Mundo Monmany
Este amplísimo viaje literario cubre un espacio inmenso y a la vez muy limitado, entre el cosmopolitismo y el provincianismo radical. Dos ciudades podrían servirnos de síntoma: la ciudad de Czes?aw Mi?osz, la polaca Vilnius, es decir, Vilna, capital de Lituania, donde se habla polaco, ruso, lituano y yiddish; y Klagenfurt, en el sur de Austria, cuna de Robert Musil e Ingeborg Bachmann, que la encontró pueblerina a pesar de su Babel internacional de italianos, eslovenos y austríacos germanófonos. Las ciudades pueden ser personajes literarios, como descubrieron Franz Hessel, Walter Benjamin, W. G. Sebald, Olivier Rodin, Orhan Pamuk o Claudio Magris, y destaca Mercedes Monmany: ciudades como «madres amorosas y posesivas» o como atolladeros insalvables. Una novela es, a ojos del israelí David Grossman, un viaje interior, de iniciación: los libros, según Cees Nooteboom, van del punto de partida a un punto final que sugiere un nuevo punto de partida. Por las fronteras de Europa lleva un subtítulo, Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI, y funciona también como una antología de citas que invitan al lector a nuevas lecturas imprevistas.
Novelas, cuentos, ensayos, obras de ficción y de historia, diarios y biografías, reportajes periodísticos y libros de viajes, merecen la atención de Mercedes Monmany, que tantea los límites entre ficción y no ficción, fluctuantes como las fronteras de los territorios literarios elegidos para su estudio. Movimientos, generaciones, analogías y afinidades se entrelazan más allá de las fechas, del uso de un mismo idioma, de la pertenencia a determinadas tradiciones o leyes religiosas. El fondo común de toda esta literatura es la crisis del pensamiento europeo y, por consiguiente, de la novela, asumida como epítome de la producción literaria. Europa sería una realidad y una idea en mutación, en fuga, rota entre dos guerras mundiales y locales a la vez, y marcada indeleblemente por la herida del Holocausto. Tal estado de cosas habría decidido los rasgos característicos de una literatura de nómadas y exiliados perpetuos, de individuos que incluso se sienten expatriados sin llegar a salir nunca de su cuarto.
Mercedes Monmany asume la consigna que Baudelaire imparte en el primer capítulo del Salón de 1846: «La crítica debe ser parcial, apasionada y política». Aquí la descripción de las obras equivale a su valoración. Excelentes serán, por ejemplo, los escritores que aciertan a «traducir, en un ambiente entre fantasmagórico y mortecino, el gris siniestro y vulgar de una dictadura», los heroicos testigos «impotentes y horrorizados» de épocas «de opresión, miedo y muerte». El objetivo de Anton Chéjov de «luchar contra la falsedad y el autoritarismo», formulado a finales del siglo XIX, se superpone a finales del XX con la definición de Milan Kundera: la novela sería antiautoritaria por naturaleza. Mercedes Monmany lo argumenta: la novela «se funda en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas; es, por tanto, radicalmente incompatible con el universo totalitario».
Se le asigna así una función a la literatura: «Sacar esqueletos de los armarios […] desnudar los cómplices silencios y mentiras de la ciudad». Deslenguada, deberá «satirizar […] absurdos ritos sociales fosilizados». Polémica, dará pie a «incómodos debates». Revelará «secretos e imposturas». Las novelas policíacas de John Banville, firmadas con el seudónimo de Benjamin Black, se leerán como «crítica social, retrato de una época, indagación moral y psicológica de personajes que viven atrapados tras la imagen exterior que han creado para ofrecer una pátina de prestigio y respetabilidad». El escritor destruirá «fetiches ideológicos» y «clichés nostálgicos y sentimentales», empezando por los suyos propios. Para Mercedes Monmany, la literatura tiene un «valor depurador», siempre a contracorriente del flujo de la lengua oficial, de Estado, mayoritaria, de la que hablaban en su ensayo sobre Kafka, hace mucho, Gilles Deleuze y Fálix Guattari, recordados aquí por Magris. Las convicciones éticas se convierten en ley estética, lingüística. La primera responsabilidad del escritor sería, como dice Mercedes Monmany antes de citar a Amos Oz, evitar «la confusión o evasión deliberada del lenguaje diario empleado por todos»: raíz de todo mal es no llamar a las cosas por su nombre.
A primera vista más interpretativo que judicial, el método de Mercedes Monmany para acercarse a la obra literaria es indirectamente normativo y se atiene en lo fundamental a la clásica afirmación de I. A. Richards, en 1926: el crítico es «juez de valores». Los valores que exaltan las reseñas de Por las fronteras de Europa reciben su peso moral de su entidad estética, del atrevimiento verbal de autores que, como proponía Antonia S. Byatt, registran la ocasión en la que «el manto de lo impensable se retira […] lo bastante para poder entreverlo». Svevo y Joyce, «dos meteoritos de la incertidumbre y el malestar europeos», señalan el principio de la renovación de la prosa en el siglo XX. Pero la vitalidad de estas literaturas impertinentes parece un síntoma de agotamiento histórico: los autores extraen sus fuerzas de un momento de extenuación siempre cumplido, dilatado, renovado, superado otra vez para anunciarse de nuevo.
En Por las fronteras de Europa se utiliza un campo de adjetivos que se refieren menos a la obra que a la impresión que causa en la lectora, Mercedes Monmany, y que se le augura al futuro público lector. De la observación de la obra se deducen los efectos que causará en quien la lea. La adjetivación remite a los sentidos: el tacto, la vista, el gusto. Una novela es punzante, agridulce, perspicaz, deliciosa. Los cuentos, por ejemplo, del boloñés Silvio D’Arzo son de una «mordiente dulzura», de una «rotunda claridad». Zadie Smith es espectacular, brillante, afilada, corrosiva. Cabría hablar de una estética del Shock and Awe, si tenemos en cuenta que el guionista y actor cinematográfico danés Knud Romer «nos habla de forma espeluznante de la estela de horror y violencia, de animalidad vergonzosa y primaria, que dejan las guerras mucho después de haber acabado». La conmoción es compatible con la contención y con el desbordamiento: las desmesuras del ruso Viktor Pelevin y «su fértil y febril fantasía satírica» no desmienten las aproximaciones de John Berger al reino de lo innombrado, ni los mundos insinuados de Kazuo Ishiguro. Erri de Luca escribe una literatura medida, espiritual y despojada, pero su «afilada y estremecedora belleza […] se hace casi insoportable, espeluznante».
El humor, «ese fetiche tan útil para respirar y seguir viviendo», sería un antídoto contra «la seriedad monstruosa del poder». En manos del finlandés Arto Paasilinna se vuelve «corrosivo, absurdo y antisistema». La alemana Birgit Vanderbeke lo emplea para dinamitar y demoler. Los soviéticos Ilf & Petrov lo usaron en los años veinte del siglo pasado como «desternillante artillería de sarcasmos masacrantes». El francés Boris Vian, «imaginación en estado puro», lo vuelve feroz «en despiadadas sátiras sociales y de costumbres». Si es «disparatado, excéntrico y portador de un germen mordaz, salvaje y cáustico», el humor será «sumamente irlandés». El del inglés Evelyn Waugh también es cáustico, con «zarpazos de ironía fulminante y arrasadora». El alemán judío Edgar Hilsenrath, «insolente, deslenguado y de dudoso gusto», someterá el tema más trágico –el Holocausto– al humor judío, «vitriólico», adjetivo aplicado también al israelí, mucho más joven, Etgar Keret (1967), otro maestro de «la trituradora del humor». Materia incandescente, el humor carcome esos «estados de perversión de valores a gran escala que son las dictaduras», como dice Mercedes Monmany a propósito del rumano Norman Manea.
Pero, hablando del ensayista Pietro Citati, a quien dedica un capítulo encabezado por la rotunda afirmación de que «el escritor es la literatura», Mercedes Monmany expone su idea de crítica. Se trataría de un procedimiento «sumamente atractivo para el lector», basado en la «construcción de tramas alrededor de tramas ajenas», la narración de lo ya narrado por otros. El intérprete o médium literario conciliaría la indagación psicológica (respecto a autores y personajes: el autor se transforma en personaje) y la interpretación textual, «privilegiando tras la máscara de los sucesos […] el efecto simbólico». Mercedes Monmany cumple sus objetivos: es atenta con sus lectores y con sus escritores.
Diré también lo que no encuentro en Por las fronteras de Europa. Siendo un volumen de reseñas de cientos de obras en más de veinte lenguas traducidas al español, ¿dónde están los traductores? Sólo nombra a dos traductoras al español, Isabel Hernández y Carmen Romero, y a la traductora de Miklós Bánffy al inglés, su nieta Katalin Bánffy-Jelen, así como celebra a dos italianos, Guido Ceronetti, traductor del hebreo y el latín, y Nadia Fusini, traductora del inglés. La ausencia se siente más si pensamos que la propia Mercedes Monmany ha traducido alguna vez y con fortuna.
Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).
ITALIA: EN LA VANGUARDIA DEL SIGLO XX
Sibilla Aleramo
Transfiguración (fragmento)
"Todo se transforma en algo variado y extraño. Shakespeare.
Aguardo el silencio. El silencio, el don más fiel de la vida.
Más grande que yo, a medida que me hago mayor, crece conmigo también, parece que siempre me escucha y comparte conmigo su mudez, me acoge siempre entre sus brazos, sin medida, sin edad, pertenezco a él, a su inmutable deseo, o puede que aún no haya nacido y sea como una larva que él protege.
Estoy sola, distante de todo lo que hay a mi alrededor.
Soy como la leal noche que está a punto de desaparecer. Aquéllos que hice sufrir y aquéllos que me hicieron sufrir, aquéllos que me olvidaron e ignoran que no llegaron a conocerme y hay lugares inesperados donde laten vórtices de luz y sombra. El silencio los rodea en vano.
Los juncos fluyen sobre las tranquilas aguas, las estrellas reposan. ¿Por qué habría de ceder, mi fiel amigo?
Te repito mis inútiles preguntas entre sollozos que se deslizan en mi corazón como una melodía de gélidos escalofríos, como dóciles e inconscientes formas de tortura, como brasas humeantes, como ramas agitadas por el viento, como parte de una pared blanca o como una alegoría de velas desplegadas sobre el mar…
Estoy sola, sin siquiera el menor aliento para agitar esta pequeña lámpara. "
: Con Dino Campana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1019
Alberto Asor Rosa
HISTORIAS DE ANIMALES Y OTRAS VIDAS
Mi ensimismamiento no implica que pierda mi agilidad mental y física. Mientras me mantengo ahí, quieto, como una estatua, con los ojos entornados e indiferente en apariencia, si pasa una mosca yo, con un movimiento de cabeza prodigiosamente rápido, abro la boca y me la trago. No es que las moscas sean mi plato favorito, naturalmente. Es por el placer de ejercitar todas mis facultades, mis potenciales funciones, y digo bien, todas, al mismo tiempo. Si Pa tuviese mi concentración y también mi rapidez, cuántas cosas prodigiosas pensaría y escribiría en un abrir y cerrar de ojos. En efecto, él también se queda muchas horas inmóvil, como clavado en un extraño bastidor de madera que llaman escritorio. Pero él padece, suda, se interrumpe, mira cien veces a un lado y a otro, sufre ataques de pánico («¡Dios mío! ¡Otra hora perdida!»), se rasca la cabeza, rebulle en el asiento y, a veces, dice palabrotas. Al final, de todo ese sufrimiento no quedan más que algunos garabatos sobre un papel.
: La última paradoja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1022
Anna Banti
Artemisia (fragmento)
"No llores. En el silencio que espera cada uno de mis sollozos esta voz conjura la imagen de una joven mujer que ha estado corriendo cuesta arriba y que desea entregar un mensaje urgente tan rápido como sea posible. Yo no alzo mi cabeza. No llores: lo repentino de estas dos sílabas rebota ahora como una piedra de granizo, un presagio, en el calor del estío, del alto y gélido cielo. Yo no alzo mi cabeza; no hay nadie a mi lado.
Pocas cosas tienen sentido para mí en este blanco y atribulado amanecer de este día de agosto, mientras permanezco sentada sobre la grava del camino de los jardines del Boboli, llevando, como en un sueño, únicamente un vestido de noche. De cintura para arriba soy atormentada por sollozos. No puedo evitarlo, honestamente, y mantengo mi cabeza inclinada contra mis rodillas. Debajo de mí, en medio de las piedras, siento mis desnudos pies grises; sobre mí, como las olas sobre alguien que se está ahogando, se abaten sonidos amortiguados de gente que sube y baja la cuesta que yo acabo de descender, gente que no tiene tiempo para una mujer presa de las lágrimas. Personas que a las cuatro de la mañana están empujando hacia adelante como ovejas temerosas de contemplar la ciudad en ruinas, de contemplar la terrorífica realidad de esta noche durante la cual las minas alemanas sacuden una después de otra la corteza terrestre. Sin ser conscientes de ello, lloro por lo que cada uno de ellos va a ver desde el Fuerte de Belvedere y mis sollozos no cesan, se desbordan, sin sentido, revelándose como flashes, como irracionales motas en mis ojos, el puente de la Santa Trinidad, las torres doradas, una pequeña taza de flores que usaba para beber cuando era una niña. Y una vez más, me detengo por un instante en mi desordenado balance de los acontecimientos que sin embargo tendré que afrontar. Brevemente me conmociona el sonido de las palabras, no llores, como una ola que retrocede. Finalmente alzo mi cabeza, pero sólo alcanzo el recuerdo cuando presto atención. Dejo de llorar, sorprendida al darme cuenta de la pérdida más grave. "
: La eterna culpable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1026
Luciano Bianciardi
EL TRABAJO CULTURAL
LUCIANO BIANCIARDI
El problema del origen siempre ha seducido y extenuado la mente de sabios, sapientes e intelectuales:
el origen del hombre, de las especies, de la sociedad; el
origen del mal y la desigualdad. Se calculan los años de
una ciudad o una religión desde el origen, y decir «original» significa reconocer un mérito. Vamos, que a la
gente —vaya usted a saber por qué— parece importarle más el pasado, el pasado remoto, ya incapaz de hacer
daño a nadie, que el futuro, el futuro próximo, siempre
amenazante e inminente, como sabemos de sobra.
Así pues, no es de extrañar que también en nuestra
ciudad, ciudad pequeña, sí, pero civilizada y adelantada, hubiera sabios, doctos e intelectuales que buscaban con gran diligencia su origen. En ese tema no se
ponían de acuerdo entre sí; antes bien, se mostraban
harto polémicos y se dividían, a grandes rasgos, en tres
facciones.
: El último rebelde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1029
Massimo Bontempelli:
Para la historia del teatro danés (fragmento)
"Me hallaba en las cercanías de Copenhague, privado de todo medio de subsistencia, cuando tuve la feliz idea de pedir ayuda al rey de Dinamarca, el cual fundó inmediatamente un teatro dramático, encargándome de la dirección. El teatro era hermoso, la compañía óptima y yo trabajaba furiosamente. Representábamos dramas antiguos y modernos, de Shakespeare, de Cossa, de Fildang, míos y de los demás.
La empresa tuvo, súbitamente, un éxito enorme: todos los daneses llegaban en tropel a mi teatro. La noticia se esparció hasta los países vecinos de Dinamarca y, todas las noches, una multitud de escandinavos atravesaba los estrechos para venir a mi espectáculo. Después de dos o tres meses, el arquitecto tuvo que ampliar la sala.
