jueves, 30 de junio de 2016

Bruce Chatwin: Una canción es un destino, en el mapa sonoro de la tierra


Una canción es un destino en el mapa sonoro de la tierra.






 "Toda mi vida ha sido una búsqueda de lo milagroso; sin embargo, ante la primera leve señal que se me ofrece de lo extraordinario, tiendo a volverme científico y racionalista". 


El tren arrancó con dos toques de silbato y un sacudón. Algunos ñandúes huyeron de las vías a medida que pasábamos, con sus plumas ondeando como el humo. Las montañas eran grises y parecían parpadear en la atmósfera calurosa. A ratos, un camión manchaba el horizonte con una nube de polvo.




Un indio se puso a mirar a los andinistas y se acercó con ganas de iniciar una pelea. Estaba muy borracho. Me senté a presenciar la historia de Sudamérica en miniatura. El muchacho de Buenos Aires soportó los insultos durante media hora, luego se puso de pie, explotó y con un gesto le indicó al indio que volviera a su asiento.

El indio agachó la cabeza y dijo: “Sí, señor. Sí, señor”.


  • "Vamos a imaginar que nos perdemos en el desierto de Australia. Nos perdemos y preguntamos a un aborigen cómo se llega a nuestro destino. Este se quedará unos instantes pensando, recordando el camino exacto. Después nos mirará seguro de sí mismo y comenzará a cantar. Cuando acabe, probablemente le volveremos preguntar.


-Muy bonita la canción, pero ¿podría indicarnos el camino?

El aborigen se marchará ofendido. En su canción estaba el camino".

Bruce Chatwin. Los trazos de la canción





En la Patagonia (fragmento)

  • En su juventud la señorita Starling había sido fotógrafa, pero después aprendió a despreciar la cámara. «Es una aguafiestas», afirmó. Más adelante trabajó como horticultora en un acreditado vivero del sur de Inglaterra. Su mayor pasión eran los arbustos, y comenzó a dedicarse a un cultivo. Esta actividad la ayudaba a evadirse de una vida bastante monótona consagrada a cuidar a su madre, eternamente postrada en cama. Por esta razón se aficionó a los arbustos. Los compadecía, porque crecían en los macizos de los viveros, o en tiestos colocados bajo vidrio, lo cual iba contra los designios de la naturaleza. Le gustaba imaginarlos en estado salvaje, en montañas y bosques, y viajaba con su fantasía a los lugares que figuraban en los rótulos. 
  • Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta. 
  • «Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo. 
  • Cuando falleció su madre, vendió la casita y su contenido. Compró una maleta ligera y regaló todas las ropas que nunca usaría. Llenó la maleta y caminó con ella alrededor de la manzana para verificar su peso. La señorita Starling no creía en los mozos de cordel. Se llevó consigo su vestido largo de fiesta.
  • «Nunca sabes adónde irás a parar», se dijo. Viajó durante siete años con la esperanza de seguir haciéndolo hasta caer muerta. Los arbustos floridos eran sus compañeros. Sabía cuándo y dónde florecían. Nunca volaba en aviones y pagaba sus expensas dando clases de inglés o trabajando circunstancialmente en un jardín. 

Había visto el veld sudafricano radiante de flores; y los lirios y los bosques de madroños de Oregón; y la milagrosa flora del oeste de Australia que, aislada por el desierto y el mar, no había producido híbridos. Los australianos bautizaban sus plantas con nombres muy graciosos: pata de canguro, planta de dinosaurio, planta de cera de Gerardtown y Billy Black Boy. 
 Había visto los cerezos y los jardines zen de Kioto y el color otoñal de Hokkaido. Estaba enamorada de Japón y los japoneses. En uno de ellos tuvo un amante que, por lo joven, podría haber sido su hijo. Le dio lecciones adicionales de inglés y, además, en Japón los jóvenes apreciaban a las personas mayores. En Hong Kong, la señorita Starling se alojó en casa de una tal señora Wood. –Una mujer espantosa –dijo la señorita Starling–. Intentó fingir que era inglesa. La señora Wood tenía una anciana criada china llamada Ah-hing. Ah-hing creía estar trabajando para una inglesa, pero no entendía por qué, si lo era, la trataba así. –Pero yo le dije la verdad –añadió la señorita Starling–. «Ah-hing –le dije–, tu ama no es ni remotamente inglesa. Es una judía rusa». Y Ah-hing se enfadó, porque ahora se explicaban todos los malos tratos.

La señorita Starling vivió una aventura mientras residía en casa de la señora Wood. Una noche estaba buscando a tientas su llave cuando un chinito le puso un cuchillo contra la garganta y le pidió el bolso.–Y se lo dio –manifesté.–No hice tal cosa. Le mordí el brazo. Me di cuenta de que estaba más asustado que yo. Verá, no era lo que llamaríamos un atracador profesional. Pero hay algo que siempre lamentaré. Estuve a punto de arrebatarle el cuchillo. Me habría encantado guardarlo como recuerdo. La señorita Starling iría a conocer las azaleas de Nepal, «no este mes de mayo sino el siguiente». Y anhelaba pasar su primer otoño en Estados Unidos. Le gustaba Tierra del Fuego. Había paseado por los bosques de notofagus antarctica. Antes los había vendido en el vivero. "



Escrito después de visitar Australia, donde acompañó a un australiano, Arkadi, en sus viajes por el desierto. Arkadi había sido contratado por el gobierno para trazar una línea de ferrocarril que no pasara por ningún «trazo sagrado de canción». Una misión muchísimo más difícil de lo que parecía a priori.




