tenía un mórbido temor de llamar la atención, de la forma que fuese. El jefe del dormitorio era el encargado de distribuir la correspondencia entre los internos. Yo recibía bastantes más cartas que los demás, y en alguna que otra ocasión me las lanzaba con manifiesta inquina: «Ah, otra para Waugh». Aquello fue motivo suficiente para que escribiera a mi padre y le pidiera que me escribiese con menor frecuencia, aun cuando sus cartas me proporcionaran un gran placer. Por otra parte, desafiaba las convenciones al arrodillarme en el incarnatus, en el credo de la Sagrada Comunión. Era la costumbre que había adoptado en St. Jude, pero nadie lo hacía en Lancing. Durante el primer trimestre permanecía en pie, como todos los demás. Durante las primeras vacaciones tuve remordimientos, como si hubiera traicionado mis propias convicciones. "
: Tras la máscara de la risa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311
Rebecca West
La familia Aubrey (fragmento)
"Tendría que haberle dicho que estaba demasiado cansada, pero me alegraba tener una oportunidad para demostrarle a aquella estúpida y repugnante adulta que tenía poderes de una naturaleza que evidentemente le impresionaban. Me levanté y caminé hacia ella con una determinación en la que había cierta teatralidad y puse las manos a ambos lados de su cara. Me desagradó el contacto con aquella piel caliente. No era realmente tan oscura, ni siquiera estaba cerca de ser tan oscura como para situarla fuera de unos límites donde no se admite la admiración, pero aun así sentí que, si hubiera sido un poco más oscura, habría resultado tan asquerosa como si todo su cuerpo hubiese estado cubierto por una mancha de nacimiento. No me sentía cómoda leyéndole la mente. Si hubiese habido números más desiguales que los impares seguramente los habría elegido. Lo hice dos veces, para dejar clara mi superioridad, pero me negué a hacerlo una tercera, para darme el gusto de rechazarla.
Cuando regresé a mi asiento me preguntó si mi prima o yo queríamos más pastel. Le di las gracias, pero le dije que no, que habíamos comido todo el que habíamos querido con el té y que me había encantado, en especial los barquillos con nata montada. Echó un vistazo a la mesa, vio que no quedaban más y le dijo a la tía Lily que corriera a la cocina y pusiera algunos más en un plato, sabía que había muchos, porque era el postre para la cena. Pero yo volví a darle las gracias y a decirle que no, que ya habíamos comido todos los que habíamos querido con el té. Luego me preguntó, sonriendo, si no teníamos hueco para un bombón o dos. Resultaba entretenido y horrible a la vez ver a una adulta tratando de agradar a una colegiala. Cuando le dije que realmente no queríamos nada, la señora Phillips se quedó en silencio y durante un instante dibujó algo con el dedo sobre el mantel mientras echaba un vistazo a la habitación. Había allí todo tipo de cosas que no teníamos en casa, sobre todo en el aparador; dos cajitas de plata y una botella de cristal tallado y plata con whisky en su interior que yo sabía que se llamaba tántalo porque mi madre era incapaz de ver uno en un escaparate sin detenerse y prorrumpir en gritos de indignación. Tenía un mecanismo mediante el cual no se podía abrir sin una llave para que los sirvientes no robaran la bebida y a ella le parecía que aquello era como un brutal reconocimiento de desconfianza. También me pareció interesante descubrir que las sillas tapizadas de cuero no estaban gastadas ni rotas como las nuestras. "
: Una británica en los Balcanes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 317
Jeanette Winterson
"Sin dejar de gemir ligeramente, con la pata herida, el perro así lo hizo, y el hombre emprendió rápidamente el camino de regreso a la casa parroquial en busca de una cuerda.