Apenas había reunido, en breve tiempo, una enorme fortuna, empecé –tan inestable e inquieto es el hombre– a sentirme cansado de aquella vida. No era propiamente una nostalgia del país natal, porque en aquel tiempo (era yo muy joven) no la tenía aún, sino, simplemente, el deseo de cualquier novedad y mudanza.
Mas no sabía yo cómo desprenderme de aquella situación. El rey me había tomado afecto –como sucede a menudo a los daneses– y no podía renunciar a mí. No dejaba pasar una noche sin venir a mi teatro y a menudo lo hacía también a la hora de los ensayos. Una vez que intenté decirle unas palabras a propósito de mi partida, me declaró secamente que estaba resuelto a transportar toda Dinamarca al lugar del mundo al que yo me hubiese trasladado. Entonces pensé que valía más dejar las cosas como estaban.
[...]
No hablo de este drama por vanidad de autor sino por necesidad de narrador. Era un drama semihistórico. La escena tenía lugar en una Estambul imaginaria, hacía algunos siglos, gobernada por un rey egoísta: Fifuf. Era la lucha entre el egoísmo del soberano y el bienestar del pueblo. En la primera parte se veían las señales y pruebas de aquel real egoísmo que el pueblo soportaba con paciencia. Pero Fifuf trasciende a un delito tan odioso que estalla una revolución en la ciudad y la catástrofe en el drama.
El asunto de la obra era el siguiente: Estambul está llena de perros; no hay familia que no tenga uno cuando menos. Llega un perro del Asia y muerde a algunos canes estambulenses: se le apresa y se le reconoce hidrófobo. Los perros que mordió resultan también hidrófobos y muerden a otros perros de la ciudad. Rapidísimamente, una rabia universal se difunde por toda la perrada de Estambul.
Como todas las personas egoístas, el rey Fifuf es muy cuidadoso de su propia salud y tiene miedo a todo. Reúne inmediatamente al consejo y médicos y se hace explicar en seguida el origen, los síntomas y el remedio de la rabia.
Pudiera creerse que esto lo hace por bien del pueblo. Nada de eso. Apenas oye decir al médico en jefe que el perro hidrófobo no muerde a su propio dueño, sino que huye de él, Fifuf tiene una idea infernal. Manda en seguida a sus intendentes por toda la ciudad, de casa en casa, con órdenes de comprar por su cuenta todos los perros. De este modo resulta dueño de todos los canes de la ciudad y está seguro que ninguno de ellos lo morderá. "
El inventor del realismo mágico . . . . . . . . . . . 1032
Giuseppe Antonio Borgese
Che Borgese sia diventato un caso tutto italiano consegnato alla storia della cultura come un «fatto enigmatico» di apoteosi ed eclissi2, tale da meritare un risarcimento culturale, va riaffermato con forza, senza giustizialismi partigiani, né ricostruzioni romanticamente condotte. E a pieno diritto si va rivendicando da tempo per lo scrittore siciliano un posto di assoluto rilievo nella letteratura e nella storia italiana.
Ripercorrere la vicenda biografica e storico-intellettuale di Giuseppe Antonio Borgese (1882–1952) prevede quindi tappe obbligate a scandire il lavoro di ogni studioso che si accosti all’opera del critico, romanziere, novelliere, poeta, professore universitario, giornalista e saggista politico, che tra Italia e Stati Uniti, condusse la sua esistenza nel periodo più denso di sconvolgimenti mondiali del Novecento.
Dopo il «colpevole silenzio» – come lo chiamava Sciascia – durato fino alla fine degli anni ’70, rotto da qualche illuminato studio e dal convegno del 1980–82 di Catania – Ragusa – Caltanisetta a cura di Paolo Mario Sipala e quello di Palermo – Polizzi Generosa del 1983, il paziente lavoro di riedizione e promozione proposto dalla Fondazione “G. A. Borgese”, dall’Università di Firenze e da altri giovani studiosi ← 1 | 2 → negli ultimi anni ha riproposto all’attenzione l’opera e il nome di Borgese con ciò che comporta in termini di pubblicazioni; è parte di quel risarcimento a cui proviamo ad aggiungere un contributo riguardante un capitolo particolare della vita di Borgese, quello americano, definito ‘eclettico’ e che, a tutt’oggi, resta ancora da conoscere.
: David venció a Goliat . . . . . . . . . . . . . . . 1035
Gesualdo Bufalino
Argos el ciego (fragmento)
"Creedme, los amores no correspondidos son los más cómodos. Sin ninguno de los sabores a ceniza y vinagre que acompañan los efímeros acuerdos. Yo lo había aprendido en parte en los libros, y en parte me divertía persuadirme de ello, por reserva, misantropía, vanidosilla autosuficiencia. Así que nunca buscaba un buen encuentro, una intimidad, con la muchacha. «La amo, pero ella no tiene nada que ver, es algo que sólo me concierne a mí», había pensado en voz alta un domingo, mientras me afeitaba en el cuarto de baño, y la frase me había gustado, la había escrito con el dedo en el cristal empañado por el aliento, repitiéndomela gustosamente desde entonces, como un antídoto que me ayudara a salvarme de las víboras de los celos. ¿María Venera no sentía nada por mí? Tanto mejor: eso me procuraba una libertad sin límites, mis impulsos hacia ella eran exclusivamente míos, en la fantasía podía jugármela y ganarla a mi capricho. Haciendo trampas, si era necesario: es bien sabido que no hay placer más excepcional que hacer trampas en un solitario... Porque si luego me hubieran preguntado cuántas veces había intentado socavar su indiferencia, habría contestado con un encogimiento de hombros. O tal vez habría admitido que en cierta ocasión la había invitado a un vertiginoso Danubio azul, pero para pisar una y otra vez sus pies como un arado; y que en el ambigú, mientras sorbía un licor, le había balbuceado que sus cabellos eran hermosos, consiguiendo a cambio una irónica reverencia; y habría confesado tal vez que durante un mes la había esperado y seguido todas las noches para ocultarme después en un portal; y que, en suma, le había dedicado versos. Los recitaba lentamente, al oscurecer, antes de salir a la calle, mientras a través de los listones de la persiana me dedicaba a escrutar el Corso (lo llamaban el Salón, era un majestuoso río de losas entre dos lejanísimas aceras) en espera de que se encendieran las farolas municipales y comenzara, con los ritos de una noble Corte de Amor, el paseo público. Ya sabía, gracias al aviso de un misterioso despertador incrustado en la frente –el mismo que en los tiempos del instituto me hacía abrir los ojos a las siete menos un minuto–, a qué hora, y a la altura de qué escaparate, la encontraría y saludaría con los ojos, sonrojándome. Adivinaba qué traje vestiría: si el negro con los bordes y la solapita de encaje; si el negro con los bolsillitos debajo de la cintura; si el negro con perlitas, ceñido bajo el busto hasta estallar. Adivinarlo no era difícil. María Venera vestía siempre de negro, salvo en los días de gran gala, cuando la veíamos avanzar bajo las luces, enfajada en un plisado blanco, y también la cara emblanquecida por las mil esperas de vaya usted a saber qué cosas que le hinchaban el corazón. "
: El milagro del bis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1038
Vitaliano Brancati
: El humor que cambió de bando . . . . . . . . . . . . . . 1049
Dino Buzzati
El desierto de los tártaros (fragmento)
"Sin embargo, esa misma noche el teniente Morel, que salía de su servicio de guardia, llevó a escondidas a Drogo al extremo de las murallas, para que pudiese ver. Un larguísimo corredor iluminado por escasos faroles acompañaba todo el despliegue de las murallas, de un límite a otro del desfiladero. De vez en cuando había una puerta; almacenes, talleres, cuerpos de guardia. Anduvieron unos ciento cincuenta metros hasta la entrada del tercer reducto. En el umbral había un centinela armado. Morel pidió hablar con el teniente Grotta, que mandaba la guardia. Así, a pesar del reglamento, pudieron entrar. Giovanni se encontró en un pequeño pasadizo de tránsito; en una pared, bajo una luz, había un cuadro con los nombres de los soldados de servicio. —Ven, ven por aquí —dijo Morel a Drogo—, más vale acabar pronto. Drogo lo siguió por una estrecha escalera que desembocaba al aire libre, sobre las escarpas del reducto. El teniente Morel le hizo un gesto al centinela que vigilaba aquel tramo, como para indicarle que las formalidades eran inútiles. Giovanni se encontró de repente asomado a las almenas del perímetro; ante él, inundado por la luz del ocaso, se hundía el valle, se abrían a sus ojos los secretos del septentrión. Una vaga palidez había aparecido en el rostro de Drogo, que miraba, petrificado. El centinela próximo se había detenido y un desmesurado silencio parecía haber descendido entre los halos del crepúsculo. Después Drogo preguntó, sin apartar la vista:
—¿Y detrás? ¿Qué hay detrás de aquellas rocas? ¿Todo igual, hasta el fondo? —Nunca lo he visto —respondió Morel—. Hay que ir al Reducto Nuevo, aquel de allá abajo, en la cima de aquel cono. Desde allí se ve toda la llanura de delante. Dicen...—y calló.
—Dicen... ¿Qué dicen? —preguntó Drogo, y una insólita inquietud temblaba en su voz.
—Dicen que son sólo piedras, una especie de desierto, piedras blancas, dicen, como si fuera nieve. "
: Esperando a los bárbaros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1052
Roberto Calasso
K. (fragmento)
"Sus palabras se tensan entonces en una última arcada. Dice que desde hacía años esperaba aquella escena de la carta. Parece como si todo aquello que ha sucedido entre padre e hijo se condensase en esa carta. Hasta el amigo de San Petersburgo estaba al tanto de todo. El hijo tiene un último sobresalto: «¿De modo que me has espiado?» Pero nada puede frenar al padre, que se acerca al momento de la condena: «Por eso ahora escúchame bien: ¡te condeno a morir ahogado!» De pie sobre la cama, en camisón, con los cabellos blancos cayéndole sobre la boca desdentada, el padre ha emitido su condena. El hijo se siente expulsado de la habitación. Sólo le preocupa dejar pasar el tiempo más breve entre la condena y su ejecución. Así, se tira al río con un gesto propio «del excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en sus años juveniles». Nunca la narración de una muerte había parecido tan irracional, nunca tan bien preparada y demostrada como un teorema. La desproporción es un compás abierto hasta el punto de aplanarse sobre el papel. Sobre ese mismo papel se escribiría, en un progresivo palimpsesto, la entera obra de Kafka.
La novela del siglo XIX había provocado un desvelamiento gradual de los horrores familiares y conyugales, hasta el calor blanco de Strindberg («el enorme Strindberg», que Kafka leía «no para leerlo sino para descansar en su pecho»). Las escenas se vuelven cada vez más vergonzantes y cada vez más cómicas. Pero aquí se trata de un padre que, de pie sobre la cama, en camisón, pronuncia la condena a muerte de su hijo (precisando: «ahogado»); y de un hijo que se precipita a cumplir la condena con agilidad reivindicando, un instante antes de desaparecer en el río, el amor que lo une a sus padres, de la misma forma en que un subversivo declara su fe revolucionaria frente al pelotón de fusilamiento. Sólo que aquí la revolución es el pelotón mismo: la psicología, a pesar de su envenenamiento, nunca se había atrevido a llegar tan lejos. Se puede suponer que, llegados a este punto, la historia navegue más allá, hacia una zona en la que la relación entre las imágenes y aquello que acontece queda gravemente descompuesta y ya no pueda volver a ser la de antes.
La mañana siguiente de haber escrito La condena, Kafka entró «temblando» en la habitación de sus hermanas y les leyó el relato. Una de las hermanas dijo: «"El apartamento (en la historia) es muy parecido al nuestro." Yo me asombré de cómo malentendía la distribución de los lugares y dije: "Pero entonces nuestro padre tendría que vivir en el retrete."» Ese mismo día, recordando la noche de La condena, pensó, entre otras cosas, «naturalmente en Freud». "
: El ensayo reinventado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1055
Italo Calvino
Las ciudades invisibles (fragmento)
"En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud inconmensurable de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos, una sensación como de vacío que nos asalta una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros, un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbe, de derrota en derrota, de los últimos ejércitos enemigos y resquebraja el lacre de los sellos de reyes que jamás oímos nombrar, que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en metales preciosos, pieles curtidas y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es un desmoronarse sin fin ni forma, que la gangrena de su corrupción está demasiado avanzada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su larga ruina.
(...)
Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre se encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freidurías, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices."
: Frágiles como granos de arena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1066
Ermanno Cavazzoni
Cuando el sol ya estaba cerca de su ocaso y se lo veía todavía allá arriba, enjuto e indómito en su terraza, yo pensaba que los telescopios deberían sentirse confundidos y se habrían replegado en sí mismos, como los cuernos de un caracol. Y los señores –pensaba yo–, también ellos debían de haberse quedado sin humor y sin más ganas de existir; por lo que si a la mañana se sentían arrogantes curioseando su propia obra, yo creo que a la noche se retiraban a sus cuchas de perros vencidos; porque un solo individuo los avergonzaba más que si lo hubiese divulgado a gritos con un megáfono.
Sé que no es normal entusiasmarse con un viejo que muestra el trasero al cielo; pero estaba de por medio esa cosa abstracta que era la libertad humana, y que entonces me parecía muy concreta; no se puede vivir con la idea de que uno es un pasatiempo de dioses pervertidos e ineptos.
fragmento de “Cirenaica”, novela de Ermanno Cavazzoni, traducción de Guillermo Piro, Emecé, año 2001.-
: ¿Quién se ríe de quién? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1072
Gianni Celati
Vidas erráticas (fragmento)
"Muchos hablaban de él como un autor clásico que sería recordado en los siglos venideros, teniendo ya un puesto asignado en la historia de la literatura de nuestra nación. Había escrito veintisiete novelas históricas: había sido premiado con seis medallas de oro; era respetado por su pasado político; se decía que había luchado en el monte contra el invasor alemán; por todas partes se le honraba como autor nacional entre los más insignes, y como persona moralmente íntegra. No se había casado nunca, no había procreado hijos, solamente libros, veintisiete libros: y habría podido pasarse el resto de su vida en un pacífico sueño nunca turbado por ningún mal pensamiento, allí en su alto estudio de Villa Peruzzi, desde el que se dominaba toda la llanura hasta ***.
Volviendo ahora a mi compañero Malaguti, recuerdo que una vez, mientras lo acompañaba a su casa, apareció en la calle un coche blanco con anchos guardabarros a la antigua. Luego, este coche nos empezó a seguir todos los días durante un tramo de la calle, como una escolta, con un anciano señor dentro que nos lanzaba sonrisas y nos saludaba con la mano. De ese modo adiviné que aquel caballero de pelo blanco venía a cortejarnos, pero no supe a quién de los dos quería cortejar hasta que fuimos a su casa: entonces comprendí que se trataba de Malaguti.
Y aquello supuso un gran giro en nuestra relación, porque luego Malaguti tenía que ir siempre a casa de aquel señor, y algunas veces me dejaba plantado en la calle y me pasaba las horas muertas esperándolo.