 
Aquí no había voces. Había esto, lo que yo vi; y aunque más allá hubiera montañas y glaciares y albatros e indios, aquí no había nada de que hablar, nada que pudiera detenerme más. Sólo la paradoja patagónica: el vasto espacio, y los muy diminutos capullos de la flor emparentada con el sagebrush, nuestra artemisia. La nada misma, que para algún intrépido viajero podía ser un comienzo, era un final para mí. Había llegado a la Patagonia, y me reí cuando recordé que había llegado aquí desde Boston, donde tomé el subterráneo que llevaba a la gente a su trabajo. (404)



Las canciones hablan sobre estos antepasados que crearon la Tierra. Las huellas de sus andanzas son visibles para aquel que sepa mirar y conozca las melodías sagradas. Ellas marcan puntos de paso dirigiendo los itinerarios de los nómadas australianos.



Bruce Chatwin


Los trazos de la canción (fragmento)

" Entusiasmado, Harry se olvidó de su clase. Se sentó en el borde de la cama, a los pies de Jewel, exhibiendo la curiosidad de un veterinario ante un animalito enfermo. Movido por la alegría del momento, confesó que era coleccionista desde que tenía uso de razón.
-Poseer cosas es mi vicio solitario-, dijo, -ahora que soy un hombre de 19 años ya no me interesan los juguetes-.
Estaba hastiado de secuestrar pájaros carnívoros, canicas antiguas, volantines sagrados, libros escritos en lenguas muertas. Coleccionaría personas, o más bien, los trazos de sus canciones. La gente de carne y sangre en nada inflamaba su ánimo de secuestrador benevolente, pero suponía que cada cual era un hilo tramado en la red de un universo respetable y caótico, una línea melódica que discurre afinada en la frecuencia de las líneas de sus semejantes, ancestros, y descendientes. Los aborígenes australianos rehacen a diario el mundo volviendo sobre los trazos de la canción de sus antepasados, y así mantienen siempre fresca la creación de las montañas, los valles, los desiertos y los ríos secretos. En esta ciudad americana, sin mitos ni ceremoniales colectivos, algunas vidas se agotan en un escaso pentagrama de relaciones vivenciales. Otras, sin ser infinitas, rematan en la gloria de una vasta sinfonía de trazos melódicos. "

Los australianos no necesitan mapas. Tienen canciones. Cada colina, cada río y cada llanura tienen su verso correspondiente. Canciones que son el alma de la creación.

Es una historia romántica trazada, en una Moleskine, por un viajero melancólico, Chatwin, que se aferra a los mitos y a sus símbolos, por la ruta sentimental de su vida, indagando en la memoria colectiva de lo primigenio común.
Hay que ser más humildes y buscar respuestas pegadas a la tierra, y ese es uno de los méritos de los nuevos colectivos, pero, lo siento, es difícil a veces acabar de expulsar el fantasma de la "ideología". Bruce Chatwin






Leer esta novela es deletrear el más épico sentimiento de nuestras vidas, cuando vagamos en medio de una naturaleza conocida, cercana, porque nos vio crecer, y documentada, pues de nuestros mayores, de sus palabras, iban saliendo confianzas y miedos, que el territorio ha ido adquiriendo, al heredar los acontecimientos que  hacen singular aquel lugar, donde ocurre una historia.



Darle esta perfección al mundo que Los trazos de la canción  refunde en la transmisión oral de estos aborígenes nómadas hasta el sedentarismo inquieto, le proporciona un equilibrio al deseo actual de redecorar todo: tierra, mar, cielo.

Relato de gran belleza, que cataliza poesía y costumbres.
Las cartas aquí reunidas dan fe de una compulsión por el movimiento que parece rayar la neurosis. Incapaz de establecerse en ningún lugar, Chatwin se alojaban aquí o allá, montaba y desmontaba casas, trabajo que realizaba su demasiado paciente mujer, Elizabeth (tema que da para un largo análisis), y era incapaz de asentarse en un lugar por mucho que le gustase. Desde su infancia tomó el hábito de basar en la huida el temor y el miedo al conflicto. El viaje, expresaba él, era el único alivio a la angustia que le producía la relación consigo mismo y la vía para distraer el desasosiego vital, ordenar ideas y producir intelectualmente, pues  el cambio “es lo único que le da sentido a la vida”, como le escribió a su jefe Michael Cannon cuando se fue de Sotheby´s. Incluso en su canon estético estaba presente el arte nómada, como un arte efímero, fugaz, “tiende a ser portátil, asimétrico, discordante, inquieto, incorpóreo e intuitivo”. En una carta a su mujer desde Patmos se expresaba así: “Cada vez veo menos necesario tener posesiones materiales, a excepción de un par de objetos portátiles, y deseo vivir con la mayor frugalidad posible”. Vivía la vida como una estrella fugaz.





“Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan a domicilio con la silla adecuada, los estantes de diccionarios u enciclopedias, y ahora tal vez, con el ordenador. Y luego están estos otros, como yo, que quedan paralizados por el domicilio. Para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, u que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstói, que trabajaban en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe, en su cabaña; Proust, en la habitación tapizada de corcho.
