No encontró a nadie en la casa. Su esposa había salido. Su hijo estaba en la escuela. La cocinera dormía antes de que el obispo llegara a cenar. Dark se alegró de no tener que dar explicaciones, de no tener que exasperarse. Un problema compartido era un doble problema, pensó. La gente intentaba ayudar, pero lo único que conseguía era entorpecer. Mejor era contener los problemas, como con un perro rabioso. Entonces se acordó de su perro y dejó a un lado otras consideraciones más complejas. Eran sus consideraciones. No las compartiría con nadie, jamás. Guardaría el secreto.
Encontró la cuerda en el cobertizo donde guardaban el carruaje. Se la echó sobre el hombro. Metió una pesada estaca metálica y un mazo en un saco y cogió un arnés de poni para izar al perro. Luego volvió al acantilado, absolutamente resuelto ante la tarea que tenía por delante, e intentando dominar la tensión nerviosa que se había convertido para él en un estado mental de lo más común. A menudo tenía la sensación de que su mente se desmenuzaba. Solo haciendo uso de la mayor disciplina podía encontrar para sí la paz natural que solía dar por supuesta. Paz mental... daría cualquier cosa por volver a encontrarla. Ahora trabajaba para alcanzarla, del mismo modo que trabajaba su cuerpo boxeando.
El hombre caminaba enérgicamente intentando no pisar las amapolas que brotaban de todas las grietas del suelo que contenían algo de tierra. No conseguía que crecieran en su jardín, y ahí brotaban de la nada. Quizá utilizara esa imagen para su sermón...
Pentecostés. Le encantaba la historia del Grial, que llegaba a la corte del rey Arturo durante la celebración de Pentecostés. Le encantaba, y le entristecía, porque ese día todos los caballeros se habían comprometido a volver a encontrar el Grial, y la mayoría de ellos se perdieron, e incluso los mejores fueron destruidos. La corte quedó rota; la civilización, arruinada. ¿Y por qué? Por culpa de una visión onírica que no tenía ninguna utilidad en el mundo de los hombres.
La historia le espoleó. "
: Frutas prohibidas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 320
5
HOLANDA Y FLAMENCOS: CIUDADES COMO LIBROS
Kader Abdolah
El reflejo de las palabras (fragmento)
"Sentado junto a la ventana de aquella habitación, uno no podía concentrarse en la lectura o en la escritura, según se lamentaba Kazem Kan, de tan cautivadoras como eran la naturaleza y las vistas. Te obligaban a dejar el libro o a guardar la pluma en el bolsillo e ir en busca de la pipa, cortar una porción del rollo de opio, colocarla en la pipa, coger con unas tenazas una brasa incandescente y luego aspirar, aspirar y volver a aspirar, y lanzar el humo en dirección a aquel panorama y quedarte mirándolo. En primer plano se veía un grupo de nogales añosos; detrás, varias hileras de granados, y al fondo, unos campos de flores amarillas y arbustos del color del opio que se entremezclaban hasta llegar al pie de la cordillera, donde se alzaba, majestuoso, el monte del Azafrán.
Si alguien pudiese escalar aquella cima tan escarpada y mantenerse de pie allí un instante, divisaría, con la ayuda de un catalejo, siempre que no hubiera niebla y aguzando la vista, el contorno de un edificio y los soldados del Ejército Rojo. Allí se encontraban la frontera y la aduana. Sin embargo, hasta aquel día en que Kazem Kan se asomó a la ventana junto a Aga Akbar, ningún aldeano había logrado coronar la cumbre.
El monte del Azafrán es conocido en todo el país no tanto por su cima prácticamente inalcanzable, sino ante todo por su importante e histórica cueva—muy renombrada en el mundo de la arqueología—, que se encuentra en el corazón de la montaña, en un lugar de difícil acceso, donde por aquella época los lobos dormían durante los crudos inviernos y parían en primavera.
Los montañeros que llegaban hasta ella escalando la pared con picos y cuerdas encontraban pelos de lobo desperdigados por todas partes y los huesos de las cabras que se habían comido.