Nunca olvidaré las villas del barrio Comboni entre las brumas otoñales, con el fastidio de no saber adónde mirar para pasar el tiempo, a falta de dinero para ir al cine. Niebla por todas partes, y allí me veo, bachiller en ciernes desorientado, mientras camino de un lado para otro delante de una villa esperando a que salga Malaguti. Mi compañero estaba allí dentro con aquel señor del coche blanco, y creo que se había olvidado completamente de mí. ¿Qué esperaba yo en medio de la niebla? Todavía me pregunto qué tormento era aquel que arrastraba a todas horas, el tormento de no saber qué hacer conmigo mismo. La vida no estaba nunca donde yo estaba, siempre estaba en otra parte. Puede que ahora estuviese dentro de aquella villa con Malaguti y su cortejador, que a buen seguro no se estaban aburriendo. Se encontraban bien juntos aquellos dos, y hablaban entre ellos de un montón de cosas históricas e intelectuales, porque aquel señor era una persona muy culta. Y como Malaguti había decidido escribir un libro contra Tritone y sus novelas, incluyendo en él habladurías sobre el dudoso pasado político del susodicho, iba todos los días a leerle un fragmento a su cortejador. Quería consejos y opiniones, ya que aquel señor, además, conocía bien a la pandilla del barrio Comboni y del salón Annoiati, donde se había gestado la celebridad de Tritone. "
: Por el valle del Po . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1076
Guido Ceronetti
La linterna del filósofo (fragmento)
"Sí; acuérdate de nosotros, después de haber desaparecido, acuérdate de nosotros, filosofía.
Acuérdate de nosotros porque te hemos amado.
Te hemos amado como a una mujer—y más que a una mujer—, hemos tratado de asirte en los recorridos nocturnos por caminos solitarios, hemos tratado de abrazarte, de convencerte, tras un espasmo fugaz, de que no nos dejaras tan pronto.
Te hemos amado como a la voz humana, como a la más humana de las voces.
Te hemos amado porque nos ayudabas, sin que tal responsabilidad te afectara, a soportar la vida; te hemos amado porque sabiéndonos mortales, mucho más de lo que nosotros mismos nos sabíamos—boticaria provista de fármacos que sin ser venenosos estaban elaborados con los jugos vitales de la muerte—, nos alojabas en un Nirvana tuyo, superior a la decadencia de nuestra materia y de toda materia, superior a las peregrinaciones de todos los Libros de los Muertos, superior incluso a las visiones estáticas de las reunificaciones al final del torneo, en el seno sin brazos del Transcendente, y a tus huéspedes más desesperados les mostrabas, velada, en una hornacina, la Gema de la Perennidad.
Te hemos amado en los terrores cotidianos y en las migraciones por los rumbos de los sueños: tú has sido remedio y despertar. Hemos sido tus animales querúbicos, te hemos contemplado con veneración en tus francas, sabias, incalculables prostituciones. Te hemos arrojado nuestros embudos de sombra y tú nos has regado con arroyos de luz. "
: En el Albergo Italia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1081
Pietro Citati
Kakfa (fragmento)
"Me encontré con Kafka por primera vez a orillas del Báltico, durante el verano de 1923. Yo por entonces era muy joven, tenía diecinueve años y trabajaba como voluntaria en un campamento de vacaciones del Hogar del Pueblo Judío de Berlín en Müritz, cerca de Stettin. En una ocasión vi en la playa a una familia jugando, los padres y dos niños. El hombre me llamó especialmente la atención. No podía librarme de la impresión que me causó. Incluso seguí a aquellas gentes hasta la ciudad, y después me los volví a encontrar. Un día anunciaron en el centro que el doctor Franz Kafka iba a venir a cenar. Yo en aquel momento tenía mucho que hacer en la cocina. Cuando levanté la vista de mi trabajo, la habitación se había oscurecido. Alguien estaba allí fuera, delante de la ventana. Reconocí al caballero de la playa. Entonces entró. No sabía que se trataba de Kafka y que la mujer con quien le había visto en la playa era su hermana. Con voz suave dijo: ¡Unas manos tan delicadas y tiene usted que hacer un trabajo tan cruento! (Kafka por entonces era vegetariano). Al anochecer nos sentamos todos en bancos ante las largas mesas. Un niño pequeño se levantó y, al salir, estaba tan confundido que se cayó. Kafka, con los ojos brillando de admiración, le dijo: ¡Con qué habilidad te has caído y con qué habilidad has vuelto a ponerte en pie! Cuando más tarde volví a pensar en aquellas palabras, me pareció que trataban de decir que todo se podía salvar. Todo, menos Kafka. Kafka era insalvable. "
: El escritor es la literatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1086
Vincenzo Consolo
La desaparición de las luciérnagas (fragmento)
"El áccipe fascista de mi adolescencia ya no se pronuncia ni se materializa en un objeto. El imperativo, la obligación de decir, insonora e invisible, en su totalitarismo subrepticio, en su prepotencia y en su violenta profusión es el más fascista, el más dictatorial que ha existido nunca. Alienada, obscenamente vulgar, la monstruosa Italia del sueño de la razón y del olvido de la poesía, el país que está entre los últimos de Europa en los índices de lectura, esta Italia yerma, despojada y pasiva, ignorante y afásica, es la primera, creemos, la más preparada para entrar triunfalmente en el Gran Mercado del Mundo, en la globalización de las mercancías y de los consumos: para en ella anularse, para en ella felizmente morir."
: Palabras como piedras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1089
Silvio D’Arzo
“Casa d’altri” di Silvio D’Arzo
De repente, desde el camino de los pastos, pero aún muy lejos, llegaron los ladridos de un perro.
Todos levantamos la cabeza.
Y luego dos o tres perros. Y luego el ruido de las campanas de bronce.
Chini alrededor del saco de hojas, a la luz de la vela, estaba yo, dos o tres amas de casa, y más allá una anciana del pueblo. ¿Alguna vez asistió a una lección de anatomía? Bien. Lo mismo para nosotros de alguna manera. Dentro del círculo rojizo de los mocos, todo lo que se podía ver eran nuestras seis caras, unidas entre sí como frente a una cuna, y ese saco de hojas en el medio, y un trozo de pared ennegrecido por el humo y un haz aún más ennegrecido. Todo lo demás estaba oscuro.
« ¿No escucharon nada, mujeres? » Dije, inmediatamente de pie.
La mayor tomó los mocos en su mano y lentamente fue a abrir la ventana. Por un minuto estábamos todos en la oscuridad.
El aire alrededor era púrpura, y viola los caminos y hierbas de los pastos y las tierras baldías y las crestas de las montañas: y en medio de la sombra, muy lejos, vimos cuatro o cinco linternas descender al pueblo.
« Son los hombres que bajan de los pastos » murmuraron regresándonos a nosotros « y en diez minutos estoy aquí. »
Giuseppe Tomasi di Lampedusa
El gatopardo (fragmento)
"El palacio Salina lindaba con la iglesia parroquial. Su pequeña fachada con siete ventanas sobre la plaza no dejaba suponer su gran extensión que ocupaba hacia atrás unos doscientos metros. Eran construcciones de diversos estilos armoniosamente unidas, en torno a tres enormes patios y terminando en un amplio jardín. A la entrada principal sobre la plaza los viajeros fueron sometidos a nuevas manifestaciones de bienvenida. Don Onofrio Rotolo, el administrador local, no participaba en las acogidas oficiales a la entrada del pueblo. Educado en la rígida escuela de la princesa Carolina, consideraba al vulgus como si no existiera y al príncipe como un residente en el extranjero hasta que no hubiese cruzado el umbral de su propio palacio. Por esto hallábase allí, a dos pasos del portón, pequeñísimo, viejísimo, barbudísimo, teniendo al lado a su mujer mucho más joven que él y gallarda, detrás a la servidumbre y a ocho campieri con el Gatopardo de oro en el sombrero y en las manos ocho escopetas siempre inactivas.
- Considérome dichoso de dar la bienvenida a sus excelencias en su casa. Reintegro el palacio en el estado justo en que me fue entregado.
Don Onofrio Rotolo era una de las raras personas estimadas por el príncipe, y acaso la única que jamás le había robado. Su honestidad frisaba la manía, y de ella se contaban episodios espectaculares, com el del vasito de rosoli dejado semilleno por la princesa en el momento de una partida, y encontrado un año después en el mismo sitio con el contenido evaporado y reducido al estado de heces dulces, pero intacto.
- Porque ésta es una parte infinitesimal del patrimonio del príncipe y no debe desperdiciarse.
Terminados los cumplidos con don Onofrio y Donna Maria, la princesa, que se mantenía de pie a fuerza de nervios, se fue a acostar, las jóvenes y Tancredi corrieron hacia las tibias sombras del jardín, y el príncipe y el administrador dieron una vuelta por el gran apartamento. Todo estaba en perfecto orden; los dorados de las encuadernaciones antiguas lanzaban un fulgor discreto, el alto sol hacía brillar los mármoles grises en torno a las puertas. Todo hallábase en el estado en que se encontrara cincuenta años antes. Salido del ruidoso torbellino de las disidencias civiles, don Fabrizio se sintió reanimado, lleno de serena seguridad, y miró casi tiernamente a don Onofrio que llevaba a su lado un trotecillo cochinero. "
La alegría y la ley (fragmento)
"A todo esto, el panetone estaba allí, en medio del escritorio, pesado, herméticamente cerrado, «cargado de presagios», como el mismo comendador habría dicho veinte años antes, vistiendo el uniforme fascista. Entre sus compañeros había habido risitas y murmullos; luego todos, encabezados por el director, habían gritado su nombre. Una gran satisfacción, la seguridad de que conservaría el empleo, en pocas palabras: un triunfo; y nada había logrado turbar aquella estimulante sensación: ni las trescientas liras que había tenido que pagar en el bar de abajo, ni la doble penumbra del atardecer borrascoso y de la lámpara de neón a baja tensión, cuando había invitado a café a los amigos, ni el peso del botín, ni las palabrotas que había oído en el autobús, nada, ni siquiera la repentina sospecha, en el fondo de su conciencia, de que solo había sido un momento de displicente piedad por el empleado más menesteroso; realmente, era demasiado pobre para permitir que la mala hierba del orgullo brotase donde no debía.
Se dirigió hacia su casa por una calle decrépita a la que los bombardeos de hacía quince años habían dado los últimos toques. Llegó a la lúgubre plazoleta en cuyo fondo estaba agazapado el edificio fantasmal.
Pese a todo, saludó con brío al portero Cosimo, que lo despreciaba porque sabía que tenía un sueldo inferior al suyo. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones: la planta donde vivía el caballero Fulano. ¡Puf! Tenía un «mil cien», sí, pero también tenía una mujer fea, vieja y desvergonzada. Nueve escalones, tres escalones, un resbalón, nueve escalones: la vivienda del doctor Zutano: ¡peor aún! Un hijo holgazán que andaba loco por las lambrettas y las vespas, y además la sala de espera siempre vacía. Nueve escalones, tres escalones, nueve escalones: su apartamento, la modesta vivienda de un hombre estimado, honesto, respetado, premiado, la casa de un contable fuera de serie.
Abrió la puerta, entró en el pequeño vestíbulo, ya saturado de olor a cebolla sofrita; sobre un arquibanco del tamaño de un cesto dejó el pesadísimo paquete, la carpeta atiborrada de intereses ajenos, la molesta bufanda. Su voz resonó: «¡Maria, ven pronto! ¡Ven a ver qué cosa más buena!»
La mujer salió de la cocina, con una bata azul claro tiznada por el hollín de las cacerolas, y las pequeñas manos, enrojecidas de tanto fregar platos, posadas sobre el vientre deformado por los partos. Los niños, con la nariz llena de mocos, se apretujaban alrededor del rosado monumento, y chillaban sin atreverse a tocarlo. "
: El sabio anómalo . . . . . . . . . . . . . . . 1097
Erri De Luca
Otoño del ‘80
¿Dónde está aquella habitación, muchacha del otoño del ’80?
Cada viento llevaba el polvo de toba
sacudido por el terremoto y restregado en la cara.
¿Dónde está tu espalda en el techo, enrojecida
por las caricias de lija del joven amargo?
Después de ti cien años de paciencia.
Ahora entre nosotros se recita la edad,
asqueados de ser atrayentes.
Cualquier destino habría sido menor, perdido el mayor contigo.
: La memoria resistente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1106
Umberto Eco
Seis paseos por los bosques narrativos (fragmento)
"Forman parte de la dilación narrativa muchas descripciones, de cosas, personajes o paisajes. El problema es para qué sirven a los fines de la historia. En un antiguo ensayo mío acerca de las novelas de Ian Fleming sobre James Bond había observado que, en tales historias, el autor reserva largas descripciones para un partido de golf, para una carrera en coche, para las meditaciones de una muchacha sobre el marinero que aparece en la cajetilla de los Player´s , para el lento proceder de un insecto, mientras liquida en pocas páginas, y a veces en pocas líneas, los acontecimientos más dramáticos, como un asalto a Fort Knox o la lucha con un tiburón. Había deducido de ello que estas descripciones tienen la única función de convencer al lector de que está leyendo una obra de arte, puesto que se considera que la diferencia entre literatura «alta» y literatura «baja» radica en que la segunda abunda en descripciones, mientras la primera cuts to the chase. Además, Fleming reserva las descripciones a acciones que el lector ha podido o podría llevar a cabo (una partida de cartas, una cena, un baño turco) mientras resuelve con brevedad lo que el lector no podría soñar hacer jamás, como huir de un castillo aferrándose a un globo aerostático. La dilación sobre lo déjà vu sirve para permitirle al lector que se identifique con el personaje y suele ser como él.
Fleming desacelera sobre lo inútil y acelera sobre lo esencial, porque desacelerar sobre lo superfluo tiene la función erótica de la delectatio morosa, y porque sabe que nosotros sabemos que las historias contadas en tono arrebatado son las más dramáticas. Manzoni, como buen narrador del siglo XIX romántico, usa fundamentalmente (pero con adelanto) la misma estrategia que Fleming, y nos hace esperar de manera espasmódica el acontecimiento que seguirá; pero no pierde tiempo con lo no esencial. Don Abbondio, que se manosea el alzacuello y se pregunta «¿qué hacer?», representa en síntesis a la sociedad italiana del siglo XVUU bajo la dominación extranjera. La meditación de una aventura sobre la cajetilla de los Player´s dice poco sobre la cultura de nuestro tiempo -excepto que es una soñadora, o una bas-bleu, mientras la dilación de Manzoni sobre la incertidumbre de don Abbondio explica muchas cosas y no sólo sobre la Italia del siglo XVII sino también sobre la del siglo XX.
Pero otras veces la dilación descriptiva tiene otra función. Existe también el tiempo de la insinuación. San Agustín, que era un sutil lector de textos, se preguntaba por qué de vez en cuando la Biblia se perdía en lo que parecían superfluitates, descripciones inútiles de vestimentas, de palacios, perfumes, joyas. ¿Es posible que Dios, inspirador del autor bíblico, perdiera tanto tiempo para condescender en la poesía mundana? Evidentemente no. Si aparecían repentinas perdidas de velocidad del texto, eso significa que en tales casos la sagrada escritura intentaba hacernos comprender que debíamos leer, e interpretar, lo que se estaba describiendo como una alegoría, o un símbolo. "
: Atrapados en el tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1114
Beppe Fenoglio
« El remolino »
Nuestro padre decidió por el remolino, y en toda nuestra gran familia solo entendí, que tenía nueve años y fui el último. En ese momento estábamos todos juntos, a excepción de Eugene, que estaba lejos para hacer la guerra de Abisinia.