Por otra parte, entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero en Massachusetts lo echó a perder, o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o por necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra, y el último en una prisión en Siberia.

Por lo que me atañe (y por lo que me valga), he intentado escribir en lugares tan variados como una choza de barro africana (con una toalla mojada en la cabeza), un monasterio del Monte Athos, una colonia de escritores, una casucha en el páramo y hasta una tienda. Pero no bien llega la tormenta de arena, o comienza la estación lluviosa o un martillo pilón destruye toda esperanza de concentrarme, me maldigo y pregunto ¿qué estoy haciendo aquí, por qué no estoy en mi torre?”




Bruce Chatwin es un escritor británico que se ha dedicado también a la vida del viajero. Con una formación en arqueología, su vida fue ante todo diversa. Luego de su trabajo en la casa de subastas Sotheby como Director del Departamento de Impresionismo, viajó a África para descansar de una larga temporada en el ambiente artístico. Después de sus labores de profesor de Arqueología y corresponsal del periódico The Sunday Times, dio inicio a los viajes que lo llevarían a dejar su cargo; viajes que se convirtieron en la materia prima de sus textos.
El novelista y escritor de viajes inglés Bruce Chatwin (1940-1989) fue, antes de convertirse en un famoso literato, un talentoso experto en antigüedades que trabajó en Sotheby’s, en la sede londinense de New Bond Street. Esta fructífera experiencia se prolongó durante ocho años y fue decisiva para la carrera literaria que desarrolló en el último tercio de su vida. La escritora italiana Daria Galateria repasa este periodo crucial en la vida del novelista inglés en su libro Trabajos forzados, Los otros oficios de los escritores.


De Charles Milward, un primo lejano que acabó viviendo en Patagonia, Bruce Chatwin decía: «Lo extraordinario de Milward es que nunca ha logrado quitarse de encima Birmingham». Los suyos eran de Birmingham, y cuando quisieron encontrar un futuro para Bruce, descartaron la arquitectura, que era una de las profesiones de la familia, porque encontraban Londres muy tentador (y, además, las matemáticas no eran precisamente el fuerte del muchacho). Por lo demás, Bruce había declarado que no quería ir a la universidad; quería ser actor, o quizás entrar en el servicio colonial. Algunos de sus compañeros de colegio habían ido a Rodesia; pero la Revuelta del Mau Mau en Kenia estaba reciente, y la madre de Bruce, Margarita, tenía un tío que había sido asesinado por un cocinero en Costa de Marfil; demasiado peligroso. Sin embargo Margarita había leído un artículo en Vogue sobre la casa de subastas Sotheby’s. El padre de Bruce tenía un cliente, un perito inmobiliario, que había vendido en Sotheby’s un Monet, que representaba un tren que pasa por un puente. El 15 de abril de 1958 Bruce escribió al director de la casa de subastas, Peter Wilson, incluyendo una carta de recomendación del cliente de su padre.


