J.M. Coetzee
J. M. (John Maxwell) Coetzee nació el 9 de febrero de 1940 en Cape Town (Sudáfrica), hijo de una maestra y de un abogado, ambos con ascendencia holandesa.
Estudió lengua inglesa y matemáticas en la Universidad de Cape Town, centro en el que más tarde ejerció la docencia como profesor de literatura. Posteriormente amplió estudios en los Estados Unidos acudiendo a la Universidad de Texas, en donde escribió una tesis sobre Samuel Beckett, una de sus principales influencias literarias junto a otros autores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Franz Kafka o Fedor Dostoievsky, escritores que se reflejarán puntualmente en sus escritos, muchos de ellos de alcance descriptivo y crítico con la realidad violenta y racista de su país.
En los años 60, Coetzee vivió en Gran Bretaña, en donde trabajó durante un tiempo como programador para la IBM, y después en los Estados Unidos, siendo profesor de SUNY en Buffalo. En este período se implicó en protestas contra la guerra del Vietnam, cuyo contexto fue incluido en su primer libro de ficción, “Tierras De Poniente” (1974), en el que narra dos historias, una generada por el conflicto asiático y otra en la época colonial africana.
Más tarde publicó “En Medio De Ninguna Parte” (1976), novela desarrollada en el contexto de una granja sudafricana; “Esperando A Los Bárbaros” (1980), con influencia de Joseph Conrad; “Vida y Época de Michael K” (1983), con clara referencia a Franz Kafka; “Foe” (1986), en donde recrea originalmente el “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe; o “La Edad De Hierro” (1990) y “Desgracia” (1999), en donde incidió en la vinculación en intensos conflictos emocionales y el retrato sociopolítico.
“El Maestro De Petersburgo” (1994) cuenta nada más y nada menos que con Fedor Dostoievsky como protagonista; “La Vida De Los Animales” (1999) significó su querencia por reivindicar los derechos de los animales; “Elizabeth Costello” (2001) se centra en la figura de una escritora australiana ofreciendo conferencias a lo largo del mundo; y “Hombre Lento” (2005) establece una reflexión íntima sobre la vida desde la perspectiva de un hombre inválido.
Coetzee tardó tiempo en volver a la novela y lo hizo con “La Infancia De Jesús” (2013), inicio de una trilogía completada con “Los Días De Jesús En La Escuela” (2016) y “La Muerte De Jesús” (2019).
Random House publicó en español el libro “Cuentos Morales” (2017).
Al margen de ficción, el escritor sudafricano también ha escrito libros de memorias, como “Infancia” (1997), “Juventud” (2002) y “Verano” (2009), además de ensayos, como “Contra La Censura” (1996), “Mecanismos Internos” (2007) o “Diario De Un Mal Año” (2007).
En cuanto a su vida amorosa, Coetzee se casó en el año 1963 con Philippa Juber, con quien tuvo a sus hijos Nicola (nacido en 1966 y fallecido en 1989) y Gisela (nacida en 1968). La pareja se separó en 1980. Su pareja actual es Dorothy Driver.
Estudió lengua inglesa y matemáticas en la Universidad de Cape Town, centro en el que más tarde ejerció la docencia como profesor de literatura. Posteriormente amplió estudios en los Estados Unidos acudiendo a la Universidad de Texas, en donde escribió una tesis sobre Samuel Beckett, una de sus principales influencias literarias junto a otros autores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Franz Kafka o Fedor Dostoievsky, escritores que se reflejarán puntualmente en sus escritos, muchos de ellos de alcance descriptivo y crítico con la realidad violenta y racista de su país.
Coetzee tardó tiempo en volver a la novela y lo hizo con “La Infancia De Jesús” (2013), inicio de una trilogía completada con “Los Días De Jesús En La Escuela” (2016) y “La Muerte De Jesús” (2019).
Random House publicó en español el libro “Cuentos Morales” (2017).
J. M. Coetzee: ¿Quién recordará las historias?
por Félix Romeo
Vida y época de Michael K.
Esperando a los bárbaros
Foe
La edad de hierro
Infancia, escenas de una vida de provincias
Desgracia
Juventud
Elizabeth Costello
A los veinte años, J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) ha tomado ya grandes decisiones: renunciar a su familia, a su lengua y a su país. Así lo cuenta en Juventud (2002), el segundo libro de sus memorias, narrado en tercera persona: «Sudáfrica fue un mal comienzo, una desventaja. Una familia rural anodina, una mala educación, el idioma afrikaans: ha escapado, más o menos, de cada una de esas desventajas».
A los veinte años, cuando J. M. Coetzee vive exiliado en Londres, trabajando para IBM y construyendo su propia tradición literaria con Ezra Pound, T. S. Eliot y D. H. Lawrence, su madre le envía desde Sudáfrica largas cartas que él nunca contesta.
Sus renuncias esenciales de los veinte años son los materiales con los que, tiempo más tarde, construye J. M. Coetzee todas sus novelas. Aunque, consciente del valor de esas renuncias, ya no las presenta desdeñosamente con una apariencia convencional. Si Ramón María del Valle-Inclán colocaba a sus personajes enfrente de los espejos deformantes del callejón del Gato para obtener una suerte de verdad grotesca, J. M. Coetzee limpia de ruido todo lo que no le resulta necesario para narrar sus obsesiones.
Ha renunciado a Sudáfrica a los veinte años y quiere que un maremoto desde el Atlántico se trague su país, pero Sudáfrica es el lugar en el que suceden las novelas de J. M. Coetzee. A veces, se trata de una Sudáfrica más alegórica y teatral, como la de la granja de En medio de ninguna parte (1977) o como la de la fortaleza en el desierto de Esperando a los bárbaros(1980), pero otras veces es una Sudáfrica atrozmente real, la que se muestra en los informativos, como la descarnada de después del apartheid de Desgracia (1999) o como la descarnada del desplome del apartheid de La edad de hierro (1990), con fuegos en las calles que son señales fronterizas y certidumbre de la amenaza.
J. M. Coetzee ha renunciado a su familia a los veinte años, pero las familias son en muchas de sus novelas el centro y la clave de los acontecimientos. Familias incompletas y disfuncionales. Familias perturbadas por algo que nunca se menciona. La turbia relación de un padre y su hija en En medio de ninguna parte, con un hermoso incesto sólo consumado con sus heces en la letrina. La relación de una madre y su hijo en Vida y época de Michael K. (1983), truncada por la muerte de la madre. La relación de un padre y su hija en Desgracia, con un intento desesperado de volver a convivir bajo un mismo techo, con un distanciamiento irreparable producido por el género sexual. La relación de una madre y de su hija en Las vidas de los animales, con una tensa disputa acerca de los valores que deben ser transmitidos a los hijos en la educación. También es fundamental la relación de una madre y una hija, rota por una distancia que va más allá de lo físico, en La edad de hierro. Y la relación de un padre y su hijo en El maestro de Petersburgo (1994), donde un Fiodor Dostoievski, no menos verdadero por imaginario, vuelve a San Petersburgo para averiguar las circunstancias de la muerte de Pavel, su hijastro.
J. M. Coetzee ha renunciado a los veinte años al mundo rural anodino, pero el mundo rural se enseñorea en En medio de ninguna parte, aunque ya no es exactamente anodino, sino brutal: amos y criados encerrados en el mismo lugar pero en muy diferentes prisiones. La granja de Magda recuerda, por el clima turbulento, a la granja Thrushcross de Cumbres borrascosas, la novela de Emily Brontë: amores fuera de orden. Y en Vida y época de Michael K. el mundo rural no es precisamente anodino sino algo que se parece bastante a una condena en el infierno. Cuando era un niño, J. M. Coetzee sabía que la granja era el lugar al que pertenecía: «la granja era eterna».
Ha renunciado a responder a las cartas a los veinte años y una carta es el eje de La edad de hierro, una larga carta escrita por una mujer que está a punto de morir y en la que consigue reunir por fin «amor y verdad». El amor se vive en las novelas de J. M. Coetzee sólo en interiores, resguardándose del exterior; como si el amor fuera algo vergonzante. La verdad tampoco es ajena a los intereses de los personajes de J. M. Coetzee. El viejo juez de Esperando a los bárbaros está obsesionado por ella y le pregunta a un militar torturador: «¿Oye si yo digo la verdad?». «Sólo hay dos cosas: verdad y mentira», afirma Franz Kafka en una de las anotaciones de sus Cuadernos en octavo, «la verdad es indivisible, o sea, no se puede conocer a sí misma; quien quiera conocerla tiene que ser mentira».
La única renuncia de sus veinte años en la que J. M. Coetzee se mantiene firme es en la de no usar la lengua afrikaans. Esa condición de escritor en una lengua aprendida le lleva a las novelas del irlandés Samuel Beckett. Samuel Beckett encontró en el idioma francés su verdadera lengua literaria, aunque no necesariamente su tradición literaria. J. M. Coetzee descubre en Samuel Beckett que hay otra forma distinta de escribir novelas. Redacta una tesis doctoral en la que analiza, con parámetros matemáticos e informáticos, el código lingüístico de Samuel Beckett. Pero aunque renuncia a la lengua afrikaans, el inglés de J. M. Coetzee tiene marcas singulares, propias: frases no muy largas, de estructura muy simple, cargadas de información y sin accidentes retóricos que libro a libro tienden a la desnudez.
J. M. Coetzee encuentra, además, en el escenario indefinido de las ficciones de Samuel Beckett un posible territorio en el que desarrollar sus propias ficciones. Un espacio que no sea Sudáfrica, pero que pueda representar a Sudáfrica: como la fortaleza en un extraño lugar cerca de la frontera de Esperando a los bárbaros ; como la granja perdida de Enmedio de ninguna parte.
J. M. Coetzee parece sentirse más cómodo cuando decide abandonar los espacios simbólicos, distanciarse de la abstracción que aprendió en Samuel Beckett, y situar sus ficciones en la realidad sudafricana: violencia, conflicto racial, desorden, esclavitud, dolor, autoridad, diferencia. En Vida y época de Michael K. una Sudáfrica en guerra aparece en primer plano, y el protagonista lucha por obtener un espacio de libertad. Pero es en La edad de hierrocuando J. M. Coetzee asume totalmente la Sudáfrica real. Una mujer, ex profesora de lenguas clásicas, escribe una larga carta a su hija, que vive al otro lado del mundo, ajena al clima de violencia del país y a la terrible enfermedad de su madre, un cáncer de huesos. Una mujer que recuerda mucho a la tía Annie de J. M. Coetzee, que ha visto algo especial en él, maestra, que muere después de una caída y cuyo entierro es el final de Infancia, escenas de una vida de provincias (1998), su primer libro de memorias.
En Desgracia cuenta cómo una nación, que ha vivido un terrible régimen de segregación, acepta rápidamente las trampas sociales de lo políticamente correcto, mientras encubre con total impunidad la ausencia de verdadera justicia. La idea de justicia recorre también Esperando a los bárbaros, que puede ser considerada una versión previa y fallida de Desgracia, en la que un viejo juez al servicio del Imperio acoge en su casa a una mujer «bárbara», con lo que traspasa los límites permitidos por la ley y su vida gira hacia el absurdo. La tutela de Franz Kafka, el Franz Kafka de En la colonia penitenciaria, de El proceso y de El castillo, es aceptada.
A los veinte años, J. M. Coetzee está convencido de que «todo hombre es una isla». Esa certeza se traduce a sus novelas también transformada: todo hombre es una isla, sí, pero dentro de un archipiélago. David Lurie, el profesor de universidad que es expulsado por haberse acostado con una de sus alumnas en Desgracia, es una isla sometida a un delirante tribunal académico en una Sudáfrica cuyas reglas ha dejado de entender. Su hija, que se ha ido a vivir a una granja y que da la impresión de aceptar mejor los acontecimientos, también es una isla, abandonada por la que ha sido su amante y violada por nativos africanos. Una isla es Magda, la narradora de En medio de ninguna parte, cercada por los que han sido sus esclavos. Y la protagonista de La edad de hierro es una isla, acompañada de un vagabundo y azuzada por una criada hostil. Elizabeth Costello, la escritora defensora de los derechos de los animales, también es una isla. Y Susan Barton, que secuestra a Daniel Foe para contarle una historia, en Foe (1986), también es una isla.