Con un poco de suerte, quienes subían hasta allí en primavera veían en la entrada a los lobeznos aullando por sus madres.
En algún lugar profundo de esa cueva hay unas inscripciones en escritura cuneiforme de más de tres mil años de antigüedad esculpidas en la oscuridad de la pared meridional, donde el tiempo, el viento, el sol y la lluvia no llegan. Se trata de una carta dictada por el primer rey de Persia: un secreto que hasta la fecha no ha podido descifrarse.
Muy de vez en cuando, desde la ventana de la casa de Kazem Kan se veía algún jinete —un experto en escritura cuneiforme inglés, francés o norteamericano— subiendo a la cueva en burro para intentar descifrar la escritura. "
: Un iraní en los Países Bajos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 325
Stefan Hertmans
Este podría ser el grado máximo de sabiduría, la duda, la incertidumbre de la corriente de los días, y conseguir aceptar esta incertidumbre, una virtud en la que está puesta todo el empeño de esta obra. Hertman reproduce la vida de su abuelo y con ella la de su entorno a lo largo del siglo XX, sobre todo de los primeros años del siglo XX, hasta que lo quebró la Primera Guerra Mundial. El estilo nos resulta familiar, nos recuerda a Sebald, por ejemplo. Pero lo que en Sebald es un trabajo peripatético, sin que esto quiera decir nada malo, pues no son otras sus intenciones que las de hacer llorar, en Hertman es sinceridad. Sebald oculta cierto cinismo, cierto grado de superioridad moral, cierto complejo, del que Hertman apenas rescata ese tono de crepúsculo trasladado al pasado. De esa manera gesta una paradoja, pues el pasado debería ser amanecer. Pero será esa intención manifiesta de engañarse a uno mismo, dictando que en el pasado la vida era más humana, la que le lleve a la búsqueda de la paz, o de algo parecido a la paz interior. Para ello se vale de la figura de su abuelo y el libro toma un matiz íntimo tanto en lo biográfico como en el retrato social. Es un adagio.
La presencia de enfermedades de pulmón que matan a seres queridos, nos remite al romanticismo. Pero Hertman describe con sosiego hasta los aspectos crueles, hasta lo desagradable, y en realidad halla mucho de desagradable condicionando la vida. Rescata del olvido colectivo todo lo que puede para experimentarlo como nuevo a través de la literatura. Ese olvido colectivo tiende a apartar los fragmentos más aciagos, que él los trae a manera de descubrimiento. La forma de compensarlo es el arte. La pintura y el dibujo, a los que su abuelo se consagra sobre todo en los momentos en los que necesita ser rescatado, pero no hay nadie allí para salvarle. Así va sorteando la reproducción de los primeros años de vida de su abuelo, de la que apenas dispone de datos como para completar una novela, por lo que se topa con muchas preguntas. Y Hertman vive las preguntas como si fueran abismos. Pero se empeña en acompañar a sus antepasados como si allí él hallara una alegoría de su propia vida. Crea hipótesis sobre la belleza triste y sale a buscar l que tiene que quedar.
Hasta que se da de bruces con el horror de la Primera Guerra Mundial. La reproducción sórdida que hace de la misma nos resulta un tanto conocida: las trincheras, el barro, las mutilaciones, las ráfagas de metralleta, los muertos uno a uno, la pérdida de cualquier sentido de la ética a favor de la supervivencia animal. Incluso la religión, que había estado presente con anterioridad, se hace a un lado. Solo algún dibujo hecho con el carbón de una hoguera le recuerda que hay algo humano en el interior de su abuelo o en su interior, pues esta parte del libro está narrada en primera persona, desde el punto de vista del abuelo soldado.