Sotheby’s era una pequeña empresa familiar por entonces, con sesenta empleados y una representación en Nueva York solo para atender la correspondencia. [...] Bruce Chatwin entró como empleado en el almacén de reparto de obras de arte, con una paga semanal de ocho libras. Por la noche iba en metro a casa de sus tíos, donde vivía; nunca hablaba de su trabajo. Su tarea era quitar el polvo y mover las cerámicas, las mayólicas y los objetos tribales originarios de Europa y de Oriente. «Cada vez que había una venta me ponía mi uniforme gris y me plantaba delante de las vitrinas controlando que los potenciales clientes no dejasen las marcas de los dedos.» El asistente de las cerámicas con quien trabajaba cuenta que tenían que catalogar cerámicas chinas, esculturas romanas antiguas y también piezas de Rodin; sin embargo, Bruce se ocupaba solo de las que le interesaban. [...] Chatwin sostuvo, sin embargo, que nadie le hizo caso hasta el día en que, encontrándose junto a un gouache de Picasso que representaba a un arlequín, se le acercó un señor con el pelo lacio y aire de ornitólogo que le preguntó qué pensaba; el almacenero le respondió que según él era falso. El «ornitólogo» era sir Robert Abdy, asesor de compras del banco Gulbenkian. Asombrado por una respuesta semejante por parte de un empleado de la casa de subastas, contó el episodio a Wilson, que trasladó a Bruce a sus dos departamentos preferidos, el de pintura moderna —especialmente los impresionistas— y el de antigüedad, que Wilson catalogaba personalmente. Bruce ocupaba un pequeño estudio semienterrado, tenía una secretaria y recibía dos veces por semana a un experto, John Hewett. Hewett era socio y amigo desde mucho tiempo atrás de Wilson; era un marchante de Bond Street elegante, pelo y barba a cepillo; llegaba sacando del bolsillo un pequeño objeto, que podía ser una concha o una rarísima pieza de arte y miraba a Bruce con los ojos bovinos, para que compartiese su entusiasmo. Fue un maestro para Bruce; sostenía que las creaciones de la naturaleza eran bellas y exquisitas como el arte. Era un «heterosexual rampante», que procedía de una clase social baja y que conservaba en el acento «un toque cockney». El abuelo realizaba mudanzas en una carreta, él había sido jardinero y soldado de la guardia escocesa en Argelia; experto en tapices del siglo xv, amaba los objetos tribales y primitivos. Hewett enseñó a Chatwin a mirar los objetos a fondo, intensamente. La secretaria decía que «Bruce observaba las cosas bajo todas las luces incluso cuando no se podía más, pero el resultado era que nunca se olvidaba de nada». Un día un diseñador, John Stefanidis, le habló a Bruce de unas sillas que había visto en la Villa Malcontenta que deseaba copiar. «Yo tengo todas las medidas», le aseguró, de memoria, Chatwin. Chatwin fue un alumno extraordinariamente veloz. En una entrevista le preguntaron cuánto había tardado en convertirse en experto en impresionismo; «un par de días, diría», respondió. Tenía ojo, mucha intuición; un día entró en una tienda de Ludlow, y fue derecho a lo que el propietario consideraba un bastón de paseo: era en realidad el asta de la bandera de la embarcación del Dogo. Hacía algunos negocios privados; «¿qué debo hacer?, ¿vivir del aire?», escribió después en ¿Qué hago yo aquí? Entró en contacto con el mundo extraño y opulento de los coleccionistas. Robert Erskine —que era un ex-Etoniano— se dedicaba, sobre todo, a comerciar con monedas antiguas; con Bruce hizo una especie de sociedad. Él aportaba el dinero para comprar los objetos, Chatwin, la lista de los clientes de la casa de subastas; los beneficios se dividían a partes iguales. Cuando fue nombrado director, Sotheby’s pretendió que Bruce acabase cualquier relación con Erskine. El crítico Ted Lucie-Smith, con el que Chatwin iba el sábado al rastro de Portobello, decía que su famoso «ojo» consistía en el conocimiento del Museo imaginario, de Malraux y del Arte sin época (1934), de Ludwig Goldscheider, con su rechazo a la «jerarquización» entre el arte popular y las consideradas «culturas superiores». Un día que su superior en los impresionistas estaba fuera, Bruce realizó el catálogo. De un día para otro, se convirtió en el experto en la materia en Sotheby’s; debía «comenzar a aprender muy deprisa». Era un área importante, porque los impresionistas gustaban a los armadores griegos y a las estrellas de cine; los colegas estaban envidiosos. Chatwin sin embargo cultivaba a los clientes ricos. Era seguro, y había aprendido algunos trucos del oficio. Una vez que le preguntaron su parecer sobre un bronce indio del siglo IX, Bruce se sacó un alfiler de la solapa de la chaqueta y ralló la pátina. Era también temido. En una galería de Nueva York vio un caballo de bronce con una evidente línea de sutura. «Los griegos nunca practicaron esta técnica», dijo. La pieza fue retirada. En una subasta de Impresionistas de Sotheby’s preparada por otro, señaló un dibujo de Renoir, un desnudo. «Es falso», dijo: «y este y este». Los dibujos fueron reexaminados, y retirados de la subasta. Otra vez vio, todavía en el suelo, un Pollock. Es falso, aseguró. «Déjame en paz», dijo el curador. Cuando apareció el catálogo, la tela se denunció como falsa; Chatwin estaba triunfante. A Bruce le gustaba también viajar para peritar las obras, o buscarlas, durante las vacaciones, en los países de origen. Aprendió de los indígenas a viajar ligero, a liberarse de los objetos —tras tantos años en los que los había visto coleccionar.

Bibliografía:

https://www.youtube.com/results?search_query=bruce+chatwin


Autor del día: Bruce Chatwin 

con noticias y comentarios de los archivos de The New York 

Times

https://www.nytimes.com/books/00/03/19/specials/chatwin.html


Visiones de la Patagonia en escritores de lengua inglesa:
de Falkner a Theroux
David Lagmanovich


https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero31/patagon.html

Revisión / Cine; Para una excéntrica Praga, la porcelana es una pasión


miércoles, 4 de mayo de 2016

Pájaros de Celama de Luis Mateo Diez

"

“Bajo esa sombra primeriza del oscurecer, que parece una cortina granate en el relumbre de junio, Jacinto se evade con el gesto de la sabandija. Tiene la atmósfera un vago esplendor de flores cautivas, yerbas quemadas, alientos lejanos de pinar, ráfagas inocentes que expanden sobre la ciudad el aroma de la arboleda y de las vegas. "

“Los habitantes de Celama estaban hechos a la incuria de la sequedad, que era lo que los siglos legaban en la Llanura desolada. De esa incuria provenía su pobreza y en el intento de paliarla había, como siempre sucede, una lucha por la vida que animaba el espíritu con la fortaleza de su decisión, aunque el espíritu tampoco tenía muy claramente definidos sus poderes, porque el espíritu se difumina cuando la voluntad no supera el riesgo de la desgracia y el trabajo.


Además de esa razón misteriosa que infunde en la carne el deseo de supervivencia, el espíritu mostraba en Celama su condición fantasmal, también aceptada por los habitantes, porque bajo el manto de las rañas se presentía otro latido distinto al geológico, otra compaginación de estratos que sumaban los malos sueños y los peores augurios, las amenazas que componían en la sepultura de la tierra la morada de los pensamientos mortales.