Cuando nuestra penúltima hermana se enferma. Enviamos al médico de Niella y en la segunda visita dijo que no entendíamos nada: llamamos al médico de Murazzano y él tampoco conocía su maldad; el de Feisoglio llegó y los tres dijeron que la enfermedad estaba por encima de su ciencia.
También desperdiciamos junto a ella, y su fiebre nos calentó como un brasero, cuando nos inclinamos sobre ella para tratar de entender dónde estaba. Entre lo que sufrió y los gastos, nuestra madre vino a mandarnos que oráramos al Señor para que nos lo quitara; pero ella duró, solo más grande un dedo y siempre quejándose como un cordero.
Como si eso no fuera suficiente, se agregó el latido del corazón para Eugenio, del cual ya no recibimos correo. Todas las mañanas corría a la rectoría para que el párroco me contara lo que había en la portada del periódico, y me iba a casa a decir que las mayores batallas estaban ocurriendo con los moros. Comenzamos a recitar el rosario para él también, todas las noches, con la cabeza en las manos.
Uno de esos días, nuestro padre se levanta de la mesa y dice con su voz ordinaria: – Voy al Belbo, para girar esos paquetes que tomaron la lluvia.
No sé cómo, pero entendí que iba a terminar en el agua, y me llevó, mirando a mi alrededor, para ver que nadie más tenía mi inspiración: ni siquiera nuestra madre hizo el gesto más pequeño, continuó limpiando el caldero y conoció a su hombre como si fuera el primero de sus hijos.
Sin embargo, no soné la alarma, como si supiera que solo lo salvaría si hiciera todo yo mismo.
Salí detrás de él que él, tomando la horca, estaba empezando a salir del piso de trilla. Me quedé a su lado, pero él me separaría de solo caminar, así que tuve que saltar en media carrera. Me escuchó, me reconoció por el peso del pase, pero no se dio la vuelta y me dijo que me fuera a casa, con una voz de mando ronca pero pobre. No lo obedecí. Luego, veinte pasos más abajo, me dijo que volviera a subir, pero esta vez con la voz que puso con mis hermanos mayores, cuando se atrevieron a contradecirlo en algo.
Me asustó, pero no me detuve. Se dejó alcanzar y cuando me escuchó a su lado con una mano me hizo girar como una parte superior y luego me pateó detrás de la cual me golpeó tres pasos.
Me levanté y volví atrás. Pero ahora estaba más seguro de que podría haberlo evitado, y me hizo gritar en casa, pero ya estábamos demasiado lejos. Si hubiera visto a un hombre por allí, me habría dejado ir y rezarle: – Tú, por el amor de Dios, habla con mi padre. Dile algo, – pero no vi la cabeza de un hombre en toda la cuenca.
Estábamos casi planos, donde el agua de Belbo ya estaba clara corriendo a través de las cañas. En este punto se volvió, se quitó la horca del hombro y comenzó a mostrarme cómo hacerlo con las bestias feroces. No puedo decir cómo era, porque solo miré los dientes de la horca que bailaba tres dedos desde mi pecho, y sobre todo porque no tenía ganas de mirarlo, por la vergüenza de verlo desnudo.
Pero nos unimos a nuestros paquetes. El remolino estaba inmediatamente allí, detrás de un grueso de helechos, y su agua quieta parecía la piel de una serpiente. Mi padre, su cabeza estaba estirada, sus ojos apuntaban al remolino y luego extendí mi pecho para gritar. En ese momento clavó la horca en el primer paquete. Y los volvió a todos, pero con infinita lentitud, como si soñara. Y cuando lo dio la vuelta, dio un suspiro que se extendía desde una palma. Luego se dio la vuelta. Esta vez lo miré, y vi su rostro que tenía cada vez que llegaba a casa de una fiesta con una buena resaca.
Volvimos a subir, con él tratando de subir lentamente para no perder un paso, y él mantuvo mi mano libre de la horquilla en mi hombro y de vez en cuando me rascó con el pulgar, pero la luz como una hormiga, entre los dos nervios detrás de nuestro cuello.
https://bottegadinazareth.com/2022/03/02/il-gorgo-un-racconto-di-beppe-fenoglio/
Nadia Fusini
Claudio Magris:
El infinito viajar (fragmento)
"Pero todo Edén, tierra de la inmortalidad, es asimismo tierra de la muerte, el lugar del otro lado del agua donde la afanosa y familiar insignificancia de la vida se detiene. Las Islas Afortunadas son también el país de los muertos, de un sol que no se pone sino que resplandece sobre otra vida, perfecta y ajena por ello a la que llevan los hombres. Al igual que Cornualles, las Scilly están relacionadas con la leyenda céltica de Lyonesse —o, en cornish el dialecto o lengua de Cornualles, Lethowsow—, el país sumergido por las aguas y borrado de la faz de la tierra, y con la leyenda de Arturo, el rey desaparecido cuya tumba es reivindicada por tantos lugares aunque se diga que nunca murió; el hadado mundo artúrico es todo él una magia acuática y melancólica, crepuscular y lunar, vida que se retrae en la irrealidad del cuento de hadas y de la muerte.
El mar inexplicable tiene doble cara. En la playa avizoradora de su abertura, pero también entre los escollos y los islotes, es el mar de tempestades y huracanes, de los más de trescientos naufragios acaecidos desde el siglo XVII hasta hoy en las Scilly con la pérdida de tantas vidas humanas; es el lugar de la aventura y el desafío, de la prueba, de la lucha. Y por otro lado es el lugar de la felicidad, de la fuerte persuasión y el sumo abandono, del sí incondicional que se le dice a la vida, dejándose mecer por las olas o permaneciendo tumbados en la playa, y en plena armonía con el puro, absoluto existir ajeno a toda actividad y a toda determinación, con el lento y vacío rodar de las horas que quizá sea la percepción más libre, intensa y feliz del mundo. Incluso puede ser también el recuerdo de las aguas amnióticas, del océano primordial de donde proviene nuestra especie y del que conocimos al dar comienzo nuestra existencia individual.
Al menos en estos días, las Scilly —y muchas otras bahías de Cornualles, Sennen, Botallack, Carbis Bay— contradicen una página marina de La Capria que tanto me gusta, esa página de la Armonia perduta en que contrapone el monótono gris metálico del océano al diáfano y luminoso azul del Mediterráneo, mar de los dioses y las formas y no del indistinto Leviatán, El océano en torno a las Scilly es hoy terso y transparente: turquesa con manchas de cobalto en los fondeaderos, levedad del ribete celeste con su espuma blanca como la nieve y profundidad inexpresable del índigo. Pero también este encanto es ambiguo, doble: tiene el inagotable discurrir de la vida y la llamada de la muerte. Asimismo en la Odisea, por lo demás, el mar azul y morado de Calipso posee un embrujo mortal, como el canto de las sirenas. En cualquier felicidad marina hay melancolía, el perezoso olvido de los lotófagos que Tennyson —poeta de la muerte del rey Arturo fascinado por estas islas— encontraba en el mar y es como un hundirse en las aguas, en el sueño. "
Prohibido pisar los parterres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1198
Curzio Malaparte:
Kaputt (fragmento)
"Después del claro vino del Mosela, con su olor a heno bajo la lluvia (al que el tierno color rosado que asomaba entre las escamas plateadas del salmón daba el sabor del paisaje del lago Inari bajo el sol nocturno), brilló en los vasos el vino tinto de Borgoña, con sus destellos de color sangre. En el centro de la mesa, sobre una gran fuente de plata, un chuletón de cerdo de Carelia difundía por la sala un cálido olor a horno. Después del fulgor transparente del vino de Mosela y del salmón rosado, que evocaba el recuerdo de la corriente de plata del Juutua y de las nubes rosadas en el verde cielo lapón, el vino de Borgoña y el cerdo de Carelia, recién salido del horno y envuelto aún en el olor a ramas de pino, despertaron en nosotros el recuerdo de la tierra.
No hay vino más terrenal que el vino tinto de Borgoña, que a la delicada luz de las velas y el blanco reflejo de la nieve se mostraba del color de la tierra, de ese color púrpura y dorado de las colinas de la Cóte—d'Or a la hora del ocaso. Su aroma era profundo y sabía a hierba y hojas como las noches de verano en Borgoña. Y no hay vino que se corresponda tanto a la llegada del atardecer ni que se avenga tanto con la noche como el de Nuits Saint—Georges, que hasta en su nombre es nocturno, profundo y radiante como una noche de verano en Borgoña. Luce sanguino en los umbrales de la noche, como el fuego del ocaso sobre el borde cristalino del horizonte. Prende chispas rojas y turquesas en la tierra de color púrpura, en la hierba y en las hojas de los árboles, templadas todavía por los sabores y los aromas del día agonizante. Con la caída de la noche, los animales salvajes buscan guarida en las profundidades de la tierra: el jabalí se escabulle entre los matorrales, el faisán de vuelo corto y silencioso nada entre las sombras que flotan ya sobre los bosques y prados, la ágil liebre se desliza por el primer rayo de luna como si fuera un tenso cable de plata. Es ésa la hora del vino de Borgoña. En esa hora, aquella noche de invierno, en aquella sala iluminada por el débil reflejo de la nieve, el olor profundo del Nuits Saint—Georges despertó en nosotros el recuerdo de las noches de verano en Borgoña, de las noches adormecidas sobre la tierra caliente de sol.
De Foxá y yo nos mirábamos sonriendo mientras los colores se nos subían a la cara, nos mirábamos sonriendo como si ese inesperado recuerdo de la tierra nos liberase del triste embrujo de la noche del Norte. Apartados de todo en ese desierto de nieve y hielo, en ese país acuático de cien mil lagos, en esa dulce y severa Finlandia donde el olor del mar penetra hasta lo más hondo de los bosques más remotos de Carelia y Laponia, donde es posible encontrar los destellos del agua hasta en los ojos azules y grises de los hombres y los animales (hasta en los gestos lentos y absortos, semejantes a los gestos de los nadadores, de la gente que camina por las calles incendiadas por el pálido fuego de la nieve o que pasea durante las noches estivas por las avenidas de los parques, levantando la vista hacia ese brillo acuático, verde y celeste, suspendido sobre los tejados en el interminable día sin alba y sin ocaso del blanco verano boreal), el recuerdo inesperado de la tierra nos hizo sentir de pronto terrenales hasta la médula y nos miramos sonriendo como si nos hubiéramos salvado de un naufragio. "
Cuando Europa era un infierno . . . . . . . . . . . . . . . 1237
Luigi Malerba:
Burlerías y jerigonzas del hambre en el harto afamado feudo de Trespelotas (fragmento)
"Negros pajarracos vuelan bajo, giran y giran alrededor del cortejo militar como si les llegase olor a carroña. La soldadesca, abrumada por el calor y la fatiga, da un paso hacia delante y dos de través, pero el cortejo, no se sabe cómo, avanza de todos modos, se desliza lento como una gran serpiente en el llano, entre los campos de sorgo, las viñas emparradas y los olivares.
Caballos y caballeros, soldados de a pie y carromatos van recubiertos de una fina capa de polvo blanquecino, de suerte que se confunden con el blanco del camino y casi desaparecen de la vista. La campiña en torno parece despoblada como si hubiera pasado la peste o alguna otra calamidad, pero son los hombres armados, terror de la tierra, los que alejan a las gentes incluso cuando a duras penas se sostienen en pie debido al agotamiento del viaje. El cielo está nublado a trechos por aludes de mosquitos sumamente molestos que se lanzan a chuparles los ojos a los caballos y a los soldados, ya medio ciegos por el polvo. Es debido a este cegamiento general que provocan el polvo y los mosquitos por lo que el cortejo del marconde Belcebundio de Cagalanza se ha extraviado en la llanura del Tíber.
A esta hora, que sería la tercera después del mediodía, aún no se ha llegado a avistar el castillo de Trespelotas, de cuius Belcebundio ha de tomar posesión como bien dotal recibido de Bernarda, dilectísima hija del rey de Montecipotón. Dentro de la carroza con la corona plateada pintada en las portezuelas van precisamente Belcebundio y Bernarda encerrados, oprimido Belcebundio por el considerable volumen de la consorte, desbordante y sofocada de calor.
Delante de la carroza marchan con paso tortuoso los soldados que para la ocasión han sido nombrados trompetas, tambores, portaestandartes, abanderados, ballesteros, alabarderos, podadores, pajes y escuderos pese a carecer por completo de dotación de trompetas, tambores, estandartes, banderas, ballestas, alabardas, podaderas y demás guarnición propia de un cortejo militar, aunque todos ellos igualados y blanqueados por el polvo. "
Alfabetos contra el silencio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1241
Giorgio Manganelli:
Hilarotragoedia (fragmento)
"La novedad del destino del amante alboroza a algunas animulas, a otras las abate; a algunas las acelera, paraliza a otras; a algunas ilumina, a otras ensombrece; a algunas sacia, a otras provoca gazuza. Pero he aquí, al escarcharse el calor amoroso, entenebrecerse y apagarse la luminaria que hizo perspicuo el sabbat de las animulas; las eufóricas enflaquecen y se mustian; se arregazan como fetos, o momias tribales, o el esqueleto del homo de la clava; por la gran anaquelería del interior silo se acuclillan las hibernantes, taciturnas, resecas, como muertas, de no ser por el raro, seco chasquido de los cabellos y de las uñas en crecimiento obstinado.
Enfervorizado en el discurso, congestionado su rostro de muchacho entecado por el error del nacimiento, paseabas por la angosta habitación articulando los delgados brazos, la longitud de las piernas, y continuabas: pero existe, existe una condición en la que cesa la repugnancia de las alternativas, pabulum idóneo para la simultánea nutrición de todas las contradicciones, donde se vuelven íntegros los mútilos destinos; existe la muerte, solecismo que rigoriza el léxico matemático, error que confiere sentido al impecable discurso, cotidiano apocalipsis, portátil fin del mundo, puesta a cero de todo programado universo: ella emancipa a las animulas esclavas, con el calor de su aliento sanguifica a las exangües, las nutre de su negra leche afectuosa.
