miércoles, 20 de julio de 2016

Versos y ortigas de Julio Llamazares

Versos y ortigas de Julio Llamazares


Con la primera palabra nace el miedo y, con el miedo se incendia la hojarasca del conocimiento y del olvido.(La lentitud de los bueyes)

Ciertos días que el apuro es el primer trago de aliento ante las desoladoras mañanas del siglo XXI, dar el primer paso con los versos de Julio Llamazares, planta tus raíces en la tierra fértil de nuestra memoria común.
Leer poesía nos hace más optimistas, viendo que otros mundos son posibles, de la mano de aquellos que atrapan con las palabras, el limo real de la importancia de vivirlos.
Dejó de ser superviviente y salgo a la calle con ganas de estrujar tierra fértil entre mis dedos, en un lugar menos abrupto para ser héroe.
Este libro reúne las poesías de Llamazares, que son su esencia vital, con la que está fertilizada el resto de su obra literaria.
Nacimos en tardes de cigüeñas y tuvimos sonrisas a
estrenar cada domingo (en época de paz, un hijo
es algo así como un justificante de un tiempo no perdido)
Nacimos  en tardes de cigüeñas con dos silencios largos
en los ojos.
...
(...los inicios)
"Inútil es volver a los lugares olvidados y perdidos, a los paisajes y símbolos sin dueño.
 No hay allí ya liturgias milenarias. Ni aceite fermentado en ánforas de barro.
 Los ancianos han muerto. Los animales vagan bajo la lluvia negra.

 

No hay allí sino la lenta elipsis del río de los muertos,
 la mansedumbre helada del muérdago cortado, de los paisajes abrasados por el tiempo".

(...memoria de la nieve)
Tu infancia espera bajo los árboles que plantaste para
recordarla un día.
Por las mañanas se abre como una flor.
(...las ortigas)

Versos y textos que amainan la velocidad de nuestras tempestades.




Han pasado quince años desde entonces. Quince años de silencio y de nostalgia. Quince años marcados por el signo de la resignación y el éxodo. Como un pueblo maldito, arrojado de la tierra donde durante siglos vivieran sus abuelos y sus padres, aquellos campesinos montañeses tomaron el camino que habría de llevarlos a lejanas ciudades, desconocidas muchas veces, donde poder fundar un nuevo hogar y encontrar un nuevo puesto de trabajo: ajena a sus temores y problemas, la vida seguía rodando normalmente. Lo que ya nunca podrían encontrar sería aquella paz rural perdida y el remedio a una nostalgia que, lejos de extinguirse con los años, se acentúa y agranda..





Del aforismo a la ficción: la memoria en Julio Llamazares
Silvia Cárcamo
Profesora Adjunta de la Facultad de Letras
Universidad Federal de Rio de Janeiro
arcuri@unisys.com.br


   