El único asunto que J. M. Coetzee no contempla a los veinte años, y que se termina imponiendo en sus ficciones, es la denuncia de las condiciones de vida de los animales: las granjas en las que se crían, el maltrato sistemático que reciben, la tortura que sufren. En Desgracia, David Lurie se redime de su delito inexistente ayudando a curar perros abandonados en una clínica veterinaria. En Las vidas de los animales (1999), Elizabeth Costello, firme defensora de los derechos de los animales, expone en unas clases de la universidad, no sin someterse a las réplicas de sus antagonistas y a las de su propia hija, su punto de vista sobre el asunto: «Todo el que diga que a los animales les importa la vida menos que a nosotros es que no ha tenido en sus manos a un animal que lucha por no perderla. La totalidad del ser del animal se implica en esa lucha sin reservas. Cuando se dice que a esa lucha le falta la dimensión del horror intelectual o imaginativo, no me queda más remedio que estar de acuerdo. No es propio del ser animal disfrutar del horror intelectual, ya que todo su ser se encuentra en su carne viviente». Parece que J. M. Coetzee pensara que los hombres ya no merecemos la piedad, que sólo los animales son dignos de merecer piedad. Como si ya se hubiera dado cuenta de que todo lo que ha escrito de la piedad que hay que sentir por los hombres no hubiera servido para nada.
A los veinte años, J. M. Coetzee deja de escribir poemas para empezar a escribir ficciones. Unos años antes, después de abandonar a su tía Annie a medio enterrar, ya sabía que tendría que recordar en su cabeza todos los libros, toda la gente, todas las historias, porque si no «¿quién lo hará?».
por Félix Romeo
Vida y época de Michael K.
Esperando a los bárbaros
Foe
La edad de hierro
Infancia, escenas de una vida de provincias
Desgracia
Juventud
Elizabeth Costello
A los veinte años, J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) ha tomado ya grandes decisiones: renunciar a su familia, a su lengua y a su país. Así lo cuenta en Juventud (2002), el segundo libro de sus memorias, narrado en tercera persona: «Sudáfrica fue un mal comienzo, una desventaja. Una familia rural anodina, una mala educación, el idioma afrikaans: ha escapado, más o menos, de cada una de esas desventajas».
A los veinte años, cuando J. M. Coetzee vive exiliado en Londres, trabajando para IBM y construyendo su propia tradición literaria con Ezra Pound, T. S. Eliot y D. H. Lawrence, su madre le envía desde Sudáfrica largas cartas que él nunca contesta.
Sus renuncias esenciales de los veinte años son los materiales con los que, tiempo más tarde, construye J. M. Coetzee todas sus novelas. Aunque, consciente del valor de esas renuncias, ya no las presenta desdeñosamente con una apariencia convencional. Si Ramón María del Valle-Inclán colocaba a sus personajes enfrente de los espejos deformantes del callejón del Gato para obtener una suerte de verdad grotesca, J. M. Coetzee limpia de ruido todo lo que no le resulta necesario para narrar sus obsesiones.
Ha renunciado a Sudáfrica a los veinte años y quiere que un maremoto desde el Atlántico se trague su país, pero Sudáfrica es el lugar en el que suceden las novelas de J. M. Coetzee. A veces, se trata de una Sudáfrica más alegórica y teatral, como la de la granja de En medio de ninguna parte (1977) o como la de la fortaleza en el desierto de Esperando a los bárbaros(1980), pero otras veces es una Sudáfrica atrozmente real, la que se muestra en los informativos, como la descarnada de después del apartheid de Desgracia (1999) o como la descarnada del desplome del apartheid de La edad de hierro (1990), con fuegos en las calles que son señales fronterizas y certidumbre de la amenaza.
J. M. Coetzee ha renunciado a su familia a los veinte años, pero las familias son en muchas de sus novelas el centro y la clave de los acontecimientos. Familias incompletas y disfuncionales. Familias perturbadas por algo que nunca se menciona. La turbia relación de un padre y su hija en En medio de ninguna parte, con un hermoso incesto sólo consumado con sus heces en la letrina. La relación de una madre y su hijo en Vida y época de Michael K. (1983), truncada por la muerte de la madre. La relación de un padre y su hija en Desgracia, con un intento desesperado de volver a convivir bajo un mismo techo, con un distanciamiento irreparable producido por el género sexual. La relación de una madre y de su hija en Las vidas de los animales, con una tensa disputa acerca de los valores que deben ser transmitidos a los hijos en la educación. También es fundamental la relación de una madre y una hija, rota por una distancia que va más allá de lo físico, en La edad de hierro. Y la relación de un padre y su hijo en El maestro de Petersburgo (1994), donde un Fiodor Dostoievski, no menos verdadero por imaginario, vuelve a San Petersburgo para averiguar las circunstancias de la muerte de Pavel, su hijastro.
J. M. Coetzee ha renunciado a los veinte años al mundo rural anodino, pero el mundo rural se enseñorea en En medio de ninguna parte, aunque ya no es exactamente anodino, sino brutal: amos y criados encerrados en el mismo lugar pero en muy diferentes prisiones. La granja de Magda recuerda, por el clima turbulento, a la granja Thrushcross de Cumbres borrascosas, la novela de Emily Brontë: amores fuera de orden. Y en Vida y época de Michael K. el mundo rural no es precisamente anodino sino algo que se parece bastante a una condena en el infierno. Cuando era un niño, J. M. Coetzee sabía que la granja era el lugar al que pertenecía: «la granja era eterna».
Ha renunciado a responder a las cartas a los veinte años y una carta es el eje de La edad de hierro, una larga carta escrita por una mujer que está a punto de morir y en la que consigue reunir por fin «amor y verdad». El amor se vive en las novelas de J. M. Coetzee sólo en interiores, resguardándose del exterior; como si el amor fuera algo vergonzante. La verdad tampoco es ajena a los intereses de los personajes de J. M. Coetzee. El viejo juez de Esperando a los bárbaros está obsesionado por ella y le pregunta a un militar torturador: «¿Oye si yo digo la verdad?». «Sólo hay dos cosas: verdad y mentira», afirma Franz Kafka en una de las anotaciones de sus Cuadernos en octavo, «la verdad es indivisible, o sea, no se puede conocer a sí misma; quien quiera conocerla tiene que ser mentira».
La única renuncia de sus veinte años en la que J. M. Coetzee se mantiene firme es en la de no usar la lengua afrikaans. Esa condición de escritor en una lengua aprendida le lleva a las novelas del irlandés Samuel Beckett. Samuel Beckett encontró en el idioma francés su verdadera lengua literaria, aunque no necesariamente su tradición literaria. J. M. Coetzee descubre en Samuel Beckett que hay otra forma distinta de escribir novelas. Redacta una tesis doctoral en la que analiza, con parámetros matemáticos e informáticos, el código lingüístico de Samuel Beckett. Pero aunque renuncia a la lengua afrikaans, el inglés de J. M. Coetzee tiene marcas singulares, propias: frases no muy largas, de estructura muy simple, cargadas de información y sin accidentes retóricos que libro a libro tienden a la desnudez.
J. M. Coetzee encuentra, además, en el escenario indefinido de las ficciones de Samuel Beckett un posible territorio en el que desarrollar sus propias ficciones. Un espacio que no sea Sudáfrica, pero que pueda representar a Sudáfrica: como la fortaleza en un extraño lugar cerca de la frontera de Esperando a los bárbaros ; como la granja perdida de Enmedio de ninguna parte.
J. M. Coetzee parece sentirse más cómodo cuando decide abandonar los espacios simbólicos, distanciarse de la abstracción que aprendió en Samuel Beckett, y situar sus ficciones en la realidad sudafricana: violencia, conflicto racial, desorden, esclavitud, dolor, autoridad, diferencia. En Vida y época de Michael K. una Sudáfrica en guerra aparece en primer plano, y el protagonista lucha por obtener un espacio de libertad. Pero es en La edad de hierrocuando J. M. Coetzee asume totalmente la Sudáfrica real. Una mujer, ex profesora de lenguas clásicas, escribe una larga carta a su hija, que vive al otro lado del mundo, ajena al clima de violencia del país y a la terrible enfermedad de su madre, un cáncer de huesos. Una mujer que recuerda mucho a la tía Annie de J. M. Coetzee, que ha visto algo especial en él, maestra, que muere después de una caída y cuyo entierro es el final de Infancia, escenas de una vida de provincias (1998), su primer libro de memorias.
En Desgracia cuenta cómo una nación, que ha vivido un terrible régimen de segregación, acepta rápidamente las trampas sociales de lo políticamente correcto, mientras encubre con total impunidad la ausencia de verdadera justicia. La idea de justicia recorre también Esperando a los bárbaros, que puede ser considerada una versión previa y fallida de Desgracia, en la que un viejo juez al servicio del Imperio acoge en su casa a una mujer «bárbara», con lo que traspasa los límites permitidos por la ley y su vida gira hacia el absurdo. La tutela de Franz Kafka, el Franz Kafka de En la colonia penitenciaria, de El proceso y de El castillo, es aceptada.
A los veinte años, J. M. Coetzee está convencido de que «todo hombre es una isla». Esa certeza se traduce a sus novelas también transformada: todo hombre es una isla, sí, pero dentro de un archipiélago. David Lurie, el profesor de universidad que es expulsado por haberse acostado con una de sus alumnas en Desgracia, es una isla sometida a un delirante tribunal académico en una Sudáfrica cuyas reglas ha dejado de entender. Su hija, que se ha ido a vivir a una granja y que da la impresión de aceptar mejor los acontecimientos, también es una isla, abandonada por la que ha sido su amante y violada por nativos africanos. Una isla es Magda, la narradora de En medio de ninguna parte, cercada por los que han sido sus esclavos. Y la protagonista de La edad de hierro es una isla, acompañada de un vagabundo y azuzada por una criada hostil. Elizabeth Costello, la escritora defensora de los derechos de los animales, también es una isla. Y Susan Barton, que secuestra a Daniel Foe para contarle una historia, en Foe (1986), también es una isla.
El único asunto que J. M. Coetzee no contempla a los veinte años, y que se termina imponiendo en sus ficciones, es la denuncia de las condiciones de vida de los animales: las granjas en las que se crían, el maltrato sistemático que reciben, la tortura que sufren. En Desgracia, David Lurie se redime de su delito inexistente ayudando a curar perros abandonados en una clínica veterinaria. En Las vidas de los animales (1999), Elizabeth Costello, firme defensora de los derechos de los animales, expone en unas clases de la universidad, no sin someterse a las réplicas de sus antagonistas y a las de su propia hija, su punto de vista sobre el asunto: «Todo el que diga que a los animales les importa la vida menos que a nosotros es que no ha tenido en sus manos a un animal que lucha por no perderla. La totalidad del ser del animal se implica en esa lucha sin reservas. Cuando se dice que a esa lucha le falta la dimensión del horror intelectual o imaginativo, no me queda más remedio que estar de acuerdo. No es propio del ser animal disfrutar del horror intelectual, ya que todo su ser se encuentra en su carne viviente». Parece que J. M. Coetzee pensara que los hombres ya no merecemos la piedad, que sólo los animales son dignos de merecer piedad. Como si ya se hubiera dado cuenta de que todo lo que ha escrito de la piedad que hay que sentir por los hombres no hubiera servido para nada.
A los veinte años, J. M. Coetzee deja de escribir poemas para empezar a escribir ficciones. Unos años antes, después de abandonar a su tía Annie a medio enterrar, ya sabía que tendría que recordar en su cabeza todos los libros, toda la gente, todas las historias, porque si no «¿quién lo hará?».
El maestro de Petersburgo (fragmento)
"Eso es lo que sin duda desea la mujer: ser cortejada, halagada, persuadida, conquistada.. Incluso cuando se rinde lo que desea es rendirse no con franqueza, sino en una deliciosa bruma de confusión, resistiendo sin resistirse, cayendo, sí, pero sin que la suya sea una caída irrevocable. No: caer y volver después entre los caídos rehecha, virginal, lista para ser halagada y para volver a caer. Un juego con la muerte, un juego de resurrección.
(...)
La lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. La verdad puede llegarnos por caminos tortuosos, llenos de misterio.
(...)
La lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. Si se lo preguntase, estoy seguro de que me respondería que está usted a la caza y captura de Nechaev, con el objeto de llevarlo a juicio, a un juicio como es debido, con los abogados de la defensa y los fiscales, etcétera, para encerrarlo después de por vida en una celda bien limpia y bien iluminada. Pero mírese bien, Maximov, y dígame si en el fondo es ese su auténtico deseo. ¿No preferiría antes bien cortarle la cabeza y chapotear en su sangre?
(...)
Le atormenta a usted la cara repugnante del hambre, de la enfermedad y la pobreza, pero el hambre, la enfermedad y la pobreza no son el enemigo. No son sino medios por los cuales se manifiestan las auténticas fuerzas de este mundo. El hambre no es una fuerza; es un medio, igual que el agua es un medio. Los pobres viven en el hambre como viven los peces en el agua. Las auténticas fuerzas tienen su origen en los centros de poder, en la colusión de intereses que allí tiene lugar. Me dijo antes que le daba miedo que su nombre pudiera estar en las listas. Se lo aseguro de nuevo, se lo juro: no está. En nuestras listas solo se nombra a las sanguijuelas y arañas que se apoltronan en los centros de cada telaraña. Una vez sean destruidas estas arañas y sus telas, los niños como estos tendrán libertad. Por toda Rusia, los niños serán capaces de salir por fin de sus sótanos. Habrá alimentos y ropa, casas para todos, casas como es debido. ¡Y habrá trabajo que hacer, muchísimo trabajo que hacer! En primer lugar, arrasar los bancos, destruir las bolsas de valores, los ministerios del gobierno; arrasarlos tan por completo que nunca puedan ser reconstruidos.
Los niños, que en un principio parecían atender, han perdido todo interés. El más pequeño ha caído de lado y duerme sobre el regazo de su hermana. Es una niña más pequeña que Matryona, aunque también, y le llama la atención, más apagada, más aquiescente. ¿Habrá empezado ya a decir sí a los hombres? "
Cooetze o la complejidad
Hay por ahí una frase de Martin Heidegger –“La anécdota es enemiga de la razón”– que bien podría emplearse contra la mayor parte de la narrativa contemporánea. En realidad, pocas cosas más sencillas que detenerse ante una mesa de novedades, magullar algunas novelas y delatar su sobrada tontería. El uso de fórmulas y estereotipos en este libro. Los velos románticos, la tosca sentimentalidad, el feroz antiintelectualismo en este otro. El dócil fantaseo. El dócil costumbrismo. La idea, tan popular entre lectores y escritores, de que el género es menor y escapista, apenas un divertimento. La degradación ha llegado ya a tal punto que da pena que lo descubran a uno leyendo una novela. ¿Cómo explicarles que uno no ha claudicado ni lee solo para pasar el tiempo? ¿Cómo demostrar que la narrativa (como el ensayo) (más aún que el ensayo) es, puede ser, conocimiento –no una fuga sino otra manera de penetrar y comprender lo real?
Para convencer no es necesario dar marcha atrás y recurrir, otra vez, a los clásicos. Basta con acudir al que es, quizás, el más grande de los novelistas contemporáneos: J.M. Coetzee. Decir eso, que Coetzee es el mejor narrador en activo, es, a estas alturas, casi un lugar común; agregar que es, por lo mismo, uno de los dos o tres pensadores más potentes de la actualidad es menos ordinario. Pero de veras que Coetzee lo es. Primero, porque tiene de sobra aquello que uno espera de los grandes narradores –digamos: inventiva, originalidad verbal, rigor dramático, una fina comprensión del comportamiento humano. Después, y sobre todo, porque sus obras poseen un elemento –o mejor, una fuerza– que uno casi ha dejado de buscar en la ficción y ya solo demanda a los mejores ensayistas: tensión intelectual. No es nada más que uno pueda adivinar debajo de sus personajes y anécdotas un plan previo, una esmerada construcción conceptual que sirve solo como combustible para un texto que ha de rebasarla. No es tampoco que sus libros, en especial desde La vida de los animales, estén tapizados de ideas y debates. Es, sobre todo, que en sus manos la narrativa es un medio al servicio de la inteligencia: un vehículo para perseguir, y felizmente no alcanzar, la verdad.
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La pregunta obvia sería: ¿por qué la narrativa y no el ensayo? O de otra manera: ¿por qué Coetzee elige crear personajes y tramas aun cuando, en sus libros más recientes, no parece querer otra cosa que discutir ideas sobre –digamos– los animales, el erotismo, el mal? En vez de responder, habría que arrojar algunos apellidos: Kafka, Beckett, Borges, Michon, Jelinek –intelectuales que también han optado por pensar a través de la narrativa. O incluso: Benjamin, Blanchot, Barthes –autores que prefirieron filosofar no en el vacío sino mientras interpretaban textos ya existentes. Lo que impera al final, en unos, en otros y en Coetzee, es un mismo deseo: el afán de encarnar el pensamiento.
Para hacer eso, entretejer pensamiento y ficción, los narradores suelen reblandecer los pasajes realistas y echar mano de la alegoría. No Coetzee, y ese es uno de sus rasgos distintivos: incluye, sí, elementos alegóricos
en sus tramas –alguna casa alevosamente dispuesta en medio de ninguna parte, una enferma terminal que se consume al mismo tiempo que Sudáfrica– pero jamás atenúa su realismo. Cualquiera que lo haya leído conoce esa rara mezcla de literalidad y simbolismo, relato y especulación, materia y espíritu, que destaca y enciende a sus libros. Allí está, por ejemplo, Vida y época de Michael K: una novela que es a la vez descripción de un vagabundeo a través de Sudáfrica y meditación sobre la Sudáfrica que el vagabundo recorre. Allí está, también, la doble naturaleza de Foe: narrativa por un lado, reflexión sobre la narrativa por el otro. Allí
está, por supuesto, la inusual combinación de Esperando a los bárbaros: naturalismo brutal, densa alegoría.
está, por supuesto, la inusual combinación de Esperando a los bárbaros: naturalismo brutal, densa alegoría.
Otro recurso a la mano de todo aquel que pretenda pensar por medio de la narrativa es, ya se sabe, la adopción del punto de mira de uno o varios personajes. A primera vista parecería que Coetzee se oculta detrás de protagonistas más bien cómodos: humanistas enfrentados, de una manera u otra, a la barbarie –un magistrado en Esperando a los bárbaros, un profesor en Desgracia, Dostoievski en El maestro de Petersburgo, un par de escritoras en Foe y Elizabeth Costello, todos sitiados por seres ásperos y violentos. Basta, sin embargo, que transcurran unas pocas páginas para que los muros entre los bárbaros y los civilizados se fracturen. Es entonces, ya perdidas las distinciones, cuando ocurre el momento clave –el punto crítico– de casi todas las novelas de Coetzee: ese instante en que los protagonistas, todavía más o menos al margen del caos, deciden lanzarse al abismo abierto bajo sus pies. En La edad de hierro: ese segundo en que la protagonista, una vieja enferma de cáncer, acepta al mendigo y al perro que han ocupado su jardín. En El maestro de Petersburgo: esa página en que Dostoievski opta por acompañar a un implacable joven nihilista, camarada de su hijo muerto. En Desgracia: cuando el profesor David Lurie se niega a defenderse de una acusación injusta y soporta estoicamente el castigo. En Elizabeth Costello: el apartado en que esa mujer, una escritora ya anciana, se resiste a confesar sus creencias, único requisito para que se le permita cruzar una puerta hacia el Otro Lado.
¿Qué pasa ahí? ¿Por qué personajes en apariencia tan racionales actúan, de pronto, tan inexplicablemente? Pasa, en principio, que esos personajes no son, en el fondo, tan racionales –las criaturas de Coetzee abandonan, en los momentos clave, la razón y confían en su instinto. Pasa, también, que en las obras del sudafricano no imperan las mecánicas leyes del conductismo –no toda acción tiene una causa identificable, y lo que creíamos haber entendido en, por ejemplo, la página 37 de Hombre lento no necesariamente determina lo que ocurre en las páginas 39 o 92. Pasa, además, que dentro de la moral de Coetzee (porque se delinea, sí, una moral a lo largo de la obra de Coetzee) nadie es verdaderamente inocente –y, por lo mismo, qué sentido tiene intentar esquivar los problemas cuando uno, nada más por el solo hecho de existir y ser blanco o burgués o civilizado, o, para el caso, negro o explotado o rústico, ya está en el centro del problema. Pasa, por último y por encima de todo, que el apetito de conocimiento, la necesidad de entender, arroja a los personajes de Coetzee hacia esos abismos –penetran la oscuridad porque ese, y no el frío raciocinio, es el único modo de comprender, de veras comprender, cualquier cosa.
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Todo esto para llegar a esta frase: “Entendemos mediante la inmersión de nuestro ser y nuestra inteligencia en la complejidad” (Elizabeth Costello).
Si Coetzee es uno de los dos o tres pensadores vivos más importantes, es justo por eso: porque desconfía –como otros– del análisis distante, puramente racional, que acostumbran tanto las ciencias sociales como la mayoría de los intelectuales y porque se compromete –como nadie, con una vehemencia solo suya– con otra vía de conocimiento. ¿Hay que decir que esa vía se llama narrativa? ¿Hay que añadir que incluye, solo en la superficie, personajes y anécdotas y, en su núcleo, un severo desdén por la opinión y la certidumbre de que el fin de la escritura no es concluir sino explorar, no aclarar sino exhibir la densidad de las cosas?
Ya debe estar claro que un escritor así no anda por la vida brindando entrevistas, despidiendo juicios, firmando desplegados. Desde luego que Coetzee no lo hace. Rara vez participa en actos públicos –y si participa, se esfuerza en ser pálido y olvidable. Rara vez concede entrevistas –y si las concede, no habla de sus obras y se recluye, de pronto, en monosílabos. Rara vez emite opiniones –y si se le orilla a hacerlo, se escapa con su ya típica estrategia: leer un relato oscuro y zigzagueante (como el que preparó para la entrega del Nobel) cuando todo mundo espera una declaración sencilla y repetible.
Si ya se sabe esto, ¿para qué molestarlo entonces con un correo electrónico y solicitarle imprudentemente una entrevista?
Porque también se sabe que la trama del hombre es compleja y que no hay modo de anticipar la reacción de nadie y que cualquiera, incluso el escritor más hermético, puede apreciar el resquicio que se le ofrece y decir sí y lanzarse y responder todo esto:
Coetzee sin piedad
Muchas veces la literatura se hace preguntas, interrogantes que se disparan desde el mundo real e ingresan en la ficción para evitar la llegada de un racionalismo tranquilizador. Una vez asistí en Múnich como público a un encuentro con la escritora surafricana Nadine Gordimer, bendecida con el premio Nobel de Literatura. Las novelas de Gordimer representan la Suráfrica del apartheid, pero la escritora se limitó a leer sus párrafos con tal aburrimiento y distancia que decidí salirme de la sala. Suráfrica siempre sonó a una colonia de granjeros y mineros reaccionarios. Lo fue desde el punto de vista más escalofriante. No en balde la nación fue puesta a un lado, expulsada del trato internacional por su conducta supremacista. No sólo existía una separación geográfica entre las razas o pases especiales para circular en urbanizaciones de blancos sino que hasta la Ley de Inmoralidad de 1950 se inmiscuyó en lo más privado de los ciudadanos al prohibir la «fornicación ilegal», y «cualquier acto inmoral e indecente» entre una persona blanca y una persona africana, india, o de color. En esa sociedad de insolentes y depredadores raciales, Nelson Mandela estuvo 27 años hundido en un calabozo. Salió de allí para perdonar a sus enemigos, y después de entonces su país cambió para siempre.