Verdaderamente, era un discurso asaz marrado, este que te encaminaba a la conclusión anhelada por tu corazón pasional. Con brusco tránsito de lo teorético a lo personal, decías tú, llegados a ese punto, que jamás habías olvidado a mujer que tú hubieras amado; en el caótico sotabanco de tu corazón se agavillaban retratos de mujeres, variamente dilectas; desde hacía años en absoluto salidas de tu vida; naturalmente, algunas muertas; u olvidadas en absoluto; o reluctantes a recordar; en ocasiones, ni siquiera ornadas ya por la chambrana de un nombre; supervivientes, algunas, gracias a una aspereza de la boca, un gesto de la mano; o inmóviles en el ámbar de un berrinche dominical; menos aún: mujeres entrevistas por la calle; muchachitas que pasaron a la carrera, iluminadas por una blanca botella de leche; sin duda ya madres, muchas; otras, muertas ya, no le cabe duda. Pero descollaban determinadas figuras más fatalmente dilectas: rostros solemnes, taciturnos, no serenos. «A todas estas», decías tú, agitándote, «a todas estas pude yo amarlas solo imperfectamente, como consentía la angustia de una única existencia, la poquedad del lenguaje, la disfunción y difidencia de las pasiones. Cada una de ellas me ha dado indicios de un destino que reconozco como mío y a mí necesario, y del que no puedo renegar ni consumarlo. Pero una vez muerto, una vez sustraído a las toscas abreviaciones de la hora, me disolveré en mis infinitas animulas; y yo seré cada una de ellas, como quiere la infinitud de mis destinos. Cada eidolon buscará ese otro extrínseco que entrevió en su existencia premortal, y del que extrajo apresurado pero inolvidable alimento; y acorrerán los eidola a un abrazo ya no escindible, definitivo, necesario; y no habrá intolerancia entre semejantes totales y exclusivos amores. A cada una de las mujeres a las que yo inexactamente amé, volveré a encontrar en la precisión de la muerte: y serán, todas, igualmente, fatalmente, amables, amativas, amantes, amadas. "
La vanguardia rebelde . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1245
Dacia Maraini
El tren de la última noche (fragmento)
"Mi padre siempre se acuerda de aquella mañana, de aquella conversación. Dice que nunca había hablado con tanta pasión, tanta libertad, tanta alegría, con uno de sus músicos. Casi ni se enteraron de que una bomba había echado abajo medio barrio. La sala de la Academia aguantó en pie de milagro y ellos continuaron hablando de música hasta que un herido cubierto de polvo entró para buscar protección en la única parte intacta del edificio. Vieron llegar a algunos músicos en camillas. En un abrir y cerrar de ojos la sala de la Academia se convirtió en un hospital improvisado por el que los camilleros corrían sin descanso. A los heridos los tendían en el suelo, sobre las tupidas alfombras rojas que servían para amortiguar el sonido durante los ensayos. Los muertos se amontonaban en el pasillo, junto a los estuches de los violines, los contrabajos, los cuernos y las flautas. Casi todos los músicos que se habían refugiado en el sótano estaban heridos. Dos habían muerto: el pianista, padre de tres pequeños, y el percusionista, un joven robusto y atlético cuyos músculos y sonrisa siempre a punto eran la envidia de todos. Los demás estaban ahí, tendidos en el suelo, con el brazo roto, las piernas fracturadas o las orejas sangrando, y gemían con voz infantil. Tadeusz y el primer violín, Ferenc Bruman, se convirtieron en enfermeros improvisados: ayudaban a desnudar a los músicos, los sujetaban mientras los desinfectaban y vendaban, los ayudaban a tragar las pastillas mientras los jóvenes médicos de la escuela de medicina de al lado, que se habían lanzado a la calle tras la explosión y el derrumbe del refugio, los atendían. Eran muy jóvenes y aplicaban a rajatabla lo que habían aprendido en los libros durante los primeros meses de escuela: férulas en los huesos fracturados, alcohol en las heridas, previamente lavadas con agua y jabón, puntos con aguja e hilo de sutura en caso de laceración. El problema era encontrar férulas, agujas e hilo de sutura. "
: En el corazón de las tinieblas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1251
Melania G. Mazzucco
Vita (fragmento)
"El capitán Dy se unió al 5º ejército del general Mark Clark en octubre de 1943. Licenciado en Ingeniería en Princeton con las mejores notas, se enroló como voluntario el día de la entrada en guerra de Estados Unidos. A pesar de que su padre era ciudadano de un país enemigo, sospechoso de actividades antipatrióticas e incluso había sido puesto, por poco tiempo, bajo arresto domiciliario, Dy fue reclamado por el llamado Ejército de los Ingenieros, el cuerpo de élite destinado a combatir en Alemania. Deseoso de redimir la infamia de su padre (o perpetrada contra su padre, de inmediato su opinión fue tomándose incierta), durante casi dos años construyó bases aéreas, depósitos de municiones, hospitales, hangares, alojamientos y toda clase de edificio, pista, puente o puerto tan necesario para la victoria como la infantería o las bombas. Su guerra, entre oficinas y obras, había sido una mera abstracción. Metafísica de la matemática. Gran honor, ningún riesgo. Pero cuando supo que el 5º ejército se preparaba para atacar los pasos del río Volturno, solicitó ser transferido al Frente Sur. Le explicaron que cometía un gran error, que perjudicaría su carrera. La guerra en Italia era sólo una maniobra de distracción, con vistas a Overlord. Un teatro aparente, para atraer hacia la península al mayor número posible de alemanes y mantenerlos alejados de la costa de La Mancha, el teatro en que la guerra se decidiría de verdad. En el Frente Sur no había medallas que ganarse. Era una guerra de montaña sin gloria —hundirse en torrentes turbulentos, chapalear en la nieve, bajo el fuego de la artillería alemana. No era una guerra de números: una guerra de tierra, agua, fuego y fango.
Dy insistió. Poseía un carácter obstinado y las innumerables negativas que había tenido que afrontar raramente lo habían desmoralizado. En otoño de 1943 tenía veintitrés años, un limitado miedo a la muerte y una única certeza: quería estar entre los primeros en entrar como libertador en el pueblo del que sus padres habían escapado y donde vivían todavía sus abuelos. El pueblo del que siempre había oído hablar, cuyos sabores y perfumes conocía, el paraíso perdido y el infierno de la memoria del que sólo había visto una postal en blanco y negro —que su madre tenía remetida en el cristal del aseo. Un lugar remoto, un nombre extranjero— que odiaba, porque le recordaba lo que no era, lo que deseaba destruir, para liberarse de ello definitivamente. "
: Italianos en América . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1256
Furio Monicelli
Armas impuras
– Sus lágrimas son puras..., el padre-instructor, que asistía a la entrevista, intervino.
– Por supuesto, dice el rector, y es cierto que cuando ellos son el fruto de nobles conflictos, las lágrimas nunca son inútiles, pero fértil.
: En los abismos de la religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1260
Giuseppe Montesano
NUNCA DESPIERTES LO SUFICIENTE
Un mínimo homenaje a Enrique Vila-Matas
Me siento expulsado del universo, como Wakefield. Sin sentimiento interno, sino solo un evento real pequeño y terriblemente perturbador. ¡Sin embargo, hace frío! No pensé en absoluto que ser como Wakefield podría darle al cuerpo tanto frío que tiembla. En la historia de Hawthorne, así que parece recordar, Wakefield sale de la casa por una comisión y nunca regresa, nunca regresa a su hogar y vida. Pero no puedo controlar, porque donde estoy no tengo el libro y no hay bibliotecas, ni siquiera librerías. Hoy bajé a tirar la basura, un par de bolsas muy pesadas que me dieron una sensación de falta de armonía física allí en la cocina donde colgaban de las sillas, un plástico azul y el otro blanco transparente, y bajé de repente, sin pensarlo, abajo, donde están los contenedores. Había viento,un viento que debe haberme hecho ponerme patas arriba, no puedo decir exactamente cómo, no puedo decir lo contrario, en resumen, una reversión que de repente me trajo aquí donde estoy. ¿Estoy fuera de la puerta de hierro y vidrio de mi casa cerca de los botes de basura? Podría ser, pero el lugar no es reconocible porque es casi de noche, o quizás porque el viento que sigue soplando me impide pensar correctamente. Podría ser que este lugar es en lo que viven algunos personajes de Beckett, pero francamente no veo a nadie alrededor que se parezca a Molloy o Malone, y tampoco me parezco a ellos, y en su lugar no parece ver a otros seres humanos. No me lo imaginé así, convirtiéndome en una especie de Wakefield. Si no recuerdo mal, Wakefield todavía tenía una casa, al menos una habitación,tal vez incluso una ventana de la esquina que daba a una carretera concurrida, un lugar que lo cubría del clima, un lugar para disfrutar de ser un paria, y además Wakefield también tenía, o tal vez solo tenía eso y era más que suficiente, una mente en la que refugiarse en la magnífica o abyecta pero cómoda sensación de haberse ido. Yo no. Mi mente, que tiendo a sentir lo mismo que este lugar que se parece enormemente al patio de mi casa y no lo es en absoluto, me rechaza. Le importa mucho si soy Wakefield “, el bandido del Universo ”, como dice una traducción que recuerdo muy bien, y le importa incluso si soy Wakefield “ el paria del Universo ”, como propone la traducción del escritor Gianni Celati, así que me parece recordar.Me calento con el fuego de estos recuerdos literarios artesanales, hechos con lo que tengo a mano, si puedo decirlo. Un pequeño incendio para Wakefield que ni siquiera soy, tal vez porque, como dice Leopardi Zibaldona, “ todo empeora ”, y ahora estoy muy feliz de no poder comprobar si esta frase es exactamente suya o es el eco de lo que mi amigo Luca dice desde hace algún tiempo, y sin haber leído nunca una fila de la Zibaldona. ¡Dios mío, no poder ser Wakefield tampoco porque todo empeora! Y ’ una exclamación trivial, por supuesto, pero es lógico que las situaciones excepcionales solo puedan ser iluminadas por clichés, ya que el misterio según Kraus será iluminado por su propia luz. Quedarse aquí, en este tipo de lugar muy concreto donde a veces llegan los ruidos y las voces de la televisión, sentir frío y sin saber si será posible llegar a algo parecido a mi hogar o que es la expulsión definitiva de mi hogar y el inicio de la aterradora libertad de desaparición, no es fácil. Sé que si me concentrara podría tener una iluminación, pero si me concentrara en esta posición ridícula donde estoy, solo los temores de la muerte se agolpan dentro de mí. Más exacta y verazmente, y la verdad en mi condición lo es todo, dijo,los temores que me muerden en el vientre son de pérdida, de desconcierto, de caída, de pobreza, de obsesión, de prisión, de desintegración, de sombra y de polvo, pero sombra y polvo en la vida, en la vida, y no benignamente en la muerte. Si pudiera abrir incluso una ventana en este tipo de lugar, tal vez sería diferente como en la famosa poesía de Valéry, pero tal vez Valéry está en el Cimitière Marinees solo retórica, lenguaje en el trabajo, cuando escribe, me parece: “ de pie, mi cadáver vivo, en la siguiente era! ” Y que se diga que no disminuya la brillante retórica de Valéry, que después de todo, como italiano, tenía que tener una inclinación erótica por la oratoria, reprimida pero visible, y dicho a pesar del hecho de que entonces creo que Valéry durante décadas no pensó o piensa que solo Valéry ya pensó, pero el hecho es que más allá de la retórica hay una ventana en este lugar, e incluso muy grande. Da en el crepúsculo, un crepúsculo muy frío pero del que no estoy envuelto, el exterior está separado de mí por un vaso, un vaso que es el de una ventana real, el mío. Y en esta sala mía la sensación persistente y desagradable es que mis manos están muy frías, y por lo tanto presionan demasiado fuerte en el teclado de la computadora,el teclado situado aquí en la superficie del lenguaje que es mi escritorio, en el que estoy patinando como el que no soy, y donde todo es cierto, pero nada se puede demostrar. El lugar donde pensé que viví hace unos minutos es este, se podría decir. Exterior y frío estaban quizás solo en el lenguaje con el que buscaba escapar de la única terrible realidad de no haber desaparecido como Wakefield, la terrible realidad de escapar que incluso un lugar mental de desconcierto y dolor, como el frío afuera donde estaba seguro de que me perdí hace unos minutos, tal vez sería un regalo. Y en cambio aquí, en mi habitación deshabitada por espíritus hace calor, no demasiado calor, sino calor en la miserable realidad de la existencia de un radiador encendido durante horas en este febrero helado,y está la canción del pájaro que está cantando afuera antes de que caiga la oscuridad, pero no canta para mi comodidad, aunque quizás sea él quien sugirió por un momento que podemos patinar en un teclado como un Wakefield desterrado de significado. Nunca completamente prohibido. Nunca lo suficiente Wakefield.
: Bouvard y Pécuchet en Nápoles . . . . . . . . . . . . 1263
Elsa Morante
La historia (fragmento)
"Los truenos de los bombardeos en torno a Roma se iban haciendo más frecuentes y más cercanos, y las mujeres del tendero de Genzano, cada vez, al oírlos, se ponían en pie, lanzando histéricos gritos de terror. Después del desembarco aliado en Anzio del 22 de enero, de la barriada llegaban cantos y gritos de gozo, como si la guerra hubiese acabado. Los poquísimos fascistas de la barriada marcharon todos a esconderse, mientras los jóvenes se echaban todos a la calle, y algunos se dejaban ver incluso armados, como si se preparasen abiertamente para la revolución. Se apoderaban por la fuerza del pan, la harina y otros géneros alimenticios, en las tiendas o donde los hubiera aún, y se distribuían a la luz del día los ejemplares de L’Unità clandestina, edición extraordinaria.
Ida se alejaba de la tarbea lo menos posible, y siempre tenía a Useppe pegado a sus faldas; espantada de que los alemanes, en respuesta a la provocación, invadieran la barriada y matasen o deportasen a todos los hombres, sin perdonar a su homúnculo Useppe. Por esos días el Ogro desapareció, y ella pensó en si a lo mejor sería un espía, corrido a denunciar a la población de Pietralata al mando alemán. De todos modos, la suprema fiesta popular se resolvió en otra amarga frustración. A los pocos días los alemanes habían conseguido contener el desembarco, clavando a los Aliados en la playa de Anzio. Las mujeres del tendero se apretaban unas contra otras sin gritar y ni siquiera resollar, con los labios amarillos de miedo, ya que los truenos de los bombardeos en torno a Roma ahora eran continuos, día y noche. A esos truenos se añadía el enorme estruendo de los transportes alemanes, que recorrían las calles principales, no para retirarse, sino para atacar con nuevos refuerzos. El desembarco de Anzio no era sino un episodio frustrado. El verdadero frente seguía detenido en Montecassino. La inminente liberación era la trola de siempre. La guerra no acababa.