No sería difícil identificar en textos de Julio Llamazares una infinidad de verdaderos aforismos que vinculan la memoria a la cultura, a la historia, a la experiencia personal, a la ficción, que la piensan en relación con la ética, la política, la estética o la eficacia literaria. En su conjunto, esas reflexiones pueden ser leídas como una síntesis de una teoría de la memoria, que se halla evidentemente en el origen de su narrativa y que a la vez es alimentada por ésta.
En febrero de 2004 [1], Julio Llamazares y Juan Cruz se reunieron en la Complutense de Madrid para exponer, en diálogo amigable, sus ideas acerca de la memoria. De las numerosas sentencias del primero referidas al tema del debate, retenemos algunas: “Lo único que yo he hecho es escarbar en mi memoria para contar a partir de ella.” (p. 4); “La memoria es una forma de ficción.” (p. 8); “La memoria se crea y se transforma constantemente, como la imaginación.” (p. 9); “Los recuerdos son esos vegetales que se hunden en las arenas movedizas, se pudren y con el tiempo se convierten en carbón y ese carbón es la literatura.” (p. 16); “En este país se ha mirado hacia otro lado por no mirar hacia atrás.” (p. 18); “Lo peor que le puede pasar al escritor es perder la memoria.” (p. 20); “La memoria es la potencia más revolucionaria que existe.” (p. 21); “Hay una especie como de desprestigio de la memoria. La memoria queda en manos de los viejos y a los viejos no les escucha nadie.” (p. 23) “Esta es una sociedad con una memoria inmediata agraria y rural, que está desapareciendo, pero de la que venimos en parte y de la que aborrecemos.” (p. 29)
Los aforismos que seleccionamos, de tal modo reunidos, nos permite apreciar no sólo la trascendencia que Llamazares le concede a la memoria, puesto que ha meditado sobre el lugar de la misma en la vida humana, sino también la multiplicidad de perspectivas desde las cuales es concebida. Con razón Santos Alonso escribió que “hablar de la memoria es hablar de Llamazares” [2], desde el momento en que su obra “gira en torno a un empeño contra el olvido, contra la pérdida de identidad, y un anhelo de recuperar paraísos perdidos”[3]. Si en los aforismos reunidos vislumbramos un pensamiento, la lectura comparativa de tres novelas nos permitirá examinar la manera en que ese pensamiento deviene ficción. Con ese propósito analizaremos el tratamiento que la memoria ha merecido en tres novelas publicadas durante las décadas del 80 y del 90: Luna de lobos(1985), La lluvia amarilla (1988) y Escenas del cine mudo (1994).
Por un lado, la memoria adquiere, en la ficción de Llamazares, una dimensión autobiográfica. En su concepción, desde el momento en que la escritura existe como consecuencia de una interrogación del escritor para explicarse a sí mismo, toda obra es autobiográfica [4]. Los críticos han reforzado dicha visión al señalar cuánto de las experiencias de vida en la zona rural de la provincia de León está presente en la ficción de Llamazares. Motivos reincidentes en poemas, novelas, cuentos y crónicas, como la soledad y la recreación de la vida natural y humana extinguida o en proceso de extinción, con la consecuente pérdida de culturas y tradiciones, parecen inevitables en un escritor que presenció el fenómeno de despoblamiento de antiguas aldeas, como consecuencia del proceso de modernización. La desaparición de Vegamián, que el autor menciona a menudo en las entrevistas, configura el mejor símbolo, el más personal, de esos cambios: bajo las aguas del Porma quedó sepultado para siempre el pueblo donde nació en 1955. En ese sentido, novelas como Luna de lobos La lluvia amarilla albergarían componentes autobiográficos por registrar espacios y vivencias del tiempo indisociables de unas experiencias personales.
Aun aceptando la existencia de elementos autobiográficos en cualquier obra, debemos reconocer que en Escenas del cine mudo la forma autobiográfica está presente en un sentido mucho más preciso y menos general que en las novelas mencionadas en el párrafo anterior. En la obra de 1995, resulta inevitable identificar con el propio autor a ese “yo” que narra episodios de la infancia y al mismo tiempo reflexiona sobre la naturaleza del recuerdo. A pesar de que Llamazares insistiera en que Escenas del cine mudo era una novela y que por ello se hallaba sometida al pacto de lectura establecido para cualquier ficción, una pequeña nota introductoria firmada por “El autor” viene a desestabilizar ese estatuto ficcional. Desde el Lazarillo sabemos que los prólogos y notas introductorias atribuidos al autor problematizan el plano de la enunciación y abren espacio para la ironía, arrastrando consigo toda certeza sobre lo recordado, aun cuando el procedimiento se proponga reforzar el verosímil realista. “El autor” de la nota de la novela de Llamazares advierte que los tiempos y los espacios aludidos en el relato corresponden a la realidad y que se va a leer algo que “parece” una autobiografía pero que es ficción, que los hechos no ocurrieron exactamente como se los narra, aunque exista un “parecido” entre lo narrado y lo recordado. De esta manera, la relación entre el recuerdo y la narración se presenta como más significativa que la establecida entre la narración y la referencia.
Ya antes de empezar el relato del pasado el lector sabe que son unas fotografías antiguas guardadas por la madre hasta su muerte las que han estimulado el recuerdo. A partir de esas imágenes cobrarán vida escenas de los primeros años, “ Los que pasé en Olleros, el poblado minero perdido entre montañas y olvidado de todos en un confín del mundo donde mi padre ejercía de maestro y donde yo aprendí, entre otras cosas, que la vida y la muerte a veces son lo mismo” [5]. Si la autobiografía supone la ficción, en la concepción del autor de Escenas del cine mudo, el recuerdo admite la invención y hasta se nutre de ella. Las fotografías, vestigios del pasado en el presente, no ofrecen, por sí mismas, garantías de la veracidad de los hechos narrados.
Sin duda la reflexión sobre los mecanismos de la memoria constituye la verdadera preocupación de Escenas del cine mudo. Mostrar, por ejemplo, cómo la fotografía lleva a lo que quedó fuera de ella, transportando al sujeto rememorante a otras imágenes no registradas más que por el recuerdo; o descubrir la manera en que interviene la asociación en ese proceso. Pero es válido preguntarse también qué mundo es aquel rememorado ya que no se trata de un ensayo sobre la identidad y la memoria, sino de una novela que se propone revivir las experiencias más marcantes de la infancia y adolescencia por medio de la narración. En primer lugar, es necesario destacar el escaso espesor histórico de ese mundo. Podemos suponer que en el plano personal no hubiera demasiado para recordar de los años sesenta del franquismo, que es el tiempo del relato, en un lugar aislado de la provincia de León. La dimensión autorreflexiva se esfuerza precisamente por encontrar una teoría para esta forma singular de “presentificar” ese mundo, teoría que incluye una afirmación como la que sigue: “las fotografías más verdaderas, las más auténticas, son aquellas que reflejan escenas sin importancia o momentos de la vida intrascendentes” [6]. Ese aforismo entra en consonancia con la observación expresada un poco antes, según la cual las escenas son interpretadas desde un recuerdo poco confiable: “los recuerdos, como las fotografías, van perdiendo poco a poco los colores con el tiempo (la memoria es una cámara que difumina el color)”[7].4