El mayor valor de estas páginas es la deconstrucción de una persona que tendrá que volver a levantarse. La inocencia debió haberla perdido, claro. Y como a tantos otros, ese paso de la adolescencia al mundo adulto se les arrebató durante las batallas y el sufrimiento. Siente que hay una pérdida, pero no llega a expresar en qué consiste. Sí la cura a través del amor y luego de la compañía, porque a la muerte de la chica de la que está enamorado seguirá el matrimonio para no quedarse solo. Esta parte de la historia está ya documentada, sí, pero a pesar de todo Hertman tiende a buscar una explicación psicológica en cada gesto y por encima de todo en cada una de las mujeres que marcaron su vida: la madre de su abuelo, la difunta amada, la hermana mayor de esta y su hija, esferas que condicionan tanto, que presionan tanto que busca consuelo en la pintura, donde algo de lo sublime debe de permanecer. O al menos algo de lo bueno que puede tener el ser humano. Esa bondad ingenua y natural es lo que desesperadamente busca a través de cada una de las líneas de este libro un hombre que echa de menos la sencillez en la condición humana.
Las ciudades leídas como libros . . . . . . . . . . . . . . . 328
Marcel Möring
"Quiero arder en el fuego de mis sentimientos. Lo quiero todo, porque sólo cuando lo tengo todo sé que soy algo. Quiero dejarme llevar para olvidar el sinsentido de mi existencia y quiero dar y dejar que la otra persona se deje llevar, se sumerja y se entregue, para que quede claro que no hay nada fuera de mí, que soy el núcleo de su existencia, que no hay ningún lugar mejor y que merezco todo lo que pueda dar."
- Marcel Möring, Eden
"El anhelo, el dolor de la pérdida, el drama, eso fue lo que reconocí como real y verdadero. La tranquilidad, la uniformidad de la existencia diaria, lo ordinario... eso era lo que despreciaba. No para mí la anestesia llamada vida, esa existencia tibia con la esperanza de envejecer y morir sin demasiados problemas".
- Marcel Möring, Eden
"Siempre he creído que hay que dar pan a alguien cuando tiene hambre, pero dejar que se encargue de llenarlo por sí mismo. Eso estimula la iniciativa".
- Marcel Möring, En Babilonia
y su saga fantástica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331
Harry Mulisch
El descubrimiento del cielo (fragmento)
"Onno y Sophia ya lo habían visto antes, pero cuando al día siguiente entraron los tres en la habitación del hospital, Max se detuvo en el umbral impresionado. A Ada le habían cortado el pelo al cero. Se parecía a aquellas chicas y mujeres que, en los días que siguieron al fin de la guerra, había visto rapar por hombres furiosos, porque se habían entregado a alemanes: «Putas de alemanes», en opinión de esa jauría que hasta la batalla de Stalingrado había pactado con los alemanes en mucha mayor medida, prescindiendo de la placentera bajada de bragas. Había desaparecido el marco rectangular de su cara y salió al descubierto una cabeza redonda e inerme, que ahora sí parecía haber partido definitivamente hacia lo inalcanzable.
A las cuatro menos cuarto aparecieron dos enfermeras para transportar a Ada en su cama al quirófano. La noche anterior Max había telefoneado a Onno para comunicarle su fracaso médico, con lo que Onno llegó a la conclusión inmediata de que de este modo se mantenía la inseguridad acerca de la existencia espiritual de Ada y que por tanto debía permanecer con vida. Max la besó en la frente y se preguntó cómo se habría sentido ahora mismo si hubieran tomado otra decisión.
Onno también estaba aliviado de que las cosas hubieran salido así. Más tarde había llegado a dudar de si Melchior realmente quiso decir lo que él había interpretado, aunque eso no se atrevería a decírselo jamás a Max. Quizá le había obligado a llevar a cabo una misión absurda. Mientras Max y Sophia se fueron a la sala de espera, él acompañó a Ada con una mano sobre su vientre por los pasillos y en el ascensor. En el espacio que ocupaba la parte anterior del quirófano propiamente dicho había un hombre de su misma edad lavándose las manos; llevaba una bata verde de manga corta y sobre su cabeza un gorro del mismo color. Onno se presentó y le preguntó si podía hablar un momento con el doctor Melchior.