"Los personajes de Coetzee navegan entre las tormentas interiores"
Alguna vez bromeaba con mis alumnos cuando les pedía que antes de leer a J. M. Coetzeedebían realizarse un contaje de glóbulos blancos de modo de ver cómo estaban sus defensas, en especial con novelas como Desgracia o La edad de hierro, dos de las grandes producciones del escritor que logran anidar la conciencia de la pena en el lector. John Maxwell Coetzee o J. M. Coetzee, como prefiere hacerse conocer para encomendarse a un par de letras, es quizás uno de los verbos más sólidos del mundo postcolonial. Y su obra representa el feroz encuentro con el entorno: el modo de descubrir las pieles con que nos cubrimos. En el mundo del escritor está Suráfrica y el conflicto de culpa del hombre blanco y occidental sembrado en este territorio. Pero su literatura no busca los grandes temas que elocuencian una nación, y con ello sus líneas no reproducen el retrato nacional sino se dirige a un espacio más recogido, íntimo y agreste, que es el del hombre y sus contradicciones. Los personajes de Coetzee navegan entre las tormentas interiores. Y esa borrasca doméstica se caracteriza por un rapto de lucidez: el de la aceptación de un destino castigador: una fe de la desesperanza, la búsqueda de algún recurso que los salve en el último momento pero que no lo logrará.
De las obras del escritor quizás la que marque un sentido trágico del desvanecimiento interno sea Desgracia. El profesor David Lurie se ha enredado con una de sus alumnas, es una relación consentida por ambas partes pero en un momento se rompe el consenso y el profesor es acusado de asalto sexual a su alumna. Lurie admite con resignación su culpa y su conducta y no hace nada a su alcance para defenderse, lo que le cuesta la expulsión de la universidad. Acepta estoicamente un castigo que dividirá su vida en un antes y un después: es echado de su casa de estudios y se va a la granja de su hija con el propósito de escribir un libro, quizás sobre Lord Byron (curiosamente, un poeta aventurero que asume un destino a costa de su propia vida mientras Lurie representa la anti aventura, la renuncia a su propia vida). El libro que de alguna forma compone es el de su propia desgracia, al ser asaltados él y su hija por unos locales, que la violan a ella y matan a sus perros como metáfora del ajusticiamiento de la lealtad. Pero hay más: luego encuentran a los criminales en un almuerzo y su hija se niega a denunciarlos, consintiendo a lo irreversible. Hay un acostumbramiento de que no hay más que adherirse a las cosas como vienen. Los personajes de Coetzee cargan con una culpa colectiva: la de haber llegado a ese territorio y haber diseñado una historia de superioridad. Por ello pagan todos la cuenta de una sociedad dividida. Dice la hija violada al negarse a abandonar la granja en la que ha sido ultrajada:
¿Y si ese fuera el precio que hay que pagar por quedarse? Tal vez ellos lo vean de este modo; tal vez yo deba ver las cosas de este modo. Ellos me ven como si yo les debiera algo.
La violencia y el mal están dentro de una continuidad tal vez inmutable. Una maquinaria antecedida por un desencuentro entre el hombre blanco y el africano. Un espacio en el que hay un diálogo interrumpido o quizás nunca iniciado. No en balde la coincidencia entre la violada y el violador no tendrá resolución alguna. En otro orden de ideas, el profesor irá a la casa de los padres de su alumna para pedir perdón como yuxtaposición entre víctima y victimario. Este fue un ensayo que se llevó a cabo en Suráfrica para iniciar un diálogo que lucía imposible: emplazar a una conversación entre víctimas y victimarios, y que la reforma de Mandela puso en práctica para el cierre de heridas. Ante la contundencia de la violencia, se llega a decir en la novela:
No es una maldad de origen humano, sino un vastísimo sistema circulatorio ante cuyo funcionamiento la piedad y el terror son de todo punto irrelevantes.
"En esa Suráfrica agreste el encuentro entre esos dos mundos distintos donde una cultura se impuso dolorosamente sobre la otra es el punto de partida del argumento coetzeeano"
En esa Suráfrica agreste el encuentro entre esos dos mundos distintos donde una cultura se impuso dolorosamente sobre la otra es el punto de partida del argumento coetzeeano. En La edad de hierro una mujer espera la muerte y escribe a su hija en el exterior, Suráfrica es azotada por la violencia y la policía liquida a los hombres de color sin problema alguno. Hay una lucha a muerte por la supervivencia. Estamos en los últimos años del apartheid y un joven negro vinculado a la protagonista será asesinado. Entretanto un vagabundo ha llegado a la casa de la enferma, que también es una profesora (Coetzee tiene debilidad por los escritores o profesores como personajes. Uno de sus colegas en Australia ha contado que no tiene la costumbre de reírse. Que en diez años no lo ha visto hacerlo ni una vez), y ella se ve en la obligación moral de aceptarlo por esa suerte de deuda que mencionaba y quizás asumiendo una pedagogía de vida. La profesora se está muriendo por un cáncer que la corroe pero la enfermedad circundante acaso sea más letal que la que la invade. El complejo de la culpa generalizada es recurrente, no habrá tregua en la consciencia y nuestra profesora alerta desde su exilio interior:
…una y otra vez vuelvo, arrojada desde el vientre de la ballena. Cada vez es un milagro, desapercibido, no celebrado, no bienvenido. Todas las mañanas soy arrojada, llego como un náufrago a la playa, recibo otra oportunidad. ¿Y qué hago con ella? Me quedo inmóvil sobre la arena esperando a que vuelva la marea nocturna, a que me rodee, a que me devuelva al vientre de la oscuridad. No nacida como es debido: una criatura liminal, incapaz de respirar bajo el agua y sin el coraje para dejar el mar atrás y convertirse en morador de la tierra.
"Es posible que su carácter de trotamundos no lo convierta sin más en un expatriado común sino que le haya consagrado una patria mucho más universal, que es el idioma inglés"
Otro de los textos obligantes de Coetzee y para el que ya hasta se puede desechar el contaje de glóbulos porque hemos superado las pruebas más difíciles es el Diario de un mal año, que aunque el título nos engañe se trata de una novela que contiene simultáneamente dos o tres novelas y muchos posibles ensayos en los que Coetzee tal vez es personaje de sí mismo pero sublimado, superado y hasta parodiado. Esta vocación autobiográfica no es la misma que nos encontramos en sus libros más personales, como Infancia y Juventud, o como de forma familiar se refleja en Tierras de poniente, donde su ascendiente Jacobus Coetzee narra sin remilgos la caza del hombre bosquimano. Lo que nos encontramos en este tremendo diario que no queremos que termine nunca, como los grandes libros, es una combinación entre un personaje escritor, que se fija en una joven y atractiva mujer que vive en su edificio, a la que contrata como mecanógrafa y de quien se enamora fatalmente, para transcribir versiones de un mundo fragmentado y total al cual trata de encontrarle una explicación. Leamos alguna:
Si me viera obligado a poner una etiqueta a mi pensamiento político, diría que es un quietismo anarquista pesimista o un pesimismo quietista anarquista, o un anarquismo pesimista quietista: anarquismo porque la experiencia me dice que lo malo de la política es el mismo poder; quietismo porque tengo mis dudas sobre la voluntad de ponerse a cambiar el mundo, una voluntad infectada por el impulso del poder; y pesimista porque soy escéptico respecto a que, en lo fundamental, sea posible cambiar las cosas (esta clase de pesimismo es primo y tal vez incluso hermano de la creencia en el pecado original, es decir, de la convicción de que la humanidad no es perfectible).
Coetzee es profesor de Literatura. Hoy en día imparte clases en la Universidad de Adelaide en Australia, país que le ha otorgado la nacionalidad. Heimatloss, que en alemán significa «sin patria», es una palabra que le asigna Coetzee al poeta Rainer Maria Rilke al estudiar su obra. Lo traigo a cuento porque Coetzee nació en Suráfrica, estudió en los Estados Unidos, enseñó en Nueva York, luego en su país de origen y terminó en Australia. Es posible que su carácter de trotamundos no lo convierta sin más en un expatriado común, sino que le haya consagrado una patria mucho más universal, que es el idioma inglés. Los ensayos de nuestro premio Nobel constituyen otra de sus facetas, y es curioso que el acercamiento que plantea a muchos de los autores a los que estudia sea a través de dos vertientes: la traducción de su obra y la crítica literaria. Siendo que nuestro autor ha sido traductor, asume esta metamorfosis idiomática desde una perspectiva tremendamente exigente. Lo dice en su libro de ensayos literarios, Costas extrañas:
¿Qué grado de conocimiento de la lengua ha de tener el traductor? En un extremo se encuentra Ezra Pound, cuyo conocimiento del chino era el de un aficionado. Cuando traducía poesía china clásica se basaba en refritos y el resto lo dejaba a la imaginación basándose en la teoría de que los caracteres chinos son pictogramas estilizados que cualquier ojo puede “leer”. En el otro extremo está Vladimir Nabokov que exigía que el traductor se sintiese plenamente cómodo en la lengua fuente, con todos sus matices y efímeras connotaciones.
"El lector de Coetzee halla también refugio en las costas del escritor; en el universo que ha urdido, pero que no se engañe nadie: esa geografía de Coetzee es escarpada, no es la de la compasión ni la del armisticio"
Su oficio de traductor lo acerca a una serie de autores como Borgeso Kafka, a quienes ha leído en su original. De los traductores de Kafka, especialmente los esposos Muir, señala que su dominio del alemán no era satisfactorio para trasladarlo al inglés y que además no entendían el sustrato de ese alemán jurídico que vive en la obra del praguense. Al maestro Borges no le tiene indulgencia alguna y sostiene que en 1961…ya había cumplido los sesenta años. Las historias que lo han hecho famoso las había escrito en los decenios de 1930 y 1940. Había perdido su fuerza creativa (cuestión en la que insiste Ricardo Piglia, tal vez el más extraordinario intérprete de Borges, muy a su pesar, al decir que hay dos Borges escritores y que son distintos: el Borges que escribe hasta 1955 y el que escribe después de 1955, que se ha quedado ciego y que no puede leer). Cuestiona que el Borges vertido al inglés tenga la intervención de un Borges que se traducía a sí mismo y que luego corrigieron traductores profesionales como Norman Thomas di Giovanni. Sobre el Nobel egipcio, Naguib Mahfouz, Coetzee se disculpa con el lector de no conocer el árabe y se pregunta sobre las relaciones entre la modernidad y el Islam, de si el Islam entraña un rezagamiento de la modernidad esencialmente y que la novela, un producto occidental, ha sido el intento de escritores como Mahfouz de incorporar la modernidad a Egipto. No es fortuito que este libro de ensayos literarios se llame Costas extrañas, el mundo de otros escritores en cuyos puertos ha atracado este hombre de mirada penetrante para vivir en sus repúblicas literarias. Durante años escribió en el New York Review of Books. Otro pluriforme libro suyo es Mecanismos internos, que da cuenta de sus ensayos publicados allí entre 2000 y 2005. Su dominio de la literatura mundial, en su papel del intelectual puntilloso y sin piedad, es total. Su tarea es ecuménica, con un recorrido entre Musil, Faulkner, García Márquez o Naipaul. Desarrolla amistades y hasta enemistades con los escritores que lee. En relación a las últimas, destapa sin clemencia su equipo de disección desde una voz interna malhumorada, como la llama el profesor de la Universidad de York, Derek Attridge. Con Sándor Márai actua así, De El último encuentro, publicado con esa traducción al castellano aunque su título original es A la luz de los candelabros, se pregunta cómo el personaje de Konrad se las arregló para atravesar un continente europeo ocupado por los alemanes, y señala que “el libro se lee como una transcripción narrativa, por momentos torpe, de una obra de teatro” y que además “el lector debe aceptar el libro como una impostura sin fisuras en la que los sentimientos del propio Márai son deliberadamente silenciados”. Hace algunos años apareció el libro con la correspondencia entre Paul Auster y Coetzee, placentera compilación de cartas que exhibe un tanto más el universo interno de este escritor inevitablemente circunspecto, que para añadidura lleva la voz cantante en los intercambios epistolares.