Si leemos Escenas del cine mudo como autobiografia que relata la etapa de una existencia vivida en un contexto histórico, en un tiempo (los años 60) y en un lugar (Olleros, León), llama la atención que figuras omnipresentes como el General Franco no se relacionen con recuerdos trascendentes vividos en la esfera familiar, que no haya opiniones a favor o en contra del sistema de gobierno, sobre las autoridades locales, que ningún acontecimiento de lo público resuene en lo privado de manera contundente. Igualmente extraña que los tormentos del sexo o de la educación severa, asuntos ineludibles como pocos cuando se cuenta el período de la adolescencia en esos años, apenas aparezcan para diluirse inmediatamente. Es como si el silencio hubiera impregnado ese tiempo de una manera decisiva; tal vez cabría relacionar este silencio con el adjetivo “mudo” del título de la novela. En un mundo siempre igual, lo único que se transforma trayendo las novedades dignas de registro proviene de la técnica que crea, como anticipos del futuro, realidades virtuales: el cine, la fotografía, la radio, la televisión. De igual modo sorprende que tratándose de una autobiografía de escritor no sea esbozada ninguna escena memorable que se constituya como mito del origen del escritor, al poner en juego la lectura y la escritura. Hay escuela, camino hacia la escuela, colegas, maestro -su propio padre- pero nada que anticipe al escritor que será en el futuro ese sujeto que escribe sobre el pasado.
Otra dimensión de la memoria es la desarrollada en Luna de lobos, la novela que se detiene en una etapa traumática de la historia española contemporánea. Aunque José María Izquierdo [8] haya detectado en esa novela una visión neorromántica, la memoria dibuja en ella un sentido político muy bien delineado al centrarse en la figura de los maquis o guerrilleros antifranquistas que siguieron actuando después de la derrota republicana. Si nos atenemos únicamente al plano del contenido, se puede concluir, como lo hace Izquierdo, que no hay planteos de carácter ideológico ni se pone en cuestión el análisis político de lo que significó la resistencia antifranquista. Creemos que una novela que gira en torno a una figura solitaria y acorralada, reducida a las necesidades más básicas de sobrevivencia, difícilmente podría conciliarse con contenidos de discusión ideológica.
Nos parece más válido considerar, en cambio, otros aspectos de la cuestión. Llamazares se sitúa entre los escritores que han levantado críticas a la amnesia de la etapa que se inicia con la transición y a la propuesta de echar un manto de olvido sobre el período franquista en nombre de la conciliación política interna que permitiera lograr tanto la modernización económica como la integración a Europa. Si tenemos en cuenta lo que acabamos de decir, ya no criticaríamos el supuesto neorromanticismo de la novela y tampoco podríamos condenar su “exagerado lirismo” [9]. Nos parece conveniente, más bien, reparar en el espacio de la escritura como lugar de resistencia: la elaboración minuciosa de un estilo, el tiempo lento de la novela que acompaña la tensión provocada por la presencia del silencio que se hace sentir en el plano de la narración y en la construcción de los personajes. El predominio de algunas imágenes entre las que se destacan la caverna, la tierra y la casa paterna es hondamente sugestivo. Si por un lado pareciera apuntarse en la novela hacia la negación del tiempo y hacia la inmovilidad absoluta, en definitiva, hacia la muerte, por otro se nos presenta la actividad frenética del personaje que en su intento de sobrevivir produce y repara objetos destinados al uso y nunca al cambio, en un relato estructurado siguiendo referencias históricas muy precisas. La caverna y sus equivalentes semánticos (fosa, cueva, agujero, hueco, río subterráneo), refugio en la profundidad de la tierra del personaje perseguido que lucha por su vida cada vez en peores condiciones, ya que deberá enfrentar también el rechazo de muchos, se opone a la imagen del anhelado y prohibido regreso a la casa paterna. Por esos símbolos, la novela también propone la representación dramática (y política) del olvido situándolo en el plano histórico. Apoyados en Bachelard y su estudio de las imágenes encontraríamos el predominio de los símbolos de la intimidad, del arraigo, del reposo y del refugio, y la contraposición entre la casa familiar y la caverna provisoria en la que debe refugiarse el que perdió el lugar en su comunidad.
Imágenes similares son las que reencontramos en La lluvia amarilla donde se reitera idéntica situación de soledad de un personaje enfrentado a las políticas del olvido. Sin embargo, la novela de 1988 presenta otras preocupaciones con relación a la memoria. La lluvia amarilla nos introduce en la problemática de la defensa de la memoria regional, que ha sido siempre un asunto presente en la agenda de los debates de la España moderna, y en la cuestión de la preservación ecológica, una nueva causa en la posmodernidad. El novelista parece volver a las razones esgrimidas por el poeta T.S. Eliot, quien en uno de los ensayos de Notas para la definición de la cultura defendía las singularidades regionales argumentando que “una cultura mundial que sea simplemente uniforme no será cultura en absoluto” [10].
El ritmo lento de la prosa poética se ajusta a la historia de la novela centrada en un protagonista detenido en el pasado o en el presente del recuerdo, que desarrolla, al igual que el personaje central de Luna de lobos, la actividad frenética de creación o restauración de objetos que hagan posible su sobrevivencia como único habitante de un pueblo fantasma perdido en la montãna helada. Ese ritmo lento de la prosa y su lirismo condicen con la manera en que el autor concibe la escritura de las novelas. Al igual que muchos otros escritores, Llamazares ha usado metáforas para describir su propio oficio: el escritor es un herrero, un artesano, un escultor y su trabajo se compara al lento y persistente trabajo de la piedra sobre el agua [11]. Esas imágenes presuponen siempre otra lógica temporal ajena completamente a la lógica de la sociedad industrial y de la cultura del consumo.
La memoria tambiém exige su propio tiempo. A. Huyssen [12] ha insistido últimamente sobre el lugar central que comenzaron a ocupar los discursos de la memoria a partir de la década del 80 como fenómeno que cree vinculado a una nueva percepción del tiempo. Mientras que la cultura de las vanguardias estuvo dominada por el imaginario del futuro, el foco se habría desplazado ahora hacia el pasado. O crítico encuentra parte de la explicación en el cuestionamiento a los cambios tecnológicos, en los medios de comunicación de masas, en los padrones de consumo y en los desplazamientos globales. En España, varios estudios han notado una preocupación con el pasado en autores que, como Llamazares, han comenzado a ser conocidos en los años 80.
Néstor García Canclini [13], otro crítico de la contemporaneidad en el área de los estudios culturales, observó que frente a la tensión de las nuevas relaciones entre las culturas locales y la globalización, los artistas manifiestan en el cine y en la literatura una sensibilidad especial frente a las tradiciones regionales. La memoria compromete en este caso a la ética de las políticas de la memoria y de la identidad como forma de contrarrestar la fuga hacia el futuro impuesta por la tecnología, como constantamos en La lluvia amarilla y en las crónicas de Llamazares reunidas en Nadie escucha.
En La lluvia amarilla, el protagonista paga con la muerte en soledad el apego al pasado y a la tierra. Ya hacia el final leemos:
Pero yo, Andrés de Casa Sosas, el último de Ainielle, ni estoy loco ni me siento condenado, salvo que sea estar loco haber permanecido fiel hasta la muerte a mi memoria y a mi casa, salvo que pueda realmente considerarse una condena el olvido en el que ellos mismos me han tenido. Si he cavado mi tumba ha sido simplemente para evitar ser enterrado lejos de mi mujer y de mi hija [14]
La región supone en este caso una imagen de intimidad, de arraigo a una cultura en extinción. Bachelard diría que la intimidad es siempre remota y que los filósofos nos explican que ella “nos será siempre oculta, que en cuanto se retira un velo se extiende otro sobre los misterios de la sustancia”[15]. Nicolás Miñambres, entre otros, hizo referencia a la polisemia de “la lluvia amarilla” y al color amarillo “como presagio de muerte y destrucción, descrito con un tono de salmodia monocorde del que Julio Llamazares ya había conseguido una gran expresividad en sus libros de poesía” [16]. Nos gustaría agregar a ese acertado comentario que la “lluvia amarilla”, ligada a la muerte pero también al secreto, nos remite a las imágenes de la intimidad de Bachelard y que, en relación a la memoria, no sería forzoso afirmar que el “amarillo” como constante en la prosa poética de la novela nos remonta al pasado de la lengua, de la que se pueden rescatar sentidos perdidos. Los lectores de Quevedo y los que han consultado en el Diccionario de Covarrubias [17] el artículo “amarillo” conocen muy bien la connotación de enfermedad, muerte y sufrimiento de ese color en la lengua española del siglo XVII.
Gilbert Durant [18], quien como Bachelard se interesó por los arquetipos, los mitos y los símbolos, se refirió a la “ley de la paradoja cultural” para caracterizar lo que sucedió en el siglo XIX, cuando en Europa el desarrollo del intimismo romántico coincidió con el auge positivista, con el iluminismo revolucionario y con la afirmación en los principios de la ciencia. Podríamos pensar que esa vuelta hacia la memoria de la región y a imágenes intimistas representaría también una paradoja cultural en el contexto del vertiginoso desarrollo español de las últimas décadas? La insistencia en la pérdida de las memorias regionales sería una reacción frente al peligro de la homogeneidad cultural de la globalización?
Al comienzo de nuestro trabajo dijimos que nos proponíamos identificar la multiplicidad de perspectivas desde las que Llamazares concebía la memoria. Por la lectura de Luna de LobosLa lluvia amarilla Escenas del cine mudo, comprobamos cómo los intereses del novelista se orientaban tanto hacia la indagación de la infancia y adolescencia desde la forma autobiográfica (Escenas del cine mudo), cómo se detenían más bien en la desaparición de las culturas regionales (La lluvia amarilla) o señalaban preferentemente las políticas del olvido de la historia nacional en la España de la postransición (Luna de lobos). Si ahora volviéramos a los aforismos que identificamos al comienzo de nuestro texto, se revelaría fácilmente la relación entre esas sentencias y el tratamiento de la memoria en la ficción de Llamazares. Uno de esos aforismos, el más bello sin duda, tal vez los incluya a todos y sea el más acertado para expresar el secreto y hondo vínculo entre memoria y literatura: “Los recuerdos son esos vegetales que se hunden en las arenas movedizas, se pudren y con el tiempo se convierten en carbón y ese carbón es la literatura.”