A finales de enero, Ida recibió la inesperada visita del tabernero Remo, quien se la llevó aparte, fuera, pues debía comunicarle noticias urgentes de parte de su hijo Nino. As estaba muy bien de salud, y le mandaba recuerdos y adioses, con muchos besitos para su hermano. Pero las últimas vicisitudes de la guerra, con la proximidad del frente, las destrucciones de pueblos y los continuos rastreos alemanes, habían obligado a su partida a interrumpir la lucha en la zona. La Libre se disolvió, algunos de sus componentes cayeron, otros abandonaron el campo. As y Piotr (Carlo) se marcharon juntos, decididos a llegar a Nápoles, cruzando la línea del frente; y se podía tener la seguridad de que, con lo listos y valerosos que eran, tendrían éxito en su empresa. Moscú y Cuatro habían muerto; y, al respecto, el tabernero le traía a Ida un mensaje póstumo de parte de Giuseppe Cucchiarelli. Este, tiempo atrás, en absoluto y universal secreto, le encargó, caso de que el muriese, avisar a doña Ida que el colchón dejado en herencia contenía una sorpresa para ella. Entre la lana, en la esquina marcada por fuera con un nudo de hilo rojo, se conservaba algo que a él, de muerto, ya no le servía ni para el retrete, mientras que a ella y al crío, en cambio, podría actualmente venirles bien. "
: La vida es un sueño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1265
Ippolito Nievo
Confesiones de un octogenario (fragmento)
"Con un pie en la tumba, solo ya en el mundo, abandonado tanto por los amigos como por los enemigos, sin temores ni esperanzas que no sean eternos, liberado por la edad de esas pasiones que extraviaron demasiado a menudo mis juicios y los efímeros espejismos de una ambición que no fue temeraria, no he recogido de mi vida más que un fruto: la paz de espíritu. Vivo contento con ella, y en ella confío. Es ésta la que señalo a mis hermanos más jóvenes como el más envidiable tesoro, y el único escudo para defenderse contra las seducciones de los falsos amigos, los embelecos de los cobardes y los abusos de los poderosos. Sólo me queda por hacer una última declaración, a la que la voz de un octogenario tal vez dé un poco de autoridad; y es que viví la vida como un bien; basta para ello con que la humildad nos ayude a considerarnos como infinitesimales artesanos de la vida universal y que la rectitud de espíritu nos acostumbre a considerar que el bien de muchos es superior con creces al de cada uno de nosotros. Mi vida temporal, como hombre que soy, toca a su fin; contento del bien que he podido hacer, y seguro de haber reparado en la medida de lo posible el mal que he causado, no me resta más que una esperanza y una fe: que esta vida se confunda pronto en el gran mar del ser. La paz de que disfruto en el presente es como ese golfo misterioso en cuyo fondo el audaz navegante encuentra un paso hacia el océano infinitamente calmo de la eternidad. Pero, antes de sumergirme en ese tiempo en el que no habrá más diferencias de tiempos, mi pensamiento recae una vez más en el porvenir de los hombres; es a ellos a quienes, confiado, lego mis culpas para que las expíen, mis esperanzas para que las recojan, mis deseos para que los cumplan. "
: Viejo, nuevo mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1270
Anna Maria Ortese
El mar no llega a Nápoles (fragmento)
"Después de esto, no supe ni vi ya nada en concreto. Lo Savio me llevó de puerta en puerta por toda la planta baja y el primer piso, y después de nuevo a la planta baja, donde habíamos olvidado alguna familia. Del luctuoso acontecimiento nadie hablaba, y me di cuenta de que allá abajo no pervivía capacidad alguna de emocionarse. Había oscuridad y nada más. Silencio, breves evocaciones de otra vida, una vida más apacible, nada más. Ni siquiera Lo Savio hablaba. Empujaba una puerta con desenvoltura: «¿Se puede?», alguien respondía: Trasìte, o bien no respondía nada; entonces ella entraba, mirando a su alrededor con sus ojillos penetrantes. Inmediatamente, ocho, diez, quince personas salían de las tinieblas, alguien se levantaba de una cama, como un muerto que esté fantaseando, alguien mostraba por un instante su cabeza salvaje por encima de un tabique de madera. Mujeres, que de mujer no tenían nada más que una falda y unos cabellos, más parecidos a una capa de polvo que a una cabellera, se acercaban en silencio, con los niños por delante, como si aquella infancia maldita pudiese protegerlas o alentarlas. Los hombres, en cambio, se quedaban más atrás, como avergonzándose. Alguno me miraba los zapatos, las manos, sin atreverse a alzar los ojos hasta mi cara. En muchas familias, como en la De Angelis, había un sujeto que se presentaba como enfermo mental. «¿Usted a qué se dedica?», preguntaba yo, y él, tras dudar un poco, tratando de sonreír: «Enfermo mental». «¡Lo ve!», gritaban con una especie de triunfo las mujeres, «Jesucristo nos quiere poner a prueba. ¡Y a quien nos ayude, que Dios se lo pague!», y nos observaban a Lo Savio y a mí, ansiosas por oír una alusión a los paquetes. Yo miraba sobre todo a los niños y comprendía que pudiesen morir de repente, corriendo, como Scarpetella. Esta infancia no tenía de infantil más que los años. Por lo demás, eran pequeños hombres y mujeres que lo sabían ya todo, tanto el principio como el fin de las cosas; estaban ya minados por los vicios, el ocio, la miseria más insufrible, de cuerpo enfermo y alma trastornada, con sonrisas depravadas o bobas, astutos y desolados a un tiempo. El noventa por ciento, me dijo Lo Savio, son tuberculosos o propensos a contraer la tuberculosis, raquíticos o sifilíticos, como sus padres y sus madres. Presencian normalmente el apareamiento de sus padres y lo repiten como juego. Además, aquí no hay otros juegos, excepción hecha de las pedradas.
—Le quiero mostrar una criatura —dijo.
Me llevó al fondo del corredor, donde un poco de luz verde que se colaba por una rendija daba a entender que en Nápoles había caído la tarde. Había una puerta, por la que no salía un sonido, una voz. Lo Savio llamó apenas, luego entró sin esperar respuesta, como quien está en su propia casa.
Era una amplia habitación limpia y desierta, mitad gruta mitad templo. De no ser por la presencia de una minúscula bombilla, cuya luz situada muy arriba molestaba más que alegraba, aquel local habría hecho pensar en unas antiguas y olvidadas ruinas. Había un olor a humedad más fuerte y lúgubre que en otras partes que provenía de cosas en descomposición. Una mujer aún joven y de aspecto extasiado vino hacia nosotras. "
: Horror y belleza en Nápoles . . . . . . . . . . . . . . . . 1273
Pier Paolo Pasolini
Fragmento epistolar, al muchacho Codignola, de Poesía en forma de rosa
"Querido muchacho, sí, claro, encontrémonos,
pero no esperes nada de este encuentro.
Si acaso, una nueva desilusión, un nuevo
vacío: de aquellos que hacen bien
a la dignidad narcisista, como un dolor.
A los cuarenta años yo estoy como a los diecisiete.
Frustrados, el de cuarenta y el de diecisiete
pueden, claro, encontrarse, balbuceando
ideas convergentes, sobre problemas
entre los que se abren dos décadas, toda una vida,
y que, sin embargo, aparentemente son los mismos.
Hasta que una palabra, salida de las gargantas inseguras,
aridecida de llanto y deseo de estar solos,
revela su irremediable diferencia.
Y, además, tendré que hacer de poeta
padre, y entonces me replegaré sobre la ironía,
que te incomodará: al ser el de cuarenta
más alegre y joven que el de diecisiete,
él, ya dueño de la vida.
Más allá de esta apariencia, de este aspecto,
no tengo nada que decirte.
Soy avaro, lo poco que poseo
me lo guardo apretado en el corazón diabólico.
Y los dos palmos de piel entre pómulo y mentón,
bajo la boca torcida a furia de sonrisas
de timidez, y los ojos que han perdido
su dulzura, como un higo agrio,
te parecerían el retrato
precisamente de esa madurez que te hace daño,
madurez no fraterna. ¿De qué puede servirte
un coetáneo, simplemente entristecido
en la delgadez que le devora la carne?
Cuanto ha dado ya lo ha dado, el resto
es árida piedad. "
Calderón (fragmento)
"ROSAURA. — No tengo llave de la puerta.
¿Qué te crees, que soy libre?
¿Y crees que si fuese libre estaría aquí?
La puerta sólo puede abrirse y cerrarse
desde fuera, por si quieres saberlo.
PABLO. — ¡Pero es que quiero marcharme! ¡No quiero estar aquí con usted!
ROSAURA. — ¿Por qué? ¿Es que te doy miedo? ¿Te doy asco, eh?
PABLO. — Oh no, señora. Pero es que no quiero estar aquí con usted.
ROSAURA. — ¿Y si fuese más joven y más guapa?
PABLO. — Ahora que la miro, veo que es joven,
¡y guapa también!
ROSAURA. — ¿Joven? ¡Si podría ser tu madre! ¡Y cómo voy
a ser guapa, si me paso aquí el día entero,
como una perra bien atada a su perrera!
PABLO. — Para mí es usted joven y guapa: pero no quiero…
ROSAURA. — Lo sé, lo sé, ¡ya lo he entendido! ¡Pues mejor!
¡Mucho mejor para mí! Y además,
¿no dijiste que quieres pagarme de todos modos?
PABLO. — Sí, ¿cuánto le debo?
ROSAURA. — Mi precio es de diez pesetas.
PABLO. — Aquí están. Tome… Perdone…
ROSAURA. — Gracias. ¿Cuántos años tienes?
PABLO. — Hoy cumplo dieciséis.
ROSAURA. — Ah, es por eso entonces…
PABLO. — ¡Sí, esos cobardes! Pero cuando salga ¡se van a enterar!
ROSAURA. — ¿Qué piensas hacerles?
PABLO. — ¡Romperles la cara, a esos «miembros normales»!
ROSAURA. — ¿Por qué los llamas así?
PABLO. — No lo entenderías.
ROSAURA. — ¡No presumas, ahora! «No lo entenderías»…
¿Quién te has creído que eres?
PABLO. — ¡Uno como ellos, desde luego que no!
ROSAURA. — No está bien ser distinto de los demás.
PABLO. — ¡Todo lo contrario! Es hermoso: ¡y se van a enterar!
ROSAURA. — ¿Te trajeron aquí para… desvirgarte?
¿Nunca has estado con una mujer? ¡Ah! ¡Ah!
PABLO. — ¡Pschht! ¡Tengo todas las mujeres que quiera!
Diez veces más que ellos. Por eso
les da rabia, y me gastan estas bromas.
ROSAURA. — ¡Diez veces más que ellos! ¡Anda a contárselo a otra!
PABLO. — ¡No me tomes el pelo! Todas mis compañeras de colegio
están coladas por mí, y los otros chicos me tienen envidia.
ROSAURA. — Vamos a ver, señor Don Juan, ¿y por qué
todas tus compañeras de colegio
iban a estar enamoradas de ti?
PABLO. — Porque sí.
ROSAURA. — Veamos: ojitos castaños que no están mal.
Sabrosos. Mitad rabiosos y mitad dulces.
Nariz algo chatilla: no demasiado bonita,
pero de forma graciosa. Ni un solo pelo de barba, o apenas un velo sobre los labios. Y los labios de pececillo, con el labio superior carnoso
que sobresale hacia fuera. No pareces un señorito, ahora que te miro mejor…
Tienes cara de pobre, como los jovencitos
que tenemos aquí, en Can Mulet.
Sólo que tú te peinas un poco más serio.
Que pelillo tan bonito tienes: castaño dorado.
Bueno, sí, en fin, puede ser que tus compañeras estén coladas por ti. Pero habrá otros,
quizá mejores que tú… ¿Qué tal andas de entrepierna? ¡Ah ah!
PABLO. — ¡Es asunto mío!
ROSAURA. — ¡Te haces el digno y el ofendido, pero
te pones colorado como un crío de diez años!
PABLO. — Es que me haces cada pregunta. "
: En los descampados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1279
Sandro Penna
Algo de fiebre (fragmento)
"Giullietto salió. Mario se sintió liberado. Sin embargo, lo había llamado él. Pero sabía que ya no lo deseaba. Quizás necesitara sentir otra vez aquel sentimiento de indiferencia. Volvió a su habitación. Pensó en acostarse de inmediato. Aunque presentía algo nuevo. ¿Qué? Una especie de dicha temerosa. ¿Por qué? Tal vez por no estar subyugado ya por pasión alguna. Retiró de la cama la toalla, aún mojada por Giullietto... Brutal, desazonador asunto... Trataba de hallar un solaz en soledad. Y Mario lo había iluminado desdeñosamente con la lámpara durante aquel acto del que-pensaba- debía sentirse avergonzado. Había conocido a Giullietto cuatro años antes: era un adolescente maravilloso de unos quince años. Lo había vuelto a ver de nuevo un año después. La sensación de sentirse cautivado por su belleza no lo había abandonado durante aquel tiempo. Y esta vez podría amarlo con total libertad. Lo veía a menudo... Tenía que fingir que no lo quería, pues se sentía profundamente infeliz a causa de la profundidad de su amor. En adelante permaneció indeleble el mito de la belleza de Giullietto. Volvió a encontrarlo pasado ya cierto tiempo: se había convertido ya casi en todo un hombre: no sintió interés alguno, a no ser el de la mera curiosidad de apreciar aquella metamorfosis. Mario sólo se acordaba de su maravillosa dulzura a los dieciséis años. Ahora, además, tenía diecinueve. Seguía siendo esbelto y un tanto infantil, pero había adquirido el aplomo de cierta seriedad, pero... distante en relación al ideal añorado por Mario. Con todo deseaba sentirlo. Lo había llevado a casa. Lo había desnudado y se había desvestido. Lo había abrazado como antaño, pero encontró una respuesta menos dulce, el pelo le había crecido ya por todas partes. Al encender la luz, comprobó que era muy velludo, incluso por detrás, como un animal. Sin embargo los ojos conservaban aún aquella luz centelleante y pueril. "
: La prosa de un gran poeta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1284
Luigi Pirandello
Trovarsi (fragmento)
"¿Por qué ficción? No, todo es vida en nosotros. Vida que es revelada a nosotros mismos. Vida que ha encontrado su expresión. Ya no se finge más, cuando nos hemos apropiado de esta expresión hasta convertirla en la fiebre de nuestro pulso, en lágrimas de nuestros ojos, o en risa de nuestra boca. Comparen las muchas vidas que puede vivir una actriz, con la que cada cual vive cotidianamente: de una estupidez, a menudo, deprimente.... No lo advertimos, pero todos, cada día, sofocamos el florecer de quién sabe cuántos germenes de vida, posibilidades que están dentro de nosotros, obligados como estamos a continuas renuncias, mentiras, hipocresías...¡Evadirnos, transfigurarnos, convertirnos en otros!
(...)
Ahora bien, el ejecutar una acción, nunca es el espíritu todo quien la ejecuta, toda la vida que está en nosotros, sino aquel que somos únicamente en ese momento. Y, sin embargo, hete aquí que aquel acto momentáneo nos aprisiona, nos demora allí, con obligaciones, responsabilidades, de ese modo determinado y no de otro. Y de tantas semillas que podrían engendrar una selva, una sola semilla cae ahí; el árbol nace ahí, nunca podrá moverse de ahí... Todo ahí, para siempre... Este horror, justamente, yo lo estoy viviendo con los ojos bien abiertos, cada noche, frente a un espejo, cuando terminada la función me encierro en el camarín a quitarme el maquillaje."
: Coloquio con sus personajes . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1286
Giorgio y Nicola Pressburger
El elefante verde (fragmento)
"Isaac, en cambio, no participó en la gran recolección de mercaderías. Poco a poco se deshizo de los objetos que amueblaban su cuarto en la casa de sus padres, para arañar un poco de dinero. Con éste compraba otras mercaderías y las revendía, aumentando cada vez más sus ahorros.
«Aquí es necesario ser veloz», decía. Compraba en el mercado encendedores y libros, discos de fonógrafo, corbatas: objetos de poco valor pero no vulgares. Apenas tenía esos artículos, se presentaba en casa de gente que había conocido en la revista, goim que se preocupaban por la elegancia y la distinción y que pagaban sin pestañear. Los billetes se acumulaban velozmente en las manos de Isaac. Por la mañana tenía cien, y por la noche, después de haber hecho tres o cuatro veces el recorrido entre el mercado y los barrios altos de la ciudad, poseía el doble. Guardaba el dinero en una maleta de cartón debajo de la cama; apenas era de día, se echaba al bolsillo una buena cantidad y salía a hacer sus negocios. Se daba ánimos: «Es un riesgo tener en casa tanto dinero, pero si logro salir adelante antes de que se devalúe, la mitad del sueño de mi padre se habrá cumplido. El que gana en el juego del dinero ha comprendido casi todos los secretos del mundo. Esta peste no durará eternamente. Y cuando haya terminado, el dinero seguirá llamándose dinero y la riqueza, riqueza».