Foe (fragmento)
Regreso a Clock Lane muy baja de ánimos. Hay veces en que me siento con fuerzas ilimitadas y entonces podría cargar a mis espaldas con usted y todas sus tribulaciones, y con los alguaciles si es preciso, y con Viernes, y con Cruso, y con la isla entera. Pero otras veces me invade tal sensación de cansancio que lo único que deseo es verme transportada a una nueva vida en alguna ciudad remota en la que nunca vuelva a oír pronunciar su nombre ni el de Cruso. ¿No podría darse más prisa con su libro, señor Foe, para que Viernes pueda regresar a África lo antes posible y yo me vea liberada de esta gris existencia que arrastro? Esconderse de los alguaciles debe, sin duda, resultar tedioso, ¿qué mejor manera de pasar el tiempo, pues, que escribiendo? La memoria que le redacté la escribí sentada en la cama, apoyando el papel en una bandeja que tenía sobre mis rodillas, con el alma siempre en vilo por temor a que Viernes se escapase del sótano en el que estaba confinado, o se fuese a dar un paseo y se perdiese en el dédalo de callejuelas y laberintos de Covent Garden. Y, aun así, terminé aquella memoria en solo tres días. Muchos más riesgos ofrece la historia que está usted escribiendo ahora, lo admito, pues no solo ha de contar la verdad acerca de nosotros, sino complacer asimismo a sus lectores. No obstante, ¿podrá no olvidarse de que mientras su libro no esté terminado mi vida pende de un hilo?
Pasan los días y sigo sin recibir una sola línea suya. Una mata de dientes de león —las únicas flores que tenemos aquí en Clock Lane— ha empezado a trepar por el muro bajo mi ventana. A mediodía en la habitación hace un calor sofocante. Si llega el verano y sigo aquí confinada creo que me acabaré asfixiando. "
El lector de Coetzee halla también refugio en las costas del escritor, en el universo que ha urdido, pero que no se engañe nadie: esa geografía de Coetzee es escarpada, no es la de la compasión ni la del armisticio. Está usurpada por acantilados abismales desde los cuales nos podemos desplomar sin que el autor muestre piedad alguna. En su recorrido nos toparemos con comarcas afectadas de dolor y desafección que, en forma de pregunta, nos echan en cara de qué tamaño es el valor de nuestro mundo y hasta dónde puede llegar nuestra arrogancia de civilizadores. Pero Coetzee ha tenido la deferencia de no darnos una respuesta para que jamás cometamos el error de dejar de cuestionarnos y hasta señalarnos.
La infancia de Jesús transcurre en una sociedad utópica que responde al improbable nombre de Novilla, cuyos habitantes hablan español. En la secuela, los protagonistas, Inés y Simón, padres putativos de David, un niño de seis años, se han trasladado al paraje igualmente abstracto de otra ciudad, que en esta ocasión se llama Estrella.
La infancia de Jesús (fragmento)
—¿Y qué tal le va a Bolívar? —pregunta.
—Bolívar se escapó.
—¡Que se escapó! ¡Vaya una sorpresa! Pensaba que Bolívar os adoraba a ti y a Inés.
—A mí no. Sólo quiere a Inés.
—Pero se puede querer a más de una persona.
—Bolívar sólo quiere a Inés. Es su perro.
—Tú eres hijo de Inés, pero no la quieres sólo a ella. Me quieres a mí. Y a Diego y a Stefano. Y a Alvaro.
—No.
—Siento oírte decir eso. Así que Bolívar se ha marchado. ¿Dónde crees que ha podido ir?
—Volvió. Inés le dejó comida a la puerta de casa y volvió. Ahora no le deja salir.
—Estoy seguro de que extraña su nueva casa.
—Inés dice que es porque olfatea a las perras. Quiere aparearse con una perra.
—Sí, ése es uno de los inconvenientes de tener perros: que quieren aparearse con las perras. La naturaleza es así. Si los perros y las perras no quisieran aparearse no nacerían perritos y al cabo de un tiempo los perros desaparecerían. Así que tal vez sea mejor darle a Bolívar un poco de libertad. ¿Qué tal duermes tú? ¿Mejor? ¿Ya no tienes pesadillas?
—Soñé con el barco.
—¿Qué barco?
—El grande. Donde vimos al hombre de la gorra. El pirata.
—El piloto, no el pirata. ¿Qué soñaste?
—Que se hundía.
—¿Se hundía? ¿Y qué pasaba luego?
—No sé. No me acuerdo. Llegaban los peces.
—Bueno, yo te lo diré. Nos salvamos, tú y yo. Debimos de salvarnos, porque de lo contrario ¿cómo íbamos a estar aquí? Así que sólo fue una pesadilla. Además, los peces no se comen a la gente. Los peces son inofensivos. Son buenos. —Es hora de regresar. Se está poniendo el sol, empiezan a asomar las primeras estrellas. ¿Ves esas dos estrellas de ahí, donde estoy señalando, ésas tan brillantes? Son los Gemelos, se llaman así porque siempre están juntas. Y esa de allí, justo sobre el horizonte, un poco rojiza… es el Lucero del Alba, la primera estrella que aparece al ponerse el sol.
—¿Los gemelos son hermanos?
—Sí. He olvidado cómo se llaman, pero hace mucho tiempo fueron famosos, tanto que los convirtieron en estrellas. A lo mejor Inés lo recuerda. ¿Alguna vez te cuenta cuentos?
—Me cuenta cuentos al irme a dormir.
—Eso está bien. Cuando aprendas a leer no dependerás de Inés, ni de mí, ni de nadie. Podrás leer todos los cuentos del mundo.
—Sé leer, pero no quiero. Me gusta que Inés me cuente cuentos. "
La educación formal de David tiene lugar en una Academia de Danza, donde se adiestra a los niños en la ciencia de los números, entidades primordiales que “están en el cielo, donde viven con las estrellas”. El proceso educativo consiste en “llamarlos para que desciendan, adiestrando el alma en la dirección del bien”. Antes de llegar al escenario de la narración, los personajes tuvieron una vida de la que no guardan memoria, tan solo sombras de recuerdos que se han ido desvaneciendo hasta hacerles creer que la única vida real es la que les es dado contemplar de manera tangible. Dada su edad, David tiene más presentes que los demás las sombras de sus recuerdos, aunque carece de palabras para expresarlos debido a que “junto con el mundo que se ha perdido, se ha perdido el lenguaje capaz de evocarlo”.
Los días de Jesús en la escuela es una propuesta narrativa en extremo radical. No es que estemos ante un Coetzee menor que el de Esperando a los bárbaros, Vida y época de Michael K. o Desgracia, sino ante un autor cuya manera de entender la ficción ha experimentado un cambio drástico, consistente en llevar a sus últimas consecuencias el proceso de despojamiento del lenguaje, reduciendo el arte de narrar a sus elementos esenciales (el fenómeno empezó a hacerse perceptible con Elizabeth Costello en 2003). Reflexionando acerca de los años finales de Tolstói, Coetzee escribe en Diario de un mal año (2007), la novela inmediatamente anterior a La infancia de Jesús: “Sentir un despego creciente con respecto al mundo es algo que sucede de manera natural a muchos escritores. Con la edad se vuelven más fríos, la textura de su prosa se adelgaza, la acción y los personajes se hacen más esquemáticos. La explicación habitual de este síndrome es la merma del poder creativo, y sin duda está relacionado con la pérdida de fuerza física y sobre todo del deseo”. Hay otra explicación posible que Coetzee se apresura a señalar: “Este mismo proceso se puede interpretar de una manera muy distinta: como una liberación, como la adquisición de una mayor claridad mental que nos permite abordar tareas de mayor envergadura”. No es posible describir mejor la poética que subyace a las dos últimas novelas de Coetzee.
El esquematismo de la narración se concreta en diálogos de corte socrático en los que se indaga acerca de los orígenes de casi todo: el lenguaje, la vida, la naturaleza del sexo y del deseo, la génesis biológica de los seres humanos, el pacto social, el carácter que debe tener la educación del hombre. Coetzee aborda estas y otras cuestiones a través de las preguntas que formula un niño de seis años a las que los adultos responden con elemental naturalidad. La directora de la Escuela de Danza, Ana Magdalena, es una mujer cuya gélida belleza, pese a encarnar un ideal de perfección, es incapaz de despertar el deseo carnal en quien la contempla. Coetzee la describe como “una estatua de alabastro”. Estas son, exactamente, las cualidades de la prosa que se utiliza en la novela.
Avanzada la narración, el argumento da un giro que parece tomado de una novela de Dostoievski. Ana Magdalena ejerce un efecto maléfico sobre un personaje atormentado que responde al nombre de Dmitri, lo cual hace que la historia se adentre por derroteros que hacen pensar en las tortuosas disquisiciones del autor de Crimen y castigo. La lectura de Los días de Jesús en la escuela es una experiencia extraña y desoladora. El despojamiento de la prosa se traduce en un despego emocional que deja al lector sin asideros. Lo mejor, como ocurre con las obras finales de Beethoven, es dejarse arrastrar por el misterio. La recompensa es altamente gratificante tanto estética como intelectualmente.
Los días de Jesús en la escuela (fragmento)
"La Academia de Canto es un sitio muy distinto a la Academia de Danza. Ocupa un elegante edificio con la fachada de cristal situado en la zona más cara de la ciudad. David y él son llevados a la oficina de la señora Montoya, la vicedirectora, que los recibe con frialdad. Después del cierre de la Academia de Danza, los informa ella, la Academia de Canto ha recibido un pequeño aluvión de solicitudes de ingreso por parte de sus ex alumnos. Ella puede añadir el nombre de David a la lista, pero no tiene muchos números de ser aceptado: se dará prioridad a los candidatos que tengan educación musical formal. Además, él, Simón, ha de tener en cuenta que las tarifas de la Academia de Canto son considerablemente más altas que las de la Academia de Danza.
[...]
Cuando él les cuenta a las hermanas que el niño ha estado soñando con Ana Magdalena, no les está contando toda la verdad. En todo el tiempo que han pasado juntos, primero con él y después con Inés, el niño siempre ha podido quedarse dormido sin problemas por las noches, dormir profundamente y despertarse animado y lleno de energía. Sin embargo, desde el descubrimiento en el sótano del museo se ha producido un cambio. Ahora el niño aparece regularmente junto a la cama de Inés en plena noche, o junto a la cama de él cuando lo está visitando, gimoteando y quejándose de que tiene pesadillas. En sus sueños se le aparece Ana Magdalena, azul de la cabeza a los pies y llevando en brazos un bebé «muy muy muy pequeñito, pequeñito como un guisante»; o bien Ana Magdalena abre la mano y el bebé aparece en su palma, encogido como una pequeña babosa azul. "
[...]
Cuando él les cuenta a las hermanas que el niño ha estado soñando con Ana Magdalena, no les está contando toda la verdad. En todo el tiempo que han pasado juntos, primero con él y después con Inés, el niño siempre ha podido quedarse dormido sin problemas por las noches, dormir profundamente y despertarse animado y lleno de energía. Sin embargo, desde el descubrimiento en el sótano del museo se ha producido un cambio. Ahora el niño aparece regularmente junto a la cama de Inés en plena noche, o junto a la cama de él cuando lo está visitando, gimoteando y quejándose de que tiene pesadillas. En sus sueños se le aparece Ana Magdalena, azul de la cabeza a los pies y llevando en brazos un bebé «muy muy muy pequeñito, pequeñito como un guisante»; o bien Ana Magdalena abre la mano y el bebé aparece en su palma, encogido como una pequeña babosa azul. "
J. M. Coetzee: La muerte de Jesús (El Hilo de Ariadna y Literatura Random House). Cierre de su trilogía sobre la vida del niño David precedida de La infancia de Jesús (2013) y Jesús en la escuela (2017). Alegoría, fábula, metáfora… Ficción para quitar el velo y mostrar la realidad en algunos de los momentos fundacionales en el ser humano. Tres libros para narrar la historia de David, un niño huérfano y sin pasado, que consigue unos padres putativos, Simón e Inés, que deben empezar una vida nueva en otro país donde solo se habla español. Un lugar donde David aprende a leer leyendo El Quijote, en versión para niños. Precisamente en esas páginas de Cervantes donde nació el mundo de la ficcion contemporánea, la novela que contiene el pasado de la literaura y lo que habría de venir y vendrá. Libro fundacional donde ficción y realidad, sueño, deseo y verdad son uno solo.
La literatura como mesías, viene a decir Coetzee.
Esta trilogía del Nobel surafricano es intelecto y creación literaria o imaginación y pensamiento. La belleza y la hondura de la sencillez, lo básico y el despojamiento del lenguaje para expresar las mejores ideas en un mundo asediado por otras ideas que parecen empujar al ser humano al borde del desastre.