Notas
[1] Juan Cruz y Julio Llamazares, 2004. Foro Complutense General UCM. http://www.fundacionucm.es .
[2] Santos Alonso, “La renovación del realismo”, Insula, núm. 572-573, ag. sep. 1994, p. 14.
[3] Ibidem, p. 14.
[4] En el mencionado Foro, el autor leyó un texto escrito en 1994, también presentado ese año en la Complutense. Llamazares declaraba que “cualquiera debería ya saber a estas alturas que una novela siempre es autobiográfica, independientemente de lo que trate. La literatura refleja siempre la vida y, aunque uno escriba de cosas aparentemente ajenas o distantes en el tiempo o sitúe sus novelas en escenarios lejanos o simplemente ficticios, acabará reflejados en ellas, (...), p. 6
[5] Julio Llamazares. Escenas del cine mudo. Barcelona, Seix-Barral, 1994, p. 9
[6] Ibidem, p. 129
[7] Ibidem, p. 124
[8] José María Izquierdo. “Julio Llamazares: un discurso neorromántico en la narrativa española de los ochenta”, Iberomania, Tübingen, Alemania, núm. 1, 1995, pp. 55-67.
[9] Miguel Manrique. “Julio Llamazares: Luna de Lobos”. Cuadernos hispanoamericanos, núm. 438, dic, 1986, pp. 164-165.
[10] T.S. Eliot. Notas para una definición de la cultura. Barcelona, Bruguera, 1984, p. 90
[11] Julio Llamazares. “Mi visión de la realidad es poética” (Entrevista de Yolanda Delgado Batista) Espéculohttp://www.ucm/info/especulo/numero12/llamazar.html
[12] Andreas Huyssen.. En busca del futuro perdido. México, Fondo de Cultura Económica, 2002
[13] Néstor García Canclini. Consumidores e cidadãos. Rio de Janeiro, Editora da UFRJ, 1999.
[14] Julio Llamazares. La lluvia amarilla. 4 ed. Barcelona, Seix-Barral, 2004, p. 131
[15] Gaston Bachelard. La terre et les rêveries du repos. Paris, José Corti, 1948, p. 4
[16] Nicolás Miñambres. “La lluvia amarilla, de Julio Llamazares: el dramatismo lírico y simbólico del mundo rural”, Insula, núm. 502, oct. 1998, p. 20






[17] Dice del “amarillo” que “Entre las colores se tiene por la más infelice, por ser la de la muerte, y de la larga y peligrosa enfermedad y la color de los enamorados.” Sebastián de Covarrubias. Tesoro de la lengua castellana o española. Según la impresión de 1611. Barcelona, ed. Martín de Riquer, 1943, p. 110. García Márquez hizo célebre ese artículo al comentarlo en el texto incluido como “Prólogo” enClave.Diccionario de uso del español actual.
[18] Gilbert Durand “Los mitos y símbolos de la intimidad en el siglo XIX”, en ———. De la mitocrítica al mitoanálisis. Barcelona, Anthropos, 1993.