": El hijo de Hitler . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333
Cees Nooteboom
La mañana es fría y hay un poco de neblina. Salgo afuera y me adentro en la Biblia. El sol saliente prende fuego a la muralla ocre, los muchachos pasan ante ella con sus corderos, sus asnos cargados de leña, bereberes de los alrededores transportan mercancías para el mercado. En los mandarinos susurran los pájaros al compás del martillo del calderero. Los hombres aventan el grano con las manos, hierran los caballos, una mujer pasa la lengua por su cerámica recién hecha, se pesan las especias una y otra vez con un peso ligero como una pluma, el encantador de serpientes ya ha congregado a su público, en la carnicería los pies de camello están perfectamente dispuestos en hilera, el arriero grita «¡balek, balek!» al pasar con su burro cargado con grandes pedazos de reluciente sal... veo un mundo que ya no existe... el olor de la carne sobre la brasa en cazuelas de barro, mujeres en largas túnicas negras ataviadas con fantásticas joyas separan el grano de la paja.
¿Qué es lo que me hace sentir tan feliz aquí? Tal vez sea el silencio, es decir, la presencia exclusiva de personas y animales. En una esquina del mercado están aparcados todos los burros. Dentro de un par de años serán motocicletas, más tarde, automóviles. Pero ese momento todavía no ha llegado. Mi sensación de bienestar podría deberse también a la transparencia, es decir, a ver cómo se fabrican las cosas. Herreros, curtidores, panaderos, todos reunidos en el mercado, escritores y narradores de cuentos, mendigos y carniceros, el universo entero encima de un terrón, un mundo encerrado en sí mismo, autosuficiente, un mundo en orden, ésa es la impresión que produce. "
"A veces un simbolismo involuntario puede parecer tan acentuado que casi no podemos creer que no sea deliberado. Mientras me paseo por el cementerio de Montparnasse veo de repente, en la parte superior de la pared exterior de una de esas singulares pilas funerarias, altas y estrechas, la fotografía esmaltada de Emmanuel Bove. Leí hace algún tiempo su novela Armand, probablemente cuando de nuevo se hizo un esfuerzo por salvar al autor de las tinieblas del olvido, en las que tan cómodamente se había instalado. No todos querrían que se le siguiera leyendo, pero los admiradores no tienen en consideración semejante cosa. Y tenía admiradores, nada menos que Beckett, Handke, Wenders o Topor, y en Holanda Jan Siebelink, que en 1983, cuando por primera vez se tradujo algo de Bove al neerlandés, escribió un maravilloso artículo sobre él. Pero ¿no es una curiosa especie de subarriendo esto de ir a parar al muro exterior de una tumba ajena? Entré en la estrecha capillita, que pertenece a la familia Ottensooser. Vidrieras de colores claros, letras hebreas, sitio para una persona de pie. Sólo después, leyendo por encima viejos artículos, me quedó claro que Louise Ottensooser era la mujer por la que dejó a su primera esposa, Suzanne Vallois. Así pues, como muerto reside en casa de la familia de su segunda esposa. ¿Se puede decir que alguien no querría que se le siguiera leyendo? No, por supuesto que no, y sin embargo, impregnado en todos sus libros hay un peculiar motivo, un fenómeno que Siebelink denomina "atmósfera de perro mojado": sus protagonistas son frecuentemente personas que ponen todo su empeño en desaprovechar todas las oportunidades, y con este miserabilismo guardan relación también sus imágenes de calamidades, acumuladas con magistral y detallada descripción, que crean un clima que nos recuerda los cuadros de catástrofes de Carel Willink, como el siguiente pasaje de Armand: "Tomé una dirección cualquiera. En las rectas calles, ahora al mediodía tranquilas, el viento soplaba con tanta fuerza como por encima de las casas. Dondequiera que me encaminase, la sombra de los faroles señalaba en la misma dirección. En el horizonte, las nubes del día anterior se mantenían apretadas unas contra otras, como si allí, bajo otro cielo, estuviesen impidiendo a otras nubes seguir su camino. "
en su Hotel Nómada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 335
Hans Maarten van den Brink
El sueño se presentaba noche tras noche y, a primera vista, no tenía nada de extraño.
nada extraño a primera vista.