El pasaje que publica WMagazín es el cierre de esta historia y su comienzo es de una gran profunidad en algo aparentemente sencillo: unos niños que juegan al fútbol por diversión sin ánimo competitivo. Hasta que llega un hombre de apellido Fabricante y “educador” de un orfanato, precisamente, a querer jugar contra ellos. David quiere entonces cambiar de equipo y jugar con ellos porque, recuerda, que él también es huérfano. ¿Qué es la orfandad, entonces? Luego suceden unos hechos que nos reservamos. De Platón a Rousseau están presentes en esta trilogía.
El proyecto de Coetzee de que en su libro la historia transcurra en territorio donde se habla español y sus novelas se publiquen primero en español es su declaración de intenciones e invitación a reflexionar sobre el monopolio del inglés, y de cualquier hegemonía de cualquier clase.
La travesía de J. M.Coetzee con la historia de Jesús termina y sus reflexiones continúan, siguen de largo por nuestras vidas. Son las enseñanzas literarias e intelectuaes de un maestro de la literatura.
La muerte de Jesús
J. M. Coetzee
1
Es una fría y despejada tarde de otoño. Él observa un partido de fútbol que se desarrolla en el terreno verde que hay detrás del edificio de departamentos. Habitualmente es el único espectador de esos partidos que juegan los niños vecinos, pero hoy dos personas desconocidas se han puesto también a mirar: un hombre vestido con un traje oscuro y una muchacha con uniforme escolar.
La pelota traza una curva y cae en la punta izquierda, donde juega David. El niño se adueña de la pelota, esquiva sin esfuerzo al defensor que sale para marcarlo y eleva la pelota hacia el centro. El tiro desborda a todos, desborda al arquero y cruza la línea de gol.
En esos partidos que se juegan durante la semana no hay verdaderos equipos. Los chicos se agrupan como les parece; unos llegan, otros se van. A veces hay treinta en la cancha; otras veces, cinco o seis. Hace tres años, cuando David se unió al grupo, era el más pequeño en edad y en tamaño. Ahora está entre los más grandes; muy ágil y hábil con los pies pese a su estatura, pícaro además de veloz.
En el partido se produce una pausa. Los dos desconocidos se acercan a él; el perro que dormita a sus pies se despierta y levanta la cabeza.
–Buen día –dice el hombre–. ¿Cómo se llaman los equipos?
–Solo es un partido improvisado entre los niños del vecindario.
–No son malos. ¿Usted es el padre de alguno? ¿Lo es? ¿Vale la pena explicar exactamente quién es?
El desconocido observa a David, ese chico de pelo oscuro que se pasea con aire abstraído sin prestar demasiada atención al partido.
–¿No han pensado en organizar un equipo? –dice el hombre–. Permítame presentarme. Mi nombre es Julio Fabricante.
Ella es María Prudencia. Somos de Las Manos. ¿No ha oído el nombre? Es el orfanato que está al otro lado del río.
–Simón –se presenta él.
Le estrecha la mano al hombre del orfanato y saluda a María Prudencia con una inclinación de cabeza. Calcula que ella tendrá unos catorce años; maciza, con cejas gruesas y un busto ya desarrollado.
–Se lo pregunto porque nos gustaría recibirlos como equipo invitado. Tenemos una cancha bien trazada y demarcada, y arcos armados como se debe.
–Me parece que los niños se conforman con jugar.
–Nadie se perfecciona si no compite –dice Julio.
–De acuerdo. Pero formar un equipo implicaría elegir once y excluir al resto, y eso estaría en contra de la ética que se han dado. Así lo veo yo. Tal vez me equivoque. Tal vez les guste competir y perfeccionarse. Pregúnteles.
David lleva la pelota con los pies. Amaga a la izquierda y se lanza a la derecha con tal destreza que el defensor queda paralizado. Luego, pasa el balón a un compañero y se queda observando cuando este remata con un torpe globo que va a parar a las manos del arquero.
–Es muy bueno, su hijo –dice Julio–. Un dotado.
–Tiene una ventaja sobre sus compañeros. Practica danza y tiene por eso mucho equilibrio. Si los otros chicos tomaran clases de danza serían tan buenos como él.
–¿Oíste, María? –dice Julio–. Quizá tengas que imitar a David y tomar clases de danza.
María mira hacia adelante sin desviar la vista.
–María Prudencia juega al fútbol –dice Julio–. Es uno de los baluartes de nuestro equipo.
Se está poniendo el sol. Pronto el dueño de la pelota se la va a llevar (“Tengo que irme”) y todos volverán a casa.
–Sé que usted no es su entrenador –dice Julio–. También me doy cuenta de que no es partidario del deporte organizado. Sin embargo, por los chicos, piénselo. Le doy mi tarjeta.
Puede ser que disfruten de jugar en equipo contra otro equipo. Fue un placer conocerlo.
“Dr. Julio Fabricante, Educador –dice la tarjeta–. Orfanato Las Manos, Estrella 4.”
–Vamos, Bolívar –dice él–. Es hora de volver a casa.
El perro se levanta con esfuerzo y despide un pedo maloliente.
Durante la cena, David pregunta:
–¿Quién era ese hombre con quien hablabas?
–El Dr. Julio Fabricante. Esta es su tarjeta. Es de un orfanato. Propone que ustedes formen un equipo para jugar contra el del orfanato.
Inés observa la tarjeta.
–Educador –dice–. ¿Qué significa?
–Es una palabra presuntuosa para decir maestro.
Cuando él llega al terreno de juego al día siguiente, el Dr. Fabricante ya está allí hablándoles a los niños reunidos a su alrededor.
–Pueden elegir un nombre para el equipo. Y también el color de la camiseta.
–Los Gatos –dice uno.
–Las Panteras –dice otro.
Los chicos, que parecen entusiasmados con la propuesta del Dr. Julio, se deciden por Las Panteras.
–Los del orfanato nos llamamos Los Halcones, porque el halcón es el ave de vista más aguda.
Interviene David:
–¿Por qué no se llaman Los Huérfanos?
Se produce un silencio embarazoso.
–Porque no andamos pidiendo favores, jovencito. No queremos que nos dejen ganar solo por quienes somos.
–¿Usted es huérfano? –pregunta David.
–No. No soy huérfano, pero estoy a cargo del orfanato y vivo allí. Tengo un gran respeto y mucho amor por los huérfanos, que en el mundo son mucho más numerosos de lo que supones.
Los chicos callan. Él, Simón, también calla.
–Yo soy huérfano –dice David–. ¿Puedo jugar para vuestro equipo?
Los chicos vacilan. Están habituados a sus provocaciones. Uno de ellos le dice entre dientes:
–¡Basta, David!
Es hora de intervenir.
–Me parece, David, que no te das clara cuenta de cómo es ser huérfano, huérfano de verdad. Un huérfano no tiene familia, no tiene hogar. Y precisamente para eso está el Dr. Julio. Le ofrece un hogar. Tú ya tienes tu hogar. –Se dirige ahora al Dr. Julio–: Me disculpo por hacerlo partícipe de una discusión de familia.
–No hay necesidad de disculparse. Lo que plantea David es importante. ¿Qué significa ser huérfano? ¿Quiere decir solamente que uno no conoce a sus padres? No. En el fondo, ser huérfano es estar solo en el mundo. De modo que, en algún sentido todos somos huérfanos porque, en el fondo, todos estamos solos en el mundo. Como siempre les digo a los muchachos a mi cargo, no hay nada vergonzoso en vivir en un orfanato porque un orfanato es un microcosmos de la sociedad.
–No me habéis contestado –dice David–. ¿Puedo jugar para vuestro equipo?
–Sería mejor que jugaras para el tuyo –dice el Dr. Julio–.
Si todos jugaran para Los Halcones, no tendríamos contra quién jugar. No habría competencia.
–No le pregunto si todos pueden jugar. Le pregunto si yo puedo.
El Dr. Julio se vuelve hacia él, hacia Simón.
–¿Qué opina, señor? ¿Le parece que Las Panteras es un buen nombre para el equipo?
–No opino. No quisiera imponer mis gustos a la gente joven.
Se detiene. Le gustaría agregar: “Gente joven que era feliz jugando al fútbol a su manera hasta que usted apareció”.
2
Ya hace cuatro años que viven en ese edificio. Aunque el departamento de Inés en el segundo piso es amplio para los tres, por mutuo acuerdo él se ha alquilado otro en la planta baja, más pequeño y amoblado con mayor sencillez. Pudo afrontar el gasto cuando le concedieron una pensión por invalidez debida a una lesión en la espalda que jamás se curó del todo y que data desde sus épocas de estibador en Novilla.
Tiene ingresos propios y un departamento para él solo, pero no tiene un círculo social, no porque sea poco sociable ni porque Estrella sea una ciudadad poco acogedora sino porque ha resuelto desde hace mucho consagrarse por entero a la crianza del niño. En cuanto a Inés, se pasa los días y a veces también parte de la noche atendiendo la casa de modas que es suya a medias con otra propietaria. Sus amistades son de Modas Modernas y del mundo de la moda en general. A él no le interesan esas amistades. No sabe ni le interesa saber si Inés tiene amantes entre esos amigos, siempre y cuando siga siendo una buena madre.
Bajo el ala de ellos dos, David ha crecido. Es fuerte y sano. Años atrás, cuando vivían en Novilla, tuvieron una batalla con el sistema de educación pública. Los maestros decían que David era obstinado. Desde ese entonces, no lo han enviado a escuelas públicas.
Él confía en que un niño de inteligencia innata tan evidente puede prescindir de una educación formal. “Es un chico excepcional –le dice a Inés–, ¿quién puede prever en qué dirección se orientarán sus dones?” En sus momentos de mayor generosidad, Inés asiente.
En la Academia de Música de Estrella, David toma cursos de canto y danza. Las clases de canto están a cargo del director de la academia, Juan Sebastián Arroyo. En cuanto a la danza, no hay nadie en la institución que pueda enseñarle nada a David. Cuando el niño asiste a esas clases, danza como se le ocurre y los demás alumnos siguen sus pasos o, si no pueden, se quedan mirando.
Él, Simón, también danza, aunque es un converso tardío que carece totalmente de dones. Baila en su casa, por la noche, a solas. Se pone el pijama, enciende el gramófono a volumen bajo y baila para sí mismo, con los ojos cerrados, hasta que queda con la mente en blanco. Luego, apaga la música, se va a la cama y duerme el sueño de los justos. La mayor parte de las veladas, la música es una suite de danzas para flauta y violín, compuesta por Arroyo en memoria de su segunda esposa, Ana Magdalena. Las danzas no llevan título y la grabación, realizada en alguna trastienda de la ciudad, no tiene etiqueta. La música es lenta, majestuosa y triste.
David no se digna asistir a las clases normales, en particular no se digna hacer los ejercicios de aritmética propios de cualquier niño normal de diez años. Es un prejuicio contra la aritmética inculcado por la difunta señora Arroyo a todos los alumnos que pasaban por sus manos, a quienes decía que los números enteros merecen ser reverenciados porque son divinidades, entidades celestiales que existían antes de que naciera el mundo físico y seguirán existiendo después de que el mundo llegue a su fin. Mezclar los números entre sí (adición, sustracción) o cortarlos en trozos (fracciones) o utilizarlos para medir cantidades de ladrillos o de harina (la medida) constituye una afrenta a su condición divina.
Cuando el niño cumplió diez años, Inés y él le regalaron un reloj, que David se niega a usar porque (según dice) impone a los números un orden circular. Puede ser que la hora nueve sea anterior a la hora diez (dice), pero el nueve no está antes ni después del diez.
A la devoción por los números de la señora Arroyo, que se corporizaba en las danzas que enseñaba a sus alumnos, David le ha dado un giro propio: la identificación de ciertos números con determinadas estrellas del cielo.
Él, Simón, no comprende la filosofía del número propugnada en la Academia de manera manifiesta por la difunta señora y más discretamente por el viudo Arroyo y sus músicos amigos (en privado, él no la considera una filosofía sino un culto). No la comprende pero la tolera, no solo por consideración a David sino porque, en ocasiones propicias, cuando danza a solas por la noche, a veces tiene una visión, momentánea, fugaz, de lo que la señora Arroyo solía hablar: incontables esferas plateadas que rotan una alrededor de la otra con un murmullo ultraterrenal en un espacio sin fin.