Por eso siempre hubo un temor incierto en el desarrollo de aquella obsesión, como si la tosca técnica de escavar los Pozos acarreara un riesgo añadido, más allá de los derrumbes y el fallo de los artilugios, en la emanación imprevista de un aliento fúnebre, en la maldición de un espectro dormido que no consentiría que no sufriera daño quien perturba su sueño.



Siempre existió el sentimiento de que la muerte habitaba el subsuelo, y no en vano los muertos bajaban a ella, a recogerse en sus brazos una vez que los hacía suyos.”

…..
REINO DE CELAMA



por Leopoldo de Trazegnies Granda
Los campos de Celama eran de secano, sus habitantes siempre vivieron obsesionados por abrir pozos y calicatas que les permitiesen algún
cultivo para sustentarse; hasta que se construyó el Pantano que retuvo el cauce de sus ríos Urgo y Sela para irrigar las tierras y se inició la transformación del paisaje. Fue necesario inundar muchos pueblos de la comarca, el embalse colmado sólo dejaba asomar las espadañas de las iglesias sobre la superficie del agua como lápidas en un mar doméstico y mediterráneo. Las voces de los pueblos desaparecidos apenas se percibían, quedaba sólo la idolopeya de la cultura rural que se transmitió durante generaciones.

        El autor describe así algunos de los pueblos del reino de Celama:
ANTERNA. Con Santa Ula, capital de la comarca, la villa más activa e industriosa de Celama, donde acabaron teniendo sede las entidades bancarias.
(EL) ARGAÑAL. Villa de Celama donde vivió Venancio Rivas, cuya muerte, fuera de la cama tras una agonía lenta y contradictoria de más de veintiséis días, fue considerada por sus hijas como la mayor vergüenza que pudo pasarle a la familia.
ARVERA. Pueblo de Celama en cuyo Casino se celebró el banquete de la boda de... los Novios de Celama.
CELAMA. Territorio situado en el centro meridional de la Provincia, entre los valles de los ríos Urgo y Sela.
(LOS) CONFINES. De la frontera de Celama nunca hubo certeza porque los límites variaban según quien los midiese. Todo el mundo sabía que Celama era La Llanura entre el Urgo y el Sela.
DALGA. Pueblo situado hacia el centro de Celama.
DOLTA. En la carretera general, en dirección a Villalumara.
(LAS) GARDAS. En el límite de Los Confines.




HONTASUL. Pueblo del noroeste de Celama, en alguna de cuyas tabernas bebía Boris Olenko, el hijo que vino de parte del hijo de la vieja Ercina.
(LOS) LLANARES. Aldea en el noroeste de Celama, cercana a Ordalía, en la dirección de Los Confines.
(LA) LLANURA. Nombre por el que también se conoce Celama.
OLENCIA. Capital comarcal de la Vega. Villa almenada en la ribera del Sela, centro de comunicación ferroviaria.


OMARES. Pueblo cercano al Argañal, de donde vino Benigno con su coche de punto.
ORDALÍA. Aldea del noroeste, en la dirección de Los Confines.
ORIÓN. De donde era aquel pobre chico al que la novia le engañaba con su hermano y se murió de pena al descubrirlo, porque que los hermanos se quieran como novios es la mayor desgracia del universo.
(LOS) OSCOS. Villa hacia el noroeste, donde ejerció el médico Ismael Cuende.


(EL) RONDAL. Pueblo de Celama, donde se aparecieron los muertos mojados y vino el Cobrador de Tributos a saldar los débitos de quienes quedaron inundados por el Pantano.
SORMIGO. Pueblo del noroeste de Celama, donde el Alemán hizo la histórica demostración de su máquina para abrir pozos.
(SANTA) ULA DE CELAMA. Capital comarcal de La Llanura, situada casi en el centro geográfico de la misma.
VALMA (CASERÍO). En la ribera del afluente menor del Sela, donde vivió la familia de Rapano.
VILLALUMARA. Población donde está el Lexinton, lugar elegido por los hijos de Baro Leza para echar una cana al aire el día que su padre decidió que se había acabado la miseria.

"Cuando se ha salido del círculo de errores y de ilusiones en el interior del cual se desarrollan los actos, tomar posición es casi imposible. Se necesita un mínimo de estupidez para todo, para afirmar e incluso para negar." (E.M.Cioran)



"Había venido a contarte las otras arrugas, esas que el tiempo no te marcó con tus constantes sonrisas" o "Hay pájaros que llevan el perdigón en el alma...".


 Estas son algunas de las frases que circundan la identidad de Ismael Cieza Ganido en Pájaro sin vuelo de Luis Mateo Díez.

Las gentes del páramo son un mundo antiguo. Han acudido allí donde otros ya no querían. Se han habituado a la miseria y su mayor riqueza es sacar los escasos frutos que les ofrece una tierra que apenas da nada. Eso marca sus personas y sus miedos, sus limitadas ambiciones y sus mezquindades, sus temores y sus amores.


“Los harapos de los espantapájaros de Celama semejaban las guirnaldas mugrientas de las fiestas de los pueblos, la descuidada ornamentación que siempre daba un aire fúnebre y añejo a las celebraciones. En realidad, en la Llanura las festividades fomentaban la emulación de un pasado donde alguna vez se canceló la alegría, un rito que el tiempo fue reconvirtiendo en una suerte de expiación, como si los pueblos heredasen la mala conciencia de aquel cumplimiento.