© Silvia Cárcamo 2006
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid


El URL de este documento es 

http://www.ucm.es/info/especulo/numero33/afollama.html


"El paisaje es la memoria". "El paisaje es memoria porque la memoria se refleja siempre en el paisaje en el que ha ocurrido tu vida. Es un espejo, no el telón de fondo de un escenario; en ese espejo se refleja la vida de las personas. Cuando el paisaje desaparece, y no sólo porque le hayan puesto encima un embalse, la memoria se duele y se resiente, y de ese dolor de la memoria nace la melancolía, y de la melancolía nace el aliento poético".

Inútil es volver a los lugares olvidados y perdidos, a los

 paisajes y símbolos sin dueño. No hay allí ya liturgias 

milenarias. Ni aceite fermentado en ánforas de barro.


Julio Llamazares nació en Vegamián (León) en 1955. Su obra abarca prácticamente todos los registros literarios, desde la poesía, La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982) a la literatura de viaje El río del olvido (1990), Trás-os-Montes(1998) y Cuaderno del Duero (1999), pasando por la novela Luna de lobos (1985), La lluvia amarilla (1988), Escenas de cine mudo(1994) y El cielo de Madrid (2005), la crónica El entierro de Genarín (1981), el relato corto En mitad de ninguna parte (1995) y el guión cinematográfico. Sus artículos periodísticos, que reflejan en todos sus términos las obsesiones propias de un narrador extraordinario, han sido recogidos en dos libros, En Babia (1991) y Nadie escucha (1995) y Entre perro y lobo (Alfaguara, 2008). Julio Llamazares regresa a la literatura de viaje con Las rosas de piedra, un recorrido sin precedentes por España a través de sus catedrales. Y ahora Versos y ortigas (poesía 1973-2008).

























Bibliografía




AA.VV. El universo de Julio Llamazares. Cuadernos de narrativa 3. Neuchâtel, Université de Neuchâtel, 1998.
Las aguas del paraíso: versos a Oliegos, 2006. La Bañeza (León): El Adelanto Bañezano, 2006.
Alles, Lisbeth Korthals, y Montfrans, Manet van. New Georgics: Rural and Regional Motifs in the Contemporary European Novel. Rodopi: Amsterdam, 2002.
Aragón, puertas abiertas. Barcelona: Lunwerg, 2006.
Bollaín, Icíar. Cine y literatura: (reflexiones a partir de "Flores de otro mundo"). Madrid: Páginas de Espuma, 2000.
Carlón, José. Sobre la nieve: la poesía y la prosa de Julio Llamazares. Madrid, Espasa, 1996.
Cuentos de La isla del tesoro. Madrid: Alfaguara, 1994.
Elogio de la distancia: dos miradas a un territorio: una película de Felipe Vega y Julio Llamazares. Santiago de Compostela: Bren Entertaiment, 2009.
Eloxio da distancia [Videograbación] = Elogio de la distancia = Praise of the distance. La Coruña: Bren Entertaiment, 2008.
Julio Llamazares: memoria, poesía, símbolo. Zaragoza: Ibercaja: Dirección Provincial del Ministerio de Educación y Ciencia, 1992.
Julio Llamazares [Videograbación]: León: memoria de la nieve. Barcelona: Editrama: TVE, 2000.

Llamazares, Julio. La lentitud de los bueyes ; Memoria de la nieve. Madrid: Hiperión, 1988.
Centelles, Agustí. La maleta de Centelles. Madrid: La Fábrica, 2006.
Kenna, Caridad Ravenet. Memoria y tiempo en la narrativa de Julio. Ann Arbor (Michigan): UMI, Dissertation Services, 1996.
Sánchez, Miguel. Miguel Sánchez y Puri Lozano. León : Celarayn, 1996.
Paisaje y memoria del Curueño. Oviedo: KRK, 2007.
Patata 21+1. Córdoba: Fundación Provincial de Artes Plásticas "Rafael Botí", 2009.
Patata 21+1: Galería Rafael Pérez Hernando, Madrid, 13 de enero-28 de febrero de 2009. Madrid: Rafael Pérez Hernando, 2008.
Díez Bustos, Carlos. Perpetuo (y) efímero: del 5 al 29 de febrero de 2008. Madrid: Mato-Ansorena, 2008.
El rumor del Gándara: versos a Oliegos 2007. Quintana del Castillo (León): Asociación Sociocultural "El Fuyaco", 2007.
Campoamor, Clara. Sor Juana Inés de la Cruz. Madrid, etc.: Júcar, 1984.
Territorios del Quijote. Barcelona; Madrid: Lunwerg, 2004.

Veres, Luis, "Intertextualidad narrativa en los cuentos de Julio Llamazares". Espéculo. 19 (2001-2002).

jueves, 30 de junio de 2016

Bruce Chatwin: Una canción es un destino, en el mapa sonoro de la tierra


Una canción es un destino en el mapa sonoro de la tierra.






 "Toda mi vida ha sido una búsqueda de lo milagroso; sin embargo, ante la primera leve señal que se me ofrece de lo extraordinario, tiendo a volverme científico y racionalista". 


El tren arrancó con dos toques de silbato y un sacudón. Algunos ñandúes huyeron de las vías a medida que pasábamos, con sus plumas ondeando como el humo. Las montañas eran grises y parecían parpadear en la atmósfera calurosa. A ratos, un camión manchaba el horizonte con una nube de polvo.




Un indio se puso a mirar a los andinistas y se acercó con ganas de iniciar una pelea. Estaba muy borracho. Me senté a presenciar la historia de Sudamérica en miniatura. El muchacho de Buenos Aires soportó los insultos durante media hora, luego se puso de pie, explotó y con un gesto le indicó al indio que volviera a su asiento.

El indio agachó la cabeza y dijo: “Sí, señor. Sí, señor”.


  • "Vamos a imaginar que nos perdemos en el desierto de Australia. Nos perdemos y preguntamos a un aborigen cómo se llega a nuestro destino. Este se quedará unos instantes pensando, recordando el camino exacto. Después nos mirará seguro de sí mismo y comenzará a cantar. Cuando acabe, probablemente le volveremos preguntar.