Él danza, tiene visiones, pero no piensa en sí mismo como un converso al culto del número. Tiene para sus visiones una explicación razonada, que la mayor parte de las veces lo deja conforme: el ritmo adormecedor de la danza, el canturreo hipnótico de la flauta, inducen un estado de trance en el que fragmentos arrancados del lecho de la memoria se arremolinan ante el ojo interior.
David no puede o no quiere hacer sumas. Lo que es más preocupante, no lee. Es decir, habiendo aprendido a leer solo, sin ayuda, en el Quijote, no tiene interés por leer ningún otro libro. Sabe el Quijote de memoria, en una versión abreviada para niños, y no lo considera una historia inventada sino verídica. En alguna parte del mundo –y si no es de este mundo será del próximo– está Don Quijote, montado en Rocinante y acompañado por Sancho, que trota a su lado sobre un asno.
El niño y él han tenido discusiones sobre el Quijote.
–Si abrieras tu mente a otros libros, le dice él, descubrirías que hay una multitud de héroes en el mundo además del Quijote, y también de heroínas, que surgen de la nada gracias a la fértil imaginación de los autores. De hecho, como eres talentoso, podrías crear tus propios héroes y lanzarlos al mundo para que vivan sus aventuras.
David apenas lo escucha:
–No quiero leer otros libros –dice con desdén–. Ya sé leer.
–Tienes una idea falsa de lo que quiere decir leer. No significa solamente transformar signos impresos en sonidos. Es algo más profundo. Leer de verdad significa escuchar lo que el libro tiene para decir, y reflexionar sobre ello… tal vez, incluso, tener una conversación mental con el autor. Significa aprender cómo es el mundo, el mundo tal cual es realmente, no como tú deseas que sea.
–¿Por qué? –dice David.
–¿Por qué? Pues porque eres joven e ignorante. Solo te librarás de la ignorancia abriéndote al mundo. Y la mejor manera de abrirte al mundo es leer lo que otra gente tiene para decir, gente menos ignorante que tú.
–Sé cómo es el mundo.
–No, no lo sabes. No sabes nada del mundo, fuera de tu propia y limitada experiencia. Danzar y jugar al fútbol son actividades excelentes en sí, pero no te enseñan nada acerca del mundo.
–Leo el Quijote.
–El Quijote, te lo repito, no es el mundo. Todo lo contrario. Es una historia inventada sobre un hombre viejo e iluso. Es un libro entretenido: te transporta a esa fantasía, pero la fantasía no es real. De hecho, el mensaje del libro, precisamente, es advertir a lectores como tú para que no se dejen arrastrar a un mundo irreal, a un mundo de fantasía, como le pasó a Don Quijote. ¿No recuerdas cómo termina el libro, cuando Don Quijote recupera la cordura y le dice a su sobrina que queme todos sus libros para que nadie se vea tentado de seguir su loco camino en el futuro?
–Pero ella no los quema.
–¡Sí que los quema! Tal vez el libro no lo diga, pero los quema. Está más que agradecida de librarse de ellos.
–Pero no quema el Quijote.
–No puede quemar el Quijote porque ella está dentro del Quijote. No puedes quemar un libro si estás adentro de él, si eres un personaje del libro.
–Puedes hacerlo. Pero ella no lo hace. Porque si lo hubiera hecho, yo no tendría el Quijote. Estaría quemado.
Él termina esas discusiones perplejo aunque oscuramente orgulloso: perplejo porque no puede superar a un niño de diez años en una discusión; orgulloso porque ese niño de diez años puede enredarlo con tanta destreza. “Puede que el chico sea perezoso, puede que sea arrogante –se dice–, pero al menos no es estúpido”.
La muerte de Jesús. J. M. Coetzee. Traducción de Elena Marengo. (El JHilo de Ariadna / Literatura Random House).Hombre lento (fragmento)
"Han pasado cuatro meses desde que le dieron el alta del hospital y le permitieron regresar a su antigua vida. La mayor parte de ese tiempo lo ha pasado enclaustrado en su piso, sin apenas ver el sol. Desde que Marijana dejó de venir, no come como es debido. Ha perdido el apetito, no se molesta en cuidarse. La cara que amenaza con confrontarlo desde el espejo es la de un viejo vagabundo demacrado y sin afeitar. De hecho, es peor que eso. Una vez, en un puesto de libros junto al Sena, encontró un libro de medicina con fotografías de pacientes de la Salpêtrière: casos de manía, demencia, melancolía, enfermedad de Huntingdon. A pesar de las barbas descuidadas, a pesar de los camisones del hospital, él reconoció de inmediato a sus hermanos espirituales, a unos primos que se le habían adelantado por un camino que él seguiría algún día.Está pensando en Drago porque, después de la noche que pasó en su apartamento, no ha regresado ni ha sabido más de él. Y está pensando en espejos por la historia que le contó la señora Costello sobre el anciano que convirtió a Simbad en su esclavo. La señora Costello quiere someterlo a alguna historia que ella tiene en la cabeza. A él le gustaría creer que, desde el episodio de Marianna, se ha resistido a sus planes y la ha mantenido a raya. Pero ¿está en lo cierto? Tiembla solo de pensar en lo que le mostraría el más breve reflejo de un espejo: sonriendo sobre sus hombros, atenazándole el cuello, la figura de una vieja bruja de cabellos alborotados y pechos desnudos con un látigo en la mano. "
En medio de ninguna parte (fragmento)
"Me ha dejado. Yazgo exhausta mientras el mundo da vueltas y más vueltas alrededor de mi lecho. He hablado y me ha hablado; he tocado y me ha tocado. Por lo tanto, soy algo más que el mero rastro de esas palabras que me atraviesan la cabeza camino de ningún lugar, procedentes de ninguna parte, un rayajo de luz recortado sobre la vacuidad del espacio, una estrella fugaz (cómo rezuma en mí la astrología esta noche). Así pues, ¿cuál es la razón de que no me dé la vuelta sin más ni más y me duerma tal como estoy, vestida de los pies a la cabeza, para despertar por la mañana, fregar los platos, asearme y esperar mi recompensa, que sin duda ninguna ha de llegar, si es que la justicia es dueña y señora del universo? Y, viceversa, ¿cuál es la razón de que no termine por dormirme dándole vueltas y más vueltas a esa interrogación, es decir, por qué no me duermo tal como estoy, vestida de los pies a la cabeza?
La campanilla de la cena está en su sitio, sobre el aparador. Habría preferido algo de mayor tamaño, una campana panzuda y rechoncha, retumbante, la campana de la escuela; tal vez en algún rincón del desván esté arrumbada la vieja campana de la escuela, cubierta por una gruesa capa de polvo, a la espera de su resurrección, si es que alguna vez hubo de veras una escuela; ahora, sin embargo, no tengo tiempo para ponerme a buscarla (aunque ¿no se les subiría el corazón a la garganta si oyeran de pronto el escabullirse de los ratones, el batir de alas de los murciélagos, el paso fantasmal del vengador sobre su lecho?). Silenciosa como un gato, descalza, ahogando todo ruido, avanzo por el pasillo y arrimo el oído al ojo de la cerradura. Todo está en silencio. ¿Yacen con la respiración contenida, contenido el aliento en los pechos de ambos, a la espera de que haga yo mi jugada? ¿O yacen despreocupados el uno en brazos del otro? ¿Es así como se hace, con movimientos tan minúsculos que no los capta ningún oído, como dos moscas pegadas una con otra?
La campana emite un tintineo continuo, acogedor. Cuando me canso de agitarla con la mano derecha, sigo con la izquierda. Me siento mejor que la última vez que estuve aquí. Estoy más tranquila. Empiezo a tararear, al principio acompañada con la campana, pero luego doy con el tono y sigo sola.
Pasa el tiempo, una neblina que se adelgaza, se espesa y se la traga al fin la oscuridad. Lo que considero dolor, aunque no es más que soledad, empieza a apartarse de mí. Se me deshielan los huesos de la cara, vuelvo a ablandarme, un blando animal humano, un mamífero. La campana ha dado con su medida, cuatro golpes suaves, cuatro golpes fuertes, y con esa medida empiezo a vibrar, primero los músculos mayores, luego los más sutiles. Mis penurias me abandonan. Minúsculos bichos que salen de mí y se esfuman. "
"Me ha dejado. Yazgo exhausta mientras el mundo da vueltas y más vueltas alrededor de mi lecho. He hablado y me ha hablado; he tocado y me ha tocado. Por lo tanto, soy algo más que el mero rastro de esas palabras que me atraviesan la cabeza camino de ningún lugar, procedentes de ninguna parte, un rayajo de luz recortado sobre la vacuidad del espacio, una estrella fugaz (cómo rezuma en mí la astrología esta noche). Así pues, ¿cuál es la razón de que no me dé la vuelta sin más ni más y me duerma tal como estoy, vestida de los pies a la cabeza, para despertar por la mañana, fregar los platos, asearme y esperar mi recompensa, que sin duda ninguna ha de llegar, si es que la justicia es dueña y señora del universo? Y, viceversa, ¿cuál es la razón de que no termine por dormirme dándole vueltas y más vueltas a esa interrogación, es decir, por qué no me duermo tal como estoy, vestida de los pies a la cabeza?
La campanilla de la cena está en su sitio, sobre el aparador. Habría preferido algo de mayor tamaño, una campana panzuda y rechoncha, retumbante, la campana de la escuela; tal vez en algún rincón del desván esté arrumbada la vieja campana de la escuela, cubierta por una gruesa capa de polvo, a la espera de su resurrección, si es que alguna vez hubo de veras una escuela; ahora, sin embargo, no tengo tiempo para ponerme a buscarla (aunque ¿no se les subiría el corazón a la garganta si oyeran de pronto el escabullirse de los ratones, el batir de alas de los murciélagos, el paso fantasmal del vengador sobre su lecho?). Silenciosa como un gato, descalza, ahogando todo ruido, avanzo por el pasillo y arrimo el oído al ojo de la cerradura. Todo está en silencio. ¿Yacen con la respiración contenida, contenido el aliento en los pechos de ambos, a la espera de que haga yo mi jugada? ¿O yacen despreocupados el uno en brazos del otro? ¿Es así como se hace, con movimientos tan minúsculos que no los capta ningún oído, como dos moscas pegadas una con otra?
La campana emite un tintineo continuo, acogedor. Cuando me canso de agitarla con la mano derecha, sigo con la izquierda. Me siento mejor que la última vez que estuve aquí. Estoy más tranquila. Empiezo a tararear, al principio acompañada con la campana, pero luego doy con el tono y sigo sola.
Pasa el tiempo, una neblina que se adelgaza, se espesa y se la traga al fin la oscuridad. Lo que considero dolor, aunque no es más que soledad, empieza a apartarse de mí. Se me deshielan los huesos de la cara, vuelvo a ablandarme, un blando animal humano, un mamífero. La campana ha dado con su medida, cuatro golpes suaves, cuatro golpes fuertes, y con esa medida empiezo a vibrar, primero los músculos mayores, luego los más sutiles. Mis penurias me abandonan. Minúsculos bichos que salen de mí y se esfuman. "
Desgracia (fragmento)
"El disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación. Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.
(...)
Desde detrás de la casa le llegan unas voces. Los ladridos de los perros vuelven a crecer, se les nota más excitados. Se pone de pie sobre la tapa del retrete y otea entre los barrotes del ventanuco.
Con el fusil de Lucy y una abultada bolsa de basura, el segundo hombre desaparece en ese instante al doblar la esquina de la casa. Se cierra la portezuela de un coche. Reconoce el ruido: es su coche. El hombre reaparece con las manos vacías. Durante un instante, los dos se miran directamente a los ojos. «Hai!», dice el hombre; sonríe con mala cara y le grita algunas palabras. Se oye una carcajada. Acto seguido, el chico se le suma y los dos se plantan bajo el ventanuco, inspeccionando al prisionero y discutiendo su destino.
(...)
Acerca del festejo, acerca del chico de los ojos centelleantes, Petrus no dice ni palabra. Es como si nada hubiera ocurrido.