Podía ser la figura de un extravagante caballero o la de alguien que acudía a un requerimiento oficial o a una boda o a un bautizo, ya que parecía vestido con la elegancia de quien tiene que cumplir alguna obligación social, el padrino de cualquier compromiso, por mucho que el lugar de su aparición no fuera el más adecuado.”




Fantasmas del invierno (2004) se sitúa en Ordial, una ciudad que ya descubrimos en Las estaciones provinciales pero esta vez cobra un carácter mucho más onírico. Durante el invierno de 1947, en una ciudad marcada por el trauma de la Contienda, vemos el desamparo de los niños del hospicio, que precisamente se llama desamparo, y la investigación sobre el asesinato de uno de ellos, Melindro. Con la invasión de Ordial por los lobos hambrientos y la nieve que cubre la ciudad, es una Ordial muy diferente de la Las estaciones provinciales la que descubrimos, un decorado frío, inhumano, que no le ofrece ningún cobijo al hombre.
Pajaro sin vuelo.

Desde las primeras horas de la mañana, hasta que decide lo que va a hacer al siguiente, el día de Ismael Cieza, no se va a presentar nada fácil. Sabe que tiene que contar, en cada momento, con las prórrogas que le concede su cuerpo constreñido en la cautividad de todos los baños, por tal padecimiento heredado. Y en los interludios sólo conversa con Calixto, el camarero del café Consorcio, que también sufre así. Hablan de sus variantes y métodos de paciencia, cuando escondidos en el habitáculo, no asumen sus otras responsabilidades. ¡Ah! y con Lucio Cañada, su más antiguo amigo, examina lo irreal.
Podría decirse que es una comedia acida, pero en realidad es un drama causado por los fracasos y las soledades, que llegan al nuevo Ismael tras eludir todos los compromisos vitales: primero con su mujer Novelda, luego con su hija Abril y ahora, con ese otro ser humano que es algo suyo, aunque no lo vea como real, hasta que ese Antino se hace evidente.
Nada es casual, Ganido busca el asa donde agarrarse tras la última alerta, una nueva necesidad de sobrevivir y una herencia más de la escasa unidad familiar, en la que pudiendo sentirse unido a la vida, cercano a las necesidades y peligros de la comarca, no hace otra cosa que manifestar la hostilidad que siente sobre ese territorio al que no pertenece, y por eso no se implica en nada.
Otros pesimismos, homenajeando a Leopold Bloom o a Oblomov, acceden a compaginar este día de Ismael Cieza, con el aire que respira, sin más destinos.
Y como lector puedes ordenar el contenido, en un cuerpo que no funciona bien, persistiendo en sus inmovilidades, sus desorientaciones y sus manías, y alrededor de la inutilidad para hacerse el nudo de la corbata.
¡A veces no te quedas con las genealogías noveladas de progenitores y amigos, y sólo recuerdas las creencias, los síes o los noes, los silencios o los caprichos!
Es una novela agria, donde la dimensión de las situaciones nos la da ese exquisito lenguaje barroco que Mateo Díez imprime en los entornos vitales.


“Muerto mortal que no quiere, muerto morido que no se conforma, aquí en Celama tampoco la Muerte hace distingos, sólo hay que asomar a la habitación de al lado y ver los que queda de mi suegro, dijo Dorama, pero acaso fuera el mejor sitio que un buen mozo le echase un cuarto a espadas, habida cuenta de lo que la Muerte significa en el Territorio.

La soledad de los perdidos (2014), con un vagabundear del protagonista por una ciudad invadida por la niebla. Domina la confusión en un relato que muestra a unos personajes que se pierden en una dilución borrosa, ya simbolizada por la indecisión en cuanto a la identidad del protagonista, al que conocemos bajo el nombre de Ambrosio Leda, pero ese es el nombre de una cartilla robada, para constar de una identidad. Nunca sabemos el verdadero nombre de esa víctima de un expediente de depuración que llegó huido a Balma hace quince años. La novela no proporciona referentes temporales o espaciales precisos que podrían guiar al lector, obligándole a seguir el largo vagabundeo de Ambrosio, muchas veces acompañado de Lepo Corada y del niño malo, en una ciudad en que la niebla se cuela por todas partes, dificultando la orientación, en busca de no se sabe muy bien qué, llevando Ambrosio al hombro el saco en el que están todas sus pertenencias: se trata otra vez de un relato fragmentado en 186 secuencias cortas, con una distorsión temporal que disuelve el tiempo en un no-tiempo, un lento discurrir de un ser desarraigado tanto mental como físicamente, en un viaje sin fin que es el de la vida y que ya señalan los títulos de las tres partes: Pasos, pisadas, pasadizos.



Esa Oscura Señora siempre supo que nos tenía más preparados que en cualquier otro lugar, porque no es precisamente la vida lo que contiene la tierra que pisamos: de una encarnadura más sospechosa está hecha, si de ello somos conscientes, aunque me parece que me estoy saliendo del cuento, y lo que quiero es contarlo, no rezar un responso.”


Cuando Angel Ganizo escribía una novela siempre había un momento en que se le iba la olla o, al menos, ésa era la sensación que acababa por apoderarse de él. –Tengo un poco perdida la cabeza… –‍solía reconocer, como una confidencia un tanto trémula‍– y según se desenvuelve la trama, se me pierde la idea. No sé si voy a extraviarme para tirar de nuevo los folios al cesto de los papeles, o la perdición es la justa recompensa de la ficción desencaminada.
...un terreno donde alguna vez hubo vides, y el asiento de las cepas todavía mostraba una huella herrumbrosa.