Está lloviendo. Estoy caminando en un muelle a lo largo de un oscuro
canal. El canal está iluminado aquí y allá por faroles espaciados a intervalos regulares.
Un hombre camina delante de mí. Cada vez que entra en un círculo de luz, lo veo un poco mejor.
mejor. Sus hombros encorvados. La chaqueta oscura. Su
rostro blanco en la cortina de luz y lluvia. Camina
dos linternas delante de mí, imperturbable.
Conozco al hombre.
También conozco el canal.
Pero entonces.
Cuando acelero el paso para alcanzarlo, la distancia que nos separa
la distancia entre nosotros sigue siendo la misma. Veo como él constantemente
círculo de luces a círculo de luces y, sin embargo, no importa lo mucho que
Por mucho que lo intente, nada cambia en esa distancia.
Dos linternas, lluvia, oscuridad. Y el canal también
es interminable.
Permanece así hasta que me despierto, con la sensación de que estoy
No estoy ni mucho menos descansado. Pero también de resentimiento por
a mí mismo y a mi incapacidad para ponerle fin.
Después de todo, ¿qué sentido tiene todo este alboroto, este secretismo? Ahora tengo sesenta y seis años y siempre he tenido una buena noche,
durmió bien. Sin sueños, desde que puedo recordar.
Además, no creo que tenga más imaginación que
otras personas.
Y no aprecio las visitas de mi subconsciente, sea lo que sea.
No aprecio las visitas de mi subconsciente, sea lo que sea.
: El verano antes de la guerra . . . . . . . . . 347
Adriaan van Dis
"Un mes después de la muerte de mi padre, mi madre limpió. Había que limpiar su olor, ahuyentar su espíritu. Sacó el colchón de la cama del enfermo y le dio una buena paliza con la fregona. La brocha de afeitar, el cepillo de uñas, el cepillo de dientes, el cepillo de la ropa... lo que se quemaba, se limpiaba y se enterraba el resto en una fosa profunda, no quedaba ni un pelo ni una escama de él. Después de un día de ventilación, con las ventanas llorando en sus ganchos, encendió una vela y dimos tres vueltas a la casa con una llama temblorosa, cortando para siempre las fuerzas negativas que nos rodeaban. A partir de ahora, su ira ya no podría encontrar la puerta de nuestra casa y sus gritos ya no nos quitarían el sueño. Así que desterró a mi temperamental padre, con fregona, carro de pañales, aldaba y cerillas. Y empujando la mesa contra la pared para que sólo ella pudiera sentarse a la cabeza.