Un día le pareció que había llegado el momento. Sacó de debajo de la cama tres maletas llenas de billetes. Contó el dinero. Un año antes habría bastado para comprar toda la mercadería de la plaza Teleky de una sola vez. «Pero todavía alcanzarán para una casa», murmuró. Desde hacía tiempo había elegido un edificio de tres pisos, pintado de verde, en la esquina de la plaza Teleky donde vivían comerciantes, viudas, algunos empleados. «Si llega a ser mío, dejo la mitad de los inquilinos. Los otros apartamentos los derribo y en su lugar construyo un teatro. Y tal vez me convierta en actor y empresario», se dijo, resumiendo un proyecto acunado en muchas noches de insomnio. Estaba secretamente enamorado de una actriz secundaria de la opereta, y el teatro le parecía el mejor de los mundos posibles. "
: De Hungría a Italia . . . . . . . . . . . . . . . 1289
Elisabetta Rasy
« las mujeres sobre las que escribo son diferentes entre sí en términos de edad, situación familiar, carácter. Pobres o ricos. Educado o casi analfabeto. Pero hay algo esencial que los une: el talento y el deseo de no inclinarse ante las reglas del juego impuestas por la sociedad de su tiempo. Frágiles pero indomables, han podido defenderse tenazmente de las agresiones de la vida. De la violencia masculina (...), de las adversidades de los tiempos (...), de la ferocidad de la historia (...), de los tormentos de la enfermedad (...) de la jaula de los prejuicios. En sus vidas tormentosas y brillantes, cada uno me parecía caracterizado por una virtud especial, un arma del alma para reaccionar a la arrogancia del mundo circundante. Virtudes cansadas, como el coraje, la tenacidad, la resistencia, pero también otras, generalmente consideradas vicios: inquietud, rebelión, pasión »
: El martirio de Mandelstam . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1294
Mario Rigoni Stern
Las estaciones de Giagomo (fragmento)
"Llegó temprano el otoño. La insistente lluvia impide a los hombres distanciarse demasiado. Una tarde de un domingo de noviembre, cuatro amigos estaban acurrucados bajo la marquesina de Piero Ghellara, con las manos en los bolsillos, temblando, contemplaron la tristeza que soplaba suavemente sobre la plaza y las calles. Uno de ellos propuso ir a ver una película o conseguir medio litro de cerveza, pero ¿qué clase de vida era ésa? Podrían unirse a los fascistas y traspasar fronteras, pero eran necesarias buenas recomendaciones. Uno de ellos afirmó que iría a la mañana siguiente al ayuntamiento en busca de cualquier trabajo, aunque también había pensado probar en las montañas, cerca ya de Suiza. Había un anuncio para inscribirse como carabinieri con reenganche en el servicio regular. "
: Por las fronteras de Europa . . . . . . . . . . . . . . . . . 1297
Goliarda Sapienza
El arte de vivir (fragmento)
"-Queremos entrar en un –otro- desconocido para poder conocerlo, hacerlo nuestro, como un libro, un paisaje. Y de hecho, cuando lo hemos absorbido, cuando nos hemos alimentado hasta que se ha convertido en una parte de nosotros mismos, comenzamos a aburrirnos de nuevo. Tú leerías siempre el mismo libro?
-Yo no he estado nunca enamorado, pero tú, cuántas veces, mamá?
-Las que ha hecho falta.
-Pero yo… ya sé que te enfadará, pero a mi la idea del amor eterno entre una mujer y un hombre me gusta mucho.
-Y porqué me tendría que enfadar?"
: La conquista del placer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1300
Alberto Savinio
Toda la vida (fragmento)
"Me levantaré cuando nadie me vea, cuando nadie me vigile… Debo levantarme, para ir al jardín. Debo ver en qué quedó el castillo y el laberinto que comencé a construir y que ustedes me obligaron a dejarlos a la mitad, porque me metieron a la cama… Si no voy a cuidarlos, otros pasarán por el jardín y los pisarán, los destruirán… Porque los grandes no respetan nuestros trabajos y se entercan en no tomarlos en serio… Y dicen que no son cosa seria, adrede, para poder destruirlos sin sentir ningún remordimiento… Me voy a levantar ahora mismo… No… Mejor mañana… Mañana será otro día y yo estaré más grande… Estaré más grande, más fuerte… Hoy no… Esta mañana, cuando papá se fue a la oficina y mamá le estaba hablando por teléfono al doctor, mientras estaba conmigo la enfermera… Ustedes confían en la enfermera, están seguros de que ella me vigila como lo hacen ustedes… Pero la verdad es que ella no me vigila, y se pone a dormir cuando no están ustedes… Ustedes no lo saben, y ojos que no ven, corazón que no siente… No se dan cuenta de nada… Las cosas no marchan como ustedes quieren, no son como creen, sino todo lo contrario… Pero como no lo saben, poco les importa… La enfermera estaba durmiendo, y quise levantarme de la cama… No, sólo quise sentarme un poco sobre la cama, y saqué una pierna para apoyarla en el suelo… Parecía que me faltaba la pierna… Sentí una especie de vacío a mi alrededor… El viejo de la pared, el que está dentro del marco y fuma su pipa tirolesa, se cubrió de niebla, ya no podía ver su cara… Todo el cuarto parecía estar patas arriba, y empezó a dar vueltas… Y me recosté otra vez sobre la almohada… Creo que la enfermera se despertó, pues sentí que volvía a poner mi pierna sobre la cama… Pero no me morí… Me han dicho otra mentira… ¿No me dijeron que caería muerto si intentaba levantarme? En cambio… Sólo que el cuarto empezó a dar vueltas… Pero mañana estaré más grande… Más grande y más fuerte… Y me levantaré… Iré al jardín… Iré a ver mis trabajos, que por su culpa dejé a medio terminar… Debo terminar esos trabajos… La fortaleza, el laberinto… Todavía falta mucho, sobre todo en el laberinto: es algo difícil… Es necesario poder entrar en él y no poder salir… Nunca jamás… Cuando termine el laberinto volveré a casa, sólo entonces… Pero quizá no vuelva… Es más: nunca volveré… Al fin y al cabo nunca podré hacer todas las cosas que tengo en la cabeza mientras esté con ustedes… Siempre querrán tenerme sometido, con el pretexto de que todavía estoy chico, de que no tengo juicio, como dicen ustedes con su gusto de pronunciar sentencias, para prohibirme que haga lo que quiero hacer y que nunca haré mientras viva aquí, sometido a ustedes, obstaculizado, envidiado y odiado por ustedes… Debo irme… Lo sé… Ya sé a dónde… Si se los digo, me dirán que no… Que son locuras, tonterías… Claro, porque creen que sólo ustedes hacen cosas serias… Si les pidiera permiso para irme, nunca me lo darían… ¿Y para qué pedirles permiso…? ¿Por qué pedir permiso…? ¿Por qué son mis padres y debo obedecerlos…? Así dicen ustedes, ¿pero quién inventó estas leyes? Ustedes, por su propia conveniencia… Pero yo sé que es una ley que inventaron ustedes, una ley que les conviene, y yo ya no creo en ella… Me iré sin su permiso, me iré a como dé lugar… Y si en realidad son tan buenos como ustedes dicen, si en verdad me quieren tanto como dicen, entonces no podrán sino aprobarme cuando sepan, cuando vean lo que haré cuando me halle lejos de ustedes… Me aprobarán y admirarán… Sólo entonces comprenderán quién era realmente este hijo, lo que valía. "
: El mundo según Nivasio Dolcemare . . . . . . . . . . . . . 1303
Leonardo Sciascia
Cándido o un sueño siciliano (fragmento)
"En esa época tenía la edad que ahora tenía Cándido, y volver a aquel lugar después de casi veinte años era para él como asistir a una especie de desdoblamiento: por una parte, las impresiones que había experimentado a los quince, que en cierto sentido verificaría y reviviría a través de Cándido; por otra, las que él mismo tendría ahora.
Pero en aquellos años, él había sido un seminarista abrumado de miedo y vergüenza ante el pecado, de erupciones que le hacían creer —y él se lo creía— que eran una señal del pecado, y de una devoción hacia la Virgen en la que se sumergía para lograr la purificación de sus pecados.
En cambio, Cándido era por entero refractario a la idea de que hubiera otros pecados distintos de la mentira y del deseo de sufrimiento y humillación para con el prójimo y no cultivaba ninguna clase de devoción hacia las imágenes de la Virgen y de los Santos que no estuvieran bien pintadas o esculpidas. Claro que eso no era propiamente devoción, sino un sentimiento admirativo y placentero, por supuesto.
A pesar de las insistentes preguntas de Cándido, don Antonio nada había querido decirle acerca de sus impresiones de aquel tiempo. Si bien nosotros podemos decir que habían sido liberadoras en lo que se refería a la obsesiva preocupación por el pecado y a la no menos obsesiva devoción hacia la Virgen. Y de esa manera se había visto en posesión de esa dosis de pragmatismo y de destreza que, del cargo de capellán al de párroco, del de párroco al de arcipreste, en breve lapso, lo había disparado de lleno en una carrera ahora bruscamente interrumpida.
Y también podemos añadir esto: el nuevo viaje de don Antonio a Lourdes perseguía el objetivo de obtener una segunda liberación, que tendría que ser la definitiva.
Salieron de Palermo una tarde de tremendo siroco. A causa de un retraso del tren que los había llevado hasta Palermo, don Antonio y Cándido llegaron en el momento en que el tren especial hacia Lourdes estaba a punto de partir.
La señora que, al parecer, estaba al mando de la caravana y el sacerdote que la asistía les dirigieron secos reproches por la tardanza. Cándido, en especial, fue el blanco de ellos, ya que, dadas sus funciones de camillero, hubiera tenido que haberse presentado en la estación al menos dos horas antes.
Pero aquellos reproches, duros en sí, resultaban caritativos y casi implorantes por el tono y por la selección de las palabras. Y Cándido experimentó una honda turbación. De no ser por las exhortaciones de don Antonio, habría emprendido el regreso a su casa. Aunque tal vez no, porque el deseo de hacer aquel viaje —el primero que hacía— era como una fiebre dentro de él, como un estremecimiento ansioso, visionario y con un matiz de ligero delirio.
Una nueva turbación le asaltó al recorrer el primer coche del tren: aquellas muletas apoyadas en los asientos, aquellos rostros dolientes que se volvían hacia él, aquellos ojos de miradas vacías.
Pero fue una turbación en la que no había ni sombra de arrepentimiento por haber emprendido el viaje, sino, más bien, un sentimiento de estupor y de admiración por la implícita capacidad de reunir y organizar tanto humano sufrimiento en una caravana de esperanza. "
: La hidra de mil cabezas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1315
Enzo Striano
««Donna Lionò, lástima de mis pensamientos. Pulcinella no es "un pobre dios". Un hombre de nada, un mendigo, un cobarde. Uno que sólo piensa en salvar el pellejo en las desgracias que le aquejan. Por eso es enojado, apestoso, un sinvergüenza, un depredador. Él no es un héroe. […] Y luego”, suspira Cammarano, sentándose de nuevo, “Pulcinella no es un tipo feliz. Él conoce las cosas ocultas. La República sabe cómo termina todo, los hombres creen que tienen que hacer esto, tienen que hacerlo, lo tienen todo, pero nada de eso es cierto. Las cosas cambian de rostro, no de fondo: siempre van como deben. Cómo quiero al Maestro. […] Pulcinella siempre ha sabido estas cosas, ¿cómo quieres que empiece a actuar como un jacobino? Él también lo hace un poco, pero sólo para hacer reír a la gente, por dinero. Issus no lo cree." Los hombres y los ideales acaban desgarrados y rotos. Sin embargo, a pesar de todo, en lugar de la nada o del "resto de nada", la conciencia de la semilla luminosa, móvil y dura que llevan en sí permanece, compartida y transmitida entre generaciones de la humanidad con siglos de diferencia: "Un día, gracias a nuestro trabajo, aparecerán flores y frutos, los niños se los comerán. Si nadie cuida el jardín se acaba el mundo”.
https://www.enzostriano.com/ilrestodiniente.htm
: Un gatopardo napolitano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1329
Italo Svevo
Del placer y del vicio de fumar (fragmento)
"Sin embargo, fue difícil encontrar la mujer que buscaba. En casa no había ninguna que se adaptase a este papel, por cuanto que yo no quería en absoluto «manchar» mi entorno. Lo habría hecho dada la necesidad que tenía de engañar a la madre naturaleza para que no creyese que ya había llegado el momento de enviarme la enfermedad final y dada también la grandísima, la enorme dificultad de encontrar fuera de ella lo que mi caso necesitaba, un viejo que se distraía con la economía política, pero no había otra manera. La mujer más guapa de mi casa era precisamente Augusta. Ella empleaba a una chiquilla de catorce años para determinados servicios. Comprendí que, de haberme acercado a aquella, la madre naturaleza no se habría fiado de mí y me habría eliminado rápidamente con el rayo que tiene siempre a su disposición.
Es inútil que explique cómo encontré a Felicità. Por amor a la vida sana, yo iba cada día a abastecerme de cigarrillos bastante más allá de la plaza de la Unidad, lo que me obligaba a dar un paseo de más de media hora.
La vendedora era una anciana, pero la que tenía el establecimiento en alquiler y pasaba varias horas al día en él para vigilarlo era precisamente Felicità, una muchacha de unos veinticuatro años. Al principio pensaba que debía haber heredado el comercio; mucho más tarde supe que en realidad lo había comprado con su propio dinero. Fue allí donde la conocí, y en seguida estuvimos de acuerdo. Me gustaba. Era una rubia que vestía con muchos colores; con telas que no me parecían muy caras, pero siempre nuevas y muy llamativas. Se sentía orgullosa de su belleza, constituida por una cabecita pequeña e hinchada por sus cabellos muy cortos y sumamente rizados y su graciosa carita siempre erguida como si un bastoncillo la mantuviera inclinada hacia atrás. Enseguida percibí su afición por los colores variados. Era en casa donde esta inclinación se manifestaba plenamente. Quizá la casa no era del todo cálida y entonces me di cuenta de sus colores: un pañuelo rojo en la cabeza, atado como lo llevan nuestras campesinas; un pañuelo bordado en amarillo por la espalda; un delantal con pespunte rojo, amarillo y verde sobre falda azul y un par de zapatillas acabadas en lana de varios colores.
Una auténtica figurita oriental, mientras que su carita pálida era típica de nuestros países, con unos ojos que miraban las cosas y a las personas muy atentamente a fin de poder extraer todas las cosas buenas.
Enseguida pactamos la cantidad y, a decir verdad, tan atractiva que yo tristemente lo comparé con las tan escasas del período que precedió a la guerra. Y el día 20 del mes, mi querida Felicità empezaba a hablar del sueldo que iba a caer, lo que alteraba gran parte del período. Fue sincera, transparente. Yo no lo fui tanto, de modo que ella nunca supo que había llegado a ella después de haber estudiado documentos médicos. Lo olvidé pronto yo mismo. Debo decir que en este momento echo de menos aquella casa completamente tosca, excepto una habitación amueblada con buen gusto, incluso con el lujo correspondiente a lo que pagaba, con colores muy serios y falta de luz en la que Felicità parecía una flor variopinta.
Había un hermano suyo que vivía allí: un hombre muy serio, buen obrero electrotécnico, que ganaba un buen sueldo. Tenía un aspecto macilento, pero no era debido a él que no se había casado, sino por ahorrar, como me fue fácil entender. Hablaba con él cada vez que Felicità lo llamaba para que comprobara la seguridad de la luz de nuestra habitación. Descubrí que ambos hermanos se habían confabulado para procurarse lo más pronto posible una cierta posición. Felicità llevaba una vida muy seria entre su establecimiento y la casa y Gastón entre su oficina y la casa. Ella debía ganar mucho más que él, pero esto no importaba ya que ella —como supe más tarde— consideraba necesaria la ayuda del hermano.