Ya en la presa, el papel que le toca representar pronto queda bien claro. Petrus no lo necesita para que le dé consejos sobre las juntas de las tuberías ni sobre asuntos de fontanería, sino para que le sujete cada cosa, para que le pase las herramientas; a decir verdad, para ser su handlanger. No es un papel al que él ponga reparos. Petrus es un buen trabajador manual, se aprende viéndolo hacer las cosas. Es el propio Petrus quien ha comenzado a desagradarle. A medida que Petrus sigue devanando sus planes, él se vuelve más gélido con él. No le haría ninguna gracia verse abandonado en una isla desierta a solas con Petrus. Desde luego que no le gustaría nada estar casado con él. Una personalidad dominante. Su joven esposa parece feliz, pero él se pregunta qué historias podrá contar la esposa vieja.
A la postre, cuando se harta, lo corta en seco. "
"El disfruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación. Le sorprende que una hora y media por semana en compañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.
(...)
Desde detrás de la casa le llegan unas voces. Los ladridos de los perros vuelven a crecer, se les nota más excitados. Se pone de pie sobre la tapa del retrete y otea entre los barrotes del ventanuco.
Con el fusil de Lucy y una abultada bolsa de basura, el segundo hombre desaparece en ese instante al doblar la esquina de la casa. Se cierra la portezuela de un coche. Reconoce el ruido: es su coche. El hombre reaparece con las manos vacías. Durante un instante, los dos se miran directamente a los ojos. «Hai!», dice el hombre; sonríe con mala cara y le grita algunas palabras. Se oye una carcajada. Acto seguido, el chico se le suma y los dos se plantan bajo el ventanuco, inspeccionando al prisionero y discutiendo su destino.
(...)
Acerca del festejo, acerca del chico de los ojos centelleantes, Petrus no dice ni palabra. Es como si nada hubiera ocurrido.
Ya en la presa, el papel que le toca representar pronto queda bien claro. Petrus no lo necesita para que le dé consejos sobre las juntas de las tuberías ni sobre asuntos de fontanería, sino para que le sujete cada cosa, para que le pase las herramientas; a decir verdad, para ser su handlanger. No es un papel al que él ponga reparos. Petrus es un buen trabajador manual, se aprende viéndolo hacer las cosas. Es el propio Petrus quien ha comenzado a desagradarle. A medida que Petrus sigue devanando sus planes, él se vuelve más gélido con él. No le haría ninguna gracia verse abandonado en una isla desierta a solas con Petrus. Desde luego que no le gustaría nada estar casado con él. Una personalidad dominante. Su joven esposa parece feliz, pero él se pregunta qué historias podrá contar la esposa vieja.
A la postre, cuando se harta, lo corta en seco. "
Infancia (fragmento)
"La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?.
(...)
¿Por qué le es tan fácil hablar con Agnes? ¿Porque es una chica? A cualquier cosa que venga de él, ella parece responder sin reservas, con dulzura y presteza. Ella es prima hermana suya, por lo tanto no pueden enamorarse ni casarse. De alguna forma, eso es un alivio: es libre de ser amigo de ella, de abrirle el corazón. Pero ¿y si a pesar de todo está enamorado de ella? ¿Es esto el amor, esta generosidad natural, este sentimiento de ser comprendido por fin, de no tener que fingir?
Durante todo el día y también al día siguiente los esquiladores trabajan, parando apenas para comer, retándose unos a otros para comprobar quién es el más rápido. Cuando llega la noche del segundo día todo el trabajo está terminado, todas las ovejas de la granja han sido esquiladas. El tío Son saca una bolsa de lona llena de billetes y monedas, y paga a cada esquilador según el recuento de judías. Después hay otro fuego, otro banquete. A la mañana siguiente ya se han ido y la granja puede recobrar su ritmo lento de siempre.
(...)
En la fotografía que hay en la habitación de la tía Annie, Balthazar du Biel tiene los ojos ceñudos, penetrantes y los labios finos y tensos. Junto a él, su mujer parece cansada y afligida. Era hija de otro misionero, y Balthazar du Biel la conoció cuando vino a Sudáfrica a convertir a los paganos. Más tarde, cuando viajó a Estados Unidos a predicar el Evangelio, se los llevó a ella y a sus tres hijos. En un vapor de ruedas del Mississippi alguien le regaló a su hija Annie una manzana, y ella se la llevó para enseñársela. La azotó por haber hablado con un extraño. Estos son los nuevos hechos que conoce de Balthazar, más lo que contiene el pesado libro de tapas rojas del que hay muchos más ejemplares en el mundo de los que el mundo quiere.
Los tres hijos de Balthazar son Annie, Louisa –la madre de su madre– y Albert, que aparece en las fotografías de la habitación de la tía Annie como un chico de mirada asustada vestido de marinero. Ahora Albert es el tío Albert, un viejo encorvado de carnes blancas pastosas como un champiñón que temblequea todo el tiempo y tiene que apoyarse en alguien al andar. El tío Albert nunca ha ganado un sueldo decente. Se ha pasado la vida escribiendo libros y cuentos; su mujer ha sido la que ha salido a trabajar. "
"La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable. Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?.
(...)
¿Por qué le es tan fácil hablar con Agnes? ¿Porque es una chica? A cualquier cosa que venga de él, ella parece responder sin reservas, con dulzura y presteza. Ella es prima hermana suya, por lo tanto no pueden enamorarse ni casarse. De alguna forma, eso es un alivio: es libre de ser amigo de ella, de abrirle el corazón. Pero ¿y si a pesar de todo está enamorado de ella? ¿Es esto el amor, esta generosidad natural, este sentimiento de ser comprendido por fin, de no tener que fingir?
Durante todo el día y también al día siguiente los esquiladores trabajan, parando apenas para comer, retándose unos a otros para comprobar quién es el más rápido. Cuando llega la noche del segundo día todo el trabajo está terminado, todas las ovejas de la granja han sido esquiladas. El tío Son saca una bolsa de lona llena de billetes y monedas, y paga a cada esquilador según el recuento de judías. Después hay otro fuego, otro banquete. A la mañana siguiente ya se han ido y la granja puede recobrar su ritmo lento de siempre.
(...)
En la fotografía que hay en la habitación de la tía Annie, Balthazar du Biel tiene los ojos ceñudos, penetrantes y los labios finos y tensos. Junto a él, su mujer parece cansada y afligida. Era hija de otro misionero, y Balthazar du Biel la conoció cuando vino a Sudáfrica a convertir a los paganos. Más tarde, cuando viajó a Estados Unidos a predicar el Evangelio, se los llevó a ella y a sus tres hijos. En un vapor de ruedas del Mississippi alguien le regaló a su hija Annie una manzana, y ella se la llevó para enseñársela. La azotó por haber hablado con un extraño. Estos son los nuevos hechos que conoce de Balthazar, más lo que contiene el pesado libro de tapas rojas del que hay muchos más ejemplares en el mundo de los que el mundo quiere.
Los tres hijos de Balthazar son Annie, Louisa –la madre de su madre– y Albert, que aparece en las fotografías de la habitación de la tía Annie como un chico de mirada asustada vestido de marinero. Ahora Albert es el tío Albert, un viejo encorvado de carnes blancas pastosas como un champiñón que temblequea todo el tiempo y tiene que apoyarse en alguien al andar. El tío Albert nunca ha ganado un sueldo decente. Se ha pasado la vida escribiendo libros y cuentos; su mujer ha sido la que ha salido a trabajar. "
Coetzee cómo amar España
- Random House publica tres cuentos del Nobel Coetzee donde resume su pensamiento en pocos pilares. En el primer relato cuenta cómo se enamoró de una casa en Cataluña.
- El Nobel Coetzee: "Los niños deben ir al matadero igual que van al museo"
“A medida que envejece se nota más y más irritado con el lenguaje, el uso indolente, el declive de las normas. Enamorarse, por ejemplo. ‘Nos enamoramos de la casa’, dicen amigos suyos. ¿Cómo es posible enamorarse de una casa si la casa no puede retribuir el amor?, le dan ganas de contestar. No bien uno empieza a enamorarse de objetos, ¿qué va a quedar del amor real, lo que solía ser el amor?”. Lo escribe el Nobel J. M. Coetzee en Una casa en España, el primero de sus relatos publicados en Tres Cuentos (Random House), una edición pequeña y hermosa que trata de resumir su pensamiento en pocos pilares, pero exactos.
En esta ocasión se dibuja a sí mismo como un hombre que teme haberse vuelto “demasiado rígido como para enamorarse otra vez”: “Piensa en las mujeres de su vida, en especial en sus dos matrimonios. ¿Qué sigue llevando con él, dentro de él, de esas mujeres, esas esposas?Marañas de emoción, más que nada: pena y dolor perforados por relámpagos de un sentimiento más difícil de precisar que acaso tenga algo que ver con la vergüenza, pero quizá también con el deseo aún no muerto”, escribe.
Y arranca una de esas historias tan poéticas, frágiles y suficientes que no necesitan convertirse en un mastodonte literario de cuatrocientas páginas, que no necesitan apretar el músculo pretencioso de la prosa larga, sino que evocan y nunca se resuelven, como los cuentos de Carver. Explica cómo, siendo escritor, pudo permitirse el lujo de vivir nómada, de escaparse a ratos a otras tierras donde respirar otros aires. Se pilló entonces por una casita catalana, en los límites del pueblo de Bellpuig, que miraba a campos de girasol y maíz. Le dijeron que había sido construida en el siglo trece. Realmente era fea y vieja; poco armónica, desgastada, herida de otras familias, otras generaciones que la llenaron de un lenguaje que él ni siquiera comprende, pero -qué cosas-, un día ya no pudo abandonarla. ¿Sería eso el amor? Y eso que la gente de la zona no le era cordial; y que los tenderos lo engañaban cada vez que podían. Y eso que nunca dejaron de verle como a un forastero, un tipo al que tolerar “mientras no ocupe un puesto de trabajo, mientras traiga dinero”. Esa lógica de la acogida interesada.
Era un extranjero abstraído por cuatro paredes, ¿sería eso el hogar?: “Ha comprado la casa (…) Planta geranios rosas y rojos en macetas de terracota y los coloca a ambos lados de la puerta de entrada, como hacen los vecinos. Pequeñas atenciones, las llama. Pequeñas atenciones con la casa, como las que se tienen con una mujer (…) Si esto es un matrimonio, se dice, me estoy casando con una viuda, una mujer madura, apegada a sus hábitos”.
Reconoce Coetzee que siempre sintió cariño por España, “la España del orgullo taciturno y las viejas formalidades”: “¿Ama él España? Al menos la noción de amor por un país, un pueblo, una forma de vida, no es una mera moda”. Lo cierto es que el Nobel ama España sin caer en el ridículo, sin excesos, sin babas calientes; la ama aunque nunca planificó ese amor ni lo convirtió en márketing, simplemente llegó un día, casi a disgusto, casi con el gesto torcido. Porque amar es molesto: claro.
Coetzee ama al país porque ama al pueblo, y ama al pueblo porque ama a la casa, y ama a la casa porque asume sus fantasmas
J. M. Coetzee: adaptaciones cinematográficas
DUST (1985) de Marion Hänsel.
Película que lleva a la gran pantalla la novela “En Medio De Ninguna Parte” con el protagonismo de Jane Birkin y Trevor Howard.
La cinta cuenta la historia de Magda, quien asesina a su padre después de que éste mantenga una relación amorosa con la mujer de un trabajador de su plantación.
Película que lleva a la gran pantalla la novela “En Medio De Ninguna Parte” con el protagonismo de Jane Birkin y Trevor Howard.
La cinta cuenta la historia de Magda, quien asesina a su padre después de que éste mantenga una relación amorosa con la mujer de un trabajador de su plantación.
DESGRACIA (2008) de Steve Jacobs.
John Malkovich y Jessica Haynes son padre e hija en esta película basada en la novela homónima de J. M. Coetzee.
Un profesor universitario tiene que dejar su puesto de docente tras mantener una relación amorosa con una alumna. Trasladado a la granja de su hija, se verá inmerso en un conflicto violento al ser atacado por un grupo de jóvenes.
John Malkovich y Jessica Haynes son padre e hija en esta película basada en la novela homónima de J. M. Coetzee.
Un profesor universitario tiene que dejar su puesto de docente tras mantener una relación amorosa con una alumna. Trasladado a la granja de su hija, se verá inmerso en un conflicto violento al ser atacado por un grupo de jóvenes.
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