- Adriaan van Dis, voy a volver
https://www.adriaanvandis.nl/boeken/
: La familia que llegó de las colonias . . . . . . . . . . . . . 349
Frank Westerman
El valle asesino Sobre el origen de los mitos
Prólogo
Corría la época de las grandes migraciones humanas. Los koms llegaron del este. Nadie sabe por qué un buen día abandonaron sus huertas plantadas de judías y cocoñames. ¿Fue porque los camelleros de Darfur raptaban a sus mujeres e hijos? ¿O acaso hubo una plaga de oncocercosis? Fuera como fuese, los koms echaron a andar en paralelo al ecuador, rumbo al oeste, con las ollas y las cacerolas, las azadas y las reservas de mandioca y de maíz sobre la cabeza. Todas las mujeres y niñas llevaban un bebé atado a la espalda. A veces había que parar con motivo de un entierro o un nacimiento y entonces aprovechaban para descansar un rato. Cruzaron con mucho cuidado las aguas del río que delimitaba sus tierras, esquivando los hipopótamos en pleno baño. Una vez en la orilla de enfrente, los koms se adentraron en el monte, uno tras otro, formando una larga fila. De pronto, el bosque se abrió, dando paso a una sabana montañosa, salpicada de asentamientos escondidos entre la hierba de elefante. El jefe de los koms, conocido como fon, enviaba de avanzadilla a sus exploradores, guerreros pertrechados con lanzas. Al menor ruido o peligro untaban las puntas de hierro de sus armas con veneno de cobra. Pero también llevaban consigo vino de palma. Cuando se encontraban con un pueblo pacífico (advertidos por el pausado redoble de los tambores que se oía desde lejos), paseaban sus calabazas, para alegría de todos. En la llanura de Ndop, en medio de las rafias, los koms se toparon con los bamesis. El jefe bamesi les dispensó una efusiva bienvenida y los invitó a quedarse a vivir en su país. ¿Cuántas lunas habían pasado desde que se pusieran en marcha? Nadie se acordaba. 12 Esa misma noche, «la luna ocultó su rostro tras una hoja de plátano», un fenómeno que según los viejos calendarios remite al eclipse lunar total de 1735. Fue en aquel año cuando los koms debieron de asentarse en la llanura de Ndop. Aunque por entonces el corazón de África seguía intacto, los portugueses, los daneses y los holandeses ya se comían a mordiscos los confines del continente, como peces carnívoros. La caza de esclavos en la que un pueblo indígena perseguía a otro llegaba cada vez más lejos, tierra adentro. ¿Precisaban los bamesis de refuerzos? ¿Buscaban amparo en la superioridad numérica? Si esa fue la intención del jefe bamesi, aparentemente logró su propósito. Los koms se multiplicaron hasta acabar siendo muchos. Su fertilidad parecía no tener límite. Daba la impresión de que trataban de recuperar el tiempo perdido a fin de compensar la falta de nacimientos sufrida a lo largo de su periplo. Al cabo de diez o quince años de armonía, a los bamesis les entró miedo de que sus invitados pasaran a ser mayoría. Se sentían amenazados. La expansión numérica de los koms despertó la envidia de sus anfitriones, forzados a hacer una concesión tras otra. Al final, en un intento por frenar la explosión demográfica, el fon de los bamesis convocó al fon de los koms en su palacio. Sentado en su trono revestido con pieles de leopardo, propuso una medida drástica: cada jefe levantaría una casa comunal en la que reuniría a los varones de su tribu y, tan pronto como hubieran entrado todos, echaría el cerrojo y prendería fuego a la construcción. Todos, desde los hombres más jóvenes hasta los más ancianos, se ofrecieron para echar una mano. Para el tejado utilizaron gigantescos paneles de tallos de bambú, atados con sisal en disposición cuadriculada y cubiertos de paja. El día de la inauguración, los varones se agolparon en la puerta y fueron entrando a empujones, sin sospechar lo que les esperaba allí dentro. Armados con antorchas, los fons incendiaron las casas, sacrificando a sus hijos por la supervivencia de la tribu. El fuego del sacrificio, triste pero necesario, no tardó en cobrar fuerza. Saltaban chispas por todas partes y, por encima del chisporroteo, se escuchaban los alaridos de los hombres. Curiosamente, de la casa comunal de los bamesis no salía ni un solo grito, pese a que quedó reducida a cenizas, al igual que la de los koms. Resulta que los bamesis escaparon por una puerta trasera secreta. 