La gloria de los niños (2007), el joven Pulgar; el niño tiene que superar lo que podría ser una prueba iniciática, la de encontrar a sus hermanos que desaparecieron tras la muerte de su madre, durante la Contienda. Descubrir a sus hermanitos, tomar la decisión de no llevarlos consigo, es abandonar «ese mundo cerrado de la infancia», el de la inocencia, y admitir su propia soledad. Pulgar es víctima de la Contienda pero también uno de esos perdedores a los que afecciona Luis Mateo Díez, quien presenta con mucha poesía a esos niños víctimas de la guerra; la elección de un personaje de cuento, el de Pulgarcito, da un valor más universal a esa búsqueda. 



El oscurecer (2002), un encuentro en un decrépito apeadero entre un viejo que vuelve a Celama sin saber a dónde va ni en qué lugar se ha bajado del tren y un joven que huye a cualquier parte. Estamos en el momento crepuscular de una civilización extinguida. Así lo sugiere la repetida visión del pájaro decapitado que abre y cierra la novela como símbolo de naturaleza muerta en aras del progreso. El ciclo acaba en el definitivo oscurecer del olvido, pues el páramo es, al cabo, un territorio del alma. Leídas ahora las tres obras, con su texto depurado en mínimos retoques, el conjunto se ofrece como una magna novela concebida con el compromiso moral de salvar la memoria de toda una cultura, convirtiendo su geografía sin leyenda en territorio mítico creado con la ambición totalizadora de los textos sagrados. Con razón el autor quiere verla como poe-ma sinfónico: la primera parte sería la obertura; la segunda, una sinfonía; la tercera, un solo sostenido

El animal piadoso


"Cada vez que se encuentre usted del lado de la mayoría, es tiempo de hacer una pausa y reflexionar." Mark Twain
Ese pensar común de que la ciudad es una fuente inagotable de historias buenas y malas, y de que en los pueblos medianos o pequeños la vida es casi vacía, se contradice con la historia de la literatura, pues la mayor parte de las grandes historias noveladas ocurren en pequeños poblados y villas medianas, cercadas por la conciencia y las normas, donde arreglar los errores o llevarlos al olvido es una larga y enmarañada tarea que ocupa tiempo, aliados y estrategias.
Dios sabe cuándo, guiado por la fe de la desesperación, pero algún geógrafo había corroborado, más allá de la condición endorreica de Celama .

Las bocas se abren y se cierran dependiendo de la dirección del viento, y en una calle estrecha que se pronuncia una acusación, surge un huracán que arrasa la vida del acusado, sin parar en la razón de que puede ser una mentira. Y después volver sobre la verdad es un agrio e infinito puzle  para reconstruir la realidad
Samuel Mol, es en El animal piadoso, el protagonista de la última novela de Luis Mateo Díez. Policía jubilado y creyente se encuentra en su tiempo libre con un caso cerrado en falso catorce años atrás, donde las víctimas vuelven sobre él, para pedir cuenta y razón de aquel archivo, por falta de verdades y pruebas. Parecería anacrónico ahora que no tiene la autoridad para llevar a cabo esa investigación, que tal caso renazca, pero se siente culpable de que siga sin saber quien fue el asesino.

EL POZO

Luis Mateo Díez

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. Éste es un mundo como otro cualquiera, decía el mensaje.


Con la mejor estrategia estilística de los insignes detectives de la historia de la novela negra, Luis Mateo Díez, encamina a Samuel Mol por la senda de los espectros, de los detalles, de las pruebas, que va enlazando y comparando, entre copas de anís y testigos de todos los estamentos sociales, políticos y religiosos cercanos a esa pequeña burguesía rural, enmudecidos de pronto ante tamaño despropósito homicida.
Al Samuel sedentario, le empujan sus pies a un encuentro con los vivos y a las imágenes donde convivió con los que ya murieron, pero por cercanos, sin ser asesinos, fueron casi como cómplices de un silencio que cerró el caso sin acusados.

Lleno de misericordia y acosado por su conciencia, anuda paso a paso los detalles que no quiso ver entonces, a la vez que en su vida personal se van construyendo los porqués de sus fracasos familiares, viéndose más cercano a la soledad que a la verdad.
Las palabras de Mateo Díez le dan más dimensión a la literatura con este nuevo personaje, que como un ensayo  sobre el discurso de la vida hacen de ambos un exquisito territorio habitado por la lucidez.
Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942). Es Premio Castilla y León de las Letras (año 2000) y miembro de la Real Academia Española. Luis Mateo Díez ha levantado en sus novelas un mundo literario singular que figura entre los más sugestivos de la narrativa española contemporánea. Las estaciones provinciales (1982) hace un retrato irónico e inclemente de la parda posguerra. Aquí están ya la pasión por el lenguaje, la preferencia por los perdedores y por los espacios desolados, la indagación verbal en las emociones y el sustrato de una ironía inconfundible. 