Fue precisamente él quien organizó todo el asunto de la tienda que parecía una buena manera de utilizar el dinero. Estaba tan convencido de llevar una vida de hombre justo que mostraba signos de desprecio frente a todos los trabajadores que gastaban cuanto ganaban sin pensar en el día de mañana.
En resumen, estábamos bastante bien juntos. Aquella habitación, tan seria y tan cuidada, recordaba un poco la ambulancia de un médico. Únicamente que Felicità era un medicamento algo áspero que había que tragar sin dar tiempo a los órganos del paladar a que lo degustaran demasiado rato. Desde el primer momento, incluso antes de firmar aquel contrato y claramente para animarme a hacerlo, cogiéndose a mí, me dijo: «Te aseguro que no me das asco». Sonaba bastante dulce, porque lo había dicho dulcemente, pero me sorprendió. Yo nunca había pensado en no dar asco; es más, había creído volver al amor, del que me había abstenido durante demasiado tiempo por una falsa interpretación de las leyes de la buena salud y para darme a quien me deseara. Ésta era la verdadera práctica de salud que yo quería y que, de otro modo, se habría revelado incompleta y poco eficaz. Pero, a pesar del dinero que pagaba por los cuidados, no me atreví a explicar a Felicità cuánto la quería. "
: Un genio anticipado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1331
Antonio Tabucchi
Los últimos tres días de Fernando Pessoa (fragmento)
"Proserpina me quiere en su reino, es hora de partir, es hora de dejar este teatro de imágenes que llamamos nuestra vida, si supiera las cosas que he visto con los anteojos del alma, he visto los contrafuertes de Orión, allí arriba en el espacio infinito, he caminado, con estos pies terrestres por la Cruz del Sur, he atravesado noches infinitas como un cometa luciente, los espacios interestelares de la imaginación, la voluptuosidad y el miedo, y he sido hombre, mujer, anciano, niña, he sido las multitudes de las grandes avenidas de las capitales de Occidente, he sido el plácido Buda de Oriente de quien envidiamos la calma y la sabiduría, he sido yo mismo y los otros, todos los otros que podía ser, he conocido honores y deshonores, entusiasmos y desalientos, he cruzado ríos e inaccesibles montañas, he mirado plácidos rebaños y he recibido en la cabeza el sol y la lluvia, he sido una hembra en celo, he sido el gato que juega en la calle, he sido el sol y la luna, y todo porque la vida no basta. "
: Entre la Toscana y Lisboa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1337
Enzo Traverso,
A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945) (fragmento)
"Pocos acontecimientos en la historia del mundo moderno han causado un impacto tan profundo como aquel que produjo la Gran Guerra sobre la cultura europea; así como hay pocos puntos de inflexión en la historia tan imprevistos y devastadores como éste. Ya hemos visto que algunos intelectuales habían imaginado la posibilidad de una guerra. Algunos pensadores habían pronosticado incluso el advenimiento de un caos generalizado en todo el continente, recordando el incendio producido a causa de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas un siglo antes, que cambiaron la faz de Europa. Las previsiones
no fueron refutadas, pero nadie pudo imaginar que se desataría una guerra total que transformaría al Viejo Continente, modificándolo no sólo en su aspecto político-social, sino también en sus estilos de vida, en sus mentalidades, en sus culturas y en sus modos de percepción.
El pesimismo cultural que se difunde en el seno de la cultura europea a fines del siglo XIX -cuando la idea de progreso es dejada de lado en beneficio de una visión de la modernidad como decadencia- no suscita el temor de una nueva guerra. Las catástrofes del mundo moderno, enemigas del hombre y de la naturaleza, se imputan a otros factores: el advenimiento de la sociedad de masas, la «era de las multitudes» y de la democracia, la degeneración física e intelectual de las naciones ligada a la urbanización y a la rebelión de las «clases peligrosas», la degeneración racial producida por el mestizaje, el crecimiento malthusiano de la población mundial, etc. Se presentan entonces diferentes escenarios de catástrofe inminentes, aunque casi ninguno de ellos hace prever millones de muertes causadas por una guerra total. O bien, el pronóstico era tan abstracto que neutralizaba el horror, como en el caso de los darwinistas sociales y los eugenistas, los cuales festejaban la invención de armas químicas y veían en una nueva guerra la posibilidad de seleccionar a los más aptos y así eliminar el excedente demográfico mundial. Este era el punto de vista de dos sabios británicos, sir Reginald Clare Hart y Karl Pearson. En un ensayo de 1911, el primero anhelaba «una guerra de exterminio implacable contra los individuos y las naciones inferiores», mientras que el segundo daba una justificación biológica de la guerra en tanto que medio para reforzar la virilidad de las naciones.' Pero, a pesar de que estas teorías aparecieran como legítimas en el debate científico de la época y fueran tremendamente reveladoras de una predisposición intelectual que daría lugar en las décadas siguientes a los peores delirios nacionalistas y racistas, nunca se traducían en un proyecto concreto de exterminio. El optimismo de Comte y de Spencer, que habían visto en la sociedad industrial un vector de paz y de progreso, prevalecía. Fértil en diversos puntos de vista, el imaginario europeo se mostró incapaz de prever la Gran Guerra. Los intelectuales representan la imagen de esta ceguera. "
Enrico Deaglio
C'era una volta in Italia
Gli anni sessanta
Todos están de acuerdo: nunca había habido algo como esa década, y los posteriores no podrían haber estado sin ellos.
Los años sesenta, el primer volumen de una historia italiana que llegará hasta nuestros días, aún viven en la nostalgia y el mito: en las canciones transmitidas por la radio, la, en armarios o bodegas donde no puedes deshacerte de un esquimal o una vieja minifalda de gamuza, o en cajones donde reaparecen las fichas telefónicas, diez monedas de liras, entradas para conciertos, licencia provisional ilimitada, cubiertas de 45 y 78 rpm…
La gran mayoría de los italianos de hoy nacieron después de la guerra, todos por lo tanto, directamente o de las historias de los que estaban allí, sabemos algo de esa fabulosa “ década ” que nos vio caminando junto con Fellini, Visconti, Togliatti y Moro, Mina, Monica Vitti, Claudia Cardinale, Rita Pavone, Catherine Spaak; corre junto con Abebe Bikila y Gigi Riva, lee junto con Italo Calvino, Leonardo Sciascia, Natalia Ginzburg y Gabriel García Márquez.
A medida que crecíamos, el mismo campeón Fausto Coppi, el buen Papa Roncalli, el presidente estadounidense John Kennedy y su hermano Bob murieron; personas que cambiarían Italia como el utópico Adriano Olivetti y el visionario industrial Enrico Mattei. El comandante Guevara, los monjes budistas en Vietnam, el pastor Martin Luther King y Jan Palach, el sacerdote con las botas Don Milani también murieron; otros crecieron sin ser vistos, el Buscetta, i Sindona, “ la línea de palma ”. Teníamos miedo de la bomba y las guerras, pero los niños y las niñas comenzaron a decir “ suficiente ”, el cine y la música estaban por delante (y mucho) del mundo antiguo que nos gobernaba, compuesto por viejos generales, viejos políticos, viejos magistrados, viejos profesores, viejos fascistas que encontraron, al final de ese cuento de hadas, la forma de vengarse.
Y volaron la bomba de Milán, con la que terminaron los años sesenta. Y ya no había inocencia.
Y decir que, antes, al menos por un momento, todo el futuro había parecido posible.
Si estuvieras allí, te encontrarás. Si no estuvieras allí, querrás saber más. Si lo has olvidado, muchas cosas volverán a ti.
Fueron los fabulosos años sesenta.
y Rosetta Loy:
Chocolate en casa Hanselmann (fragmento)
"Confinadas frente a sus respectivos platos, bajo la luz de una de esas lámparas de techo con la forma de dos gigantescos cuernos de venado, Lorenza y Mamá se hundían en la nada. Y Mamá respondió a los pálidos intentos de Nona de iniciar una conversación con burdos monosílabos mientras continuaba comiendo con una cautelosa parsimonia, como si la comida pudiera estar emponzoñada.
Margot no estaba allí esa noche y se habló mucho en la cena acerca de su excursión al glaciar Roseg que requería varios días. "Si ella supiera que te vas a quedar sólo una noche, dijo la Sra. Arnitz, estoy segura que lo habría pospuesto". "Ella ha estado anhelando tu visita varias semanas". "También yo lo lamento mucho", respondió Mamá. Pero ella parecía que sólo lo decía por las apariencias, como si aquella ausencia no la molestara en absoluto. "
Los italianos y el Holocausto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1355
Orio Vergani
Función en el colegio (fragmento)
"Giorgio es antipático. Resultaría difícil decir por qué. Él no sabe que es antipático. Sonríe a sus compañeros, presta al que se lo pide su diccionario —el más elegante y lujoso de la clase, con encuadernación de piel encarnada y rótulos dorados—, ha regalado cigarrillos a su vecino de pupitre, incluso a Mario, aunque no sea amigo suyo, el día en que este lo encontró fumando en el retrete que los chicos bien educados del Gimnasio aún llaman, con un latín de seminarista, el licet.
Giorgio le dijo:
—¿Quieres fumar? Tengo siempre cigarrillos. Se los quito a mi hermana. Espera...
No solamente tiene cigarrillos, sino que los lleva en una pequeña y elegante pitillera de plata, decorada con una fusta y una herradura de esmalte. Dentro están sujetos, con una cintita elástica que parece de oro, cinco cigarrillos.
—La pitillera es de mi padre. Aún no se ha dado cuenta de que la utilizo yo. Tiene muchas. Cada vez que va a Roma trae alguna nueva. También tiene tres encendedores; pero de éstos se acuerda muy bien. ¿No fumas?
Sí. Mario fuma. Quería decir que no, porque Giorgio es antipático, no solamente para él, sino para cuantos forman su «grupo». Cesare Rovidotti, Massimo Valeriani, Franco Serafini, Cecchino Carnevalini, Carletto Marini, todos están de acuerdo con Mario desde que ingresaron en la escuela. También este curso, el quinto, Giorgio sigue siendo tan antipático como siempre; es preciso hacérselo comprender y, sobre todo, no se le debe dar confianzaa. Giorgio se muestra soberbio porque su padre es rico, y pasa los exámenes porque su padre es amigo del director —el coto de La Quercia, del que es socio el ingeniero Ercolani, está siempre abierto para el señor director, que aunque cobre solo una ganga o una chocha a la noche siempre vuelve a casa con el zurrón lleno—; y cuando los domingos, antes de ir a misa, va de paseo con su hermana, con la señorita Cora, que anda tan erguida como si en el mundo no hubiese más mujer que ella, no saluda a los compañeros y parece que a diez pasos de distancia vaya diciendo con la mirada «¡Apártate!», o ¡Hazte atrás, vil mecánico!», como aquel personaje de Los novios que cayó bajo la espada del padre Cristóbal. "
: Primer amor, últimos sueños . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1359
Sandro Veronesi
Caos calmo (fragmento)
"Hemos acabado de hacer surf, Carlo y yo. Surf: como hace veinte años. Conseguimos que dos chavales nos prestaran las tablas y nos hemos lanzado entre las olas altas, amplias, tan insólitas en ese Tirreno que ha bañado toda nuestra vida. Carlo, más agresivo y temerario, ululante, tatuado, obsoleto, con su melena al viento y su pendiente brillando al sol; yo, más prudente y estilista, más diligente y controlado, más mimetizado, como siempre. Su tristemente célebre clase beat y mi vieja falsa modestia sobre dos tablas que se deslizaban al sol, y nuestros dos mundos que volvían a competir como en los tiempos de las formidables peleas juveniles–rebelión contra subversión–, cuando las sillas salían volando, poca broma. No es que hayamos dado un gran espectáculo, puesto que ya es mucho el hecho de no habernos caído de las tablas; o mejor dicho: hemos dado el espectáculo de alguien que ha sido joven y que por un breve periodo ha creído que algunas fuerzas podían prevalecer de veras, y que durante ese periodo ha aprendido a hacer un montón de cosas que de inmediato se rebelaron como completamente inútiles, del tipo tocar las congas, o hacer rodar una moneda entre los dedos como David Hemmings en Blow Up, o ralentizar el latido cardíaco para fingir un ataque de bradicardia y librarse del servicio militar o bailar ska, o liar canutos con una sola mano, o disparar con arco, o la meditación trascendental o, precisamente, el surf. Los dos chavales no podían comprendernos, Lara y Claudia ya habían vuelto a casa, Nina se marchó esta mañana temprano (Carlo cambia de novia cada año, de manera que Lara y yo empezamos a numerarlas): no había nadie que pudiera disfrutarlo, ha sido un pequeño espectáculo para nosotros dos, uno de esos juegos que sólo tienen sentido entre hermanos, porque un hermano es el testigo de una inviolabilidad que, a partir de un momento determinado y en adelante, nadie más estará dispuesto a reconocerte. "
: El ejecutivo melancólico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1362
Serena Vitale
El boton de Pushkin
Señor vizconde, no tengo la mínima intención de comunicar mis asuntos familiares a los holgazanes de San Petersburgo; me opongo pues a cualquier negociación entre segundas personas. El mío (el padrino) se presentará conmigo solo en el lugar del encuentro. (…) Os ruego que creáis, señor vizconde, que esta es mi última palabra, que ya no tengo nada más que decir sobre este asunto y que solo me moveré para llegar al lugar designado… (Carta de Pushkin a D’Archiac del 27 de enero de 1837, día del duelo. P. 240).
: El asesino de un poeta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1365
Elio Vittorini
Diario en público (fragmento)
"Yo creo que ser escritor es una muestra de gran humildad. Lo veo como lo fue en el caso de mi padre, que era herrador y escribía tragedias y no consideraba que su escritura de tragedias fuera superior a su herrado de caballos. Es más, cuando estaba herrando caballos, nunca aceptaba que le dijeran “Así, no, sino así. Te has equivocado”. Miraba con sus azules ojos y sonreía o reía y meneaba la cabeza, pero, cuando escribía, daba razón a cualquiera a propósito de cualquier cosa.
Escuchaba lo que cualquiera le dijese y no meneaba la cabeza, daba la razón. Era muy humilde en su escritura; decía que la tomaba de todo el mundo y, por amor a ella, procuraba ser humilde en todo: tomar de todo el mundo en todo. Mi abuela se reía de lo que él escribía. “¡Qué tonterías!”
Y mi madre, igual. Se reía de él por lo que escribía.
Sólo mis hermanos y yo no nos reíamos. Yo lo veía ponerse colorado, cómo agachaba, humilde, la cabeza y así aprendía yo. Una vez, para aprender, me escapé de casa con él.
De vez en cuando mi padre lo hacía: escapaba de casa a escribir en la soledad. Yo lo seguí una vez: caminamos ocho días por el campo de alcaparras, entre las flores blancas de las soledades, y nos detuvimos bajo una roca para estar un poco a la sombra, él, con sus azules ojos, que escribía, yo, que aprendía, y al regreso mi madre me apaleó por mí y por él.
Entonces mi padre me pidió perdón por los golpes recibidos en su lugar.
Recuerdo cómo fue. Yo no le respondí. Y él me dijo con una voz terrible: “¡Responde!” ¿Me perdonas?” Parecía el espectro del padre de Hamlet cuando quiere venganza. No es que quisiera perdón. Pero de ese modo aprendí lo que es escribir. "
: Cerdeña como metáfora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1367
No hay comentarios:
Publicar un comentario