13 Al descubrir el engaño, el fon de los koms se retiró furioso al bosque de rafias. Entonó una canción fúnebre tras otra mientras reflexionaba profundamente. En una de las visitas de su hermana Nandong, que era la única persona que acudía a verlo, reveló que iba a vengarse. Se ahorcaría, y nadie debería soltarlo de la cuerda ni darle sepultura. —Un buen día veréis aparecer una pitón —dijo—. Seguidla. Descansad allí donde se pare a descansar la serpiente. Reptando, os llevaré al país donde vivirá mi pueblo. El fon se colgó de la rama de un árbol. Al poco tiempo empezaron a caer gotas de sangre y hiel de sus pies. Los fluidos corporales formaron un charco, el charco se hizo laguna y la laguna, lago. Del cadáver emergieron unas larvas que, una vez saciadas, terminaban en el agua, donde sufrían una metamorfosis convirtiéndose en peces. Los peces fueron descubiertos por un cazador bamesi que había salido a explorar las orillas del lago nuevo. Enseguida corrió a avisar al fon. El agua brillaba con especial intensidad, no tanto por la luz del sol como por el efervescente y fulgurante borboteo de aletas caudales. Después de que los consejeros de los bamesis calificaran la disposición anímica del lago de inofensiva, el fon anunció un día de pesca general. Todos los varones, jóvenes y ancianos, se reunieron en la orilla, cargados con canastas. A una señal del jefe se adentraron de un salto en el agua, que les llegaba a la cintura, y comenzaron a sacar peces sin parar. No eran conscientes de que había llegado la hora de la venganza. En medio del tumulto, el chapoteo y las voces de ánimo de los niños, el lago se levantó de su lecho, estalló en ráfagas de niebla y se esfumó por un agujero en la tierra, arrastrando a todos los pescadores bamesis. Al rato salió una pitón de por entre los matorrales. Nandong y los suyos recogieron sus pertenencias y siguieron a la serpiente negra y amarilla. El segundo éxodo duró menos tiempo que el primero. Transcurridas dos lunas, el diezmado pueblo de los koms alcanzó los soberbios pliegues de una cadena montañosa. Nada más llegar, Nandong vio cómo la pitón se metió en una guarida subterránea. En ese preciso lugar, su hijo Jinabo I mandó construir un palacio de adobe. Corría el año 1755. La amurallada sede del fon —con sus templos, tribunales y harén— se eleva, inexpugnable, sobre el país de los koms: un puñado de valles verdes salpicados de lagos azules.
MUERTE MISTERIOSA DE UN MILLAR DE PERSONAS EN UN VALLE AFRICANO YAUNDÉ,
25 de agosto de 1986. Al menos 1.200 personas han perdido la vida en un valle remoto del oeste de Camerún por razones aún desconocidas. La tragedia se produjo en la noche del 21 al 22 de agosto en el valle de Nyos, a unos trescientos kilómetros al noroeste de la capital, Yaundé. Según parece, la mayoría de las víctimas murieron mientras dormían. No hay indicios de que las viviendas y los cultivos hayan sufrido daños. En cambio, se habla de la muerte de numerosas especies animales, incluyendo vacas, aves e insectos. Radio Cameroun informa de que equipos de rescate con máscaras de gas y botellas de oxígeno tratan de llegar a la zona afectada. Centenares de heridos han sido trasladados a un hospital en la ciudad de Wum. En palabras de uno de los médicos, los síntomas se manifiestan como «úlceras con forma de ampolla» y «signos de asfixia como por estrangulamiento». En la noche del 21 de agosto se escuchó una explosión en un vasto perímetro alrededor del lugar del desastre. Testigos oculares relatan cómo el agua transparente del vecino lago Nyos se tiñó de rojo después de que las súbitas rachas de viento causaran unas olas enormes. Hace dos años, el 15 de agosto de 1984, 37 personas murieron junto al lago Monoun, a cien kilómetros al sureste del lago Nyos, mientras trabajaban en el campo. A día de hoy, la causa de su muerte continúa sin esclarecer. BBC, Reuters
y los ingenieros del alma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 352
Por las fronteras de EuropaMercedes MonmanyLOS MARTES, SOLO EN LA WEB
No hay comentarios:
Publicar un comentario