-Muy bonita la canción, pero ¿podría indicarnos el camino?

El aborigen se marchará ofendido. En su canción estaba el camino".

Bruce Chatwin. Los trazos de la canción





En la Patagonia (fragmento)

  • En su juventud la señorita Starling había sido fotógrafa, pero después aprendió a despreciar la cámara. «Es una aguafiestas», afirmó. Más adelante trabajó como horticultora en un acreditado vivero del sur de Inglaterra. Su mayor pasión eran los arbustos, y comenzó a dedicarse a un cultivo. Esta actividad la ayudaba a evadirse de una vida bastante monótona consagrada a cuidar a su madre, eternamente postrada en cama. Por esta razón se aficionó a los arbustos. Los compadecía, porque crecían en los macizos de los viveros, o en tiestos colocados bajo vidrio, lo cual iba contra los designios de la naturaleza. Le gustaba imaginarlos en estado salvaje, en montañas y bosques, y viajaba con su fantasía a los lugares que figuraban en los rótulos. 
  • Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta. 
  • «Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo. 
  • Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta.
  • «Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo. Viajó durante siete años con la esperanza de seguir haciéndolo hasta caer muerta. Los arbustos floridos eran sus compañeros. Sabía cuándo y dónde florecían. Nunca volaba en aviones y pagaba sus expensas dando clases de inglés o trabajando circunstancialmente en un jardín. 

Había visto el veld sudafricano radiante de flores; y los lirios y los bosques de madroños de Oregón; y la milagrosa flora del oeste de Australia que, aislada por el desierto y el mar, no había producido híbridos. Los australianos bautizaban sus plantas con nombres muy graciosos: pata de canguro, planta de dinosaurio, planta de cera de Gerardtown y Billy Black Boy. 
 Había visto los cerezos y los jardines zen de Kioto y el color otoñal de Hokkaido. Estaba enamorada de Japón y los japoneses. En uno de ellos tuvo un amante que, por lo joven, podría haber sido su hijo. Le dio lecciones adicionales de inglés y, además, en Japón los jóvenes apreciaban a las personas mayores. En Hong Kong, la señorita Starling se alojó en casa de una tal señora Wood. –Una mujer espantosa –dijo la señorita Starling–. Intentó fingir que era inglesa. La señora Wood tenía una anciana criada china llamada Ah-hing. Ah-hing creía estar trabajando para una inglesa, pero no entendía por qué, si lo era, la trataba así. –Pero yo le dije la verdad –añadió la señorita Starling–. «Ah-hing –le dije–, tu ama no es ni remotamente inglesa. Es una judía rusa». Y Ah-hing se enfadó, porque ahora se explicaban todos los malos tratos.

La señorita Starling vivió una aventura mientras residía en casa de la señora Wood. Una noche estaba buscando a tientas su llave cuando un chinito le puso un cuchillo contra la garganta y le pidió el bolso.–Y se lo dio –manifesté.–No hice tal cosa. Le mordí el brazo. Me di cuenta de que estaba más asustado que yo. Verá, no era lo que llamaríamos un atracador profesional. Pero hay algo que siempre lamentaré. Estuve a punto de arrebatarle el cuchillo. Me habría encantado guardarlo como recuerdo. La señorita Starling iría a conocer las azaleas de Nepal, «no este mes de mayo sino el siguiente». Y anhelaba pasar su primer otoño en Estados Unidos. Le gustaba Tierra del Fuego. Había paseado por los bosques de notofagus antarctica. Antes los había vendido en el vivero. "



Escrito después de visitar Australia, donde acompañó a un australiano, Arkadi, en sus viajes por el desierto. Arkadi había sido contratado por el gobierno para trazar una línea de ferrocarril que no pasara por ningún «trazo sagrado de canción». Una misión muchísimo más difícil de lo que parecía a priori.




 
Aquí no había voces. Había esto, lo que yo vi; y aunque más allá hubiera montañas y glaciares y albatros e indios, aquí no había nada de que hablar, nada que pudiera detenerme más. Sólo la paradoja patagónica: el vasto espacio, y los muy diminutos capullos de la flor emparentada con el sagebrush, nuestra artemisia. La nada misma, que para algún intrépido viajero podía ser un comienzo, era un final para mí. Había llegado a la Patagonia, y me reí cuando recordé que había llegado aquí desde Boston, donde tomé el subterráneo que llevaba a la gente a su trabajo. (404)



Las canciones hablan sobre estos antepasados que crearon la Tierra. Las huellas de sus andanzas son visibles para aquel que sepa mirar y conozca las melodías sagradas. Ellas marcan puntos de paso dirigiendo los itinerarios de los nómadas australianos.



Bruce Chatwin


Los trazos de la canción (fragmento)

" Entusiasmado, Harry se olvidó de su clase. Se sentó en el borde de la cama, a los pies de Jewel, exhibiendo la curiosidad de un veterinario ante un animalito enfermo. Movido por la alegría del momento, confesó que era coleccionista desde que tenía uso de razón.
-Poseer cosas es mi vicio solitario-, dijo, -ahora que soy un hombre de 19 años ya no me interesan los juguetes-.
Estaba hastiado de secuestrar pájaros carnívoros, canicas antiguas, volantines sagrados, libros escritos en lenguas muertas. Coleccionaría personas, o más bien, los trazos de sus canciones. La gente de carne y sangre en nada inflamaba su ánimo de secuestrador benevolente, pero suponía que cada cual era un hilo tramado en la red de un universo respetable y caótico, una línea melódica que discurre afinada en la frecuencia de las líneas de sus semejantes, ancestros, y descendientes. Los aborígenes australianos rehacen a diario el mundo volviendo sobre los trazos de la canción de sus antepasados, y así mantienen siempre fresca la creación de las montañas, los valles, los desiertos y los ríos secretos. En esta ciudad americana, sin mitos ni ceremoniales colectivos, algunas vidas se agotan en un escaso pentagrama de relaciones vivenciales. Otras, sin ser infinitas, rematan en la gloria de una vasta sinfonía de trazos melódicos. "

Los australianos no necesitan mapas. Tienen canciones. Cada colina, cada río y cada llanura tienen su verso correspondiente. Canciones que son el alma de la creación.