Su segunda novela,
                           La fuente
de la edad (1986), supuso la consagración como narrador poderoso y fascinante. Fue distinguida con el premio de la Crítica y con el Nacional de Literatura. La travesía por paisajes de leyenda de un puñado de disparatados cofrades extiende al territorio provincial la cartografía urbana de su estreno novelesco. El prestigio de Mateo Díez ha ido creciendo en paralelo a su incesante producción: El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), Fantasmas del invierno (2004), La gloria de los niños (2007)...por citar sólo algunos títulos.
En El espíritu del Páramo (1996) diseña un nuevo territorio literario sobre el que se alza la pesquisa melancólica de Ismael Cuende, el protagonista de La ruina del cielo (1999). En sus páginas asistimos al oratorio espectral de una cultura vencida, a la polifonía fúnebre de la derrota. La ruina del cielo es un lapidario poblado por cientos de personajes con nombres tan extravagantes como sus tronadas peripecias, que de nuevo obtuvo el premio de la Crítica y el Nacional de Literatura. El oscurecer (un encuentro) (2002) remata la trilogía de Celama, concebida como homenaje a las culturas rurales en extinción y reunida con leves novedades en el volumen El reino de Celama (2003). Con el título de Celama también ha conocido una exitosa adaptación teatral por parte del grupo Corsario. La piedra en el corazón (2006) supone un paréntesis en su habitual línea narrativa, al abordar la historia de una familia lastrada por la desgracia en el contexto de un Madrid golpeado por la ferocidad del terrorismo.
Desde sus inicios, Luis Mateo Díez ha cultivado regularmente el cuento. El árbol de los cuentos (2006) recopila la obra breve del autor entre 1973 y 2004. El diablo meridiano (2001) inició un ciclo de doce novelas cortas agrupadas con el rótulo deFábulas del Sentimiento: El eco de las bodas (2003), El fulgor de la pobreza (2005) y Los frutos de la niebla (2008), que obtuvo el VII Premio de la Crítica de Castilla y León. Aunque se trata de piezas narrativas independientes, son textos que alcanzan su pleno sentido en el conjunto. Ha reflexionado sobre el oficio de escribir en El porvenir de la ficción (1992) y en Las palabras de la vida (2000).Sobre la pérdida en 2010 publica Azul serenidad o la muerte de los seres queridos, obra en la que el autor abandona la ficción para rendir homenaje a sus familiares y seres queridos y El animal piadoso. También en 2010, apareció Inventario de Luis Mateo Díez, una obra de Carmen Toledo, editada por la Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, donde se reúnen las monografías, estudios y análisis realizados sobre la obra de Luis Mateo Díez y que incluye también sus poemarios, ensayos, antologías, traducciones así como adaptaciones al cine y al teatro. (datos editoriales).


Silla I

Elegido el 22 de junio de 2000. Tomó posesión el 20 de mayo de 2001 con el discurso titulado La mano del sueño (algunas consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria)Le respondió, en nombre de la corporación, Manuel Seco.
Fue tesorero de la Junta de Gobierno (2002-2009).
El escritor Luis Mateo Díez, licenciado en Derecho y funcionario jubilado del Ayuntamiento de Madrid, colaboró entre 1963 y 1968 en la revista poética Claraboya. Con la trilogía formada por El espíritu del páramoLa ruina del cielo y El oscurecer, creó su propio territorio imaginario: el reino de Celama, metáfora rural y  «ventana a lo más hondo y misterioso del corazón humano». Celama saltó de los libros  a los escenarios con una adaptación teatral, representada en varios festivales internacionales, que obtuvo el Premio Rivas Cherif de la Asociación de Directores Teatrales (2005). En 2000 Luis Mateo Díez fue distinguido con el Premio Leonés del Año y en 2014 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de León.



Traducida a distintas lenguas, su obra literaria ha sido objeto de tesis doctorales en universidades españolas, europeas y americanas. Entre los galardones que ha recibido figuran el Premio Café Gijón por Apócrifo del clavel y la espina (1972), el Premio Ignacio Aldecoa por Cenizas (1976), el Premio Nacional de Narrativa (1987 y 2000) por La fuente de la edad y La ruina del cielo —con las que obtuvo también el Premio de la Crítica—,  el Premio Castilla y León de las Letras (2000), el Premio de la Crítica de Castilla y León por Los frutos de la niebla (2009) y el Premio Francisco Umbral por La cabeza en llamas (2012). Ha publicado sus novelas cortas reunidas en un solo volumen titulado  Fábulas del sentimiento. En 2013 donó a la Biblioteca Nacional de España varios manuscritos de novelas y apuntes preparatorios. En 2014 llegó a las librerías La soledad de los perdidos y en 2015 apareció su obra Los desayunos del Café Borenes.



Algunas narraciones de Luis Mateo Díez han sido adaptadas al cine, como el cuento Los grajos del sochantre, recreado en la película de José María Martín Sarmiento El filandón, o la novela La fuente de la edad, rodada por Julio Sánchez Valdés para Televisión Española.
El 22 de diciembre de 2015 fue galardonado con el Premio de Literatura de la Comunidad de Madrid.



Celama: un hallazgo y un destino










LUIS MATEO DÍEZ


"LA NOVELA DE AHORA ES CUESTIÓN DE ARROJO,
DE INTELIGENCIA, DE GANAS DE CONTAR Y DE IMAGINACIÓN"
Santiago Velázquez

https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero19/lmateod.html

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