Es una historia romántica trazada, en una Moleskine, por un viajero melancólico, Chatwin, que se aferra a los mitos y a sus símbolos, por la ruta sentimental de su vida, indagando en la memoria colectiva de lo primigenio común.
Hay que ser más humildes y buscar respuestas pegadas a la tierra, y ese es uno de los méritos de los nuevos colectivos, pero, lo siento, es difícil a veces acabar de expulsar el fantasma de la "ideología". Bruce Chatwin






Leer esta novela es deletrear el más épico sentimiento de nuestras vidas, cuando vagamos en medio de una naturaleza conocida, cercana, porque nos vio crecer, y documentada, pues de nuestros mayores, de sus palabras, iban saliendo confianzas y miedos, que el territorio ha ido adquiriendo, al heredar los acontecimientos que  hacen singular aquel lugar, donde ocurre una historia.



Darle esta perfección al mundo que Los trazos de la canción  refunde en la transmisión oral de estos aborígenes nómadas hasta el sedentarismo inquieto, le proporciona un equilibrio al deseo actual de redecorar todo: tierra, mar, cielo.

Relato de gran belleza, que cataliza poesía y costumbres.
Las cartas aquí reunidas dan fe de una compulsión por el movimiento que parece rayar la neurosis. Incapaz de establecerse en ningún lugar, Chatwin se alojaban aquí o allá, montaba y desmontaba casas, trabajo que realizaba su demasiado paciente mujer, Elizabeth (tema que da para un largo análisis), y era incapaz de asentarse en un lugar por mucho que le gustase. Desde su infancia tomó el hábito de basar en la huida el temor y el miedo al conflicto. El viaje, expresaba él, era el único alivio a la angustia que le producía la relación consigo mismo y la vía para distraer el desasosiego vital, ordenar ideas y producir intelectualmente, pues  el cambio “es lo único que le da sentido a la vida”, como le escribió a su jefe Michael Cannon cuando se fue de Sotheby´s. Incluso en su canon estético estaba presente el arte nómada, como un arte efímero, fugaz, “tiende a ser portátil, asimétrico, discordante, inquieto, incorpóreo e intuitivo”. En una carta a su mujer desde Patmos se expresaba así: “Cada vez veo menos necesario tener posesiones materiales, a excepción de un par de objetos portátiles, y deseo vivir con la mayor frugalidad posible”. Vivía la vida como una estrella fugaz.





“Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan a domicilio con la silla adecuada, los estantes de diccionarios u enciclopedias, y ahora tal vez, con el ordenador. Y luego están estos otros, como yo, que quedan paralizados por el domicilio. Para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, u que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstói, que trabajaban en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe, en su cabaña; Proust, en la habitación tapizada de corcho.
















Por otra parte, entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero en Massachusetts lo echó a perder, o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o por necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra, y el último en una prisión en Siberia.

Por lo que me atañe (y por lo que me valga), he intentado escribir en lugares tan variados como una choza de barro africana (con una toalla mojada en la cabeza), un monasterio del Monte Athos, una colonia de escritores, una casucha en el páramo y hasta una tienda. Pero no bien llega la tormenta de arena, o comienza la estación lluviosa o un martillo pilón destruye toda esperanza de concentrarme, me maldigo y pregunto ¿qué estoy haciendo aquí, por qué no estoy en mi torre?”




Bruce Chatwin es un escritor británico que se ha dedicado también a la vida del viajero. Con una formación en arqueología, su vida fue ante todo diversa. Luego de su trabajo en la casa de subastas Sotheby como Director del Departamento de Impresionismo, viajó a África para descansar de una larga temporada en el ambiente artístico. Después de sus labores de profesor de Arqueología y corresponsal del periódico The Sunday Times, dio inicio a los viajes que lo llevarían a dejar su cargo; viajes que se convirtieron en la materia prima de sus textos.
El novelista y escritor de viajes inglés Bruce Chatwin (1940-1989) fue, antes de convertirse en un famoso literato, un talentoso experto en antigüedades que trabajó en Sotheby’s, en la sede londinense de New Bond Street. Esta fructífera experiencia se prolongó durante ocho años y fue decisiva para la carrera literaria que desarrolló en el último tercio de su vida. La escritora italiana Daria Galateria repasa este periodo crucial en la vida del novelista inglés en su libro Trabajos forzados, Los otros oficios de los escritores.


De Charles Milward, un primo lejano que acabó viviendo en Patagonia, Bruce Chatwin decía: «Lo extraordinario de Milward es que nunca ha logrado quitarse de encima Birmingham». Los suyos eran de Birmingham, y cuando quisieron encontrar un futuro para Bruce, descartaron la arquitectura, que era una de las profesiones de la familia, porque encontraban Londres muy tentador (y, además, las matemáticas no eran precisamente el fuerte del muchacho). Por lo demás, Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor, o quizás entrar en el servicio colonial. Algunos de sus compañeros de colegio habían ido a Rodesia; pero la Revuelta del Mau Mau en Kenia estaba reciente, y la madre de Bruce, Margarita, tenía un tío que había sido asesinado por un cocinero en Costa de Marfil; demasiado peligroso. Sin embargo Margarita había leído un artículo en Vogue sobre la casa de subastas Sotheby’s. El padre de Bruce tenía un cliente, un perito inmobiliario, que había vendido en Sotheby’s un Monet, que representaba un tren que pasa por un puente. El 15 de abril de 1958 Bruce escribió al director de la casa de subastas, Peter Wilson, incluyendo una carta de recomendación del cliente de su padre.


Sotheby’s era una pequeña empresa familiar por entonces, con sesenta empleados y una representación en Nueva York solo para atender la correspondencia. [...] Bruce Chatwin entró como empleado en el almacén de reparto de obras de arte, con una paga semanal de ocho libras. Por la noche iba en metro a casa de sus tíos, donde vivía; nunca hablaba de su trabajo. Su tarea era quitar el polvo y mover las cerámicas, las mayólicas y los objetos tribales originarios de Europa y de Oriente. «Cada vez que había una venta me ponía mi uniforme gris y me plantaba delante de las vitrinas controlando que los potenciales clientes no dejasen las marcas de los dedos.» El asistente de las cerámicas con quien trabajaba cuenta que tenían que catalogar cerámicas chinas, esculturas romanas antiguas y también piezas de Rodin; sin embargo, Bruce se ocupaba solo de las que le interesaban. [...] Chatwin sostuvo, sin embargo, que nadie le hizo caso hasta el día en que, encontrándose junto a un gouache de Picasso que representaba a un arlequín, se le acercó un señor con el pelo lacio y aire de ornitólogo que le preguntó qué pensaba; el almacenero le respondió que según él era falso. El «ornitólogo» era sir Robert Abdy, asesor de compras del banco Gulbenkian. Asombrado por una respuesta semejante por parte de un empleado de la casa de subastas, contó el episodio a Wilson, que trasladó a Bruce a sus dos departamentos preferidos, el de pintura moderna —especialmente los impresionistas— y el de antigüedad, que Wilson catalogaba personalmente. Bruce ocupaba un pequeño estudio semienterrado, tenía una secretaria y recibía dos veces por semana a un experto, John Hewett. Hewett era socio y amigo desde mucho tiempo atrás de Wilson; era un marchante de Bond Street elegante, pelo y barba a cepillo; llegaba sacando del bolsillo un pequeño objeto, que podía ser una concha o una rarísima pieza de arte y miraba a Bruce con los ojos bovinos, para que compartiese su entusiasmo. Fue un maestro para Bruce; sostenía que las creaciones de la naturaleza eran bellas y exquisitas como el arte. Era un «heterosexual rampante», que procedía de una clase social baja y que conservaba en el acento «un toque cockney». El abuelo realizaba mudanzas en una carreta, él había sido jardinero y soldado de la guardia escocesa en Argelia; experto en tapices del siglo xv, amaba los objetos tribales y primitivos. Hewett enseñó a Chatwin a mirar los objetos a fondo, intensamente. La secretaria decía que «Bruce observaba las cosas bajo todas las luces incluso cuando no se podía más, pero el resultado era que nunca se olvidaba de nada». Un día un diseñador, John Stefanidis, le habló a Bruce de unas sillas que había visto en la Villa Malcontenta que deseaba copiar. «Yo tengo todas las medidas», le aseguró, de memoria, Chatwin. Chatwin fue un alumno extraordinariamente veloz. En una entrevista le preguntaron cuánto había tardado en convertirse en experto en impresionismo; «un par de días, diría», respondió. Tenía ojo, mucha intuición; un día entró en una tienda de Ludlow, y fue derecho a lo que el propietario consideraba un bastón de paseo: era en realidad el asta de la bandera de la embarcación del Dogo. Hacía algunos negocios privados; «¿qué debo hacer?, ¿vivir del aire?», escribió después en ¿Qué hago yo aquí? Entró en contacto con el mundo extraño y opulento de los coleccionistas. Robert Erskine —que era un ex-Etoniano— se dedicaba, sobre todo, a comerciar con monedas antiguas; con Bruce hizo una especie de sociedad. Él aportaba el dinero para comprar los objetos, Chatwin, la lista de los clientes de la casa de subastas; los beneficios se dividían a partes iguales. Cuando fue nombrado director, Sotheby’s pretendió que Bruce acabase cualquier relación con Erskine. El crítico Ted Lucie-Smith, con el que Chatwin iba el sábado al rastro de Portobello, decía que su famoso «ojo» consistía en el conocimiento del Museo imaginario, de Malraux y del Arte sin época (1934), de Ludwig Goldscheider, con su rechazo a la «jerarquización» entre el arte popular y las consideradas «culturas superiores». Un día que su superior en los impresionistas estaba fuera, Bruce realizó el catálogo. De un día para otro, se convirtió en el experto en la materia en Sotheby’s; debía «comenzar a aprender muy deprisa». Era un área importante, porque los impresionistas gustaban a los armadores griegos y a las estrellas de cine; los colegas estaban envidiosos. Chatwin sin embargo cultivaba a los clientes ricos. Era seguro, y había aprendido algunos trucos del oficio. Una vez que le preguntaron su parecer sobre un bronce indio del siglo IX, Bruce se sacó un alfiler de la solapa de la chaqueta y ralló la pátina. Era también temido. En una galería de Nueva York vio un caballo de bronce con una evidente línea de sutura. «Los griegos nunca practicaron esta técnica», dijo. La pieza fue retirada. En una subasta de Impresionistas de Sotheby’s preparada por otro, señaló un dibujo de Renoir, un desnudo. «Es falso», dijo: «y este y este». Los dibujos fueron reexaminados, y retirados de la subasta. Otra vez vio, todavía en el suelo, un Pollock. Es falso, aseguró. «Déjame en paz», dijo el curador. Cuando apareció el catálogo, la tela se denunció como falsa; Chatwin estaba triunfante. A Bruce le gustaba también viajar para peritar las obras, o buscarlas, durante las vacaciones, en los países de origen. Aprendió de los indígenas a viajar ligero, a liberarse de los objetos —tras tantos años en los que los había visto coleccionar.

Bibliografía:

https://www.youtube.com/results?search_query=bruce+chatwin


Autor del día: Bruce Chatwin 

con noticias y comentarios de los archivos de The New York 

Times

https://www.nytimes.com/books/00/03/19/specials/chatwin.html


Visiones de la Patagonia en escritores de lengua inglesa:
de Falkner a Theroux
David Lagmanovich


https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero31/patagon.html

Revisión / Cine; Para una excéntrica Praga, la porcelana es una pasión


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